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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Desde la traición de Judas al encarcelamiento de Jesús, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia San Pedro Gallicantu (Originalmente Casa de Caifas) en donde San Pedro negó 3 veces a Nuestro Señor y en donde Jesus estuvo prisionero por ordenes de Caifas, despues de ser arrestado

JUDAS Y LOS SOLDADOS. LA MADERA DE LA CRUZ

Al principio de su cuidadosa traición, Judas no creía que ésta tuviera el resultado que tuvo. Entregando a Jesús pretendía obtener la recompensa ofrecida y complacer a los fariseos. No pensó en el juicio ni en la crucifixión; sus miras no iban más allá. Sólo pensaba en el dinero, y desde hacía mucho había estado en contacto con algunos fariseos y algunos saduceos astutos que lo adulaban incitándolo a la traición. Judas estaba cansado de la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses había estado robando las limosnas de las que era depositario, y su avaricia, exacerbada por la visión de Magdalena ungiendo los pies de Jesús con caro perfume, lo empujó a consumar su acto. Siempre había esperado de Jesús que estableciera un reino temporal en el que él creía que iba a tener un empleo brillante y lucrativo. Pero, al ir viéndose defraudado en sus expectativas, se dedicó a atesorar dinero. Veía que las penalidades y las persecuciones de los seguidores de Jesús iban en aumento y él quería ponerse a bien con los poderosos enemigos de Nuestro Señor antes de que llegase el peligro. Judas veía que Jesús no llegaría a ser rey, y que, por otra parte, la auténtica dignidad y poder era detentado por el Sumo Sacerdote, y por todos aquellos que estaban a su servicio. Todo esto lo impresionó vivamente. Se iba acercando cada vez más a los agentes del Sumo Sacerdote, que lo adulaban constantemente y le aseguraban, con grancontundencia, que en todo caso, pronto acabarían con Jesús. Él iba escuchando cada vez más los criminales intentos de corrupción y, durante los últimos días, no había hecho más que intentar forzar un acuerdo. Pero los sacerdotes todavía no querían comenzar a obrar y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo para la fiesta y que esto causaría desorden y tumulto. Sólo el Sanedrín prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Tras la sacrílega recepción del Sacramento, Satanás se apoderó de él y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que hasta entonces lo habían lisonjeado y que lo acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros entre los cuales estaban Caifás y Anás, pero este último lo trató con considerable altivez y mofa. Andaban indecisos y no estaban seguros del éxito porque no se fiaban de Judas.

Cada uno tenía una opinión diferente y lo primero que preguntaron a Judas fue: «¿Podremos cogerlo? ¿No tiene hombres armados consigo?» Y el traidor respondió: «No, está solo con sus once discípulos; Él está descorazonado y los once son hombres cobardes.» Les urgió a apresar a Jesús, les dijo que era entonces o nunca, que en otra ocasión tal vez no pudiera entregarlo, que ya no volvería a formar parte de sus seguidores. También les dijo que si no cogían a Jesús entonces, éste se escaparía y volvería con un ejército de sus partidarios, para ser proclamado rey. Estas palabras de Judas produjeron su efecto. Sus propuestas fueron aceptadas por él y recibió el precio de su traición: treinta monedas de plata.

Judas, por su lenguaje y sus comentarios, se dio cuenta de que los sacerdotes lo despreciaban, así que, llevado por su orgullo, quiso devolverles el dinero para que lo ofrecieran en el Templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero ellos rechazaron su propuesta, porque era dinero de sangre y no podía ofrecerse en el Templo. Judas vio hasta qué punto lo despreciaban y concibió hacia ellos un profundo resentimiento. No esperaba recoger tan amargos frutos de su traición aun antes de consumarla; pero se había comprometido tanto con aquellos hombres, que estaba en sus manos y no podía librarse de ellos. Lo estuvieron vigilando y no le dejaron salir hasta que les explicó paso por paso lo que tenían que hacer para hacerse con Jesús. Tres fariseos fueron con él cuando bajó a una sala, donde estaban los soldados del Templo, que no eran sólo judíos, sino de todas las naciones. Cuando todo estuvo preparado y se hubo reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para ver si Jesús estaba todavía allí. De haber estado, hubiera resultado fácil cogerle, cerrando todas las puertas. Una vez hecha la comprobación, debía man­darles la información con un mensajero.

Poco antes de que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, porque en caso de que fuera juzgado al día siguiente no daría tiempo a hacerlo, a causa del principio de la Pascua. Cogieron la madera a un cuarto de legua de allí, de un lugar donde había gran cantidad de madera perteneciente al Templo. Luego la llevaron a una plaza detrás del Tribunal de Caifás. La cruz fue construida de un modo especial, bien fuera porque querían burlarse de su dignidad de Rey, o bien por una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la inscripción. Vi otras muchas cosas relativas a la cruz, y se me permitió conocer otras muchas circunstancias relacionadas con eso, pero todo se me ha olvidado.

Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el cenáculo, pero seguro que debía de estar en el monte de los Olivos. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo a que los discípulos, alar­mados, iniciasen una revuelta. Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel, la parte de la ciudad situada al sur del Templo, y el valle del Millo, hasta la casa de Anás, en lo alto de Sión, a fin de actuar como refuerzos de ser necesario, pues se decía que todos en el pueblo de Ofel eran seguidores de Jesús. El traidor les dijo también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, pues con medios misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los ojos de los que le acompañaban. Los sacerdotes le contestaron que si alguna vez caía en sus manos, ellos se encargarían de no dejarlo ir.

Judas se puso de acuerdo con quienes lo iban a acompañar. Él entraría en el huerto, delante de ellos, se acercaría a Jesús, y como amigo y discípulo que era de Él, lo saludaría y lo besaría, entonces, los soldados debían presentarse y prenderlo. Los soldados tenían orden de mantenerse cerca de Judas, vigilarlo estrechamente y no dejarlo ir hasta que cogieran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que se escapase con el dinero y después de todo Jesús no fuera arrestado, o que apresaran a otro en su lugar. El grupo de hombres escogido para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del Templo y de otros que estaban a las órdenes de Anás y Caifás. Iban ataviados de forma muy parecida a los soldados romanos, pero éstos tenían largas barbas. Los veinte llevaban espadas. Además, algunos tenían picas y llevaban palos con linternas y antorchas, pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más que una, Al principio habían intentado que Judas llevara una escolta más numerosa, pero él dijo que eso los descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos se dominaba todo el valle. La mayoría de los soldados se quedaron pues en Ofel y fueron colocados centinelas por todas partes. Judas se marchó con los veinte soldados, pero fue seguido a cierta distancia de cuatro esbirros de la peor calaña, que llevaban cordeles y cadenas. Detrás de éstos venían los seis agentes, con los que Judas había tratado desde el principio.

Los soldados se mostraron amistosos con Judas hasta llegar al lugar donde el camino separa el huerto de los Olivos del de Getsemaní. Una vez allí, se negaron a que siguiera solo, y lo trataron con dureza e insolencia.

 

EL PRENDIMIENTO DE JESÚS

Cuando Jesús, con los tres apóstoles, llegó a donde se cruzan los caminos de Getsemaní y el huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino. Hubo una discusión entre Judas y los soldados, porque aquél quería que se apartasen de él para poder acercarse a Jesús como amigo, a fin de que no pareciera que iba con ellos, pero los soldados le dijeron con rudeza: «Ni hablar, amigo, no te escurrirás de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo.» Viendo que los ocho apóstoles corrían hacia Jesús al oír la disputa, llamaron a los cuatro esbirros que los seguían a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles vieron, a la luz de la antorcha, aquella tropa de gente armada, Pedro quiso echarlos de allí por la fuerza y dijo: «Señor, nuestros compañeros están cerca de aquí, ataquemos a los soldados.» Pero Jesús le dijo que se mantuviera tranquilo y retrocedió algunos pasos. Cuatro de los discípulos salieron en ese momento del huerto de Getsemaní y preguntaron qué sucedía. Judas quiso contestarles y despistarlos contándoles cualquier cosa, pero los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael; este último era hijo del anciano Simeón, y junto con algunos otros enviados por los amigos de Jesucristo para saber noticias de Él, se había encontrado en Getsemaní con los ocho apóstoles. Otros discípulos andaban por aquí y por allí observando y prestos a huir si era necesario.

Jesús se acercó a la tropa y dijo en voz alta e inteligible: «¿A quién buscáis?» Los jefes de los soldados respondieron: «A Jesús de Nazareth». «Soy yo», replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras cuando los soldados cayeron al suelo como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía junto a ellos, se sorprendió, e hizo ademán de acercarse a Jesús. Nuestro Señor le tendió la mano y le dijo: «Amigo mío, ¿a qué has venido?» Y Judas, balbuceando, le habló de un asunto que le habían encargado. Jesús le respondió algo parecido a «Más te valdría no haber nacido», pero no recuerdo las palabras exactas. Mientras tanto, los soldados se habían puesto de pie y se acercaron a Jesús esperando el beso del traidor, que sería la señal para que ellos reconocieran al nazareno. Pedro y los demás discípulos rodearon a Judas y le llamaron traidor y ladrón; él intentó defenderse con toda clase de mentiras, pero no le sirvió de nada, porque los soldados lo defendían contra los apóstoles y con su actitud dejaban clara la verdad.

Jesús preguntó por segunda vez: «¿A quién buscáis?» Ellos volvieron a responder: «A Jesús de Nazaret.» «Soy yo, ya os lo he dicho; yo soy aquel a quien buscáis; dejad a estos que sigan su camino.» A estas palabras, los soldados cayeron por segunda vez con convulsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado de nuevo por los apóstoles, exasperados contra él. Jesús les dijo a los soldados: «Levantaos», y ellos lo hicieron, al principio mudos de terror. Cuando recuperaron el habla conminaron a Judas a que les diera la señal convenida, pues tenían orden de coger a aquel a quien él besara. Entonces Judas se acercó a Jesús y le dio un beso, diciendo: «Maestro, yo te saludo.» Jesús le dijo: «Judas, ¿vendes al Hijo del Hombre con un beso?» Entonces los soldados rodearon inmediatamente a Jesús y los esbirros que se habían acercado lo sujetaron. Judas quiso huir, pero los apóstoles no se lo permitieron; se abalanzaron sobre los soldados, gritando: «Maestro, ¿debemos atacarlos con la espada?» Pedro, más impetuoso que los otros, cogió la suya, y, sin esperar la respuesta de Jesús, se lanzó contra Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que intentaba apartar a los apóstoles, y le cortó la oreja derecha. Maleo cayó al suelo y siguió un gran tumulto.

Los esbirros querían atar a Jesús; los soldados los rodeaban. Cuando Pedro hirió a Maleo, el resto de los soldados se dispusieron a repeler el ataque de los discípulos que se acercaban, y a perseguir a los que huían. Cuatro discípulos aparecieron a lo lejos, y parecían dispuestos a intervenir, pero los soldados estaban todavía aterrorizados por su última caída, y no se atrevían a alejarse y dejar a Jesús sin un cierto número de hombres que lo vigilaran. Judas, que había huido tan pronto como dio el beso de traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos que le llenaron de insultos y reproches; pero los seis fariseos que venían detrás lo liberaron, y él escapó mientras los cuatro esbirros se ocupaban de atar a Nuestro Señor.

En cuanto Pedro atacó a Maleo, Jesús le había dicho en seguida: «Guarda tu espada en la vaina, pues el que empuña la espada, por espada perecerá. ¿Crees tú que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe dos legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las profecías si lo que debe ser hecho no se hace?» Después dijo: «Dejadme curar a este hombre.» Y acercándose a Maleo, tocó su oreja, rezó y se restituyó. Los soldados estaban a su alrededor, con los esbirros y los seis fariseos, quienes, lejos de conmoverse con el milagro, seguían insultándolo diciéndole a la tropa: «Es un enviado del diablo. La oreja parecía cortada por sus brujerías, y por sus mismas artimañas ahora parece pegada de nuevo.»

Entonces, Jesús, dirigiéndose a ellos, dijo: «Habéis venido a cogerme como a un asesino, con armas y palos; todos los días he estado predicando en el Templo y no me habéis prendido. Pero ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas ha llegado.»

Los fariseos mandaron que lo atasen todavía más fuerte y se burlaban de él diciéndole: «No has podido vencernos con tus hechizos.» Jesús contestó, pero no recuerdo sus palabras; después de eso, los discípulos huyeron. Los cuatro esbirros y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados fueron afectados por el ataque, porque, como luego me fue revelado, estaban totalmente entregados al poder de Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco cayó aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron llegaron a convertirse después en cristianos. Estos soldados sólo habían rodeado a Jesús, pero no le habían puesto las manos encima. Maleo se convirtió instantáneamente tras su curación, y durante la Pasión sirvió de mensajero entre María y los otros amigos de Nuestro Señor.

Los esbirros ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos y de lo más bajo que se pueda imaginar. Eran pequeños, robustos y muy ágiles; por el color de su piel y su complexión, parecían esclavos egipcios; llevaban el cuello, los brazos y las piernas desnudos. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cuerdas nuevas y muy duras. Le ataron el puño derecho debajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo debajo del codo derecho. Alrededor de la cintura le pusieron una especie de cinturón con puntas de hierro, al cual le fijaron las manos con ramas de sauce; al cuello le pusieron una especie de collar de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban sujetas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro de la manera más cruel. Todas las cuerdas eran nuevas y yo creo que fueron compradas por los fariseos cuando acordaron arrestar a Jesús.

Encendieron las antorchas y la procesión se puso en marcha. Diez soldados caminaban delante; les seguían los esbirros, que iban tirando de Jesús por las cuerdas; detrás de ellos, los fariseos, que lo llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban la marcha. Los discípulos iban siguiéndolos a cierta distancia, dando gritos y fuera de sí por la pena. Juan seguía de cerca a los últimos soldados, hasta que los fariseos, viéndolo solo, ordenaron a los guardias que lo cogieran. Los soldados obedecieron y corrieron hacia él; pero logró huir dejando entre sus manos la prenda por la cual lo habían cogido. Se le habían quedado la sobretúnica, y no le quedaba puesto más que una túnica interior, corta y sin mangas, y una banda de lien­zo que los judíos llevan ordinariamente alrededor del cuello, de la cabeza y de los brazos. Los esbirros maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los seis fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos por encima de las piedras, por el lodo, e iban tirando de las cuerdas con toda su fuerza. En la mano llevaban otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que lleva a la carnicería. Acompañaban este cruel trato de insultos tan innobles e indecentes, que no puedo repetirlos. Jesús estaba descalzo; además de su túnica ordinaria llevaba una túnica de lana sin costuras y una sobrevesta por encima. Cuando lo prendieron no recuerdo que presentasen ninguna orden ni documento legal de arresto. Lo trataron como a una persona fuera de la ley.

La comitiva avanzaba a buen paso. Cuando abandonaron el camino que queda entre el huerto de los Olivos y el de Getsemaní, torcieron a la derecha y pronto alcanzaron el puente sobre el torrente de Cedrón. Jesús no había pasado por este puente al ir al huerto de los Olivos, sino que tomó un camino que daba un rodeo por el valle de Josafat, y conducía a otro puente más al sur. El de Cedrón era muy largo, porque se extendía más allá de la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a ese puente, vi como Jesús cayó dos veces en el suelo, a causa de los violentos tirones que le daban. Pero cuando llegaron a la mitad del puente dieron rienda suelta a sus brutales inclinaciones; empujaron a Jesús con tal violencia que lo echaron desde allí al agua, diciéndole que saciara su sed. Si Dios no lo hubiera protegido, la simple caída hubiera bastado para matarlo. Cayó primero sobre sus rodillas y luego sobre su cara, que pudo cubrirse con las manos que, si antes habían estado atadas, ahora estaban libres. No sé si por milagro o porque los soldados habían cortado las cuerdas antes de empujarlo al agua. La marca de sus rodillas, sus pies y sus codos, quedó milagrosamente impresa en la piedra donde cayó, y esta marca fue después un motivo de veneración para los cristianos. Esas piedras eran menos duras que el corazón de los impíos hombres que rodeaban a Nuestro Señor, y les tocó ser testigos de aquellos terribles momentos del Poder Divino.

No había visto beber a Jesús ni un trago, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el huerto de los Olivos, pero sí bebió entonces agua del Cedrón, cuando lo arrojaron en él, y entonces lo oí repetirse estas proféticas palabras de los Salmos que dicen: «En el camino beberá agua del torrente.» Los esbirros sujetaban siempre los cabos de las cuerdas con las que Jesús estaba atado. Como no pudieron hacerle atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, lo hicieron volver atrás y lo arrastraron de nuevo hasta arriba, hasta el borde del puente. Entonces, estos miserables lo hicieron caminar a empujones por él, llenándolo de insultos. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros, y apenas podía caminar. Al otro lado del puente, cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, pegándole con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su túnica mojada en medio de los insultos más infames. No era aún medianoche, cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro esbirros por un estrecho sendero, lleno de piedras, cardos y espinas. Los seis brutales fariseos caminaban tan cerca de Él como podían, pinchándolo constantemente con la punta de sus bastones, y viendo que los pies desnudos de Jesús eran desgarrados con las piedras o las espinas, exclamaban con cruel ironía: «Su precursor, Juan Bautista, no le ha preparado un buen camino», o bien: «Las palabras de Malaquías: «Enviaré a mi ángel para prepararte el camino», no pueden aplicarse aquí», etcétera. Y cada burla de ellos era como un estímulo para los esbirros, que incrementaban entonces su crueldad.

Los enemigos de Jesús vieron sin embargo que algunas personas iban apareciendo a la distancia, pues muchos discípulos se habían juntado al enterarse de que su Maestro había sido arrestado, y querían saber qué iba a pasar con Él. Ver a esa gente hacía sentir incómodos a los fariseos, que, temiendo algún ataque para intentar rescatar a Jesús, dieron voces para que les enviasen refuerzos. Vi salir de la puerta situada al mediodía del Templo unos cincuenta soldados portando antorchas y al parecer dispuestos a todo. El comportamiento de esos hombres era ofensivo; llegaban dando fuertes gritos, tanto para anunciar que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, causaron gran revuelo y entonces vi a Maleo y a algunos otros que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición, aprovechar la confusión ocasionada para escaparse al monte de los Olivos.

Cuando esta nueva tropa salió del arrabal de Ofel por la puerta de Mediodía, vi a los discípulos que se habían ido juntando a cierta distancia, dispersarse, unos hacia un lado y otros hacia otros. La Santísima Virgen y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron directamente al valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan, el hijo de Marcos, el hijo de Verónica y el hijo de Simón. Este último se hallaba en Getsemaní, con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido cuando aparecieron los soldados. Estaba contándole a la Santísima Virgen lo que había pasado, cuando las tropas de refresco se unieron a las que llevaban a Jesús, y ella oyó sus gritos estridentes y vio las luces de las antorchas que portaban. Esa visión fue superior a sus fuerzas y la Virgen perdió el sentido. Juan la llevó a casa de María, la madre de Marcos.

Los cincuenta soldados eran un destacamento de una tropa de trescientos hombres que ocupaban la puerta y las calles de Ofel, pues el traidor Judas había dicho al Sumo Sacerdote que los habitantes de Ofel, pobres obreros en su mayoría, eran seguidores de Jesús y que podía temerse de ellos que intentaran libertarlo. El traidor sabía bien que Jesús había consolado, predicado, socorrido y curado a un gran número de aquellos pobres obreros. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se unieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y construyeron casas y levantaron tiendas para la comunidad, las situaron entre Ofel y el monte de los Olivos, y allí vivió san Esteban.

Los pacíficos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a las calles, para ver lo que sucedía. Pero los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, ha sido apresado; el Sumo Sacerdote va a juzgarlo y será crucificado.» Al oír eso no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían aquí y allá llorando, o se ponían de rodillas con los brazos abiertos y gritaban al cielo recordando la bondad de Jesús. Pero los soldados los empujaban y los hacían entrar por fuerza en sus casas y no se cansaban de injuriar a Jesús, diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo». Sin embargo, no se atrevían a proceder con violencia, temiendo una insurrección, y se contentaban con alejar a la gente del camino por el que debía seguir Jesús.

Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía al Salvador, se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo y parecía no poder más. Entonces uno de los soldados, movido a compasión, dijo a los otros: «Ya veis que este pobre hombre está exhausto y no puede con el peso de las cadenas. Si hemos de conducirlo vivo al Sumo Sacerdote, aflojadle las manos para que al menos pueda apoyarse cuando caiga.» La tropa se paró y los esbirros le aflojaron las cuerdas; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente cercana. Jesús le dio las gracias citando un pasaje de un profeta, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias de parte de los fariseos. Vi a estos dos soldados de repente iluminados por la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús e inmediatamente se unieron a sus discípulos.

La procesión se puso en marcha de nuevo y llegaron a la puerta de Ofel. Los soldados apenas podían contener a los hombres y mujeres que se precipitaban por todas partes. Era un espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, lleno de heridas, con el cabello en desorden y la túnica húmeda y manchada, arrastrado con cuerdas y empujado con palos como un pobre animal al que llevan al matadero, entre esbirros sucios y medio desnudos y soldados groseros e insolentes. En medio de la multitud afligida, los habitantes de Ofel tendían hacia Él las manos que había curado de la parálisis y con la voz que Él les había dado, suplicaban a los verdugos: «Soltad a ese hombre, soltadle. ¿Quién nos consolará? ¿Quién curará nuestros males?»; y lo seguían con los ojos llenos de lágrimas que le debían la luz.

Pero al llegar al valle, mucha gente de la clase más baja del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos de Nuestro Señor, se habían unido a la escolta, y maldecían e injuriaban a Jesús y los ayudaban a empujar e insultar a los pacíficos habitantes de Ofel. La escolta siguió bajando, y después pasó por una puerta abierta en la muralla; dejaron a la derecha un gran edificio, restos de las obras de Salomón, y a la izquierda el estanque de Betsaida; después se dirigieron al oeste siguiendo una calle llamada Millo. Entonces torcieron un poco hacia Mediodía y, subiendo hacia Sión, llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de maltratar a Jesús. Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, se cayó siete veces.

Los vecinos de Ofel, todavía consternados y agobiados por la pena, cuando vieron a la Santísima Virgen que, acompañada por las santas mujeres y algunos amigos se dirigía a casa de María, la madre de Marcos, situada al pie de la montaña de Sión, redoblaron sus gritos y lamentos, y se apretaron tanto alrededor de María, que casi la llevaban en volandas. María estaba muda de dolor y no despegó los labios al llegar a casa de María, madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, quien le contó lo que había visto desde que Jesús salió del cenáculo. Después condujeron a la Virgen a casa de Marta, que vivía cerca de Lázaro. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús a distancia, corrieron a ver a algunos servidores del Sumo Sacerdote a quienes Juan conocía, con idea de lograr así entrar en las salas del Tribunal adonde su Maestro había sido conducido. Estos sirvientes, amigos de Juan, actuaban como mensajeros, y debían ir casa por casa de los ancianos y otros miembros del Consejo y avisarlos de que habían sido convocados. Deseaban ayudar a los dos apóstoles, pero no se les ocurrió sino vestirlos con una capa igual a la suya y que les ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en el Tribunal disfrazados, del cual estaban echando a todo el mundo. Los apóstoles se encargaron de convocar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de esta manera consiguieron avisar a algunos amigos de su Maestro, que los fariseos por sí mismos no hubieran convocado. Judas, mientras tanto, andaba errante, con el diablo a su lado, como un insensato, por los barrancos de la parte sur de Jerusalén, donde se vertían los escombros e inmundicias de la ciudad…

 

MEDIDAS QUE TOMAN LOS ENEMIGOS DE JESÚS PARA LOGRAR SUS PROPÓSITOS

Anás y Caifás fueron informados en el acto del prendimiento de Jesús y empezaron a disponerlo todo. En su casa reinaba gran actividad. Las salas estaban iluminadas, las entradas con vigilantes, los mensajeros corrían por la ciudad para convocar a los miembros del Consejo, a los escribas y a todos los que debían tomar parte en el juicio. Muchos habían estado aguardando en casa de Caifás el resultado. Los ancianos de los diferentes estamentos acudieron también. Como los fariseos, saduceos y herodianos de todo el país se habían congregado en Jerusalén con motivo de la fiesta, y desde hacía largo tiempo se albergaban propósitos contra Jesús por parte de todos ellos y del Gran Consejo, el Sumo Sacerdote convocó a los que tenían más odio contra Nuestro Señor, con la orden de reunir y aportar todas las pruebas y testimonios posibles para el momento del juicio. Todos estos hombres, perversos y orgullosos, de Cafarnaum, Nazaret, Tirza, Gabara, etc., a los cuales Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se encontraban en ese momento en Jerusalén. Cada uno buscaba entre la gente de su país, que había acudido a la fiesta, algunos que, por dinero, quisieran presentarse como acusadores contra Jesús. Pero todo, excepto algunas evidentes calumnias, se reducía a repetir las acusaciones que Jesús tantas veces había rebatido en las sinagogas.

No obstante, todos los enemigos de Jesús estaban llegando al Tribunal de Caifás, conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los que se añadían muchos de los vendedores que Jesús echó del templo; muchos doctores orgullosos a los cuales había dejado sin argumentos en presencia del pueblo y algunos que no podían perdonarle el haberlos convencido de su error y llenado de confusión. Había asimismo una gran cantidad de impenitentes pecadores a los que él se había negado a curar, otros cuyos males habían vuelto a aquejar, jóvenes que no habían sido aceptados como discípulos, avariciosos a los que había exaltado con su generosidad; los defraudados en sus expectativas de un reino terrenal, corruptores a cuyas víctimas Él había convertido, y, en fin, todos los emisarios de Satán que por allí andaban. Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por algunos de los principales enemigos de Jesús y acudía de todos lados al palacio de Caifás, para acusar falsamente de todos los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, el que toma sobre sí los pecados del mundo para su expiación.

Mientras esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús estaban desconcertados y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir; andaban de aquí para allá, escuchaban todo lo que se decía del Maestro y gemían de desesperación. Si hablaban, los echaban; si callaban, los miraban de reojo; otros vacilaban y se escandalizaban. El número de los que perseveraban era pequeño; caminaban tristes y abatidos y sufrían en silencio. Entonces sucedía lo mismo que sucede hoy: se quiere servir a Dios pero sin dificultades, en lo fácil, que la cruz sea sostenida por otros.

Una vez acabados los preparativos de la fiesta, la grande y densa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían venido para la Pascua, se hallaban sumidos en el reposo tras las fatigas del día, cuando la noticia del arresto de Jesús los despertó a todos, enemigos y amigos, y por todos los puntos de la ciudad veíanse ponerse en movimiento a las personas convocadas por los mensajeros del Sumo Sacerdote. Caminaban a la luz de la luna o de sus antorchas por las calles desiertas a aquella hora, pues la mayoría de las casas carecían de ventanas exteriores, y las aberturas y puertas daban a un patio interior. Todos se dirigían directamente hacia Sión. Se oía llamar a las puertas, para despertar a los que aún dormían; en muchos sitios se producía alboroto, y mucha gente temió una insurrección. Los curiosos y los criados estaban atentos a lo que pasaba para ir a contarlo en seguida a los demás; el miedo a la revuelta hacía que se oyeran cerrar y atrancar muchas puertas.

La mayoría de los apóstoles y discípulos, llenos de terror, se movían por los valles que rodean Jerusalén y se escondían en las grutas del monte de los Olivos. Temblaban al encontrarse, se pedían noticias en voz baja, y el menor ruido interrumpía las conversaciones. Cambiaban sin cesar de escondrijo y se acercaban tímidamente a la ciudad en busca de noticias.

Mucha gente clama contra Jesús, muchos de los que más gritan han sido antes seguidores de Nuestro Señor, pero estos hipócritas ahora lanzan acusaciones contra Él. El asunto es mucho más serio de lo que en un principio parecía. Me gustaría saber cómo van a arreglárselas Nicodemo y José de Arimatea, que, a causa de su amistad con el Maestro y con Lázaro, no cuentan con la confianza del Sumo Sacerdote. Sin embargo, todo vamos a verlo.

El ruido era cada vez mayor alrededor del Tribunal de Caifás. Esta parte de la ciudad está inundada de luz de las antorchas y las lámparas. Los soldados romanos no intervienen en nada de lo que está pasando. No comprenden la excitación de la gente, pero han reforzado la vigilancia y doblado las guardias.

Alrededor de Jerusalén se oían los berridos de los muchos animales que los extranjeros habían traído para sacrificar. Inspiraba una cierta compasión el balido de los innumerables corderos que debían ser in­molados en el Templo al día siguiente. Uno solo iba a ser ofrecido en sacrificio sin abrir la boca, semejante al cordero al que conducen al matadero y no se resiste; el Cordero de Dios, puro y sin mancha; el verdadero cordero pascual, el propio Jesucristo.

El cielo estaba oscuro y la luna, de aspecto amenazador, se veía de color rojo; parecía ella también trastornada y temerosa de llegar a su plenitud, pues Jesús iba a morir en este momento. Al sur de la ciudad corre Judas Iscariote, torturado por su conciencia; solo, huyendo de su sombra, impulsado por el demonio. El infierno está desatado y miles de malos espíritus incitan por todas partes a los pecadores. La rabia de Satanás se aplica a aumentar la carga del Cordero. Los ángeles oscilan entre la pena y la alegría; quisieran postrarse ante el trono de Dios y obtener su permiso para socorrer a Jesús, pero sólo pueden adorar el milagro de la Divina Justicia y de la misericordia de Dios, que está en el cielo desde la eternidad y que ahora todo debe cumplirse. Pues los ángeles, al igual que nosotros, también creen en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, que nació de Santa María Virgen; que esta noche padecerá bajo Poncio Pilatos; que mañana será crucificado, muerto y sepultado; que subirá a los cielos, donde estará sentado a la diestra de Dios Padre y que desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

 

JESÚS ANTE ANÁS

A medianoche Jesús fue llevado al palacio de Anás y conducido a una gran sala. En la parte opuesta de la misma estaba sentado Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba sobre una tarima a la que se subía por unos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los esbirros hasta el primero de los escalones. El resto de la sala estaba abarrotada de soldados, de populacho, de criados de Anás y de falsos testigos que después debían acudir a casa de Caifás. Anás esperaba con gozo e impaciencia la llegada del Salvador. Estaba lleno de odio y sentía una alegría cruel porque Jesús hubiera caído por fin en sus manos. Era presidente de un Tribunal encargado de vigilar la pureza de la doctrina y de acusar delante del Sumo Sacerdote a quienes atentaban contra ella.

Jesús permanecía de pie, delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los verdugos sostenían los cabos de las cuerdas con las que tenía atadas las manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba rala, henchido de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica, fingiendo no saber por qué estaba Jesús allí y extrañándose de que Jesús fuese el prisionero que le había sido anunciado. Le dijo: «Pero ¿cómo?, ¿no eres tú Jesús de Nazaret? ¿Y qué haces aquí?, ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos seguidores? ¿Dónde está tu reino? Me temo que las cosas no han ido como tú esperabas. Creo que las autoridades han descubierto que no has comido el cordero pascual, del modo adecuado, en el Templo y donde debías hacerlo. ¿Es que quieres crear una nueva doc­trina? ¿Quién te ha dado permiso para predicar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina? ¿Callas? ¡Habla te ordeno!»

Entonces Jesús levantó la cabeza, miró a Anás y dijo: «He hablado ya en público innumerables veces delante de todo el mundo; he predicado siempre en el Templo, en las sinagogas donde se reúnen todos los judíos; jamás he dicho nada en secreto, todo el mundo ha podido oír mis palabras. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han venido a escucharme; mira a tu alrededor, están aquí, ellos saben lo que he dicho.» A estas palabras de Jesús el rostro de Anás se contrajo de rabia y furor. Un infame esbirro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el muy miserable dio, con su mano cubierta con un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?» Jesús, a consecuencia de la violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones y la sangre le corrió por el rostro. La sala se llenó de insultos y risotadas y amargas palabras resonaron en ella. Los esbirros pusieron a Jesús en pie de malos modos; Nuestro Señor prosiguió luego con voz calmada: «Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»

Exasperado Anás por la serenidad de Jesús mandó a todos los que estaban presentes que prestaran testimonio de lo que le habían oído decir. Entonces estalló un sinfín de confusos clamores y de groseras imprecaciones. «Ha dicho que era rey, que Dios era su Padre, que los fariseos eran una generación adúltera; subleva al pueblo; cura en sábado; se deja llamar Hijo de Dios y Enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, con publícanos y pecadores; se junta con las mujeres de mala vida; engaña al pueblo con palabras de doble sentido; etc., etc.» Todas estas acusaciones eran vociferadas a la vez; algunos de los acusadores lo insultaban y le dirigían gestos amenazantes y groseros, y los guardias le pegaban y le injuriaban también mientras le decían: «Habla. ¿Por qué no contestas a sus acusaciones?» Anás y sus consejeros añadían burlas a estos ultrajes y le decían: «¿Ésta es tu doctrina? Contéstanos gran soberano, hombre enviado por Dios, danos una muestra de tu poder.» Después Anás añadió: «¿Quién eres tú? Tan sólo el hijo de un oscuro carpintero.» A continuación, pidió material de escritura y en una gran hoja escribió una serie de grandes letras, cada una significando una acusación contra Nuestro Señor. Después enrolló la hoja y la metió dentro de una calabacita vacía que tapó con cuidado y ató a una caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: «Toma, éste es el cetro de tu reino; aquí constan todos tus títulos, tus dignidades y todos tus derechos. Llévaselos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a este rey y lo lleven ante el Sumo Sacerdote.» Maniataron de nuevo a Jesús, sujetando también con ellas el simulacro de cetro que contenía las acusaciones de Anás, y lo condujeron a casa de Caifás, en medio de las burlas, de las injurias y de los malos tratos de la multitud.

 

JESÚS ES CONDUCIDO DE ANÁS A CAIFÁS

La casa de Anás quedaba a unos trescientos pasos de la de Caifás. El camino, flanqueado por paredes y casas bajas, todas ellas dependencias del Tribunal del Sumo Pontífice, estaba iluminado con faroles y abarrotado de judíos que vociferaban y se agitaban. Los soldados a duras penas podían abrirse paso entre la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás, repetían sus ultrajes delante del pueblo, y Nuestro Señor fue vejado y maltratado durante todo el camino. Yo vi a hombres armados haciendo retroceder a algunos grupos que parecían compadecerse de Nuestro Señor y dar dinero a los que más se distinguían por su brutalidad con Él y dejarlos entrar en el patio de Caifás.

Para llegar al Tribunal de Caifás hay que atravesar un primer patio exterior y se entra después en otro patio interior que rodea todo el edificio. La casa es rectangular. En la parte de delante hay una especie de atrio descubierto rodeado de tres tipos de columnas, que forman galerías cubiertas. A continuación, detrás de unas columnas bajas, hay una sala casi tan grande como el atrio, donde están las sillas de los miembros del Consejo sobre una elevación en forma de herradura a la que se llega tras muchos escalones. La silla del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más elevado. El reo permanece en el centro del semicírculo. A uno y otro lado y detrás de los jueces hay tres puertas que comunican con una sala ovalada rodeada de sillas, donde tienen lugar las deliberaciones secretas. Entrando en esta sala desde el Tribunal se ven a derecha e izquierda puertas que dan al patio interior. Saliendo por la puerta de la derecha, se llega al patio, por la de la izquierda, a una prisión subterránea que está debajo de esta última sala.

Todo el edificio y los alrededores estaban iluminados por antorchas y lámparas y había tanta luz como si fuese de día. En medio del atrio se había encendido un gran fuego en un hogar cóncavo de cuyos lados partían los conductos para el humo. Alrededor del fuego se apiñaban soldados, empleados subalternos, testigos de la más ínfima categoría, comprados con dinero. Entre ellos había también mujeres que daban de beber a los soldados un licor rojizo y cocían panes que luego vendían.

La mayor parte de los jueces estaban ya sentados alrededor de Caifás, los otros fueron llegando sucesivamente. Los acusadores y los falsos testigos llenaban el atrio. Había allí una inmensa multitud a la que había que contener con fuerza para que no invadieran la sala del Consejo. Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vestidos como mensajeros, habían conseguido entrar camuflados entre la multitud y se hallaban en el patio exterior. Juan, con la ayuda de un empleado del Tribunal a quien conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta cerraron detrás de él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había quedado un poco rezagado, se encontró ya la puerta cerrada, y no quisieron abrirle. Allí se hubiera quedado a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y José de Arimatea, que llegaban en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar con ellos. Los dos apóstoles, despojados ya de los vestidos que les habían prestado, se colocaron en medio de la multitud que llenaba el vestíbulo, en un sitio desde donde podían ver a los jueces. Caifás estaba sentado en medio del semicírculo, rodeado por los setenta miembros del Sanedrín. A ambos lados de ellos estaban los funcionarios públicos, los escribas, los ancianos, y, detrás, los falsos testigos. Había soldados colocados desde la entrada hasta el vestíbulo, a través del cual Jesús debía ser conducido.

La expresión de Caifás era solemne en extremo, pero su gravedad iba acompañada de indicios de sorpresiva rabia y siniestras intuiciones. Iba ataviado con una capa larga de color oscuro, bordada con flores y ribeteada de oro, sujeta sobre el pecho y los hombros con unos broches de brillante metal. Iba tocado con una especie de mitra de obispo, de cuyas aberturas laterales pendían unas tiras de seda. Caifás llevaba allí algún tiempo, esperando junto a sus consejeros. Su impaciencia y su rabia eran tales, que sin poderse contener, bajó los escalones y, a grandes zancadas, se fue hasta el atrio para preguntar con ira si Jesús no llegaba. Viendo la procesión que se acercaba, Caifás volvió a su sitio.

 

JESÚS ANTE CAIFÁS

Jesús fue introducido en el atrio entre gritos, insultos y golpes. Al pasar cerca de Juan y de Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no comprometerlos con su reconocimiento. En cuanto estuvo en presencia del Consejo, Caifás exclamó: «Al fin estás aquí, enemigo de Dios, blasfemo, que alteras la paz de esta santa noche.» La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del ridículo cetro colocado entre las manos de Jesús. Después de leerlas, Caifás arremetió a preguntas burlescas contra Nuestro Señor; los verdugos le pegaban y empujaban con unos palos puntiagudos, diciéndole: «¡Contesta de una vez! ¡Habla! ¿Te has quedado mudo?» Caifás, cuyo temperamento era mucho más soberbio y arrogante que el de Anás, había dirigido a Jesús un millar de preguntas una tras otra, pero Nuestro Señor permanecía en silencio, con la mirada baja. Los esbirros querían obligarle a hablar, reiterando los empujones y los golpes.

Los testigos fueron llamados a declarar. En primer lugar los de clase más baja, cuyas acusaciones eran incoherentes e inconsistentes, como lo habían sido en el Tribunal de Anás, y no sirvieron para nada. Luego, los principales testigos, los fariseos y saduceos reunidos en Jerusalén provenientes de todos los lugares del país. Hablaban con calma pero sus maneras y la expresión de sus caras delataban que estaban repitiendo acusa­ciones aprendidas a las que, por otra parte, Jesús ya había respondido mil veces. Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba a los publicanos y los pecadores; que se hacía llamar rey, profeta, Hijo de Dios, que siempre hablaba de su reino; que repudiaba el divorcio; que se llamaba Pan de la Vida, y decía quien no comiera su carne y bebiera su sangre no tendría vida eterna, etc.

De esta manera, sus palabras, sus enseñanzas y sus parábolas fueron siendo desfiguradas, mezcladas con injurias y presentadas como crímenes. Pero se contradecían unos a otros y perdían el hilo de sus relatos. El uno decía: «Se autoproclama rey.» El otro: «No permite que lo llamen así, y cuando han querido proclamarlo rey él se ha marchado.» Un tercero gritaba: «Dice que es Hijo de Dios.» Algunos decían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos, que sus curas eran sólo sortilegios. Los fariseos de Seforis, con los cuales había discutido una vez sobre el divorcio, le acusaban de predicar falsas doctrinas; y un joven de Nazaret, a quien Jesús no quiso como discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra él. Sin embargo, no eran capaces de establecer ninguna acusación bien fundamentada. Los testigos comparecían más bien para insultarlo que para citar hechos. Discutían entre sí, se contradecían, y mientras tanto Caifás y otros miembros del Consejo se dedicaban a injuriar a Jesús. «¿Qué clase de rey eres tú? Muéstranos tu poder. Llama a esas legiones de ángeles de las que hablaste en el huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y los locos a quienes has engañado? Más te valdría haber callado ante gente de tan pocas luces: has hablado de más.»

Todos estos discursos estaban acompañados de golpes propinados por los empleados subalternos del Tribunal. Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo; otros, al contrario, decían que su madre había sido una virgen piadosa en el Templo, que la habían visto casarse con un hombre temeroso de Dios. Reprochaban a Jesús y sus discípulos que no sacrificasen en el Templo. Esta acusación no tenía ningún valor, pues los esenios no hacían ningún sacrificio, y no estaban sujetos por ello a ninguna pena.

Algunos dijeron que había celebrado la Pascua en la víspera, y que eso iba contra la ley, y que el año anterior había hecho modificaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradecían tanto que Caifás y los suyos estaban llenos de rabia y de vergüenza, al ver que no encontraban contra Él ni un sólo argumento. Nicodemo demostró con textos antiguos que, desde tiempo inmemorial, los galileos tenían el permiso para celebrar la Pascua un día antes, añadiendo que por tanto la ceremonia había sido conforme a la ley y que algunos empleados del Templo habían participado en ella. Los fariseos lo miraron con furia e hicieron que continuara la audiencia de los testigos cada vez con más precipitación e imprudencia, con lo que no hacían más que revelar que sus únicos motivos eran la envidia y la maldad. Finalmente, presentaron dos testigos que dijeron: «Jesús aseguró que derribaría el Templo edificado por las manos de los hombres y que en tres días lo reedificaría sin intervención humana.» Pero tampoco éstos se pusieron totalmente de acuerdo en a qué Templo se refería Jesús, si al de Jerusalén o al lugar donde había celebrado la Cena pascual.

La cólera de Caifás era indescriptible, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las contradicciones de los testigos y la infatigable paciencia del Salvador, empezaban a producir una viva impresión sobre muchos de los presentes. Algunas veces la multitud silbaba a los testigos, el silencio de Jesús conmovía a algunos de los presentes, y diez soldados se sintieron tan trastornados por lo que estaban viendo que se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan les dijeron: «El silencio de Jesús de Nazaret ante un trato tan cruel es sobrehumano y partiría hasta un corazón de hierro. Decidnos, ¿adónde debemos ir?» Los dos apóstoles desconfiaban de ellos, pues reconocieron en ellos a algunos de los que habían prendido a Jesús, por lo que les respondieron en tono melancólico: «Si la verdad os llama, seguidla, y ella os guiará.» Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad, encontraron a otros que los condujeron al otro lado del monte de Sión, a las grutas al sur de Jerusalén; hallaron en ellas a muchos discípulos escondidos que tuvieron miedo de ellos, pero los soldados pronto calmaron a sus hombres y les contaron los padecimientos de Jesús.

El intemperante Caifás, ya totalmente exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó dos escalones y dijo a Jesús: «¿Es que no vas a responder nada a lo que aquí está diciéndose de ti?»

Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los esbirros, asiéndolo por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y lo llenaron de golpes, pero los ojos de Jesús permanecieron bajos. Caifás levantó las manos con viveza y dijo con tono de rabia: «Yo te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.» Se hizo un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de indecible majestad, hablando por su boca el Verbo Eterno, dijo: «Tú lo has dicho. Y yo te digo más: Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Padre, entre las nubes del cielo.» Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandecer, el cielo se abrió sobre él; no hay palabras humanas para expresarlo, vi a Dios, Padre Todopoderoso, vi a los ángeles y la oración de los justos como si clamasen y rezasen por Jesús. Me parecía oír la voz del Padre Divino a la vez que la de Jesús. Al mismo tiempo, vi abrirse el infierno debajo de Caifás, como una bola de fuego oscura llena de horribles figuras. Parecía sólo que una fina tela lo separase de él. Vi toda la rabia de los demonios concentrada contra Jesús. Vi muchos espectros horrendos entrar en la ma­yor parte de los asistentes. Y en ese momento, Nuestro Señor pronunció sus solemnes palabras: «Yo soy el Cristo, el hijo del Dios vivo.»

Entonces Caifás se irguió inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, lo cortó con su cuchillo y rasgándolo con solemnidad exclamó con voz grave: «¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? Todos hemos oído su blasfemia. ¿Cuál es vuestra sentencia?» Entonces, todos los presentes gritaron con voz terrible: «¡Es reo de muerte! ¡Es reo de muerte!» Durante este horrible griterío el furor del infierno llegó a su colmo. Parecía que las tinieblas celebraran su triunfo sobre la luz. Todos los que allí estaban y conservaban en ellos algo de bondad, fueron penetrados de tal horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres abandonaron turbados la sala donde ya no eran necesarios. Los demás se dirigieron al atrio, alrededor del fuego, donde les dieron de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los esbirros: «Os entrego a este rey, rendid al blasfemo los honores que merece.» En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala ovalada situada detrás del Tribunal, y que quedaba fuera de la vista del atrio.

En medio de su amarga aflicción, Juan se acordó de la Santísima Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia de la condena de su hijo llegara a sus oídos por boca de un enemigo que se diera de la manera más dolorosa; miró a Nuestro Señor, y dijo en voz baja: «Señor, Tú sabes por qué me marcho», y se fue del Tribunal a ver a la Virgen, como un enviado del mismísimo Jesús. Pedro, lleno de angustia y dolor, y sintiendo más penetrante el frío de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre del atrio, donde mucha gente estaba calentándose. Intentó ocultar su pena ante ellos, pero no podía irse de allí y dejar a su amado Maestro.

 

JESÚS ES VEJADO E INSULTADO

En cuanto Caifás salió del Tribunal con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor como un enjambre de avispas irritadas. Mientras se interrogaba a los testigos, los es­birros y otros miserables habían ido arrancando puñados de pelo de la barba de Jesús, le habían escupido, dado bofetadas, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora se entregaban ya sin freno a su rabia insensata. Le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las volvían a quitar saludándolo con expresiones insultantes. Le decían: «Ved aquí al Hijo de David llevando la corona de su padre.» «He aquí al más grande que Salomón.» Así ridiculizaban las verdades eternas, que Jesús había predicado en forma de parábolas a aquellos a quienes venía a salvar. Después le pusieron una nueva corona sobre la cabeza, le arrancaron las vestiduras y el escapulario y le echaron en su lugar sobre los hombros una capa vieja hecha jirones, que por delante le llegaba apenas a las rodillas, le rodearon el cuello con una larga cadena de hierro, cuyas pesadas puntas en forma de anillos con púas le ensangrentaban las rodillas al caminar. Le ataron de nuevo las manos sobre el pecho, colocaron una caña entre ellas y le escupieron a la cara. Habían vertido toda especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior de la ridícula capa. Le taparon los ojos con un sucio trapo y le pegaban y le gritaban: «Oh, Cristo, profetiza quién te ha pegado.» Jesús no abría la boca, rogaba por ellos interiormente y suspiraba. En este estado, lo arrastraron con la cadena hasta la sala adonde se había retirado el Consejo. «Adelante, rey de paja — gritaban, pegándole con palos nudosos—, tienes que presentarte ante el Consejo con las insignias que has recibido de nosotros.» Una vez dentro, redoblaron sus burlas, riéndose de las cosas más sagradas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, le decían: «Recibe la unción, tu unción regia.» Y a continuación: «¿Cómo te atreves a presentarte en este estado delante del Gran Consejo? Tú siempre hablas de purificación y tú mismo no estás purificado; pero nosotros vamos a lavarte.» Y cogiendo un vaso de agua sucia e infecta, se lo vertieron sobre la cara y los hombros,postrándose de rodillas ante él y diciendo: «Ésta es tu preciosa unción, tu agua de nardo que costó trescientos dinares, tu bautismo en la piscina de Betesda», parodiando así impíamente el bautismo, y a la Magdalena vertiendo perfume sobre su cabeza.

Estas burlas establecían, sin darse cuenta, la semejanza entre Jesús con el cordero pascual, pues las víctimas de la Pascua habían sido lavadas primero en el estanque vecino a la puerta de las Ovejas, y después habían sido llevadas a la piscina de Betesda, donde habían recibido una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas en el Templo.

A continuación, arrastraron a Jesús alrededor de la sala, ante los miembros del Consejo, que continuaban dirigiéndose a él en un lenguaje insultante y abusivo. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas. Pero alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios, se veía un halo de luz. Muchos de los presentes debieron de percibir confusamente esto mismo, y veían con consternación que ni los ultrajes ni la ignominia alteraban su inexplicable majestad. Redoblábase con esto la rabia de ellos.

 

LA NEGACIÓN DE PEDRO

Conteniendo a duras penas sus lágrimas y su tristeza, Pedro se había acercado a la lumbre del atrio, silencioso y ensimismado. Pero entre los que alardeaban de su mal trato hacia Jesús y contaban sus gestas, su silencio y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó al fuego escuchando las conversaciones y entonces, mirando a Pedro abiertamente, le dijo: «Tú estabas también con Jesús el Galileo.» Pedro, asustado, temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: «Mujer, yo no lo conozco; no sé por qué dices eso.» Entonces se levantó y queriendo apartarse de aquella compañía, se dirigió hacia el patio: en ese momento el gallo cantaba en la ciudad. No recuerdo haberlo oído, pero me parece que así fue. Cuando Pedro se iba, otra criada lo miró y dijo a los que estaban cerca: «Éste estaba también con Jesús de Nazaret», y los que habían junto a ella dijeron también: «Es cierto. ¿No eres tú uno de sus discípulos?» Pedro, cada vez más alarmado, replicó de nuevo, y dijo: «Yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre.»

Atravesando el primer patio llegó al patio exterior. Lloraba y su angustia y su pena eran tan grandes, que apenas se acordaba de lo que acababa de decir. En el patio exterior había mucha gente, algunos se habían subido sobre la tapia para oír algo. Había allí también algunos amigos y discípulos de Jesús a quienes la inquietud había hecho salir de las cavernas de Hinnón. Se acercaron a Pedro y le hicieron preguntas; pero éste estaba tan agitado que les aconsejó en pocas palabras que se retirasen, porque corrían peligro. En seguida se alejó de ellos, y ellos se fueron a su vez para volver a sus refugios. Eran dieciséis y, entre ellos reconocí a Bartolomé, Natanael, Saturnino, Judas Barnabás, Simeón (que fue después obispo de Jerusalén), Zaqueo y Manahén, el ciego de nacimiento curado por Jesús.

Pedro no podía hallar reposo y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodeaba el edificio. Lo dejaban entrar porque José de Arimatea y Nicodemo lo habían introducido al principio. No entró en el atrio, sino que torció a la derecha y entró en la sala ovalada de detrás del Tribunal, en donde la chusma paseaba a Jesús en medio del griterío. Pedro se acercó tímidamente y, aunque vio que lo observaban como a un hombre sospechoso, no pudo evitar mezclarse con la gente que se agolpaba a la puerta para mirar. Jesús llevaba su corona de paja sobre la cabeza y miró a Pedro con tal tristeza y severidad que a éste se le partió el corazón. Pero no había superado su miedo y como oía decir a algunos «¿Quién es este hombre?», se volvió perturbado al patio; como allí también lo observaban, se acercó a la lumbre del atrio y se sentó un rato junto al fuego. Pero algunas personas que habían observado su agitación, se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: «Tú eres también uno de sus partidarios; eres galileo, tu acento te delata.» Cuando Pedro procuraba retirarse, un hermano de Maleo, acercándosele, le dijo: «¿No eres tú el que estaba con ellos en el huerto de los Olivos, el que le ha cortado la oreja a mi hermano?» Pedro, casi enloquecido de terror, empezó a balbucear jurando que no conocía a aquel hombre, y se fue corriendo del atrio al patio interior. Entonces el gallo cantó de nuevo, y Jesús, que en ese momento era conducido a la prisión a través del patio volvió a mirar a su apóstol con pena y compasión. Esa mirada le llegó a Pedro hasta lo más hondo, y recordó entonces las palabras de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces tú me negarás tres veces.» Había olvidado sus promesas de morir antes que negarlo, y había olvidado sus advertencias; pero, cuando Jesús lo miró, sintió cuán enorme era su culpa y su corazón se consumió de tristeza. Había negado a su Maestro cuando estaba siendo ultrajado, cuando había sido entregado a jueces inicuos, mientras sufría en silencio y con paciencia todos sus tormentos. Abatido por el arrepentimiento, volvió al patio exterior, con la cabeza cubierta, llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran; en esos momentos hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era. ¿Quién, en medio de tantos peligros, de la aflicción, la angustia, entregado a una lucha tan violenta entre el amor y el miedo, exhausto, asediado por el miedo y una pena enloquecedora, con una naturaleza ardiente y sencilla como la de Pedro, se atreve a decir que hubiese sido más fuerte que él? Nuestro Señor lo dejó abandonado a sus propias fuerzas y Pedro fue débil, como todos los que olvidan sus palabras: «Velad y orad para que no caigais en la tentación.»

 

MARÍA EN CASA DE CAIFÁS

La Santísima Virgen estaba constantemente en comunicación espiritual con Jesús. María sabía todo lo que le sucedía; sufría con Él, rogaba como Él por sus verdugos, pero su corazón materno suplicaba también a Dios para que no permitiera que se consumara este crimen, para que apartara aquel sufrimiento de su Santísimo Hijo, y tenía un deseo irresistible de acercarse a Jesús. Cuando Juan llegó a casa de Lázaro y le contó el horrible espectáculo a que había asistido, le pidió que, junto con Magdalena y algunas de las santas mujeres la acompañara al lugar donde Jesús estaba sufriendo. Juan, que sólo se había alejado de su Divino Maestro para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, accedió al instante, y condujo a las santas mujeres por las calles iluminadas por la luna, cruzándose con gente que volvía a su casa. Las mujeres iban con la cabeza cubierta, pero sus sollozos atrajeron sobre ellos la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra Jesús. La Madre de Jesús, que había contemplado en espíritu el suplicio de su Hijo, guardó todas esas cosas en su corazón, junto con todo lo demás. Como Él, sufría en silencio pero más de una vez cayó sin conocimiento. Una de las veces que yacía desmayada en los brazos de las santas mujeres, bajo un portal de la villa interior, algunas gentes bien intencionadas que volvían de la casa de Caifás la reconocieron y se pararon un instante llenos de sincera compasión y la saludaron con estas palabras: ¡Te saludamos, desgraciada Madre!, ¡oh, la más afligida de las Madres!, ¡oh, Madre del Más Sagrado Descendiente de Israel!» María volvió en sí y les dio las gracias con afecto, y después continuó su triste camino.

Conforme se acercaba a la casa de Caifás, al pasar por el lado opuesto a la entrada, se tropezaron con un nuevo dolor, pues tuvieron que atravesar por un lugar donde estaban construyendo la cruz de Jesús debajo de una tienda. Los enemigos de Jesús habían mandado preparar una cruz en cuanto fueron a prenderlo, a fin de ejecutar la sentencia en cuanto fuese pronunciada por Pilatos, a quien confiaban en convencer fácilmente. Los romanos habían preparado ya cruces para dos ladrones y los trabajadores que tenían que hacer la de Jesús, maldecían por tener que trabajar por la noche; sus palabras atravesaron el corazón de María, que rogó por aquellas ciegas criaturas que construían blasfemando el instrumento de la redención de ellos y del suplicio de su Hijo. María, Juan y las santas mujeres, atravesaron el patio interior de la casa de Caifás y se detuvieron en la entrada de la sala. Ella estaba impaciente porque la puerta fuera abierta, pues sentía que sólo ella la separaba de su Hijo, quien al segundo canto del gallo había sido conducido a un calabozo que estaba debajo de la casa. La puerta se abrió al fin lentamente y Pedro se precipitó afuera, las manos extendidas, la cabeza cubierta y llorando amargamente. Reconoció a Juan y a la Virgen a la luz de las antorchas y de la luna, y fue como si su conciencia, despierta por la mirada del Hijo, redoblara ahora sus remordimientos ante la persona de la Madre. María le preguntó: «Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?» Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma, de forma que no pudo resistir su mirada y le dio la es­palda retorciéndose las manos; pero María se acercó a él y le dijo con una profunda tristeza: «Simón, hijo de Juan, ¿por qué no me respondes?» Entonces Pedro exclamó llorando: «¡Oh, María!, tu Hijo está sufriendo más de lo que puedo expresar, no me hables. Ha sido condenado a muerte, yo he renegado de Él tres veces.» Juan se acercó para hablarle, pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del monte de los Olivos donde la piedra conservaba la huella de las manos de Jesús. Yo creo que en esa misma caverna fue donde nuestro padre Adán se refugió para llorar tras la caída.

La Santísima Virgen sentía en su herido corazón una inexpresable aflicción con este nuevo dolor de su Hijo, negado por el discípulo que lo había reconocido el primero como Hijo de Dios; incapaz de aguantarse en pie, cayó desfallecida cerca de la piedra en que se apoyaba la puerta y la marca de su mano y de su pie se imprimieron en ella. Las puertas del patio se quedaron abiertas a causa de la multitud que se retiraba después del encarcelamiento de Jesús. Cuando la Virgen volvió en sí, quiso acercarse a su Hijo. Juan la condujo delante de donde Nuestro Señor estaba encerrado. María oyó los suspiros de su Hijo y las injurias de los que lo rodeaban. Las santas mujeres no podían permanecer allí mucho tiempo sin ser vistas. Magdalena mostraba una desesperación demasiado evidente y muy violenta; en cambio, la Virgen por la gracia de Dios Todopoderoso, en lo más profundo de su dolor, conservaba la calma y la dignidad exterior. Entonces, fue reconocida y tuvo que oír estas crueles palabras: «¿No es ésta la Madre del Galileo? Su Hijo va a ser crucificado, pero no antes de la fiesta. A no ser que en efecto sea uno de los más grandes criminales.»

La Santísima Virgen abandonó el patio y se fue junto a la lumbre, en el atrio, donde todavía quedaba un resto del populacho. En el sitio exacto donde Jesús había dicho que era el Hijo de Dios y donde los hijos de Satanás habían gritado «Es reo de muerte», María perdió el conocimiento, y Juan y las santas mujeres tuvieron que recogerla, más muerta que viva. La gente no dijo nada y guardó un extraño silencio; como si un espíritu celestial hubiera atravesado el infierno. Las santas mujeres y Juan volvieron a pasar por el sitio donde estaban construyendo la cruz. Los obreros parecían encontrar tantas dificultades para acabarla como los jueces habían encontrado para poder pronunciar la sentencia. Sin cesar tenían que traer madera porque tal o cual pieza no servía o se rompía, hasta que los diferentes tipos de madera estuvieran combinados del modo que Dios quería. Vi que los santos ángeles los obligaban a empezar de nuevo hasta que todo fuese hecho como estaba escrito; pero no recuerdo muy bien todas las circunstancias, así que lo dejaré correr.

 

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Desde el encarcelamiento de Jesús a su condena a muerte, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia de la Flagelacion en Tierra Santa

JESÚS EN LA CÁRCEL

Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte, bajo la sala de juicios de Caifás. Dos de los cuatro esbirros se quedaron con él, pero pronto fueron relevados por otros.

No le habían devuelto aún sus vestidos y seguía cubierto con la capa ridícula que le habían puesto. Le habían atado de nuevo las manos.

Cuando el Salvador entró en prisión, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los ultrajes, insultos y golpes que había sufrido y que tenía aún que sufrir como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que en sus padecimientos se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera. Los enemigos de Nuestro Señor no le dieron ni un solo instante de reposo. Lo ataron a un pilar en medio del calabozo y no le permitieron que se apoyara en él, de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies, cansados, heridos e hinchados. Es imposible describir todo lo que estos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos, porque su vista me afectaba de tal modo que me sentía verdaderamente enferma, como a punto de morir. ¡Qué vergonzoso, en efecto, que nuestra flaqueza nos impida contar sin repugnancia los innumerables ultrajes que el Redentor padeció por nuestra salvación! Jesús lo sufría todo sin abrir la boca, y fueron los hombres pecadores quienes perpetraron todos los ultrajes contra quien era su Hermano, su Redentor y su Dios. Jesús en su prisión, seguía rogando por sus enemigos, y cuando al fin le dieron un instante de reposo, le vi apoyado sobre el pilar y todo rodeado de luz. Estaba llegando el amanecer del día de su Pasión, del día de nuestra Redención, y se anunciaba con un tembloroso rayo de luz que entraba por el respiradero del calabozo, sobre nuestro cordero pascual cubierto de heridas. Jesús levantó sus manos atadas hacia la luz y dio gracias a su Padre en voz alta por el don de ese día deseado por los patriarcas y profetas y por el cual él mismo había suspirado con tanto ardor desde su llegada a la tierra, y respecto al cual había dicho a sus discípulos: «Debo ser bautizado con otro bautismo, y viviré esperando que se cumpla.» Jesús saludaba el día con una acción de gracias tan conmovedora en medio de sus sufrimientos que yo me sentía enormemente emocionada e intentaba repetir cada una de sus palabras como un niño. Era un espectáculo que rompía el corazón verlo acoger así el primer rayo de luz del gran día de su sacrificio. Los esbirros, que parecían haberse dormido un instante, se despertaron y lo miraron con sorpresa, pero no lo interrumpieron. Estaban trastornados y asustados. Jesús debió de estar todavía más o menos una hora en esa prisión.

 

JUDAS EN EL TRIBUNAL

Mientras Jesús estaba en el calabozo, Judas, que había estado vagabundeando de acá para allá, como un desesperado, por el valle de Hinón, se acercó al Tribunal de Caifás. Llevaba todavía colgada a su cintura la bolsa con las treinta monedas, el precio de su traición. Todo estaba en el mayor silencio, y preguntó a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué harían con el Galileo. Ellos le dijeron: «Ha sido condenado a muerte y será crucificado.» Fue oyendo aquí y allí hablar de las crueldades ejercidas contra Jesús, de su paciencia y de la solemne declaración que había pronunciado al amanecer delante del Gran Consejo. Judas se retiró detrás del edificio para no ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación dominaba cada vez más su alma. Pero el sitio adonde había ido a parar, era donde habían estado construyendo la cruz; las diversas piezas de que ésta se componía estaban colocadas en orden, y los obreros dormían junto a ellas. Judas se sintió lleno de horror al ver todo aquello y huyó; había visto el instrumento del cruel suplicio, al que había entregado a su Dios y Maestro. Vagó atenazado por la angustia y finalmente se escondió en los alrededores esperando la conclusión del juicio de la mañana.

 

EL JUICIO DE LA MAÑANA

Tan pronto como amaneció, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se reunieron de nuevo en la sala grande del Tribunal para celebrar un juicio según las normas, pues no era conforme a la ley que los delitos se juzgasen de noche. Debido a la urgencia, podía haber sólo una instrucción previa. La mayor parte de los miembros del Consejo habían pasado el resto de la noche en casa de Caifás, en donde les habían preparado camas. La asamblea era numerosa y se veía en todos los gestos gran precipitación. Deseaban condenar a Jesús a muerte, pero Nicodemo, José y algunos otros se opusieron a sus demandas y pidieron que se difiriera el juicio hasta después de la fiesta, alegando que una sentencia no podía basarse en las acusaciones presentadas ante el Tribunal porque todos los testigos se habían contradicho entre sí. El Sumo Sacerdote y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que se les oponían, que siendo ellos mismos sospechosos de haber favorecido la doctrina del Galileo, este juicio les disgustaba porque no les resultaba conveniente. Excluyeron incluso del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús. Estos últimos protestaron la decisión y finalmente dijeron que se lavaban las manos de todo lo que allí pudiera decidirse y, abandonando la sala, se retiraron al Templo. Desde aquel día nunca más volvieron a ocupar sus asientos en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de sus jueces y que estuviesen listos para conducirlo ante Pilatos inmediatamente después. Los esbirros se precipitaron a la cárcel, desataron las manos de Jesús, le arrancaron la capa vieja con que le habían cubierto, lo obligaron a ponerse su túnica cubierta de inmundicias, le rodearon el cuerpo con cuerdas y lo sacaron del calabozo. Todo esto lo hicieron precipitadamente y con una horrible brutalidad. Jesús fue conducido entre la multitud, ya reunidos enfrente de la casa y, cuando lo vieron tan horriblemente desfigurado por los malos tratos dispensados, vestido sólo con su túnica manchada, en lugar de sentir compasión, lo miraron con disgusto, y el desagrado les inspiró nuevas crueldades; pues la piedad era algo desconocido por el duro corazón de estos judíos.

Caifás, que no hacía el más mínimo esfuerzo por disimular su rabia contra Jesús, que se presentaba delante de él en un estado tan deplorable, le dijo: «Si tú eres el Cristo, si eres el Mesías, dínoslo.» Jesús levantó la cabeza y dijo con gran dignidad y calma: «Si os lo digo, no me creeréis, y si os lo pregunto a vosotros no me responderéis ni me dejaréis marchar; pero desde hoy el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios Todopoderoso.» Se miraron unos a otros y con desdeñosa sonrisa, preguntaron a Jesús: «¿Eres tú, pues, el Hijo de Dios?» Y Jesús respondió: «Tú lo has dicho, lo soy.» Al oír estas palabras exclamaron: «¿Para qué necesitamos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca.» Mandaron atar de nuevo a Jesús y poner una cadena a su cuello, como se hacía con los condenados a muerte, para conducirlo ante Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle de que iban a llevarle a un criminal, para que lo juzgara, pues era preciso darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban entre sí con indignación de la obligación que tenían de ir al gobernador romano para que éste legalizase la sentencia; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del Templo, no podían ejecutar las sentencias de muerte sin su consentimiento. Uno de los cargos que iban a presentar ante Pilatos era que Jesús era enemigo del Emperador y bajo este aspecto la condena era competencia de Pilatos. Los soldados estaban ya formados delante de la casa; había también muchos enemigos de Jesús y mucha gentuza. El Sumo Sacerdote y una parte de los miembros del Sanedrín iban delante, seguidos por el pobre Salvador rodeado de los esbirros y los soldados. La muchedumbre cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se di­rigieron al palacio de Pilatos. Una parte de los sacerdotes que habían asistido al último juicio se dirigieron al Templo, donde todavía tenían mucho que hacer.

 

LA DESESPERACIÓN DE JUDAS

Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, Judas, el traidor, oyó lo que se decía en el pueblo; escuchó palabras como éstas: «Lo llevan ante Pilatos, el Sanedrín lo ha condenado a muerte; el descreído va a ser crucificado; ha sido muy mal tratado; sólo dice que es el Mesías; lo matarán por eso; el descreído que lo ha vendido era uno de sus discípulos», etc. Entonces, la angustia, el arrepentimiento y la desesperación lucharon en el alma de Judas. Echó a correr, pero el peso de las treinta monedas colgadas de su cintura, era para él como una espuela del infierno; sujetó la bolsa con la mano a fin de que al correr no le molestasen. Corría tan rápido como podía. No para ir a echarse a los pies de Jesús y pedirle perdón; no para morir con Él; no para confesar su crimen, sino para expiar lejos de Él y de los hombres su crimen y el precio de su traición.

Corrió como un insensato hasta el Templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa burlona lanzaron una mirada altiva sobre Judas, quien fuera de sí arrancó de su cintura la bolsa con las treinta monedas y, entregándosela con la mano derecha, dijo desesperado: «Tomad vuestro dinero, con el cual me habéis hecho entregaros a un hombre justo; tomad vuestro dinero y soltad a Jesús. Rompo nuestro pacto; he pecado gravemente vendiendo sangre inocente.» Los sacerdotes lo miraron con desprecio, apartaron sus manos del dinero que les entregaba para no manchárselas tocando la recompensa del traidor y le dijeron: «¿Qué nos importa a nosotros que hayas pecado? Si crees haber vendido sangre inocente, no es asunto nuestro. Nosotros sabemos lo que hemos comprado y lo hallamos digno de la muerte. El dinero es tuyo, no queremos saber más de ti.» Estas palabras dichas en tan duro tono, provocaron en Judas tal rabia y desesperación que se puso frenético; los cabellos se le erizaron sobre la cabeza, rasgó la bolsa que contenía las monedas, las arrojó al suelo del Templo y corrió fuera de la ciudad.

De nuevo lo vi correr como un insensato por el valle de Hinón. Satanás estaba a su lado y, para llevarlo a la desesperación, iba recitándole al oído todas las maldiciones de los profetas sobre esta tierra, donde los judíos habían sacrificado sus hijos a los ídolos. Cuando estaban llegando al torrente de Cedrón y tenían a la vista el monte de los Olivos, el diablo le dijo: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?» Judas empezó a temblar, volvió los ojos y oyó entonces estas otras palabras: «Amigo, ¿a qué vienes? Judas, ¿vas a entregar al Hijo del Hombre con un beso?» Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, comenzó a perder la razón y, entregado a horribles pensamientos, llegó al pie de la montaña. Un lugar desolado, lleno de escombros e inmundicias; el discordante sonido de la ciudad resonaba en sus oídos y Satanás le decía: «Quien vende a alguien y recibe el precio de su traición, merece la muerte. Pon fin a tu desgracia, acaba de una vez, miserable, acaba con la desgracia!» Entonces, Judas, desesperado, cogió su cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un hoyo y que tenía muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó y sus entrañas se esparcieron por el suelo.

 

JESÚS ES CONDUCIDO ANTE PILATOS

La inhumana turba que conducía a Jesús desde Caifás hasta Pilatos, lo llevaron por la parte más frecuentada de la ciudad. Bajaron la montaña de Sión por el lado del norte, atravesaron una calle estrecha situada en su parte baja y se dirigieron por el valle de Acra a lo largo de la parte occidental del Templo, hacia el palacio y el Tribunal de Pilatos, situado al nordeste del Templo, enfrente del gran fortín o de la gran plaza. Caifás, Anás y muchos miembros del Gran Consejo iban delante, con sus vestidos de fiesta, les seguían un gran número de escribas y judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los fariseos que se habían destacado en la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de una tropa de soldados y de seis esbirros, los que habían asistido a su arresto. La muchedumbre afluía de todos lados y se unía a ellos con gritos e imprecaciones; los grupos se atropellaban por el camino. Jesús iba cubierto sólo con su túnica interior, toda llena de inmundicias; de su cuello colgaba la larga cadena, que le golpeaba y hería las rodillas cuando andaba; sus manos estaban atadas como la víspera; los esbirros sostenían los cabos de las cuerdas que le habían atado a la cintura y con ellas lo conducían. Estaba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, con la cara ensangrentada; las injurias y los malos tratos proseguían sin cesar. Habían reunido mucha gente con objeto de hacer una desgraciada parodia de su entrada triunfal el Domingo de Ramos. Se burlaban llamándole rey, y echaban en el suelo palos y trapos, le cantaban canciones que hacían alusión a su entrada triunfal entre ramos de palma.

En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, esperaba la Madre de Jesús, junto con Juan y Magdalena esperando verlo. El alma de la Santísima Virgen estaba siempre unida a la de Jesús, pero impulsada por su amor, quería acercarse a Él personalmente. Tras su visita nocturna al Tribunal de Caifás había estado en el cenáculo, sumida en un silencioso dolor; cuando Jesús era sacado de nuevo de la prisión para ser presentado a los jueces, ella se levantó, se puso su velo y su capa y dijo a Juan y a Magdalena: «Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos; tengo que verlo con mis propios ojos.» Se colocaron en un sitio por donde la comitiva debía pasar y esperaron. La Madre de Jesús sabía bien lo horriblemente que estaba su­friendo su Hijo, pero su vista interior nunca habría podido concebir que la crueldad de los hombres lo hubiera dejado tan desfigurado y golpeado; porque, en su figuración, sus grandes dolores aparecían calmados por la santidad, el amor y la paciencia. Pero entonces, se presentó ante su vista la terrible realidad. Primero pasaron los orgullosos enemigos de Jesús, los sacerdotes del Dios verdadero con sus trajes de fiesta, revestidos con sus decisiones tomadas y su alma llena de mentira y maldad. Los sacerdotes de Dios se habían vuelto sacerdotes de Satanás. A continuación, venían los falsos testigos, los acusadores sin fe, y el pueblo con sus clamores. Al final de todos llegó Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, su Hijo, desfigurado, maltratado, atado, empujado, arrastrado, cubierto de una lluvia de injurias y de maldiciones. Él hubiera sido perfectamente irreconocible incluso para su Madre, sí ella no hubiera visto al instante el contraste entre su comportamiento y el de aquellos viles atormentadores Él solo en medio de la persecución sufriendo con resignación. Alzando sus manos sólo para suplicar al Padre Eterno el perdón de sus enemigos.

Cuando Él se acercaba, ella no pudo contenerse y exclamó: «¡Ay! ¿Es éste mi Hijo? Sí, lo es. Es mi amado Hijo. ¡Oh, Jesús, mi Jesús!» Al pasar delante de ellos, Jesús la miró con una expresión de gran amor y ternura y ella cayó totalmente inconsciente. Juan y Magdalena se la llevaron. Pero apenas volvió en sí, se hizo acompañar por Juan al palacio de Pilatos.

Jesús debió de experimentar en este camino la aguda pena de ver cómo hay amigos que nos abandonan en la desgracia. Los habitantes de Ofel, que tanto querían y debían a Jesús, estaban a la orilla del camino y cuando le vieron en aquel estado de abatimiento, su fe se tambaleó, y ya no pudieron seguir creyendo que era un rey, un profeta, el Mesías, el Hijo de Dios. Y los fariseos utilizaban contra ellos el amor que habían sentido por Jesús. Así se enfriaron sus corazones, debido al terrible ejemplo que les daban las personas más respetadas del país, el Sumo Sacerdote y el Sane­drín o Gran Consejo. Los mejores se retiraron dudando, los peores se unieron a la turba en cuanto les fue posible, pues los fariseos habían puesto guardias para mantener el orden.

 

EL PALACIO DE PILATOS Y SUS ALREDEDORES

Al pie del ángulo nordeste de la montaña del Templo está situado el palacio del gobernador romano Pilatos. Queda bastante elevado, pues se accede a él por una gran escalera de mármol, y domina una plaza espaciosa rodeada de columnas bajo cuyos porches se colocan los mercaderes. Un puesto de guardia y cuatro entradas interrumpen esta plaza que los romanos llaman foro. Éste queda más elevado que las calles que salen de ella, y está separada del palacio de Pilatos por un patio espacioso. A este patio se entra por un claustro que hay en su parte oriental, y que da sobre una calle que conduce a la puerta de las Ovejas y al monte de los Olivos; hacia poniente hay otro claustro por donde se va a Sión por el barrio de Acra. Desde la escalera del palacio se ve, hacia el norte, el foro, a cuya entrada hay columnas y bancos, encarados hacia palacio. Los sacerdotes judíos no iban más allá de estos bancos, para no contaminarse. Cerca de la puerta occidental del patio, hay un puesto de guardia que linda al norte con la plaza y al mediodía con el pretorio de Pilatos. Se llamaba pretorio a la parte del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El puesto de guardia estaba rodeado de columnas, en cuyo centro había un espacio descubierto que debajo tenía las prisiones, en las que en aquellos momentos permanecían cautivos los dos ladrones. Había muchos soldados romanos. No lejos de este puesto de guardia se elevaba sobre la plaza misma la columna donde Jesús sería atado. Enfrente del puesto de guardia, en la propia plaza., hay una elevación con algunos bancos de piedra; es como un Tribunal. Desde este sitio, llamado Gábbata, Pilatos pronuncia sus juicios. La escalera que da al palacio conduce a una terraza descubierta, desde donde Pilatos se dirige a los acusadores, sentados en los bancos de piedra a la entrada de la plaza.

 

JESÚS ANTE PILATOS

Eran poco más o menos las seis de la mañana según nuestra cuenta del tiempo, cuando la tropa que conducía al maltratado Salvador llegó a la plaza frente al palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Sanedrín se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del Tribunal. Jesús fue arrastrado más allá, hasta la escalera de Pilatos. Éste se hallaba en la terraza, recostado sobre una especie de sofá y delante tenía una mesa de tres pies. Junto a él, a ambos lados, había oficiales y soldados; próximas al grupo se exhibían las insignias del poder romano. Cuando Pilatos vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con tono despreciativo: «¿Qué venís a hacer aquí a esta hora? ¿Por qué habéis maltratado al prisionero de esta manera? ¿Empezáis a ejecutar a vuestros criminales antes de que sean juzgados?» Ellos no respondieron, pero dijeron a los guardias: «Adelante, conducidlo al tribunal»; y a Pilatos: «Escucha nuestras acusaciones contra este malhechor. Nosotros no podemos entrar en el Tribunal para no volvernos impuros.» En cuanto hubieron pronunciado estas palabras, un hombre de gran estatura y de aspecto venerable gritó con voz potente: «Así es, no debéis entrar en el pretorio, pues está santificado con sangre inocente. Sólo Él puede entrar ahí, pues sólo Él es tan puro como los inocentes que aquí fueron masacrados.» Quien así había hablado y que a continuación desapareció entre la multitud, se llamaba Sadoch, era un hombre rico, primo de Obed, el marido de Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos estaban entre los inocentes degollados por orden de Herodes en el patio de aquel Tribunal cuando nació el Salvador.

Tras aquella horrible vivencia él se había retirado del mundo y, junto a su mujer, se había unido a los esenios. Había conocido a Jesús en casa de Lázaro y había escuchado sus enseñanzas, y sus palabras le habían dado consuelo por primera vez tras el espantoso asesinato de sus hijos; él estaba dispuesto a testimoniar públicamente a favor de Jesús.

Los acusadores de Nuestro Señor estaban irritados por la altivez de Pilatos y por la humilde actitud que tenían que guardar en su presencia. Los brutales guardianes hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y le condujeron así al fondo de la terraza, desde donde Pilatos se dirigía a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verlo tan horriblemente desfigurado por los malos tratos recibidos y conservando sin embargo una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los miembros del Consejo se redobló; les dijo que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les preguntó en tono imperioso: «¿De qué acusáis a este hombre?» Ellos respondieron: «Si no fuese un malhechor no habríamos acudido ante ti.» Pilatos replicó: «Lleváoslo y juzgadlo según vuestra Ley.» Los judíos le contestaron: «Tú sabes que nosotros no podemos condenar a muerte.» Los enemigos de Jesús estaban furiosos; querían que el juicio hubiese acabado y su víctima ejecutada antes de la fiesta, para poder sacrificar luego el cordero pascual.

Cuando Pilatos finalmente les pidió que presentasen sus acusaciones, alegaron tres principales, apoyada cada una por diez testigos; esforzándose sobre todo en mostrarle a Pilatos que Jesús era el cabecilla de una conspiración contra Roma. Lo acusaron primero de engañar al pueblo, de perturbar la paz pública y excitar a la sedición. Dijeron después que faltaba al sábado curando incluso en ese día. Aquí Pilatos los interrumpió diciendo: «Evidentemente, vosotros no estáis enfermos, porque si no no estaríais tan encolerizados contra la sanación en sábado.» Añadieron que inculcaba al pueblo horribles doctrinas; decía que si no comían su carne y bebían su sangre no alcanzarían la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dijo a los judíos: «Al parecer también vosotros queréis alcanzar la vida eterna; pues parecéis muy deseosos de comer su carne y beber su sangre.»

La segunda acusación contra Jesús era que animaba al pueblo a no pagar el tributo al Emperador. Estas palabras indignaron a Pilatos, que les dijo con un tono autoritario: «¡Eso es un gran embuste! Lo sé mucho mejor que vosotros.» Entonces los judíos profirieron gritando la tercera acusación: «Aunque este hombre es de baja extracción, se ha convertido en cabecilla de muchos y pretende proclamarse rey; estos días pasados hizo una entrada tumultuosa en Jerusalén y se ha hecho dar los honores reales. Ha predicado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el rey prometido a los judíos.» Esto también fue apoyado por diez testigos.

Esta última acusación de que Jesús se hacía llamar el Cristo, el rey de los judíos, dejó a Pilatos pensativo. Fue desde la terraza al Tribunal, que estaba al lado, echó al pasar una atenta mirada sobre Jesús y mandó a los guardias que lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de espíritu ligero y fácil de perturbar. Había oído hablar de los hijos de sus dioses que habían vivido sobre la tierra; tampoco ignoraba que los profetas de los judíos habían anunciado desde hacía mucho tiempo un Ungido del Señor, un Rey Libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Había oído también de los Reyes del Oriente, que habían visitado al rey Herodes en busca del rey de los judíos. Pero le parecía ridículo que acusaran precisamente a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, de haberse creído ese Mesías y ese rey. Sin embargo, como los enemigos de Jesús habían presentado eso como traición al Emperador, mandó llevar a Jesús a su presencia para interrogarle.

Pilatos miró a Jesús sin poder disimular la impresión que le causaba su porte sereno, y le dijo: «¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?» Jesús respondió: «¿Lo preguntas porque tú lo crees posible, o porque otros te lo han dicho?» Pilatos, ofendido porque Jesús pudiera creer que él pudiera hacerse semejante pregunta, le dijo: «¿Soy acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque, según dicen, mereces morir. Dime lo que has hecho.» Jesús le contestó con majestad: «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuese, tendría servidores que lucharían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo.» Pilatos se sintió perturbado con estas solemnes palabras, y le dijo: «Entonces, ¿me estás diciendo que en verdad eres un rey?» Jesús respondió: «Tú lo has dicho, soy un rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que pertenece a la verdad escucha mi voz.» Pilatos lo miró y, levantándose, dijo: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?» Luego le dijo a Jesús algunas otras cosas que no recuerdo y volvió a la terraza.

Las palabras de Jesús estaban más allá de la comprensión de Pilatos. Pero lo que sí veía éste claro era que no era un rey que pudiera perjudicar al Emperador, puesto que no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco de los reinos del otro mundo. Y así dijo a los sacerdotes desde la terraza: «No encuentro ningún crimen en este hombre.» Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes se vertió un torrente de acusaciones contra Jesús. Pero Nuestro Señor permanecía silencioso, y oraba por los pobres hombres, y cuando Pilatos se volvió hacia Él diciéndole: «¿No respondes nada a estas acusaciones?», Jesús no pronunció ni una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: «Veo claramente que las acusaciones son falsas.» Pero la furia de los acusadores aumentaba cada vez más, y dijeron: «¡Cómo! ¿No hallas crimen en él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina por todo el país, desde Galilea hasta aquí?» Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un momento, y preguntó: «¿Este hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí —respondieron ellos—, sus padres han vivido en Nazaret y actualmente está empadronado en Cafarnaum.» «Pues, si es súbdito de Herodes —replicó Pilatos—, llevádselo a él. Él puede juzgarlo.» Entonces mandó conducir a Jesús fuera y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a llevar a Jesús de Nazaret, súbdito suyo, para que lo juzgara. Pilatos tenía dos motivos para sentirse satisfecho. Por un lado, se libraba de juzgar a Jesús, pues aquel asunto no le gustaba. Por otro, aprovechaba esta ocasión para complacer a Herodes, quien, según le había dicho, tenía curiosidad por conocer a Jesús.

Los enemigos de Nuestro Señor, furiosos al ver que Pilatos los trataba así en presencia del pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y arrastrándolo y llenándolo de insultos y golpes, en medio de la multitud que llenaba la plaza, lo llevaron hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy distante. Algunos soldados romanos se habían unido a la escolta.

Claudia Procla, mujer de Pilatos, que tenía grandes deseos de hablar con Jesús, mientras conducían a éste a casa de Herodes, subió a escondidas a una galería elevada y desde allí miró con preocupación y angustia cómo se lo llevaban a través del foro.

 

ORIGEN DE LA DEVOCIÓN DEL VIA CRUCIS

Mientras duró la comparecencia ante Pilatos, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando, sumidos en un profundo dolor. Cuando Jesús era conducido a Pilatos, Juan, junto con la Santísima Virgen y Magdalena recorrieron todos los lugares en los que Jesús había estado desde que lo prendieron. Así, volvieron a casa de Caifás, de Anás, por Ofel a Getsemaní, al huerto de los Olivos, y en todos los sitios donde Nuestro Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían por Él. La Virgen se prosternó más de una vez y besó la tierra allí donde su Hijo se había caído. Magdalena se retorcía las manos y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, las conducía más lejos. Éste fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a los misterios de la Pasión de Jesús aun antes de que ésta se cumpliera.

 

PILATOS Y SU MUJER

Mientras Jesús era conducido a casa de Herodes, yo vi a Pilatos ir con su esposa Claudia Procla. Ella corrió a encontrarse con él y juntos fueron a una casita situada sobre una elevación del jardín, detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy asustada. Era una mujer alta y hermosa, aunque extremadamente pálida. Tenía un velo echado por la cabeza, pero aun así se veían los cabellos colocados alrededor de la cabeza con algunos adornos; llevaba pendientes, un collar y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su largo vestido. Habló durante mucho rato con Pilatos, le rogó que, por todo lo que para él fuera más sagrado, que no le hiciese ningún mal a Jesús, el profeta, el Santo de los Santos, y le relató los extraordinarios sueños y visiones que había tenido sobre Jesús la noche anterior. Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de estas visiones; pero tengo más confuso cómo seguían. En primer lugar, ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, el Nacimiento de Jesús, la Adoración de los pastores y de los reyes, la huida a Egipto, la tentación en el desierto, etc. Jesús siempre se le apareció rodeado por un halo de luz, y vio también la maldad y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, así como la angustia de su Madre. Estas visiones le causaron gran inquietud y tristeza. Había sufrido toda la noche y había visto cosas unas veces muy claras y otras muy confusas y, cuando aquella mañana la había despertado el ruido de la tropa que conducía a Jesús, miró hacia ellos. Y entonces, vio a Nuestro Señor, reconoció a aquel de quien tantas cosas aquella noche le habían sido reveladas; ahora desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se había trastornado ante lo que vio, y por eso había ido a buscar a Pilatos, y le había contado con vehemencia y emoción todo lo que le acababa de suceder. Ella no lo comprendía por completo y no podía expresarlo bien, pero rogaba, instaba, suplicaba encarecidamente a su marido en los más afectuosos términos que escuchara su súplica.

Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que decía su mujer con lo que había ido oyendo aquí y allí sobre Jesús, se acordaba de la furia de los judíos, del silencio de Jesús, de sus misteriosas respuestas a sus preguntas. Dudó durante algún rato pero finalmente cedió a los ruegos de su mujer y le dijo que no lo condenaría, porque había visto que todas las acusaciones eran maquinaciones de los judíos. Le contó también las propias palabras que había oído de Jesús y prometió a su mujer no condenarlo; como prenda de su promesa le dio un anillo.

Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, ambicioso y al mismo tiempo extremadamente orgulloso; no retrocedía ante las acciones más vergonzosas si éstas podían beneficiarlo, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba en una situación difícil. En esa circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en un lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos sagrados. Pero todas estas cosas me parecían tan ignominiosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente, después temía que sus dioses se vengaran de él, porque tenía a Jesús por una especie de semidios, que podía perjudicar a sus dioses, con lo que su muerte sería un triunfo de éstos. Luego, se acordaba de las visiones de su mujer y tenían un gran peso en la balanza en favor de la libertad de Jesús. Acabó por decidirse por esta última opinión. Quería ser justo, pero tenía que anteponer sus objetivos, por la misma razón por la que había preguntado a Jesús: «¿Qué es la verdad?» La mayor confusión reinaba en sus ideas e influía en sus actos, y su único deseo era no arriesgarse.

Cada vez era mayor el número de gente que se agolpaba en la plaza y en la calle por donde debían conducir a Jesús. Los grupos se formaban según unas ciertas pautas, dependiendo de la población, de donde cada uno había subido a la fiesta. Los fariseos, los más rencorosos de todos, estaban con sus correligionarios, trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los soldados romanos eran numerosos en el puesto de guardia de Pilatos, y muchos de ellos se habían mezclado con la muchedumbre.

 

JESÚS ANTE HERODES

El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad. No estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Italia y Suiza, se habían unido a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadones que formaban una especie de trono. Estaba rodeado por cortesanos y guerreros. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo entraron y se acercaron a él. Jesús se quedó en la puerta. Herodes se sentía muy halagado al ver que Pilatos reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, su derecho a juzgar a un galileo. También se alegraba de ver ante él, en un estado de humillación y degradación, a aquel Jesús que nunca se había dignado presentarse. Juan el Bautista había hablado de Jesús en términos tan magníficos, y había oído tantos relatos sobre él contados por los herodianos y todos sus espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Tenía la maravillosa oportunidad de someterlo a interrogatorio delante de los cortesanos y de los miembros del Sanedrín y así poder mostrar su erudición. Pilatos le había mandado decir que él no había hallado ningún crimen en aquel hombre, y él creyó que aquello era un aviso para que tratase con desprecio a los acusadores. Lo hizo así, con lo que aumentó la furia de éstos de manera indescriptible.

En cuanto estuvieron en presencia de Herodes empezaron a vociferar sin orden las acusaciones, pero Herodes miró a Jesús con curiosidad. Sin embargo, cuando lo vio tan desfigurado, lleno de golpes, con el cabello en desorden, la cara ensangrentada y la túnica manchada, aquel príncipe voluptuoso y afeminado sintió una mezcla de asco y compasión, pronunció el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia y dijo a los sacerdotes: «Lleváoslo y lavadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan sucio y tan lleno de heridas?» Los esbirros llevaron a Jesús al patio, cogieron agua en un cubo y lo limpiaron sin dejar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad, queriendo imitar la conducta de Pilatos, y les dijo: «Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes del tiempo.» Los sacerdotes repetían con empeño sus quejas y sus acusaciones. Cuando volvieron a traer a Jesús ante él, Herodes, fingiendo compasión, mandó que le dieran al prisionero un vaso de vino para reparar sus fuerzas, pero Jesús negó con la cabeza y no quiso beber. Herodes habló con énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que obrara un prodigio. Jesús no respondía una palabra y se mantenía ante él con los ojos bajos, lo que irritó y desconcertó a Herodes. Sin embargo, no quiso exteriorizarlo y prosiguió con sus preguntas. Primero manifestó sorpresa y quiso ser persuasivo: «¿Cómo es posible que te traigan ante mí como a un criminal? He oído hablar mucho de ti. Sabes que me has ofendido en Tirza, cuando has libertado, sin mi permiso, a los presos que yo tenía allí. Pero seguro que lo hiciste con buena intención. Ahora que el gobernador romano te envía a mí para juzgarte, ¿qué tienes que responder a las cosas de que se te acusa? ¿Guardas silencio? Me han hablado mucho de la sabiduría de tus doctrinas. Quisiera oírte responder a tus acusaciones. ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el rey de los judíos? ¿Eres tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros, haz alguno delante de mí. Tu libertad depende de mí. ¿Es verdad que has dado la vista a los ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos, dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Hazme caso, obra uno de tus prodigios, eso te será útil.» Como Jesús continuaba callando, Herodes siguió hablando con más insistencia: «¿Quién eres tú? ¿Quién te dio ese poder? ¿Por qué lo has perdido ya? ¿Eres tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa? Unos reyes del Oriente vinieron a ver a mi padre para saber dónde podían encontrar al rey de los judíos recién nacido, ¿es verdad, como dicen, que ese niño eres tú? ¿Cómo pudiste escapar de la muerte que sufrieron tantos niños? ¿Cómo pudo ser eso? ¿Por qué han pasado tantos años sin que supiéramos de ti? ¡Responde! ¿Qué especie de rey eres tú? En verdad que no veo nada regio en ti. Dicen que hace poco te han conducido en triunfo hasta el Templo, ¿qué significa eso? Habla, pues, ¡respóndeme!» Toda esa retahila de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús.

Luego me fue mostrado, y yo en realidad lo sabía, que Jesús no le habló porque estaba excomulgado a causa de su casamiento adúltero con Herodías y por haber ordenado la muerte de Juan el Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús y comenzaron otra vez sus acusaciones. Le dijeron que Jesús había tachado al propio Herodes de manera que durante años había trabajado mucho para derrocar a su familia; que había querido establecer una nueva religión y que había celebrado la Pascua la víspera. Herodes, aunque irritado contra Jesús, no perdía nunca de vista sus proyectos políticos. No quería condenar a Jesús porque sentía ante él un terror secreto y tenía con frecuencia remordimientos por la muerte de Juan el Bautista; además, detestaba a los sacerdotes, que no habían querido excusar su adulterio y lo habían excluido de los sacrificios a causa de este pecado. Y sobre todo, no quería condenar a alguien a quien Pilatos había declarado inocente, y él quería devolverle la cortesía y mostrar deferencia hacia la decisión del gobernador romano en presencia del Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo. Pero llenó a Jesús de improperios y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Coged a ese insensato y rendid a ese rey burlesco los honores que merece; es más bien un loco que un criminal.»

Condujeron al Salvador a un gran patio donde lo hicieron objeto de burla y escarnio. Este patio estaba entre las dos alas del palacio, y Herodes los miró algún tiempo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo instaron de nuevo a condenar a Jesús, pero Herodes les dijo de modo que lo oyesen los soldados romanos: «Sería un error condenarlo.» Quería decir sin duda que sería un error condenar a quien Pilatos había hallado inocente.

Cuando los miembros del Sanedrín y los demás enemigos de Jesús, vieron que Herodes no quería atender a sus deseos, enviaron algunos de los suyos al barrio de Acra, para decir a muchos fariseos que había en él, que se juntaran con sus partidarios en los alrededores del palacio de Pilatos. Distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús. Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrilego. Debían añadir que si Jesús no moría, se uniría a los romanos para exterminar a los judíos y que ése era el reino al que siempre se refería. Además, debían hacer correr la voz de que Herodes lo había condenado, pero que era necesario que el pueblo se pronunciara; que se temía que, si se ponía en libertad a Jesús, sus partidarios turbarían la fiesta y los romanos llevarían a cabo una cruel venganza contra los judíos. Extendieron también los rumores más contradictorios y los más adecuados para inquietar al pueblo, a fin de irritarlos y sublevarlos. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de Herodes, para que maltratasen a Jesús hasta la muerte, pues deseaban que perdiese la vida antes de que Pilatos le concediese la libertad.

Mientras los fariseos estaban ocupados en estos asuntos, Nuestro Salvador sufría los suplicios para los que los soldados de Herodes habían sido comprados. Éstos lo empujaron en el patio, y uno de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero y que había contenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada y entre grandes risotadas se lo echaron a Jesús sobre la cabeza. Otro soldado trajo un pedazo de tela colorada y se la pusieron al cuello; entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban porque no había querido responder a su rey; le dedicaban mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como para hacerlo danzar; habiéndole tirado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio de modo que su sagrada cabeza daba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron y comenzaron otra vez los insultos. Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes y cada uno se quería distinguir inventando algún nuevo ultraje para Jesús. Algunos estaban pagados por los enemigos de Nuestro Señor específicamente para darle golpes en la cabeza. Jesús los miraba con un sentimiento de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero éstos eran utilizados por ellos para burlarse más y nadie tenía piedad de él, de su cabeza ensangrentada. Tres veces lo vi caer bajo los golpes, pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo los golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron al pobre ciego Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y menos crueles que aquellos hombres. El tiempo apremiaba; los sacerdotes tenían que ir al Templo, y cuando supieron que allí todo estaba dispuesto, como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, sordo a sus peticiones, seguía fiel a sus ideas relativas a Pilatos, y le devolvió a Nuestro Señor cubierto de su vestido de escarnio.

 

JESÚS ES LLEVADO DE HERODES A PILATOS

Los enemigos de Jesús que lo habían llevado de Pilatos a Herodes estaban avergonzados de tener que volver al sitio en donde ya había sido declarado inocente; por eso tomaron otros caminos mucho más largos, para que en otra parte de la ciudad pudieran verlo también en medio de su humillación y asimismo para dar tiempo a sus agentes para que agitaran a las masas según sus proyectos. El camino que siguieron esta vez era más duro y más desigual y en todo el trayecto no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le dificultaba andar, por lo que se cayó muchas veces en el lodo y ellos lo levantaban a patadas y dándole golpes en la cabeza. Recibió ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como de la gente que se iba añadiendo por el camino. Jesús pedía a Dios que no le dejara morir bajo los golpes para poder cumplir su Pasión y nuestra redención. Alrededor de las ocho y cuarto la comitiva llegó al palacio de Pilatos. La multitud era muy numerosa, los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban y enfurecían. Pilatos, acordándose de la sedición de los celadores galileos de la última Pascua, había reunido a mil hombres, apostados en los alrededores del pretorio, en foro y ante su palacio. La Santísima Virgen, su hermana mayor María, la hija de Helí, María la hija de Cleofás, Magdalena y alrededor de veinte santas mujeres se habían colocado en un sitio desde donde podían verlo todo. Al principio, Juan estaba también con ellas. Jesús, cubierto de sus vestiduras de loco, era conducido por los fariseos entre los insultos de la muchedumbre, pues éstos habían conseguido juntar a la chusma más insolente y perversa de toda la ciudad. Un criado enviado por Herodes había ido ya a decir a Pilatos que su amo le estaba muy reconocido por su deferencia y que no habiendo hallado en el célebre galileo más que a un pobre loco, lo había ataviado como tal y como tal se lo devolvía. Pilatos quedó muy complacido al ver que Herodes había llegado a su misma conclusión y le mandó de vuelta un cumplido mensaje.

Jesús había llegado pues de nuevo a la casa de Pilatos. Los esbirros lo hicieron subir la escalera con su acostumbrada brutalidad; la túnica se le enredó entre los pies y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron de la sangre de su sagrada cabeza. Los enemigos de Jesús que se habían ido colocando a la entrada de la plaza, se rieron de su caída y los esbirros, en lugar de ayudarlo a levantarse, la emprendieron con su inocente víctima. Pilatos estaba reclinado en su especie de diván, con su mesita delante y estaba rodeado de oficiales y de escribas. Se echó un poco hacia adelante y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como un agitador del pueblo y yo no lo he hallado culpable de lo que le imputáis. Herodes tampoco encuentra crimen en él; por consiguiente, lo voy a mandar azotar y a dejarlo libre.»

Al oír esto, violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y más dinero fue repartido entre la chusma. Pilatos recibió con gran desprecio estas agitaciones y respondió con sarcasmo. Era el tiempo precisamente en que el pueblo se presentaba cada año ante él para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un preso. Los fariseos habían enviado a sus agentes para excitar la multitud a no pedir este año la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos confiaba en poder librar en cambio a Nuestro Señor, por lo que tuvo la idea de dar a escoger entre él y un famoso criminal llamado Barrabás. Era convicto de un asesinato durante una sedición y de otros muchos crímenes, y todo el mundo le aborrecía. Se produjo un considerable revuelo entre la multitud, un grupo, llevando a su cabeza sus oradores, gritaban a Pilatos: «Haced lo que siempre habéis hecho en esta fiesta.» Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que deje libre, a Barrabás o al rey de los judíos, Jesús, que es el Ungido del Señor?»

Aunque Pilatos no creía que Jesús fuera el rey de los judíos, lo llamaba así porque ese orgulloso romano se complacía en mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan pobre; pero, en parte, le daba también ese nombre porque tenía cierta supersticiosa creencia en que Jesús era en efecto un rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos. Ante su pregunta hubo alguna duda en la multitud y sólo unas pocas voces gritaron: «¡Barrabás!» Pilatos, avisado por el criado de su mujer, salió de la terraza un instante, y el criado le presentó el anillo que él le había dado a su esposa, y le dijo: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana.» Mientras tanto, los fariseos trabajaban afanosamente, para ganarse la gente, lo que no les costaba mucho trabajo.

María, María Magdalena, Juan y las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, temblando y llorando, y aunque la Madre de Jesús sabía que no había salvación para los hombres sino mediante la muerte de Jesús, ella estaba muy afligida y deseaba apartarlo del suplicio que iba a sufrir. Y cuanto más grande era el amor de esta Madre por su Santísimo Hijo, tanto mayores eran los tormentos que ella sufría viendo lo mucho que Él padecía en cuerpo y alma. Tenía alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos quería libertar a Jesús. No lejos de ella había grupos de gente de Cafarnaum que Jesús había curado y a quienes había predicado; hacían como si no las conociesen y, si sus miradas se cruzaban, las apartaban rápidamente. Pero María y todos pensaban que éstos a lo menos rechazarían a Barrabás, y salvarían la vida de su bienhechor y Redentor. Pero no fue así.

Pilatos había devuelto el anillo a su mujer, asegurándole que su intención era cumplir su promesa. Se sentó de nuevo junto a la mesita. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo habían tomado a su vez asiento y Pilatos volvió a preguntar en voz alta: «¿A cuál de los dos queréis que liberte?» Entonces en la plaza se elevó un clamor general: «A Barrabás.» Y Pilatos dijo entonces: «¿Qué queréis que haga entonces con Jesús, el que se llama el Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» Pilatos dijo por tercera vez: «Pero ¿qué mal os ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y a libertarlo.» Pero el grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo» se elevó por todas partes como una tempestad infernal. Los miembros del Sa­nedrín y los fariseos se agitaban con rabia y gritaban furiosos. Entonces el débil Pilatos dejó libre al perverso Barrabás y condenó a Jesús a la flagelación.

 

LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Pilatos, el más voluble e irresoluto de los jueces, había pronunciadovarias veces estas palabras ignominiosas: «No encuentro crimen en Él; lo mandaré azotar y lo dejaré libre.» Pero los judíos continuaban gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Sin embargo, Pilatos estaba decidido a que su voluntad prevaleciera y no tuviera que condenar a muerte a Jesús, por lo que lo mandó azotar a la manera de los romanos. Entonces, los esbirros, a empellones, llevaron a Jesús a la plaza, en medio del tumulto de un pueblo rabioso. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes. Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio.

Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que El se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había insertados anillos y ganchos. No se puede describir la crueldad con que esos perros furiosos se comportaron con Jesús. Le arrancaron los vestidos burlescos con que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza y que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le ataron las manos levantadas en alto, a una de las anillas de arriba y extendieron tanto sus brazos hacia arriba, que sus pies, atados fuertemente a la parte inferior de la columna apenas tocaban el suelo. El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna de los malhechores y dos de éstos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro o blando.

Nuestro amado Señor, el Hijo de Dios, el Dios verdadero hecho Hombre, temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias. Gritaban: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pues Pilatos seguía parlamentando con el pueblo. Y, antes de que él hablara, una trompeta sonaba en medio del tumulto para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos, y el balido de los corderos pascuales que eran lavados en la piscina de las ovejas. Ese balido era un sonido conmovedor; en esos momentos eran las únicas voces que se unían a los quejidos de Jesús.

El pueblo judío se mantenía a cierta distancia de la columna; los soldados romanos ocupaban diferentes puntos, muchas personas iban y venían, silenciosas o profiriendo insultos; unas pocas parecían conmovidas, y parecía como si rayos de luz surgidos de Jesús llegaran hasta sus corazones. Yo vi jóvenes infames, casi desnudos, que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino. Algunos agentes del Sumo Sacerdote y el Consejo daban dinero a los verdugos. Les trajeron también un cántaro de una bebida espesa y roja, de la que bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los dos verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, azules y coloradas y su sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas a la inocente víctima.

La noche había sido extremadamente fría y la mañana oscura y nublada, incluso con algo de lluvia. Por eso sorprendió a todo el mundo que, en un momento determinado, el día se abriera y el sol brillara con fuerza.

La segunda pareja de verdugos empezó a azotar a Jesús con redoblada violencia. Usaban otro tipo de vara. Eran de espino, con nudos y puntas. Sus golpes rasgaron toda la piel de Jesús, su sangre salpicó a cierta distancia y ellos se mancharon los brazos con ella. Jesús gemía y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza montados sobre camellos, se paraban un momento y quedaban inundados de horror y pena cuando la gente les explicaba lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan o que habían oído los sermones de Jesús en la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.

Dos nuevos verdugos sustituyeron a los últimos mencionados. Éstos pegaron a Jesús con correas que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah!, ¿con qué palabras podría describirse este terrible y sobrecogedor espectáculo? Sin embargo, su rabia aún no estaba satisfecha; desataron a Jesús y lo ataron de nuevo a la columna, esta vez con la espalda vuelta hacia ella. No pudiéndose sostener, le pasaron cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por debajo de las rodillas, y le ataron las manos por detrás de la columna. Su mucha sangre y la piel destrozada cubrían su desnudez. Entonces se echaron sobre Él como perros furiosos. Uno de ellos le pegaba en la cara con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era una sola llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia, pero la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.

La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora sin interrupción, cuando un extranjero de la clase inferior, un pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, surgió de la multitud y se precipitó sobre la columna con una hoz en la mano, y gritó indignado: «¡Basta! Deteneos! No podéis azotar a este inocente hasta matarlo.» Los verdugos, borrachos, se detuvieron sorprendidos; él cortó rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna y se escondió en la multitud. Jesús cayó casi sin conocimiento al pie de la columna, sobre el suelo empapado en sangre. Los verdugos lo dejaron allí y se fueron a beber, tras haber pedido vino a los criados, y se reunieron con sus compañeros, que estaban en el cuerpo de guardia, tejiendo la corona de espinas. Nuestro Señor seguía caído al pie de la columna, bañado en su propia sangre; vi entonces a dos o tres mujeres públicas de aire desvergonzado acercarse a Jesús con curiosidad, cogidas de la mano. Se detuvieron un instante, mirando con disgusto. En este momento, el dolor de las heridas fue tan intenso, que alzó la cabeza y las miró con sus ojos ensangrentados. Entonces ellas se apartaron mientras los soldados les decían palabras groseras. Con gran esfuerzo, Jesús tomó el lienzo y se cubrió con él.

Durante la flagelación, vi muchas veces a ángeles llorando en torno a Jesús, y oí su oración por nuestros pecados subiendo sin cesar hacia su Padre en medio de los golpes que le daban. Mientras estaba tendido al pie de la columna, vi a un ángel ofrecerle de beber de una vasija un brebaje luminoso que le dio fuerzas. Los soldados volvieron y le pegaron patadas y palos, obligándolo a levantarse. En cuanto estuvo en pie, no le dieron tiempo para ponerse la túnica, sino que se la echaron sobre los hombros y con ella se limpió la sangre que le corría por la cara. Lo condujeron al sitio donde estaba sentado el Consejo de los sacerdotes, que gritaron: «¡Mátalo! ¡Crucifícale!», y volvieron la cara con repugnancia. Después, Jesús fue conducido al patio interior del cuerpo de guardia, donde no había soldados, sino esclavos, esbirros y malhechores, en fin, la hez de la población.

Como la muchedumbre estaba muy agitada, Pilatos mandó venir un refuerzo de la guarnición romana de la torre Antonia. Esta tropa, en buen orden, rodeó el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de Jesús, pero les estaba prohibido abandonar sus puestos. Pilatos quería mantener así controlado al pueblo. Los soldados sumaban mil hombres.

 

MARÍA DURANTE LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Vi a la Santísima Virgen en trance continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban anegados en lágrimas. Estaba cubierta de un velo y tendida en los brazos de María de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja y se parecía mucho a Ana, su madre; María de Cleofás, hija de María de Helí, estaba también con ella. Las amigas de María y de Jesús estaba temblando de dolor y de inquietud, rodeando a la Virgen y llorando a la espera de la sentencia de muerte. María llevaba un vestido largo azul parcialmente cubierto por una capa de lana blanca y un velo de un blanco amarillento. Magdalena estaba pálida y abatida por el dolor. Tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús sería libertado y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esta pagana compasiva sabía qué uso iba a darle la Santísima Virgen a su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su Hijo, tododesgarrado, conducido por los soldados; Él se limpió los ojos llenos de sangre para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia Él, y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado la muchedumbre, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado. Escondidas por las otras santas mujeres y por otras personas bien intencionadas que las rodeaban, se agacharon cerca de la columna y limpiaron por todas partes la Sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Juan estaba entonces con las santas mujeres, que eran veinte. Los hijos de Simeón y de Obed, el de Verónica, así como Aram y Temni, sobrinos de José de Arimatea, estaban ocupados en el Templo. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.

 

JESÚS VEJADO Y CORONADO DE ESPINAS

Durante la flagelación de Jesús, Pilatos se dirigió muchas veces a la multitud, que una vez le gritó: «Debe morir, aunque debamos morir también nosotros.» Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron de nuevo: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Después de esto hubo un rato de silencio. Pilatos dio órdenes diversas a sus soldados y los miembros del Sanedrín mandaron a sus criados a que les trajesen de comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos instantes para consultar a sus dioses, y ofrecerles incienso.

La Santísima Virgen y las santas mujeres se retiraron de la plaza. Después de haber recogido la sangre de Jesús, vi que entraban con sus lienzos ensangrentados, en una casita cercana. No sé de quién era. La coronación de espinas se llevó a cabo en el patio interior del cuerpo de guardia. Había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, esbirros y esclavos, y otros de la misma calaña. La muchedumbre permanecía alrededor del edificio. Pero pronto fueron apartados de allí por los mil soldados romanos. Aunque mantenían el orden, estos soldados reían y se burlaban de Jesús, y animaban a los torturadores de Nuestro Señor a redoblar sus insultos, como los aplausos del público excitan a los cómicos. En medio del patio había un fragmento de pilar; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras puntiagudas. Le quitaron a Jesús nuevamente la ropa y le colocaron una capa vieja, colorada, de un soldado, que no llegaba a sus rodillas. Lo arrastraron al asiento que le habían preparado y lo sentaron brutalmente en él; entonces le ciñeron la corona de espinas a la cabeza y se la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas vueltas a propósito hacia dentro. En cuanto se la ataron, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad bufa, como si realmente lo coronasen rey. Le cogieron la caña de las manos y le pegaron con tanta violencia sobre la corona de espinas que los ojos del Salvador se llenaron de sangre. Se arrodillaron ante él y le hicieron burla, le escupieron la cara, y lo abofetearon gritándole: «¡Salve, rey de los judíos!» Después lo levantaron de su asiento, y luego volvieron a sentarlo en él con violencia. Es absolutamente imposible describir los ultrajes que perpetraron esos monstruos con forma humana. Jesús sufría una sed horrible a causa de la fiebre provocada por sus heridas; temblaba. Su carne estaba abierta hasta los huesos, su lengua contraída, sólo la sangre sagrada que caía de su cabeza refrescaba sus labios ardientes y entreabiertos. Esta espantosa escena duró media hora, mientras los soldados formados alrededor del pretorio seguían riendo e incitando a la perpetración de todavía mayores ultrajes.

 

ECCE HOMO

Jesús, cubierto con la capa colorada, con la corona de espinas sobre la cabeza y el cetro de caña entre las manos atadas, fue conducido de nuevo al palacio de Pilatos. Resultaba irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando Nuestro Señor llegó ante Pilatos, este hombre débil y cruel se echó a temblar de horror y compasión, mientras el populacho y los sacerdotes, en cambio, seguían insultándole y burlándose de Él. Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó a la terraza y sonó la trompeta anunciando que el gobernador quería hablar. Se dirigió al Sumo Sacerdote, a los miembros del Consejo y a todos los presentes y les dijo: «Os lo mostraré de nuevo y os vuelvo a decir que no hallo en él ningún crimen.» Jesús fue conducido junto a Pilatos, para que todo el mundo pudiera ver con sus crueles ojos, el estado en que Jesús se encontraba. Era un espectáculo terrible y lastimoso y una exclamación de horror recorrió la multitud, seguida de un profundo silencio cuando Él levantó su herida cabeza coronada de espinas y paseó su exhausta mirada sobre la excitada muchedumbre. Señalándolo con el dedo, Pilatos exclamó: «¡Ecce Homo!» («He aquí el Hombre.») Los sacerdotes y sus adeptos, gritaron llenos de furia: «¡ Mátalo! ¡ Crucifícalo!» «¿Todavía no os basta? —dijo Pilatos—. El castigo que ha recibido le habrá quitado las ganas de ser rey.» Pero ellos, furiosos, seguían gritando y cada vez más gente se añadía a la exigencia: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pilatos mandó tocar otra vez la trompeta y pidiendo silencio dijo: «Entonces, tomadlo y crucificadlo vosotros, pues yo no hallo en Él ninguna culpa.» Algunos de los sacerdotes exclamaron: «Según nuestra ley debe morir, pues se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios.» Estas palabras: «se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios», despertaron los temores supersticiosos de Pilatos. Hizo conducir a Jesús a otra estancia y a solas le preguntó qué pretendía. Jesús no respondió y Pilatos le dijo: «¿No me respondes? ¿No sabes que está en mi mano crucificarte o ponerte en libertad?», y Jesús le contestó: «Tú no tienes más poder sobre mí que el que has recibido de arriba: por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido el mayor pecado.» La indecisión de su marido llenaba a Claudia Procla de inquietud, por lo que, en ese momento, ella le mandó de nuevo el anillo para recordarle su promesa, pero él le dio una respuesta vaga y supersticiosa, cuyo sentido era que dejaba el caso en manos de los dioses. Los enemigos de Jesús, habiendo sabido de los esfuerzos llevados a cabo por Claudia para salvarlo, hicieron correr el rumor de que los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; y que, si lo ponían en libertad, se uniría a los romanos para destruir Jerusalén y exterminar a todos los judíos.

Pilatos, en medio de sus vacilaciones, era como un hombre borracho; su razón no sabía dónde agarrarse. Se dirigió una vez más a los enemigos de Jesús, y, viendo que seguían pidiendo su muerte, si cabe con más violencia que nunca, agitado, incierto, quiso obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado; volvió al pretorio y se quedó de nuevo a solas con él: «¿Será posible que sea un Dios?», se decía, mirando a Jesús desfigurado y ensangrentado; después le suplicó que le dijera si era Dios, si era el rey prometido a los judíos, y hasta dónde se extendía su imperio y de qué tipo era su divinidad. No puedo repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús, pero sus palabras fueron solemnes y severas. Le repitió que su reino no era de este mundo, después le reveló todos los crímenes secretos que Pilatos había cometido, le avisó de la suerte miserable que le esperaba, el destierro y un fin abominable, y predijo que Él, Jesús, vendría un día a pronunciar contra él un juicio justo. Pilatos, medio aterrorizado y medio enfadado por las palabras de Jesús, salió otra vez a la terraza y declaró que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se nombra a sí mismo rey es enemigo del César.» Otros le decían que lo denunciarían al Emperador, porque les impedía celebrar la fiesta; que acabase pronto porque a las diez tenían que estar en el Templo. Otra vez se oían por todas partes gritos: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!», desde las azoteas y la plaza, desde las calles cercanas al foro, donde muchas personas se habían juntado. Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles, que el tumulto se hacía cada vez más ensordecedor, y la agitación era tanta que él empezaba a temer una subleva­ción. Entonces, Pilatos mandó que le trajesen agua, un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo y él gritó desde lo alto de la terraza: «Soy inocente de la sangre de este justo, vosotros responderéis de ella.» Entonces se levantó un grito horrible y unánime de toda la gente reunida allí desde todos los pueblos de Palestina, quienes exclamaron: «Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos.»

Muchas veces, durante mis meditaciones sobre la Pasión de Nuestro Señor, recuerdo y veo el momento mismo de esta solemne declaración. Veo un cielo negro, cubierto de nubes ensangrentadas, de las cuales salen varas y espadas de fuego atravesando como maldiciones a la muchedumbre entera. Todos ellos me parecen sumidos en tinieblas, su grito sale de su boca como una llama que recae sobre ellos, penetra en algunos y sólo vuela sobre otros. Éstos son los que se han convertido después de la muerte de Jesús. El número de éstos es considerable; pues Jesús y María no cesaron de rezar por sus enemigos.

 

JESÚS CONDENADO A MORIR EN LA CRUZ

Pilatos dudaba más que nunca, su conciencia le decía «Jesús es inocente»; su mujer decía: «Jesús es sagrado»; su superstición decía que era enemigo de sus dioses; su cobardía decía que era un Dios y se vengaría de él. Irritado y asustado por las últimas palabras que le había dicho Jesús, hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos metieron en él un nuevo temor amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le determinó a cumplir la voluntad de ellos en contra de la justicia de su propia convicción y de la palabra que había dado a su mujer.

Dio la sangre de Jesús a los judíos y, para lavar su conciencia, no tuvo más que el agua que hizo echar sobre sus manos.

Cuando los judíos, habiendo aceptado la maldición sobre ellos y sobre sus hijos, pedían que esta sangre redentora que pide misericordia para nosotros recayera sobre ellos, Pilatos empezó a hacer los preparativos para pronunciar la sentencia.

Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado en el que brillaba una piedra preciosa y otra capa; pusieron también un bastón ante él. Estaba rodeado de soldados, precedidos de oficiales del tribunal, y detrás iban los escribas con rollos y tablas donde registrar la sentencia. Delante de él marchaba un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta el foro, donde, frente a la columna de la flagelación había un asiento elevado desde donde se pronunciaban las sentencias. Este Tribunal se llamaba Gábbata. Era una especie de terraza redonda a la que se accedía por unos escalones. Arriba del todo había un asiento para Pilatos, y detrás un banco para empleados subalternos. Alrededor montaban guardia un gran número de soldados, algunos sobre los escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo. No quedaban más que Anás, Caifás y otros veintiocho que se dirigieron al Tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al Tribunal cuando Jesús fue mostrado al pueblo con las palabras «Ecce Homo».

El Salvador, con su capa roja y su corona de espinas, fue conducido delante del Tribunal y colocado entre los malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved aquí a vuestro rey», y ellos respondieron: «¡Crucifícalo!» «¿Queréis que crucifique a vuestro rey?», volvió a preguntar Pilatos. «No tenemos más rey que el César», gritaron los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más y comenzó a pronunciar la sentencia. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente ya al suplicio de la cruz, pero el Sanedrín había retrasado su ejecución, porque querían reservarse una afrenta más para Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la peor calaña. Las cruces de los dos ladrones estaban junto a ellos, la de Nuestro Señor aún no, porque todavía no se había pronunciado su sentencia de muerte.

La Santísima Virgen se había retirado después de la flagelación. Se mezcló de nuevo entre la multitud para oír la sentencia de muerte de su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los esbirros, al pie de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio y Pilatos pronunció su sentencia sobre Jesucristo con el enfado de un cobarde. Me irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, convencido de su importancia, el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes, el abatimiento y el dolor profundo del Salvador, las indecibles angustias de María y de las santas mujeres, y el ansia atroz con que los judíos esperaban su víctima, la actitud indiferente de los soldados, y finalmente la multitud de horribles demonios corriendo de acá para allá, todo eso me tenía aterrada. Sentía que debía yo haber estado en el lugar de Jesús, mi amado Esposo, pues entonces la sentencia hubiera sido justa. Pero estaba superada por la angustia y mis sufrimientos eran intensos y no recuerdo todo lo que vi.

Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual pronunció los más exagerados elogios del emperador Tiberio; después expuso las acusaciones que contra Jesús había intentado presentar el Sanedrín; dijo que lo habían condenado a muerte por haber perturbado la paz pública y violado su ley, llamándose a sí mismo Hijo de Dios y rey de los judíos, y que el pueblo había pedido unánimemente cargar con la responsabilidad de su muerte. El miserable repitió que no encontraba esa sentencia conforme a la justicia; y que él no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar pronunció la sentencia con estas palabras: «Condeno a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, a ser crucificado»; y ordenó a los verdugos que trajeran la cruz. Me parece recordar que rompió un palo largo y que tiró los pedazos a los pies de Jesús.

Al oír las palabras de Pilatos la Madre de Jesús cayó al suelo sin conocimiento: ya no había duda, la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel y más ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres obnubilados que la rodeaban no añadieran crimen sobre crimen insultándola en su sufrimiento; mas, apenas volvió en sí, tuvieron que conducirla a todos los sitios donde su Hijo había sufrido, y en los cuales ella quería ofrecer el sacrificio de sus lágrimas; así, la Madre del Salvador tomó posesión en nombre de la Iglesia de estos lugares santificados.

Pilatos escribió la sentencia, y los que estaban detrás de él la copiaron tres veces. Lo que escribió era diferente de lo que había dicho, yo vi que mientras tanto, su espíritu estaba agitado y parecía que el ángel de la cólera conducía su pluma. El sentido de la escritura era éste: «Forzado por el Sumo Sacerdote, los miembros del Sanedrín y el pueblo a punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret como culpable de haber agitado la paz pública, blasfemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado, aunque sus inculpaciones no me parecían claras, por no ser acusado delante del Emperador de haber favorecido la insurrección de los judíos.» Después escribió la inscripción de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia se transcribió muchas veces y se envió a diferentes puntos. Los miembros del Sanedrín se quejaron de que la sentencia estaba escrita en términos poco favorables para ellos; se quejaron también de la inscripción y pidieron que no pusiera «rey de los judíos» sino «que se ha llamado a sí mismo rey de los judíos». Pilatos, impaciente, les respondió lleno de cólera: «Lo escrito, escrito está.» Querían también que la cruz de Jesús no fuera más alta que las de los dos ladrones; sin embargo, era menester hacerla más alta, porque, por culpa de los obreros, no había sino espacio donde poner la inscripción de Pilatos. Los sacerdotes pretendían utilizar esa circunstancia para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa para ellos, pero Pilatos no consintió y tuvieron que hacer la cruz más alta, añadiéndole un nuevo trozo de madera. Toda esta serie de cosas contribuyeron a que la cruz tuviera su forma definitiva: sus brazos se elevaban como las ramas de un árbol, separándose del tronco, y se parecía a una Y, con la parte inferior prolongada entre las otras dos; los brazos eran más estrechos que el tronco, y cada uno de ellos había sido añadido por separado. También habían clavado un tarugo a los pies para sostener los pies del condenado.

Mientras Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer, Claudia Procla, le mandaba el anillo devuelto y, por la tarde de ese mismo día, abandonaba secretamente el palacio para unirse a los amigos de Jesús, y la tuvieron escondida en un subterráneo de casa de Lázaro, en Jerusalén. Más tarde, ese mismo día, vi un amigo de Nuestro Señor grabar, sobre una piedra verdosa detrás del Gábbata, dos palabras que decían: «Judex injustus» y el nombre de Claudia Procla; esta piedra se encuentra todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia de Jerusalén, en el sitio donde estaba el Gábbata. Claudia Procla se hizo cristiana. Siguió a san Pablo y fue amiga personal de él.

Una vez pronunciada la sentencia, Jesús fue entregado a los verdugos como una presa; le trajeron sus vestiduras, que le habían quitado en casa de Caifás; alguien las había guardado, y personas sin duda compasivas las habían lavado, pues estaban limpias. Los perversos hombres que rodeaban a Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, cubierto de llagas, la capa de lana roja que le habían puesto por burla y al hacerlo le abrieron muchas de las heridas; Él mismo, temblando, se puso su túnica interior, ellos le echaron el escapulario sobre los hombros. Como la corona de espinas era muy ancha e impedía que le cupiese la túnica oscura sin costura que le había hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas sangraron de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su sobrevesta de lana blanca, su cinturón y su capa; después le volvieron a ceñir por en medio del cuerpo la correa de puntas de hierro de la cual salían los cordeles con los que tiraban de Él; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad acostumbradas.

Los dos ladrones estaban a la derecha y a la izquierda de Jesús, tenían las manos atadas y llevaban una cadena al cuello; estaban cubiertos de lívidas cicatrices que provenían de la flagelación de la víspera; el que se convirtió después, estaba desde entonces tranquilo y pensativo. El otro, grosero e insolente, se unía a los verdugos para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros con amor y ofrecía sus tormentos por su salvación. Los verdugos reunieron todos los instrumentos del suplicio y lo dispusieron todo para aquella terrible y dolorosa marcha. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos, y llevándose dos rollos de pergamino con la copia de la sentencia, se marcharon dirigiéndose de prisa al Templo, temiendo llegar tarde al sacrificio pascual. Los sacerdotes estaban alejándose del Cordero Pascual para ir al Templo a sacrificar y a comer su símbolo, dejando que infames verdugos condujeran al altar del sacrificio al verdadero Cordero de Dios. Esos hombres habían puesto gran cuidado en no contaminarse con ninguna impureza exterior, en tanto su alma estaba completamente manchada de maldad, envidia y odio. Aquí se separaron los dos caminos que conducían al altar de la ley y al altar de la gracia; Pilatos, pagano e indeciso, no tomó ninguno de los dos, y se volvió a su palacio.

La inicua sentencia fue pronunciada a las diez de la mañana de nuestro tiempo.

 

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Desde Jesús cargando la cruz hasta sus palabras en la cruz , visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Jesus Crucificado en la Basilica del Santo Sepulcro en Tierra Santa

JESÚS CARGA CON SU CRUZ HASTA EL CALVARIO

Cuando Pilatos salía del Tribunal, una parte de los soldados lo siguió y formó ante el palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los seis enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el huerto de los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los verdugos condujeron a Jesús al centro de la plaza, adonde fueron los esclavos a dejar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la Redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así Nuestro Señor abrazaba su cruz. Los soldados, con gran esfuerzo, colocaron la pesada carga de la cruz sobre el hombro derecho de Jesús. Vi a ángeles invisibles ayudarlo, pues si no, no hubiera podido con ella; mientras Jesús oraba, pusieron sobre el cuello a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos a ellas; las piezas grandes las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos, a caballo, se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga, y le dijo: «Ahora se han acabado las bellas palabras. ¡Arriba!» Lo levantaron con violencia, y sintió asentarse sobre sus hombros todo el peso que nosotros deberemos llevar después de él, según sus santas palabras. Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de Reyes; tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.

Mediante cuerdas atadas al pie de la cruz, dos soldados la sujetaban en el aire por detrás; otros cuatro sostenían las cuerdas atadas a la cintura de Jesús. Nuestro Señor, temblando bajo su peso, recordó a Isaac llevando a la montaña la leña destinada a su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha; el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Iba a caballo, cubierto con sus armaduras, y rodeado de sus oficiales y de la tropa de caballería. Detrás de ellos iba un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos ellos de las fronteras de Italia y Suiza; delante iba una trompeta que tocaba en todas las esquinas y proclamaba la sentencia. A pocos pasos, seguía un numeroso grupo de hombres y chiquillos, que llevaban cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos acarreaban palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones. Todavía más atrás se veía a algunos fariseos a caballo y un joven que sujetaba contra el pecho la inscripción que Pilatos había mandado escribir para la cruz; éste llevaba también, en la punta de un palo, la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la cruz. Este joven no parecía tan malvado como el resto. Finalmente, iba Nuestro Señor, con los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, y lleno de llagas y heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre; devorado por la fiebre y la sed, y asaeteado por dolores infinitos; con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; con la mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando el esfuerzo de levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados sostenían a distancia las puntas de los cordeles atados a la cintura de Jesús; los dos de delante tira­ban, los que le seguían le empujaban, de suerte que no podía asegurar un paso; sus manos estaban heridas por las cuerdas con que las había tenido atadas, su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre, el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestido de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor no había más que burlas y crueldades, pero su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones llevados también por cuerdas con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos lados; y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo, pero el otro, por el contrario, no cesaba de quejarse y protestar. La mitad de los fariseos a caballo cerraban la marcha; algunos corrían acá y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos. El gobernador romano vestía su uniforme de batalla en medio de sus oficiales. Precedido por un escuadrón de caballería y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza y entró en una calle bastante ancha; se movía por la ciudad para prevenir cualquier insurrección popular.

Jesús fue conducido por una calle estrecha y que daba un rodeo para no estorbar a la gente que iba al Templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte de la población se había dispersado tras la condena de Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al Templo a fin de acabar los preparativos para sacrificar el cordero pascual; no obstante, la multitud era todavía numerosa y corrían en desorden para ver pasar la triste procesión; la escolta de los soldados romanos impedía que se acercasen en exceso, y los curiosos tenían que dar la vuelta por las calles que atravesaban y correr delante para verlos. Casi todos ellos llegaron al Calvario antes que Jesús. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y sucia; sufrió mucho pasando por allí, porque los esbirros lo atormentaban con las cuerdas; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los esclavos le tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños cogían piedras y se las lanzaban o se las echaban bajo los pies.

 

PRIMERA CAÍDA DE JESÚS BAJO EL PESO DE LA CRUZ

La calle, poco antes de su fin, torcía a la izquierda; se ensanchaba un poco, e iniciaba una cuesta. Había por allí un acueducto subterráneo, que venía del monte de Sión. Antes de la subida había un hoyo que, cuando llovía, con frecuencia se llenaba de agua y lodo, por cuya razón habían puesto una piedra grande sobre él para facilitar el paso. Cuando Jesús llegó a este sitio, ya no podía andar. Pero, como los verdugos tiraban de él y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esta piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole. En vano Jesús tendía la mano para que lo ayudasen. «¡Ah! — exclamó—, pronto se acabará todo», y rogó por sus verdugos. Mas los fariseos gritaron: «Levantadlo, si no se nos morirá en las manos.» A ambos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza; y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron entonces la corona de espinas. Una vez lo hubieron puesto en pie, le cargaron de nuevo la cruz sobre los hombros y, a causa de la corona, con dolores infinitos, tuvo que ladear la cabeza para poder acomodar sobre su hombro el peso de la cruz y así continuó su camino, cada vez más duro.

 

SEGUNDA CAÍDA DE JESÚS

Jesús se encuentra con su Sagrada Madre

La Bendita Madre de Jesús se había ido de la plaza, después de pronunciada la inicua sentencia, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Recorrieron muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús, pero cuando el sonido de la trompeta, el tumulto de la gente y la escolta de Pilatos anunciaban la subida al Calvario, no pudo resistir el deseo de ver a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar; se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle en la que Jesús cayó por primera vez bajo la cruz; era, si no me equivoco, la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuyo Tribunal está en la llanura de Sión. Juan obtuvo de un criado compasivo el permiso para ponerse en la puerta con María. Con ellos estaban, además, un sobrino de José de Arimatea, Susana, Juana Cusa y Salomé de Jerusalén. La Madre de Dios estaba pálida, y con los ojos enrojecidos de tanto llorar, e iba cubierta con una capa gris azulada. Se oía ya el ruido acercándose, el sonido de la trompeta y la voz del heraldo publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se puso de rodillas y oró. Tras su ferviente plegaria, se volvió hacia Juan y le dijo: «¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportarlo?» Juan le contestó: «Si no te quedas a verlo pasar, luego lamentarás no haberlo hecho.» Se quedaron cerca de la puerta, con los ojos fijos en la procesión, que aún estaba distante pero iba avanzando poco a poco. La gente no se ponía delante de la comitiva sino a los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: «¿Quién es esta mujer que se lamenta?», y otro respondió: «Es la Madre del Galileo.» Cuando los miserables oyeron tales palabras llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos cogió en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los mostró a la Santísima Virgen, burlándose. Pero ella estaba mirando a Jesús, que se acercaba, y tuvo que sostenerse en el pilar de la puerta para no caer, pálida como un cadáver con los labios casi azules. Pasaron los fariseos a caballo, después el chico que llevaba la inscripción; detrás de éste su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado, bajo la pesada carga de la cruz, inclinada su cabeza coronada de espinas. Echó una mirada de compasión sobre su Madre, tropezó y cayó por segunda vez sobre sus rodillas y manos. María, en medio de la inmensidad de su agonía, no vio ni a soldados ni a verdugos; no vio más que a su querido Hijo. Se precipitó desde la puerta de la casa entre los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a él. Yo sólo oí estas palabras: «¡Hijo mío!» y «¡Madre mía!», pero no sé si fueron realmente pronunciadas, o si las oí sólo en mi mente.

Siguió una momentánea confusión: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los verdugos la injuriaban. Uno de ellos le dijo: «Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí?, si lo hubieras educado mejor, no estaría ahora en nuestras manos.» Algunos soldados sin embargo tuvieron compasión. Y, aunque se vieron obligados a apartar a la Santísima Virgen, ninguno le puso las manos encima. Juan y las santas mujeres la rodearon, y ella cayó como muerta sobre sus rodillas, sobre la piedra angular de la puerta, donde quedó la huella de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera Iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el obispado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa y cerraron la puerta. Mientras tanto, los esbirros levantaron a Jesús y le colocaron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado. Uno de ellos había resbalado y era con el que Jesús había tropezado. Jesús lo llevaba ahora de tal modo que, por detrás, todo el peso de la pieza se arrastraba por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía a la comitiva profiriendo maldiciones e injurias, a algunas mujeres cubiertas con velos y derramando lágrimas.

 

TERCERA CAÍDA DE JESÚS

Simón el Cireneo

Tras recorrer un tramo más de calle, la comitiva llegó a la cuesta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella había una plaza abierta de la que partían tres calles. En esta plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó: la cruz se deslizó de su hombro y quedó a su lado, y ya no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que cruzaban por allí para ir al Templo exclamaban, compasivas: «¡Mira este pobre hombre, está agonizando!»; pero sus enemigos no tenían piedad de él. Esto causó un nuevo retraso: no podían poner a Jesús en pie y los fariseos dijeron a los soldados: «No llegará vivo al lugar de la ejecución; buscad un hombre que le ayude a llevar la cruz.» A poca distancia vieron a un pagano llamado Simón el Cireneo acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba atrapado entre la multitud, y los soldados, habiendo reconocido por sus vestidos que era un pagano, y un trabajador de clase inferior, lo cogieron y le ordenaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz; primero se negó, pero luego tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban y algunas mujeres que lo conocían se hicieron cargo de ellos. Simón estaba muy disgustado y se sentía vejado al tener que caminar junto a un hombre que se hallaba en tan deplorable estado como Jesús: sucio, herido y con la ropa llena de lodo. Pero Jesús lloraba y lo miraba con tal ternura que Simón se sintió conmovido. Lo ayudó a levantarse y al instante los esbirros ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él iba detrás de Jesús, a quien había aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos color rojo. Los dos mayores, de nombre Rufo y Alejandro, se unieron más adelante a los discípulos de Jesús. El tercero era mucho más pequeño, pero unos pocos años más tarde lo vi viviendo con san Esteban. Simón no había acarreado durante mucho rato la cruz, cuando se sintió profundamente tocado por la gracia.

 

EL LIENZO DE LA VERÓNICA

La comitiva entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda y que estaba cortada por otras calles que la cruzaban. Muchas personas bien vestidas se dirigían al Templo; algunas no querían ver a Jesús por el temor farisaico de contaminarse; otras, por el contrario, mostraban piedad por sus sufrimientos. La procesión había avanzado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de majestuoso aspecto que llevaba de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda y se puso a caminar delante de la comitiva. Era Serafia, mujer de Sirach, miembro del Consejo del Templo, a quien desde ese día se conoce como Verónica (de vera e icon, verdadero retrato). Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor para refrescarlo en su doloroso camino al Calvario. Cuando la vi por primera vez iba envuelta en un largo velo y llevaba de la mano a una niña de nueve años que había adoptado; del otro brazo, llevaba colgando un lienzo, bajo el que la niña escondió una jarrita de vino al ver acercarse la comitiva. Los que iban delante quisieron apartarla, mas la mujer se abrió paso a través de la multitud de soldados y esbirros, y llegó hasta Jesús, se arrodilló a su lado y le ofreció el lienzo, diciéndole: «Permite que limpie la cara de mi Señor.» Jesús cogió el paño con su mano izquierda, enjugó con él su cara ensangrentada y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa y se levantó. La niña tendió tímidamente la jarrita de vino hacia Jesús, pero los soldados no permitieron que bebiera. Lo inesperado del valiente gesto de Verónica había sorprendido a los guardias, y provocado una momentánea e involuntaria detención, que Verónica aprovechó para ofrecer el lienzo a su Divino Señor. Los fariseos y los alguaciles, irritados por esta parada y, sobre todo, por este testimonio público de veneración que se había rendido a Jesús, pegaron y maltrataron a Nuestro Señor, mientras Verónica entraba corriendo en su casa.

En cuanto estuvo dentro, extendió el lienzo sobre la mesa que tenía delante y cayó de rodillas casi sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado, llorando. Una amiga que fue a visitarla la halló así, junto al lienzo extendido, y vio que la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada en él en todos sus detalles. Se quedó atónita, hizo volver en sí a Verónica y le mostró el lienzo, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: «Ahora puedo morir feliz, pues el Señor me ha dado un recuerdo de sí mismo.» Este paño era de tela fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre llevar un lienzo semejante al socorrer a los afligidos y a los enfermos, y limpiarles la cara con él en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el lienzo en la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Santísima Virgen, y luego para la Iglesia, por medio de los apóstoles.

 

CUARTA Y QUINTA CAÍDAS DE JESÚS

Las llorosas hijas de Jerusalén

La comitiva estaba todavía a cierta distancia de la puerta situada en la dirección sudoeste. Para llegar a ella, hay que pasar bajo una bóveda, por encima de un puente y por debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se dirige hacia el sur y rodea el monte de Sión. Al acercarse a la puerta los brutales esbirros empujaron a Jesús dentro de un lodazal. Simón el Cireneo, en su intento de evitar el lodazal, ladeó la cruz, causando la cuarta caída de Jesús, esta vez en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible: «¡Ah, Jerusalén, cuánto te he amado!, he querido reunir a tus hijos como la gallina cobija a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas tan cruelmente fuera de tus puertas.» Al oír estas palabras, los fariseos lo insultaron de nuevo, le pegaron y lo arrastraron para sacarlo del lodo. Simón el Cireneo se indignó tanto al ver esta crueldad, que exclamó: «Si no cesáis vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis a mí también.» Al traspasar la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al monte Calvario. El camino principal, del cual se aparta aquél, se divide en tres a cierta distancia; el uno tuerce a la izquierda y conduce a Belén por el valle de Sión; el otro se dirige al occidente y llega hasta Emaús y Jope; el tercero rodea el Calvario y finaliza en la puerta del Ángulo, que conduce a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén. Habían puesto, en el lugar donde comienza el camino al Calvario, una tabla anunciando la muerte de Jesús y de los dos ladrones. Cerca de ese punto había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén con sus niños en brazos, que habían ido delante de la comitiva; otras habían venido para la Pascua, de Belén, de Hebrón y de los lugares vecinos. Jesús desfalleció pero no cayó al suelo porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y lo sostuvo. Ésta es la quinta caída de Jesús bajo el peso de la cruz. Cuando las mujeres vieron su cara tan desfigurada y tan llena de heridas comenzaron a lamentarse y a llorar y, según la costumbre de los judíos, le acercaban sus ropas para que se limpiara el rostro con ellas. Jesús se volvió hacia las mujeres y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: «Felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar.» Entonces empezarán a decir a los montes: «Caed sobre nosotros»; y a las alturas: «Cubridnos, pues; si así se trata la madera verde, ¿qué será con la seca?».» Después les dirigió unas palabras de consuelo que he olvi­dado. Y allí se pararon durante un momento. Los que llevaban los instrumentos del suplicio, se adelantaron hacia el monte Calvario acompañados por cien soldados romanos de la escolta de Pilatos. Éste les seguía de lejos, pero al llegar a la puerta se volvió a la ciudad.

 

SEXTA Y SÉPTIMA CAÍDAS DE JESÚS

Jesús en el Gólgota

Se pusieron en marcha; Jesús, encorvado bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho esfuerzo el duro camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario, en el lugar en donde el sendero tuerce hacia el sur, se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Lo empujaron y le pegaron más brutalmente que nunca y llegó luego a la roca del Calvario, donde cayó por séptima vez. Simón el Cireneo, también muy cansado, estaba lleno de indignación y de piedad. Pese a su fatiga, hubiera querido seguir ayudando a Jesús, pero los esbirros lo echaron. Poco tiempo después se unió a los discípulos de Jesús. Echaron también toda la gente ociosa que había ido. Los fariseos, a caballo, habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario; desde esa altura se podía ver por encima de los muros de la ciudad. El llano que había en la elevación, que era el sitio del suplicio, tenía forma circular y estaba rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Éste es al parecer un número usual en muchos sitios del país; hay cinco caminos hasta los baños, hasta donde se bautiza, hasta la piscina de Betesda; muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación profética, a causa de las cinco llagas del Salvador, que abren las cinco puertas del Cielo.

Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura, en el lado occidental de la montaña, donde la pendiente es suave. La vertiente por donde se conduce a los condenados es, en cambio, áspera y ardua. Los cien soldados romanos se hallaban dispersos acá y allá. Algunos estaban con los dos ladrones, que no habían sido conducidos al llano para dejar el lugar libre, pero a quienes habían dejado recostar en el suelo un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos transversales de sus cruces. Los soldados los vigilaban mientras mucha gente, la mayor parte de clase baja, extranjeros, esclavos, paganos, muchas mujeres y todas las personas que no temían contaminarse, rodeaban el llano o permanecían sobre las elevaciones próximas.

Eran las doce menos cuarto cuando Nuestro Señor, llevando su cruz, tuvo la última caída y llegó al preciso lugar donde iba a ser crucificado. Los bárbaros tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los diferentes trozos de la cruz y los colocaron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo representaba el Salvador allí, de pie en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan destrozado, tan ensangrentado! Los esbirros lo tiraron al suelo para medirlo, y se burlaban de Él diciéndole: «Rey de los judíos, deja que construyamos tu trono.» Pero Él mismo se colocó sobre la cruz donde le tomaron la medida para los soportes de pies y manos; después lo condujeron unos setenta pasos al norte, a una especie de hoyo abierto en la roca que parecía un silo. Lo empujaron dentro tan brutalmente, que se hubiera roto las piernas contra la piedra si los ángeles no lo hubieran socorrido. Le oí gemir de dolor de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas fuera, mientras los esbirros continuaban sus preparativos para la crucifixión. En medio del llano circular se hallaba el punto más elevado del Calvario; era un montículo redondeado, de dos pies de altura al que se subía por unos escalones. Los esbirros cavaron en él tres agujeros para clavar las tres cruces y pusieron a derecha e izquierda las de los dos ladrones, excepto las piezas transversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y que fueron fijadas después sobre la pieza principal. Situaron la cruz de Jesús en el sitio donde debían colocarla, de modo que luego pudieran levantarla sin dificultad y dejarla caer dentro del agujero. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para sostener los pies, horadaron la madera para meter los clavos y colgar la inscripción, hicieron incisiones para la cabeza y la espalda de Nuestro Señor, a fin de que todo su cuerpo fuese sostenido por la cruz y no colgado, y que todo el peso no pendiera de las manos, ya que entonces podrían abrirse, y llegar la muerte más rápido de lo deseado. Clavaron estacas en la tierra y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz, e hicieron, en fin, otros preparativos similares.

 

MARÍA Y LAS SANTAS MUJERES VAN AL CALVARIO

Después de su doloroso encuentro con Jesús portando la cruz, la afligida Madre fue recogida sin conocimiento por Juan y las santas mujeres. Acompañada por ellos, fue a casa de Lázaro, cerca de la puerta del Ángulo, donde estaban reunidas Marta, Magdalena y muchas otras santas mujeres. Unas diecisiete abandonaron la casa para acompañar a Jesús en el camino de la Pasión, es decir, para seguir cada paso que El hubiera dado en su penoso avance. Las vi, cubiertas con sus velos, en la plaza, sin hacer caso de los insultos del pueblo, besar el suelo en donde Jesús había cargado con la cruz y seguir el camino que Él había seguido. María buscaba las huellas de sus pasos e, interiormente iluminada, mostraba a sus compañeras los lugares consagrados por algún particular padecimiento. De este modo la devoción más sentida de la Iglesia fue grabada por la primera vez en el corazón maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón; pasó de su boca sagrada a sus compañeras y de éstas hasta nosotros. Así la tradición de la Iglesia se perpetúa del corazón de la Madre al corazón de los hijos.

Cuando estas santas mujeres llegaron a la altura de la casa de Verónica, entraron en ella porque Pilatos y sus oficiales cruzaban en ese momento la calle y no querían tropezarse con ellos. Al ver allí las santas mujeres la cara de Jesús estampada en el lienzo lloraron y dieron gracias a Dios por ese don que había hecho a su fiel sierva. Cogieron la jarrita de vino aromatizado que no habían dejado beber a Jesús y se dirigieron todas juntas hacia el monte de Gólgota. Su número se iba incrementando con muchas personas de buena voluntad, entre ellas cierto número de hombres. Subieron al Calvario por la vertiente occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan se acercaron hasta el llano circular. Marta, María de Helí, la hermana mayor de la Virgen, Verónica, Juana Cusa, Susana y María, la madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba transida de dolor. Más abajo de la montaña había un tercer grupo de santas mujeres, y unas pocas que llevaban mensajes de un grupo al otro. Los fariseos a caballo iban y venían por los alrededores de la llanura, y en los cinco accesos había soldados romanos. ¡Qué espectáculo para María el ver en este sitio del suplicio los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos medio desnudos y casi borrachos llevando a cabo sus horrendos preparativos con mil imprecaciones! La ausencia de Jesús aumentaba su martirio; sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo y temblaba al pensar en los tormentos a que le vería expuesto.

Desde las diez de la mañana, la hora en que la sentencia fue pronunciada, fue cayendo granizo a intervalos, después el cielo se serenó; pero, de las doce en adelante, una niebla rojiza oscureció el sol.

 

JESÚS CRUCIFICADO Y REFRESCADO CON VINAGRE

Cuatro esbirros fueron a buscar a Jesús al silo donde lo habían encerrado, lo trataron con su habitual brutalidad, llenándolo de ultrajes en los últimos pasos que le quedaban por dar; luego lo arrastraron sobre el montículo. Cuando las santas mujeres lo vieron, dieron dinero a un hombre para que comprara de los verdugos el permiso de dar de beber a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Pero los miserables se lo negaron, y se bebieron en cambio ellos el vino. Los esbirros llevaban consigo dos vasijas, una con vinagre y hiel, la otra con una bebida que parecía vino mezclado con mirra y absenta; presentaron esta última bebida al Señor, pero Jesús, tras mojar sus labios con ella, no bebió. Había dieciocho esbirros sobre la elevación. Los seis que habían azotado a Jesús, los cuatro que lo habían conducido, dos que habían sostenido las cuerdas atadas a la cruz y seis que debían crucificarlo. Eran extranjeros mercenarios pagados por judíos y romanos. Eran hombres de poca estatura pero robustos, y sus caras feroces, junto a sus cabellos crespos, los asemejaban más a animales que a personas.

Esta escena era tanto más espantosa para mí en cuanto que veía por todas partes horribles espíritus malignos bajo formas diversas; como serpientes, sapos, etc. Veía con frecuencia sobre Jesús figuras de ángeles llorando, también veía ángeles compasivos que consolaban a la Santísima Virgen y a los amigos de Jesús.

 

JESÚS CLAVADO EN LA CRUZ

Los esbirros despojaron a Nuestro Señor de su capa, del cinturón con el cual lo habían arrastrado y de su propio cinto. Le quitaron después la sobrevesta de lana blanca y, como no podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, le arrancaron sin miramientos esta corona de la cabeza, abriendo de nuevo todas sus heridas. No le quedaba más que su escapulario corto de lana sobre los hombros y un lienzo alrededor de los riñones. El escapulario se había pegado a sus heridas abiertas y sufrió dolores indecibles cuando se lo quitaron. El Hijo del Hombre temblaba, estaba cubierto de llagas, sus hombros y sus espaldas estaban desgarrados hasta los huesos. Le hicieron sentarse sobre una piedra y le colocaron otra vez la corona sobre la cabeza.

En ese momento le arrancaron también el lienzo que llevaba ceñido a la cintura, con lo que dejaron al Salvador desnudo ante todos ellos, gente pervertida. Le ofrecieron de beber en un vaso vinagre con hiel, pero Él, sin decir nada, volvió la cabeza y no lo tomó. Pero cuando le cogieron otra vez agarrándole de los brazos, destapando así la desnudez que Él intentaba cubrir, se oyó el murmullo y la protesta de los amigos de Jesús. La Madre rezaba fervorosamente y quería quitarse el velo para dárselo a Él, pero en este momento un hombre llegó corriendo, se abrió paso entre los esbirros y ofreció a Jesús un lienzo, que éste aceptó agradecido y con el que se cubrió. Este hombre, llamado por las oraciones de la Santísima Virgen, sólo dijo: «¿Ni siquiera vais a dejar que se cubra?», y desapareció tan precipitadamente como había aparecido. Era Jonadab, un sobrino de san José. No era un seguidor de Jesús, pero era un hombre honesto. Ya se sintió muy irritado cuando vio que Jesús había sido desnudado para la flagelación y, mientras subían hacia el Calvario, él estaba en el Templo, pero las oraciones de la Santísima Virgen le dieron una revelación interior, y fue hacia allí a prestar este servicio a Jesús.

A continuación, tumbaron a Jesús sobre la cruz y extendiendo su brazo derecho sobre el madero derecho de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre el pecho sagrado, otro le abrió la mano, un tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido suave y claro salió del pecho de Jesús, su sangre salpicó los brazos de sus verdugos. Los clavos eran muy largos, la cabeza chata y del ancho de una moneda; tenían tres caras, eran del grueso de un dedo pulgar; la punta sobresalía por detrás de la cruz. Después de haber clavado la mano derecha de Nuestro Señor, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto. Entonces ataron una cuerda al brazo izquierdo de Jesús y tiraron de él con toda la fuerza hasta lograr que la mano coincidiera con el agujero. Esta brutal dislocación de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantó y sus piernas se contrajeron. Los esbirros se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo y hundieron otro clavo en la mano izquierda: los gemidos se oían en medio de los martillazos, pero no despertaron en los verdugos ninguna piedad. Los brazos de Jesús, extendidos, llegaban a cubrir completamente los brazos de la cruz. La Santísima Virgen sentía en sí misma cada insulto y cada nuevo tormento infligido a su Hijo. Estaba pálida como un cadáver y los gemidos no cesaban de salir de su pecho. Los fariseos se burlaron de ella y la increparon. Magdalena estaba fuera de sí. Se despedazaba la cara: sus ojos y sus carrillos estaban sangrientos. Los discípulos llevaron al grupo de mujeres un poco más lejos.

Los esbirros habían clavado en la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para evitar que los huesos de los pies se rompieran al sostenerlo. Habían hecho ya un agujero para el clavo de los pies y vaciado un poco la madera para encajar los talones. Todo el cuerpo de Jesús se había contraído hacia la parte superior de la cruz por la violenta tensión que soportaban los brazos y sus rodillas se habían doblado. Los verdugos le extendieron las piernas de nuevo y se las ataron con cuerdas a la cruz, pero los pies no llegaban al pedazo de madera que habían colocado para sostenerlos. Entonces, llenos de furia, los unos querían hacer nuevos agujeros para los clavos de las manos, y así bajar el cuerpo, pues era difícil mover el pedazo de madera más arriba, mientras otros lanzaban imprecaciones contra Jesús. «No quiere estirarse, pero nosotros vamos a ayudarle.» Entonces ataron una cuerda a su pie derecho y tiraron de él tan violentamente que lograron hacerlo llegar hasta el pedazo de madera. La dislocación fue tan espantosa que se oyó crujir el pecho de Jesús, y Él exclamó: «Dios mío, Dios mío.» Habían atado su pecho y sus brazos al madero para que el peso del cuerpo no arrancara las manos de los clavos. El padecimiento era insoportable. Ataron después el pie izquierdo sobre el derecho y lo taladraron aparte porque no coincidía con el otro y no podían clavarlos juntos. Cogieron un clavo más largo que los de las manos y lo clavaron con el martillo atravesando los pies y el pedazo de madera hasta el mástil de la cruz. Esta operación fue más dolorosa que todo lo demás, a causa de la dislocación antinatural de todo el cuerpo. Conté hasta treinta y seis martillazos. Durante toda la crucifixión, Nuestro Señor no dejaba de rezar; entre gemidos, repetía pasajes de los salmos que lo confortaban, y de los profetas, cuyas predicciones estaba cumpliendo; no había cesado de orar así en todo el camino del Calvario y lo hizo hasta su muerte. Yo oí y repetí con él todos estos pasajes, hasta que la inmensidad de mi pena me impidió seguir. Cuando hubieron acabado de clavar a Jesús en la cruz, el comandante de los soldados romanos ordenó que la tabla con las palabras de Pilatos fuera clavada a su vez arriba de todo de la cruz.

La Santa Virgen se había acercado a la escena sangrienta y cuando clavaron los pies de Jesús y ella oyó el estirar y crujir de sus huesos y sus gemidos, se desmayó y cayó en los brazos de sus compañeras. La gente se alborotó a su alrededor y los fariseos se burlaron de ella y de las santas mujeres que la atendían; unos cuantos discípulos la llevaron al sitio apartado donde estaba antes. Mientras duró la crucifixión estuvieron oyendo gritos de dolor y compasión entre las mujeres y voces que decían: «¿Por qué no se abre la tierra y devora su iniquidad?, ¿por qué no cae fuego del cielo y fulmina a los malhechores?»

El sol indicaba que eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, en el Templo resonaban las trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.

 

EL ALZAMIENTO DE LA CRUZ

Durante la crucifixión, algunos de los esbirros seguían todavía excavando el agujero en el cual iría encajada la cruz, porque la piedra allí era muy dura. En cuanto Nuestro Señor estuvo clavado a los maderos, los esbirros ataron cuerdas a la parte superior de la cruz pasándolas por una anilla fijada en la parte posterior de la cruz, y con ellas unos alzaron la cruz, mientras otros la sostenían y otros empujaban el pie hasta el hoyo, en donde se hundió con todo su peso y un estremecimiento espantoso. Jesús dio un grito de dolor a causa de la sacudida, sus heridas se abrieron, su sangre corrió abundantemente y sus huesos dislocados chocaban unos con otros. Los verdugos, para asegurar el mástil lo fijaron, clavando alrededor cinco cuñas.

Fue un espectáculo horrible y a la vez conmovedor ver alzarse la cruz en medio de los gritos insultantes de los verdugos, de los fariseos, del pueblo que miraba desde lejos todo el proceso, el instrumento del suplicio vacilando un instante sobre su base y hundiéndose luego, temblando, en la tierra. El aire resonó al mismo tiempo con las exclamaciones piadosas y los llantos de las personas más santas del mundo. María, Juan y las santas mujeres; también todos aquellos que tenían el corazón puro, saludaron con un lamento de dolor al Verbo encarnado exaltado sobre la cruz. Manos vacilantes se elevaron intentando socorrerlo. Cuando la cruz se hundió en el hoyo de la roca con gran estrépito, hubo un momento de silencio solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y desconocida hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al sentir el golpe de la cruz hundiéndose en la tierra y redobló sus esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría llena de esperanzas, para ellas era el sonido triunfante que los aproximaba a las puertas de la redención. La sagrada cruz se elevaba por vez primera en la tierra, como un nuevo árbol de la vida, y de las heridas de Jesús corrían sobre la tierra cinco ríos sagrados para fertilizarla y hacer de ella el nuevo paraíso del nuevo Adán.

Cuando la cruz quedó fijada en su enclave, los pies de Jesús quedaban lo bastante cerca del suelo como para que sus amigos pudieran abrazarlos y besarlos. La cara de Nuestro Señor estaba vuelta hacia el noroeste.

 

LA CRUCIFIXIÓN DE LOS LADRONES

Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardias que los vigilaban. Eran acusados de haber asesinado a una mujer judía que, con sus hijos iba de Jerusalén a Jopa. Los habían cogido en un palacio en el que Pilatos residía algunas veces, cuando iba de maniobras con sus tropas. Habían pasado mucho tiempo en prisión antes de su condena. El ladrón de la izquierda era más mayor. Era un gran criminal, el maestro y corruptor del otro. Se los solía llamar algo así como Dimas y Gesmas, pero yo he olvidado sus verdaderos nombres; llamaré, pues, al bueno Dimas y al malo Gesmas. Los dos formaban parte de la banda de ladrones establecidos en la frontera de Egipto, y en uno de sus refugios vacíos se había hospedado una noche la Sagrada Familia en su huida a Egipto con el niño Jesús. Dimas era aquel niño leproso que su madre, por consejo de María, lavó en el agua donde se había bañado el niño Jesús y que se curó al instante. Las atenciones de su madre para con la Sagrada Familia fueron recompensados con esta curación, símbolo de la sangre que Nuestro Señor iba a derramar por él en la cruz. Dimas no conocía a Jesús, mas como su corazón no era muy malo, se conmovió al ver su extremada paciencia.

En cuanto clavaron la cruz de Jesús en tierra, los esbirros fueron a decirles que era su turno, y los desataron de las piezas transversales, pues el sol empezaba a oscurecerse y en toda la Naturaleza había un movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos cruces ya plantadas y fijaron en ellas las piezas transversales. Después de haberles dado a beber vinagre con mirra, les pasaron cuerdas debajo de los brazos y los levantaron con ellas en el aire, apoyando los pies en escalones. Les ataron los brazos a los de la cruz con cuerdas hechas de fibra de árbol, los ataron por las muñecas, los codos, las rodillas y los pies, y apretaron tan fuerte que se les dislocaron las coyunturas y abrió la carne, y de allí brotó sangre. Dieron gritos terribles y el buen ladrón dijo cuando le subían: «Si nos hubieseis clavado como al pobre Galileo os habríais ahorrado la molestia de tener que levantarnos así.»

 

LOS VERDUGOS SE REPARTEN LAS VESTIDURAS DE JESÚS

Mientras tanto, los verdugos habían hecho varios montones con trozos de los vestidos de Jesús, e iban a repartírselos. Partieron su capa y su túnica blanca, también el lienzo que llevaba alrededor del cuello, la cintura y el escapulario. No pudiendo saber a quién le tocaría la túnica de lana sin costuras que servía para nada, trajeron una mesita con números, sacaron unos dados con dibujos y la sortearon. Pero un criado de Nicodemo y de José de Arimatea vino a decirles que había gente dispuesta a comprar los vestidos de Jesús; entonces los juntaron todos y los vendieron, y así se conservaron estos preciosos despojos.

 

JESÚS CRUCIFICADO. LOS DOS LADRONES

El golpe terrible de la cruz al hundirse en la tierra, sacudió violentamente todo el cuerpo de Jesús, desde la cabeza, coronada de espinas hasta los pies. Eso lo hizo sangrar en abundancia por todas sus heridas. Los verdugos apoyaron escaleras en la cruz y ajustaron las cuerdas con que habían atado al Salvador, para que no se desgarrasen los pies y manos sujetos con clavos a causa de su peso. La sangre brotaba con fuerza de sus heridas, y era tal el padecimiento indecible de Jesús, que inclinó la cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto unos minutos. Entonces hubo un rato de silencio; los verdugos estaban ocupados en repartirse los vestidos de Jesús. El sonido de las trompetas del Templo se perdía en el aire y todos los presentes estaban sumidos en el desaliento, en la rabia o en el dolor. Yo miraba a Jesús con compasión y espanto; lo veía inmóvil, casi sin vida; yo misma creí morir. Me hallaba en la más profunda oscuridad donde no veía más que a mi Esposo clavado en la cruz. Su cabeza, con la terrible corona y con la sangre que llenaba sus ojos, su boca entreabierta, y empapaba sus cabellos y su barba, estaba inclinada sobre el pecho; tenía la carne completamente desgarrada, sus hombros, sus codos, sus muñecas estirados hasta ser dislocados, la sangre de sus manos corría por sus brazos, su pecho levantado formaba por debajo una cavidad profunda. Sus piernas, como sus brazos, sus miembros, sus músculos, su piel toda, habían sido estirados a tal extremo que se podían contar sus huesos; la sangre goteaba de sus pies sobre la tierra, todo su cuerpo estaba cubierto de heridas y llagas, de manchas negras, azules y amarillas; sus heridas se habían abierto a causa de la tensión, y el preciado líquido de su sangre se estaba volviendo cada vez más claro de color y de la consistencia del agua; su cuerpo sagrado estaba cada vez más blanco. A pesar de las horribles heridas que lo cubrían, el cuerpo de Jesús se veía indescriptiblemente noble y venerable. El Hijo de Dios seguía transmitiendo su bondad, el inmenso amor que lo había llevado a sacrificarse por toda la humanidad.

El color de la piel de Jesús, como el de María, era delicado, con una ligera tonalidad rosada. Por las muchas caminatas y los viajes en los últimos tres años su cara se había ido volviendo morena. Jesús era de tórax amplio pero no era velludo, como Juan el Bautista, que lo tenía cubierto de un pelo rojizo. Sus hombros eran anchos, sus brazos robustos, sus muslos nervudos, sus rodillas fuertes y endurecidas como las del hombre que ha viajado mucho, los muslos largos y las pantorrillas musculosas, sus pies eran de bella forma y sólidamente construidos, sus manos eran hermosas, de dedos largos y finos y, sin ser delicadas, no eran como las de un hombre que las emplea en trabajos penosos. Su cuello no era corto, pero sí robusto, su cabeza, hermosamente proporcionada, de frente alta y ancha, y un rostro de óvalo puro; el cabello era color de cobre oscuro, no era muy espeso, y quedaba abierto naturalmente en lo alto de la frente para luego caer sobre sus hombros; llevaba una barba corta y acabada en punta. Ahora sus cabellos estaban arrancados y llenos de sangre, su cuerpo era todo él una llaga y todos sus miembros estaban quebrantados.

Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había espacio suficiente como para que pudiese pasar un hombre a caballo; las de Dimas y Gesmas estaban clavadas un poco más abajo y ligeramente vueltas hacia la de Jesús. Los ladrones sobre sus cruces presentaban un horrible espectáculo, sobre todo el de la izquierda, que tenía siempre en la boca injurias e imprecaciones. Las cuerdas con que estaban atados les hacían sufrir mucho. Sus caras estaban lívidas, los ojos se les salían de las órbitas.

 

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Selpucro de Jesus en la Basilica del Santo Sepulcro

PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ

Tras haber crucificado a los dos ladrones y repartirse los vestidos de Jesús, los verdugos, lanzando nuevas maldiciones contra Nuestro Señor, recogieron sus herramientas y se retiraron. Los fariseos pasaron a caballo delante de Jesús llenándolo de injurias y se fueron también. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta. Éstos eran conducidos por Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe, que se llamaba Casio y recibió después el nombre de Longino, llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Acudieron también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, entre ellos, los que habían pedido inútilmente a Pilatos que cambiase la inscripción de la tabla de la cruz, y cuya rabia se había incrementado con la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al llano a caballo e hicieron apartar a la Santísima Virgen, que Juan acompañó junto a las otras mujeres. Cuando pasaron delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: «Tú, que ibas a destruir el Templo y levantarlo de nuevo en tres días, tú que has salvado a otros, según dicen, ¿no puedes salvarte a ti mismo? ¡Si eres el Hijo de Dios, el Cristo, baja de la cruz!» Los soldados se unieron a las burlas: «Sí, si es el rey de Israel, que baje de la cruz y también nosotros creeremos en Él.»

Jesús parecía a punto de expirar, perdía el conocimiento. Viéndolo así, Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: «El demonio que lo poseía le ha abandonado.» Un soldado puso en la punta de un palo una esponja empapada en vinagre y la acercó a los labios de Jesús, que pareció beber el líquido. El soldado le decía: «Si eres el rey de los judíos, sálvate, baja de la cruz.» Todo esto pasaba mientras la primera tropa era relevada por la de Abenadar. En ese momento, Jesús levantó un poco la cabeza y dijo: «Padre mío, perdónales, pues no saben lo que hacen.» Gesmas le gritó: «Tú, si eres el Cristo, sálvate y sálvanos.» Dimas, el buen ladrón, se sintió conmovido al oír que Jesús rogaba por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María de Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una iluminación interior. Reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez y dijo en voz clara y fuerte: «¿Cómo podéis injuriarlo cuando está rogando por vosotros? No ha dicho una palabra, ha sufrido pacientemente todas vuestras vejaciones; es un profeta, es nuestro rey, es verdaderamente el Hijo de Dios.» Al oír esta reprensión de boca de un miserable asesino, se elevó un gran tumulto en medio de los presentes, que cogieron piedras para tirárselas, pero el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto, la Santísima Virgen se sintió fortificada por la oración de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús: «¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosotros lo merecemos justamente, recibimos el castigo por nuestros crímenes, pero este hombre no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora y conviértete.» Estaba iluminado y tocado de la gracia divina; confesó sus culpas a Jesús, diciendo: «Señor, si me condenas será con justicia, pero ten misericordia de mí.» Jesús le dijo: «Tus pecados te son perdonados», y Dimas, con perfecta convicción, dio las gracias a Jesús por el inmenso don que le había concedido. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos minutos después de que la cruz fuera alzada, y pronto iba a haber un gran cambio en el alma de los espectadores, mientras el buen ladrón estaba hablando, a causa de los signos que empezaron a verse en la Naturaleza.

 

EL SOL SE OSCURECE

Segunda y tercera palabras de Jesús en la cruz

Desde que Pilatos pronunció la sentencia, el cielo, hasta aquel momento despejado, había ido cubriéndose de nubes, pero a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, el sol se apagó de repente. Yo vi cómo sucedió, pero no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra; desde allí vi las divisiones del cielo y el camino de las estrellas, que se cruzaban de un modo maravilloso, y en seguida me hallé en Jerusalén. La luna apareció llena y pálida sobre el monte de los Olivos, y fue avanzando rápidamente hacia el sol. De repente, de la derecha del sol vi aparecer un cuerpo oscuro similar a una montaña y que, colocándose ante él, lo cubrió por completo. El centro de este cuerpo era de un naranja oscuro y estaba rodeado de un círculo de fuego semejante a un anillo de hierro candente. El cielo se volvió negro y las estrellas aparecieron en él despidiendo una luz ensangrentada. El terror general se apoderó de los hombres y de los animales; los que injuriaban a Jesús callaron. Muchas personas se daban golpes en el pecho, diciendo: «Que su sangre caiga sobre sus asesinos.» Muchos, cerca y lejos, se arrodillaron pidiendo perdón y Jesús, en medio de sus dolores, los miró compasivo. Cuando las tinieblas aumentaron, todos los más queridos amigos del Salvador, excepto María, se alejaron aterrorizados de la cruz. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús y, con una humilde esperanza, le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.» Jesús le respondió: «En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.»

La Madre de Jesús, Magdalena, María de Cleofás y Juan permanecían junto a la cruz de Nuestro Señor, sin apartar la vista de Él. María le pedía interiormente que la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable y, volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: «Mujer, éste es tu hijo.» Después dijo a Juan: «Ésta es tu madre.» Juan, al pie de la cruz del Redentor moribundo, abrazó, transido de dolor, a la Madre de Jesús, que ahora era la suya. La Santísima Virgen se sintió tan ahogada de dolor al oír estas últimas disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en brazos de las santas mujeres, que la llevaron a alguna distancia de la cruz.

Yo no sé si oí realmente estas palabras dichas por Jesús a Juan y a su Madre o sólo en mi interior, pero supe que, al darle Nuestro Señor a Juan a la Santísima Virgen como Madre, estaba entregándonosla también a todos los que creemos en Él.

Eran poco más o menos la una y media y fui transportada a la ciudad de Jerusalén para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa y los hom­bres andaban a tientas. Muchos estaban tendidos por el suelo, con la cabeza descubierta, gimiendo y dándose golpes en el pecho; otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban, hasta los animales aullaban y se escondían. Las aves volaban bajo y caían al suelo muertas. Vi que Pilatos fue a visitar a Herodes; estaban ambos muy agitados y miraban a su alrededor desde la misma terraza donde, por la mañana, Pilatos había visto a Jesús entregado a los ultrajes del pueblo. «Esto no es natural —decía Pilatos—, es la cólera de los dioses por la crueldad con que se ha tratado a Jesús.» Después los vi ir al palacio atravesando la plaza. Caminaban de prisa y estaban rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gábbata, donde había condenado a Jesús. En la plaza no había nadie, algunas personas entraban corriendo en sus casas. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó llamar a su palacio a los judíos más ancianos y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas. Les dijo, muy asustado, que eran un presagio espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos porque habían perseguido a muerte al Galileo, que era en verdad su profeta y su rey; que él se había lavado las manos, que él era inocente de esta muerte, etc. Pero los ancianos persistieron en su dureza de corazón y atribuyeron todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural, y ni siquiera así se convirtieron. Sin embargo, mucha gente y entre ellos todos los soldados que en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos habían caído fulminados por el ataque, se convirtieron. La multitud se iba agrupando delante de la casa de Pilatos y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!», ahora gritaban: «¡Muera el juez inicuo! ¡Que la sangre del inocente caiga sobre sus verdugos!» Pilatos estaba muy asustado, mandó reforzar la guardia e intentó hacer recaer toda la culpa sobre los judíos. El terror y la angustia llegaban a su colmo en el Templo; estaban a punto de sacrificar el cordero pascual cuando las tinieblas se abatieron de repente sobre ellos. La agitación y el espanto les hacía dar alaridos. Los sacerdotes se esforzaron por mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas, pero el desorden aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse; la oscuridad iba en aumento.

Sobre el Gólgota las tinieblas produjeron una terrible consternación. Cuando el sol empezó a ocultarse, los gritos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos, las idas y venidas de los soldados la marcha tumultuosa de los verdugos borrachos habían ido disminuyendo. Pero conforme las tinieblas se hacían más densas los presentes estaban más sobrecogidos y se alejaban más de la cruz. Fue entonces cuando Jesús dijo sus palabras a su Madre y a Juan, y María fue llevada desmayada a cierta distancia. Tras eso, hubo un instante de silencio solemne. Algunos miraban al cielo, la conciencia de otros se despertaba y volvían los ojos hacia la cruz llenos de arrepentimiento, y se daban golpes de pecho. Los que tenían estos sentimientos se juntaron. Los fariseos, aunque tan aterrorizados como los demás, intentaban explicarlo todo con razones naturales, pero cada vez iban hablando más bajo y acabaron por callarse. El disco del sol era de un naranja oscuro, como las montañas miradas a la claridad de la luna, estaba rodeado de un círculo de fuego y las estrellas brillaban con una luz ensangrentada. Los pájaros caían al suelo, muertos de terror, las bestias temblaban y los caballos de los fariseos se apretaban estrechamente unos con otros, agachando la cabeza. Las tinieblas lo penetraron todo.

 

JESÚS SE QUEDA SOLO. SU CUARTA PALABRA EN LA CRUZ.

El silencio reinaba en torno a la cruz. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono.

Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el cáliz de su sacrificio por su redención. Yo vi a mi esposo sufrir como un hombre afligido lleno de angustia, abandonado de toda consolación divina y humana, y, obligado, sin ayuda ni esperanza, a atravesar solo la tormenta de la tribulación. Sus sufrimientos eran inexpresables, y por ellos nos fue concedida la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todos los afectos que nos unen a este mundo y esta vida terrestre se rompen y al mismo tiempo el sentimiento de la ira nos obnubila; nosotros no podríamos salir victoriosos de esta prueba, de no ser uniendo por medio de la gracia divina. Desde el sacrificio de Jesús ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación ante la cercanía de la muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

Hacia las tres, Jesús lanzó un grito: «Elí, Elí, lamina sabachtani?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!» El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz; los fariseos se volvieron hacia Él y uno dijo: «Llama a Elías.» Otro: «Veremos si Elías vendrá a socorrerlo.» Cuando María oyó la voz de su Divino Hijo nada pudo detenerla. Se acercó otra vez al pie de la cruz con Juan, María de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta notables de Judea y de los contornos de Jopa, pasaban por allí en dirección a la fiesta y, cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores de la Naturaleza, exclamaron llenos de horror: «¡Maldita sea esta ciudad! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, merecería ser quemada por haber atraído sobre sí tanta iniquidad.» Estas palabras causaron una gran impresión en la gente. Hubo una explosión de murmullos y de gemidos y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Los allí presentes se dividieron en dos partidos. Los unos lloraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos hablaban en tono menos arrogante, y temiendo una insurrección popular, se pusieron de acuerdo con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad e impedir que nadie entrara o saliera. Al mismo tiempo, enviaron un mensaje a Pilatos y a Herodes para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una revuelta. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden y también impedía los insultos contra Jesús para no irritar más al pueblo.

Poco después de las tres el cielo empezó a abrirse, la luna fue alejándose del sol, éste apareció despojado de sus rayos y envuelto en jirones de niebla roja; poco a poco comenzó a brillar de nuevo y las estrellas desaparecieron. Sin embargo, el cielo seguía cubierto. Los enemigos de Jesús fueron recobrando su arrogancia a medida que la luz volvía. Cuando dijeron: «Llama a Elías», Abenadar los mandó callar.

 

LA MUERTE DE JESÚS. QUINTA, SEXTA Y SÉPTIMA PALABRAS DE JESÚS EN LA CRUZ

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo. Y como sus amigos lo rodeaban mirándolo apenados e impotentes, añadió: «¿No podríais haberme dado una gota de agua?»; y ellos comprendieron que les estaba diciendo que, mientras durasen las tinieblas, nadie se lo hubiera impedido. Juan, lleno de remordimientos, dijo: «¡Oh, Señor, te hemos olvidado!» Jesús añadió otras palabras cuyo sentido era éste: «Mis parientes y amigos debían olvidarme y no darme de beber, para que se cumpliera lo que está escrito.» Pero ese olvido lo afligía mucho. Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido.» Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Yo vi su alma, como una forma luminosa, penetrando en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz.

Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas. El caballo, abatido y triste mantenía la cabeza gacha, y Abenadar, cuya alma estaba trastornada, no recogió las riendas caídas. Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor. La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final. Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.

 

EL TEMBLOR DE TIERRA. APARICIÓN DE LOS MUERTOS EN JERUSALÉN

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz, con ella una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Estos ángeles echaban al gran abismo a una multitud de malos espíritus. Y oí que Jesús ordenó a muchas almas del limbo que volvieron a entrar en sus cuerpos mortales para atemorizar a los impenitentes y dieran testimonio de Su divinidad.

El temblor de tierra que quebró la roca del Calvario, causó estragos, sobre todo en Jerusalén y en Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el Templo al volver la luz del sol, cuando el temblor que agitó la tierra y el estrépito de los edificios al hundirse, causaron temores mucho mayores. Este terror se convirtió en pánico cuando la gente que huía llorando encontraban en el camino súbitas apariciones de muertos resucitados que los reconvenían y amenazaban en el lenguaje más severo.

En el Templo, el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes habían continuado el sacrificio del cordero pascual, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían haber triunfado con la vuelta de la luz. Mas, de pronto, la tierra tembló bajo sus pies, los edificios vecinos se derrumbaban y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. Al principio mi terror extremo los dejó unidos, pero luego se vieron sacudidos por los más incontrolables llantos y lamentaciones. Sin embargo, las ceremonias estaban tan reguladas, en el interior del Templo era todo tan pautado, las filas de sacerdotes, el sonido de los cánticos y de las trompetas, los movimientos de los fieles, que de momento no se consiguió controlar el desorden y turbación. Los sacrificios continuaron tranquilamente en algunas partes, mientras los sacerdotes los tranquilizaban. Pero la aparición de los muertos que se presentaban en el Templo lo echó todo abajo, y la gente huyó despavorida tan de prisa como pudo. En la ceremonia no quedó nadie, y el Templo fue abandonado como si hubiera sido manchado. Sin embargo, esto sucedió progresivamente, y mientras que una parte de los que estaban presentes corrían escaleras abajo del Templo, otros iban siendo contenidos por los sacerdotes o no eran todavía presa del pánico que los enloquecía. Se puede tener una idea de lo que pasaba, representándose un hormiguero, en el cual han echado una piedra. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continúa en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden durante algunos momentos. El Sumo Sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de ánimo. Gracias al diabólico endurecimiento de su corazón y la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que la confusión fuese general, y lograron que el pueblo no tomara esos terribles acontecimientos como un testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la torre Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que estallase un tumulto popular. Todo se convirtió en agitación e inquietud que cada uno llevó a su casa y que la habilidad de los fariseos había conseguido, con éxito, calmar en parte.

He aquí los hechos de los que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del Sanctasanctórum del Templo y entre las cuales estaba colgada una magnifícente cortina, se apartaron la una de la otra y el techo que sostenían se hundió rasgando la cortina con fuerte sonido de arriba abajo, y el Sanctasanctórum quedó así expuesto a los ojos de todos. Cerca de la celda donde solía rezar el viejo Simeón, cayó una gruesa piedra que hundió la bóveda. En el Sanctasanctórum se vio aparecer al Sumo Sacerdote Zacarías, muerto entre el Templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan el Bautista y de otros profetas. Los dos hijos del piadoso Sumo Sacerdote Simón el justo, se aparecieron cerca del gran púlpito y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que ahora se había cumplido. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con una voz tronante el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones que habían tenido lugar en un sitio al que sólo los sacerdotes tenían acceso, fueron negadas o calladas y se prohibió severamente hablar de ellas. Se oyó un gran ruido, las puertas del Sanctasanctórum se abrieron y una voz gritó: «Vayámonos de aquí.» Entonces vi ángeles alejándose de allí. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron también el Templo. Muertos resucitados se veían todavía andando por la ciudad. A una orden de los ángeles entraron finalmente en sus sepulcros. La cátedra del atrio se derrumbó. De treinta y dos fariseos que hacía poco habían vuelto del Calvario, muchos se habían convertido al pie de la cruz. Y en el Templo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pasando, hicieron duros reproches a Anás y Caifás, y dejaron la congregación. Anás había sido uno de los más acérrimos enemigos de Jesús, y había incitado al proceso contra Él, pero ahora, viendo todos esos acontecimientos sobrenaturales, estaba casi loco de espanto, y no sabía dónde esconderse. Caifás quiso confortarlo, pero fue en vano. La aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. Dijo que los causantes de todo habían sido los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el Templo manchados, y que todo eran sortilegios.

La misma confusión que en el Templo reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Los muertos caminaban por las calles, las casas se derrumbaban, así como también los escalones del Tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar, del atrio, donde Pedro había negado a Jesús. Cerca del palacio de Pilatos, se partió la piedra del sitio donde Jesús había sido mostrado al pueblo y parte de las murallas de la ciudad se derribaron. El supersticioso Pilatos estaba paralizado y mudo de terror, su palacio se tambaleaba sobre sus cimientos, y la tierra no cesaba de moverse bajo sus pies. El corría enloquecido de una habitación a otra. Creyó ver en los muertos que se le aparecían a los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más oculto de la casa para pedir socorro a sus ídolos. También Herodes estaba aterrorizado pero él se había encerrado y no quería ver a nadie. Un centenar de muertos de todas las épocas aparecieron en Jerusalén y en sus alrededores. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, destaparon sus rostros y anduvieron errantes por las calles sin tocar el suelo con los pies. Dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. En los lugares donde la sentencia de Jesús se había proclamado antes de ponerse en marcha la procesión para el Calvario, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús por los siglos de los siglos y condenación eterna para sus verdugos!» Delante del palacio de Pilatos exclamaron: «¡Juez inicuo!» Todo el mundo temblaba y huía; el terror era inmenso en toda la ciudad y cada cual se escondía donde podía. A las cuatro en punto los muertos volvieron a sus tumbas. Los sacrificios en el Templo habían sido así interrumpidos, la confusión reinaba por todas partes y pocas personas comieron esa noche el cordero pascual.

 

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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visión de la preparación de la Pascua a la Institución de la Eucaristía, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

El relato de la “Dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo” comienza con la Última Cena y concluye con la Resurrección. Narra la Pasión de Jesucristo a través de minuciosas descripciones concretas de personas, lugares y acontecimientos, por lo que resulta comprensible que este libro haya servido de inspiración para el director y actor Mel Gibson, a la hora de hacer su película «La Pasión de Cristo».

Cuenta el mismo Gibson que se encontraba rezando en su despacho tratando de ser iluminado sobre el guión de su película, cuando este libro de Ana Catalina se desprendió de la librería y cayó sobre su regazo, como una señal del cielo.

I. Preparación de la Pascua

Ayer tarde fue cuando tuvo lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por última vez los perfumes sobre Jesús.

Los discípulos habían preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua. Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Betania, él había preparado la comida de Jesús: por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa y decirle: «El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa». Después debían ser conducidos al Cenáculo, y ejecutar todas las disposiciones necesarias.

Yo vi los dos Apóstoles subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemo); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Elí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que pertenecía a Nicodemo y a José de Arimatea. Enseñó a los dos Apóstoles su posición y su distribución interior.

II. El Cenáculo

Sobre el lado meridional de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en el se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo. Yo he visto también al profeta Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza.

Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado.

Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemo y de José de Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua atraía a Jerusalén. Así el Señor lo había usado en la última Pascua.

El Cenáculo, propiamente, está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después de entrar en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas, para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de colgaduras.

La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres partes da al Cenáculo cierta similitud con el templo. En la última parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí.

En las salas laterales del Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las laterales.

III. Disposiciones para el tiempo pascual

Vi a Pedro y a Juan en Jerusalén entrar en una casa que pertenecía a Serafia (tal era el nombre de la que después fue llamada Verónica). Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, ella le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la Sagrada Eucaristía.

IV. El Cáliz de la santa Cena

El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso. Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado. Había sido vendido a un aficionado de antigüedades. Y comprado por Serafia había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana. El gran cáliz estaba puesto en una azafata, y alrededor había seis copas. Dentro de el había otro vaso pequeño, y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad.

El gran cáliz se ha quedado en la Iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efeso: pertenecían a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca.

V. Jesús va a Jerusalén

Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él.

Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones.

Había hecho milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía. Se despidió otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones.

Jesús y los nueve Apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén; anduvieron al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron; creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Betania y aquí.

Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la ceremonia estaban ya en el vestíbulo. En seguida se fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después.

VI. Última Pascua

Jesús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos: el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista.

Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre.

Los vasos y los instrumentos necesarios fueron preparados. Trajeron un cordero pequeñito, adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado.

El hijo de Simeón tenía la cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y le trajeron un ramo de hisopo que mojó en la sangre. En seguida fue a la puerta de la sala, tiñó de sangre los dos pilares y la cerradura, y fijó sobre la puerta el ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo.

Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo. Todas las puertas estaban cerradas mientras tanto.

El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo. Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás; se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe.

Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy de prisa, con ajos y yerbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra copa de vino; y Jesús decía: «Tomad este vino hasta que venga el reino de Dios». Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las sillas.

Al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y les dijo: «Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa». Había sólo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a Judas, sentado en frente,
que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo: «Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato que la mía», lo que significa: «Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan». No designó claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir lechuga. Jesús añadió: «El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido».

Los Apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: «Señor, ¿soy yo?», pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: «Señor, ¿quién es?». Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús se lo dijera con los labios: «Este a quien le doy el pan que he mojado». Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó afectuosamente a Judas, que preguntó también: «Señor, ¿soy yo?». Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Yo vi, durante la comida, una figura horrenda, sentada a sus pies, y que subía algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo que le había dicho Jesús; pero lo tranquilizó con los ojos.

VII. El lavatorio de los pies

Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus criados. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas.

Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo. Él se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras tanto, los Apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terrestre que estallaría en el último momento.

Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; en seguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo había puesto otro baño vacío.

Entró Jesús de un modo muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía, los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de humildad.

Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerlo por humildad, y le dijo: «Señor, ¿Vos lavarme los pies?». El Señor le respondió: «Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás mas tarde». Me pareció que le decía aparte: «Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores hasta el fin del mundo». Jesús lo mostró a los Apóstoles, diciendo: «Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar». Pedro le dijo: «Vos no me lavaréis jamás los pies». El Señor le respondió: «Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Entonces Pedro añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús respondió: «El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos». Estas palabras se dirigían a Judas. Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz.

Cuando Jesús lavó los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: «Judas, el Maestro te habla». Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: «Señor, ¡Dios me libre!». Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que serví a los otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con humildad los pies los unos a los otros; en seguida se puso sus vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían levantado para comer el cordero pascual.

VIII. Institución de la Sagrada Eucaristía

Por orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes asimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la tercera vacía.

Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo.

El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa.

Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los panes asimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado. Entonces bendijo el pan y los óleos, según yo creo: elevó con sus dos manos la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita : entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa.

Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos. No me acuerdo si este fue el orden exacto de las ceremonias: lo que sé es que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa.

Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor. Le volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía: todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso.

Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; en seguida hizo señas a Judas que se acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: «Haz pronto lo que quieres hacer». Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles. Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió en seguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo.

El Señor echó en un vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz; después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles. En seguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo.

IX. Instituciones secretas y consagraciones

Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador. Les habló después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían de la unción una fuerza particular.

Después vi a Jesús ungir a Pedro y a Juan: les impuso las manos sorbe la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo. Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho.

Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las anos a los otros Apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos. Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron lo mismo.

El Señor consagró también el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales. Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades.

Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte mas retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el santuario. José de Arimatea y Nicodemus cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles. Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía. La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura.

El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles, y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas observaciones minuciosas.

Extracto realizado por corazones.org

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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Visiones de la Anunciación por Ana Catalina Emmerick

La Beata Ana Catalina Emmerick fue una monja católica agustina, mística, estigmatizada y visionaria alemana que vivió en el siglo XVIII Y XIX, y que tuvo las visiones que luego dieron origen al libro la “Vida de María”. Estos Párrafos corresponden a parte de ese libro. Las visiones de Emmerick fueron compiladas por Clemens María Brentano.

Las Visiones de Emmerich se usaron durante el descubrimiento de la casa de la Virgen María en una colina cerca de la ciudad de Éfeso, y fueron también usadas por Mel Gibson para su film “La Pasión de Cristo”.

Una vez que hubo entrado, la Santísima Virgen se ubicó tras la mampara de su lecho; allí se puso un largo vestido de lana blanca con un ceñidor ancho y cubrió su cabeza con un velo blanco amarillento. La servidora, mientras tanto, trajo un candil y encendió un lámpara de varios brazos que colgaba del techo. Entonces la Santísima Virgen tomó una mesita baja ubicada junto a una pared y la colocó en el centro de la habitación. Un tapete rojo y azul con una figura bordada en su parte media (ya no recuerdo si se trataba de una letra o de un ornamento) cubría la mesita. Sobre ésta había un rollo de pergamino escrito.

La mesa se encontraba entre el lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba cubierto por una alfombra. La Virgen Santísima colocó delante de sí un pequeño cojín redondo sobre el cual se arrodilló, ambas manos apoyadas sobre la mesita. La puerta de la habitación estaba delante de ella y a su derecha; ella daba su espalda al lecho.

María cubrió su rostro con el velo y juntó las manos frente al pecho, mas sin entrecruzar los dedos. Así la vi mucho tiempo, orando con ardor: invocaba la Redención, la venida del Rey prometido a Israel, imploraba también tener parte en tal misión. Permaneció largo rato de rodillas, arrebatada en éxtasis. Luego inclinó su cabeza sobre el pecho.

Entonces del techo de la habitación y en línea algo sesgada, bajó una masa tan grande de luz que me obligó a volver el rostro hacia el patio donde estaba la puerta. En medio de esa luz vi un joven resplandeciente, flotante la rubia cabellera, descender a través del aire hasta llegar junto a ella: era el ángel Gabriel. Le habló y vi salir las palabras de su boca como letras de fuego. Pude leerlas y comprender su significado. María torció un tanto hacia la derecha su rostro velado. En su modestia no llegó a mirar al ángel, quien continuó hablándole. Entonces, y como quien obedece una orden, María dirigió sus ojos hacia él, levantó un poco el velo y le respondió. El ángel volvió a hablar. María alzó totalmente el velo, miró al ángel y pronunció las palabras sagradas: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”.

La Virgen Santísima se hallaba en éxtasis profundo. La cámara estaba inundada de luz. Ya no podía ver el resplandor de la lámpara ni el techo de la cámara. El cielo parecía abierto y mis ojos siguieron por sobre el ángel una ruta luminosa, en cuyo término contemplé la Santísima Trinidad como un triángulo de luz cuyos rayos se penetran recíprocamente. En ello reconocí el misterio que excede toda definición y sólo permite ser adorado: Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y sin embargo un sólo Dios Todopoderoso.

Al decir la Santísima Virgen “Hágase en mí según tu palabra” observé la aparición alada del Espíritu Santo que, sin embargo, no se asemejaba a la representación ordinaria bajo la forma de paloma. Su cabeza tenía algo de humano. La luz irradiaba hacia ambos lados. Semejantes a alas, tres torrentes luminosos partían de allí para juntarse en el costado derecho de la Virgen Santísima.

Cuando esta irradiación la penetró, ella misma quedó resplandeciente, diáfana. Como la noche se retira ante la llegada del día, así la opacidad desapareció de su cuerpo. La plenitud de luz hizo que ya nada en ella fuese obscuro u opaco. Resplandecía, completamente bañada por la claridad.

Luego el ángel desapareció: la vía luminosa de la que había salido dejó de ser visible. Era como si el cielo hubiese aspirado y aquel fulgor se hubiese recogido en su seno… Tras la desaparición vi a la Santísima Virgen en intenso arrobamiento, ensimismada por completo. Conocía y adoraba en ella la Encarnación del Salvador: era como un pequeño cuerpo humano luminoso, totalmente formado y provisto de todos su miembros.

Aquí en Nazareth sucede al contrario que en Jerusalén. En Jerusalén las mujeres deben permanecer en el atrio sin poder penetrar en el Templo, pues sólo los sacerdotes tiene acceso al Santuario. Pero en Nazareth, una Virgen es ella misma el Templo, ya que el Santo de los Santos está en él. El Sumo Sacerdote está en ella, la única que tiene acceso a El. ¿Qué conmovedor y maravilloso es todo esto, y al mismo tiempo, tan simple y natural! Las palabras de David en el Salmo 45 han encontrado cumplimiento: “El Altísimo ha santificado su Tabernáculo. Dios está en su interior y no vacilará”.

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El Viaje de los Reyes Magos a Belén: Visión de Catalina Emmerich

He visto llegar hoy la caravana de los Reyes, por la noche, a una población pequeña con casas dispersas, algunas rodeadas de grandes vallas.

Me parece que es éste el primer lugar donde se entra en la Judea…

reyesmagos

La visión de catalina Emmerich la entregamos en tres partes:

 

Aunque aquella era la dirección de Belén, los Reyes torcieron hacia la derecha, quizás por no hallar otro camino más directo.

Al llegar allí su canto era más expresivo y animado; estaban más contentos porque la estrella tenía un brillo extraordinario: era como la claridad de la luna llena, y las sombras se veían con mucha nitidez.

A pesar de todo, los habitantes parecían no reparar en ella. Por otra parte eran buenos y serviciales.

Algunos viajeros habían desmontado y los habitantes ayudaban a dar de beber a las bestias.

Pensé en los tiempos de Abrahán, cuando todos los hombres eran serviciales y benévolos.

Muchas personas acompañaron a la comitiva de los Reyes Magos llevando palmas y ramas de árboles cuando pasaron por la ciudad.

La estrella no tenía siempre el mismo brillo: a veces se oscurecía un tanto; parecía que daba más claridad según fueran mejores los lugares que cruzaban.

Cuando vieron los Reyes resplandecer más a la estrella, se alegraron mucho pensando que sería allí donde encontrarían al Mesías.

Esta mañana pasaron al lado de una ciudad sombría, cubierta de tinieblas, sin detenerse en ella, y poco después atravesaron un arroyo que se echa en el Mar Muerto.

Algunas de las personas que los acompañaban se quedaron en estos sitios.

He sabido que una de aquellas ciudades había servido de refugio a alguien en ocasión de un combate, antes que Salomón subiera al trono.

Atravesando el torrente, encontraron un buen camino.

Esta noche volví a ver el acompañamiento de los Reyes que había aumentado a unas doscientas personas porque la generosidad de ellos había hecho que muchos se agregaran al cortejo.

Ahora se acercaban por el Oriente a una ciudad cerca de la cual pasó Jesús, sin entrar, el 31 de Julio del segundo año de su predicación.

El nombre de esa ciudad me pareció Manatea, Metanea, Medana o Madián.

Había allí judíos y paganos; en general eran malos.

A pesar de atravesarla una gran ruta, no quisieron entrar por ella los Reyes y pasaron frente al lado oriental para llegar a un lugar amurallado donde había cobertizos y caballerizas. En este lugar levantaron sus carpas, dieron de beber y comer a sus animales y tomaron también ellos su alimento.

Los Reyes se detuvieron allí el jueves 20 y el viernes 21 y se pusieron muy pesarosos al comprobar que allí tampoco nadie sabía nada del Rey recién nacido.

Les oí relatar a los habitantes las causas porque habían venido, lo largo del viaje y varias circunstancias del camino.

Recuerdo algo de lo que dijeron.

El Rey recién nacido les había sido anunciado mucho tiempo antes.

Me parece que fue poco después de Job, antes que Abrahán pasara a Egipto, pues unos trescientos hombres de la Media, del país de Job (con otros de diferentes lugares) habían viajado hasta Egipto llegando hasta la región de Heliópolis.

No recuerdo por qué habían ido tan lejos; pero era una expedición militar y me parece que habían venido en auxilio de otros.

Su expedición era digna de reprobación, porque entendí que habían ido contra algo santo, no recuerdo si contra hombres buenos o contra algún misterio religioso relacionado con la realización de la Promesa divina.

En los alrededores de Heliópolis varios jefes tuvieron una revelación con la aparición de un ángel que no les permitió ir más lejos.

Este ángel les anunció que nacería un Salvador de una Virgen, que debía ser honrado por sus descendientes. Ya no sé cómo sucedió todo esto; pero volvieron a su país y comenzaron a observar los astros.

Los he visto en Egipto organizando fiestas regocijantes, alzando allí arcos de triunfo y altares, que adornaban con flores, y después regresaron a sus tierras.

Eran gentes de la Media, que tenían el culto de los astros.

Eran de alta estatura, casi gigantes, de una hermosa piel morena amarillenta.

Iban como nómadas con sus rebaños y dominaban en todas partes por su fuerza superior.

No recuerdo el nombre de un profeta principal que se encontraba entre ellos.

Tenían conocimiento de muchas predicciones y observaban ciertas señales trasmitidas por los animales.

Si éstos se cruzaban en su camino y se dejaban matar, sin huir, era un signo para ellos y se apartaban de aquellos caminos.

Los Medos, al volver de la tierra de Egipto, según contaban los Reyes, habían sido los primeros en hablar de la profecía y desde entonces se habían puesto a observar los astros.

Estas observaciones cayeron algún tiempo en desuso; pero fueron renovadas por un discípulo de Balaam y mil años después las tres profetisas, hijas de los antepasados de los tres Reyes, las volvieron a poner en práctica.

Cincuenta años más tarde, es decir, en la época a que habían llegado, apareció la estrella que ahora seguían para adorar al nuevo Rey recién nacido.

Estas cosas relataban los Reyes a sus oyentes con mucha sencillez y sinceridad, entristeciéndose mucho al ver que aquéllos no parecían querer prestar fe a lo que desde dos mil años atrás había sido el objeto de la esperanza y deseos de sus antepasados.

A la caída de la tarde se oscureció un poco la estrella a causa de algunos vapores, pero por la noche se mostró muy brillante entre las nubes que corrían, y parecía más cerca de la tierra.

Se levantaron entonces rápidamente, despertaron a los habitantes del país y les mostraron el espléndido astro.

Aquella gente miró con extrañeza, asombro y alguna conmoción el cielo; pero muchos se irritaron aun contra los santos Reyes, y la mayoría sólo trató de sacar provecho de la generosidad con que trataban a todos.

Les oí también decir cosas referentes a su jornada hasta allí. Contaban el camino por jornadas a pie, calculando en doce leguas cada jornada.

Montando en sus dromedarios, que eran más rápidos que los caballos, hacían treinta y seis leguas diarias, contando la noche y los descansos.

De este modo, el Rey que vivía más lejos pudo hacer, en dos días, cinco veces las doce leguas que los separaban del sitio donde se habían reunido, y los que vivían más cerca podían hacer en un día y una noche tres veces doce leguas.

Desde el lugar donde se habían reunido hasta aquí habían completado 672 leguas de camino, y para hacerlo, calculando desde el nacimiento de Jesucristo, habían empleado más o menos veinticinco días con sus noches, contando también los dos días de reposo.

La noche del viernes 21, habiendo comenzado el sábado para los judíos que habitaban allí, los Reyes prepararon su partida.

Los habitantes del lugar habían ido a la sinagoga de un lugar vecino pasando sobre un puente hacia el Oeste.

He visto que estos judíos miraban con gran asombro la estrella que guiaba a los Magos; pero no por eso se mostraron más respetuosos.

Aquellos hombres desvergonzados estuvieron muy importunos, apretándose como enjambres de avispas alrededor de los Reyes, demostrando ser viles y pedigüeños, mientras los Reyes, llenos de paciencia, les daban sin cesar pequeñas piezas amarillas, triangulares, muy delgadas, y granos de metal oscuro. Creo por eso que debían ser muy ricos estos Reyes.

Acompañados por los habitantes del lugar dieron vueltas a los muros de la ciudad, donde vi algunos templos con ídolos; más tarde atravesaron el torrente sobre un puente, y costearon la aldea judía.

Desde aquí tenían un camino de veinticuatro leguas para llegar a Jerusalén.

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Beata Ana Catalina Emmerich Breaking News Devociones Experiencias sobrenaturales Foros de la Virgen María Jesucristo MENSAJES Y VISIONES Movil NOTICIAS Noticias 2017 - enero - junio Religion e ideologías Vidente

La Adoración de los Reyes Magos al Niño Jesús: visión de Catalina Emmerich

Se apearon al llegar cerca de la gruta de la tumba de Maraña, en el valle, detrás de la gruta del Pesebre.

Los criados desliaron muchos paquetes, levantaron una gran carpa e hicieron otros arreglos con la ayuda de algunos pastores que les señalaron los lugares más apropiados…

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La visión de catalina Emmerich la entregamos en tres partes:

 

Se encontraba ya en parte arreglado el campamento cuando los Reyes vieron la estrella aparecer brillante y muy clara sobre la colina del Pesebre, dirigiendo hacia la gruta sus rayos en línea recta.

La estrella estaba muy crecida y derramaba mucha luz; por eso la miraban con grande asombro.

No se veía casa alguna por la densa oscuridad, y la colina aparecía en forma de una muralla.

De pronto vieron dentro de la luz la forma de un Niño resplandeciente y sintieron extraordinaria alegría. Todos procuraron manifestar su respeto y veneración.

Los tres Reyes se dirigieron a la colina, hasta la puerta de la gruta.

Mensor la abrió, y vio su interior lleno de luz celestial, y a la Virgen, en el fondo, sentada, teniendo al Niño tal como él y sus compañeros la habían contemplado en sus visiones.

Volvió para contar a sus compañeros lo que había visto.

En esto José salió de la gruta acompañado de un pastor anciano y fue a su encuentro.

Los tres Reyes le dijeron con simplicidad que habían venido para adorar al Rey de los Judíos recién Nacido, cuya estrella habían observado, y querían ofrecerle sus presentes.

José los recibió con mucho afecto. El pastor anciano los acompañó hasta donde estaban los demás y les ayudó en los preparativos, juntamente con otros pastores allí presentes.

Los Reyes se dispusieron para una ceremonia solemne. Les vi revestirse de mantos muy amplios y blancos, con una cola que tocaba el suelo.

Brillaban con reflejos, como si fueran de seda natural; eran muy hermosos y flotaban en torno de sus personas. Eran las vestiduras para las ceremonias religiosas.

En la cintura llevaban bolsas y cajas de oro colgadas de cadenillas, y cubríanlo todo con sus grandes mantos.

Cada uno de los Reyes iba seguido por cuatro personas de su familia, además, de algunos criados de Mensor que llevaban una pequeña mesa, una carpeta con flecos y otros objetos.

Los Reyes siguieron a José, y al llegar bajo el alero, delante de la gruta, cubrieron la mesa con la carpeta y cada uno de ellos ponía sobre ella las cajitas de oro y los recipientes que desprendían de su cintura.

Así ofrecieron los presentes comunes a los tres.

Mensor y los demás se quitaron las sandalias y José abrió la puerta de la gruta.

Dos jóvenes del séquito de Mensor, que le precedían, tendieron una alfombra sobre el piso de la gruta, retirándose después hacia atrás, siguiéndoles otros dos con la mesita donde estaban colocados los presentes.

Cuando estuvo delante de la Santísima Virgen, el rey Mensor depositó estos presentes a sus pies, con todo respeto, poniendo una rodilla en tierra.

Detrás de Mensor estaban los cuatro de su familia, que se inclinaban con toda humildad y respeto.

Mientras tanto Sair y Teokeno aguardaban atrás, cerca de la entrada de la gruta. Se adelantaron a su vez llenos de alegría y de emoción, envueltos en la gran luz que llenaba la gruta, a pesar de no haber allí otra luz que el que es Luz del mundo.

María se hallaba como recostada sobre la alfombra, apoyada sobre un brazo, a la izquierda del Niño Jesús, el cual estaba acostado dentro de la gamella, cubierta con un lienzo y colocada sobre una tarima en el sitio donde había nacido.

Cuando entraron los Reyes la Virgen se puso el velo, tomó al Niño en sus brazos, cubriéndolo con un velo amplio.

El rey Mensor se arrodilló y ofreciendo los dones pronunció tiernas palabras, cruzó las manos sobre el pecho, y con la cabeza descubierta e inclinada, rindió homenaje al Niño.

Entre tanto María había descubierto un poco la parte superior del Niño, quien miraba con semblante amable desde el centro del velo que lo envolvía. María sostenía su cabecita con un brazo y lo rodeaba con el otro.

El Niño tenía sus manecitas juntas sobre el pecho y las tendía graciosamente a su alrededor. ¡Oh, qué felices se sentían aquellos hombres venidos del Oriente para adorar al Niño Rey!.

Viendo esto decía entre mí: «Sus corazones son puros y sin mancha; están llenos de ternura y de inocencia como los corazones de los niños inocentes y piadosos.

No se ve en ellos nada de violento, a pesar de estar llenos del fuego del amor».

Yo pensaba: «Estoy muerta; no soy más que un espíritu: de otro modo no podría ver estas cosas que ya no existen, y que, sin embargo, existen en este momento.

Pero esto no existe en el tiempo, porque en Dios no hay tiempo: en Dios todo es presente.

Yo debo estar muerta; no debo ser más que un espíritu».

Mientras pensaba estas cosas, oí una voz que me dijo: «¿Qué puede importarte todo esto que piensas?… Contempla y alaba a Dios, que es Eterno, y en Quien todo es eterno».

Vi que el rey Mensor sacaba de una bolsa, colgada de la cintura, un puñado de barritas compactas del tamaño de un dedo, pesadas, afiladas en la extremidad, que brillaban como oro. Era su obsequio.

Lo colocó humildemente sobre las rodillas de María, al lado del Niño Jesús. María tomó el regalo con un agradecimiento lleno de sencillez y de gracia, y lo cubrió con el extremo de su manto.

Mensor ofrecía las pequeñas barras de oro virgen, porque era sincero y caritativo, buscando la verdad con ardor constante e inquebrantable.

Después se retiró, retrocediendo, con sus cuatro acompañantes; mientras Sair, el rey cetrino, se adelantaba con los suyos y se arrodillaba con profunda humildad, ofreciendo su presente con expresiones muy conmovedoras.

Era un recipiente de incienso, lleno de pequeños granos resinosos, de color verde, que puso sobre la mesa, delante del Niño Jesús.

Sair ofreció incienso porque era un hombre que se conformaba respetuosamente con la Voluntad de Dios, de todo corazón y seguía esta voluntad con amor.

Se quedó largo rato arrodillado, con gran fervor.

Se retiró y se adelantó Teokeno, el mayor de los tres, ya de mucha edad.

Sus miembros algo endurecidos no le permitían arrodillarse: permaneció de pie, profundamente inclinado, y puso sobre la mesa un vaso de oro que tenía una hermosa planta verde.

Era un arbusto precioso, de tallo recto, con pequeñas ramitas crespas coronadas de hermosas flores blancas: la planta de la mirra.

Ofreció la mirra por ser el símbolo de la mortificación y de la victoria sobre las pasiones, pues este excelente hombre había sostenido lucha constante contra la idolatría, la poligamia y las costumbres estragadas de sus compatriotas.

Lleno de emoción estuvo largo tiempo con sus cuatro acompañantes ante el Niño Jesús.

Yo tenía lástima por los demás que estaban fuera de la gruta esperando turno para ver al Niño.

Las frases que decían los Reyes y sus acompañantes estaban llenas de simplicidad y fervor.

En el momento de hincarse y ofrecer sus dones decían más o menos lo siguiente:

«Hemos visto su estrella; sabemos que Él es el Rey de los Reyes; venimos a adorarle, a ofrecerle nuestros homenajes y nuestros regalos».

Estaban como fuera de sí, y en sus simples e inocentes plegarias encomendaban al Niño Jesús sus propias personas, sus familias, el país, los bienes y todo lo que tenía para ellos algún valor sobre la tierra.

Le ofrecían sus corazones, sus almas, sus pensamientos y todas sus acciones.

Pedían inteligencia clara, virtud, felicidad, paz y amor.

Se mostraban llenos de amor y derramaban lágrimas de alegría, que caían sobre sus mejillas y sus barbas.

Se sentían plenamente felices.

Habían llegado hasta aquella estrella, hacia la cual desde miles de años sus antepasados habían dirigido sus miradas y sus ansias, con un deseo tan constante.

Había en ellos toda la alegría de la Promesa realizada después de tan largos siglos de espera.

María aceptó los presentes con actitud de humilde acción de gracias.

Al principio no decía nada: sólo expresaba su reconocimiento con un simple movimiento de cabeza, bajo el velo.

El cuerpecito del Niño brillaba bajo los pliegues del manto de María. Después la Virgen dijo palabras humildes y llenas de gracia a cada uno de los Reyes, y echó su velo un tanto hacia atrás.

Aquí recibí una lección muy útil. Yo pensaba: «¡Con qué dulce y amable gratitud recibe María cada regalo!

Ella, que no tiene necesidad de nada, que tiene a Jesús, recibe los dones con humildad.

Yo también recibiré con gratitud todos los regalos que me hagan en lo futuro». ¡Cuánta bondad hay en María y en José! No guardaban casi nada para ellos, todo lo distribuían entre los pobres.

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Beata Ana Catalina Emmerich MENSAJES Y VISIONES

Visiones de La Última Cena de Jesús por Ana Catalina Emmerich

I – Preparativos de la Cena Pascual

«Ayer tarde fue cuando tuvo lugar la última gran comida del Señor y sus amigos, en casa de Simón el Leproso, en Betania, en donde María Magdalena derramó por la última vez los perfumes sobre Jesús. Los discípulos habían preguntado ya a Jesús dónde quería celebrar la Pascua.

Hoy, antes de amanecer, llamó el Señor a Pedro, a Santiago y a Juan: les habló mucho de todo lo que debían preparar y ordenar en Jerusalén, y les dijo que cuando subieran al monte de Sión, encontrarían al hombre con el cántaro de agua. Ellos conocían ya a este hombre, pues en la última Pascua, en Bethania, él había preparado la comida de Jesús: por eso San Mateo dice: cierto hombre. Debían seguirle hasta su casa y decirle: «El Maestro os manda decir que su tiempo se acerca, y que quiere celebrar la Pascua en vuestra casa». Después debían ser conducidos al Cenáculo y ejecutar todas las disposiciones necesarias.

Yo vi los dos Apóstoles subir a Jerusalén; y encontraron al principio de una pequeña subida, cerca de una casa vieja con muchos patios, al hombre que el Señor les había designado: le siguieron y le dijeron lo que Jesús les había mandado. Se alegró mucho de esta noticia, y les respondió que la comida estaba ya dispuesta en su casa (probablemente por Nicodemus); que no sabía para quién, y que se alegraba de saber que era para Jesús. Este hombre era Helí, cuñado de Zacarías de Hebrón, en cuya casa el año anterior había Jesús anunciado la muerte de Juan Bautista. Iba todos los años a la fiesta de la Pascua con sus criados, alquilaba una sala, y preparaba la Pascua para las personas que no tenían hospedaje en la ciudad. Ese año había alquilado un Cenáculo que pertenecía a Nicodemus y a José de Arimatea. Enseñó a los dos Apóstoles su posición y su distribución interior.

II – El Cenáculo

Sobre el lado meridional de la montaña de Sión, se halla una antigua y sólida casa, entre dos filas de árboles copudos, en medio de un patio espacioso cercado de buenas paredes. Al lado izquierdo de la entrada se ven otras habitaciones contiguas a la pared; a la derecha, la habitación del mayordomo, y al lado, la que la Virgen y las santas mujeres ocuparon con más frecuencia después de la muerte de Jesús. El Cenáculo, antiguamente más espacioso, había servido entonces de habitación a los audaces capitanes de David: en él se ejercitaban en manejar las armas. Antes de la fundación del templo, el Arca de la Alianza había sido depositada allí bastante tiempo, y aún hay vestigios de su permanencia en un lugar subterráneo.

Yo he visto también al profeta Malaquías escondido debajo de las mismas bóvedas; allí escribió sus profecías sobre el Santísimo Sacramento y el sacrificio de la Nueva Alianza. Cuando una gran parte de Jerusalén fue destruida por los babilonios, esta casa fue respetada: he visto otras muchas cosas de ella; pero no tengo presente más que lo que he contado. Este edificio estaba en muy mal estado cuando vino a ser propiedad de Nicodemus y de José de Arimatea: habían dispuesto el cuerpo principal muy cómodamente y lo alquilaban para servir de Cenáculo a los extranjeros, que la Pascua atraía a Jerusalén.

Así el Señor lo había usado en la última Pascua. El Cenáculo, propiamente, está casi en medio del patio; es cuadrilongo, rodeado de columnas poco elevadas. Al entrar, se halla primero un vestíbulo, adonde conducen tres puertas; después se entra en la sala interior, en cuyo techo hay colgadas muchas lámparas; las paredes están adornadas para la fiesta, hasta media altura, de hermosos tapices y de colgaduras. La parte posterior de la sala está separada del resto por una cortina. Esta división en tres partes da al Cenáculo, cierta similitud con el templo. En la última parte están dispuestos, a derecha e izquierda, los vestidos necesarios para la celebración de la fiesta. En el medio hay una especie de altar; en esta parte de la sala están haciendo grandes preparativos para la comida pascual. En el nicho de la pared hay tres armarios de diversos colores, que se vuelven como nuestros tabernáculos para abrirlos y cerrarlos; vi toda clase de vasos para la Pascua; más tarde, el Santísimo Sacramento reposó allí. En las salas laterales del Cenáculo hay camas en donde se puede pasar la noche. Debajo de todo el edificio hay bodegas hermosas. El Arca de la Alianza fue depositada en algún tiempo bajo el sitio donde se ha construido el hogar. Yo he visto allí a Jesús curar y enseñar; los discípulos también pasaban con frecuencia las noches en las laterales.

III – El cáliz

Vi a Pedro y a Juan en Jerusalén entrar en una casa que pertenecía a Serafia (tal era el nombre de la que después fue llamada Verónica, por ser ella de Verona). Su marido, miembro del Consejo, estaba la mayor parte del tiempo fuera de la casa, atareado con sus negocios; y aun cuando estaba en casa, ella lo veía poco. Era una mujer de la edad de María Santísima, y que estaba en relaciones con la Sagrada Familia desde mucho tiempo antes: pues cuando el niño se quedó en el templo después de la fiesta, ella (la Verónica Serafia) le dio de comer. Los dos apóstoles tomaron allí, entre otras cosas, el cáliz de que se sirvió el Señor para la institución de la Sagrada Eucaristía. El cáliz que los apóstoles llevaron de la casa de (Serafia) Verónica, es un vaso maravilloso y misterioso.

Había estado mucho tiempo en el templo entre otros objetos preciosos y de gran antigüedad, cuyo origen y uso se había olvidado. Había sido vendido a un aficionado de antigüedades. Y, comprado por Serafia, había servido ya muchas veces a Jesús para la celebración de las fiestas, y desde ese día fue propiedad constante de la santa comunidad cristiana.

El gran cáliz estaba puesto en una azafata, y alrededor había seis copas. Dentro de él había otro vaso pequeño, y encima un plato con una tapadera redonda. En su pie estaba embutida una cuchara, que se sacaba con facilidad. El gran cáliz se ha quedado en la iglesia de Jerusalén, cerca de Santiago el Menor, y lo veo todavía conservado en esta villa: ¡aparecerá a la luz como ha aparecido esta vez! Otras iglesias se han repartido las copas que lo rodeaban; una de ellas está en Antioquía; otra en Efeso: pertenecían a los Patriarcas, que bebían en ellas una bebida misteriosa cuando recibían y daban la bendición, como lo he visto muchas veces. El gran cáliz estaba en casa de Abraham: Melquisedec lo trajo consigo del país de Semíramis a la tierra de Canaán cuando comenzó a fundar algunos establecimientos en el mismo sitio donde se edificó después Jerusalén: él lo usó en el sacrificio, cuando ofreció el pan y el vino en presencia de Abraham, y se lo dejó a este Patriarca.

IV – Despedidas

Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Bethania, hizo una despedida tierna a las santas mujeres, a Lázaro y a su Madre, y les dio algunas instrucciones. Yo vi al Señor hablar solo con su Madre; le dijo, entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo que María Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por ese motivo el dolor la ponía fuera de sí. Habló también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él. Judas había ido otra vez de Bethania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos, y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de prender al Salvador. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial; pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia, y no combatía estas pasiones. Había hecho milagros y curaba enfermos en la ausencia de Jesús.

Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que iba a suceder, Ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con Él. Pero Él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería. Ella no lloró mucho, pero estaba profundamente triste. El Señor le dio las gracias, como un hijo piadoso, por todo el amor que le tenía.

Se despidió otra vez de todos, dando todavía diversas instrucciones. Jesús y los nueve Apóstoles salieron a las doce de Bethania para Jerusalén; anduvieron al pie del monte de los Olivos, en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo a los Apóstoles, entre otras cosas, que hasta entonces les había dado su pan y su vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor, esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron: creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Bethania y aquí. Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo con el cáliz, todos los vestidos de la ceremonia estaban ya en el vestíbulo. Enseguida se fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los discípulos y los amigos que debían celebrar la Pascua en el Cenáculo vinieron después.

V – El cordero Pascual

esús y los suyos comieron el cordero pascual en el Cenáculo, divididos en tres grupos: el Salvador con los doce Apóstoles en la sala del Cenáculo; Natanael con otros doce discípulos en una de las salas laterales; otros doce tenían a su cabeza a Eliazim, hijo de Cleofás y de María, hija de Helí: había sido discípulo de San Juan Bautista. Se mataron para ellos tres corderos en el templo. Había allí un cuarto cordero, que fue sacrificado en el Cenáculo: éste es el que comió Jesús con los Apóstoles. Judas ignoraba esta circunstancia; continuamente ocupado en su trama, no había vuelto cuando el sacrificio del cordero; vino pocos instantes antes de la comida. El sacrificio del cordero destinado a Jesús y a los Apóstoles fue muy tierno; se hizo en el vestíbulo del Cenáculo. Los Apóstoles y los discípulos estaban allí cantando el salmo CXVIII. Jesús habló de una nueva época que comenzaba. Dijo que los sacrificios de Moisés y la figura del Cordero pascual iban a cumplirse; pero que, por esta razón, el cordero debía ser sacrificado como antiguamente en Egipto, y que iban a salir verdaderamente de la casa de servidumbre. Los vasos y los instrumentos necesarios fueron preparados.

Trajeron un cordero pequeñito, adornado con una corona, que fue enviada a la Virgen Santísima al sitio donde estaba con las santas mujeres. El cordero estaba atado, con la espalda sobre una tabla, por el medio del cuerpo: me recordó a Jesús atado a la columna y azotado. El hijo de Simeón tenía la cabeza del cordero. El Señor lo picó con la punta de un cuchillo en el cuello, y el hijo de Simeón acabó de matarlo. Jesús parecía tener repugnancia de herirlo: lo hizo rápidamente, pero con gravedad; la sangre fue recogida en un baño, y trajéronle un ramo de hisopo que mojó en la sangre. Enseguida fue a la puerta de la sala, tiñó de sangre los dos pilares y la cerradura y fijó sobre la puerta el ramo teñido de sangre. Después hizo una instrucción, y dijo, entre otras cosas, que el ángel exterminador pasaría más lejos; que debían adorar en ese sitio sin temor y sin inquietud cuando Él fuera sacrificado, a Él mismo, el verdadero Cordero pascual; que un nuevo tiempo y un nuevo sacrificio iban a comenzar, y que durarían hasta el fin del mundo. Después se fueron a la extremidad de la sala, cerca del hogar donde había estado en otro tiempo el Arca de la Alianza. Jesús vertió la sangre sobre el hogar, y lo consagró como un altar; seguido de sus Apóstoles, dio la vuelta al Cenáculo y lo consagró como un nuevo templo.

Todas las puertas estaban cerradas mientras tanto. El hijo de Simeón había ya preparado el cordero. Lo puso en una tabla: las patas de adelante estaban atadas a un palo puesto al revés; las de atrás estaban extendidas a lo largo de la tabla. Se parecía a Jesús sobre la cruz, y fue metido en el horno para ser asado con los otros tres corderos traídos del templo.

Los convidados se pusieron los vestidos de viaje que estaban en el vestíbulo, otros zapatos, un vestido blanco parecido a una camisa, y una capa más corta de adelante que de atrás; se arremangaron los vestidos hasta la cintura; tenían también unas mangas anchas arremangadas. Cada grupo fue a la mesa que le estaba reservada: los discípulos en las salas laterales, el Señor con los Apóstoles en la del Cenáculo. Según puedo acordarme, a la derecha de Jesús estaban Juan, Santiago el Mayor y Santiago el Menor; al extremo de la mesa, Bartolomé; y a la vuelta, Tomás y Judas Iscariote. A la izquierda de Jesús estaban Pedro, Andrés y Tadeo; al extremo de la izquierda, Simón, y a la vuelta, Mateo y Felipe.

Después de la oración, el mayordomo puso delante de Jesús, sobre la mesa, el cuchillo para cortar el cordero, una copa de vino delante del Señor, y llenó seis copas, que estaban cada una entre dos Apóstoles. Jesús bendijo el vino y lo bebió; los Apóstoles bebían dos en la misma copa. El Señor partió el cordero; los Apóstoles presentaron cada uno su pan, y recibieron su parte. La comieron muy deprisa, con ajos y yerbas verdes que mojaban en la salsa. Todo esto lo hicieron de pie, apoyándose sólo un poco sobre el respaldo de su silla. Jesús rompió uno de los panes ácimos, guardó una parte, y distribuyó la otra. Trajeron otra copa de vino; y Jesús decía: «Tomad este vino hasta que venga el reino de Dios». Después de comer, cantaron; Jesús rezó o enseñó, y habiéndose lavado otra vez las manos, se sentaron en las sillas.

Al principio estuvo muy afectuoso con sus Apóstoles; después se puso serio y melancólico, y les dijo: «Uno de vosotros me venderá; uno de vosotros, cuya mano está conmigo en esta mesa». Había sólo un plato de lechuga; Jesús la repartía a los que estaban a su lado, y encargó a Judas, sentado enfrente, que la distribuyera por su lado. Cuando Jesús habló de un traidor, cosa que espantó a todos los Apóstoles, dijo: «Un hombre cuya mano está en la misma mesa o en el mismo plato que la mía», lo que significa: «Uno de los doce que comen y beben conmigo; uno de los que participan de mi pan». No designó claramente a Judas a los otros, pues meter la mano en el mismo plato era una expresión que indicaba la mayor intimidad. Sin embargo, quería darle un aviso, pues, que metía la mano en el mismo plato que el Señor para repartir lechuga.

Jesús añadió: «El hijo del hombre se va, según esta escrito de Él; pero desgraciado el hombre que venderá al Hijo del hombre: más le valdría no haber nacido». Los Apóstoles, agitados, le preguntaban cada uno: «Señor, ¿soy yo?», pues todos sabían que no comprendían del todo estas palabras. Pedro se recostó sobre Juan por detrás de Jesús, y por señas le dijo que preguntara al Señor quién era, pues habiendo recibido algunas reconvenciones de Jesús, tenía miedo que le hubiera querido designar. Juan estaba a la derecha de Jesús, y, como todos, apoyándose sobre el brazo izquierdo, comía con la mano derecha: su cabeza estaba cerca del pecho de Jesús. Se recostó sobre su seno, y le dijo: «Señor, ¿quién es?». Entonces tuvo aviso que quería designar a Judas. Yo no vi que Jesús se lo dijera con los labios: «Este a quien le doy el pan que he mojado». Yo no sé si se lo dijo bajo; pero Juan lo supo cuando el Señor mojó el pedazo de pan con la lechuga, y lo presentó afectuosamente a Judas, que preguntó también: «Señor, ¿soy yo?». Jesús lo miró con amor y le dio una respuesta en términos generales. Era para los judíos una prueba de amistad y de confianza. Jesús lo hizo con una afección cordial, para avisar a Judas, sin denunciarlo a los otros; pero éste estaba interiormente lleno de rabia. Yo vi, durante la comida,  una figura horrenda, sentada a sus pies, y que subía algunas veces hasta su corazón. Yo no vi que Juan dijera a Pedro lo que le había dicho Jesús; pero lo tranquilizó con los ojos.

VI – El lavatorio de pies: simbolismo de la confesión

Se levantaron de la mesa, y mientras arreglaban sus vestidos, según costumbre, para el oficio solemne, el mayordomo entró con dos criados para quitar la mesa. Jesús le pidió que trajera agua al vestíbulo, y salió de la sala con sus criados. De pie en medio de los Apóstoles, les habló algún tiempo con solemnidad. No puedo decir con exactitud el contenido de su discurso. Me acuerdo que habló de su reino, de su vuelta hacia su Padre, de lo que les dejaría al separarse de ellos. Enseñó también sobre la penitencia, la confesión de las culpas, el arrepentimiento y la justificación. Yo comprendí que esta instrucción se refería al lavatorio de los pies; vi también que todos reconocían sus pecados y se arrepentían, excepto Judas. Este discurso fue largo y solemne. Al acabar Jesús, envió a Juan y a Santiago el Menor a buscar agua al vestíbulo, y dijo a los Apóstoles que arreglaran las sillas en semicírculo. Él se fue al vestíbulo, y se puso y ciñó una toalla alrededor del cuerpo. Mientras tanto, los Apóstoles se decían algunas palabras, y se preguntaban entre sí cuál sería el primero entre ellos; pues el Señor les había anunciado expresamente que iba a dejarlos y que su reino estaba próximo; y se fortificaban más en la opinión de que el Señor tenía un pensamiento secreto, y que quería hablar de un triunfo terrestre que estallaría en el último momento.

Estando Jesús en el vestíbulo, mandó a Juan que llevara un baño y a Santiago un cántaro lleno de agua; enseguida fueron detrás de él a la sala en donde el mayordomo había puesto otro baño vacío. Entró Jesús de un modo muy humilde, reprochando a los Apóstoles con algunas palabras la disputa que se había suscitado entre ellos: les dijo, entre otras cosas, que Él mismo era su servidor; que debían sentarse para que les lavara los pies. Se sentaron en el mismo orden en que estaban en la mesa. Jesús iba del uno al otro, y les echaba sobre los pies agua del baño que llevaba Juan; con la extremidad de la toalla que lo ceñía, los limpiaba; estaba lleno de afección mientras hacía este acto de humildad.

Cuando llegó a Pedro, éste quiso detenerlo por humildad, y le dijo: «Señor, ¿Vos lavarme los pies?». El Señor le respondió: «Tú no sabes ahora lo que hago, pero lo sabrás mas tarde». Me pareció que le decía aparte: «Simón, has merecido saber de mi Padre quién soy yo, de dónde vengo y adónde voy; tú solo lo has confesado expresamente, y por eso edificaré sorbe ti mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Mi fuerza acompañará a tus sucesores hasta el fin del mundo». Jesús lo mostró a los Apóstoles, diciendo: «Cuando yo me vaya, él ocupará mi lugar».

Pedro le dijo: «Vos no me lavaréis jamás los pies». El Señor le respondió: «Si no te lavo los pies, no tendrás parte conmigo». Entonces Pedro añadió: «Señor, lavadme no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza». Jesús respondió: «El que ha sido ya lavado, no necesita lavarse más que los pies; está purificado en todo el resto; vosotros, pues, estáis purificados, pero no todos». Estas palabras se dirigían a Judas.

Había hablado del lavatorio de los pies como de una purificación de las culpas diarias, porque los pies, estando sin cesar en contacto con la tierra, se ensucian constantemente si no se tiene una grande vigilancia. Este lavatorio de los pies fue espiritual, y como una especie de absolución. Pedro, en medio de su celo, no vio más que una humillación demasiado grande de su Maestro: no sabía que Jesús al día siguiente, para salvarlo, se humillaría hasta la muerte ignominiosa de la cruz.

Cuando Jesús lavó los pies a Judas, fue del modo más cordial y más afectuoso: acercó la cara a sus pies; le dijo en voz baja, que debía entrar en sí mismo; que hacía un año que era traidor e infiel. Judas hacía como que no le oía, y hablaba con Juan. Pedro se irritó y le dijo: «Judas, el Maestro te habla». Entonces Judas dio a Jesús una respuesta vaga y evasiva, como: «Señor, ¡Dios me libre!». Los otros no habían advertido que Jesús hablaba con Judas, pues hablaba bastante bajo para que no le oyeran, y además, estaban ocupados en ponerse su calzado. En toda la pasión nada afligió más al Salvador que la traición de Judas. Jesús lavó también los pies a Juan y a Santiago. Enseñó sobre la humildad: les dijo que el que servía a los otros era el mayor de todos; y que desde entones debían lavarse con humildad los pies los unos a los otros; enseguida se puso sus vestidos. Los Apóstoles desataron los suyos, que los habían levantado para comer el cordero pascual.

VII – Institución de la Eucaristía

or orden del Señor, el mayordomo puso de nuevo la mesa, que había lazado un poco: habiéndola puesto en medio de la sala, colocó sobre ella un jarro lleno de agua y otro lleno de vino. Pedro y Juan fueron a buscar al cáliz que habían traído de la casa de Serafia. Lo trajeron entre los dos como un Tabernáculo, y lo pusieron sobre la mesa delante de Jesús. Había sobre ella una fuente ovalada con tres panes ácimos blancos y delgados; los panes fueron puestos en un paño con el medio pan que Jesús había guardado de la Cena pascual: había también un vaso de agua y de vino, y tres cajas: la una de aceite espeso, la otra de aceite líquido y la tercera vacía.

Desde tiempo antiguo había la costumbre de repartir el pan y de beber en el mismo cáliz al fin de la comida; era un signo de fraternidad y de amor que se usaba para dar la bienvenida o para despedirse. Jesús elevó hoy este uso a la dignidad del más santo Sacramento: hasta entonces había sido un rito simbólico y figurativo. El Señor estaba entre Pedro y Juan; las puertas estaban cerradas; todo se hacía con misterio y solemnidad. Cuando el cáliz fue sacado de su bolsa, Jesús oró, y habló muy solemnemente. Yo le vi explicando la Cena y toda la ceremonia: me pareció un sacerdote enseñando a los otros a decir misa. Sacó del azafate, en el cual estaban los vasos, una tablita; tomó un paño blanco que cubría el cáliz, y lo tendió sobre el azafate y la tablita. Luego sacó los panes ácimos del paño que los cubría, y los puso sobre esta tapa; sacó también de dentro del cáliz un vaso más pequeño, y puso a derecha y a izquierda las seis copas de que estaba rodeado.

Entonces bendijo el pan y los óleos, según yo creo: elevó con sus dos manos la patena, con los panes, levantó los ojos, rezó, ofreció, puso de nuevo la patena sobre la mesa, y la cubrió. Tomó después el cáliz, hizo que Pedro echara vino en él y que Juan echara el agua que había bendecido antes; añadió un poco de agua, que echó con una cucharita: entonces bendijo el cáliz, lo elevó orando, hizo el ofertorio, y lo puso sobre la mesa. Juan y Pedro le echaron agua sobre las manos. No me acuerdo si este fue el orden exacto de las ceremonias: lo que sé es que todo me recordó de un modo extraordinario el santo sacrificio de la Misa.

Jesús se mostraba cada vez más afectuoso; les dijo que les iba a dar todo lo que tenía, es decir, a Sí mismo; y fue como si se hubiera derretido todo en amor. Le vi volverse transparente; se parecía a una sombra luminosa. Rompió el pan en muchos pedazos, y los puso sobre la patena; tomó un poco del primer pedazo y lo echó en el cáliz. Oró y enseñó todavía: todas sus palabras salían de su boca como el fuego de la luz, y entraban en los Apóstoles, excepto en Judas. Tomó la patena con los pedazos de pan y dijo: Tomad y comed; este es mi Cuerpo, que será dado por vosotros. Extendió su mano derecha como para bendecir, y mientras lo hacía, un resplandor salía de Él: sus palabras eran luminosas, y el pan entraba en la boca de los Apóstoles como un cuerpo resplandeciente: yo los vi a todos penetrados de luz; Judas solo estaba tenebroso. Jesús presentó primero el pan a Pedro, después a Juan; enseguida hizo señas a Judas que se acercara: éste fue el tercero a quien presentó el Sacramento, pero fue como si las palabras del Señor se apartasen de la boca del traidor, y volviesen a Él. Yo estaba tan agitada, que no puedo expresar lo que sentía. Jesús le dijo: «Haz pronto lo que quieres hacer». Después dio el Sacramento a los otros Apóstoles.

Elevó el cáliz por sus dos asas hasta la altura de su cara, y pronunció las palabras de la consagración: mientras las decía, estaba transfigurado y transparente: parecía que pasaba todo entero en lo que les iba a dar. Dio de beber a Pedro y a Juan en el cáliz que tenía en la mano, y lo puso sobre la mesa. Juan echó la sangre divina del cáliz en las copas, y Pedro las presentó a los Apóstoles, que bebieron dos a dos en la misma copa. Yo creo, sin estar bien segura de ello, que Judas tuvo también su parte en el cáliz. No volvió a su sitio, sino que salió enseguida del Cenáculo. Los otros creyeron que Jesús le había encargado algo.

El Señor echó en un vasito un resto de sangre divina que quedó en el fondo del cáliz; después puso sus dedos en el cáliz, y Pedro y Juan le echaron otra vez agua y vino. Después les dio a beber de nuevo en el cáliz, y el resto lo echó en las copas y lo distribuyó a los otros Apóstoles. Enseguida limpió el cáliz, metió dentro el vasito donde estaba el resto de la sangre divina, puso encima la patena con el resto del pan consagrado, le puso la tapadera, envolvió el cáliz, y lo colocó en medio de las seis copas. Después de la Resurrección, vi a los Apóstoles comulgar con el resto del Santísimo Sacramento. Había en todo lo que Jesús hizo durante la institución de la Sagrada Eucaristía, cierta regularidad y cierta solemnidad: sus movimientos a un lado y a otro estaban llenos de majestad. Vi a los Apóstoles anotar alguna cosa en unos pedacitos de pergamino que traían consigo.

VIII – Unción de los Apóstoles

Jesús hizo una instrucción particular. Les dijo que debían conservar el Santísimo Sacramento en memoria suya hasta el fin del mundo; les enseñó las formas esenciales para hacer uso de él y comunicarlo, y de qué modo debían, por grados, enseñar y publicar este misterio. Les enseñó cuándo debían comer el resto de las especies consagradas, cuándo debían dar de ellas a la Virgen Santísima, cómo debían consagrar ellos mismos cuando les hubiese enviado el Consolador.

Les habló después del sacerdocio, de la unción, de la preparación del crisma, de los santos óleos. Había tres cajas: dos contenían una mezcla de aceite y de bálsamo. Enseñó cómo se debía hacer esa mezcla, a qué partes del cuerpo se debía aplicar, y en qué ocasiones. Me acuerdo que citó un caso en que la Sagrada Eucaristía no era aplicable: puede ser que fuera la Extremaunción; mis recuerdos no están fijos sobre ese punto. Habló de diversas unciones, sobre todo de las de los Reyes, y dijo que aun los Reyes inicuos que estaban ungidos, recibían de la unción una fuerza particular. Después vi a Jesús ungir a Pedro y a Juan: les impuso las manos sobre la cabeza y sobre los hombros. Ellos juntaron las manos poniendo el dedo pulgar en cruz, y se inclinaron profundamente delante de Él, hasta ponerse casi de rodillas. Les ungió el dedo pulgar y el índice de cada mano, y les hizo una cruz sobre la cabeza con el crisma. Les dijo también que aquello permanecería hasta el fin del mundo.

Santiago el Menor, Andrés, Santiago el Mayor y Bartolomé recibieron asimismo la consagración. Vi que puso en cruz sobre el pecho de Pedro una especie de estola que llevaba al cuello, y a los otros se la colocó sobre el hombro derecho. Yo vi que Jesús les comunicaba por esta unción algo esencial y sobrenatural que no sé explicar. Les dijo que en recibiendo el Espíritu Santo consagrarían el pan y el vino y darían la unción a los Apóstoles. Me fue mostrado aquí que el día de Pentecostés, antes del gran bautismo, Pedro y Juan impusieron las manos a los otros Apóstoles, y ocho días después a muchos discípulos.

Juan, después de la Resurrección, presentó por primera vez el Santísimo Sacramento a la Virgen Santísima. Esta circunstancia fue celebrada entre los Apóstoles. La Iglesia no celebra ya esta fiesta; pero la veo celebrar en la Iglesia triunfante. Los primeros días después de Pentecostés yo vi a Pedro y a Juan consagrar solos la Sagrada Eucaristía: más tarde, los otros hicieron lo mismo. El Señor consagró también el fuego en una copa de hierro, y tuvieron cuidado de no dejarlo apagar jamás: fue conservado al lado del sitio donde estaba puesto el Santísimo Sacramento, en una parte del antiguo hornillo pascual, y de allí iban a sacarlo siempre para los usos espirituales.

Todo lo que hizo entonces Jesús estuvo muy secreto y fue enseñado sólo en secreto. La Iglesia ha conservado lo esencial, extendiéndolo bajo la inspiración del Espíritu Santo para acomodarlo a sus necesidades. Cuando estas santas ceremonias se acabaron, el cáliz que estaba al lado del crisma fue cubierto, y Pedro y Juan llevaron el Santísimo Sacramento a la parte más retirada de la sala, que estaba separada del resto por una cortina, y desde entonces fue el santuario. José de Arimatea y Nicodemus cuidaron el Santuario y el Cenáculo en la ausencia de los Apóstoles. Jesús hizo todavía una larga instrucción, y rezó algunas veces. Con frecuencia parecía conversar con su Padre celestial: estaba lleno de entusiasmo y de amor. Los Apóstoles, llenos de gozo y de celo, le hacían diversas preguntas, a las cuales respondía.

La mayor parte de todo esto debe estar en la Sagrada Escritura. El Señor dijo a Pedro y a Juan diferentes cosas que debían comunicar después a los otros Apóstoles, y estos a los discípulos y a las santas mujeres, según la capacidad de cada uno para estos conocimientos. Yo he visto siempre así la Pascua y la institución de la Sagrada Eucaristía. Pero mi emoción antes era tan grande, que mis percepciones no podían ser bien distintas: ahora lo he visto con más claridad. Se ve el interior de los corazones; se ve el amor y la fidelidad del Salvador: se sabe todo lo que va a suceder. Como sería posible observar exactamente todo lo que no es más que exterior, se inflama uno de gratitud y de amor, no se puede comprender la ceguedad de los hombres, la ingratitud del mundo entero y sus pecados. La Pascua de Jesús fue pronta, y en todo conforme a las prescripciones legales. Los fariseos añadían algunas observaciones minuciosas.»

Fuente: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús

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Beata Ana Catalina Emmerich MENSAJES Y VISIONES

La matanza de los niños inocentes: visión de Ana Catalina Emmerich

Cuando Jesús tenía alrededor de un año y medio de edad, se le apareció un ángel a la Santísima Virgen, en Heliópolis y le hizo saber de la matanza de los niños por Herodes. José y Ella se afligieron mucho, y el Niño Jesús lloró durante todo el día.

He aquí lo que yo vi en aquella ocasión.

No habiendo vuelto a Jerusalén los tres Reyes, los temores de Herodes, que en aquel momento estaba resolviendo varios asuntos de familia, se calmaron un poco; pero recrudecieron nuevamente cuando, después del retorno de la Sagrada Familia a Nazaret, llegaron hasta él mil rumores relacionados con las predicciones hechas por Simeón y por Ana durante la presentación de Jesús en el Templo. Con diversos pretextos, mandó soldados a diferentes lugares de los alrededores de Jerusalén, a Gilgal, a Belén, y hasta a Hebrón, e hizo hacer un censo de los niños. Los soldados ocuparon aquellos sitios durante nueve meses. Herodes, mientras tanto, se hallaba en Roma, y sólo después de su vuelta, fueron degollados los niños.

Juan tenía en aquella época dos años, y había estado escondido en casa de sus padres desde algún tiempo antes de que Herodes hubiera dado a las madres la orden de presentar ante las autoridades a sus hijos de edad de dos años o menos. Santa Isabel, advertida por un ángel, huyó nuevamente al desierto con el pequeño San Juan. Jesús tenía en aquel momento cerca de un año y medio y ya podía correr.

Los niños fueron degollados en siete lugares diferentes. Se había prometido a las madres buenas recompensas a su fecundidad, y ellas llevaron sus hijitos a las casas donde estaban las autoridades, vestidos con sus más lindos trajes. Los hombres fueron despedidos, y las madres separadas de los niños, que fueron degollados por los soldados en patios cerrados, amontonados y enterrados en fosos.

Hoy al mediodía, vi a las madres con sus niños de dos años, y de menos, venir a Jerusalén, de Hebrón, de Belén, y de otro lugar donde Herodes había enviado a sus soldados y dado órdenes a sus funcionarios.

Se dirigían a la ciudad en diferentes grupos, y varias llevaban a dos niños, e iban montando asnos. Todas fueron conducidas a un gran edificio, y los hombres que las acompañaban fueron despedidos. Ellas entraron alegremente, pues creían que. iban a recibir gratificaciones por su fecundidad.

El edificio estaba un poco aislado y bastante cerca del que fué más tarde la casa de Pilatos. Se hallaba rodeado de muros, de manera que desde afuera no se podía saber fácilmente lo que sucedía en el interior. Aquello debía de ser como un tribunal, pues en el patio vi unos pilares y unos bloques de piedra con cadenas colgando; había allí también unos árboles, que se encorvaban y ligaban juntos, mientras se ataba en ellos a los hombres. Al soltarlos luego, se enderezaban rápidamente, deshaciendo a aquellos desgraciados.

Era un edificio macizo y sombrío. El patio era casi tan grande como el cementerio que hay a un lado de la iglesia principal de Dulmen. Una puerta que se abría entre dos muros, llevaba a ese patio, rodeado de construcciones por tres lados. Los edificios de la derecha y de la izquierda tenían un piso solamente; el del centro parecía una antigua sinagoga abandonada. Esas construcciones tenían puertas que daban sobre el patio.

Las madres fueron llevadas, a través del patio, a los dos edificios laterales, y allí se las encerró. Me hicieron el efecto de hallarse en una especie de hospital, o de posada. Cuando se vieron privadas de libertad, tuvieron miedo y empezaron a llorar y a lamentarse. Pasaron así toda la noche.

Hoy después de mediodía vi un cuadro horroroso. En la casa de justicia asistí a la matanza de los inocentes. El gran edificio posterior que cerraba el patio tenía dos pisos. El inferior estaba formado por una sala grande y desnuda, parecida a una prisión o a un gran cuerpo de guardia; encima, había una pieza cuyas ventanas daban sobre el patio. Vi allí a varios personajes reunidos como en un tribunal; delante de ellos tenían unos rollos colocados sobre una mesa. Creo que Herodes estaba presente, pues vi a un hombre con manto rojo, adornado de piel blanca ; esta piel tenía unas pequeñas colas negras. Lo vi, rodeado por los demás, mirando por la ventana de la sala.

Las madres, con sus niños, eran llamadas una a una, para ser conducidas de los edificios laterales a la sala inferior grande del cuerpo de edificio que estaba detrás. A la entrada, los soldados les quitaban sus niños y los llevaban al patio, donde una veintena de ellos los mataban, atravesándoles la garganta y el corazón con espadas y picas. Había allí niños fajados, a quienes sus madres aun amamantaban, y otros un poco mayores ya con vestiditos. No los desnudaban; los degollaban, y tomándolos de un bracito o por el pie, los arrojaban al montón. Era un espectáculo horrible.

Las madres fueron amontonadas en la sala grande; y cuando vieron lo que hacían con sus niños, lanzaron gritos desgarradores, arrancándose los cabellos y echándose unas en brazos de otras. Al final estaban tan apretadas, que apenas podían moverse. Creo que la matanza duró hasta la noche.

Los niños fueron echados más tarde, todos juntos, en una fosa abierta en el patio. Me fué mostrado el número, pero ya no me acuerdo bien. Creo que había setecientos, más una cifra en la que se hallaba un siete o diez y siete.

Ante esta visión quedé aterrorizada; no sabía donde tenía lugar esto; creía que era aquí. Sólo cuando desperté me repuse poco a poco. A la noche siguiente vi a las madres sujetadas con ligaduras y llevadas a sus casas por los soldados. El lugar de la matanza de los niños en Jerusalén fué en el antiguo patio de las ejecuciones, situado a poca distancia del tribunal de Pilatos ; pero en la época de éste sufrió varios cambios. En momentos de la muerte de Jesús vi abrirse la fosa donde habían sido echados los niños degollados; sus almas aparecieron, y salieron de allí.

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