Contiene la presentación al templo de la Princesa del Cielo y los fa­vores que la diestra divina le hizo.

413. Entre las sombras que figuraban a María Santísima en la ley escrita, ninguna fue más expresa que el arca del testamento, así por la materia de que estaba fabricada, como por lo que en sí contenía, y para lo que servía en el pueblo de Dios, y las demás cosas que mediante el arca y con ella y por ella hacía y obraba el mismo Señor en aquella antigua Sinagoga; que todo era un dibujo de esta Señora y de lo que por ella y con ella había de obrar en la nueva Iglesia del Evangelio.
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La materia del cedro inco­rruptible (Ex., 25, 10) de que —no acaso pero con Divino acuerdo— fue fabrica­da, expresamente señala a nuestra arca mística María, libre de la corrupción del pecado actual y de la carcoma oculta del original y su inseparable fomes y pasiones.
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El oro finísimo y purísimo que por dentro y fuera la vestía(Ib. 11), cierto es que fue lo más perfecto y levantado de la gracia y dones que en sus pensamientos divinos, y en sus obras y costumbres, hábitos y potencias resplandecía, sin que a la vista de lo interior y exterior de esta arca se pudiese divi­sar parte, tiempo, ni momento en que no estuviese toda llena y vestida de gracia, y gracia de subidísimos quilates.

414.    Las tablas lapídeas de la ley, la urna del maná y vara de los  prodigios,  que aquella  antigua  arca  contenía  y  guardaba,  no pudo  significar  con  mayor  expresión  al  Verbo  Eterno  humanado, encerrado  en  esta arca  viva  de  María  Santísima,  siendo  su  Hijo unigénito la piedra fundamental(1 Cor., 3, 11) y viva del edificio de la Iglesia Evangélica;   la  angular(Ef., 2, 20),  que  juntó  a  los  dos  pueblos,  judaico y gentil, tan divisos, y que para esto se cortó del monte(Dan., 2, 34) de la eterna generación, y para que, escribiéndose en ella con el dedo de Dios la nueva ley de gracia, se depositase en el arca virginal de María; y para que se entienda que era depositaría esta gran Reina de todo lo que Dios era y obraba con las criaturas. Encerraba también con­sigo el maná de la Divinidad y de la gracia y el poder y vara de los  prodigios  y maravillas,  para  que  sólo  en  esta arca  divina y mística se hallase la fuente de las gracias, que es el mismo ser de Dios, y de ella redundasen a los demás mortales, y en ella y por ella se obrasen las maravillas y prodigios del brazo de Dios; y todo lo que este Señor quiere, es y obra, se entienda que en María está encerrado y depositado.

415.    A todo esto era consiguiente que el arca del testamento —no por la figura y sombra, sino por la verdad que significaba— sirviese de peana y asiento al propiciatorio(Ex., 26, 34), donde el Señor tenía el asiento y tribunal de las misericordias para oír a su pueblo, res­ponderle y despachar sus peticiones y favores; porque de ninguna otra criatura hizo Dios trono de gracia fuera de María Santísima; ni  tampoco podía dejar de hacer propiciatorio de esta mística y verdadera arca, supuesto que la había fabricado para encerrarse en ella. Y así parece que el tribunal de la Divina justicia se quedó en el mismo Dios y el propiciatorio y tribunal de la misericordia le puso en María dulcísima, para que a ella como a trono de gracia llegásemos  con  segura  confianza  a  presentar nuestras  peticiones, a pedir los beneficios, gracias y misericordias, que, fuera del pro­piciatorio de la gran Reina María, ni son oídas ni despachadas para el linaje humano.

416.   Arca tan misteriosa y consagrada, fabricada por la mano del mismo Señor para su habitación y propiciatorio para su pueblo, no estaba bien fuera de su templo, donde estaba guardada la otra arca material, que era figura de esta verdadera y espiritual arca del  Nuevo Testamento.  Por esto ordenó  el mismo Autor  de esta maravilla que María Santísima fuese colocada en su casa y templo, cumplidos los tres años de su felicísima natividad. Verdad es que no sin grande admiración hallo una diferencia admirable en lo que sucedió con aquella primera y figurativa arca y lo que sucede con la segunda y verdadera; pues cuando el Santo Rey David trasladó el arca a diferentes lugares, y después su hijo Salomón la trasladó o colocó en el templo como a su lugar y asiento propio, aunque no tenía aquella arca más grandeza que significar a María Purísima y sus mis­terios, fueron sus traslaciones y mudanzas tan festivas y llenas de regocijo para aquel antiguo pueblo como lo testifican las solem­nes procesiones que hizo Santo David de casa de Aminadab a la de Obededón y de ésta al tabernáculo de Sión, ciudad propia del mismo Santo Rey David; y cuando de Sión la trasladó Salomón al nuevo templo, que para casa de Dios y de oración edificó por precepto del mismo Señor((2 Sam., 6, 10.12; 3 Re., 8, 6; 2 par., 5).

417.    En todas estas traslaciones fue llevada la antigua arca del testamento con pública veneración y culto solemnísimo de músicas, danzas, sacrificios y júbilo de aquellos reyes y de todo el pueblo de Israel, como lo refiere la Sagrada Historia de los libros II y III de los Reyes  y  I  y  II   del  Paralipómenon.  Pero nuestra arca  mística y verdadera, María Santísima, aunque era la más  rica, estimable y digna de toda veneración entre las criaturas, no fue llevada al templo con tan solemne aparato y ostentación pública;  no hubo en esta misteriosa  traslación  sacrificios  de  animales, ni la pompa real  y majestad de Reina, antes bien fue trasladada de casa de su padre Joaquín, en los brazos humildes de su madre Ana, que, si bien no era muy pobre, pero en esta ocasión llevó a su querida Hija a presentar y depositarla en el templo con recato humilde, como pobre, sola y sin ostentación popular. Toda la gloria y majestad de esta procesión quiso el Altísimo que fuese invisible y divina; porque los sacramen­tos y misterios de María Santísima fueron tan levantados y ocultos que muchos de ellos lo están hasta el día de hoy por los investigables juicios del Señor, que tiene destinado el tiempo y hora para todas las cosas y para cada una.

418.   Admirándome yo de esta maravilla en presencia del Muy Alto y alabando sus juicios, se dignó Su Majestad de responderme de esta manera:   Advierte,  alma, que yo si ordené fuese venerada el arca del viejo testamento con tanta festividad y aparato, fue porque era figura expresa de la que había de ser Madre del Verbo Huma­nado. Aquella era arca irracional y material, y con ella sin dificul­tad se podía hacer aquella celebridad y ostentación; pero con el arca verdadera y viva no permití yo esto, mientras vivió en carne mortal, para enseñar con este ejemplo lo que tú y las demás almas debéis advertir, mientras sois viadoras. A mis electos, que están escritos en mi mente y aceptación para eterna memoria, no quiero yo poner los en ocasión que la honra y el aplauso ostentoso y desmedido de los hombres les sea parte de premio en la vida mortal, por lo que en ella trabajan por mi honra y servicio; ni tampoco les conviene el peligro de repartir el amor, en quien los justifica y hace santos y en quien los celebra por tales. Uno es el Criador que los hizo y sustenta, ilumina y defiende; uno ha de ser el amor y atención y no se debe partir ni dividir, aunque sea para remunerar y agradecer las honras que con piadoso celo se les hacen a los justos. El amor divino es  delicado,  la voluntad  humana fragilísima y limitada;   y dividida, es poco y muy imperfecto lo que hace, y ligeramente lo pierde  todo.  Por esta doctrina y ejemplar con  la que era santísima y no podía caer por mi protección, no quise que fuese cono­cida, ni honrada en su vida, ni llevada al templo con ostentación de honra visible.

419.   A más de esto, yo envié a mi Unigénito del Cielo y crié a la que había de ser su Madre, para que sacasen al mundo de su error y desengañasen a los mortales, de que era ley iniquísima y establecida por el pecado que el pobre fuese despreciado y el rico estimado;  que el humilde fuese abatido y el soberbio ensalzado; que el virtuoso fuese vituperado y el pecador acreditado;  que el temeroso y encogido fuese juzgado por insensato y el arrogante fuese tenido por valeroso; que la pobreza fuese ignominiosa y desdicha­da; las riquezas, fausto, ostentación, pompas, honras, deleites pere­cederos buscados y apreciados de los hombres insipientes y carna­les. Todo esto vino el Verbo Encarnado y su Madre a reprobar y condenar por engañoso y mentiroso, para que los mortales conoz­can el formidable peligro en que viven en amarlo y en entregarse tan ciegamente a la mentira dolosa de lo sensible y deleitable. Y de este insano amor les nace que con tanto esfuerzo huyan de la hu­mildad, mansedumbre y pobreza, y desvíen de sí todo lo que tiene olor de virtud verdadera de penitencia y negación de sus pasiones; siendo esto lo que obliga a mi equidad y es aceptable en mis ojos, porque es lo santo, lo honesto, lo justo y que ha de ser premiado con remuneración de eterna gloria, y lo contrario con sempiterna pena.

420.   Esta verdad no alcanzan los ojos terrenos de los mundanos y carnales, ni quieren atender a luz que se la enseñaría; pero tú, alma, óyela y escríbela en tu corazón con el ejemplo del Verbo Huma­nado, de la que fue su Madre y le imitó en todo. Santa era, y en mi estimación y agrado la primera después de Cristo, y se le debía toda veneración y honra de los hombres, pues no le pudieran dar la que merecía; pero yo previne y ordené que no fuese honrada ni conocida por entonces, para poner en ella lo más santo, lo más perfecto, lo más apreciable y seguro, que mis escogidos habían de imitar y aprender de la Maestra de la verdad; y esto era la humil­dad, el secreto, el retiro, el desprecio de la vanidad engañosa y formidable del mundo, el amor a los trabajos, tribulaciones, con­tumelias, aflicciones y deshonras de las criaturas. Y porque todo esto no se compadece ni conviene con los aplausos, honras y estimación de los mundanos, determiné que María Purísima no las tuviese, ni quiero que mis amigos las reciban ni admitan. Y si para mi gloria yo los doy a conocer alguna vez al mundo, no es porque ellos lo desean, ni lo quieren;  mas con su humildad, y sin salir de sus límites, se rinden a mi disposición y voluntad; y para sí y por sí desean y aman lo que el mundo desecha, y lo que el Verbo Huma­nado y su Madre Santísima obraron y enseñaron.—Esta fue la res­puesta del Señor a mi admiración y reparo; con que me dejó satisfecha y enseñada en lo que debo y deseo ejecutar.

421. Cumplido ya el tiempo de los tres años determinados por el Señor, salieron de Nazaret Joaquín y Ana, acompañados de algunos deudos, llevando consigo la verdadera arca viva del testamento, María Santísima, en los brazos de su madre, para depositarla en el Templo Santo de Jerusalén. Corría la hermosa niña con sus afec­tos fervorosos tras el olor de los ungüentos de su amado(Cant., 1, 3), para buscar en el Templo al mismo que llevaba en su corazón. Iba esta humilde procesión muy sola de criaturas terrenas y sin alguna visi­ble ostentación, pero con ilustre y numeroso acompañamiento de espíritus angélicos que para celebrar esta fiesta habían bajado del Cielo, a más de los ordinarios que guardaban a su Reina niña, y cantando con música celestial nuevos cánticos de gloria y alabanza del Altísimo —oyéndolos y viéndolos a todos la Princesa de los cielos, que caminaba hermosos pasos a la vista del supremo y verdadero Salomón— prosiguieron su jornada de Nazaret hasta la Ciudad Santa de Jerusalén, sintiendo los dichosos padres de la niña María gran­de júbilo y consolación de su espíritu.

422.    Llegaron al Templo Santo, y la Bienaventurada Ana, para entrar con su hija y Señora en él, la llevó de la mano, asistién­dolas particularmente el Santo Joaquín; y todos tres hicieron devota y fervorosa oración al Señor: los padres ofreciéndole a su hija y la hija santísima ofreciéndose a sí misma con profunda humildad, adoración y  reverencia.  Y  sola  ella  conoció  cómo el  Altísimo  la admitía y recibía; y entre un divino resplandor que llenó el templo, oyó una voz que le decía: Ven, esposa mía, electa mía, ven a mi templo, donde quiero que me alabes y me bendigas.—Hecha esta oración  se levantaron y fueron al  sacerdote y le  entregaron los padres a su hija y niña María, y el sacerdote le dio su bendición; y juntos todos la llevaron a un cuarto, donde estaba el colegio de las doncellas que se criaban en recogimiento y santas costumbres, mientras llegaban a la edad de tomar estado de matrimonio; y espe­cialmente se recogían allí las primogénitas del tribu real de Judá y del tribu sacerdotal de Leví.

423.    La subida de este colegio tenía quince gradas, adonde sa­lieron otros sacerdotes a recibir la bendita niña María; y el que la llevaba, que debía de ser uno de los ordinarios y la había recibido, la puso en la grada primera; ella le pidió licencia y, volviéndose a sus padres Joaquín y Ana, hincando las rodillas les pidió su ben­dición y les besó la mano a cada uno, rogándoles la encomendasen a Dios. Los santos padres con gran ternura y lágrimas la echaron bendiciones, y, en recibiéndolas, subió por sí sola las quince gradas con incomparable fervor y alegría, sin volver la cabeza ni derramar lágrima, ni hacer acción párvula, ni mostrar sentimiento de la des­pedida de sus padres;  antes puso a todos en admiración el verla en edad tan tierna con majestad y entereza tan peregrina. Los sacer­dotes la recibieron y llevaron al colegio de las demás vírgenes; y el Santo Simeón, Sumo Sacerdote, la entregó a las maestras, una de las cuales era Ana profetisa. Esta santa matrona había sido prevenida con  especial gracia y luz del Altísimo para  que se encargase  de aquella niña de Joaquín y Ana, y así lo hizo por Divina dispensa­ción, mereciendo por su santidad y virtudes tener por discípula a la que había de ser Madre de Dios y maestra de todas las criaturas.

424.    Los padres, Joaquín y Ana, se volvieron a Nazaret dolori­dos, y pobres sin el rico tesoro de su casa, pero el Altísimo los con­fortó y consoló en ella. El santo sacerdote Simeón, aunque por en­tonces  no conoció   el  misterio encerrado  en  la niña María,  pero tuvo grande luz de que era santa y escogida del Señor; y los otros sacerdotes también sintieron de ella con gran alteza y reverencia. En aquella escala que subió la niña se ejecutó con toda propiedad lo que Jacob vio en la suya(Gén., 28, 12), que subían y bajaban Ángeles; unos que acompañaban y otros que salían a recibir a su Reina; y en lo supremo de ella aguardaba Dios para admitirla por Hija y por Es­posa; y ella conoció en los efectos de su amor que verdaderamente aquella era casa de Dios y puerta del cielo.

425.    La niña María, entregada y encargada a su maestra, con humildad profunda le pidió de rodillas la bendición, y la rogó que la recibiese debajo de su obediencia, enseñanza y consejo, y que tuvie­se paciencia en lo mucho que con ella trabajaría y padecería. Ana profetisa, su maestra, la recibió con agrado y la dijo:  Hija mía, en mi voluntad hallaréis madre y amparo y yo cuidaré de vos y de vuestra crianza con  todo el  desvelo posible.—Luego pasó a ofre­cerse con la misma humildad a todas las doncellas que allí estaban, y a cada una  singularmente  la saludó y abrazó y se  dedicó por sierva suya, y les pidió que como mayores y más capaces de lo que allí habían de hacer la enseñasen y mandasen; y dioles gracias porque sin merecerlo la admitían en su compañía.

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DOCTRINA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

426. Hija mía, la mayor dicha que puede venirle en esta vida mortal a un alma es que la traiga el Altísimo a su casa y la consa­gre toda a su servicio; porque con este beneficio la rescata de una peligrosa esclavitud y la alivia de la vil servidumbre del mundo, donde sin perfecta libertad come su pan con el sudor de su cara (Gén., 3, 19). ¿Quién hay tan insipiente y tenebroso que no conozca el peligro de la vida mundana, con tantas leyes y costumbres abominables y pésimas como la astucia diabólica y la perversidad de los hombres han introducido? La mejor parte es la religión y retiro; aquí se halla puerto seguro y lo demás todo es tormenta y olas alteradas y llenas de dolor y desdichas; y no reconocer los hombres esta verdad y agradecer este singular beneficio, es fea dureza de corazón y olvido de sí mismos. Pero tú, hija mía, no te hagas sorda a la voz del Altísimo, atiende y obra y responde a ella; y te advierto que uno de los mayores desvelos del demonio es impedir la vocación del Señor cuando llama y dispone a las almas para que se dediquen a su servicio.

427.    Sólo aquel acto público y sagrado de recibir el hábito y entrar en la religión, aunque no se haga siempre con el fervor y pureza de intención debida, indigna y enfurece al Dragón infernal y a sus demonios, así por la gloria del Señor y gozo de los Santos Án­geles, como porque sabe aquel mortal enemigo que la religión lo santifica y perfecciona. Y sucede muchas veces que habiéndola reci­bido por motivos humanos y terrenos, obra después la divina gracia y lo mejora y ordena todo. Y si esto puede cuando el principio no fue con intención tan recta como convenía, mucho más poderosa y eficaz será la luz y virtud del Señor y la disciplina de la religión, cuando el alma entra en ella movida del Divino amor y con íntimo y verdadero deseo de hallar a Dios, servirle y amarle.

428.    Y para que el Altísimo reforme o adelante al que viene a la religión por cualquier motivo que traiga, conviene que, en vol­viendo al mundo las espaldas, no le vuelva los ojos y que borre todas sus imágenes de la memoria y olvide lo que tan dignamente ha de­jado en el mundo. A los que no atienden a esta enseñanza y son ingratos y desleales con Dios, sin duda les viene el castigo de la mujer de Lot (Gén., 19, 26), que si por la Divina piedad no es tan visible y pa­tente a los ojos exteriores, pero recíbenle interiormente, quedando helados, secos y sin fervor ni virtud. Y con este desamparo de la gracia, ni consiguen el fin de su vocación, ni aprovechan en la religión, ni hallan consuelo espiritual en ella, ni merecen que el Señor les mire y visite como a hijos; antes los desvía como esclavos infieles y fugitivos. Advierte, María, que para ti todo lo del mundo ha de estar muerto y crucificado, y tú para él, sin memoria, ni imagen, ni atención, ni afecto o cosa alguna terrena y si tal vez fuere necesario ejercitar la caridad con los prójimos, ordénala tan bien que en primer lugar pongas el  bien de tu alma y tu seguridad y  quietud,  paz   y  tranquilidad   interior.   Y  en   estas   advertencias todo extremo, que no sea vicio, te lo amonesto y mando si has de estar en mi escuela.

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DE UN SINGULAR FAVOR QUE HIZO EL ALTÍSIMO A MARÍA SANTÍSIMA LUEGO QUE SE QUEDÓ EN EL TEMPLO

429. Cuando la divina niña María, despedidos sus padres, se quedó en el templo para vivir en él, le señaló su maestra el retiro que le tocaba entre las demás vírgenes, que eran como unas grandes alcobas o pequeños aposentos para cada una. Postróse en tierra la Princesa de los cielos y, con advertencia de que era suelo y lugar del templo, le besó y adoró al Señor dándole gracias por aquel nuevo beneficio, y a la misma tierra, porque la había recibido y sustentaba, siendo indigna de aquel bien, de pisarla y estar en ella. Luego se convirtió a sus Ángeles santos y les dijo: Príncipes celes­tiales, nuncios del Altísimo, fidelísimos amigos y compañeros míos, yo os suplico con todo el afecto de mi alma, que en este santo Templo de mi Señor hagáis conmigo el oficio de vigilantes centinelas, avi­sándome de todo lo que debo hacer; enseñadme y encaminadme como maestros y nortes de mis acciones, para que acierte en todo a cumplir la voluntad perfecta del Altísimo, dar gusto a los santos sacerdotes y obedecer a mi maestra y compañeras.—Y hablando con los doce Ángeles singularmente —que arriba dijimos (Cf. supra 202 y 273)  eran los doce del Apocalipsis— les dijo: Y a vosotros, embajadores míos, os pido que, si el Altísimo os diere su licencia, vais [sic] a consolar a mis santos padres en su aflicción y soledad.

430.  Obedecieron a su Reina los doce Ángeles y, quedando con los demás en coloquios divinos, sintió una virtud superior que la movía fuerte y suave y la espiritualizaba y levantaba en un ardiente éxtasis; y luego el Altísimo mandó a los Serafines que la asistían ilustrasen su alma santísima y la preparasen. Y luego le fue dado un lumen y cualidad divina que perfeccionase y proporcionase sus potencias con el objeto que le querían manifestar. Y con esta pre­paración, acompañada de todos sus Santos Ángeles y otros muchos, vestida la divina niña de una refulgente nubécula, fue llevada en cuer­po y alma hasta el Cielo empíreo, donde fue recibida de la Santísima Trinidad con digna benevolencia y agrado. Postróse ante la presencia del poderosísimo y altísimo Señor, como solía en las demás visio­nes, y adoróle con profunda humildad y reverencia. Y luego la vol­vieron a iluminar de nuevo con otra cualidad o lumen con el cual vio la Divinidad intuitiva y claramente; siendo esta la segunda vez que se le manifestó por este modo intuitivo a los tres años de su edad.

431.    No hay sentido ni lengua que pueda manifestar los efec­tos de esta visión y participación de la Divina esencia. La Persona del  Eterno  Padre habló  a  la futura Madre  de  su  Hijo, y díjola: Paloma mía y dilecta mía, quiero que veas los tesoros de mi ser inmutable y perfecciones  infinitas y los  ocultos  dones que tengo destinados para las almas que tengo elegidas para herederas de mi gloria,  que  serán  rescatadas   con  la Sangre  del  Cordero  que por ellas ha de morir. Conoce, hija mía, cuán liberal soy para mis criatu­ras que me conocen y aman; cuán verdadero en mis palabras, cuán fiel  en mis  promesas,  cuán  poderoso y admirable  en mis  obras. Advierte, esposa mía, cómo es verdad infalible que quien me siguiere no vivirá en tinieblas. De ti quiero que, como mi escogida, seas testi­go de vista de los tesoros que tengo aparejados para levantar los humildes, remunerar los pobres, engrandecer los abatidos y premiar todo lo que por mi nombre hicieren o padecieren los mortales.

432.    Otros  sacramentos  grandes  conoció la  santísima niña  en esta visión de la Divinidad, porque el objeto es infinito; y aunque se le había manifestado otra vez  claramente, pero siempre le resta infinito que comunicar de nuevo con más admiración y mayor amor de quien recibe este favor. Respondió la Santísima María al Señor, y dijo: Altísimo y supremo Dios eterno, incomprensible sois en vues­tra grandeza, rico en misericordias, abundante en tesoros, inefable en misterios, fidelísimo en promesas, verdadero en palabras, perfectísimo en vuestras obras, porque sois Señor infinito y eterno en vuestro ser y perfecciones. Pero ¿qué hará, altísimo Señor, mi pe­quenez a la vista de vuestra grandeza? Indigna me reconozco de mirar vuestra grandeza que veo, pero necesitada de que con ella me miréis. En vuestra presencia, Señor, se aniquila toda criatura, ¿qué hará vuestra sierva, que es polvo? Cumplid en mí todo vuestro querer y  beneplácito;   y  si  en  vuestros  ojos   son  tan  estimables los trabajos y desprecios de los mortales, la humildad, la paciencia y mansedumbre en ellos, no consintáis, amado mío, que yo carezca de tan rico tesoro y prendas de vuestro amor; y dad el premio de ello a  vuestros  siervos y amigos,  que lo merecerán mejor, pues nada he trabajado yo en vuestro servicio y agrado.

433.    El Altísimo se agradó mucho de la petición de la divina niña y la dio a conocer cómo la admitía para concederle que traba­jase y padeciese por su amor en el discurso de su vida, sin entender entonces el orden y modo como había de suceder todo. Dio gracias la Princesa del Cielo por este beneficio y favor de que era escogida para trabajar y padecer por el nombre y gloria del Señor y, fervo­rosa con el deseo de conseguirlo, pidió licencia a Su Majestad para hacer en su presencia cuatro votos; de castidad, pobreza, obediencia y perpetuo  encerramiento  en  el  templo,  adonde  la  había  traído. A esta petición la respondió el Señor, y la dijo: Esposa mía, mis pensamientos se levantan sobre todas las criaturas y tú, electa mía, ahora ignoras lo que en el discurso de tu vida te puede suceder y que no será posible en  todo cumplir tus fervorosos deseos  en el modo que ahora piensas; el voto de castidad admito y quiero le ha­gas, y que renuncies desde luego las riquezas terrenas; si bien es mi voluntad que en los  demás votos y en sus materias obres, en lo posible, como si los hubieras hecho todos; y tu deseo se cumplirá en otras muchas doncellas que, en el tiempo venidero de la ley de gracia, por seguirte y servirme harán  los mismos votos  viviendo juntas en congregación, y serás madre de muchas hijas.

434.    Hizo  luego  la  santísima  niña  en presencia  del  Señor el voto de castidad, y en lo demás sin obligarse renunció todo el afec­to de lo terreno y criado; y propuso obedecer por Dios a todas las criaturas. Y en el cumplimiento de estos propósitos fue más pun­tual, fervorosa y fiel que ninguno de cuantos por voto lo prometie­ron ni prometerán. Con esto cesó la visión intuitiva y clara de la Divinidad, pero no luego fue restituida a la tierra; porque en otro estado más inferior tuvo luego otra visión imaginaria del mismo Señor y estando siempre en el cielo empíreo; de manera que se siguieron a la vista de la Divinidad otras visiones imaginarias.

435.    En esta segunda e imaginaria visión llegaron a ella algu­nos Serafines de los más inmediatos al Señor y, por mandado suyo, la adornaron y compusieron en esta forma. Lo primero, todos sus sentidos fueron como iluminados con una claridad o lumen que los llenaba de gracia y hermosura. Luego la vistieron una ropa o tuni-cela preciosísima de refulgencia y la ciñeron con una cintura de piedras diferentes de varios colores transparentes, lucidísimos y bri­llantes, que toda la hermoseaba sobre la humana ponderación;  y significaba la pura candidez y heroicas y diferentes virtudes de su alma   santísima.   Pusiéronla   también   una   gargantilla   o   collar  in­estimable y de subido valor con tres grandes piedras, símbolo de las tres mayores y excelentes virtudes, fe, esperanza y caridad; y estas pendían   del   collar   sobre   el   pecho,   como   señalando   su   lugar  y asiento de tan ricas joyas. Diéronle tras esto siete anillos de rara hermosura en sus manos, donde se los puso el Espíritu Santo en testimonio de que la adornaba con sus dones en grado eminentísi­mo. Y sobre este adorno la Santísima Trinidad puso sobre su cabeza una imperial corona de materia y piedras inestimables, constituyén­dola juntamente por Esposa suya y por Emperatriz del cielo; y en fe de todo esto la vestidura cándida y refulgente estaba sembrada de unas letras o cifras de finísimo oro y muy brillante, que decían: María hija del Eterno Padre, Esposa del Espíritu Santo y Madre de la verdadera luz. Esta última empresa o título no entendió la di­vina Señora, pero los Ángeles sí, que admirados en la alabanza del Autor asistían a obra tan peregrina y nueva; y en cumplimiento de todo esto puso el Altísimo en los mismos espíritus angélicos nueva atención, y salió una voz del trono de la Santísima Trinidad, que hablando con María Santísima le dijo: Nuestra Esposa, nuestra que­rida y escogida entre las criaturas serás por toda la eternidad; los Ángeles te servirán y todas las naciones y generaciones te llamarán bienaventurada (Lc., 1, 48).

436.    Adornada la soberana niña con las galas de la divinidad, se celebró luego el desposorio más célebre y maravilloso que pudo imaginar ninguno de los más altos querubines y serafines, porque el Altísimo la admitió por Esposa única y singular y  la  constituyó en la más suprema dignidad que pudo caber en pura criatura, para depositar en ella su misma Divinidad en la Persona del Verbo y con él todos los tesoros de gracias que a tal eminencia convenían. Estaba la humildísima entre los humildes absorta en el abismo de amor y admiración que la causaban tales favores y beneficios y en presencia del Señor, dijo:

437.    Altísimo Rey y Dios incomprensible, ¿quién sois vos y quién soy yo, para que vuestra dignación mire a la que es polvo, indigna de tales misericordias? En vos, Señor mío, como en espejo claro, conociendo vuestro ser inmutable, veo y conozco sin engaño la ba­jeza y vileza del mío, miro vuestra inmensidad y mi nada, y en este conocimiento quedo aniquilada y deshecha con admiración de que la Majestad infinita se incline a tan humilde gusanillo, que sólo puede merecer el desecho y desprecio entre todas las criaturas. ¡Oh Señor y bien mío, qué magnificado y engrandecido seréis en esta obra! ¡Qué admiración causaréis conmigo en vuestros espíritus an­gélicos, que conocen vuestra infinita bondad, grandeza y misericor­dias, en levantar al polvo y a la que en él es pobre(Sal., 112, 3), para colocar­la entre los príncipes! Yo, Rey mío y mi Señor, os admito por mi Esposo y me ofrezco por vuestra esclava. No tendrá mi entendi­miento otro objeto, ni mi memoria otra imagen, ni mi voluntad otro fin ni deseo fuera de vos, sumo, verdadero y único bien y amor mío, ni mis ojos se levantarán para ver otra criatura humana, ni atenderán mis potencias y sentidos a nadie fuera de vos mismo y a lo que Vuestra Majestad me encaminare; solo vos, amado mío, seréis para vuestra Esposa(Cant., 2, 16) y ella para solo vos, que sois incomutable y eterno bien.

438.  Recibió el Altísimo con inefable agrado esta aceptación que hizo la soberana Princesa del nuevo desposorio que con su alma santísima había celebrado; y, como a verdadera Esposa y Señora de todo lo criado, le puso en sus manos todos los tesoros de su poder y gracia y la mandó que pidiese lo que deseaba, que nada le sería negado.  Hízolo  así la humildísima paloma y pidió  al  Señor  con ardentísima caridad enviase a su Unigénito al mundo para remedio de los mortales; que a todos los llamase al conocimiento verdadero de su Divinidad; que a sus padres naturales Joaquín y Ana les aumenta­se en el amor y dones de su Divina diestra; que a los pobres y afli­gidos los consolase y confortase en sus trabajos; y para sí misma pidió el cumplimiento y beneplácito de la Divina voluntad.  Estas fueron  las  peticiones  más  particulares que  hizo la  nueva esposa María en esta ocasión a la Beatísima Trinidad. Y todos los espíritus angélicos en alabanza del Altísimo hicieron nuevos cánticos de ad­miración y, con música celestial, los que Su Majestad destinó vol­vieron  a  la  santísima  niña  desde  el  cielo  empíreo  al  lugar  del templo, dé donde la habían llevado.

439.    Y para comenzar luego a poner por obra lo que Su Alteza había prometido en  presencia  del  Señor,  fue  a  su  maestra y la entregó todo cuanto su madre Santa Ana le había dejado para su necesidad y regalo, hasta unos libros y vestuario; y la rogó lo dis­tribuyese a los pobres, o como ella gustase disponer de ello, y la mandase y ordenase lo que debía hacer. La discreta maestra, que ya he dicho era Ana la profetisa, con divino impulso admitió y apro­bó lo que la hermosa niña María ofrecía y la dejó pobre y sin cosa aguna más de lo que tenía vestido; y propuso cuidar singularmente de ella como de más destituida y pobre, porque las otras doncellas cada una tenía su peculio y homenaje señalado y propio de sus ropas y otras cosas a su voluntad.

440. Diole también la maestra orden de vivir a la dulcísima niña, habiéndolo comunicado primero con el sumo sacerdote; y con esta desnudez y resignación consiguió la Reina y Señora de las criaturas quedar sola, destituida y despojada de todas ellas y de sí misma, sin reservar otro afecto ni posesión más de solo el amor ardentísimo del Señor y de su propio abatimiento y humillación. Yo confieso mi suma ignorancia, mi vileza, mi insuficiencia y que del todo me hallo indigna para explicar misterios tan soberanos y ocultos; donde las lenguas expeditas de los sabios y la ciencia y amor de los supremos querubines y serafines fueran insuficientes ¿qué podrá decir una mujer inútil y abatida? Conozco cuánto ofendiera a la grandeza de sacramentos tan venerables, si la obediencia no me excusara; pero aun con ella temo y creo que ignoro y callo lo más y conozco y digo lo menos en cada uno de los misterios y sucesos de esta Ciudad de Dios María Santísima.

maria en el templo

DOCTRINA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

441.    Hija mía, entre los favores grandes e inefables que recibí en el discurso de mi vida de la diestra del Todopoderoso, uno fue el   que  acabas   de   conocer  y  escribir  ahora;   porque   en  la  vista clara de la divinidad y ser incomprensible del Altísimo conocí ocul­tísimos sacramentos y misterios, y en aquel adorno y desposorio recibí incomparables beneficios, y en mi espíritu sentí dulcísimos y divinos  efectos. Aquel  deseo  que  tuve  de hacer los  cuatro votos de pobreza, obediencia, castidad y encerramiento, agradó mucho al Señor;  y merecí con el deseo que se estableciese en la Iglesia y ley de gracia el hacer los mismos votos las religiosas, como hoy se acostumbra; y aquel fue el principio de lo que ahora hacéis las religiosas, según lo que dijo Santo Rey David(Sal., 44, 13): Adducentur Regí virgines post eam, en el salmo 44, porque el Altísimo ordenó que fuesen mis deseos el fundamento de las religiones de la Ley Evangélica. Y yo cumplí entera y perfectísimamente todo lo que allí propuse delante del Se­ñor, en cuanto según mi estado y vida fue posible; ni jamás miré al rostro a hombre alguno, ni de mi esposo San José, ni de los mismos Ángeles, cuando en forma humana se me aparecían, pero en Dios los vi y conocí todos; y a ninguna cosa criada o racional tuve afecto, ni en operación e inclinación humana; ni tuve querer propio: sí o no, haré o no haré, porque en todo me gobernó el Altísimo, o por sí inmediatamente, o por la obediencia de las criaturas a quien de vo­luntad me sujetaba.

442.   No ignores, carísima, que como el estado de la religión es sagrado y ordenado por el Altísimo, para que  en él  se conserve la  doctrina  de  la perfección  cristiana y  perfecta imitación  de la vida santísima de mi Hijo, por esto mismo está indignadísimo con las almas religiosas que duermen olvidadas de tan alto beneficio y viven tan descuidadas y más relajadamente que muchos hombres mundanos; y así les aguarda más severo juicio y castigo que a ellos. También el demonio, como antigua y astuta serpiente, pone más diligencia y sagacidad en tentar y vencer a los religiosos y religio­sas que con todo el resto de los mundanos respectivamente; y cuando derriba a un alma religiosa, hay mayores consejos y solicitud de todo el infierno, para que no se vuelva a levantar con los reme­dios que para esto tiene más prontos la religión, como son la obe­diencia y ejercicios santos y uso frecuente de los sacramentos. Para que todo esto se malogre y no le aproveche al religioso caído, usa el enemigo de tantas artes y ardides, que sería espantosa cosa el cono­cerlos. Pero mucho de esto se manifiesta considerando los movimien­tos y obras que hace un alma religiosa para defender sus relajacio­nes, excusándolas si puede con algún color y si no con inobediencias y mayores desórdenes y culpas.

443. Advierte, pues, hija mía, y teme tan formidable peligro; y con las fuerzas de la Divina gracia procura levantarte a ti sobre ti, sin consentir en tu voluntad afecto ni movimiento desordenado. Toda quiero que trabajes en morir a tus pasiones y espiritualizarte, para que, extinguido en ti todo lo que es terreno, pases al ser angélico por la vida y conversación. Para llenar el nombre de esposa de Cristo has de salir de los términos y esfera del ser humano y ascen­der a otro estado y ser divino; y aunque eres tierra, has de ser tierra bendita sin espinas de pasiones, cuyo fruto copioso sea todo para el Señor, que es su dueño. Y si tienes por esposo aquel supremo y poderoso Señor, que es Rey de los reyes y Señor de los señores, dedígnate de volver los ojos, y menos el corazón, a los esclavos viles, que son las criaturas humanas; pues aun los ángeles te aman y respetan por la dignidad de esposa del Altísimo. Y si entre los mortales se juzga por osadía temeraria y desmesurada que un hom­bre vil ponga los ojos en la esposa del príncipe ¿qué delito será ponerlos en la esposa del Rey celestial y todopoderoso? Y no será menor culpa que ella lo admita y lo consienta. Asegúrate y pondera que es incomparable y terrible el castigo que para este pecado está prevenido, y no te le muestro a la vista porque con ella no des­fallezca tu flaqueza. Y quiero que para ti sea bastante mi enseñanza para que ejecutes todo lo que te ordeno y me imites como discípula en cuanto alcanzaren tus fuerzas; y sé solícita en amonestar a tus monjas esta doctrina y hacer que la ejecuten.—Señora mía y Reina piadosísima, con júbilo de mi alma oigo vuestras dulcísimas palabras llenas de espíritu y de vida; y deseo escribirlas en lo íntimo de mi corazón con la gracia de vuestro Hijo Santísimo que os suplico me alcancéis. Y si me dais licencia, hablaré en vuestra presencia como discípula ignorante con mi Maestra y Señora. Deseo, Madre y amparo mío, que para cumplir los cuatro votos de mi pro­fesión, como Vuestra Majestad me lo manda y yo debo, y aunque indigna y tibia lo deseo, me déis alguna doctrina más copiosa que me sirva de guía y magisterio en el cumplimiento de esta obliga­ción y afecto que en mi ánimo habéis puesto.

Fuente: Mística Ciudad de Dios

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