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María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Los Misterios Gozosos del Rosario comentados por María Valtorta

(se rezan los lunes y sábados)

1º La Anunciación del Ángel a la Virgen María y la Encarnación del Hijo de Dios

Lo que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama baja, sin cuja, cubierta por gruesas esteras o tapetes -diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas-. Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de costura –parece un bordado- cuidadosamente doblada.

A uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada por una cortina que palpita movida por un ligero vientecillo, en un taburete bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y suave como la seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce pensamiento.

Hay un gran silencio en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda, tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado.

María comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez en cuando repite “Yeohvah”, intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás. Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los agranda. Y, a pesar de todo, los ojos ríen, sonríen ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible. Resaltando de su vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.

El canto pasa a ser oración: “Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra. Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto. Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!…”. María se queda así ensimismada…

La cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata pura hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se prosterna el Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas, separando, como una pared, el interior del exterior.

El Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante? ¿Con qué substancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas sustancias y usarlas de esa manera perfecta. Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y manos como los nuestros; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se mueve y sonríe y mira y habla.

“¡Salve, María, llena de Gracia, salve!”. La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas contra un metal precioso.

María se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella, con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita.

María, repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas. Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto de delicado pudor.

“No. No temas. ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!”.

A pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador?

“¡No temas, María!” insiste el Arcángel. “Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre “Jesús”. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca. Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar”.

“¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?”.

“No vas a ser madre por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos. El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!”.

María, cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice: “He aquí la esclava de Dios. Hágase de mí según su palabra”.

El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.

 

2º La visita de María Santísima a su prima Santa Isabel

Me encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco-umbrianos. La vegetación es tupida y bonita. Abunda el agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así como el hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.

María sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice: “Este lugar es Hebrón”. Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será “Hebrón” toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.

María está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado, que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres. No lo distingo bien porque –no sé si usted lo tiene presente- tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse. En la parte delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos. En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.

María se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.

María tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un muerto. “Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además se sordo, está mudo. Los dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a Zacarías? ¿Es usted?”.

Aparece un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero… ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!

Nada más entrar, dice: “Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores”.

El viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz: “¡Sara! ¡Sara!”. Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice: “¡Ah…, gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: “¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María…! Si hubiera seguido ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad. En el Templo todos la echan de menos y están tristes. La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras: ‘Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes’”. ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo”.

En vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso –pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las cejas y por el color moreno de su cara-. Contrasta en modo extraño, con su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta que lleva. Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién llegada. Y María –cuyos movimientos son siempre moderados- esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.

Permanecen abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.

Pero Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con veneración como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo: “¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien separadas) ¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón. ¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente! ¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este tiempo! ¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob! ¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!”.

María, con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama: “El alma mía magnifica a su Señor” y continúa el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: “Ha socorrido a Israel, su siervo etc.”, recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

“Zacarías está llegando” dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando absorta. “Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído. Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú; tú, llena de Gracia”.

María se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.

Zacarías, con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada –todavía tiene la espuma- y unas pequeñas tortas.

Isabel da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también al sirviente –al que oigo llamar Samuel- para que lleve el baulillo de María a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con su huésped.

Entretanto, María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia, le dice: “María también es madre. Regocíjate por su felicidad”. Y no dice nada más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda silencio.

 

3º El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en el portal de Belén

EL VIAJE A BELÉN

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “Baja pronto, ¡que hace frío!“. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: «No.» A la tercera vez añade: «Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.»

«¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata.»

Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

«¿ Tienes frío?» pregunta José, porque sopla el aire. «No. Gracias.»
Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

«Dios os bendiga» dice María. «A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti.»

«¿ Venís de lejos?»

«De Nazaret» responde José.

«¿Y vais?»

«A Belén.»

«El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer?»

«Sí.»

«¿Tenéis a donde ir?»

«No.»

«¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar?»

«No muy bien.»

«Bueno.. . te voy a enseñar… porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer… no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar… y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe.»

«Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: «La paz sea contigo.»

Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arriba y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

«Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada…»

«No. Pensaba yo… estoy pensando…» María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: «Estoy pensando que el momento ha llegado.»

«¡Que Dios nos socorra! ¿Qué vamos a hacer?»

«No temas, José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy yo?»

«Pero sufres mucho.»

«¡Oh no!». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: «¡Va a nacer! ¡Va a nacer!» Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: «Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío!»

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: «No insistas. Vámonos. Dios proveerá.»

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

«Oye, galileo» le grita por detrás un viejo. «Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie.»

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. «Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey.» José sonríe. «Mejor que nada…»

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María -el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José- no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.

María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel… ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. «Duerme ahora» le dice. «Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara.»

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

«Pero tú vas a tener frío…»

«No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor.»

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la… puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del fuego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

 

3º NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

(Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta -llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta- debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

«¿ No te has dormido?» le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: «Estoy orando.»

«¿Te hace falta algo?»

«Nada, José.»

«Trata de dormir un poco. Al menos de descansar.»

«Lo haré. Pero el orar no me cansa.»

«Buenas noches, María.»

«Buenas noches, José».

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.

Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.

La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.

Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas como capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengüita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmaculado.

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: «José, ven.»

José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: «Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

«Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.

Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: «Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con Él, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo.» Luego María se inclina y dice: «Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.

«¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡No soy digno!» José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste: «Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales.»

José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: «¡Oh, Señor, Dios mío!» y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.

José mira a su alrededor. Piensa… «Espera» dice. «Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.» Y se pone a hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. «Ya está» dice. «Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente…»

«Toma mi manto» dice María.

«Tendrás frío.»
«¡Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él.»

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.

María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

MARÍA RELATA EL NACIMIENTO DE JESÚS EN LA GRUTA DE BELÉN:
Hacia Belén con los apóstoles y discípulos
(Escrito el 3 de julio de 1945)

Salen de Betania a la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Les siguen los discípulos. El niño encuentra por todas partes motivos para alegrarse; las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que hay muchos corderitos que balan. Pasado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén en medio de dos series de colinas verdes con sus olivares y viñedos, con campos en los que apenas mieses doradas se ven. El valle es fresco, y el camino bastante bueno.

Simón de Jonás se adelanta, llega al grupo de Jesús y pregunta: «¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otros caminos.»

«Es verdad» responde Jesús, «pero es porque veníamos de Jerusalén. Por acá es más breve. Nos separaremos, como habéis decidido, en la tumba de Raquel que las mujeres quieren ver. Luego nos reuniremos en Betsur donde mi Madre quiere detenerse.»

«Así es… pero sería muy hermoso que estuviésemos todos… tu Madre especialmente… porque, en fin de cuentas, la Reina de Belén y de la gruta es Ella, y Ella sabe todo, todo, muy bien… Si lo oyese de sus labios… sería diferente… eso es todo.»

Jesús sonríe al mirar a Simón que insinúa dulcemente su gusto.

«¿Cuál gruta, padre?» pregunta Marziam.

«La gruta en donde nació Jesús.»

«¡Oh! ¡Qué bien! ¡También yo voy!…»

«¡Sería muy hermoso en realidad!» dicen María de Alfeo y Salomé.

«¡Muy hermoso! … Sería regresar para atrás… cuando el mundo te ignoraba es verdad, pero que no te odiaba todavía… Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe… Para mí sería lo mismo que quitarse este peso de amargura que me taladra el corazón desde que sé que te odian, ponerlo allí, en el lugar en donde naciste… Debe quedar ahí la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu sonrisa vaga, allí… y me acariciarían el alma que está tan amargada..» María llora quedito, con recuerdos y con tristeza.

«Si es así iremos, Mamá. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende.»

«Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro…»
«No, Mamá. Simón de Jonás dijo bien. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a su morada.»

Iscariote hace intento de hablar, pero se calla. Jesús que lo ve y comprende, dice: «Si alguien por cansancio o por otra razón no quiere venir, que prosiga hasta Betsur.» Pero nadie dice nada. Prosiguen por el camino del valle que va en dirección de este a occidente. Después dan vuelta al norte para costear una colina que se interpone y así llegan al camino, que lleva de Jerusalén a Belén, exactamente cerca del cubo sobre el que hay una cúpula redonda, que señala la tumba de Raquel. Todos se acercan a orar respetuosamente.

«Aquí nos detuvimos, yo y José… está igual a entonces. Tan solo la estación es diferente. En ese entonces era un día frió de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado y en la noche sobrevino la brisa. Los caminos se endurecieron, pero sobre de ellos pasaron los carros y la gente. Era como un mar lleno de barcas y mi asnito caminaba con fatiga…»

«Y tú, Madre mía, ¿no?»

«Oh, ¡Te tenía a Tí!…» Y lo mira con ojos tan dulces que conmueven. Vuelve a hablar: «La noche se acercaba y José estaba muy preocupado. A cada paso se estaba levantando un viento que cortaba… La gente se dirigía presurosa a Belén, chocando los unos contra los otros, y muchos se enojaban contra mi asnito que caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas… Parecía como si supiese que estabas Tú ahí… y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frió… pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar… ¿Llegar? Que podrías decir: «Yo estaba aquí, desde hace nueve meses”. Pero entonces era como si bajases del Cielo. Los Cielos bajaban, bajaban sobre de mí, y yo veía sus resplandores… Veía arder la divinidad en su gozo de tu próximo nacimiento, y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían … de todo … Frío … viento … gente … ¡de todo! Veía a Dios. . . De cuando en cuando y con esfuerzo lograba traer mi corazón a la tierra y sonreía a José que tenía miedo del frío y del cansancio que soportaba, y que guiaba al asnito por temor de que tropezase, y que me envolvía en la manta por miedo de que me fuese a resfriar .. Pero nada podía acaecer. No sentía los empujones. Me parecía como si caminase sobre un camino de estrellas, entre nubes de luz, como si me llevasen ángeles… y sonreía… primero a ti… te miraba a través de la barrera de la carne. Te miraba dormir con los puñitos cerrados en tu lecho de rosas frescas; Tú, capullo de lirio… luego sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, tan afligido, para darle ánimos… también a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire del Salvador… Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel para que descansase un poco el asnito y para comer poco de pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre. No podía tener hambre… estaba colmada de alegría… Emprendimos otra vez el camino … Venid. Os mostraré en donde encontramos al pastor… no creáis que me equivocaré. Vuelvo a vivir aquella hora y encuentro todos los lugares porque miro todo a través de una luz angelical. El ejército angélico tal vez aquí está de nuevo, invisible a nuestros ojos, pero visible a las almas con su resplandor, y así todo se descubre, todo se vuelve a ver. No pueden engañarse y me llevan… para alegría mía y vuestra. Ved, de aquel campo a éste vino Elías con sus ovejas, y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado, nos detuvimos mientras ordeñaba la leche caliente y restauradora, y le daba sus avisos a José.

Venid, venid… este es el sendero del último valle antes de llegar a Belén. Tomamos éste por el camino principal, al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales… ¡Allí está Belén! Oh, ¡cómo lo amo! ¡Tierra querida de mis padres que me dieron el primer beso de mi Hijo! Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar el Pan verdadero al mundo que muere de hambre. Me abrazaste como una madre, tú, en cuyo seno ha quedado el amor maternal de Raquel. Oh, tú, tierra santa, Belén davídica, primer templo dedicado al Salvador, a la Estrella matinal que nació de Jacob para indicar la ruta de los Cielos al linaje humano. ¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha volvía a resplandecer en las ramas limpias, y parecían cubrirse de diamantes como si hubiesen sido envueltos en un velo impalpable paradisíaco. De las casas salía el humo. La cena se acercaba y el humo, que subía en espirales, hasta este borde, dejaba ver la ciudad que por no estar despejada no se descubría bien… Todo era limpio, silencioso… todo estaba en espera… de Ti, de Ti, ¡Hijo! La tierra presagiaba tu llegada… Te habrían presagiado también los betlemitas, pues no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje… En los hogares buenos y honrados de Belén se apretaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios, los que todavía ahora lo son, y que no podían sentirte… ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, essenios había! Oh, el que ahora ellos no puedan entender, les viene desde aquel entonces en que su corazón fue duro. Lo han cerrado al amor a aquella hermana suya, en aquella noche… y se quedaron, han permanecido en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazar de su amor al prójimo.

Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño no están ya. Basta la naturaleza amiga con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor… Venid sin miedo. Por aquí se da vuelta… Ved allí las ruinas de la Torre de David. ¡Oh! ¡Que la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas para que encontrásemos leña y pudiésemos encender fuego!»

María baja rápida a la gruta. Atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente. Corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo. La siguen los demás. Están conmovidos … El niño, al que no ha dejado ni un momento, parece como si escuchase una narración maravillosa y sus ojitos negros absorben las palabras y acciones de María. No se pierde de nada.

María se levanta, entra: «Todo, todo como entonces… Con excepción de que era de noche… José hizo fuego a la entrada. Entonces, sólo entonces, al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo… nos saludó un buey. Fui a donde estaba, para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno… José, aquí donde estoy, extendió heno que me sirviese de lecho, y lo secó por mí y por ti, Hijo, con el fuego que encendió en aquel rincón… porque era bueno como un padre en su amor de esposo-ángel… y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y queso. Luego se fue allí para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para que tapase la abertura… en realidad bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los cielos, ante Ti, Jesús mío… yo me quedé sobre el heno, al calor de los dos animales, envuelta en mi manto y mi cobija de lana… ¡Querido esposo mío! En aquella hora temerosa en que me encontraba solamente ante el misterio de la maternidad, hora que la mujer por vez primera ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad, me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios salir de mi carne mortal, y él, José, fue para mí como una madre, un ángel… mi consuelo… entonces y… siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José… para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios… y a mí me llegaron las ondas inconmensurables del éxtasis que provenían de un mar de delicias, que me elevaban de nuevo sobre las crestas luminosas cada vez más altas. Me llevaban arriba, arriba con ellas, en un océano de luz, de alegría, de paz, de amor, hasta encontrarme sumergida en el mar de Dios, del seno de Dios… Se oyó una voz de la tierra: «¿Duermes, María?» ¡Oh! ¡Tan lejana! … un eco, un recuerdo de la tierra… Es tan débil que el alma no se sacude y no sé como se pueda decir. Entre tanto subo, subo en ese abismo de fuego, de felicidad infinita, de un preconocimiento de Dios… hasta Él, hasta Él… ¡Oh! Pero ¿eres Tú el que naciste de mí, o soy yo la que nací de fulgores Trinos, aquella noche? ¿Soy yo quien te di, o Tú me aspiraste para darme? No lo sé…

Y luego la bajada, de coro en coro, de astro en astro, de capa en capa, dulce, lenta, bienaventurada feliz como una flor que es llevada en alto por un águila y luego se le deja que se vaya, y que poco a poco desciende sobre las alas del aire, que se hace más hermosa a causa de la lluvia, con su arco iris que se eleva al cielo, y luego se encuentra en el lugar en donde nació… Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón…

Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne; y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo era digno de amarte entre los primeros. Y aquí, entre estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. Y aquí por primera vez estuviste sobre el pecho de José… luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí… Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento, para ver a qué grado puede conducir el amor, para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el cielo al ver la gloria inexhausta de Dios.»
María, que al recordar aquella noche ha ido y venido señalando los lugares, llena de amor, con un parpadear de llanto en sus ojos azules y con una sonrisa de alegría en su boca, se inclina ahora sobre su Jesús, que está sentado sobre una gran piedra, y lo besa en los cabellos, llorando, adorándolo como en aquel entonces …

«Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Y afuera los ángeles, que te adoraban con amor, que te cantaban con cánticos que jamás repetirá creatura humana; que te amaban con el amor de los cielos, con el aire del cielo que entraba con ellos, que te traían con sus fulgores… tu nacimiento, ¡oh bendito!…»

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Más o menos emocionados los presentes se dirigen miradas, como si sobre las telarañas y piedras toscas esperasen ver pintada la escena que acababan de escuchar…

María vuelve a decir: «Éste fue el nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo, infinitamente grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la tierra, escondida bajo las apariencias más comunes.»

«¿Y al día siguiente? ¿Y luego?» Preguntan varios, entre cuyas voces están las de las dos Marías.

«¿El día siguiente? Oh, muy sencillo. Fui la madre que amamanta a su niño, que lo lava, que lo envuelve en pañales como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua, que tomaba del río cercano, sobre el fuego encendido allá afuera para que el humo no hiciese llorar a estos ojitos azules, en el rincón más separado, en una vieja jofaina lavaba a mi Hijo y le ponía pañales frescos. Iba al río a lavar estos y los ponía a secar al sol… y luego, alegría que no puede descifrarse, ponía a mi Hijo sobre mi pecho y el bebía mi leche. Se ponía cada día más bonito y feliz. El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allí afuera para verlo mamar. Aquí la luz no entra, se filtra, y luz y llama dan aspectos caprichosos a las cosas. Fui allá afuera al sol… y miré al Verbo encarnado. La madre conoció entonces a su Hijo, y la sierva de Dios a su Señor. Y fui mujer y adoradora… Después la casa de Ana… Los días que pasaste en la cuna, tus primeros pasos, tus primeras palabras… Pero esto sucedió después, a su tiempo … Nada, nada fue semejante a la hora en que naciste… sólo cuando regrese a Dios encontraré esa plenitud…»

«Pero… ¡partir así cuando se acercaba! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperaron?… El decreto concedía un lapso largo de tiempo para casos excepcionales como el nacimiento o enfermedad… Alfeo me lo dijo…» dice María de Alfeo.

«¿Esperar? Oh, ¡no! Aquella tarde cuando José llevó la noticia, tú y yo, Hijo saltamos de alegría. Era la llamada… porque aquí, sólo aquí debías de nacer, como habían predicho los profetas; y aquel decreto imprevisto fue como un cielo piadoso que borraba de José aún el recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba para ti, para él, para el mundo judío y para el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba dicho. Y como tal así sucedió. ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar?»

«Por todo lo que podía suceder…» vuelve a decir María de Alfeo.

«No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios.»

«Pero ¿sabías que todo sucedería así?»

«Nadie me lo había dicho, y de hecho no pensaba en ello, tanto que para dar ánimos a José permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía, sabía que para la Fiesta de las Luces habría nacido la Luz del Mundo.»

«Tú más bien, mamá, ¿por qué no acompañaste a María? Y ¿por qué no pensó en ello mi padre? Deberíais haber venido también vosotros aquí. ¿No vinisteis todos?» Pregunta con un tono de reproche Judas Tadeo.

«Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano, pero José no quiso esperar.»

«Pero tú al menos…» le objeta Tadeo.

«No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el misterio de este nacimiento.»

«¿Sabía José que sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿cómo podía saberlas él?»

«No sabíamos nada, excepto de que El debía nacer.»

«¿Entonces?»

«Entonces la Sabiduría divina nos guió, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario, que pudiese incitar a Satanás. Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el Mesías es una consecuencia de su primera epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para derramar sangre, odio. ¿Estás contento, Simón de Jonás, que ni hablas y como que ni respiras?»

«Muy contento… tanto, que me parece estar fuera del mundo, en un lugar todavía más santo que si estuviese más allá que el velo del Templo… tanto que… ahora que te he visto en este lugar y con la luz de entonces, creo siempre haberte tratado con respeto, como a una mujer, una gran mujer. Ahora… ahora no me atreveré a decirte como antes: «María». Para mí, antes, eras la Mamá de mi Maestro, ahora, ahora te he visto sobre las cimas de esas ondas celestiales. Te he visto cual reina, y yo miserable soy tu esclavo» se arroja en tierra y besa los pies de María.

Jesús ahora habla: «Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí.»

Pedro va a la izquierda de Jesús, porque María está a la derecha: «¿Quienes somos ahora nosotros? » Pregunta Jesús.

«¿Nosotros? … Somos Jesús, María y Simón.»

«Muy bien. Pero… ¿cuántos somos?»

«Tres, Maestro.»

«Entonces, una trinidad. Un día en el Cielo, en la divina Trinidad afloró un pensamiento: «Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la tierra», y en un palpitar amoroso el Verbo vino a la tierra. Se separó por esto del Padre y del Espíritu Santo. Vino a trabajar a la tierra. En el Cielo los dos se habían quedado, contemplando las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor para ayudar a la Palabra que obra en la tierra. Llegará un día en que del cielo se oirá una orden: “Es tiempo que regreses porque todo está cumplido» y entonces el Verbo regresará a los cielos, así… (Jesús da un paso atrás dejando a María y a Pedro en donde estaban) y de lo alto del cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la tierra, los cuales, por un movimiento santo, se unirán más que nunca, para unir poder y amor y con ellos cumplir el deseo del Verbo: “La Redención del Mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia». Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo con sus rayos de luz entretejerán una cadena para estrechar siempre más a los dos que quedan sobre la tierra: a mi Madre, el amor; y a ti, el poder. Debes, sí, tratar a María como a Reina pero no como esclavo. ¿No te parece?»

«Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el poder? Oh, si debo ser el poder, ¡entonces no me queda más que apoyarme sobre Ella! Oh, Madre de mi Señor, no me abandones jamás, jamás…»

«No tengas miedo. Te tendré siempre así de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar por Sí solo.»

«Y ¿luego?»

«Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón, no dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora, si permanecemos humildes y fieles… Venid ahora acá afuera, cerca del río, a la sombra del árbol que, si estuviese más avanzada la estación del verano, nos proporcionaría manzanas. Venid. Comeremos antes de irnos… ¿En dónde, Hijo mío?»

«En Yala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur.»

Se sientan bajo la sombra del manzano y María se recarga sobre el tronco. Bartolomé la mira fijamente, cómo acepta de su Hijo los alimentos que ha bendecido. ¡Tan joven y todavía emocionada celestialmente con la revelación que acaba de escuchar! Sonríe a su Hijo con ojos de amor y dice en voz baja: «» A la sombra de él me senté y su comida fue dulce a mi paladar».»

Le responde Judas Tadeo: «Es verdad. Ella languidece de amor, pero no se puede decir que despertó bajo un manzano.»

«Y ¿por qué no hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey?» Responde Santiago de Alfeo.

Y Jesús sonriendo dice: «La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco para que con su sonrisa y llanto ahuyentase a la serpiente y desintoxicase el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol por el fruto redentor. Venid, amigos y comed de él. Porque alimentarse de su dulzura es alimentarse de la miel de Dios.»

«Maestro, responde a una pregunta mía que hace tiempo he querido hacerte. El Cántico de que estamos hablando ¿incluye a Ella?» Pregunta despacio Bartolomé mientras María se ocupa del niño y habla con las mujeres.

«Desde el principio del libro se habla de Ella, y de Ella se hablará en los libros futuros hasta que la palabra del hombre se cambie en el sempiterno hosanna de la eterna Ciudad de Dios» y Jesús se dirige a las mujeres.

«¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué Sabiduría! ¡Qué poesía!» Dice Zelote hablando con sus compañeros.

«Pues bien» interviene Iscariote que todavía bajo los sentimientos de días anteriores habla poco, pero tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, dice: «pues bien yo querría comprender por qué debió acaecer la Encarnación. Sólo Dios puede hablar de modo que derrote a Satanás. Sólo Dios puede tener el poder de redención. Esto no lo dudo. Pero me parece que el Verbo no debía de haberse envilecido tanto haciéndose como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia y de las demás de la vida. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulto, en forma adulta? O si quería tener una Madre, ¿podía haberse buscado una adoptiva, así como hizo con su padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o no lo recuerdo.»

«Pregúntaselo; pues que de eso estamos hablando…» dice Tomás.

«Yo no. Lo hice enojar un poco y no me siento perdonado. Preguntádselo por mí.»
«Pero, perdona. Nosotros aceptamos todo sin tener elucubraciones, y ¿debemos hacer la pregunta? ¡No es justo!» Replica Santiago de Zebedeo.

«¿Qué cosa no es justo?» pregunta Jesús.

Silencio. Zelote se hace intérprete de los demás.

«No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Esto para quien tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a la Encarnación real que llevé a cabo, escuchad: «Es justo que así haya sido”. En el futuro Muchos caerán en errores sobre mi Encarnación, y me darán exactamente las formas erróneas que Judas querría que hubiese tomado. Hombre, aparentemente con cuerpo, pero en realidad, fluido como un juego de luces, por lo cual sería y no sería carne real. Y sería y no sería verdadera maternidad de María. En verdad Yo tengo un cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento no fue sino un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa y sin herencia de castigo. Pero no me envilecí al descansar en Ella ¿acaso el maná encerrado en el Tabernáculo se envileció?». No, antes bien se honró con estar ahí. Otros dirán que no teniendo Yo cuerpo real, no padecí y no morí durante mi permanencia en la tierra. No pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que soy Uno con el Padre in eterno, y estoy unido a Dios como hombre, porque en verdad ha acontecido que el Amor haya llegado a lo inimaginable en su perfección, revistiéndose de carne para salvar la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a lo que es común con el hombre excepto el pecado. Nacido, sí, de Ella. Y para vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?»

«Sí, Maestro.»

«Haz lo mismo conmigo.»

Iscariote inclina la cabeza, avergonzado, y tal vez emocionado ante una bondad tan grande.

Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Quién duerme, quién ronca. María se levanta, vuelve a la cueva, Jesús la sigue…

 

4º La presentación del Niño Jesús en el Templo

Veo que de una casita modestísima sale una pareja de personas. Por una escalerita externa baja una jovencísima madre con un niño en brazos envuelto en un lienzo blanco.

Reconozco a esta Mamá nuestra. Es la misma de siempre: pálida y rubia, grácil y muy fina en todos sus movimientos. Va vestida de blanco y arropada con un manto azul pálido, cubre su cabeza un velo blanco. Lleva con mucho cuidado a su Niño.

Al pie de la escalera la está aguardando José al lado de un burrito pardo. José, tanto por lo que se refiere a la túnica como al manto, está vestido todo de marrón claro. Mira a María y le sonríe. Cuando María llega hasta el burrito, José se pasa las riendas del borriquillo al brazo izquierdo y para que María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño, que duerme tranquilo. Luego le vuelve a dar a Jesús y se ponen en camino.

José va andando al lado de María, sujetando siempre por las riendas al jumento y poniendo cuidado en que éste vaya derecho y sin tropiezos. María tiene a Jesús en el regazo, y, como si tuviera miedo a que cogiese frío, le extiende encima un borde de su manto. Los dos esposos hablan poquísimo, pero se sonríen frecuentemente.

El camino, que no es ningún modelo de vía, en una campiña desnuda por la estación que corre, se articula en varias direcciones. Algún que otro viajero se cruza con ellos dos, o los alcanza, pero son raros.

Luego pueden verse algunas casas y unos muros que recintan la ciudad. Los dos esposos entran en ella por una puerta y comienzan el recorrido por la calzada urbana, hecha de adoquines muy separados. El camino es ahora mucho más difícil, ya porque haya un tráfico que en todo momento hace que el burro se detenga, ya porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan, haga continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño.

La calle no es horizontal; sube, aunque ligeramente; es estrecha, entre casas altas de puertecitas estrechas y bajas, de escasas ventanas que dan a la calle. Arriba el cielo se asoma en multitud de listas azules entre unas casas y otras, o más exactamente entre unas terrazas y otras; abajo, en la calle, hay gente y rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando jumentos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que dificulta el paso. En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y de armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparece tras un arco que está a caballo de uno y otro lado de una vía muy estrecha y pedregosa.

José gira a la izquierda y toma una calle más ancha y más bonita. Al fondo de la misma veo el muro almenado que ya conozco.

María, al llegar a una puerta en que hay una especie de paradero para otros burros, baja del suyo. Digo “paradero” porque es una especie de cabaña grande, o, mejor, de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unos palos con unas argollas para atar a los cuadrúpedos.

José da algunas monedas a un hombre que ha venido. Con ellas se procura un poco de heno, luego saca un cubo de agua de un pozo tosco que hay en un ángulo y da las dos cosas al burrito. Después se llega de nuevo hasta donde María y ambos entran en el recinto del Templo.

Se dirigen, primero, hacia un pórtico donde están aquellos a quienes Jesús, pasado el tiempo, pegará egregiamente con un azote, o sea, los vendedores de tórtolas y corderos y los cambistas. José compra dos pichones blancos. No cambia el dinero. Se entiende que tiene ya el que necesita.

José y María se dirigen hacia una puerta lateral que tiene ocho escalones –creo que también las otras puertas; es como si el cubo del Templo estuviera elevado respecto al resto del suelo-. Ésta tiene un gran atrio, como los portales de nuestras casas de ciudad (para que se haga usted una idea), pero más vasto y ornado. En él, a la derecha y a la izquierda, hay como dos altares, dos volúmenes rectangulares cuya finalidad de momento no entiendo bien (parecen pilas, poco profundas: la parte interna es más baja, en algunos centímetros, respecto al borde externo).

Viene un sacerdote –no se si motu proprio o es que José le ha llamado-. María ofrece los dos pobres pichones, y yo, que comprendo cuál será su suerte, dirijo la mirada a otra parte. Observo la decoración de la recargadísima puerta, del techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote asperja a María con agua. Debe ser agua porque no veo manchas en su vestido. Luego María, que junto con los dos pichones había dado un montoncillo de monedas al sacerdote –me había olvidado de decirlo-, entra con José en el Templo propiamente dicho, acompañada por el sacerdote.

Miro a todas partes. Es un lugar decoradísimo. Cabezas de ángeles esculpidas y palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo. La luz penetra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin cristales, y abiertas en diagonal con respecto a la pared. Supongo que será para impedir que entre el agua cuando llueve torrencialmente.

María se adentra hasta un determinado punto en que se detiene. Unos metros más adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual hay otra construcción.

Ahora me doy cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo; traspasar su linde, aparte de los sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo. Lo que yo creía que era el Templo, por tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo, que custodia el Tabernáculo. No sé si me he explicado bien; de todas formas, yo no soy ni arquitecta ni ingeniera.

María ofrece el Niño –que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días- al sacerdote. Éste le toma y le eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el sacerdote se marcha.

Algunos miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano –para mí, sin duda, de más de ochenta años-. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo. María, sonriendo, se lo concede.

Simeón –que yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo, a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel- le toma y le besa. Jesús le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que le observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas y que perla su larga barba blanca hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja tomarlo para entender mejor lo que es. María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo.

Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por la edad.

La sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor. “Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel, y tú eres mucho más que Judit y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo para aguantar el mar de dolor por el que serás la Mujer más grande de la creación, la Madre. Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión”.

Y aquí me cesa la visión.

2 de febrero de 1944.

Dice Jesús:
“De la descripción que has hecho, brotan para todos dos enseñanzas.
Primera: no se manifiesta la verdad a aquel sacerdote que, aun estando inmerso en los ritos, tiene su espíritu ausente; antes bien, se revela a un simple fiel.

El sacerdote –siempre en contacto con la Divinidad, orientado al cuidado de cuanto concierne a Dios, dedicado a todo aquello que es superior a la carne- habría debido intuir en seguida quién era el Niño que ofrecían al Templo esa mañana. Mas, para poder intuir, necesitaba tener un espíritu vivo, y no solamente una vestidura externa de un espíritu que, si no estaba muerto, sí al menos muy soñoliento.

El Espíritu de Dios, puede, si quiere, tronar como un rayo y sacudir como un terremoto al espíritu más cerrado; puede hacerlo. Pero, generalmente –porque es Espíritu de orden como es Orden Dios en cada una de sus Personas y en su modo de actuar-, se efunde y habla, no digo donde existe mérito suficiente para recibir sus manifestaciones –en ese caso, muy pocas veces se manifestaría, y tú no conocerías tampoco sus luces-, sino en donde ve la “buena voluntad” de merecer su manifestación.

¿Cómo se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta donde os es posible. En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad, en la generosidad, en la oración. No en las prácticas. En la oración, Hay menos diferencia entre la noche y el día que entre las prácticas y la oración. Ésta es comunión de espíritu con Dios, de la cual salís con vigor nuevo y decididos a ser cada vez más de Dios. Aquéllas son una costumbre cualquiera, con objetivos diversos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os agrava con culpa de embuste o de desidia.

Simeón tenía esta buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni pruebas. Pero él no había perdido su buena voluntad. Los años y las vicisitudes no habían mellado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios. Y Dios, antes de que los ojos de su siervo fiel se cerrasen a la luz del Sol –en espera de volver a abrirse al Sol de Dios rutilante desde los Cielos, abiertos a mi ascensión después del Martirio- le mandó el rayo de luz del Espíritu para que le guiara al Templo y ver así la Luz que había venido al mundo.

“Movido por el Espíritu Santo” dice el Evangelio. ¡Oh! ¡si los hombres supieran qué perfecto Amigo es el Espíritu Santo; qué Guía, qué Maestro! ¡Oh, si amaran los hombres, e invocaran, a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la Luz, a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más sabrían de aquello que es necesario saber!

Mira, María; mirad, hijos. Simeón esperó durante toda una larga vida “ver la Luz”; saber que se había cumplido la promesa de Dios, Pero no dudó nunca. Nunca se dijo a sí mismo: “Es inútil que persevere en esperar y en orar”. Perseveró. Y obtuvo “ver” lo que no vieron ni el sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador en esa carne infantil que le daba calor y sonrisas. Recibió, a través de mis labios de Niño, la sonrisa de Dios, como primer premio por su vida honrada y pía.

Segunda lección: las palabras de Ana. Ella, profetisa, también ve en mí, recién nacido, al Mesías. Esto, dada su capacidad de profecía, sería natural; pero, escucha, escuchad lo que, impulsada por la fe y la caridad, dice a mi Madre… e iluminad con ello vuestro espíritu, ese espíritu vuestro que tiembla en este tiempo de tinieblas y en esta Fiesta de la Luz. Dice: “A Aquel que ha otorgado un Salvador no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro.”

Considerad que Dios se ha dado para cancelar la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a poder derrotar ahora a los diablos que os torturan? ¿No va a poder enjugar vuestro llanto, dispersando a estos diablos y volviendo a enviar de nuevo la paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe? Pero con fe verdadera, impetuosa, una fe ante la cual el rigor de Dios –indignado por tantas culpas vuestras- caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda, y venga su bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde en un diluvio de sangre querido por vosotros mismos.

Considerad que el Padre, después de haber castigado a los hombres con el diluvio, se dijo a sí mismo y a su Patriarca: “No volveré a maldecir la tierra a causa de los hombres, porque los sentidos y los pensamientos del corazón humano están inclinados al mal ya desde la adolescencia; por tanto no volveré a castigar a todo ser vivo, como he hecho”. Y se ha mostrado fiel a su palabra; no ha vuelto a mandar el diluvio. Sin embargo, vosotros ¿cuántas veces os habéis dicho, y habéis dicho a Dios: “Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no volveremos jamás a hacer guerras, nunca jamás”, para hacerlas luego y cada vez más tremendas? ¿Cuántas veces, ¡oh falsos!, y sin respeto hacia el Señor y hacia vuestra palabra? Y, no obstante, Dios os ayudaría una vez más si la gran masa de los fieles le llamase con fe y amor impetuoso.

¡Oh, vosotros –demasiado pocos para contrapesar a los muchos que mantienen vivo el rigor de Dios- vosotros, los que, a pesar del tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas formas devotos a Él, depositad vuestras fatigas a los pies de Dios! Él sabrá enviaros a su ángel, como envió al Salvador al mundo. No temáis. Estad unidos a la Cruz, que siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, con la crueldad de los hombres y con las tristezas de la vida, a tratar de reducir a la desesperación –o sea, a que queden separados de Dios- a los corazones que no puede atrapar de otra manera”.

 

5º El Niño Jesús, perdido y hallado en el Templo

41. La disputa de Jesús con los doctores en el Templo. La angustia de la Madre y la respuesta del Hijo.
28 de enero de 1944.

Veo a Jesús. Es ya un adolescente. Lleva una túnica blanca que le llega hasta los pies; me parece que es de lino. Encima, se coloca, formando elegantes pliegues, una prenda rectangular de un color rojo pálido. Lleva la cabeza descubierta. Los cabellos, de una coloración más intensa que cuando le vi de niño, le llegan hasta la mitad de las orejas. Es un muchacho de complexión fuerte, muy alto para su edad (muy tierna aún, como refleja el rostro).

Me mira y me sonríe tendiendo las manos hacia mí. Su sonrisa de todas formas se asemeja ya a la que le veo de adulto: dulce y más bien seria. Está solo. Por ahora no veo nada más. Está apoyado en un murete de una callecita toda en subidas y bajadas, pedregosa y con una zanja que está aproximadamente en su centro y que en tiempo de lluvia se transforma en regato; ahora, como el día está sereno, está seca.

Me da la impresión de estarme acercando yo también al murete y de estar mirando alrededor y hacia abajo, como está haciendo Jesús. Veo un grupo de casas; es un grupo desordenado: unas son altas; otras, bajas; van en todos los sentidos. Parece –haciendo una comparación muy pobre pero muy válida- un puñado de cantos blancos esparcidos sobre un terreno oscuro. Las calles, las callejas, son como venas en medio de esa blancura. Ora aquí, ora allá, hay árboles que descuellan por detrás de las tapias; muchos de ellos están en flor, muchos otros están ya cubiertos de hojas nuevas: debe ser primavera.

A la izquierda respecto a mí que estoy mirando, se alza una voluminosa construcción, compuesta de tres niveles de terrazas cubiertas de construcciones, y torres y patios y pórticos; en el centro se eleva una riquísima edificación, más alta, majestuosa, con cúpulas redondeadas, esplendorosas bajo el sol, como si estuvieran recubiertas de metal, cobre u oro. El conjunto está rodeado por una muralla almenada (almenas de esta forma: M, como si fuera una fortaleza). Una torre de mayor altura que las otras, horcada en su base sobre una vía más bien estrecha y en subida, cual severo centinela, domina netamente el vasto conjunto.

Jesús observa fijamente ese lugar. Luego se vuelve otra vez, apoya de nuevo la espalda sobre el murete, como antes, y dirige su mirada hacia una pequeña colina que está frente al conjunto del Templo. El collado sufre el asalto de las casas sólo hasta su base, luego aparece virgen. Veo que una calle termina en ese lugar, con un arco tras el cual sólo hay un camino pavimentado con piedras cuadrangulares, irregulares y mal unidas; no son demasiado grandes, no son como las piedras de las calzadas consulares romanas; parecen más bien las típicas piedras de las antiguas aceras de Viareggio (no sé si existen todavía), pero colocadas sin conexión: un camino de mala muerte. El rostro de Jesús toma un aspecto tan serio, que yo fijo mi atención buscando en este collado la causa de esta melancolía. Pero no encuentro nada de especial; es una elevación del terreno, desnuda, nada más. Eso sí, cuando me vuelvo, he perdido a Jesús; ya no está ahí. Y me quedo adormilada con esta visión.

…Cuando me despierto, con el recuerdo en mi corazón de lo que he visto, recobradas un poco las fuerzas y en paz, porque todos están durmiendo, me encuentro en un lugar que nunca antes había visto. En él hay patios y fuentes, pórticos y casas (más bien pabellones, porque tienen más las características de pabellones que de casas). Hay una gran muchedumbre de gente vestida al viejo uso hebreo, y… mucho griterío. Me miro a mi alrededor y, al hacerlo, me doy cuenta de que estoy dentro de esa construcción que Jesús estaba mirando; efectivamente, veo la muralla almenada que circunda el conjunto, y la torre centinela, y la imponente obra de fábrica que se yergue en su centro, pegando a la cual hay pórticos, muy bellos y amplios, y, bajo éstos, multitud de personas ocupadas, quiénes en una cosa, quiénes en otra.

Comprendo que se trata del recinto del Templo de Jerusalén. Veo fariseos, con sus largas vestiduras ondeantes, sacerdotes vestidos de lino y con una placa de precioso material en la parte superior del pecho y de la frente, y con otros reflejos brillantes esparcidos aquí o allá por los distintos indumentos, muy amplios y blancos, ceñidos a la cintura con un cinturón también de material precioso. Luego veo a otros, menos engalanados, pero que de todas formas deben pertenecer también a la casta sacerdotal, y que están rodeados de discípulos más jóvenes que ellos; comprendo que se trata de los doctores de la Ley. Entre todos estos personajes me encuentro como perdida, porque no sé qué pinto yo ahí.

Me acerco al grupo de los doctores, donde ha comenzado una disputa teológica. Mucha gente hace lo mismo.

Entre los “doctores” hay un grupo capitaneado por uno llamado Gamaliel y por otro, viejo y casi ciego, que apoya a Gamaliel en la disputa; oigo que le llaman Hil.lel (pongo la hache porque oigo una aspiración al principio del nombre), y creo que es o maestro o pariente de Gamaliel: lo deduzco de la confidencia y al mismo tiempo respeto con que éste le trata. El grupo de Gamaliel es de mentalidad más abierta, mientras que el otro grupo, que es el más numeroso, está dirigido por uno llamado Siammai, y adolece de esa intransigencia llena de resentimiento, y retrógrada, tan claramente descrita por el Evangelio.

Gamaliel, rodeado de un nutrido grupo de discípulos, habla de la venida del Mesías, y, apoyándose en la profecía de Daniel, sostiene que el Mesías debe haber nacido ya, puesto que ya han pasado unos diez años desde que se cumplieron las setenta semanas profetizadas contando desde que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo. Siammai le plantea batalla afirmando que, si bien es cierto que el Templo fue reconstruido, no es menos cierto que la esclavitud de Israel ha aumentado, y que la paz que debía haber traído Aquel que los Profetas llaman “Príncipe de la paz” está bien lejos de ser una realidad en el mundo, y especialmente en Jerusalén, oprimida bajo el peso de un enemigo que osa extender su dominio hasta incluso dentro del recinto del Templo, controlado por la Torre Antonia, que está llena de legionarios romanos dispuestos a aplacar con la espada cualquier tumulto de independencia patria.

La disputa, llena de cavilosidades, está destinada a durar. Cada uno de los maestros hace alarde de erudición, no tanto para vencer a su rival, cuanto para atraerse la admiración de los que escuchan; este propósito es evidente.

Del interior del nutrido grupo de fieles se oye una tierna voz de niño: “Gamaliel tiene razón”.

Movimiento en la gente y en el grupo de doctores: buscan al que acaba de interrumpir; de todas formas, no hace falta buscarle, Él no se esconde; antes bien, se abre paso entre la gente y se acerca al grupo de los “rabíes”. Reconozco en Él a mi Jesús adolescente. Se le ve seguro y franco, y sus ojos centellean llenos de inteligencia.

“¿Quién eres?” le preguntan.

“Un hijo de Israel que ha venido a cumplir con lo que la Ley ordena”.

Gusta esta respuesta intrépida y segura, y obtiene sonrisas de aprobación y de benevolencia. Despierta interés el pequeño israelita.

“¿Cómo te llamas?”.

“Jesús de Nazaret”.

Y aquí acaba la benevolencia del grupo de Siammai. Sin embargo, Gamaliel, más benigno, prosigue el diálogo junto con Hil.lel. Es más, es Gamaliel el que, con deferencia, le dice al anciano: “Pregúntale alguna cosa al niño”.

“¿En qué basas tu seguridad?” pregunta Hil.lel.

(Encabezo las respuestas con los nombres para abreviar y para que sea más claro).

Jesús: “En la profecía, que no puede errar respecto a la época, y en los signos que la acompañaron cuando llegó el tiempo de su cumplimiento. Cierto es que César nos domina. Pero el mundo gozaba de gran paz y estaba muy tranquila Palestina cuando se cumplieron las setenta semanas. Tanto es así que le fue posible a César ordenar el censo en sus dominios; no habría podido hacerlo si hubiera habido guerra en el Imperio o revueltas en Palestina. De la misma forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo ese otro de las sesenta y dos más una desde la terminación del Templo, para que el Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía para el pueblo que no le quiso. ¿Podéis dudarlo? ¿No recordáis que la estrella fue vista por los Sabios de Oriente y fue a detenerse justo en el cielo de Belén de Judá, y que las profecías y las visiones, desde Jacob en adelante, indican ese lugar como el destinado a recibir el nacimiento del Mesías, hijo del hijo de Jacob, a través de David, que era de Belén? ¿No os acordáis de Balaam? “Una estrella nacerá de Jacob”. Los Sabios de Oriente, cuya pureza y fe abría sus propios ojos y sus propios oídos, vieron la Estrella y comprendieron su Nombre: “Mesías”, y vinieron a adorar a la Luz que había descendido al mundo”.

Siammai, con mirada maligna: “¿Dices que el Mesías nació cuando la Estrella, en Belén Efratá?”.

Jesús: “Yo lo digo”.

Siammai: “Entonces ya no existe. ¿No sabes, niño, que Herodes mandó matar a todos los nacidos de mujer de un día a dos años de edad de Belén y de los alrededores? Tú, Tú que sabes tan bien la Escritura, debes saber también que “un grito se ha oído en lo alto… Es Raquel que está llorando por sus hijos”. Los valles y las alturas de Belén, que recogieron el llanto de la agonizante Raquel, se llenaron de llanto revivido por las madres ante sus hijos asesinados. Entre ellas estaba, sin duda, también la Madre del Mesías”.

Jesús: “Te equivocas, anciano. El llanto de Raquel hízose himno, pues donde ella había dado a luz al “hijo de su dolor”, la nueva Raquel dio al mundo al Benjamín del Padre celestial, Hijo de su derecha, Aquel que ha sido destinado para congregar al pueblo de Dios bajo su cetro y liberarle de la más terrible de las esclavitudes”.

Siammai: “¿Y cómo, si le mataron?”.

Jesús: “¿No has leído de Elías que fue raptado por el carro de fuego? ¿Y no va a haber podido salvar el Señor Dios a su Emmanuel para que fuera Mesías de su pueblo? Él, que separó el mar ante Moisés para que Israel pasase sin mojarse hacia su tierra, ¿no va a haber podido mandar a sus ángeles a librar a su Hijo, a su Cristo, de la crueldad del hombre? En verdad os digo: el Cristo vive y está entre vosotros, y cuando llegue su hora se manifestará en su potencia”. La voz de Jesús, al decir estas palabras que he subrayado, resuena en un modo que llena el espacio. Sus ojos centellean aún más, y, con un gesto de dominio y de promesa, tiende el brazo y la mano derecha, y luego los baja, como para jurar. Es todavía un niño, pero ya tiene la solemnidad de un hombre.

Hil.lel: “Niño, ¿quién te ha enseñado estas palabras?”.

Jesús: “El Espíritu de Dios. Yo no tengo maestro humano. Ésta es la Palabra del Señor que os habla a través de mis labios”.

Hil.lel: “Ven aquí entre nosotros, que quiero verte de cerca, ¡oh, niño!, para que mi esperanza se reavive en contacto con tu fe y mi alma se ilumine con el sol de la tuya”.

Y le sientan a Jesús en un asiento alto y sin respaldo, entre Gamaliel e Hil.lel, y le entregan unos rollos para que los lea y los explique. Es un examen en toda regla. La muchedumbre se agolpa atenta.

La voz infantil de Jesús lee: “‘Consuélate, pueblo mío. Hablad al corazón de Jerusalén, consoladla porque su esclavitud ha terminado… Voz de uno que grita en el desierto: preparad los caminos del Señor… Entonces se manifestará la gloria del Señor…’”.

Siammai: “Como puedes ver, nazareno, aquí se habla de una esclavitud ya terminada. Y nosotros somos ahora más esclavos que nunca. Aquí se habla de un precursor. ¿Dónde está? Tú desvarías”.

Jesús: “Yo te digo que tú y los que son como tú, más que los demás, necesitáis escuchar la llamada del Precursor. Si no, no veréis la gloria del Señor, ni comprenderás la palabra de Dios, porque las bajezas, las soberbias, las dobleces, te obstaculizarán ver y oír”.

Siammai: “¿Así le hablas a un maestro?”.

Jesús: “Así hablo y así hablaré hasta la muerte. Porque por encima de mi propio beneficio está el interés del Señor y el amor a la Verdad, de la cual soy Hijo. Y además te digo, rabí, que la esclavitud de que habla el Profeta, que es de la que Yo hablo, no es la que crees, como tampoco la regalidad será la que tú piensas. Antes bien, por mérito del Mesías, el hombre será liberado de la esclavitud del Mal que le separa de Dios, y la señal del Cristo, liberados los espíritus de todo yugo, hechos súbditos del Reino eterno, signará a éstos. Todas las naciones inclinarán su cabeza, ¡oh, estirpe de David!, ante el Vástago de ti nacido, árbol ahora que extiende sus ramas sobre toda la Tierra y se alza hacia el Cielo. Y en el Cielo y en la Tierra toda boca glorificará su Nombre y doblará su rodilla ante el Ungido de Dios, ante el Príncipe de la Paz, el Caudillo, ante Aquel que, tomando de sí mismo, embriagará a toda alma cansada y saciará toda alma hambrienta; el Santo que estipulará una alianza entre la Tierra y el Cielo; no como la que fue estipulada con los Padres de Israel cuando Dios los sacó de Egipto (siguiendo considerándolos de todas formas siervos), sino imprimiendo la paternidad celeste en el espíritu de los hombres con la gracia de nuevo infundida por los méritos del Redentor, por el cual todos los hombres buenos conocerán al Señor y el Santuario de Dios no volverá a ser destruido y hollado”.

Siammai: “¡Pero, niño, no blasfemes! Acuérdate de Daniel, que dice que, cuando hayan matado al Cristo, el Templo y la Ciudad serán destruidos por un pueblo y por un caudillo venideros. ¡Y tú sostienes que el Santuario de Dios no volverá a ser derribado! ¡Respeta a los Profetas!”.

Jesús: “En verdad te digo que hay Uno que está por encima de los Profetas, y tú no le conoces, ni le conocerás, porque te falta el deseo de ello. Y has de saber que todo cuanto he dicho es verdad. No conocerá ya la muerte el Santuario verdadero. Al igual que su Santificador, resucitará para vida eterna y, al final de los días del mundo, vivirá en el Cielo”.

Hil.lel.: “Préstame atención, niño. Ageo dice: “…Vendrá el Deseado de las gentes… Grande será entonces la gloria de esta casa, y de esta última más que de la primera”. ¿Crees que se refiere al Santuario de que Tú hablas?”.

Jesús: “Sí, maestro. Esto es lo que quiere decir. Tu rectitud te conduce hacia la Luz, y Yo te digo que, una vez consumado el Sacrificio del Cristo, recibirás paz porque eres un israelita sin malicia”.

Gamaliel: “Dime, Jesús: ¿Cómo puede esperarse la paz de que hablan los Profetas, si tenemos en cuenta que este pueblo ha de sufrir la devastación de la guerra? Habla y dame luz también a mí”.

Jesús: “¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvieron presentes la noche del nacimiento del Cristo dijeron que las formaciones angélicas cantaron: “Paz a los hombres de buena voluntad”? Ahora bien, este pueblo no tiene buena voluntad, y no gozará de paz; no reconocerá a su Rey, al Justo, al Salvador, porque le espera como rey con poder humano, mientras que es Rey del espíritu; y no le amará, puesto que el Cristo predicará lo que no les gusta a este pueblo. Los enemigos, los que llevan carros y caballos, no serán subyugados por el Cristo; sí los del alma, los que doblegan, para infernal dominio, el corazón del hombre, creado por el Señor. Y no es ésta la victoria que de Él espera Israel. Tu Rey vendrá, Jerusalén, sobre “la asna y el pollino”, o sea, los justos de Israel y los gentiles; mas Yo os digo que el pollino le será más fiel a Él y, precediendo a la asna, le seguirá, y crecerá en el camino de la Verdad y de la Vida. Israel, por su mala voluntad, perderá la paz, y sufrirá en sí, durante siglos, aquello mismo que hará sufrir a su Rey al convertirle en Rey de dolor de que habla Isaías”.

Siammai: “Tu boca tiene al mismo tiempo sabor de leche y de blasfemia, nazareno. Responde: ¿Dónde está el Precursor? ¿Cuándo lo tuvimos?”.

Jesús: “Él es ya una realidad. ¿No dice Malaquías: Yo envío a mi ángel para que prepare delante de mí el camino; en seguida vendrá a su Templo el Dominador que buscáis y el Ángel del Testamento, anhelado por vosotros’? Luego entonces el Precursor precede inmediatamente al Cristo. Él es ya una realidad, como también lo es el Cristo. Si transcurrieran años entre quien prepara los caminos al Señor y el Cristo, todos los caminos volverían a llenarse de obstáculos y a hacerse retortijados. Esto lo sabe Dios y ha previsto que el Precursor preceda en una hora sólo al Maestro. Cuando veáis al Precursor, podréis decir: “Comienza la misión del Cristo”. Y a ti te digo que el Cristo abrirá muchos ojos y muchos oídos cuando venga a estos caminos; mas no vendrá a los tuyos, ni a los de los que son como tú. Vosotros le daréis muerte por la Vida que os trae. Pero cuando –más alto que este Templo, más alto que el Tabernáculo que está dentro del Santo de los Santos, más alto que la Gloria que está sostenida por los Querubines- el Redentor ocupe su trono y su altar, de sus numerosísimas heridas fluirán: maldición para los deicidas; vida para los gentiles. Porque Él, ¡oh, maestro insipiente!, no es, lo repito, Rey de un reino humano, sino de un Reino espiritual, y sus súbditos serán únicamente aquellos que por su amor sepan renovarse en el espíritu y, como Jonás, nacer una segunda vez, en tierras nuevas, ‘las de Dios’, a través de la generación espiritual que tendrá lugar por Cristo, el cual dará a la humanidad la Vida verdadera”.

Siammai y sus seguidores: “¡Este nazareno es Satanás!”.

Hil.lel y los suyos: “No. Este niño es un Profeta de Dios. Quédate conmigo, Niño; así mi ancianidad transfundirá lo que sabe en tu saber, y Tú serás Maestro del pueblo de Dios”.

Jesús: En verdad te digo que si muchos fueran como tú, Israel sanaría; mas la hora mía no ha llegado. A mí me hablan las voces del Cielo, y debo recogerlas en la soledad hasta que llegue mi hora. Entonces hablaré, con los labios y con la sangre, a Jerusalén; y correré la misma suerte que corrieron los Profetas, a quienes Jerusalén misma lapidó y les quitó la vida. Pero sobre mi ser está el del Señor Dios, al cual Yo me someto como siervo fiel para hacer de mí escabel de su gloria, en espera de que Él haga del mundo escabel para los pies del Cristo. Esperadme en mi hora. Estas piedras oirán de nuevo mi voz y trepidarán cuando diga mis palabras últimas. Bienaventurado los que hayan oído a Dios en esa voz y crean en Él a través de ella: el Cristo les dará ese Reino que vuestro egoísmo sueña humano y que, sin embargo, es celeste, y por el cual Yo digo: “Aquí tienes a tu siervo, Señor, que ha venido a hacer tu voluntad. Consúmala, porque ardo en deseos de cumplirla’”.

Y con la imagen de Jesús con su rostro inflamado de ardor espiritual elevado al cielo, con los brazos abiertos, erguido entre los atónitos doctores, me termina la visión.

22 de febrero de 1944.

Dice Jesús:
“Volvemos muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo, donde Yo, con doce años, estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de Jerusalén al Templo.

Observa la angustia de María al ver –una vez congregados de nuevo juntos hombres y mujeres- que Yo no estoy con José.

No levanta la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos.

Ya no siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja el camastro que se estaba preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta, José la sigue, la ayuda. Un día de camino en dirección contraria, luego la angustiosa búsqueda por la Ciudad.

¿Dónde, dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas características! Demasiado poco para poder decir: “¡Le he visto! ¡Estaba allí o allá!”.

Y vemos a María, pasados tres días, símbolo de otros tres días de futura angustia, entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre, corre la pobre Mamá hacia donde oye una voz de niño. Hasta los balidos de los corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas llega a oídos de María la amada voz diciendo: ‘Estas piedras trepidarán…’. Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre los doctores.

María es la Virgen prudente. Pero esta vez la congoja sobrepuja su comedimiento. Es una presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza, levantándole y bajándole del escabel, y exclama: “¡Oh! ¿Por qué nos has hecho esto! Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de dolor, Hijo. Tu padre está derrengado de cansancio. ¿Por qué, Jesús?”.

No se preguntan los “porqués” a Aquel que sabe, los “porqués de su forma de actuar. A los que han sido llamados no se les pregunta “por qué” dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo era Sabiduría y sabía; Yo había “sido llamado” a una misión y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está Dios, Padre divino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre.

Termino de enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la mano, de esa mano humilde y obediente; pero mis palabras también quedaron en su corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha alegría y mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas nunca volverá a preguntar: “¿Por qué nos has hecho esto, Hijo mío?”.

¡Aprended, hombres arrogantes!

He explicado e iluminado Yo la visión porque tú no estás en condiciones de hacer más”.

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Los Misterios Gloriosos del Rosario comentados por Maria Valtorta

(se rezan los miércoles y domingos)

1º La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo

1. LA MAÑANA DE LA RESURRECCIÓN
(Escrito el 1° de abril de 1945)

Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa.

Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo, como si apenas hubiera terminado la cena.
«El lo ha dicho» dice Juan.

«También dijo: «¡No durmáis»! Lo mismo que: «No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir». Y… y añadió: «Tú me negarás…»» Pedro llora de nuevo mientras añade con negro dolor: « ¡Y yo renegué de El!»

« ¡Basta Pedro! Ya has tornado. ¡Basta de atormentarte!»

«Jamás, jamás bastará. Aunque llegara a ser viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese setecientos o novecientos años como Adán y Sus primeros descendientes no olvidaré jamás esta pena.»

« ¿No confías en su misericordia?»

«Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha tornado, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: «No lo conozco», porque en esos momentos era peligroso conocerlo, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento… El marchó a la muerte y yo… pensé en salvar mi vida, y para esto lo rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberlo dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera… peor que…»

Magdalena atraída por los gritos entra. «No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerzas para nada y todo le hace mal. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido…»

« ¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros, los fuertes, los hombres, huimos. ¡Oh, qué desprecio debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tú pie sobre la boca que mintió. Ponla bajo la suela de tu sandalia, donde habrá un poco de su sangre. Y solo esa sangre mezclada con el polvo del camino podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy?»
« ¡Eres un gran soberbio!» le contesta calmadamente Magdalena. « ¿Te duele? Puede ser. Pero tú crees que de las diez partes de tu dolor, cinco, para no ofenderte con decir seis, proceden del dolor de poder ser despreciado. Si continúas chillando, haciendo tonterías como una estúpida mujercilla, de veras que te despreciaré. Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. Yo… tú sabes lo que fui… Pero cuando comprendí que era más despreciable que un vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin pedir excusas, sin dármela. ¿El mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. El mundo decía: «¿Un nuevo capricho de la prostituta?» ¿Y el seguir a Jesús lo llamaba con una blasfemia? Tenía razón. El mundo no podía olvidar mi conducta anterior, que justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y qué? El mundo ha tenido que convencerse que María no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate.»

«Eres dura, María» objeta Juan.

«Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es el amor. Yo… he despedazado mi pasión con el azote de mi querer. Y lo haré más. ¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a El sino un corazón pisoteado… Mira… he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos… Y con más valor que las otras lo descubriré… ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al sólo pensarlo). Lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas… Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero… Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme con este cuerpo mío manchado junto a su santidad… Quisiera… Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para hacer la última unción…»

Llora ahora despacio, sin estremecimientos. ¡Cuan diversa es de la Magdalena teatral que nos presentan! Es el mismo llanto sin ruido en que prorrumpió el día en que la perdonó Jesús en casa del fariseo. « ¿Dices tú que… tendrán miedo las mujeres?» le pregunta Pedro.
«No… Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto… hinchado… negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias.»

« ¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?»

« ¡Ah, eso no! Nosotras todas vamos, porque fuimos las que estuvimos allá arriba. Por esto es justo que todas estén alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola…»

« ¿No va Ella?»

«No queremos que vaya.»

«Está segura que resucitará… ¿Y tú?»

«Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. El lo ha dicho. El nunca miente… ¡El!… Antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor… Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atreveré a darle un nombre… ¿Qué le diré cuando lo vea?»

« ¿Pero crees que resucitará?…»

« ¡No hay duda! Con seguiros diciendo que creo y con el oíros decir que no creéis, terminaré también como vosotros. He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Para mañana, porque mañana es el tercer día, se la llevará. La tengo a la mano…»

« ¡Acabas de decir que estará negro, hinchado, feo!»

«Feo jamás. Feo es el pecado. ¡Sí, estará negro! ¡Y qué! ¿Lázaro no estaba ya corrupto?, y con todo resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero si lo afirmo!… No digáis nada, ¡vosotros faltos de fe! También dentro de mí la razón humana me dice: «Ha muerto y no resucitará». Pero mi espíritu, «su» espíritu, porque El me dio un nuevo espíritu, grita, y parecen ser toques de trompetas doradas que dijeren: «¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!» ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania… Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico obedeciendo de este modo que si lo hubiera arrancado de sus enemigos con las armas. He creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos .ver mejor, iremos al sepulcro…»

Magdalena con su cara quemada del llanto se va. Va a donde la Virgen.

« ¿Qué le pasó a Pedro?»

«Una crisis de nervios. Ya se le pasó.». «No seas dura, María. El sufre.»
«También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya lo has curado… Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú, ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos… Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que lo amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada… que me esfuerzo en serlo. Lo esperaremos… A los que no creen los echaremos de aquella parte… Traeré aquí muchas rosas… Voy a hacer que traigan hoy el cofre… Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Largo todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado… Muchas rosas… Tú te pondrás un nuevo vestido… No debes estar así. Te peinaré, te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, te haré de madre… Finalmente tendré el consuelo de cuidar de alguien que es más inocente que un recién nacido.» Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás las orejas, le seca las lágrimas que siguen bajando por su vestido…
Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado.

«No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara» dice.

Se hacen a un lado. Ponen sobre una mesa larga, no ancha, todas sus cosas y luego dan un vistazo a los bálsamos, mezclando en el mortero, con polvo blanco que secan a puños de un costalito, la pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas.

Magdalena dice: «No esperaba haberte preparado esta unción.» Porque ha sido la que ha dirigido la preparación de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas se distingue.

Todas lloran después de las palabras de Magdalena.

Han terminado. Todos los vasos están llenos.

Salen con las ánforas vacías, el mortero que no utilizarán, con muchas lámparas, de las cuales quedan dos en la habitación, que con sus llamitas tímidas, parecen temblorosas.

Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco trío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo.

María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya.
«No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y sólo has bebido un poco de agua.»

«Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente. »

«No tengas miedo. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Mira que bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuánto!…»

«No dejaremos miembro o herida. Lo haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Lo pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro. »

La Virgen insiste: «Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de El. Sólo en estos tres años que fue del mundo, lo cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el inundo lo ha rechazado y renegado de El, nuevamente es mío. Torno a ser su sierva.»

Al umbral se han asomado Pedro y Juan sin que las mujeres los vieran. Pedro al oír las últimas palabras se va. Se esconde en un rincón a llorar su pecado. Juan no se muevo, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.

Magdalena lleva nuevamente a María a su asiento. Se le arrodilla, la abraza en las rodillas, levantando su cara dolorosa y enamorada. Le dice: «El sabe y ve todo con su Espíritu. Pero a su cuerpo le diré tu amor, tu deseo con besos. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es! ¡Qué hambre es! Qué nostalgia de estar con quién para nosotros es el amor. Y esto aun en los viles amores que parecen oro, y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la misericordia viviente, que los hombres no han logrado amar, mucho mejor puede comprender qué cosa sea tu amor, Madre. Sabes que yo sé amar. Sabes que El lo ha dicho, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno, que yo sé amar mucho. Ahora este grandísimo amor mío, como agua que se desborda de una aljofaina, como rosal en flor que cae de un alto muro, como llama que, encontrando yesca, más aumenta, se ha desbordado sobre El, y de El que es Amor, ha obtenido una nueva potencia… Que esta fuerza mía de amor no pudo ponerse en su lugar en la cruz/…. Pero lo que por El no he podido hacer — padecer, sangrar, morir en su lugar, entre las befas de todo un mundo, feliz, feliz, feliz de sufrir en su lugar, estoy cierta que hubiera ardido el hilo de mi pobre vida más por el amor triunfante que por el patíbulo infame, y habría nacido de las cenizas la nueva cándida flor de una vida pura, virginal, ignorante de todo que no fuere Dios — todo lo que no he podido hacer por El, lo puedo hacer por ti aún… Madre a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que siempre se asoma a la gracia, sabré mucho mejor acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas más con mi amor sacado de mi corazón oprimido del amor y del dolor, que con los ungüentos. Y la muerte no tocará esos miembros que tanto amor manifestaron y tanto reciben. Huirá la muerte, porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado.»

María besa a esta apasionada discípula que ha sabido encontrar a quien merece esta compasión y que cede a sus súplicas.

Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda otra. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.

La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria.

Juan pregunta: « ¿De veras no me necesitáis?»

«No. Puedes servir aquí. Hasta pronto.»

Juan regresa donde María. «No quisieron que las acompañara…» murmura despacio.

«No te preocupes. Esas van donde Jesús, y tú te quedas conmigo, Juan. Oremos juntos un poco. ¿Dónde está Pedro?»

«No sé. Por ahí ha de estar… No lo veo. Es… Creía yo que era más fuerte… También yo estoy afligido, pero él…»

«Tiene en el corazón dos dolores. Tú uno solo. Ven. Oremos también por él.»

María recita lentamente el «Padre nuestro». Acaricia a Juan y le dice: «Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas, en estas horas, que no soporta ni siquiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano extraviado. Empieza tu predicación con él. En tu camino que será largo, encontrarás siempre a muchos semejantes a él. Empieza tu trabajo con tu compañero…»

« ¿Pero qué le debo decir?… No sé… Todo lo hace llorar…»

«Repite su precepto de amor. Dile que quien sólo teme no conoce suficientemente todavía a Dios, porque El es Amor. Si te replica: «He pecado», contéstale que Dios tanto ha amado a los pecadores que por ellos ha enviado a su Unigénito n. Dile que a tanto amor se le corresponde con amor. El amor da confianza en el bondadísimo Señor. Esta confianza nos sostendrá en el juicio porque reconocimos la Sabiduría y Bondad divinas. Digamos: «Soy una pobre criatura. El lo sabe y me da a Jesús como prenda de perdón v columna de sostén. Mi miseria desaparece al unirme con Jesús». Todo se perdona en su nombre… Ve, Juan. Dile esto. Yo me quedo aquí, con mi Jesús…» y acaricia el Sudario.

Juan sale cerrando la puerta tras sí.

María se pone de rodillas como la noche anterior, mirando fijamente la santa Faz en el lienzo de la Verónica. Ora y habla con su Hijo. Muestra fortaleza para dar fuerzas a los demás. Cuando está sola se dobla bajo el aplastante peso de su cruz/.. Sin embargo, de vez en vez cual llama, su alma se levanta hacia una esperanza que en Ella no puede morir, que más bien aumenta según las horas van pasando. Sus esperanzas las dirige al Padre. Sus esperanzas y su petición.

2. EL ALBA DE LA PASCUA. LAMENTO. PLEGARIA DE LA VIRGEN
(Escrito, el 21 de febrero de 1944)

Sigo viendo la habitación donde María llora. Está sentada en su silla, afligidísima, exhausta, deshonrada por tanto llorar.

También las mujeres están. A la luz de lámparas de aceite preparan los aromas mezclándolos.
Las mujeres en medio de lágrimas siguen trabajando. Magdalena es la que dijo esas palabras quo hacen llorar fuertemente a todas las mujeres. La cara de Magdalena está enrojecida por el llanto.

Cuando han terminado do preparar todo, se ponen los chales o mantos. También María se levanta, pero la rodean y le dicen que no debe ir. Sería muy cruel hacerle ver de nuevo a su Hijo que ciertamente, a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción. Además Ella está tan exhausta para poder caminar. No ha hecho más que llorar y orar. No ha comido nada, ni descansado. Que se quede tranquila y que confíe en ellas, que cual discípulas amorosas, harán sus veces, y brindarán al santo cuerpo todos los cuidados necesarios para una definitiva sepultura.

María acepta al fin. Magdalena, arrodillada a sus pies, pero apoyada sobre sus calcañales, en su habitual postura, le abraza las rodillas, la mira con sus ojos enrojecidos de llanto, y le promete que transmitirá a Jesús todo el amor suyo, mientras lo embalsamen. Ella sabe qué cosa es amor. Ha pasado del amor vergonzoso al amor santo por la Misericordia que los hombres han matado. Sabe amar. Jesús se lo dijo aquella tarde que fue el alba de su nueva vida, que sabe amar mucho. Que se fíe de ella, de ella que en aquella ocasión supo acariciar los pies de Jesús tan dulcemente, ahora sabrá acariciar las heridas y embalsamárselas más con su amor que con ungüentos, para que la muerte no pueda hincar su diente en ese cuerpo que tanto amó y que también es amado.

La voz de Magdalena está impregnada de pasión. Parece un terciopelo que envolviese un órgano, pues su voz tiene esa tonalidad preñada de calor, de pasión. Se tiene la sensación de escuchar a un alma que se estremece. Que ha sabido imprimir su deseo. Que está destinada a amar. Y ahora que Jesús la ha salvado, sabe mostrar con inmensa fuerza su amor al Amor divino. No olvidaré esta voz femenina que es una confesión de su íntima sique. No la olvidaré jamás.

Las mujeres salen llevando una lámpara. La casa está oscura y también el camino. Apenas una señal de luz, allá en el lejano oriente. La luz fresca y pura de un amanecer abrileño. El camino está sumido en el silencio y soledad. Las mujeres envueltas en sus mantos, sin hablar se dirigen al sepulcro de Jesús. Ella, ahora que está sola, se ha puesto nuevamente a orar de rodillas teniendo ante sí el velo que está extendido contra la cara de una especie de cofre, sostenido con clavos. María ora y habla a su Hijo. Es siempre la misma aflicción, mezclada con una esperanza de angustia.

« ¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Madre no sufre más el pensar que estás muerto allá. Tú lo dijiste y nadie te comprendió. ¡Pero yo sí! «Destruid el Templo de Dios y Yo lo reedificaré en tres días». Ha empezado el tercer día. ¡Oh, Jesús mío! No esperes que se termine para regresar a la vida, para regresar a tu Mamá que tiene necesidad de verte vivo para no morir recordándote muerto, que tiene necesidad de verte bello, triunfante, para no morir recordándote en ese sepulcro en que te he dejado.

¡Oh, Padre, Padre, devuélveme a mi Hijo! Que lo vea regresar como Hombre y no como un cadáver, como a Rey y no como a un sentenciado. Después, lo sé, El volverá a Ti, al cielo. Pero lo habré visto curado de tanto mal, lo habré visto fuerte después de su gran debilidad, lo habré visto triunfante después de su gran lucha, lo habré visto como a Dios después de que tanto sufrió por los hombres. Me sentiré feliz aun cuando no lo tenga cerca. Sabré que estará contigo, Padre Santo, sabré que para siempre está fuera del dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar que está en el sepulcro, está allí muerto por los dolores que le hicieron sufrir, que El, mi Hijo-Dios, está sujeto a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, El, tu Viviente.

Padre, Padre, escucha a tu sierva. Por aquel «sí»… Nunca te he pedido nada porque siempre he obedecido tu voluntad, tu voluntad que es la mía. Nada debía exigirte por haber sacrificado mi voluntad a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, ahora, por aquel «sí» que di al Ángel mensajero ‘, escúchame, oh Padre!

Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas, y ahora está ya fuera del alcance del dolor. Pero yo hace tres días que estoy agonizando. Tú ves mi corazón v oyes su palpitar. Nuestro Jesús ha dicho que ningún pájaro pierde una pluma sin que Tú no lo veas, que no se marchita ninguna flor en el campo, sin que no consueles su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh Padre, muero de este dolor! Trátame como al pajarito que revistes de nuevo plumaje, como a la flor que refrescas, que calmas su sed con tu piedad. Estoy yerta del dolor. No tengo más sangre en las venas. Hubo un tiempo en que se convirtió en leche para alimentar a tu Hijo y mío; ahora es todo llanto porque no lo tengo más. Me lo han matado, matado, Padre, y ¡Tú sabes en qué forma!

¡No tengo más sangre! La he derramado con El en la noche del jueves, en el terrible viernes. Tengo frío como el que se ha desangrado. No tengo más sol, porque El está muerto, mi santo Sol, mi Sol bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para la salvación del mundo. No tengo más descanso porque no lo tengo más a El que es la más dulce de las fuentes para su Mamá que bebía su palabra, que calmaba su sed con su presencia. Soy como una flor en seco arenal. Me muero, me muero, Padre santo. No tengo miedo a morir, porque también mi Hijo ha muerto. ¿Pero qué harán estos pequeños, la pequeña grey de mi Hijo, tan débil, miedosa, voluble, si no hay quien la sostenga? No soy nada, Padre, pero por deseos de mi Hijo soy como un ejército armado. Defiendo, defenderé su doctrina, su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo, cordera, seré una loba para defender lo que es de mi Hijo y, por consiguiente, lo que es tuyo.

Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad arrancó las ramas de sus olivares, de sus jardines, sacó de sus casas a sus habitantes que todos hasta enronquecer gritaron: «¡Hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en el nombre del Señor!» Y mientras pasaba sobre alfombras de ramos, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes se lo señalaban diciendo: «Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel». Y cuando todavía no se habían secado esos ramos y las gargantas todavía estaban roncas de los hosannas, cambiaron sus gritos y se pusieron a acusar, a maldecir, a pedir su muerte; y con las ramas que emplearon para el triunfo hicieron garrotes para golpear al Cordero que llevaron a la muerte.
Si tanto han hecho cuando vivió entre ellos, les habló, les sonreía, los miraba con esos ojos que derriten el corazón, y hasta las mismas piedras se sienten conmovidas, les hacía bien, les enseñaba, ¿qué harán cuando El haya regresado a Ti?

Tú has visto cómo se portaron sus discípulos. Uno lo traicionó, los otros huyeron. Fue suficiente que hubiera sido aprehendido para que hubieran huido como ovejas cobardes; y no supieron estar a su alrededor cuando moría. Uno solo, el más joven, se quedó. Ahora viene el anciano. Renegó de El. Cuando Jesús no esté más aquí a defenderlo, ¿sabrá permanecer en la fe?

Yo soy nada, pero hay un poco de mi Hijo en mí, y mi amor suple lo que falta y lo anula. De este modo me convierto en algo útil a la causa de tu Hijo, a su Iglesia que no encontrará jamás paz y que tiene necesidad de echar raíces profundas para que los vientos no la arranquen. Seré yo quien cuide de ella. Como hortelana diligente vigilaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Después no me preocupará el morir. Pero no puedo vivir más si sigo sin Jesús.
¡Oh Padre!, que has abandonado a tu Hijo por el bien de los hombres, que después lo has consolado, porque ciertamente lo has aceptado en tu seno después de su muerte, no me dejes más en el abandono. Lo que sufro lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero confórtame ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, Espíritu divino! Acuérdate de tu Virgen.»

Después, postrada contra el suelo, parece orar. Realmente es un ser destrozado. Se parece a esa flor muerta de sed de que habló. Ni siquiera advierte el sacudimiento de un terremoto breve que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras que Pedro y Juan, pálidos cual muertos, se arrastran hasta el umbral de la habitación. Al ver a la Virgen tan absorta en su oración, lejana de todo lo que no sea Dios, se retiran cerrando la puerta, y espantados regresan al cenáculo.

3. LA RESURRECCIÓN
(Escrito el 1° de abril de 1945)

En el huerto todo es silencio y brillar de rocío. Después de haber olvidado su azul-negro, con pespuntes de estrellas que por toda la noche han contemplado el mundo, el cielo va tomando los tintes de un zafiro más claro. El alba va empujando de oriente a occidente las zonas todavía oscuras, como la onda durante la marea alta que avanza siempre más, cubriendo la oscura playa, y sustituyendo el gris negro de la mojada arena y de los arrecifes con el azul marino del agua.

Alguna que otra estrella no quiere morir, aunque su parpadear es cada vez más débil, bajo la onda de luz blanco-verdosa del alba, de un color gris-lechoso, como la fronda de aquellos soñolientos olivos que coronan a ese montecillo poco lejano. Y luego naufraga sumergida por la onda del alba, como tierra que el agua cubre. El cielo pierde sus ejércitos de estrellas, y sólo, allá en las extremidades occidentales, tres, luego dos, finalmente una, se quedan a con templar ese prodigio diario que es la aurora cuando surge.

Y cuando un hilo de color rosa tira una línea sobre la seda de color turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento pasa por la fronda, por las hierbas diciendo: «Despertaos. El día ha salido.» Pero no despierta sino la fronda y la hierba, que se estremecen bajo sus diamantes de rocío y hacen un tenue movimiento, acompañado de las melodías que las gotas dejan al caer.

Los pajarillos aún no se despiertan entre el tupido ramaje de un altísimo ciprés que parece dominar como señor en su reino, ni en el seto vivo de laureles que defiende del cierzo.

Los guardias, fastidiados, temblando de frío, muriéndose de sueño guardan el sepulcro en diversas actitudes. La puerta del sepulcro, a su extremidad, ha sido reforzada con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco opaco golpean las largas ramas del rosal, como sobre el sello del templo.

Seguramente que las guardias hicieron alguna fogata en la noche porque hay ceniza y tizones por el suelo. Habrán jugado y comido pues todavía hay sobras de comida tiradas por el suelo y huesitos pulidos, que usaron en su juego, a modo de nuestro dominó, o al infantil de las canicas, sobre un tablero hecho en la vereda. Luego se cansaron, dejaron todo como estaba, y buscaron dónde poder acomodarse para dormir o velar.

En el cielo que tiene en el oriente una raya rosada que avanza hacia el firmamento sereno, donde todavía no hay ni un rayo de sol, se asoma, viniendo de desconocidas profundidades, un meteoro brillantísimo que desciende, cual bola de fuego de un resplandor inimaginable, seguido de una brillante estela, que tal vez no es más que la huella de su fulgor en nuestra retina. Desciende velocísima hacia la tierra, derramando una luz tan intensa, que pese a su belleza infunde temor. La rosada luz de la aurora desaparece al contacto de esta blanquísima incandescencia.

Los guardias levantan espantados sus cabezas, porque junto con la luz llega un retumbo armónico, majestuoso que llena todo lo creado. Viene de las profundidades paradisíacas. Es el aleluya, la gloria angelical que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su cuerpo glorioso.

El meteoro da contra la inútil cerradura del sepulcro, lo destruye, lo echa por tierra, esparce terror y fragor sobre los guardias, que habían sido puestos de carceleros del Dueño del Universo, y al pegar contra la tierra provoca un nuevo terremoto como había sucedido cuando el Espíritu del Señor salió de la tierra. Entra en la oscuridad del sepulcro que se ilumina con esa luz indescriptible, y mientras permanece suspendida en el aire, inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el cuerpo sin vida bajo las fúnebres bendas.

Todo esto no sucedió en un minuto, sino en fracción de minuto. El aparecer, descender, penetrar y desaparecer la luz de Dios ha sido velocísimo…

El «quiero» del divino Espíritu a su frío cuerpo no recibe contestación. El «quiero» lo dice la Esencia a la materia muerta. Sin embargo no se oye ni una palabra.

La carne recibe la orden, obedece con un profundo respiro…

No pasa más de un minuto.

Bajo el Sudario y la Sábana la carne gloriosa se transforma en una eterna belleza; despierta del sueño de la muerte, vuelve de la «nada» en que estaba. El corazón se despierta. Da el primer latido. Empuja en las venas la helada sangre que quedó e inmediatamente crea lo que necesitan las arterias vacías, lo que necesitan los pulmones inmóviles, el cerebro. Lleva calor, salud, fuerzas, pensamiento.

Un instante más, y un movimiento repentino se sucede bajo la Sábana, tan repentino que del instante en que El ciertamente mueve las manos cruzadas al momento en que aparece de pie, imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso, con esa solemnidad que lo cambia, lo eleva, siendo siempre el mismo, apenas si el ojo humano tiene tiempo de captar los cambios.

Y ahora lo admiro: tan diverso de lo que mi memoria me presenta, limpio, sin heridas, ni sangre. Despide luz de sus cinco llagas y brota también de cada poro de su piel.

Cuando da el primer paso — y al moverse los rayos que brotan de manos y pies le forman como aureola de luz, desde la cabeza nimbada de una corona que le hicieron las heridas de las que no brota sangre sino resplandor, hasta la orla del vestido, cuando al abrir sus brazos que tiene cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que se trasluce por el vestido encendiéndole a la altura del corazón — entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo. No se trata de la pobre luz terrena, ni de la de los astros, ni de la del sol, sino de la de Dios. Todo el brillo paradisíaco se junta en un solo Ser y le da su azul inimaginable por pupilas, su fuego de oro por cabellos, su candidez angelical por vestiduras y colorido, y lo que no puede describir la palabra humana, el inmenso ardor de la Santísima Trinidad, que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del paraíso, absorbiéndolo en Sí para engendrarlo de nuevo en cada instante del tiempo eterno, Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las incontables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto es el paraíso: el amor de Dios, el amor a El. Lo que forma al Jesús resucitado todo es luz.

Cuando se dirige hacia la salida, mis ojos ven además de su resplandor, dos luminosidades hermosísimas, cual estrellas con respecto al sol. Las veo a cada una a un lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz, derramando dicha en su sonrisa. Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra que se despierta de alegría y se adorna con el brillo del rocío, con los colores de las hierbas, de los rosales, con las innumerables corolas de los manzanos que se abren milagrosamente al primer beso que les da el sol. La tierra saluda adorando al Sol eterno que por ella pasa.

Los guardias están allí, medio muertos… Los ojos mortales no ven a Dios, pero sí los puros del universo. Ven y admiran las flores, las hierbas, los pajaritos al Poderoso que pasa en un nimbo de Luz que es suya, en un nimbo de luz solar.

Su sonrisa, su mirada que se posa sobre las flores, sobre las ramitas, que se levanta al cielo, todo lo reviste de su belleza. Más suaves y transparentes que el del más bello rosal son los pétalos que forman una corona sobre la cabeza del vencedor. El rocío le brinda sus diamantes. En el cielo sus ojos resplandecientes se reflejan. El sol alegre pinta con sus colores una nubecilla de una ligera brisa para que venga a besar a su Rey, trayéndole los perfumes de los jardines que extrajo y las caricias de los delicados pétalos.

Jesús levanta su mano. Bendice. Los pajarillos se desgranan en trinos. El viento en perfumes. Jesús desaparece de mi vista, pero me deja sumergida en una alegría que me borra aun el más leve recuerdo de tristezas, sufrimientos y titubeos del día de mañana…

4. JESÚS SE APARECE A SU MADRE
(Escrito el 21 de febrero de 1944)

La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de sed de que ha hablado.

La cerrada ventana se abre bruscamente, y con el primer rayo del sol entra Jesús.
María, que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo, luminoso más que el sol, de un vestido blanco que parece tejido con la luz, y que se acerca a Ella.

María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, Dios mío.» Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.

Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava. Tendiéndole las manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice: « ¡Madre!»

No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta, de amor, de gratitud. Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo, le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.

¡Oh!, entonces María comprende que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado, que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a tal. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas; en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas, en la boca que está hinchada. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies al levantar la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie, lo mira, pero no se atreve a hacer más.

Entonces El sonría y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: « ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aun a mi júbilo de resucitado.» Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, le apoya sus los labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz.

El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial, y que bebe con las linfas la vida, que iba perdiendo.

Jesús habla.

«Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte.

Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi cielo. Fueron conmigo al paraíso, adelantándose cual voz angelical el cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme corno al Vencedor, que regresaba a su reino. El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella, que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas, los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron, y te traigo ahora su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros parientes, te traigo los de tu esposo de alma, José.

Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como el que hace pocos días me brindaron.

Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la fe a quien aun no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo.
Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese velo? En mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase.

Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado.

Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que comparticipen de esta redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora no más.

No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré ya más en ti, sino tu en Mí, en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso.

Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz, a la otra María. Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree.
Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto.»
Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.

5. LAS MUJERES PIADOSAS VAN AL SEPULCRO
(Escrito el 2 de abril de 1945)

Entre tanto las mujeres que habían partido, caminan a lo largo del muro sumido en la penumbra. Por algunos minutos no hablan. Van bien arropadas y miedosas de tanto silencio y soledad. Luego, cobrando ánimo a la vista de la absoluta tranquilidad que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan.

« ¿Estarán ya abiertas las puertas?» pregunta Susana.

«Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado» responde Salomé.

« ¿Nos dirán algo?» torna a preguntar.

« ¿Quién?» interroga Magdalena.

«Los soldados, en la puerta Judiciaria… Por allí… entran pocos y salen menos… Podríamos dar sospecha…»

« ¡Y qué con eso! Nos verán, y verán a cinco mujeres que van al campo. Nos pueden tomar por quienes, después de haber celebrado la pascua, regresan a su ciudad.»

«Pero… para no llamar la atención de ningún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego damos vuelta a lo largo del muro?…»

«Se haría más largo el camino.»

«Pero estaríamos más seguras. Vamos a la puerta del Agua…»

« ¡Oh, Salomé! ¡Si yo fuera tú, escogería la puerta Oriental! Sería más largo el recorrido. Hay que hacerlo pronto y volver presto» responde Magdalena secamente.

«Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena…» ruegan todas. «Está bien, y ya que lo queréis, pasaremos por donde Juana. Nos pidió que se lo hiciéramos saber. Si fuéramos derecho, no habría necesidad. Pero como queréis dar una vuelta más larga, pasemos por su casa…»

« ¡Oh, sí! También por los guardias que hay allí… Juana es conocida y respetada…»

«Propondría que se pasase por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar.»

« ¡Claro! ¡Hagamos ahora un cortejo para que nadie repare en nosotras! ¡Oh, qué cobarde hermana tengo! Más bien, Marta, hagamos así. Yo me adelanto y espero. Vosotras venís con Juana. Me pondré en medio del camino si hay peligro alguno, me veréis y regresaremos. Os aseguro que los guardias ante esto que lo he pensado (enseña una bolsa llena de monedas) nos dejarán hacer todo.»

«Lo diremos también a Juana. Tienes razón.»

«Entonces id, que yo me voy por mi parte.»

« ¿Te vas sola, María? Voy contigo» dice Marta, temerosa por su hermana.

«No. Tú vete con María de Alfeo a la casa de Juana. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta, del lado del afuera de los muros. Luego tomaréis juntas el camino principal. Hasta pronto.»

Magdalena no da pie a otros posibles pareceres, poniéndose veloz en camino con su bolsa de perfumes y el dinero en el seno.

Rápidamente camina como invitada por los primeros parpadeos de la aurora. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Nadie la detiene…

Las otras la miran. Luego vuelven las espaldas en el cruce de los caminos donde estuvieron y toman otro, estrecho y oscuro, que al llegar al Sixto se ensancha en una calle más grande en que hay hermosas casas. Vuelven a dividirse. Salomé y Susana siguen por la calle, entre tanto que Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro y se muestran por la ventanilla, que apenas si abre el portero.

Van a donde está Juana, que ya se había levantado y vestido de un color morado muy oscuro que resalta su palidez. Está preparando también con su nutriz y una sirvienta los aceites.

« ¿Ya habéis llegado? Dios os lo pague. Si no hubierais venido, habría ido yo… para buscar consuelo… porque muchas cosas han quedado mal, desde aquel terrible día. Y para no sentirme sola debo ir donde esa piedra, llamar y decir: «Maestro, soy la pobre Juana… No me dejes sola tampoco Tú…»» Juana llora desconsoladamente en silencio, mientras Ester, su nutriz, hace muchas señales indescifrables detrás de la espalda de su dueña mientras le pone el manto.

«Me voy, Ester.»

« ¡Dios te consuele!»

Salen de palacio para reunirse con sus compañeros. Es en este momento en que sucede el breve y fuerte terremoto que echa de nuevo en brazos del terror a los jerosolimitanos, que no han olvidado los sustos del viernes.

Las tres mujeres precipitadamente vuelven pasos atrás, y se quedan en el ancho vestíbulo llenas de miedo entre sus siervas y siervos que gritan, que invocan al Señor…

…Magdalena por su parte está exactamente en los bordes del caminillo que conduce al huerto de Arimeta cuando la sorprende el poderoso aunque armónico rugir de esta señal celestial, mientras, a la lux, apenas rosada de la aurora que avanza en el cielo donde todavía en el poniente una tenaz estrella se ve, que tiñe de rubio el aire hasta ahora verdoso, se enciende una potente luz que baja como un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zigzag el tranquilo aire.

María siente el sacudimiento y cae por tierra. Por un momento murmura: « ¡Señor mío!» Luego se endereza como el tallo al pasar el viento y veloz corre hacia la huerta. Entra como un pajarillo perseguido en busca del nido y se dirige al sepulcro. Por más prisa que se da no puede estar cuando el celeste meteoro entra destruyendo sello y cal puestos para refuerzo de la piedra, ni cuando con fragor la puerta de piedra cae, provocando un golpe que se une al del terremoto, que si es breve, es violentísimo tanto que deja como muertos a los guardias aterrorizados.

Al llegar María ve a estos carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas, pero no relaciona el terremoto con la resurrección, sino al contemplar aquel espectáculo piensa que haya sido un castigo de Dios contra los profanadores del sepulcro de Jesús y cayendo de rodillas grita: « ¡Ay de mí! ¡Lo han robado!»

Queda destrozada. Llora como una niña, que segura de encontrar a su padre en casa, la encuentra vacía. Se levanta y corre para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y como no piensa sino en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, de esperar en el camino, más rápida cual gacela rehace el camino, pasa por la puerta Judiciaria y vuela por las calles que se van animando, se echa contra el portón de la casa y violentamente lo sacude.

La dueña le abre. « ¿Dónde están Juan y Pedro?» pregunta angustiada Magdalena.

«Allí.» La mujer señala el Cenáculo.

Magdalena apenas si entra. Ante los dos sorprendidos discípulos, con voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice: « ¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde lo habrán puesto!» Por vez primera tambalea, y para no caer se ase de donde puede.

« ¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?» preguntan los apóstoles.

Ella con ansias: «Me adelanté… para comprar las guardias… para que nos dejasen embalsamarlo. Están allí como muertos… El sepulcro está abierto, la piedra por tierra… ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos…»

Pedro y Juan salen inmediatamente. Magdalena los sigue por un trecho, luego regresa. Toma de los brazos a la dueña de casa, la sacude, llevada de su amor, y le ordena: «Por ningún motivo dejes pasar a alguien donde está Ella (señala la puerta de la habitación de la Virgen). Acuérdate que soy tu señora. Obedece y calla.»

Sumida en espanto la deja. Alcanza a los apóstoles que a grandes pasos se dirigen al sepulcro…
…Susana y Salomé han llegado a la muralla. En ese momento el terremoto las sobrecoge. Llenas de miedo se refugian bajo un árbol y se quedan allí, luchando entre el ansia de ir al sepulcro o en el de correr a la casa de Juana. Pero el amor sobrepuja el miedo y se dirigen al sepulcro.

Asustadas, entran en el huerto, ven a los guardias tirados por tierra… ven que sale una gran luz del sepulcro abierto. Su temor crece, llega a su climax cuando, teniéndose por la mano para darse valor mutuamente, se asoman al umbral y en la oscuridad de la gruta sepulcral ven a un ser luminosísimo, bellísimo, que dulcemente sonríe, que las saluda desde el lugar de donde está: apoyado a derecha de la piedra de la unción que desaparece con el inmenso resplandor.
Espantadas caen de rodillas.

Dulcemente el ángel les habla: «No temáis. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para ser feliz con su término. Jesús no siente más el dolor, ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡No está más aquí! Vacío está el lugar donde lo pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado, que se os adelanta en Galilea. Allá lo veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho.»

Las mujeres caen con el rostro a tierra y cuando lo levantan huyen como quien huye ante un duro castigo. Están aterrorizadas, murmuran: « ¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto el ángel del Señor!»

En campo abierto se tranquilizan un tantico. Se consultan entre sí. ¿Qué hacer? Dicen que si cuentan lo que vieron nadie las creería. Si dicen que han ido allí, los judíos pueden acusarlas de haber matado a los guardias. No. No pueden decir nada ni a los amigos, ni a los enemigos…

Espantadas, enmudecidas regresan por otro camino a casa. Entran y se meten al cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen… Allí piensan si lo que han visto, no habrá sido un engaño del demonio. Como humildes que son, piensan que no «puede ser que se les haya concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás que las quiso aterrorizar.»

Lloran, ruegan como dos niñas espantadas por una pesadilla…

…El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, al ver que no pasa ninguna otra cosa decide ir a donde de seguro las estarán esperando sus compañeras. Salen a la calle donde la gente aterrorizada habla del recién terremoto, que lo une con el del viernes, que ve aun lo que no existe.

« ¡Mejor si todos están atemorizados! Tal vez hasta los guardias lo estarán y nos dejarán pasar» dice María de Alfeo.

Ligeras van a la muralla. Mientras caminan, Juan v Pedro han llegado al huerto, seguidos de Magdalena.

Juan, más rápido, llega primero al sepulcro. No hay más guardias. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla temeroso y afligido en el umbral abierto, por respeto y por ver si algo puede darle alguna pista, pero no ve sino los lienzos colocados sobre la sábana, puestos en montón por tierra.

«Simón, ¡no está! María ha visto bien. Ven, entra, mira.»

Pedro, con el aliento entrecortado por la rapidez del paso, entra en el sepulcro. Por el camino había dicho: «No me atreveré a acercarme a aquel lugar.» Pero ahora no piensa sino en ver dónde está el Maestro. Lo llama, como si pudiera estar escondido en algún oscuro rincón.

La oscuridad, a estas horas de la mañana, es densa dentro del sepulcro, que sólo se ilumina por la abertura de la puerta en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena… Pedro se esfuerza en ver y hasta con las manos se ayuda… Tembloroso toca la mesa de la unción y la siente vacía…

«Juan, ¡no está! ¡No está!… ¡Oh, ven también tú! Tanto he llorado que apenas si puedo ver algo con esta raquítica luz.»

Juan se levanta y entra. Mientras lo hace Pedro descubre el sudario colocado en un rincón, bien doblado y con él la Sábana enrollada cuidadosamente.
«De veras que lo han robado. No pusieron los guardias por nosotros, sino para hacer esto… Y nosotros permitimos que lo hicieran…»

«Oh, ¿dónde lo habrán puesto?»

« ¡Pedro, Pedro, ahora… todo se ha acabado!»

Los dos discípulos salen anonadados.

«Vamonos, Magdalena. Lo dirás a su Madre…»

«Yo no me voy. Me quedo aquí… Podrá venir alguien… No me voy… Aquí hay todavía algo de El. Su Madre tenía razón… Respirar el aire donde estuvo El es el único consuelo que nos queda.»

«El único consuelo… Ahora tú misma lo ves que era una tontería esperar…» dice Pedro.

Magdalena no objeta nada. Se abate hasta el suelo, junto a la puerta y llora mientras los otros despacio se van.

Levanta su cabeza, mira adentro, y entre lágrimas ve a dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies de la mesa donde se hizo el embalsamamiento. Está tan atontada la pobre María, con la lucha que traba entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira aturdida, sin sorprenderse de ello siquiera. Esta heroína no tiene otra cosa que lágrimas.

« ¿Por qué estás llorando, mujer?» le pregunta uno de los luminosos seres, bellísimos jovencillos.

«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»

María no tiene miedo de hablar con ellos, ni pregunta: « ¿Quiénes sois?» Nada. Nada le espanta. Todo cuanto pueda sorprender a un hombre, lo ha ya experimentado. Ahora no es sino algo destruido que llora sin fuerzas, sin importarle nada.

El jovencillo angelical mira a su compañero, le sonríe. El otro hace lo mismo. Con una alegría angelical ambos miran hacia fuera, hacia el huerto florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí.

María se vuelve para ver lo que miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo que no comprendo cómo no pudo haberlo reconocido.

Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: «Mujer, ¿por qué estas llorando? ¿A quién buscas?»

Es verdad que Jesús llevado de su compasión para con Magdalena a quien las demasiadas emociones han debilitado y que podría morir de una alegría imprevista no se muestra claramente, pero me pregunto cómo no pudo haberlo reconocido.

Entre sollozos Magdalena dice: « ¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarlo con la esperanza de que resucitase… Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giraban en torno a mi amor por El… pero ahora no lo encuentro más… He puesto aun mi amor alrededor de mi fe, de la esperanza, del valor para defenderlos de los hombres… Pero ¡todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con ello todo se han llevado… ¡Oh Señor mío, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste! Yo lo tomaré… No lo diré a nadie… Será un secreto entre mí y ti. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy a tus pies para suplicártelo como una esclava. ¿Quieres que te compre su cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte mucho oro y muchas piedras preciosas por lo que pesa. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres azotarme? Hazlo. Hasta que me saques sangre si así te parece. Si lo odias a El, desquítate conmigo. Pero devuélvemelo. ¡Oh, no me desoigas, Señor mío! ¡Ten compasión de una pobre mujer!… ¿No quieres hacerlo por mí? Entonces, hazlo por su Madre. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Soy fuerte. Lo tomaré entre mis brazos y lo cargaré como a un niño. Señor… señor… lo ves… hace tres días que la ira de Dios nos ha castigado por lo que se hizo a su Hijo… No agregues profanación al delito…»

« ¡María!» Jesús centellea al llamarla por su nombre. Se revela en su triunfante fulgor.

« ¡Raboni!» El grito de María es el «gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero las tinieblas del odio envolvieron a la Víctima en sus bendas fúnebres, con el segundo las luces del amor aumentaron su brillo.

María al son de su grito que llena el huerto se levanta, se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos.

Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente la separa diciéndole: « ¡No me toques! Aun no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde están mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro. Y luego iré donde están ellos.» Jesús desaparece envuelto en una luz que no puede verse.

Magdalena besa el suelo donde estuvo y corre a casa. Entra como un cohete porque la puerta está semicerrada para que por ella pase el dueño, que ha salido para ir a la fuente. Abre la puerta de la habitación de María, se le echa sobre el pecho, gritando: « ¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado! » y bienaventurada llora.

Mientras acuden Pedro y Juan, y del cenáculo salen espantadas Salomé y Susana, que escuchan lo sucedido, llegan de la calle María de Alfeo, Marta y Juana que con el aliento entrecortado dicen que «estuvieron allí, que vieron dos ángeles, que decían ser los custodios del Hombre-Dios, y el ángel de su Dolor, y que habían recibido la orden de decir a los discípulos que había resucitado.»

Y como Pedro mueve la cabeza, insisten diciendo: «Sí. Han dicho: «¿Porqué buscáis al Viviente entre los muertos? El no está aquí. Ha resucitado como lo predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: ‘El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y será crucificado. Pero resucitará al tercer día’ «.»

Pedro sacude su cabeza diciendo: « ¡Muchas cosas han sucedido en estos días! Os habéis quedado asustadas.»

Magdalena levanta la cabeza del regazo de María y confiesa: « ¡Lo he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué bello es!» y llora como nunca lo había hecho, ahora que no tiene por qué atormentarse a sí misma al luchar contra las dudas que le asechan de todas partes.

Pedro y Juan dudan. Se miran. Su mirada dice: « ¡Imaginaciones de mujeres!»

Ahora Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la inevitable diversidad de detalles: de los guardias que antes estaban como muertos y después, no; de los ángeles que son uno y dos, que los apóstoles no vieron; de que Jesús viene aquí y de que se adelanta a ellos en Galilea, hace que la duda crezca más en los apóstoles y que se persuadan que son «imaginaciones de mujeres».

María, la feliz Madre, guarda silencio sosteniendo a Magdalena… No comprendo la razón de este silencio maternal.

María de Alfeo dice a Salomé: «Vayamos nosotras dos. Veamos si todas estaban ebrias…» Y salen corriendo.

Las otras se quedan. Los dos apóstoles tranquilamente se burlan de ellas, cerca de María que no dice nada, absorta en un pensamiento que a su modo interpretan y que nadie comprende que sea un éxtasis.

Vuelven las dos mujeres entradas en años: « ¡Es verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho, cerca del huerto de Barnabé: «La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un poco juntos». Así ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Galilea, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo… ¡Oh, ha resucitado!…» todas llenas de felicitad lloran.

« ¡Estáis locas! ¡El dolor os ha trastornado la cabeza! Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús. No os critico. Os comprendo, pero no puedo creer sino en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver.»

« ¡Pero si los guardias mismos lo están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está alborotada y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia porque los guardias, aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan de modo diverso y para eso les han pagado. Pero ya se sabe. Si los judíos no creen en la resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán…»

« ¡Uhm, mujeres!…» Pedro levanta sus hombros y hace como que se va.

Entonces la Virgen, que continúa teniendo sobre su pecho a Magdalena que llora como un sauce bajo una llovizna por su inmensa alegría y a quien besa sobre sus rubios cabellos, levanta la mirada transfigurada y dice las siguientes breves palabras: «Realmente ha resucitado. Lo he tenido entre mis brazos. Lo he besado en sus llagas.» Y luego se inclina sobre los cabellos de Magdalena y agrega: «Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena de lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que sobre la razón has hecho que hablase el espíritu.»

Pedro no se atreve a protestar… y con uno de sus arranques antiguos, que salen a la superficie, grita, como si de él y no de otros dependiese el retardo: «Entonces, si es así, hay que hacerlo saber a los demás. A los que andan por los campos… buscar… hacer algo. ¡Ea!, levantaos. Si viniese… que por lo menos nos encuentre» y no cae en la cuenta que confiesa que no cree aun ciegamente en la resurrección.

6. CON RELACIÓN A LA ESCENA PRECEDENTE
(Escrito el 21 de febrero de 1944)

Dice Jesús:
«Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi resurrección.
Había yo dicho: «El Hijo del hombre está para ser matado, pero resucitará al tercer día». A las tres de la tarde del viernes había ya muerto Yo. Bien calculéis los días como nombre, bien como horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. Como horas, habían pasado solamente treinta y ocho en vez de las setenta y dos, durante las que mi cuerpo permaneció sin vida. Como días debía esperar por lo menos hasta el atardecer del tercer día para decir que había estado Yo durante ese tiempo en el sepulcro.

Pero mi Madre anticipó el milagro, como cuando con sus oraciones abrió el cielo, anticipándose al tiempo determinado para dar al mundo la Salvación, de igual modo ahora Ella alcanzó que se anticipara la hora para consolar su corazón agonizante.

Yo, a los primeros rayos del tercer día, bajé como sol, con mi resplandor destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el poder de un Dios, con mi fuerza derribé aquella piedra inútil, con mi presencia aterroricé a los guardias que habían sido puestos para vigilar al que es Vida, a quien ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea.

Mucho más poderoso que vuestra luz eléctrica, mi Espíritu entró como espada de fuego divino a calentar los fríos restos de mi cadáver y al nuevo Adán el Espíritu de Dios infundió la vida, diciéndose a Sí mismo: «Vive. Lo quiero».

Yo que había resucitado muertos cuando no era más que el Hijo del hombre, la Víctima señalada a llevar las culpas del mundo, ¿no podía resucitarme ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el Ultimo, el Viviente eterno, el que tiene en sus manos las llaves de la Vida y de la Muerte? Y mi Cadáver sintió que la vida volvía a él.

Mira: como un hombre que se despierta después de su profundo sueño, doy un respiro profundo. Ni siquiera abro los ojos. La sangre vuelve a circular por las venas no muy rápidamente, y lleva al cerebro el pensamiento. Pero vengo de muy lejos. Mira, como sucede con un herido a quien un poder milagroso sana, la sangre llena las venas vacías, llena el corazón, da calor a los miembros, las heridas se cierran, los moretones y llagas desaparecen. ¡Cuan herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad. Estoy curado. Me he despertado. He vuelto a la vida. Estuve muerto, ahora vivo. Ahora me levanto.

Me quito las sábanas en que estuve envuelto, me libro de los ungüentos. No tengo necesidad de ellos para aparecer cual soy, la Belleza eterna, la perfección absoluta. Me pongo un vestido que no es de esta tierra, sino que me lo tejió mi Padre, el que teje la suavidad de los cándidos lirios. Estoy vestido de resplandor. Mis llagas me sirven de adorno. No manan sangre, sino luz. Esa luz que será la alegría de mi Madre, de los bienaventurados, y el terror de los malditos, de los demonios en la tierra y en el último día.

El ángel de mi vida terrestre y el ángel que me acompañó en mi dolor, están postrados ante Mí y adoran mi gloria. Están los dos mis ángeles. El uno para sentirse bienaventurado a la vista del Hombre a quien guardó, que no tiene necesidad más de su protección angelical. El otro, que vio mis lágrimas para ver mi sonrisa, que vio mi lucha para ver mi victoria, que vio mi dolor para ver mi alegría.

Salgo al huerto lleno de flores en botón y de rocío. Los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la tierra redimida. Me saludan los primeros rayos del sol, el suave aire abrileño, la nubecilla que pasa, sonrosada cual mejilla de niño, y los pájaros de entre las ramas. Soy su Dios. Me adoran.

Paso por entre los guardias medio muertos, símbolo de las almas en pecado mortal que no sienten cuando pasa su Dios.

Es pascua, María. Es el ¡»Paso del Ángel de Dios»! Su paso de la muerte a la vida. Su paso para dar vida a los que creen en su Nombre. Es pascua. Es la paz que pasa por el mundo. La paz que no está más sujeta a las condiciones humanas, sino que está libre, perfecta y activa con su fuerza divina.

Voy a ver a mi Madre. Es justo que vaya a verla. Lo fue para mis ángeles, con mayor razón para con quien además de que me guardó y me consoló, fue la que me dio la vida. Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Voy con el resplandor de mi vestido sin igual y con el de diamantes. Ella me puede tocar, ella puede besarlo porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios.

El nuevo Adán va donde la nueva Eva. El mal entró al mundo por la mujer, y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora si quieren, pueden ser salvos. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil después de la herida mortal.

Después de ir a la Pura, que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya, me presento a la mujer redimida, a la representante de todas las mujeres a quienes he venido a librar de la mordida de la lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas, que tengan fe en Mí, que crean en mi Misericordia que comprende y perdona, que para vencer a Satanás el cual instiga sus cuerpos, miren mi Carne adornada con las cinco llagas.

No permito que me toque. No es la Pura que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Todavía le falta mucho que purificar con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Ha sabido resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio, deshacerse de Satanás que la tenía aferrada, desafiar al mundo por amor a su Salvador, ha sabido despojarse de todo lo que no fuese amor, que ha sabido no ser otra cosa más que amor que arde por su Dios.

Y Dios la llama: «María». Oye y responde: ¡Raboni!». Y en ese grito se oye su corazón. Le doy el encargo, por haberlo merecido, de ser la mensajera de mi resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas. Pero no le importa a ella, María de Mágdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y esto le produce una alegría tal que le impide cualquier otro sentimiento.

¿Ves cómo amo también a la que fue culpable, pero que quiso salir de la culpa? Ni siquiera me muestro primero a Juan, sino a Magdalena. A Juan lo había constituido hijo, y podía serlo porque era puro y podía ser hijo no sólo espiritual, sino que también podía ocuparse de todas aquellas necesidad propias del cuerpo humano de la Pura de Dios.

Magdalena, la resucitada a la gracia, es la primera en verme.

Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí, tomo vuestra cabeza y vuestro corazón entre mis manos llagadas y con mi aliento os inspiro mi poder. Os salvo a vosotros, hijos, a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres, felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi bondad entre los pobres hombres, para que los convenzáis de ella y de Mí.
Tened, tened fe en Mí. Amadme. No temáis. Todo lo que he sufrido para salvaros sea la prenda segura de mi Corazón, de vuestro Dios.»

 

2º La Ascensión de Nuestro Señor a los cielos

638. Últimas enseñanzas en el Getsemaní, despedida y ascensión al Padre.

Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo. Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.

Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida. «¡Señor, no soy digna!» exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta llamarla «el pequeño Juan», o también «la violeta de la Cruz»).

Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan, porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo, y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que satisface a Jesús, porque es el «todo» de mi nada-, en medida infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas, siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre…

Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz, sí. Y su Sangre ha llenado mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el suelo…

¡Oh, mi Amado, que, antes, de tu Sangre me has colmado, dándome a contemplar tus pies heridos, clavados al madero «… y al pie de la cruz era yo una plantita de violetas ya abiertas, y caían las gotas de la Sangre divina sobre esa plantita de violetas florecidas…»! ¡Recuerdo lejano, y siempre tan cercano y presente! Preparación para lo que después fui: ese portavoz tuyo que ahora está del todo rociado de tu Sangre, de tus sudores y lágrimas, del llanto de María tu Madre pero que también conoce tus palabras, tus sonrisas, todo, todo acerca de ti; y que ya no emana perfume de violetas, sino el perfume de ti, Amor mío único y solo, ese perfume divino que acunó ayer noche mi dolor y que desciende a mí, delicado como un beso, consolador como el propio Cielo, y me hace olvidar todo para vivir sólo de ti…

Tengo tu promesa. Sé que no te perderé. Me lo has prometido y tu promesa es sincera: es de Dios. Te seguiré teniendo.

Siempre. Sólo si pecara de soberbia, mentira, desobediencia, te perdería; Tú lo has dicho, pero sabes que, sosteniendo tu Gracia mi voluntad, no quiero pecar, y espero no pecar porque Tú me sostendrás. Sé que no soy una encina. Soy una violeta. Un tallito frágil, que se puede plegar bajo la patita de un pajarillo o por el peso de un escarabajo. Pero Tú eres mi fuerza, Señor. Y el amor por ti es mi ala.

No te perderé. Me lo has prometido. Vendrás del todo para mí para traer alegría a tu agonizante violeta. Pero no soy egoísta, Señor. Tú lo sabes. Tú sabes que quisiera dejar de verte yo, con tal de que te vieran muchos otros, y creyeran en ti. A mí ya mucho me has dado, y no soy digna de ello. Verdaderamente me has amado como Tú sólo sabes amar a tus hijos especialmente amados.

Pienso en lo dulce que era verte «vivir» como Hombre entre los hombres. Y pienso que dejaré de verte así. Todo ha sido visto y dicho. Sé también que no se borrarán de mi pensamiento tus acciones de Hombre entre los hombres, y que no necesitaré libros para recordarte como realmente fuiste: bastará con que mire dentro de mí, donde toda tu vida está imprimida con caracteres indelebles. Pero era dulce, era dulce…

Ahora asciendes… La Tierra te pierde. María de la Cruz (María Valtorta) te pierde, Maestro Salvador. Te tendrá como Dios dulcísimo, y ya no verterás Sangre, sino celestial miel, en el cáliz violáceo de tu violeta… Lloro… He sido discípula tuya junto a las otras por los caminos montanos, frondosos, o áridos, polvorientos de la llanura, en el lago y en las orillas del bello río, de tu Patria. Ahora te marchas, y sólo en el recuerdo veré Belén y Nazaret sobre sus colinas, verdes por los olivos; y Jericó ardiente de sol, susurradora con sus palmeras; y Betania amiga; y Engadí, perla perdida en medio de los desiertos; y la Samaria hermosa; y las óptimas llanuras de Sarón y Esdrelón; y la caprichosa llanura elevada de Transjordania; y la pesadilla del mar Muerto; y las ciudades llenas de sol de la costa mediterránea; y Jerusalén, la ciudad de tu dolor, con sus subidas y bajadas, sus espacios abovedados, sus plazas, sus barrios, pozos y cisternas, colinas y… incluso el triste valle de los leprosos donde tanta misericordia tuya ha sido prodigada… Y la casa del Cenáculo… la fuente que cerca de ella llora… el puentecito sobre el Cedrón, el lugar de tu sudor sanguíneo… el patio del Pretorio…

¡Ah, no! Lo que fue tu dolor está aquí, y aquí permanecerá siempre… Deberé buscar todos los recuerdos para encontrarlos, pero tu oración en el Getsemaní, tu flagelación, tu subida al Gólgota, tu agonía y muerte, y el dolor de tu Madre, no, no habré de buscarlos: están presentes siempre. Quizás los olvide en el Paraíso… y me parece imposible el poder olvidarlos incluso allí… Recuerdo todo lo de esas atroces horas. Recuerdo hasta la forma de la piedra sobre la que caíste, y hasta el capullo de rosa roja que chocaba -y parecía una gota de sangre- contra el granito, contra el cierre de tu sepulcro…

Amor mío divinísimo, tu Pasión vive en mi pensamiento… y a mí se me parte el corazón…

La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos, palabras de recíproca bendición… ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre- a su Hijo, la Prenda del Amor a la Purísima!… ¡Dios besando a la Madre de Dios!…

En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan juveniles todavía!)…

Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!… En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está para separarse de su Amado- los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde…

-¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy -dice Pedro.

-Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.

Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once.

En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse.

Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús… Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.

La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y dice:
-Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.

No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.

Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí.

Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad, la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada.

Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.

Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.

Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.

Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla. Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de vosotros individualmente os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.

Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros. Pero, cuando llegue la hora señalada por Dios, la matriz madrastra expelerá a la criatura que se habrá formado en su seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se propagarán por todo su gran Cuerpo. Los latidos del corazón de la Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos de ídolos detienen su voluntad…

Pero esto vendrá después, y cuando llegue sabréis cómo actuar. E1 Espíritu de Dios os guiará. No temáis. Por ahora congregad en Jerusalén la primera asamblea de los fieles. Luego otras asambleas, a medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas echadas en óptima tierra. Mi pueblo se propagará por toda la Tierra. El Señor dice al Señor: «Por haber hecho esto y no haber eludido tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar.

Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la Tierra»(Génesis 22,15-18). Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como soberanos.

Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.

Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines.

Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.

No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.

Vosotros debéis ser santos. No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta. Nosotros llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio. Pero, en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus órdenes- sino que mora en ellos, para darles sus amores.

¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.

-¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? – le preguntan interrumpiéndole.

-Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.

Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…

-Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos…

-Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: «Hágase lo que Tú quieres». Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal – dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a Pedro.

-Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.

No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.

Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo. Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones -voluntarias o impuestas- de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.

Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: «¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios», responded: «El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios». Responded: «Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús». Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): «La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas». Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron». Pero decidles también: «¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros».

Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. «Yo seré vuestra desmesurada recompensa» promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.

Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros… Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad.

Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.

Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo el deseo de todos:
-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!

-¡Así sea! – le responde Jesús.

Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
-Haced esto en memoria mía – añadiendo:

-De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.
Los bendice y dice:
-Y ahora vamos.

Salen de la habitación, de la casa…

Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.

-La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado – dice Jesús bendiciéndolos al pasar.

Marcos se alza y dice:
-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.

-Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.

Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.

-Entonces, han venido todos – dicen entre sí los apóstoles.

Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.

-Ven, Madre, y también tú, María… – invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que, afablemente, pregunta a María de Alfeo:

-¿Estás sola?

-Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… – llora, y, tanto la ahoga el llanto, que jadea.

-María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos). ¿No es esto, acaso, lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y decirte: «Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos»? ¿No te dejo mi amor? ¡Te doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta, más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre. Juan será para ella hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi Madre no llora. Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión, y sabe también que esta-separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: «Ya no tengo Hijo». Ése fue el grito de dolor del día del dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: «Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores». Créelo así también tú, y todos… Ahí están los otros y las otras. Ahí están mis pastores.

Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo… Caras, caras, caras…

Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
-Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.

A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz más que a la vista. A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.

Y a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío: «Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado», último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.

A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.

Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre. Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.

Benditas seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición – dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación)

¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.

Yo digo que constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:
-Detened a la gente donde está. Luego seguidme.

Sigue subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a Jerusalén desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.

Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.

Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:
-¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.

Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la

Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…

En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.

 

3º La venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y sobre los Apóstoles

640 La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico.

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.

Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos.
María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.

Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:
-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…

-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos – dice Pedro con sobrenatural impulsividad.

-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí – dice Santiago de Alfeo.

-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes.
Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta):
-Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino.

Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto- es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las «visiones» ni los «dictados» fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente «dictado», será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia –o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos- puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos «hijos de Dios» según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: «No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado». Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.

 

4º La Asunción de María Santísima a los cielos

649 El beato tránsito de María Santísima.

María, en su pequeño cuarto solitario situado arriba en la terraza, vestida enteramente de cándido lino (de cándido lino son la túnica que cubre sus miembros, y el manto que, sujeto en la base del cuello, desciende por sus espaldas, y el velo sutilísimo que le pende de la cabeza), está ordenando sus vestidos y los de Jesús, que siempre ha conservado. Elige los mejores.

Éstos mejores son pocos. De los suyos, toma la túnica y el manto que tenía en el Calvario; de los de su Hijo, una túnica de lino que Jesús acostumbraba a llevar en los días veraniegos y el manto encontrado en el Getsemaní, todavía manchado de la sangre brotada con el sudor sanguíneo de aquella hora tremenda.

Dobla bien estos indumentos, besa el manto ensangrentado de su Jesús, y se dirige hacia el arca en que están, ya desde hace años, recogidas y conservadas las reliquias de la última Cena y de la Pasión. Las reúne en una única parte, la superior, y pone todos los indumentos en la inferior.

Está cerrando el arca cuando Juan, que ha subido silenciosamente a la terraza, donde debe haber subido María a pasar las horas de la mañana, y se ha asomado a ver qué hace, quizás impresionado por su larga ausencia de la cocina, le hace volverse bruscamente al preguntarle:
-¿Qué haces, Madre?

-He ordenado todo lo que conviene conservar. Todos los recuerdos… Todo lo que constituye un testimonio de su amor y dolor infinitos.

-¿Por qué, Madre, volverte a abrir las heridas del corazón viendo de nuevo esas cosas tristes? Sufres viéndolas, porque estás pálida y tu mano tiembla – le dice Juan acercándose a Ella, como temiendo que -tan pálida y temblorosa como está- pueda sentirse mal y caer al suelo.

-¡Oh, no es por eso por lo que estoy pálida y tiemblo! No es porque se me abran de nuevo las heridas… que, en verdad, nunca se han cerrado completamente. En realidad, siento en mí paz y gozo, una paz y un gozo que nunca han sido tan completos como ahora.

-¡Nunca como ahora! No entiendo… A mí el ver esas cosas, llenas de atroces recuerdos, me hace renacer la angustia de aquellas horas. Y yo soy sólo un discípulo suyo; tú eres su Madre…

-Y, como tal, debería sufrir más, quieres decir. Y, humanamente, no yerras. Pero no es así. Yo estoy acostumbrada a soportar el dolor de las separaciones de Él. Siempre dolor porque su presencia y cercanía eran mi Paraíso en la Tierra. Pero también siempre con buena disposición y serenamente sufridas, porque todos sus actos respondían a la Voluntad del Padre suyo, eran actos de obediencia a la Voluntad divina, y, por tanto, yo lo aceptaba porque yo también he obedecido siempre a los deseos y planes de Dios para mí. Cuando Jesús me dejaba, sufría. ¡Claro! Me sentía sola. El dolor que sufrí cuando, siendo niño, me dejó ocultamente por el debate con los doctores del Templo, sólo Dios lo ha medido en su más auténtica intensidad; y, a pesar de ello, aparte de la justa pregunta que, como madre, le hice por haberme dejado así, no le dije nada más. Y tampoco lo retuve cuando me dejó para manifestarse como Maestro… y ya había enviudado de José, y, por tanto, estaba sola, en una ciudad que, excepción hecha de algunas escasas personas, no me quería. Y no mostré estupor por su respuesta en el banquete de Caná. Él hacía la voluntad del Padre, yo lo dejaba libre para hacerla. Podía llegar a darle un consejo o a pedirle algo: un consejo sobre los discípulos, una súplica por algún desdichado. Pero más, no. Yo sufría cuando me dejaba para ir al mundo, a ese mundo que le era hostil, a ese mundo tan pecador, que el hecho de vivir en él le resultaba ya un sufrimiento. ¡Pero, cuánta alegría cuando volvía! Era una alegría tan profunda, que me compensaba setenta veces siete el dolor de la separación.

Desgarrador fue el dolor de la separación que siguió a su Muerte, pero ¿con qué palabras podré expresar el gozo que sentí cuando se me apareció resucitado? Inmensa fue la pena de la separación por su regreso al Padre, una pena sin término hasta el acabamiento de mi vida terrena. Ahora experimento el gozo, inmenso gozo como inmensa ha sido la pena, porque siento que mi vida toca a su fin. He hecho cuanto debía hacer. He terminado mi misión terrena. La otra, la celeste, no tendrá fin. Dios me ha dejado en esta Tierra hasta que he consumado -yo también, como mi Jesús- todo lo que debía consumar. Y tengo dentro de mí esa secreta alegría -única gota de bálsamo en medio de sus amarguísimos, finales, atroces sufrimientos- que tuvo Jesús cuando pudo decir: «Todo está consumado».

-¿Alegría en Jesús? ¿En aquella hora?

-Sí, Juan. Una alegría incomprensible para los hombres, pero comprensible para los espíritus que ya viven en la luz de Dios y ven las cosas profundas, escondidas bajo los velos que el Eterno corre sobre sus secretos de Rey, gracias a esa luz. Yo, tan angustiada como estaba, profundamente turbada por lo que estaba sucediendo, asociada a Él, a mi Hijo, en el abandono en las manos del Padre, no comprendí en esos momentos. La Luz se había apagado para el mundo todo que no la había querido acoger. Y también para mí. No por un justo castigo, sino porque, debiendo ser la Corredentora, yo también debía padecer la angustia del abandono de los consuelos divinos, la tiniebla, la desolación, la tentación de Satanás de que no creyera ya posible lo que Él había dicho; todo lo que Él padeció en el espíritu desde el Jueves hasta el Viernes. Pero luego comprendí. Cuando la Luz, resucitada para siempre, se me apareció, comprendí. Todo. Incluso la secreta, final alegría de Cristo cuando pudo decir: «Todo lo que el Padre quería que llevara a cabo lo he cumplido. He colmado la medida de la caridad divina amando al Padre hasta el sacrificio de mí mismo, amando a los hombres hasta morir por ellos. Todo lo que debía llevar a cabo lo he cumplido. Muero lacerado en mi carne inocente, pero contento en el espíritu». Yo también he cumplido todo lo que, ab aeterno, estaba escrito que cumpliera. Desde la generación del Redentor hasta la ayuda a vosotros, sus sacerdotes, para que os formarais perfectamente. La Iglesia, actualmente, está formada y es fuerte. El Espíritu Santo la ilumina, la sangre de los primeros mártires la une sólidamente y multiplica; mi ayuda ha cooperado en hacer de Ella un organismo santo, al que la caridad hacia Dios y hacia los hermanos alimenta y fortalece cada vez más, y donde los odios, rencores, envidias, maledicencias, malvadas plantas de Satanás, no arraigan. Dios está contento de ello, y quiere que lo sepáis a través de mis labios, como también quiere que os diga que continuéis creciendo en la caridad para poder crecer en la perfección, y lo mismo en número de cristianos y en potencia de doctrina. Porque la doctrina de Jesús es doctrina de amor. Porque la vida de Jesús, y también la mía, estuvieron siempre guiadas y movidas por el amor. Ninguno fue rechazado por nosotros, a todos los perdonamos; sólo a uno no pudimos otorgarle el perdón, porque él, siendo ya esclavo del Odio, no quiso nuestro amor sin límites. Jesús, en su último adiós antes de la muerte, os mandó que os amarais los unos a los otros. Y os dio incluso la medida del amor que debíais guardaros, diciéndoos: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado. Por esto se sabrá que sois mis discípulos”. La Iglesia, para vivir y crecer, tiene necesidad de la caridad. Caridad, sobre todo, en sus ministros. Si no os amarais entre vosotros con todas vuestras fuerzas, y, de la misma manera, no amarais a vuestros hermanos en el Señor, la Iglesia se haría estéril, y raquítica y escasa sería la nueva creación y la supercreación de los hombres, para el grado de hijos del Altísimo y coherederos del Reino del Cielo, porque Dios dejaría de ayudaros en vuestra misión. Dios es Amor. Todos sus actos han sido actos de amor. Desde la Creación hasta la Encarnación, desde ésta hasta la Redención, desde ésta, a su vez, hasta la fundación de la Iglesia, y, en fin, desde ésta hasta la Jerusalén celestial, que recogerá a todos los justos para que exulten en el Señor. Te digo a ti estas cosas porque eres el Apóstol del amor y las puedes comprender mejor que los otros…

Juan la interrumpe diciendo:
-También los otros aman y se aman».

-Sí. Pero tú eres el Amante por excelencia. Cada uno de vosotros tuvo siempre una característica, como, por lo demás, la tienen todas las criaturas. Tú, en el número de los doce, fuiste siempre el amor, el puro y sobrenatural amor. Quizás -es más, ciertamente- por ser tan puro amas tanto. ¿Y Pedro? Pedro fue siempre el hombre, el hombre auténtico e impetuoso. Su hermano, Andrés, tuvo todo el silencio y timidez que el otro no tenía. Santiago, tu hermano, impulsivo, tanto que Jesús lo llamó hijo del trueno. El otro Santiago, hermano de Jesús, justo y heroico. Judas de Alfeo, su hermano, noble y leal, siempre; la descendencia de David era evidente en él. Felipe y Bartolomé eran los tradicionalistas. Simón el Zelote, el prudente. Tomás, el pacífico. Mateo, el hombre humilde que, teniendo presente su pasado, trataba de pasar inadvertido. Y Judas de Keriot, ¡ay!, la oveja negra del rebaño de Cristo, la serpiente que recibió el calor de su amor, fue el satánico embustero, siempre. Pero tú, todo tú amor, puedes comprender mejor y ser voz de amor para todos los otros, para los lejanos, para transmitirles este último consejo mío. Les dirás que se amen y que amen a todos, incluso a sus perseguidores, para ser una sola cosa con Dios, como yo lo fui, hasta el punto de merecer ser elegida esposa del Amor eterno para concebir a Cristo. Yo me he entregado a Dios sin medida, aun comprendiendo desde el primer momento cuánto dolor me habría acarreado ello. Los profetas estaban presentes en mi mente, y sus palabras la luz divina me las hacía clarísimas. Por tanto, desde mi primer «fiat» al Ángel, supe que me consagraba al mayor de los dolores que madre alguna pudiera padecer. Pero nada puso límite a mi amor. Porque yo sé que el amor es, para cualquiera que lo use, fuerza, luz, imán que atrae hacia arriba, fuego que purifica y hace hermoso todo lo que enciende, y transforma y transhumana a todos los que ciñe en su abrazo. Sí, el amor es realmente llama. Es llama que, aun destruyendo todo lo caduco, hace de ello -aunque se trate de un desecho, un detrito, un despojo de hombre- un espíritu purificado y digno del Cielo. ¡Cuántos desechos, cuántos hombres manchados, corroídos, acabados, encontraréis en vuestro camino de evangelizadores! No despreciéis a ninguno de ellos. Antes al contrario, amadlos, para que nazcan al amor y se salven. Infundid en ellos la caridad. Muchas veces el hombre se hace malo porque nadie lo amó nunca o lo amó mal. Vosotros amadlos para que el Espíritu Santo vaya de nuevo a vivir -después de la purificación- en esos templos vaciados y ensuciados por muchas cosas.

Dios, para crear al hombre no tomó un ángel, ni materia selecta; tomó barro, la materia más abyecta. Luego, infundiendo en ella su soplo, o sea, otra vez su amor, elevó la materia abyecta al excelso grado de hijo adoptivo de Dios. Mi Hijo, en su camino, encontró muchos seres humanos caídos en el fango y que eran verdaderos despojos. No los pisó con desprecio. A1 contrario, con amor los recogió y acogió, y los transformó en elegidos del Cielo. Recordad esto siempre. Y actuad como Él actuó. Recordad todo, hechos y palabras de mi Hijo. Recordad sus dulces parábolas, vividlas, o sea, ponedlas en práctica; y escribidlas para que tengan constancia de ellas los que vengan después hasta el final de los siglos, para que sean siempre guía de los hombres de buena voluntad para que consigan la vida y gloria eternas. No podréis, no, repetir todas las luminosas palabras de la eterna Palabra de Vida y Verdad; pero escribid cuantas más podáis escribir. El Espíritu de Dios, que descendió sobre mí para que diera al Salvador al mundo, y que descendió también sobre vosotros en dos ocasiones, os ayudará a recordar y a hablar a las gentes de forma que las convirtáis al verdadero Dios. Continuaréis así la maternidad espiritual que empecé yo en el Calvario para dar muchos hijos al Señor. Y el propio Espíritu, hablando en los hijos del Señor de nuevo creados, los fortalecerá de tal manera, que para ellos será dulce el morir entre tormentos, padecer el destierro y la persecución, con tal de confesar su amor a Cristo y unirse a Él en el Cielo, como ya hicieron Esteban y Santiago, mi Santiago, y otros más… Cuando estés solo, salva esta arca…

Juan, palideciendo y turbándose, más pálido aún de lo que ya se ha puesto cuando María ha dicho que siente cumplida su misión, la interrumpe exclamando y preguntando:
-¡Madre! ¿Por qué dices esto? ¿Te sientes mal?

-No.
-¿Entonces es que quieres dejarme?

-No. Estaré contigo mientras esté en la Tierra. Pero prepárate, Juan mío, a estar solo.

-¡Pero, entonces es que te sientes mal y quieres ocultármelo!…

-No, créeme. Nunca me he sentido con tantas fuerzas, con tanta paz, con tanta alegría, como ahora. Tengo dentro de mí un gozo tal, una tan gran plenitud de vida sobrenatural, que… sí, que pienso que no podré soportarla siguiendo viva. Además, no soy eterna. Debes comprenderlo. Eterno es mi espíritu; la carne, no; y está sujeta, como todo cuerpo humano, a la muerte.

-¡No! ¡No! No digas eso. ¡Tú no puedes, no debes, morir! ¡Tu cuerpo inmaculado no puede morir como el de los pecadores!

-Estás en un error, Juan. ¡Mi Hijo murió! Yo también moriré. No conoceré la enfermedad, la agonía, el angustioso sufrimiento de la muerte. Pero, morir, moriré. Y, además, has de saber, hijo mío, que si tengo un deseo entero y solamente mío, y que permanece desde que Él me dejó, es precisamente éste. Éste es el primero, intenso deseo del todo mío. Es más, puedo decir: la primera voluntad mía. Todas las otras cosas de mi vida no fueron sino consentimiento de mi voluntad a la Voluntad divina. Voluntad de Dios, puesta por Él mismo en mi corazón de niña, fue el querer ser virgen; voluntad suya, mi boda con José; voluntad suya, mi Maternidad virginal y divina. Todo en mi vida ha sido voluntad de Dios, y obediencia mía a su voluntad. Pero ésta, la voluntad de querer unirme de nuevo a Jesús, es voluntad del todo mía. ¡Dejar la Tierra por el Cielo, para estar con Él eterna y continuamente! ¡Mi deseo de hace ya muchos años! Y ahora siento que próximamente se va a hacer realidad. ¡No te turbes de esa manera, Juan! Escucha, más bien, mis últimos deseos. Cuando mi cuerpo, ausente ya de él el espíritu vital, yazca en paz, no me sometas a los embalsamamientos habituales entre los hebreos. Ya no soy la hebrea, sino la cristiana, la primera cristiana, si bien se piensa, porque fui la primera que tuvo a Cristo, Carne y Sangre, en mí, porque fui su primera discípula, porque fui con Él Corredentora y continuadora suya aquí, entre vosotros, siervos suyos. Ningún ser humano, excepto mi padre y mi madre y los que asistieron a mi nacimiento, vio mi cuerpo. Tú a menudo me llamas: “Arca verdadera que contuvo a la Palabra divina”. Ahora bien, tú sabes que sólo el Sumo Sacerdote puede ver el Arca. Tú eres sacerdote, y mucho más santo y puro que el Pontífice del Templo. Pero yo quiero que sólo el eterno Pontífice pueda ver, en su debido momento, mi cuerpo. Por eso, no me toques. Además… ya ves que me he purificado y me he puesto la túnica pura, el vestido de los esponsales eternos… Pero, ¿por qué lloras, Juan?

-Porque la tempestad del dolor se desencadena dentro de mí. ¡Me doy cuenta de que voy a perderte pronto! ¿Cómo podré vivir sin ti? ¡Siento desgarrárseme el corazón ante este pensamiento! ¡No resistiré este dolor!

-Resistirás. Dios te ayudará a vivir, y mucho tiempo, como me ayudó a mí. Porque si Él no me hubiera ayudado en el Gólgota y en el Monte de los Olivos, cuando Jesús murió y cuando Jesús ascendió al Cielo, habría muerto, como murió Isaac. Te ayudará a vivir y a recordar todo lo que te he dicho antes, para el bien de todos.

-¡Oh, lo recordaré todo! Y haré todo lo que deseas, y lo que has dicho respecto a tu cuerpo. Yo también comprendo que los ritos hebreos para ti ya no sirven, para ti, cristiana, para ti, la Purísima que -estoy seguro de ello- no conocerá en su carne la corrupción. No puede tu cuerpo, divinado como ningún otro cuerpo de mortal -por no haber tenido Pecado original y, más aún, porque además de la plenitud de la Gracia contuviste en ti a la Gracia misma, al Verbo; por lo cual tú eres la más verdadera reliquia suya-, conocer la descomposición, la podredumbre de toda carne mortal. Será éste el último milagro de Dios a ti, en ti.

Serás conservada como eres ahora…

-¡No sigas llorando! – exclama María mirando a la cara desencajada, enteramente bañada en lágrimas, del apóstol. Y añade:
-Si voy a conservarme como soy ahora, no me perderás. ¡Así que no te angusties!

-Te perderé de todas formas, aunque permanezcas incorrupta. Y me siento como atrapado por un huracán de dolor, un huracán que me quebranta y me abate. Tú eras mi todo, especialmente desde la muerte de mis padres y desde que los otros hermanos, de sangre y de misión, están lejos, incluido el queridísimo Margziam al que Pedro ha tomado consigo. ¡Ahora me quedaré solo, y en medio de la más fuerte tempestad! – y Juan cae a sus pies, llorando aún más fuertemente.

María se agacha hacia él, le pone una mano sobre la cabeza, que se mueve por los sollozos y le dice:
-No. Así no. ¿Por qué me das dolor? Tan fuerte como fuiste al pie de la Cruz… ¡y era una escena de horror sin igual, por la intensidad del martirio y por el odio satánico del pueblo! ¡¿Tan fuerte, tan consolador para Él y para mí, en aquel momento… y hoy, en el atardecer de un sábado tan sereno y sosegado, y ante mí, que exulto por el inminente gozo que presiento, te turbas de esta manera?! Cálmate. Imita a todo lo que nos rodea, a todo lo que está dentro de mí; es más: únete a ello. Todo es paz. Ten paz tú también. Sólo los olivos rompen, con su leve frufrú, la calma absoluta de esta hora. Pero ¡es tan dulce este susurro, que parece un vuelo de ángeles en torno a la casa! Y quizás están realmente los ángeles, porque siempre los ángeles estuvieron cerca de mí, uno o muchos, cuando me encontraba en un momento especial de mi vida. Estuvieron en Nazaret cuando el Espíritu de Dios hizo fecundo mi seno virgen. Y estuvieron con José cuando estaba turbado y titubeante, por mi estado y respecto a cómo comportarse conmigo. Y en Belén en dos ocasiones: cuando nació Jesús y cuando tuvimos que huir a Egipto. Y en Egipto, cuando nos dieron la orden de volver a Palestina. Y a las pías mujeres -si no a mí, fue porque el propio Rey de los ángeles había venido a mí- se les aparecieron ángeles en el amanecer del primer día después del sábado, y dieron la orden de decirte a ti y de decirle a Pedro lo que debíais hacer. Ángeles y luz, siempre, en los momentos decisivos de mi vida y de la de Jesús. Luz y ardor de amor que, descendiendo del trono de Dios a mí, su sierva, y subiendo de mi corazón a Dios, mi Rey y Señor, nos unían a mí con Dios y a Dios conmigo, para que se cumpliera todo lo que estaba escrito que había de cumplirse, y también para crear un entrecielo de luz extendido sobre los secretos de Dios, de forma que Satanás y sus siervos no conocieran, antes del tiempo justo, el cumplimiento del misterio sublime de la Encarnación. También en este atardecer siento, aunque no los vea, a los ángeles en torno a mí. Y siento que crece en mí, dentro de mí, la luz, una irresistible luz, como la que me envolvió cuando concebí al Cristo, cuando 1o di al mundo; luz que viene de un impulso de amor más poderoso que el habitual en mí. Por una potencia de amor similar a ésta, arrebaté, antes del tiempo, del Cielo al Verbo, para que fuera el Hombre y Redentor. Por una potencia de amor como la que me acomete en este anochecer, espero ser raptada por el Cielo y que el Cielo me lleve al lugar a donde deseo ir con mi espíritu para cantar, eternamente, con el pueblo de los santos y los coros de los ángeles, mi imperecedero «Magníficat» a Dios por las grandes cosas que ha hecho en mí, su sierva.

-No sólo con el espíritu, probablemente. Y a ti te responderá la Tierra, la cual con sus pueblos y naciones te glorificará y te honrará mientras el mundo exista, como bien predijo, aunque veladamente, de ti Tobit, (Tobías 13, 13-18) porque la que verdaderamente ha llevado en sí al Señor eres tú, y no el Santo de los Santos. Tú has dado a Dios, tú sola, tanto amor cuanto no le han dado todos los Sumos Sacerdotes y todos los otros del Templo en siglos y siglos. Un amor ardiente y purísimo. Por eso, Dios te hará beatísima.

-Y cumplirá mi único deseo, mi única voluntad. Porque el amor, cuando es tan total, que es casi perfecto como el de mi Hijo y Dios, todo lo obtiene, incluso lo que para el juicio humano parecería imposible de obtenerse. Recuerda esto, Juan. Y di también esto a tus hermanos. ¡Seréis muy hostigados! Obstáculos de todo tipo os harán temer una derrota, matanzas por parte de los perseguidores, deserción por parte de cristianos de moral… iscariótica deprimirán vuestro espíritu. No temáis. Amad y no temáis. En la proporción de vuestro modo de amar Dios os ayudará y os hará triunfar sobre todo y sobre todos. Todo obtiene el que se hace serafín. Entonces el alma, esa admirable, eterna cosa que es el mismo soplo de Dios, por Él infundido en nosotros, se proyecta poderosamente hacia el Cielo, cae como llama a los pies del divino trono, habla con Dios y es escuchada por Dios, y obtiene del Omnipotente lo que desea. Si los hombres supieran amar como ordena la antigua Ley y como amó y enseñó a amar mi Hijo, todo lo obtendrían. Yo amo así. Por eso siento que dejaré de estar en la Tierra, yo por exceso de amor, como Él murió por exceso de dolor. La medida de mi capacidad de amar está colmada. ¡Mi alma y mi carne no pueden ya contenerla! El amor rebosa de ellas, me sumerge y al mismo tiempo me eleva hacia el Cielo, hacia Dios, mi Hijo. Y su voz me dice: «¡Ven! ¡Sal! ¡Sube a nuestro trono y a nuestro trino abrazo!». ¡La Tierra, todo lo que me rodea, desaparece en la gran luz que del Cielo me viene! ¡Los sonidos quedan cubiertos por esta voz celestial! ¡Ha llegado para mí la hora del abrazo divino, Juan mío!

Juan, que, escuchando a María, se había calmado un poco aunque permanecía turbado, y que en la última parte de sus palabras la miraba extático, casi arrobado también él, palidísimo su rostro como el de María, cuya palidez de todas formas se va lentamente transformando en luz blanquísima, acude a ella para sujetarla mientras exclama:
-¡Tu aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu carne resplandece como luna, tus vestiduras relucen como lastra de diamante colocada frente a una llama blanquísima! ¡Ya no eres humana, Madre! ¡La pesantez y la opacidad de la carne han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él, siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por sí solo en el Tabor, como aquí en el Monte de los Olivos en su Ascensión. Tú no puedes. No te sostienes. Ven. Te ayudo yo a reclinar en tu lecho tu cuerpo rendido y bienaventurado. Descansa.

Y, amorosísimamente, la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se extiende sin quitarse siquiera el manto.

Recogiendo los brazos sobre el pecho, celando sus dulces ojos, fúlgidos de amor, con sus párpados, dice a Juan, que está inclinado hacia Ella:
-Yo estoy en Dios y Dios está en mí. Mientras lo contemplo y siento su abrazo, di los salmos y todas las otras páginas de la Escritura que a mí se aplican especialmente en este momento. El Espíritu de Sabiduría te las indicará. Recita luego la oración de mi Hijo, repíteme las palabras del Arcángel anunciador y las que me dijo Isabel, y mi himno de alabanza… Yo te seguiré con todo lo que de mí tengo todavía en la Tierra…

Juan, luchando contra el llanto que le sube del corazón, esforzándose en dominar la emoción que le turba, con esa bellísima voz suya que con el paso de los años se ha hecho muy semejante a la de Cristo -lo cual observa María con una sonrisa, diciendo: -¡Me parece como si tuviera a mi lado a mi Jesús! – entona el salmo 118 (lo recita casi por entero), luego los tres primeros versículos del 41, los ocho primeros del 38, el salmo 22 y el salmo 1. (En la «neovulgata» se hallan, respectivamente, en: Salmo 119; Salmo 42, 1-3; Salmo 39, 1-8; Salmo 23; Salmo 1; Tobías 13; Eclesiástico 24) Dice luego el Padrenuestro, las palabras de Gabriel e Isabel, el cántico de Tobit, el capítulo 24 del Eclesiástico desde el verso 11 a146; por último, entona el Magníficat. Pero, en llegando al noveno verso, se da cuenta de que María ya no respira, aun permaneciendo con postura y aspecto naturales; sonriente, calma, como si no hubiera advertido el cese de la vida.

Juan, con un grito de desgarro, se arroja al suelo, contra la orilla del lecho; y llama, llama a María. No sabe persuadirse de que Ella ya no puede responderle; de que su cuerpo ya no tiene el alma vital. ¡Pero, claro, tiene que rendirse a la evidencia!

Se inclina hacia su cara, que ha quedado fija en una expresión de gozo sobrenatural, y copiosas lágrimas llueven de los ojos de Juan para caer sobre ese rostro delicado, sobre esas manos puras tan dulcemente cruzadas sobre el pecho. Es el único lavacro que recibe el cuerpo de María: el llanto del Apóstol del amor, de su hijo adoptivo por voluntad de Jesús.

Pasado el primer ímpetu de dolor, Juan, recordando el deseo de María, recoge los extremos del amplio manto de lino, que pendían de las orillas del lecho, y los del velo, que penden de la almohada, y extiende los primeros sobre el cuerpo y los segundos sobre la cabeza. María ahora asemeja a una estatua de cándido mármol extendida sobre la tapa de un sarcófago. Juan la contempla durante largo tiempo, y mirándola, nuevas lágrimas caen de sus ojos.

Luego dispone de otra manera la habitación, quitando los enseres superfluos. Deja sólo: la cama; la pequeña mesa, contra la pared, sobre la que deposita el arca que contiene las reliquias; un taburete que coloca entre la puerta que da a la terraza y el lecho donde yace María; y una repisa sobre la que está la lamparita que Juan ha encendido (porque ya va llegando la noche).

Presuroso, baja al Getsemaní para recoger todas las flores que puede encontrar, y ramas de olivo ya con olivas formadas. Vuelve a subir al pequeño cuarto y, a la luz de la lamparita, coloca las flores y las ramas alrededor del cuerpo de María; y el cuerpo queda como en el centro de una gran corona.

Mientras realiza esto, habla con María yacente, como si pudiera oírle. Dice (haciendo referencia al Cantar de los Cantares 2, 1-2; Eclesiástico 24, 14-17; Salmo 104, 13-15):
-Fuiste siempre lirio de los valles, rosa suave, oliva especiosa, via fructífera, espiga santa. Nos has dado tus perfumes, el óleo de la vida y el Vino de los fuertes y el Pan que preserva de la muerte al espíritu de quienes de él dignamente se nutren. Bien están en torno a ti estas flores, como tú sencillas y puras, como tú adornadas de espinas, como tú pacíficas. Ahora acercamos esta lamparita. Así, junto a tu lecho, para que te vele y me haga compañía mientras te velo, en espera de al menos uno de los milagros que espero, de los milagros por cuyo cumplimiento oro. El primero es que, según su deseo, Pedro, y los otros a los que mandaré avisar a través del servidor de Nicodemo, puedan verte todavía una vez. El segundo es que tú; de la misma forma que en todo seguiste la suerte de tu Hijo, como Él te despiertes al tercer día, para no hacer de mí el dos veces huérfano. El tercero es que Dios me dé paz, si no se cumpliera lo que espero que en ti se cumpla, como se cumplió en Lázaro, que no era como tú. Pero,

¿y por qué no iba a cumplirse? Regresaron a la vida la hija de Jairo, el joven de Naím, el hijo de Teófilo… Verdad es que, entonces, obró el Maestro… Pero Él está contigo, aunque no en modo visible. Y tú no has muerto por enfermedad, como los resucitados por obra de Cristo. ¿Pero tú realmente has muerto? ¿Has muerto como todo hombre muere? No. Siento que no. Tu espíritu no está ya en ti, en tu cuerpo, y en ese sentido esto tuyo podría llamarse muerte. Pero, por el modo en que tu tránsito ha sucedido, pienso que esto no es sino una transitoria separación de tu alma, sin culpa y llena de gracia, de tu purísimo y virginal cuerpo. ¡Debe ser así! ¡Es así! Cómo y cuándo tendrá lugar de nuevo la unión y la vida volverá a ti, no lo sé. Pero estoy tan seguro de ello, que me quedaré aquí, a tu lado, hasta que Dios, o con su palabra o con su acción, me muestre la verdad sobre tu destino.

Juan, que ha terminado de colocar todas las cosas, se sienta en el taburete, poniendo en el suelo, junto al lecho, la lamparita; y contempla, orando, a María yacente.

650 Gloriosa asunción de María Santísima.

¿Cuántos días han pasado? Es difícil establecerlo con seguridad. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decirse que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramas con hojas ya lacias, y por las otras flores mustias puestas -cada una de ellas como una reliquia- sobre la tapa del arca, se debe concluir que ya han pasado algunos días.

Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que tenía instantes después de haber expirado. Ninguna señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, muguetes y hierbas montanas. Juan -a saber cuántos días lleva velandose ha dormido vencido por el cansancio, sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared, junto a la puerta abierta que da a la terraza. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, lo ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo, excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto.

El alba debe haber empezado ya; en efecto, su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace más nítidos los contornos de los objetos de la habitación, de esos objetos que, por estar lejos de la lamparita, antes apenas se vislumbraban.

De repente, una gran luz llena la habitación, una luz argéntea con tonalidades azules, casi fosfórica; y aumenta sin cesar, anulando la del alba y la de la lamparita. Una luz igual que la que inundó la gruta de Belén en el momento de la Natividad divina. Luego, en esta luz paradisíaca, se hacen visibles criaturas angélicas (luz aún más espléndida en la luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes). Como ya sucedió cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro ornado de arpegios, dulcísimo.

Las criaturas angélicas se disponen en corona en torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, con un batir más fuerte de sus alas -que aumenta el sonido que antes existía-, por una abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se abrió el Sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, santísimo, sin duda, pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la materia, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerte ya estaba glorificado. El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y ahora es potente como sonido de órgano.

Juan, que ya -aun permaneciendo adormecido- se había movido dos o tres veces en su taburete, como si le molestaran la gran luz y el sonido de las alas angélicas, se despierta totalmente por ese sonido potente y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo destapado y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta.

El apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento, para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale corriendo a la terraza y, como por un instinto espiritual, o por llamada celeste, alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del naciente Sol.

Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual en todo al de una persona que duerme; lo ve subir cada vez más alto, sostenido por la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la tierra del Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto, más leve.

Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para consolarlo o premiarlo por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora por los rayos del Sol, que ya ha salido, sale del éxtasis que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ella también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados).

Juan mira, mira… el milagro que Dios le concede le da la facultad, contra toda ley natural, de ver a María como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, ya no ayudada a subir, por los ángeles que entonan cantos de júbilo. Y Juan se ve raptado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrán jamás describir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible.

Juan, permaneciendo apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios -porque realmente puede llamarse así a María, formada en modo único por Dios, que la quiso inmaculada, para que fuera forma para el Verbo encarnado- que sube cada vez más. Y un último, supremo prodigio concede Dios-Amor a este perfecto amante suyo: el de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo Hijo, quien – también Él espléndido y resplandeciente, hermoso con una hermosura indescriptible- desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre, la abraza contra su corazón y, juntos, más refulgentes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido.

La visión de Juan ha terminado. Baja la cabeza. En su rostro cansado están presentes el dolor por la pérdida de María y el júbilo por su glorioso destino. Pero ahora ya el júbilo supera al dolor.

Dice:
-¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! Presentía que habría sucedido esto. Y quería estar en vela para no perder ningún episodio de su Asunción. ¡Pero llevaba ya tres días sin dormir! El sueño, el cansancio, unidos al dolor, me han abatido y vencido en el momento en que era inminente la Asunción… Pero quizás Tú mismo lo has querido, oh Dios, para que no perturbara ese momento y no sufriera demasiado… Sí, sin duda, Tú lo has querido así, de la misma forma que ahora has querido que viera lo que sin un milagro tuyo no habría podido ver. Me has concedido verla otra vez, aun estando ya muy lejana, ya glorificada y gloriosa, como si estuviera cerca de mí. ¡Y ver de nuevo a Jesús! ¡Oh, visión beatísima, inesperada, inesperable! ¡Oh, don de los dones de Jesús-Dios a su Juan! ¡Gracia suprema! ¡Volver a ver a mi Maestro y Señor! ¡Verlo a Él junto a su Madre! ¡Él semejante a un Sol y Ella a una Luna, esplendidísimos ambos por su estado glorioso y por la felicidad de estar unidos de nuevo y eternamente! ¿Qué será el Paraíso, ahora que vosotros resplandecéis en él, vosotros, astros mayores de la Jerusalén celestial?

¿Cuál será el júbilo de los angélicos coros y de los santos? Es tal la alegría que me ha producido el ver a la Madre con el Hijo -cosa que anula toda pena suya, toda pena de ambos-, que también mi pena cesa y, en su lugar, en mí entra la paz. De los tres milagros que había pedido a Dios, dos se han cumplido. He visto volver la vida a María, y siento que vuelve a mí la paz. Todas mis angustias cesan, porque os he visto unidos de nuevo en la gloria. Gracias por ello, oh Dios. Y gracias por haberme dado la forma de ver, incluso respecto a una criatura (santísima, pero, en todo caso, humana), cuál es el destino de los santos, cual será después del último juicio y la resurrección de los cuerpos y su nueva unión, su fusión con el espíritu subido al Cielo a la hora de la muerte. No tenía necesidad de ver para creer. Porque siempre he creído firmemente en todas las palabras del Maestro. Pero muchos dudarán de que, después de siglos y milenios, la carne, convertida en polvo, pueda volver a ser cuerpo vivo. A éstos les podré decir, jurando por las cosas más excelsas, que no sólo Cristo volvió a la vida, por su propio poder divino, sino que también la Madre suya, tres días después de la muerte, si tal muerte puede llamarse muerte, reemprendió vida, y, con la carne unida de nuevo al alma, tomó su eterna morada en el Cielo, al lado de su Hijo. Podré decir: «Creed, cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos, y en la vida eterna del alma y de los cuerpos, vida bienaventurada para los santos y horrenda para los culpables impenitentes. Creed y vivid como santos, de la misma forma que como santos vivieron Jesús y María, para alcanzar su mismo destino. Yo vi a sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como justos para poder un día estar en el nuevo mundo eterno, en alma y cuerpo, junto a Jesús-Sol y junto a María, Estrella de todas las estrellas». ¡Gracias otra vez, oh Dios! Y ahora recojamos todo lo que queda de Ella. Las flores que han caído de sus vestiduras, las ramas de olivo que han quedado en su lecho, y conservémoslo. Servirán… sí, servirán para ayudar y consolar a mis hermanos, en vano esperados. Antes o después los encontraré…

Recoge incluso los pétalos de las flores que se han deshojado al caer. Y con las flores y pétalos en un extremo de su túnica, entra en la habitación.

Advierte entonces más atentamente la abertura del techo y exclama:
-¡Otro prodigio! ¡Y otro admirable paralelismo en los prodigios de las vidas de Jesús y María! Él, Dios, por sí sólo resucitó, y sólo con su voluntad volcó la piedra del Sepulcro, y sólo con su poder ascendió al Cielo. Por sí solo. Para María, santísima pero hija de hombre, con ayuda angélica se abrió la vía para su asunción al Cielo, y con ayuda angélica se ha verificado su asunción al Cielo. En Cristo el espíritu volvió a animar al Cuerpo mientras el Cuerpo estaba todavía en la Tierra, porque así debía ser, para hacer callar a sus enemigos y confirmar en la fe a todos sus seguidores. En María el espíritu ha vuelto cuando el santísimo Cuerpo estaba ya en el umbral del Paraíso, porque para Ella no era necesaria ninguna otra cosa. ¡Oh, potencia perfecta de la infinita Sabiduría de Dios!…

Juan ahora recoge en una tela las flores y las ramas que han quedado en el lecho, une a ello lo que había recogido afuera, y pone todo encima de la tapa del arca. Luego abre el arca y mete dentro la almohadita de María y la cubierta de la cama. Baja a la cocina, recoge otros objetos usados por Ella -el huso y la rueca y las piezas de la vajilla usados por Ella- y los une a las otras cosas.

Cierra el arca y se sienta en el taburete. Exclama:

-¡Ahora todo está cumplido también para mí! ¡Ahora puedo marcharme, libremente, a donde el Espíritu de Dios me conduzca! ¡Ir y sembrar la divina Palabra que el Maestro me ha dado para que yo se la dé a los hombres! Enseñar el Amor.

Enseñarlo para que crean en el Amor y en su poder. Dar a conocer a los hombres lo que Dios-Amor ha hecho por ellos. Su Sacrificio y su Sacramento y Rito perpetuos por los que, hasta el final de los siglos, podremos estar unidos a Jesucristo por la Eucaristía y renovar el rito y el sacrificio como Él mandó hacer. ¡Dones, todos ellos, del Amor perfecto! Hacer amar al Amor, para que crean en el Amor como nosotros hemos creído y creemos. Sembrar el Amor, para que sea abundante la recolección y la pesca, para el Señor. María me ha dicho, en sus últimas palabras, que el amor todo lo obtiene; en sus últimas palabras a mí, a quien Ella cabalmente ha definido, en el colegio apostólico, como el que ama, el amante por excelencia, la antítesis de Judas Iscariote, que fue el odio; como Pedro la impulsividad y Andrés la mansedumbre; y los hijos de Alfeo la santidad y sabiduría unidas a nobleza de modos; etc. Yo, el amante, ahora que ya no tengo ni al Maestro ni a la Madre, a quienes amar en la Tierra, iré a esparcir el amor entre las gentes. El amor será mi arma y doctrina. Y con él venceré al demonio y al paganismo, y conquistaré a muchas almas. Continuaré así a Jesús y a María, que fueron el amor perfecto en la Tierra.

 

5º La Coronación de María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado

651 Sobre el tránsito, la asunción y la realeza de María Santísima.

Dice María:
-¿Yo morí? Sí, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte.

¿Cómo morí, o, mejor, cómo pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.

En ese anochecer -ya había empezado el descanso sabático- hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores de humanas obras. Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita solitaria.

Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición sino perfeccionamiento de vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.

Aquel atardecer, al ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto, avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores.

Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.

Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan – como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.

Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada Concepción, mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.

Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé.

Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.

Dice Jesús:
-Llegada su última hora, como una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una última, serena contemplación de Dios.

Velando reverente su reposo, el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo descendía el dulce e invitante imperativo de Dios.

Inclinado también Juan, ángel terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba para dejarlo.

Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá de la muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía. Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron sólo flores. Pura leyenda. Ningún sepulcro engulló el cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida.

Ella se había separado, por decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu, después de la larga permanencia en el lecho fúnebre.

Todo es posible para Dios. Yo salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios, al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez. Es uno de los más fúlgidos milagros de Dios. No único, en verdad, si se recuerda a Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14 (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9 para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la Tierra sin conocer la muerte, y fueron transportados a otro lugar, a un lugar que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y, de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo a Dios.

Por eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo.

Dice María:
-Un éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento.

La casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní, cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. Durante la destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos.

De la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi impropiamente llamada «muerte» fue un rapto en Dios.

Confiando en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que siempre ardía en mí; y no me equivoqué.

Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba al Cielo: «¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno Amor!».

La Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir en mí a mi divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies, como la había llevado en mi carne virginal. Todo mi ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él –en el centro del Cielo- era, es y será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía, con infinita ternura, llamándome «¡Mamá!», y yo lo sentía ansioso de tenerme consigo.

Yo no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede cuando se le posee.

Alcanzad, oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo, luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. Nunca somos tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.

E1 acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.

Suele decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.

Luego, en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por mi Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina, después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino del júbilo sin límite.

Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del último juicio.

Mi humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana, santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios es Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte.

Yo no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con mis ojos su rostro… esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo anhelaba. Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo.

Pero, como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial, en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en alma y cuerpo… inmediatamente después del fin de mi vida terrena.

Yo soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre: una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. Perfección que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues que de Dios viene; de Dios, Sol eterno que ilumina el Cielo.

Delante de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires, Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo:
-Esta es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo ser, a lo divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente, libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de la Creación están obligados a inclinarse.

Aquí tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino.

Aquí tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos.

Ésta es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los perdones.

Para su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve, Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia, con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para que sea vuestra Reina.

En el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva bienaventurada para toda la eternidad.

Dice Jesús:
-Hay diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un éxtasis o rapto contemplativo.

El que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación.

Todos los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de Dios alcanzan la contemplación verdadera.

Esto demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los justos es fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado- a Dios y sus eternas verdades. Cuanto más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de penetrar las eternas verdades.

El hombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María, siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los siglos, y por los siglos de los siglos- de Dios, de sus gracias, de su caridad, de su misericordia.

El Tránsito de María se produjo sumergida Ella por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los hombres.

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