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Carta Encíclica Quas Primas del Sumo Pontífice PÍO XI sobre la Fiesta de Cristo Rey

En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

La «paz de Cristo en el reino de Cristo»

1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.

Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?

«Año Santo«

3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas -aun, de éstas, las de mares los más remotos-, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.

Además, cuantos -en tan grandes multitudes- durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?

4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro!

Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.

5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.

Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

 

I. LA REALEZA DE CRISTO

6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad(1) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino(2); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

a) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.

Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob (3); el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra (4). El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud (5). Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz… y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra (6).

8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre (7). Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra (8). Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido…, permanecerá eternamente (9); y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible (10). Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas (11), ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

b) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.

En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin (12), es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey (13) y públicamente confirmó que es Rey (14), y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (15). Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra (16), y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan (17). Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas (18), menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos (19).

c) En la Liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.

d) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza (20). Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

e) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha (21). No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande (22); hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo (23).

 

II. CARÁCTER DE LA REALEZA DE CRISTO

A) Triple potestad

13. Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer (24). Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad (25). El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo (26). En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.

B) Campo de la realeza de Cristo

a) En Lo espiritual

14. Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalrnente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efeeto, en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos apóstoles, imaginaron erróneamente que el Mesías devolvería la libertad al pueblo y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimisrno, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración, le rodeaba, El rehusó tal títuto de honor huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo. Este reino se nos muestra en los evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la fe y el bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos no sólo que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofreciéndose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados del mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

b) En lo temporal

15. Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confiríó un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo, que los poseedores de ellas las utilicen.

Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales (27). Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano (28).

c) En los individuos y en la sociedad

16. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual debamos salvarnos (29).

El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos (30). No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo -lamentábamos- de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que… hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido» (31).

17. En cambio, si los hombres, pública y privadamente, reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres (32).

18. Y si los príncípes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores. De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.

19. En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas; que no vino a que le sirviesen, sino a servir; que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera.

¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente -diremos con las mismas palabras de nuestro predecesor León XIII dirigió hace veinticinco años a todos los obispos del orbe católico-, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre (33).

 

III. LA FIESTA DE JESUCRISTO REY

20. Ahora bien: para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de nuestro Salvador, para lo cual nada será más dtcaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.

Las fiestas de la Iglesia

Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio.

Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas -digámoslo así- hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, a los corazones, al hombre entero. Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

En el momento oportuno

21. Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio (34). Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos confesores, vírgenes y viudas sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos. Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblco cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además, entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos, no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías.

22. En este punto debemos admirar los designios de la divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad. Asimismo, las festividades incluidas en el año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.

Contra el moderno laicismo

23. Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperío de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

24. Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

La fiesta de Cristo Rey

25. Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

Continúa una tradición

26. ¿Y quién no echa de ver que ya desde fines del siglo pasado se preparaba maravillosamente el camino a la institución de esta festividad? Nadie ignora cuán sabia y elocuentemente fue defendido este culto en numerosos libros publicados en gran variedad de lenguas y por todas partes del mundo; y asimismo que el imperio y soberanía de Cristo fue reconocido con la piadosa práctica de dedicar y consagrar casi innumerables familias al Sacratísimo Corazón de Jesús. Y no solamente se consagraron las familias, sino también ciudades y naciones. Más aún: por iniciativa y deseo de León XIII fue consagrado al Divino Corazón todo el género humano durante el Año Santo de 1900.

27. No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos; y por medio de discursos en las asambleas y en los templos, de la adoración, en común, del augusto Sacramento públicamente expuesto y de solemnísimas procesiones, proclamar a Cristo como Rey que nos ha sido dado por el cielo. Bien y con razón podría decirse que el pueblo cristiano, movido como por una inspiración divina, sacando del silencio y como escondrijo de los templos a aquel mismo Jesús a quien los impíos, cuando vino al mundo, no quisieron recibir, y llevándole como a un triunfador por las vías públicas, quiere restablecerlo en todos sus reales derechos.

Coronada en el Año Santo

28. Ahora bien: para realizar nuestra idea que acabamos de exponer, el Año Santo, que toca a su fin, nos ofrece tal oportunidad que no habrá otra mejor; puesto que Dios, habiendo benignísimamente levantado la mente y el corazón de los fieles a la consideración de los bienes celestiales que sobrepasan el sentido, les ha devuelto el don de su gracia, o los ha confirmado en el camino recto, dándoles nuevos estímulos para emular mejores carismas. Ora, pues, atendamos a tantas súplicas como los han sido hechas, ora consideremos los acontecimientos del Año Santo, en verdad que sobran motivos para convencernos de que por fin ha llegado el día, tan vehementemente deseado, en que anunciemos que se debe honrar con fiesta propia y especial a Cristo como Rey de todo el género humano.

29. Porque en este año, como dijimos al principio, el Rey divino, verdaderamente admirable en sus santos, ha sido gloriosamente magnificado con la elevación de un nuevo grupo de sus fieles soldados al honor de los altares. Asimismo, en este año, por medio de una inusitada Exposición Misional, han podido todos admirar los triunfos que han ganado para Cristo sus obreros evangélicos al extender su reino. Finalmente, en este año, con la celebración del centenario del concilio de Nicea, hemos conmemorado la vindicación del dogma de la consustancialidad del Verbo encarnado con el Padre, sobre la cual se apoya como en su propio fundamento la soberanía del mismo Cristo sobre todos los pueblos.

Condición litúrgica de la fiesta

30. Por tanto, con nuestra autoridad apostólica, instituimos la fiesta de nuestro Señor Jesucristo Rey, y decretamos que se celebre en todas las partes de la tierra el último domingo de octubre, esto es, el domingo que inmediatamente antecede a la festividad de Todos los Santos. Asimismo ordenamos que en ese día se renueve todos los años la consagración de todo el género humano al Sacratísimo Corazón de Jesús, con la misma fórmula que nuestro predecesor, de santa memoria, Pío X, mandó recitar anualmente.

Este año, sin embargo, queremos que se renueve el día 31 de diciembre, en el que Nos mismo oficiaremos un solemne pontifical en honor de Cristo Rey, u ordenaremos que dicha consagración se haga en nuestra presencia. Creemos que no podemos cerrar mejor ni más convenientemente el Año Santo, ni dar a Cristo, Rey inmortal de los siglos, más amplio testimonio de nuestra gratitud -con lo cual interpretamos la de todos los católicos- por los beneficios que durante este Año Santo hemos recibido Nos, la Iglesia y todo el orbe católico.

31. No es menester, venerables hermanos, que os expliquemos detenidamente los motivos por los cuales hemos decretado que la festividad de Cristo Rey se celebre separadamente de aquellas otras en las cuales parece ya indicada e implícitamente solemnizada esta misma dignidad real. Basta advertir que, aunque en todas las fiestas de nuestro Señor el objeto material de ellas es Cristo, pero su objeto formal es enteramente distinto del título y de la potestad real de Jesucristo. La razón por la cual hemos querido establecer esta festividad en día de domingo es para que no tan sólo el clero honre a Cristo Rey con la celebración de la misa y el rezo del oficio divino, sino para que también el pueblo, libre de las preocupaciones y con espíritu de santa alegría, rinda a Cristo preclaro testimonio de su obediencia y devoción. Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos. Sea, pues, vuestro deber y vuestro oficio, venerables hermanos, hacer de modo que a la celebración de esta fiesta anual preceda, en días determinados, un curso de predicación al pueblo en todas las parroquias, de manera que, instruidos cuidadosamente los fieles sobre la naturaleza, la significación e importancia de esta festividad, emprendan y ordenen un género de vida que sea verdaderamente digno de los que anhelan servir amorosa y fielmente a su Rey, Jesucristo.

Con los mejores frutos

32. Antes de terminar esta carta, nos place, venerables hermanos, indicar brevemente las utilidades que en bien, ya de la Iglesia y de la sociedad civil, ya de cada uno de los fieles esperamos y Nos prometemos de este público homenaje de culto a Cristo Rey.

a) Para la Iglesia

En efecto: tríbutando estos honores a la soberanía real de Jesucristo, recordarán necesariamente los hombres que la Iglesia, como sociedad perfecta instituida por Cristo, exige -por derecho propio e imposible de renuncíar- plena libertad e independencia del poder civil; y que en el cumplimiento del oficio encomendado a ella por Dios, de enseñar, regir y conducir a la eterna felicidad a cuantos pertenecen al Reino de Cristo, no pueden depender del arbitrio de nadie.

Más aún: el Estado debe también conceder la misma libertad a las órdenes y congregaciones religiosas de ambos sexos, las cuales, siendo como son valiosísimos auxiliares de los pastores de la Iglesia, cooperan grandemente al establecimiento y propagación del reino de Cristo, ya combatiendo con la observación de los tres votos la triple concupiscencia del mundo, ya profesando una vida más perfecta, merced a la cual aquella santidad que el divino Fundador de la Iglesia quiso dar a ésta como nota característica de ella, resplandece y alumbra, cada día con perpetuo y más vivo esplendor, delante de los ojos de todos.

b) Para la sociedad civil

33. La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes.

A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectítud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.

c) Para los fieles

34. Porque si a Cristo nuestro Señor le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; si los hombres, por haber sido redimidos con su sangre, están sujetos por un nuevo título a su autoridad; si, en fin, esta potestad abraza a toda la naturaleza humana, claramente se ve que no hay en nosotros ninguna facultad que se sustraiga a tan alta soberanía. Es, pues, necesario que Cristo reine en la inteligencia del hombre, la cual, con perfecto acatamiento, ha de asentir firme y constantemente a las verdades reveladas y a la doctrina de Cristo; es necesario que reine en la voluntad, la cual ha de obedecer a las leyes y preceptos divinos; es necesario que reine en el corazón, el cual, posponiendo los efectos naturales, ha de amar a Dios sobre todas las cosas, y sólo a El estar unido; es necesario que reine en el cuerpo y en sus miembros, que como instrumentos, o en frase del apóstol San Pablo, como armas de justicia para Dios (35), deben servir para la interna santificación del alma. Todo lo cual, si se propone a la meditación y profunda consideración de los fieles, no hay duda que éstos se inclinarán más fácilmente a la perfección.

35. Haga el Señor, venerables hermanos, que todos cuantos se hallan fuera de su reino deseen y reciban el suave yugo de Cristo; que todos cuantos por su misericordia somos ya sus súbditos e hijos llevemos este yugo no de mala gana, sino con gusto, con amor y santidad, y que nuestra vida, conformada siempre a las leyes del reino divino, sea rica en hermosos y abundantes frutos; para que, siendo considerados por Cristo como siervos buenos y fieles, lleguemos a ser con El participantes del reino celestial, de su eterna felicidad y gloria.

Estos deseos que Nos formulamos para la fiesta de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, venerables hermanos, prueba de nuestro paternal afecto; y recibid la bendición apostólica, que en prenda de los divinos favores os damos de todo corazón, a vosotros, venerables hermanos, y a todo vuestro clero y pueblo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de diciembre de 1925, año cuarto de nuestro pontificado.

Notas

1. Ef 3,19.
2. Dan 7,13-14.
3. Núm 24,19.
4. Sal 2.
5. Sal 44.
6. Sal 71.
7. Is 9,6-7.
8. Jer 23, 5.
9. Dan 2,44.
10. Dan 7 13-14.
11. Zac 9,9.
12. Lc 1,32-33.
13. Mt 25,31-40.
14. Jn 18,37.
15. Mt 28,18.
16. Ap 1,5.
17. Ibíd., 19,16.
18. Heb 1,1.
19. 1 Cor 15,25.
20. In Luc. 10.
21. 1 Pt 1,18-19.
22. 1 Cor 6,20.
23. Ibíd., 6,15.
24. Conc. Trid., ses.6 c.21.
25. Jn 14,15; 15,10.
26. Jn 5,22.
27. Himno Crudelis Herodes, en el of. de Epif.
28. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
29. Hech 4,12.
30. S. Agustín, Ep. ad Macedonium c.3
31. Enc. Ubi arcano.
32. 1 Cor 7,23.
33. Enc. Annum sacrum, 25 mayo 1899.
34. Sermón 47: De sanctis.
35. Rom 6,13.


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Doctrina FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA

En el Purgatorio Dios nos Purifica: Juan Pablo II

Audiencia General
Miércoles 4 de agosto de 1999

1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).

2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.

Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf . Dt 10, 12 s).

La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere.

El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, v dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1Co 3, 14-15).

3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica rea izada por Dios en el pasado e invoca si fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente, 53, 11).

El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).

4. El Nuevo  Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v. 24). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.

El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros o íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14)

5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificamos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.

Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de justificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).

Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano 11, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada única carrera que es nuestra vida en tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).

6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).

Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.

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Juramento antimodernista

El Modernismo, como el mismo Santo Padre afirmo es una especie de resumen, y manifiesto, de todas las herejias previas. Es un llamado del espíritu de mundo, por tanto de satanás, que ha anidado en la iglesia misma y que se predica como un «nuevo evangelio».

Y recordad que aparte de S. Pio X, muy pocos en época reciente, han dicho y hecho más por el amor a la Eucaristía, entrada al misterio del Padre, y antídoto del espíritu judaizante, la cosmovisión que rechaza el Reino de los Cielos, y la cambia por el infeliz reino del hombre.

JURAMENTO ANTIMODERNISTA DE S.S. SAN PIO X 

Incluido en el Motu Proprio: “SACRORUM ANTISTITUM” del mismo Papa, e impuesto a todo el clero en septiembre de 1910.

«Yo…abrazo y recibo firmemente todas y cada una de las verdades que la Iglesia por su magisterio, que no puede errar, ha definido, afirmado y declarado, principalmente los textos de doctrina que van directamente dirigidos contra los errores de estos tiempos.”

“En primer lugar, profeso que Dios, principio y fin de todas las cosas puede ser conocido y por tanto también demostrado de una manera cierta por la luz de la razón, por medio de las cosas que han sido hechas, es decir por las obras visibles de la creación, como la causa por su efecto.”

“En segundo lugar, admito y reconozco los argumentos externos de la revelación, es decir los hechos divinos, entre los cuales en primer lugar, los milagros y las profecías, como signos muy ciertos del origen divino de la religión cristiana. Y estos mismos argumentos, los tengo por perfectamente proporcionados a la inteligencia de todos los tiempos y de todos los hombres, incluso en el tiempo presente.”

“En tercer lugar, creo también con fe firme que la Iglesia, guardiana y maestra de la palabra revelada, ha sido instituida de una manera próxima y directa por Cristo en persona, verdadero e histórico, durante su vida entre nosotros, y creo que esta Iglesia esta edificada sobre Pedro, jefe de la jerarquía y sobre sus sucesores hasta el fin de los tiempos.”

“En cuarto lugar, recibo sinceramente la doctrina de la fe que los Padres ortodoxos nos han transmitido de los Apóstoles, SIEMPRE CON EL MISMO SENTIDO Y LA MISMA INTERPRETACIÓN. POR ESTO RECHAZO ABSOLUTAMENTE LA SUPOSICION HERÉTICA DE LA EVOLUCION DE LOS DOGMAS, según la cual estos dogmas cambiarían de sentido para recibir uno diferente del que les ha dado la Iglesia en un principio.

Igualmente, repruebo todo error que consista en sustituir el depósito divino confiado a la esposa de Cristo y a su vigilante custodia, por una ficción filosófica o una creación de la conciencia humana, la cual, formada poco a poco por el esfuerzo de los hombres, sería susceptible en el futuro de un progreso indefinido.”

“Consecuentemente: mantengo con toda certeza y profeso sinceramente que la fe no es un sentido religioso ciego que surge de las profundidades tenebrosas del «subconsciente», moralmente informado bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad, sino que un verdadero asentimiento de la inteligencia a la verdad adquirida extrínsecamente por la enseñanza recibida EX CATEDRA, asentimiento por el cual creemos verdadero, a causa de la autoridad de Dios cuya veracidad es absoluta, todo lo que ha sido dicho, atestiguado y revelado por el Dios personal, nuestro creador y nuestro Maestro».

“En fin, de manera general, profeso estar completamente indemne de este error de los modernistas, que pretenden no hay nada divino en la tradición sagrada, o lo que es mucho peor, que admiten lo que hay de divino en el sentido panteísta, de tal manera que no queda nada más que el hecho puro y simple de la historia, a saber: El hecho de que los hombres, por su trabajo, su habilidad, su talento continúa a través de las edades posteriores, la escuela inaugurada por Cristo y sus Apóstoles. Para concluir, sostengo con la mayor firmeza y sostendré hasta mi ultimo suspiro, la fe de los Padres sobre el criterio cierto de la verdad que está, ha estado y estará siempre en el episcopado transmitido por la sucesión de los Apóstoles; no de tal manera que esto sea sostenido para que pueda parecer mejor adaptado al grado de cultura que conlleva la edad de cada uno, sino de tal manera que LA VERDAD ABSOLUTA E INMUTABLE, predicada desde los orígenes por los Apóstoles, NO SEA JAMAS NI CREIDA NI ENTENDIDA EN OTRO SENTIDO.

“Todas estas cosas me comprometo a observarlas fiel, sincera e INTEGRAMENTE, a guardarlas inviolablemente y a no apartarme jamás de ellas sea enseñando, sea de cualquier manera, por mis palabras y mis escritos…».



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Catequesis sobre María Doctrina Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA

María Reina del Universo – Catequesis de s.s. Juan Pablo II

Audiencia General de los Miércoles, 23 de julio de 1997

1. La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (…) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).

En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.

Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).

2. Mi venerado predecesor Pío XII en la encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).

En el evangelio según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», él instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.

Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada por su Hijo mismo.

3. El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.

Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo hacia nosotros un afecto materno e interesándose por nuestra salvación ella extiende a todo el género humano su solicitud. Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra, elevada por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus súplicas maternal; lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar» (MS 46 [1954] 636-637).

4. Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la gracia.

Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).

5. Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán: «Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).

Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida.

Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.

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Carta Encíclica Ad Coeli Reginam de Pío XII – sobre la realeza de la Santísima Virgen María y la institución de su fiesta

A la Reina del Cielo, ya desde los primeros siglos de la Iglesia católica, elevó el pueblo cristiano suplicantes oraciones e himnos de loa y piedad, así en sus tiempos de felicidad y alegría como en los de angustia y peligros; y nunca falló la esperanza en la Madre del Rey divino, Jesucristo, ni languideció aquella fe que nos enseña cómo la Virgen María, Madre de Dios, reina en todo el mundo con maternal corazón, al igual que está coronada con la gloria de la realeza en la bienaventuranza celestial.

Y ahora, después de las grandes ruinas que aun ante Nuestra vista han destruido florecientes ciudades, villas y aldeas; ante el doloroso espectáculo de tales y tantos males morales que amenazadores avanzan en cenagosas oleadas, a la par que vemos resquebrajarse las bases mismas de la justicia y triunfar la corrupción, en este incierto y pavoroso estado de cosas Nos vemos profundamente angustiados, pero recurrimos confiados a nuestra Reina María, poniendo a sus pies, junto con el Nuestro, los sentimientos de devoción de todos los fieles que se glorían del nombre de cristianos.

INTRODUCCIÓN

2. Place y es útil recordar que Nos mismo, en el primer día de noviembre del Año Santo, 1950, ante una gran multitud de Eminentísimos Cardenales, de venerables Obispos, de Sacerdotes y de cristianos, llegados de las partes todas del mundo -decretamos el dogma de la Asunción de la Beatísima Virgen María al Cielo[1], donde, presente en alma y en cuerpo, reina entre los coros de los Ángeles y de los Santos, a una con su unigénito Hijo. Además, al cumplirse el centenario de la definición dogmática —hecha por Nuestro Predecesor, Pío IX, de ilustre memoria— de la Concepción de la Madre de Dios sin mancha alguna de pecado original, promulgamos[2] el Año Mariano, durante el cual vemos con suma alegría que no sólo en esta alma Ciudad —singularmente en la Basílica Liberiana, donde innumerables muchedumbres acuden a manifestar públicamente su fe y su ardiente amor a la Madre celestial— sino también en toda las partes del mundo vuelve a florecer cada vez más la devoción hacia la Virgen Madre de Dios, mientras los principales Santuarios de María han acogido y acogen todavía imponentes peregrinaciones de fieles devotos.

Y todos saben cómo Nos, siempre que se Nos ha ofrecido la posibilidad, esto es, cuando hemos podido dirigir la palabra a Nuestros hijos, que han llegado a visitarnos, y cuando por medio de las ondas radiofónicas hemos dirigido mensajes aun a pueblos alejados, jamás hemos cesado de exhortar a todos aquellos, a quienes hemos podido dirigirnos, a amar a nuestra benignísima y poderosísima Madre con un amor tierno y vivo, cual cumple a los hijos.

Recordamos a este propósito particularmente el Radiomensaje que hemos dirigido al pueblo de Portugal, al ser coronada la milagrosa Virgen de Fátima[3], Radiomensaje que Nos mismo hemos llamado de la «Realeza» de María[4].

3. Por todo ello, y como para coronar estos testimonios todos de Nuestra piedad mariana, a los que con tanto entusiasmo ha respondido el pueblo cristiano, para concluir útil y felizmente el Año Mariano que ya está terminando, así como para acceder a las insistentes peticiones que de todas partes Nos han llegado, hemos determinado instituir la fiesta litúrgica de la «Bienaventurada María Virgen Reina».

Cierto que no se trata de una nueva verdad propuesta al pueblo cristiano, porque el fundamento y las razones de la dignidad real de María, abundantemente expresadas en todo tiempo, se encuentran en los antiguos documentos de la Iglesia y en los libros de la sagrada liturgia.

Mas queremos recordarlos ahora en la presente Encíclica para renovar las alabanzas de nuestra celestial Madre y para hacer más viva la devoción en las almas, con ventajas espirituales.

I. TRADICIÓN

4. Con razón ha creído siempre el pueblo cristiano, aun en los siglos pasados, que Aquélla, de la que nació el Hijo del Altísimo, que «reinará eternamente en la casa de Jacob»[5] y [será] «Príncipe de la Paz»[6], «Rey de los reyes y Señor de los señores»[7], por encima de todas las demás criaturas recibió de Dios singularísimos privilegios de gracia. Y considerando luego las íntimas relaciones que unen a la madre con el hijo, reconoció fácilmente en la Madre de Dios una regia preeminencia sobre todos los seres.

Por ello se comprende fácilmente cómo ya los antiguos escritores de la Iglesia, fundados en las palabras del arcángel San Gabriel que predijo el reinado eterno del Hijo de María[8], y en las de Isabel que se inclinó reverente ante ella, llamándola «Madre de mi Señor»[9], al denominar a María «Madre del Rey» y «Madre del Señor», querían claramente significar que de la realeza del Hijo se había de derivar a su Madre una singular elevación y preeminencia.

5. Por esta razón San Efrén, con férvida inspiración poética, hace hablar así a María: «Manténgame el cielo con su abrazo, porque se me debe más honor que a él; pues el cielo fue tan sólo tu trono, pero no tu madre. ¡Cuánto más no habrá de honrarse y venerarse a la Madre del Rey que a su trono!»[10]. Y en otro lugar ora él así a María: «… virgen augusta y dueña, Reina, Señora, protégeme bajo tus alas, guárdame, para que no se gloríe contra mí Satanás, que siembra ruinas, ni triunfe contra mí el malvado enemigo»[11].

San Gregorio Nacianceno llama a María «Madre del Rey de todo el universo», «Madre Virgen, que dio a luz al Rey de todo el mundo»[12]. Prudencio, a su vez, afirma que la Madre se maravilló «de haber engendrado a Dios como hombre sí, pero también como Sumo Rey»[13].

Esta dignidad real de María se halla, además, claramente afirmada por quienes la llaman «Señora», «Dominadora» y «Reina».

Ya en una homilía atribuida a Orígenes, Isabel saluda a María «Madre de mi Señor», y aun la dice también: «Tú eres mi señora»[14].

Lo mismo se deduce de San Jerónimo, cuando expone su pensamiento sobre las varias «interpretaciones» del nombre de «María»: «Sépase que María en la lengua siriaca significa Señora»[15]. E igualmente se expresa, después de él, San Pedro Crisólogo: «El nombre hebreo María se traduce Domina en latín; por lo tanto, el ángel la saluda Señora para que se vea libre del temor servil la Madre del Dominador, pues éste, como hijo, quiso que ella naciera y fuera llamada Señora» [16].

San Epifanio, obispo de Constantinopla, escribe al Sumo Pontífice Hormidas, que se ha de implorar la unidad de la Iglesia «por la gracia de la santa y consubstancial Trinidad y por la intercesión de nuestra santa Señora, gloriosa Virgen y Madre de Dios, María»[17].

Un autor del mismo tiempo saluda solemnemente con estas palabras a la Bienaventurada Virgen sentada a la diestra de Dios, para que pida por nosotros: «Señora de los mortales, santísima Madre de Dios»[18].

San Andrés de Creta atribuye frecuentemente la dignidad de reina a la Virgen, y así escribe: «(Jesucristo) lleva en este día como Reina del género humano, desde la morada terrenal (a los cielos) a su Madre siempre Virgen, en cuyo seno, aun permaneciendo Dios, tomó la carne humana«[19]. Y en otra parte: «Reina de todos los hombres, porque, fiel de hecho al significado de su nombre, se encuentra por encima de todos, si sólo a Dios se exceptúa»[20].

También San Germán se dirige así a la humilde Virgen: «Siéntate, Señora: eres Reina y más eminente que los reyes todos, y así te corresponde sentarte en el puesto más alto»[21]; y la llama «Señora de todos los que en la tierra habitan»[22].

San Juan Damasceno la proclama «Reina, Dueña, Señora»[23] y también «Señora de todas las criaturas»[24]; y un antiguo escritor de la Iglesia occidental la llama «Reina feliz», «Reina eterna, junto al Hijo Rey, cuya nívea cabeza está adornada con áurea corona»[25].

Finalmente, San Ildefonso de Toledo resume casi todos los títulos de honor en este saludo: «¡Oh Señora mía!, ¡oh Dominadora mía!: tú mandas en mí, Madre de mi Señor…, Señora entre las esclavas, Reina entre las hermanas»[26].

6. Los Teólogos de la Iglesia, extrayendo su doctrina de estos y otros muchos testimonios de la antigua tradición, han llamado a la Beatísima Madre Virgen Reina de todas las cosas creadas, Reina del mundo, Señora del universo.

7. Los Sumos Pastores de la Iglesia creyeron deber suyo el aprobar y excitar con exhortaciones y alabanzas la devoción del pueblo cristiano hacia la celestial Madre y Reina.

Dejando aparte documentos de los Papas recientes, recordaremos que ya en el siglo séptimo Nuestro Predecesor San Martín llamó a María «nuestra Señora gloriosa, siempre Virgen»[27]; San Agatón, en la carta sinodal, enviada a los Padres del Sexto Concilio Ecuménico, la llamó «Señora nuestra, verdadera y propiamente Madre de Dios»[28]; y en el siglo octavo, Gregorio II en una carta enviada al patriarca San Germán, leída entre aclamaciones de los Padres del Séptimo Concilio Ecuménico, proclamaba a María «Señora de todos y verdadera Madre de Dios y Señora de todos los cristianos»[29].

Recordaremos igualmente que Nuestro Predecesor, de ilustre memoria, Sixto IV, en la bula Cum praexcelsa[30], al referirse favorablemente a la doctrina de la inmaculada concepción de la Bienaventurada Virgen, comienza con estas palabras: «Reina, que siempre vigilante intercede junto al Rey que ha engendrado». E igualmente Benedicto XIV, en la bula Gloriosae Dominae[31] llama a María «Reina del Cielo y de la tierra», afirmando que «el Sumo Rey le ha confiado a ella, en cierto modo, su propio imperio».

Por ello San Alfonso de Ligorio, resumiendo toda la tradición de los siglos anteriores, escribió con suma devoción: «Porque la Virgen María fue exaltada a ser la Madre del Rey de los reyes, con justa razón la Iglesia la honra con el título de Reina»[32].

II. LITURGIA

8. La sagrada Liturgia, fiel espejo de la enseñanza comunicada por los Padres y creída por el pueblo cristiano, ha cantado en el correr de los siglos y canta de continuo, así en Oriente como en Occidente, las glorias de la celestial Reina.

9. Férvidos resuenan los acentos en el Oriente: «Oh Madre de Dios, hoy eres trasladada al cielo sobre los carros de los querubines, y los serafines se honran con estar a tus órdenes, mientras los ejércitos de la celestial milicia se postran ante Ti»[33].

Y también: «Oh justo, beatísimo [José], por tu real origen has sido escogido entre todos como Esposo de la Reina Inmaculada, que de modo inefable dará a luz al Rey Jesús»[34]. Y además: «Himno cantaré a la Madre Reina, a la cual me vuelvo gozoso, para celebrar con alegría sus glorias… Oh Señora, nuestra lengua no te puede celebrar dignamente, porque Tú, que has dado a la luz a Cristo Rey, has sido exaltada por encima de los serafines. … Salve, Reina del mundo, salve, María, Señora de todos nosotros»[35].

En el Misal Etiópico se lee: «Oh María, centro del mundo entero…, Tú eres más grande que los querubines plurividentes y que los serafines multialados. … El cielo y la tierra están llenos de la santidad de tu gloria»[36].

10. Canta la Iglesia Latina la antigua y dulcisima plegaria «Salve Regina», las alegres antífonas «Ave Regina caelorum», «Regina caeli laetare alleluia» y otras recitadas en las varias fiestas de la Bienaventurada Virgen María: «Estuvo a tu diestra como Reina, vestida de brocado de oro»[37]; «La tierra y el cielo te cantan cual Reina poderosa»[38]; «Hoy la Virgen María asciende al cielo; alegraos, porque con Cristo reina para siempre»[39].

A tales cantos han de añadirse las Letanías Lauretanas que invitan al pueblo católico diariamente a invocar como Reina a María; y hace ya varios siglos que, en el quinto misterio glorioso del Santo Rosario, los fieles con piadosa meditación contemplan el reino de María que abarca cielo y tierra.

11. Finalmente, el arte, al inspirarse en los principios de la fe cristiana, y como fiel intérprete de la espontánea y auténtica devoción del pueblo, ya desde el Concilio de Éfeso, ha acostumbrado a representar a María como Reina y Emperatriz que, sentada en regio trono y adornada con enseñas reales, ceñida la cabeza con corona, y rodeada por los ejércitos de ángeles y de santos, manda no sólo en las fuerzas de la naturaleza, sino también sobre los malvados asaltos de Satanás. La iconografía, también en lo que se refiere a la regia dignidad de María, se ha enriquecido en todo tiempo con obras de valor artístico, llegando hasta representar al Divino Redentor en el acto de ceñir la cabeza de su Madre con fúlgida corona.

12. Los Romanos Pontífices, favoreciendo a esta devoción del pueblo cristiano, coronaron frecuentemente con la diadema, ya por sus propias manos, ya por medio de Legados pontificios, las imágenes de la Virgen Madre de Dios, insignes tradicionalmente en la pública devoción.

III. RAZONES TEOLÓGICAS

13. Como ya hemos señalado más arriba, Venerables Hermanos, el argumento principal, en que se funda la dignidad real de María, evidente ya en los textos de la tradición antigua y en la sagrada Liturgia, es indudablemente su divina maternidad. De hecho, en las Sagradas Escrituras se afirma del Hijo que la Virgen dará a luz: «Será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin»[40]; y, además, María es proclamada «Madre del Señor»[41]. Síguese de ello lógicamente que Ella misma es Reina, pues ha dado vida a un Hijo que, ya en el instante mismo de su concepción, aun como hombre, era Rey y Señor de todas las cosas, por la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo.

San Juan Damasceno escribe, por lo tanto, con todo derecho: «Verdaderamente se convirtió en Señora de toda la creación, desde que llegó a ser Madre del Creador»[42]; e igualmente puede afirmarse que fue el mismo arcángel Gabriel el primero que anunció con palabras celestiales la dignidad regia de María.

14. Mas la Beatísima Virgen ha de ser proclamada Reina no tan sólo por su divina maternidad, sino también en razón de la parte singular que por voluntad de Dios tuvo en la obra de nuestra eterna salvación.

«¿Qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave —como escribía Nuestro Predecesor, de feliz memoria, Pío XI— que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador; «Fuisteis rescatados, no con oro o plata, … sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un Cordero inmaculado»[43]. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo «por precio grande»[44] nos ha comprado»[45].

Ahora bien, en el cumplimiento de la obra de la Redención, María Santísima estuvo, en verdad, estrechamente asociada a Cristo; y por ello justamente canta la Sagrada Liturgia: «Dolorida junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo estaba Santa María, Reina del cielo y de la tierra»[46].

Y la razón es que, como ya en la Edad Media escribió un piadosísimo discípulo de San Anselmo: «Así como… Dios, al crear todas las cosas con su poder, es Padre y Señor de todo, así María, al reparar con sus méritos las cosas todas, es Madre y Señor de todo: Dios es el Señor de todas las cosas, porque las ha constituido en su propia naturaleza con su mandato, y María es la Señora de todas las cosas, al devolverlas a su original dignidad mediante la gracia que Ella mereció»[47]. La razón es que, «así como Cristo por el título particular de la Redención es nuestro Señor y nuestro Rey, así también la Bienaventurada Virgen [es nuestra Señora y Reina] por su singular concurso prestado a nuestra redención, ya suministrando su sustancia, ya ofreciéndolo voluntariamente por nosotros, ya deseando, pidiendo y procurando para cada uno nuestra salvación»[48].

15. Dadas estas premisas, puede argumentarse así: Si María, en la obra de la salvación espiritual, por voluntad de Dios fue asociada a Cristo Jesús, principio de la misma salvación, y ello en manera semejante a la en que Eva fue asociada a Adán, principio de la misma muerte, por lo cual puede afirmarse que nuestra redención se cumplió según una cierta «recapitulación»[49], por la que el género humano, sometido a la muerte por causa de una virgen, se salva también por medio de una virgen; si, además, puede decirse que esta gloriosísima Señora fue escogida para Madre de Cristo precisamente «para estar asociada a El en la redención del género humano»[50] «y si realmente fue Ella, la que, libre de toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su maternal amor, por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado»[51]; se podrá de todo ello legítimamente concluir que, así como Cristo, el nuevo Adán, es nuestro Rey no sólo por ser Hijo de Dios, sino también por ser nuestro Redentor, así, según una cierta analogía, puede igualmente afirmarse que la Beatísima Virgen es Reina, no sólo por ser Madre de Dios, sino también por haber sido asociada cual nueva Eva al nuevo Adán.

Y, aunque es cierto que en sentido estricto, propio y absoluto, tan sólo Jesucristo —Dios y hombre— es Rey, también María, ya como Madre de Cristo Dios, ya como asociada a la obra del Divino Redentor, así en la lucha con los enemigos como en el triunfo logrado sobre todos ellos, participa de la dignidad real de Aquél, siquiera en manera limitada y analógica. De hecho, de esta unión con Cristo Rey se deriva para Ella sublimidad tan espléndida que supera a la excelencia de todas las cosas creadas: de esta misma unión con Cristo nace aquel regio poder con que ella puede dispensar los tesoros del Reino del Divino Redentor; finalmente, en la misma unión con Cristo tiene su origen la inagotable eficacia de su maternal intercesión junto al Hijo y junto al Padre.

No hay, por lo tanto, duda alguna de que María Santísima supera en dignidad a todas las criaturas, y que, después de su Hijo, tiene la primacía sobre todas ellas. «Tú finalmente —canta San Sofronio— has superado en mucho a toda criatura… ¿Qué puede existir más sublime que tal alegría, oh Virgen Madre? ¿Qué puede existir más elevado que tal gracia, que Tú sola has recibido por voluntad divina?»[52]. Alabanza, en la que aun va más allá San Germán: «Tu honrosa dignidad te coloca por encima de toda la creación: Tu excelencia te hace superior aun a los mismos ángeles»[53]. Y San Juan Damasceno llega a escribir esta expresión: «Infinita es la diferencia entre los siervos de Dios y su Madre»[54].

16. Para ayudarnos a comprender la sublime dignidad que la Madre de Dios ha alcanzado por encima de las criaturas todas, hemos de pensar bien que la Santísima Virgen, ya desde el primer instante de su concepción, fue colmada por abundancia tal de gracias que superó a la gracia de todos los Santos.

Por ello —como escribió Nuestro Predecesor Pío IX, de f. m., en su Bula— «Dios inefable ha enriquecido a María con tan gran munificencia con la abundancia de sus dones celestiales, sacados del tesoro de la divinidad, muy por encima de los Ángeles y de todos los Santos, que Ella, completamente inmune de toda mancha de pecado, en toda su belleza y perfección, tuvo tal plenitud de inocencia y de santidad que no se puede pensar otra más grande fuera de Dios y que nadie, sino sólo Dios, jamás llegará a comprender»[55].

17. Además, la Bienaventurada Virgen no tan sólo ha tenido, después de Cristo, el supremo grado de la excelencia y de la perfección, sino también una participación de aquel influjo por el que su Hijo y Redentor nuestro se dice justamente que reina en la mente y en la voluntad de los hombres. Si, de hecho, el Verbo opera milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que ha asumido, si se sirve de los sacramentos, y de sus Santos, como de instrumentos para salvar las almas, ¿cómo no servirse del oficio y de la obra de su santísima Madre para distribuirnos los frutos de la Redención?

«Con ánimo verdaderamente maternal —así dice el mismo Predecesor Nuestro, Pío IX, de ilustre memoria— al tener en sus manos el negocio de nuestra salvación, Ella se preocupa de todo el género humano, pues está constituida por el Señor Reina del cielo y de la tierra y está exaltada sobre los coros todos de los Ángeles y sobre los grados todos de los Santos en el cielo, estando a la diestra de su unigénito Hijo, Jesucristo, Señor nuestro, con sus maternales súplicas impetra eficacísimamente, obtiene cuanto pide, y no puede no ser escuchada»[56].

A este propósito, otro Predecesor Nuestro, de feliz memoria, León XIII, declaró que a la Bienaventurada Virgen María le ha sido concedido un poder «casi inmenso en la distribución de las gracias»[57]; y San Pío X añade que María cumple este oficio suyo «como por derecho materno»[58].

18. Gloríense, por lo tanto, todos los cristianos de estar sometidos al imperio de la Virgen Madre de Dios, la cual, a la par que goza de regio poder, arde en amor maternal.

Mas, en estas y en otras cuestiones tocantes a la Bienaventurada Virgen, tanto los Teólogos como los predicadores de la divina palabra tengan buen cuidado de evitar ciertas desviaciones, para no caer en un doble error; esto es, guárdense de las opiniones faltas de fundamento y que con expresiones exageradas sobrepasan los límites de la verdad; mas, de otra parte, eviten también cierta excesiva estrechez de mente al considerar esta singular, sublime y —más aún— casi divina dignidad de la Madre de Dios, que el Doctor Angélico nos enseña que se ha de ponderar «en razón del bien infinito, que es Dios»[59].

Por lo demás, en este como en otros puntos de la doctrina católica, la «norma próxima y universal de la verdad» es para todos el Magisterio, vivo, que Cristo ha constituido «también para declarar lo que en el depósito de la fe no se contiene sino oscura y como implícitamente»[60].

19. De los monumentos de la antigüedad cristiana, de las plegarias de la liturgia, de la innata devoción del pueblo cristiano, de las obras de arte, de todas partes hemos recogido expresiones y acentos, según los cuales la Virgen Madre de Dios sobresale por su dignidad real; y también hemos mostrado cómo las razones, que la Sagrada Teología ha deducido del tesoro de la fe divina, confirman plenamente esta verdad. De tantos testimonios reunidos se forma un concierto, cuyos ecos resuenan en la máxima amplitud, para celebrar la alta excelencia de la dignidad real de la Madre de Dios y de los hombres, que «ha sido exaltada a los reinos celestiales, por encima de los coros angélicos»[61].

IV. INSTITUCIÓN DE LA FIESTA

20. Y ante Nuestra convicción, luego de maduras y ponderadas reflexiones, de que seguirán grandes ventajas para la Iglesia si esta verdad sólidamente demostrada resplandece más evidente ante todos, como lucerna más brillante en lo alto de su candelabro, con Nuestra Autoridad Apostólica decretamos e instituimos la fiesta de María Reina, que deberá celebrarse cada año en todo el mundo el día 31 de mayo. Y mandamos que en dicho día se renueve la consagración del género humano al Inmaculado Corazón de la bienaventurada Virgen María. En ello, de hecho, está colocada la gran esperanza de que pueda surgir una nueva era tranquilizada por la paz cristiana y por el triunfo de la religión.

Procuren, pues, todos acercarse ahora con mayor confianza que antes, todos cuantos recurren al trono de la gracia y de la misericordia de nuestra Reina y Madre, para pedir socorro en la adversidad, luz en las tinieblas, consuelo en el dolor y en el llanto, y, lo que más interesa, procuren liberarse de la esclavitud del pecado, a fin de poder presentar un homenaje insustituible, saturado de encendida devoción filial, al cetro real de tan grande Madre. Sean frecuentados sus templos por las multitudes de los fieles, para en ellos celebrar sus fiestas; en las manos de todos esté la corona del Rosario para reunir juntos, en iglesias, en casas, en hospitales, en cárceles, tanto los grupos pequeños como las grandes asociaciones de fieles, a fin de celebrar sus glorias. En sumo honor sea el nombre de María más dulce que el néctar, más precioso que toda joya; nadie ose pronunciar impías blasfemias, señal de corrompido ánimo, contra este nombre, adornado con tanta majestad y venerable por la gracia maternal; ni siquiera se ose faltar en modo alguno de respeto al mismo. Se empeñen todos en imitar, con vigilante y diligente cuidado, en sus propias costumbres y en su propia alma, las grandes virtudes de la Reina del Cielo y nuestra Madre amantísima. Consecuencia de ello será que los cristianos, al venerar e imitar a tan gran Reina y Madre, se sientan finalmente hermanos, y, huyendo de los odios y de los desenfrenados deseos de riquezas, promuevan el amor social, respeten los derechos de los pobres y amen la paz. Que nadie, por lo tanto, se juzgue hijo de María, digno de ser acogido bajo su poderosísima tutela si no se mostrare, siguiendo el ejemplo de ella, dulce, casto y justo, contribuyendo con amor a la verdadera fraternidad, no dañando ni perjudicando, sino ayudando y consolando.

21. En muchos países de la tierra hay personas injustamente perseguidas a causa de su profesión cristiana y privadas de los derechos humanos y divinos de la libertad: para alejar estos males de nada sirven hasta ahora las justificadas peticiones ni las repetidas protestas. A estos hijos inocentes y afligidos vuelva sus ojos de misericordia, que con su luz llevan la serenidad, alejando tormentas y tempestades, la poderosa Señora de las cosas y de los tiempos, que sabe aplacar las violencias con su planta virginal; y que también les conceda el que pronto puedan gozar la debida libertad para la práctica de sus deberes religiosos, de tal suerte que, sirviendo a la causa del Evangelio con trabajo concorde, con egregias virtudes, que brillan ejemplares en medio de las asperezas, contribuyan también a la solidez y a la prosperidad de la patria terrenal.

22. Pensamos también que la fiesta instituida por esta Carta encíclica, para que todos más claramente reconozcan y con mayor cuidado honren el clemente y maternal imperio de la Madre de Dios, pueda muy bien contribuir a que se conserve, se consolide y se haga perenne la paz de los pueblos, amenazada casi cada día por acontecimientos llenos de ansiedad. ¿Acaso no es Ella el arco iris puesto por Dios sobre las nubes, cual signo de pacífica alianza?[62]. «Mira al arco, y bendice a quien lo ha hecho; es muy bello en su resplandor; abraza el cielo con su cerco radiante y las Manos del Excelso lo han extendido»[63]. Por lo tanto, todo el que honra a la Señora de los celestiales y de los mortales —y que nadie se crea libre de este tributo de reconocimiento y de amor— la invoque como Reina muy presente, mediadora de la paz; respete y defienda la paz, que no es la injusticia inmune ni la licencia desenfrenada, sino que, por lo contrario, es la concordia bien ordenada bajo el signo y el mandato de la voluntad de Dios: a fomentar y aumentar concordia tal impulsan las maternales exhortaciones y los mandatos de María Virgen.

Deseando muy de veras que la Reina y Madre del pueblo cristiano acoja estos Nuestros deseos y que con su paz alegre a los pueblos sacudidos por el odio, y que a todos nosotros nos muestre, después de este destierro, a Jesús que será para siempre nuestra paz y nuestra alegría, a Vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestros fieles, impartimos de corazón la Bendición Apostólica, como auspicio de la ayuda de Dios omnipotente y en testimonio de Nuestro amor.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Maternidad de la Virgen María, el día 11 de octubre de 1954, decimosexto de Nuestro Pontificado.
PÍO PAPA XII

________________________________________
[1] Cf. const. apost. Munificentissimus Deus: A.A.S. 32 (1950), 753 ss.
[2] Cf. enc. Fulgens corona: A.A.S. 35 (1953) 577 ss.
[3] Cf. A.A.S. 38 (1946) 264 ss.
[4] Cf. Osservat. Rom., 19 de mayo de 1946.
[5] Luc. 1, 32.
[6] Is. 9, 6.
[7] Apoc. 19, 16.
[8] Cf. Luc. 1, 32. 33.
[9] Luc. 1, 43.
[10] S. Ephraem Hymni de B. María (ed. Th. J. Lamy t. II, Mechliniae, 1886) hymn. XIX, p. 624.
[11] Idem Orat. ad Ssmam. Dei Matrem: Opera omnia (ed. Assemani t. III [graece] Romae, 1747, p. 546).
[12] S. Greg. Naz. Poemata dogmatica XVIII v. 58 PG 37, 485.
[13] Prudent. Dittochaeum XXVII PL 60, 102 A.
[14] Hom. in S. Luc. hom. VII (ed. Rauer Origines’ Werke t. IX, 48 [ex «catena» Macarii Chrysocephali]). Cf. PG 13, 1902 D.
[15] S. Hier. Liber de nominibus hebraeis: PL 23, 886.
[16] S. Petrus Chrysol., Sermo 142 De Annuntiatione B.M.V.: PL 52, 579 C; cf. etiam 582 B; 584 A: «Regina totius exstitit castitatis».
[17] Relatio Epiphani ep. Constantin. PL 63, 498 D.
[18] Encomium in Dormitionem Ssmae. Deiparae [inter opera S. Modesti] PG 86, 3306 B.
[19] S. Andreas Cret., Hom. II in Dormitionem Ssmae. Deiparae: PG 97, 1079 B.
[20] Id., Hom. III in Dormit. Ssmae. Deip.: PG 97, 1099 A.
[21] S. Germanus, In Praesentationem Sanctissimae Deiparae 1 PG 98, 303 A.
[22] Id., ibid. 2 PG 98, 315 C.
[23] S. Ioannes Damasc., Hom. I In Dormitionem B.M.V.: PG 96, 719 A.
[24] Id. De fide orthodoxa 4, 14 PG 44, 1158 B.
[25] De laudibus Mariae (inter opera Venantii Fortunati) PL 88, 282 B. 283 A.
[26] Ildefonsus Tolet. De virginitate perpetua B.M.V.: 96, 58 A.D.
[27] S. Martinus I, Epist. 14 PL 87, 199-200 A.
[28] S. Agatho PL 87, 1221 A.
[29] Hardouin, Acta Conc. 4, 234.238 PL 89, 508 B.
[30] Syxtus IV, bulla Cum praeexcelsa d. d. 28 febr. 1476.
[31] Benedictus XIV, bulla Gloriosae Dominae d. d. 27 sept. 1748.
[32] S. Alfonso Le glorie di Maria, p.I, c.I, §1.
[33] Ex liturgia Armenorum: in festo Assumpt., hym. ad Mat.
[34] Ex Menaeo (byzant.): Dominica post Natalem, in Canone, ad Mat.
[35] Officium hymni, Akathistós (in ritu byzant.).
[36] Missale Aethiopicum: Anaphora Dominae nostrae Mariae, Matris Dei.
[37] Brev. Rom.: Versic. sexti Resp.
[38] Festum Assumpt., hymn. Laud.
[39] Ibid., ad Magnificat II Vesp.
[40] Luc. 1, 32. 33.
[41] Ibid. 1, 43.
[42] S. Ioannes Damasc. De fide orthodoxa 4, 14 PG 94, 1158 B.
[43] 1 Pet. 1, 18. 19.
[44] 1 Cor. 6, 20.
[45] Pius XI, enc. Quas primas: A.A.S. 17 (1925), 599.
[46] Festum septem dolorum B. M. V., tractus.
[47] Eadmerus, De excellentia V. M., 11 PL 159, 508 A.B.
[48] F. Suárez, De mysteriis vitae Christi disp. 22, sect. 2 (ed. Vives 19, 327).
[49] S. Iren., Adv. haer. 4, 9, 1 PG 7, 1175 B.
[50] Pius XI, epist. Auspica
tus profecto: A.A.S. 25 (1933), 80.
[51] Pius XII, enc. Mystici Corporis: A.A.S. 35 (1943), 247.
[52] S. Sophronius, In Annuntiationem B. M. V.: PG 87, 3238 D. 3242 A.
[53] S. Germanus, Hom. II in Dormitionem B. M. V.: PG 98, 354 B.
[54] S. Ioannes Damasc., Hom. I in Dormitionem B. M. V.: PG 96, 715 A.
[55] Pius IX, bulla Ineffabilis Deus: Acta Pii IX 1, 597. 598.
[56] Ibid., 618.
[57] Leo XIII, enc. Adiutricem populi: A.A.S. 28 (1895-1896), 130.
[58] Pius X, enc. Ad diem illum: A.A.S. 36 (1903-1904), 455.
[59] S. Thomas, Sum. Theol. 1, 25, 6, ad 4.
[60] Pius XII, enc. Humani generis: A.A.S. 42 (1950), 569.
[61] Brev. Rom.: Festum Assumpt. B. M. V.
[62] Cf. Gen. 9, 13.
[63] Eccli. 43, 12-13.

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La Santidad de María, catequesis de Juan Pablo II

LA SANTIDAD PERFECTA DE MARÍA

Catequesis de Juan Pablo II (15-V-96)

1. En María, llena de gracia, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (…) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (Lumen gentium, 56).

Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.

El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada, pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo «llena de gracia» tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.

2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.

El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (Lumen gentium, 56).

La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación, haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.

3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.

A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina, que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción, 5-6).

Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir, sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.

La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión teológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio 38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.

4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (…) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón I, sobre el nacimiento de María).

Más adelante, usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I, sobre la dormición de María).

La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.

Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.

De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Ef 1,6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.

 

MARÍA INMACULADA REDIMIDA POR PRESERVACIÓN

Catequesis de Juan Pablo II (5-VI-96)

1. La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió a la consideración de las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín.

El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria. Por esto, en la controversia con Pelagio, declaraba que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, y afirmaba a este respecto: «Exceptuando a la santa Virgen María acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno» (De natura et gratia, 42).

San Agustín reafirmó la santidad perfecta de María y la ausencia en ella de todo pecado personal a causa de la excelsa dignidad de Madre del Señor. Con todo, no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la redención para todos los descendientes de Adán. A esa consecuencia llegó, luego, la inteligencia cada vez más penetrante de la fe de la Iglesia, aclarando cómo se benefició María de la gracia redentora de Cristo ya desde su concepción.

2. En el siglo IX se introdujo también en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, lamentaba que la relativa celebración litúrgica, grata sobre todo a aquellos «en los que se encontraba una pura sencillez y una devoción más humilde a Dios» (Tract. de conc. B.M.V., 1­2) había sido olvidada o suprimida. Deseando promover la restauración de la fiesta, el piadoso monje rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Recurre oportunamente a la imagen de la castaña «que es concebida, alimentada y formada bajo las espinas, pero que a pesar de eso queda al resguardo de sus pinchazos» (ib., 10). Incluso bajo las espinas de una generación que de por sí debería transmitir el pecado original -argumenta Eadmero-, María permaneció libre de toda mancha, por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así, pues, si lo quiso, lo hizo» (ib.).

A pesar de Eadmero, los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando así: la redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de pecado.

3. Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original.
De ese modo, introdujo en la teología el concepto de redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún mas admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado.

La intuición del beato Duns Escoto llamado a continuación el «doctor de la Inmaculada», obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV, una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo franciscanos. Después de que el Papa Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la Concepción, esa doctrina fue cada vez más aceptada en las escuelas teológicas.

Ese providencial desarrollo de la liturgia y de la doctrina preparó la definición del privilegio mariano por parte del Magisterio supremo. Esta tuvo lugar sólo después de muchos siglos, bajo el impulso de una intuición de fe fundamental: la Madre de Cristo debía ser perfectamente santa desde el origen de su vida.

4. La afirmación del excepcional privilegio concedido a María pone claramente de manifiesto que la acción redentora de Cristo no sólo libera, sino también preserva del pecado. Esa dimensión de preservación, que es total en María, se halla presente en la intervención redentora a través de la cual Cristo, liberando del pecado, da al hombre también la gracia y la fuerza para vencer su influjo en su existencia.

De ese modo, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no ofusca, sino que más bien contribuye admirablemente a poner mejor de relieve los efectos de la gracia redentora de Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera redimida por Cristo, que tuvo el privilegio de no quedar sometida ni siquiera por un instante al poder del mal y del pecado, miran los cristianos como al modelo perfecto y a la imagen de la santidad (cf. Lumen gentium, 65) que están llamados a alcanzar, con la ayuda de la gracia del Señor, en su vida.

 

LA VIRGEN MARÍA, MODELO DE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

Catequesis de Juan Pablo II (3-IX-97)

1. En la carta a los Efesios san Pablo explica la relación esponsal que existe entre Cristo y la Iglesia con las siguientes palabras: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada » (Ef 5, 25-27).

El concilio Vaticano II recoge las afirmaciones del Apóstol y recuerda que «la Iglesia en la santísima Virgen llegó ya a la perfección», mientras que «los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad» (Lumen gentium, 65).

Así se subraya la diferencia que existe entre los creyentes y María, a pesar de que tanto ella como ellos pertenecen a la Iglesia santa, que Cristo hizo «sin mancha ni arruga». En efecto, mientras los creyentes reciben la santidad por medio del bautismo, María fue preservada de toda mancha de pecado original y redimida anticipadamente por Cristo. Además, los creyentes, a pesar de estar libres «de la ley del pecado» (Rm 8, 2), pueden aún caer en la tentación, y la fragilidad humana se sigue manifestando en su vida. «Todos caemos muchas veces», afirma la carta de Santiago (St 3, 2). Por esto, el concilio de Trento enseña: «Nadie puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales » (DS 1.573). Con todo, la Virgen inmaculada, por privilegio divino, como recuerda el mismo Concilio, constituye una excepción a esa regla (cf. ib.).

2. A pesar de los pecados de sus miembros, la Iglesia es, ante todo, la comunidad de los que están llamados a la santidad y se esfuerzan cada día por alcanzarla.

En este arduo camino hacia la perfección, se sienten estimulados por la Virgen, que es «modelo de todas las virtudes ». El Concilio afirma que «la Iglesia, meditando sobre ella con amor y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración, penetra más íntimamente en el misterio supremo de la Encarnación y se identifica cada vez más con su Esposo» (Lumen gentium, 65).

Así pues, la Iglesia contempla a María. No sólo se fija en el don maravilloso de su plenitud de gracia, sino que también se esfuerza por imitar la perfección que en ella es fruto de la plena adhesión al mandato de Cristo: «Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). María es la toda santa. Representa para la comunidad de los creyentes el modelo de la santidad auténtica, que se realiza en la unión con Cristo. La vida terrena de la Madre de Dios se caracteriza por una perfecta sintonía con la persona de su Hijo y por una entrega total a la obra redentora que él realizó.

La Iglesia, reflexionando en la intimidad materna que se estableció en el silencio de la vida de Nazaret y se perfeccionó en la hora del sacrificio, se esfuerza por imitarla en su camino diario. De este modo, se conforma cada vez más a su Esposo. Unida, como María, a la cruz del Redentor, la Iglesia, a través de las dificultades, las contradicciones y las persecuciones que renuevan en su vida el misterio de la pasión de su Señor, busca constantemente la plena configuración con él.

3. La Iglesia vive de fe, reconociendo en «la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) la expresión primera y perfecta de su fe. En este itinerario de confiado abandono en el Señor, la Virgen precede a los discípulos, aceptando la Palabra divina en un continuo «crescendo», que abarca todas las etapas de su vida y se extiende también a la misión de la Iglesia.

Su ejemplo anima al pueblo de Dios a practicar su fe, y a profundizar y desarrollar su contenido, conservando y meditando en su corazón los acontecimientos de la salvación.

María se convierte, asimismo, en modelo de esperanza para la Iglesia. Al escuchar el mensaje del ángel, la Virgen orienta primeramente su esperanza hacia el Reino sin fin, que Jesús fue enviado a establecer.

La Virgen permanece firme al pie de la cruz de su Hijo, a la espera de la realización de la promesa divina. Después de Pentecostés, la Madre de Jesús sostiene la esperanza de la Iglesia, amenazada por las persecuciones. Ella es, por consiguiente, para la comunidad de los creyentes y para cada uno de los cristianos la Madre de la esperanza, que estimula y guía a sus hijos a la espera del Reino, sosteniéndolos en las pruebas diarias y en medio de las vicisitudes, algunas trágicas, de la historia.

En María, por último, la Iglesia reconoce el modelo de su caridad. Contemplando la situación de la primera comunidad cristiana, descubrimos que la unanimidad de los corazones, que se manifestó en la espera de Pentecostés, está asociada a la presencia de la Virgen santísima (cf. Hch 1, 14). Precisamente gracias a la caridad irradiante de María es posible conservar en todo tiempo dentro de la Iglesia la concordia y el amor fraterno.

4. El Concilio subraya expresamente el papel ejemplar que desempeña María con respecto a la Iglesia en su misión apostólica, con las siguientes palabras: «En su acción apostólica, la Iglesia con razón mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que por medio de la Iglesia nazca y crezca también en el corazón de los creyentes. La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65).

Después de cooperar en la obra de la salvación con su maternidad, con su asociación al sacrificio de Cristo y con su ayuda materna a la Iglesia que nacía, María sigue sosteniendo a la comunidad cristiana y a todos los creyentes en su generoso compromiso de anunciar el Evangelio.

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La Transfiguración del Señor, por Benedicto XVI

Ángelus del 6-VIII-06 y del 28-II-10

Queridos hermanos y hermanas:

El evangelista san Marcos refiere que Jesús se llevó a Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, «como no puede dejarlos ningún batanero del mundo» (cf. Mc 9,2-10). La liturgia nos invita hoy a fijar nuestra mirada en este misterio de luz. En el rostro transfigurado de Jesús brilla un rayo de la luz divina que él tenía en su interior. Esta misma luz resplandecerá en el rostro de Cristo el día de la Resurrección. En este sentido, la Transfiguración es como una anticipación del misterio pascual.

La Transfiguración nos invita a abrir los ojos del corazón al misterio de la luz de Dios presente en toda la historia de la salvación. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: «Fiat lux», «Haya luz» (Gn 1,3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, «su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos» (Ha 3,4). La luz -se dice en los Salmos– es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104,2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (cf. Sb 7,27.29s). En el Nuevo Testamento es Cristo quien constituye la plena manifestación de la luz de Dios. Su resurrección ha derrotado para siempre el poder de las tinieblas del mal. Con Cristo resucitado triunfan la verdad y el amor sobre la mentira y el pecado. En él la luz de Dios ilumina ya definitivamente la vida de los hombres y el camino de la historia. «Yo soy la luz del mundo -afirma en el Evangelio-; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

San Lucas no habla de Transfiguración, pero describe todo lo que pasó a través de dos elementos: el rostro de Jesús que cambia y su vestido que se vuelve blanco y resplandeciente, en presencia de Moisés y Elías, símbolo de la Ley y los Profetas. A los tres discípulos que asisten a la escena les dominaba el sueño: es la actitud de quien, aun siendo espectador de los prodigios divinos, no comprende. Sólo la lucha contra el sopor que los asalta permite a Pedro, Santiago y Juan «ver» la gloria de Jesús. Entonces el ritmo se acelera: mientras Moisés y Elías se separan del Maestro, Pedro habla y, mientras está hablando, una nube lo cubre a él y a los otros discípulos con su sombra; es una nube, que, mientras cubre, revela la gloria de Dios, como sucedió para el pueblo que peregrinaba en el desierto. Los ojos ya no pueden ver, pero los oídos pueden oír la voz que sale de la nube: «Este es mi Hijo, el elegido; escuchadle» (Lc 9,35).

Los discípulos ya no están frente a un rostro transfigurado, ni ante un vestido blanco, ni ante una nube que revela la presencia divina. Ante sus ojos está «Jesús solo» (Lc 9,36). Jesús está solo ante su Padre, mientras reza, pero, al mismo tiempo, «Jesús solo» es todo lo que se les da a los discípulos y a la Iglesia de todos los tiempos: es lo que debe bastar en el camino. Él es la única voz que se debe escuchar, el único a quien es preciso seguir, él, que subiendo hacia Jerusalén, dará la vida y un día «transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3,21).

«Maestro, qué bien se está aquí» (Lc 9,33): es la expresión de éxtasis de Pedro, que a menudo se parece a nuestro deseo respecto de los consuelos del Señor. Pero la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que «Jesús solo» sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.

Que la Virgen María nos ayude a vivir intensamente nuestros momentos de encuentro con el Señor para que podamos seguirlo cada día con alegría. A ella dirigimos nuestra mirada invocándola con la oración del Ángelus.

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El rostro materno de María en los primeros siglos

Catequesis de Juan Pablo II (13-IX-95)

1. En la constitución Lumen gentium, el Concilio afirma que «los fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene también que veneren la memoria «ante todo de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor»» (n. 52). La constitución conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.

En la Iglesia naciente, a María se la recuerda con el título de Madre de Jesús. Es el mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye este título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los evangelios: «¿No es éste (…) el hijo de María?», se preguntan los habitantes de Nazaret, según el relato del evangelista san Marcos (6,3). «¿No se llama su madre María?», es la pregunta que refiere san Mateo (13,55).

2. A los ojos de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el título de Madre de Jesús adquiere todo su significado. María es para ellos una persona única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.

Para quienes creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un título de honor y veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de la Iglesia. De modo particular, con este título los cristianos quieren afirmar que nadie puede referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la mujer que lo engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función materna afecta también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los fieles, recordando el lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren todos los días su presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.

3. Ya desde el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María. Como permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras comunidades cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las circunstancias misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En particular, el relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de conocer de modo más profundo los acontecimientos relacionados con los comienzos de la vida terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María está en el origen de la revelación sobre el misterio de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo.

Los primeros cristianos captaron inmediatamente la importancia significativa de esta verdad, que muestra el origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones básicas de su fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una intervención extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo únicamente de María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.

Así, la virginidad de María adquiere un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el nacimiento y el misterio de la filiación de Jesús, ya que la generación virginal es el signo de que Jesús tiene como padre a Dios mismo.

La maternidad virginal, reconocida y proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá separarse de la identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que nació de María, la Virgen, como profesamos en el símbolo niceno-constantinopolitano. María es la única virgen que es también madre. La extraordinaria presencia simultánea de estos dos dones en la persona de la joven de Nazaret impulsó a los cristianos a llamar a María sencillamente la Virgen, incluso cuando celebran su maternidad.

Así, la virginidad de María inaugura en la comunidad cristiana la difusión de la vida virginal, abrazada por los que el Señor ha llamado a ella. Esta vocación especial, que alcanza su cima en el ejemplo de Cristo, constituye para la Iglesia de todos los tiempos, que encuentra en María su inspiración y su modelo, una riqueza espiritual inconmensurable.

4. La afirmación: «Jesús nació de María, la Virgen», implica ya que en este acontecimiento se halla presente un misterio trascendente, que sólo puede hallar su expresión más completa en la verdad de la filiación divina de Jesús. A esta formulación central de la fe cristiana está estrechamente unida la verdad de la maternidad divina de María. En efecto, ella es Madre del Verbo encarnado, que es «Dios de Dios (…), Dios verdadero de Dios verdadero».

El título de Madre de Dios, ya testimoniado por Mateo en la fórmula equivalente de Madre del Emmanuel, Dios con nosotros (cf. Mt 1,23), se atribuyó explícitamente a María sólo después de una reflexión que duró alrededor de dos siglos. Son los cristianos del siglo III quienes, en Egipto, comienzan a invocar a María como Theotókos, Madre de Dios.

Con este título, que encuentra amplio eco en la devoción del pueblo cristiano, María aparece en la verdadera dimensión de su maternidad: es madre del Hijo de Dios, a quien engendró virginalmente según la naturaleza humana y educó con su amor materno, contribuyendo al crecimiento humano de la persona divina, que vino para transformar el destino de la humanidad.

5. De modo muy significativo, la más antigua plegaria a María (Sub tuum praesidium…, «Bajo tu amparo…») contiene la invocación: Theotókos, Madre de Dios. Este título no es fruto de una reflexión de los teólogos, sino de una intuición de fe del pueblo cristiano. Los que reconocen a Jesús como Dios se dirigen a María como Madre de Dios y esperan obtener su poderosa ayuda en las pruebas de la vida.

El concilio de Efeso, en el año 431, define el dogma de la maternidad divina, atribuyendo oficialmente a María el título de Theotókos, con referencia a la única persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Las tres expresiones con las que la Iglesia ha ilustrado a lo largo de los siglos su fe en la maternidad de María: Madre de Jesús, Madre virginal y Madre de Dios, manifiestan, por tanto, que la maternidad de María pertenece íntimamente al misterio de la Encarnación. Son afirmaciones doctrinales, relacionadas también con la piedad popular, que contribuyen a definir la identidad misma de Cristo.

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El Infierno según Juan Pablo II y Benedicto XVI

EL INFIERNO COMO RECHAZO DEFINITIVO DE DIOS

Catequesis del Santo Padre Juan Pablo II, 28 julio 1999

1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».

Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.

2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).

El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.

Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19_31).

También el Apocalipsis representa figurativamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13 ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).

3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de auto exclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).

Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.

4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800_801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.

La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, si los seres humanos, y cuáles, han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).

Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (…), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».

EL INFIERNO, CERRARSE AL AMOR DE DIOS

Benedicto XVI, 26 marzo 2007

«Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es sobre todo amor: si odia el pecado es porque ama infinitamente a toda persona humana», aclaró al dirigirse a los fieles de la Parroquia de Santa Felicidad e Hijos Mártires, en el barrio Fidene, del sector norte de la diócesis de la ciudad eterna.

Dios «nos ama a cada uno de nosotros y su fidelidad es tan profunda que no nos deja desalentarnos, ni siquiera por nuestro rechazo»

El Santo Padre meditó sobre el pasaje evangélico que presentaba la liturgia en ese domingo de Cuaresma: la mujer adúltera, que debía ser apedreada, a quien Jesús salvó la vida y perdonó.

«Jesús no entabla una discusión teórica con sus interlocutores una discusión teórica sobre la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica», indicó, «sino que su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios».

«Por esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre le resucitará al tercer día», aclaró.

«Jesús vino para decirnos que nos quiere a todos en el Paraíso y que el Infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para quienes se cierran el corazón a su amor», subrayó.

«Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia», siguió explicando.

Recordando que Jesús se despide de la adúltera con esta consigna: «Vete, y en adelante no peques más», el Papa explicó: «sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y para no “pecar más”, para dejarnos golpear por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza».

«La actitud de Jesús se convierte de este modo en un modelo que tiene que seguir toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida», concluyó.

En el 2008 el papa Benedicto XVI ha asegurado que el infierno no está vacío. No es anuncio nuevo, en 2007 ya mencionó la existencia del infierno como lugar, algo que su antedecesor, Juan Pablo II, había rechazado. El Papa, durante un encuentro mantenido con párrocos romanos con motivo del inicio de la Cuaresma, ha mandado un mensaje a los fieles: la salvación no es inmediata ni llegará para todos, por eso ha querido destacar la posibilidad real de ir al infierno, según informa el diario italiano La Republica.

Uno de los primeros defensores de esta hipótesis, que el infierno estuviese vacío, fue el teólogo suizo Urs Von Baltasar, buen amigo de Benedicto XVI. Y el Papa lo ha reiterado de manera categórica en su encuentro con los párrocos, «el infierno existe».

«El infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno», dijo el Pontífice romano el pasado abril de 2007. Una idea que es contraria a lo que defendió el anterior Papa, el polaco Juan Pablo II, durante su pontificado. Juan Pablo II corrigió el concepto tradicional del infierno, fue en verano de 1999, cuando hubo cuatro audiencias para hablar sobre el cielo, el purgatorio, el infierno y el diablo. «El cielo», dijo entonces, no es «un lugar físico entre las nubes». El infierno tampoco es «un lugar», sino «la situación de quien se aparta de Dios». El Purgatorio es un estado provisional de «purificación» que nada tiene que ver con ubicaciones terrenales. Y Satanás «está vencido: Jesús nos ha liberado de su temor».


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Haurietis Aquas Encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús

En su encíclica papal Auctorem Fidei, el Papa Pío VI mencionó la devoción al Sagrado Corazón. Siguiendo una revisión teológica, el Papa León XIII en su encíclica Annum Sacrum (25 de mayo de 1899) dijo que la humanidad en su totalidad debería ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, declarando su consagración el 11 de junio del mismo año.

Pío XII desarrolla en su encíclica Hauretis Aquas el culto al Sagrado Corazón que queda en parte plasmado en el siguiente punto del Catecismo de la Iglesia Católica:

En el punto 478 que “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo…del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.”Haurietis aquas”: DS 3924; cf. DS 3812).1

 

HAURIETIS AQUAS ENCÍCLICA SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

PIO XII – 15 de mayo de 1956

INTRODUCCIÓN

Haurietis Aquas constituye la teología y el apoyo oficial de la Iglesia al culto del Sagrado Corazón de Jesús.

El papa vibra con los latidos del Corazón de Jesús, en los que se manifiesta su «triple amor»: amor divino, humano espiritual y humano sensible (1418). Afirma la gozosa necesidad de darle culto, pues ese Corazón sagrado, «al ser tan íntimo participante de la vida del Verbo Encarnado… es el símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador» a dar su sangre por nosotros (21). Nosotros hemos de adorar el Corazón de Jesús, porque es «el símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano» (24). Queda claro, por todo ello, que necesariamente el culto al Corazón de Cristo «termina en la persona misma del Verbo Encarnado» (28).

Pío XII escribe aquí páginas muy bellas en la contemplación del amor de Jesucristo, manifestado en los diversos misterios de su vida terrena pasada y de su vida actualmente celestial: en él se nos revela el amor que nos tiene la Santísima Trinidad (17-24). Estas son, quizá, las páginas de la encíclica de más alto vuelo contemplativo.

Apoyándose en las consideraciones expuestas, el papa define con toda precisión teológica el sentido exacto del culto al Corazón de Cristo, que «se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores» (25).

Por eso mismo, «el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (29),y ha de considerarse «la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de la caridad divina» (36).

Notemos, por último, que esta encíclica vincula profundamente el culto al Corazón de Jesús y el culto a la Eucaristía (20 y 35), aspecto en el que también Pablo VI insistirá en su carta apostólica Investigabiles divitias .

 

EL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

1. Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador(1). Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que nuestro predecesor, de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.

Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón de Jesús infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces(2), razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En el último gran día de la fiesta, Jesús habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: «El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí». Pues, como dice la Escritura, «de su seno manarán ríos de agua viva». Y esto lo dijo El del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El(3). Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno ríos de agua viva, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los que se -profetizaba el Reino mesiánico, y también con la simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua(4).

2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado(5).

Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto, manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagramos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor se adhiere, un espíritu es con El(6).

 

1. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA

Dificultades y objeciones

3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo y del sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia santificación.

Si tú conocieses el don de Dios(7). Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituido guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el divino Redentor ha confiado a la Iglesia, consciente del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno puede practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así, la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados.

Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo.

Doctrina de los papas

4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena oposición entre estas opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción que nuestro predecesor, de i. m., León XIII, llamó práctica religiosa dignísima de todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio para los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la sociedad? Esta devoción -decía-, que a todos recomendamos, a todos será de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de las graves desgracias que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único que puede alejarlas. Alas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios? «Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos»(8). Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es «camino, verdad y vida(9)»

No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo juzgó nuestro inmediato predecesor, de f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus Redemptor: ¿No están acaso contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más Perfecta, Puesto que constituye el medio más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarte con mayor fidelidad y eficacia?(10)

Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores, hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos por los innumerables frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos que nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica(11). Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado -llenos de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos-, no se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se amentaran. Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual Y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina; piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado nuestra paternal complacencia(12).

Fundamentación del culto

5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos, venerables hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: Al que es poderoso para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo y Jesús por todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén(13). Pero, después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos por medio de esta encíclica exhortaros a vosotros y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en los teólogos- sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadido de que sólo cuando a la luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo Corazón a la Iglesia universal.

Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes, nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar a su amor y al amor de la misma Santísima Trinidad a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será mas fácil a los cristianos beber con gozo las aguas en las fuentes del Salvador(14), es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable renovación en sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de Cristo.

Culto de latría

6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio ecuménico de Efeso y en el II de Constantinopla(15). El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. Es innata al Sagrado Corazón, observaba León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor(16).

Es indudable que los Libros Sagrados nunca se hace mención cierta de un culto de especial veneración y amor tributado al Corazón físico del Verbo encarnado  por su prerrogativa de símbolo de su encendidísima caridad. Pero este hecho, que hay que reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros -razón principal de este culto- es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.

Antiguo Testamento

7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creernos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas -cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés(17) e interpretaron los profetas-; alianza ratificada por los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: Escucha Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues, al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón(18).

No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a los que con toda razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido(19), comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor.

Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros(20). Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor. Cuando Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo… Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor… Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano(21).

Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo, hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque ésta se olvidaré, yo no me olvidaré de ti(22). Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las doncellas… Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre lirios… Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas(23).

8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo

definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.

Porque, en verdad, sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne lleno de gracia y de verdad(24), al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece pre- nunciar en cierto modo el profeta jeremías con estas palabras: Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia… He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; … éste será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi 1ey en su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo … ; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su pecado(25).

 

II. NUEVO TESTAMENTO Y TRADICIÓN

9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad -de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios fue tan sólo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de jeremías una mera predicción es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque, a diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a quien aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo(26). Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista San Juan: De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la 1ey fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido(27).

Introducidos por estas palabras del discípulo al que amaban Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús(28), en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa, recta y saludable que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, a, modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios(29).

10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de amor, esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios Por el género humano(30). Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta del todo incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos, Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo escogido.

Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hada nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los. derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente lanzo a su misericordia como a su justicia. A la justicia ciertamente, porque por su pasión Cristo satisfizo por el pecado del linaje humano: y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Y a la misericordia, porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo(31). Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo(32).

Amor divino y humano

11. Pero a fin de que podamos, en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la alteza y la profundidad(33) del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que Dios es espíritu(34). Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos Y símbolos, del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo(35). En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo(36). Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber. dotada de inteligencia y de voluntad y todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia Católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las nuestras(37); Perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad»(38); todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios(39).

12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía(40).

Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos escándalo y necedad, como de hecho pareció a los judíos y gentiles Cristo crucificado(41). Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos … ». Y también: «Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado».Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también Participó de las mismas cosas… Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados(42).

Santos Padres

13. Los SANTOS PADRES, testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.

SAN JUSTINO, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su remedio(43). Y SAN BASILIO, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida(44). Igualmente, SAN JUAN CRISÓSTOMO, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las emociones sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza(45).

Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. SAN AMBROSIO afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimenté: Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni morir(46).

En estas mismas reacciones apoya SAN JERÓNIMO el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana(47).

Particularmente, SAN AGUSTÍN nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encamado y la finalidad de la Redención humana: Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, no por imposición de la necesidad, sino por conmiseración voluntaria, a fin de transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones ni eran indicios de pecados, sino de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona, así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer(48).

Doctrina de la Iglesia que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de SAN JUAN DAMASCENO: En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió(49). Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados(50).

Corazón físico

14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.

Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad -divina y humana, sin embargo frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador sin duda debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lenguas(51).

Símbolo del triple amor de Cristo

15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco Y frágil velo del cuerpo humano, ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente(52).

Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa(53).

Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos(54).

16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo de Dios nuestro Salvador(55). Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros- como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros-, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: «Todo está consumado». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu(56). Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.

Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza mística.

 

III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS

17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz con la cual iluminados y fortalecidos podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo(57).

18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano desde que la Virgen María pronunció su Fíat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad … » Por esta «voluntad» hemos sido santificados mediante la «oblación del cuerpo» de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre(58).

De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos(59).

Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de gentes(60); y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados: ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido(61)! Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los vendedores con estas palabras: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración»; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones(62).

19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón cuando, ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz(63); vibró luego con invicto amor y con amargura suma cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?(64); en cambio, se desbordó con inmenso amor y profunda compasión cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, les dijo así: Hijas de Jerusalén, no lloráis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos…, pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?(65)

Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen(66); Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?(67); En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso(68); Tengo sed(69); Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu(70).

Eucaristía, María, Cruz

20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?

Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción., que manifestó a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer(71); conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía». Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros(72).

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina EUCARISTÍA, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso(73)», y también el SACERDOCIO, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.

Don también muy precioso del Sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la SANTÍSIMA VIRGEN, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín: Evidentemente, Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza(74).

Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor con estas palabras: -Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos(75). De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos(76). Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por mí(77).

Iglesia, sacramentos

21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado, y al haber sido por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina(78), por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión Por amor a la Iglesia, que había de unir a si comoEsposa(79). Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo… Tú, que del Corazón haces manar la gracia(80).

De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso 1a sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo(81). Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.

Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo(82).

Ascensión

22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva además en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, fruto de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes cuando escribe: Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una gran multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres… El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas(83).

Pentecostés

23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del espléndido amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente(84). El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrado todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia(85).

Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciocísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los Mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.

A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo de cuanto algún modo se opone al establecimiento del Reino del amor entre los hombres: Quien podrá separarnos del amor de Cristo? La turbación?, la angustia?, el hambre?, la desnudes?, el riesgo, la persecución?, la espada?… Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amo. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni angeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderío, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura sera capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor(86).

Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo

24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el razón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacía el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico.

Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y podemos considerar no sólo el sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada(87).

Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado(88); y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros(89). La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los días de su vida en la carne(90), también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia: a Aquel que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos eran en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna(91). El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor(92).

Luego no puede haber duda alguna de que, ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros(93), por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.

 

IV. HISTORIA DEL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al CORAZÓN de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado(94): Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla(95)!

Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del CORAZÓN traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente. de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los efigio para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales.

De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.

Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios mío(96)!, pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su espontánea transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina?

Mas si el CORAZÓN traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron(97), obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente llegó ese CORAZÓN a constituir objeto directo de un culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encamado.

Santos, Sta. Margarita María

26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar corno los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al CORAZÓN Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado CORAZÓN de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.

Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana(98).

Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del CORAZÓN de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.

No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hada la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica- Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su CORAZÓN Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su CORAZÓN como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.

1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX

27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuente-,mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar simbólicamente el recuerdo del amor divino(99), que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.

A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio Y aún limitada para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica(100). Fecha ésta digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad, desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico.

De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, en la Tradición y en la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y alimento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo…, para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis… conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la plenitud de Dios(101). De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres(102); pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve(103).

Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad

28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega el tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad(104).

Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del CORAZÓN físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro predecesor Incendio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro CORAZÓN; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo(105).

Los que así piensan son, natural mente, de opinión que el simbolismo del CORAZÓN de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta(106). Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.

Y así, del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su natural simbolismo es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe -por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor, pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.

La más completa profesión de la religión cristiana

29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de persona en Cristo con la distinción e integridad de sus dos naturalezas.

Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y tiene aun. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de ,Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador, de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí(107).

Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento «nuevo», que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado… El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado(108). Mandamiento éste en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, «Haré un pacto nuevo con la casa de Israel»(109). Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que, sí este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva(110).

 

V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente consciente del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.

Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona(111), ¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor constituye el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?(112). Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.

31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran el sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravídico, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas(113). Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud.

Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a saber, el deber del amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.

Difusión de este culto

32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón(114). Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora.

Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, nos sentimos ciertamente lleno de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoro infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.

Penas actuales de la Iglesia

33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso(115) y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra aquel que en la tierra representa a la persona del divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos daba como «vicario de su amor(116)».

34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia(117).

Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos(118).

Un culto providencial

35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?(119). Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más- para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia será la paz?(120)

Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor, queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo, Corazón de Jesús… que brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación(121).

Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e ,intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia , venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para valemos de las palabras de nuestro predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía(122). Ciertamente, no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio(123).

Final

36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue, necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas(124).

Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca mas copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Díos que en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado razón de la Santísima Virgen María(125).

37. Cumpliéndose felizmente este año, como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta dc1 Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por nuestro predecesor Pío IX, de f m., es vivo deseo nuestro, venerables hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles- en aquella nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.

Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que esta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos, a la vez que expresamos también la esperanza de que, con la divina gracia, como frutos de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de verdad y de vida, reino de gracia, reino de justicia, de amor y de paz(126).

Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro pontificado.

SS. Pío XII

 

NOTAS:
1. Is12,3
2. San 1,17
3. Jn7,37,39
4. Cf.Is 12,3;Ez 47,1-12;Zac 13,1;Ex 17,1-17;Num 20,7-13; 1Cor 10,4;Ap 7,17;22,1.
5. Rom 5,5
6. 1Cor 6,17
7. Jn4,10
8. Hech 4,12.
9. Enc. Annum Sacrum, 25 mayo 1899:AL 19 (1900) 71,77-78.
10. Enc. Misserentissimus Redentor, 8 mayo 1928:AAS 30(1928)167.
11. Cf.en. Summi Pontificatus, 20oct.1939:AAS 31 (1939)415
12. Cf.AAS 32 (1940) 276;35 (1943) 170;37 (1945)263-264:40(1948)501;41(1949)331.
13. Ef3,20-21.
14. Is 12,3
15. Conc. Ephes. Can.8;cf.Mansi,Sacrorum Concilirum amplis. Collectiio,4, 1083 C; Conc. Const. II, can 9; cf. Ibid,9, 382E
16. Cf. Enc.Annum sacrum:AL 19 (1900) 76.
17. Cf. Ex 34.27-28.
18. Dt 6,4-6
19. II-II 2,7:ed. Leon. 8 (1895) 34.
20. Dt 32,11.
21. Os 11,1,3-4; 14,5-6.
22. Is 49,14-15
23. Cant 2,2; 6,2; 8,6.
24. Jn 1,14.
25. Jer 31,3;31,33-34.
26. Cf.Jn1,29;Heb9,18-28;10,1-17
27. Jn 1,16-17
28. Ibid., 21
29. Ef 3,17-19
30. Sum. Theol. 3,48,2: ed. Leon. 11 (1903)464.
31. Cf. Enc. Misserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170.
32. Ef2,4; Sum.theol. 3,46,1 ad 3:ed. Leon 11 (1903)436.
33. Ef3,18
34. Jn 4,24
35. 2Jn 7.
36. Cf.Lc1,35
37. S Leon Magno, Ep domg. Lectis dilectionis tue ad Flavianum Const. Patr. 13 jun. A. 449; cf. PL 54,763.
38. Conc Chalced. A.451; cf. Mansi, op. Cit. 7,115B.
39. S Gelasio Papa, tr.3: Necessarium, de duebus naturis in Christo; cf.A. Thiel., Rom. Pont. A S Hilaro usque ad Pelagium II, p.532.
40. Cf. S. Th., Sum.theol.3,15,4;18,6 ed Leon II 1903 189 et 237
41. Cf 1 Cor 1,23
42. Heb 2,11-14.17-18
43. Apol. 2,13;PG 6,465.
44. Ep. 261,3:PG32,972.
45. In lo. Homil. 63,2:PG 59,350.
46. De fde ad Grtianum 2,7,56:PL16,594.
47. Cf. Super Mat.26,37: PL26,205.
48. Enarr in Ps 87,3 PL 37,1111.
49. De fide orth. 3,6:PG 94,1006.
50. Ibid.,3,20:PG 94, 1081.
51. II-II 48,4: ed. Leon. 6 (1891)306.
52. Col 2,9
53. Cf. Sum. Theol. 3,9.1-3; ed. Leon. 11(1903)142
54. Cf. Ibid., 3,33,2 ad 3;46,6: ed Leon. 11 (1903)342,433.
55. Tit 3,4
56. Mt 27,50; Jn 19,30
57. Ef 2,7
58. Heb 10,5-7,10
59. Registr. Epist.4,ep.31 ad Theodorum medicum:PL 77,706.
60. Mc 8,2
61. Mt 23,37
62. Ibid.,21,13
63. Ibid.,26,39
64. Ibid.,26,50; Lc 22,48
65. Lc 23,28.31.
66. Ibid.,23,34
67. Mt27,46
68. Lc 23,43
69. Jn 19,28
70. Lc 23,46
71. Ibid.,22,15
72. Ibid.,22,19-20
73. Mal 1,11
74. De Sancta Virginitate 6:PL
75. Jn 15,13
76. 1 Jn 3,16
77. Gal 2,20
78. Cf. S. Th., Sum. Theol.3,19,1:ed. Leon. 11 (1906)329.
79. Sum theol.suppl. 42,1 ad 3: ed.Leon. 12(1906)81
80. Hymn. ad Vesp.Feti Ssmi. Cordis Iesu.
81. 3,66,3 ad 3:ed Leon. 12(1906)65
82. Ef 5.2
83. Ibid.,4,8,10.
84. Jn14,16
85. Col2,3
86. Rom 8,35.37-39
87. Ef5,25-27
88. Cf.1Jn 2.1
89. Heb 7,25
90. Ibid.,5,7.
91. Jn 3,16
92. S Buenaventura, Opusc. X Vitis Mistica 3,5:Opera Omnia; Ad Claras Aquas (Quaracchi)1898,164. Cf S.TH3,54,4:ed. Leon. 11 (1903)513
93. Rom 8,32
94. Cf. 3,48,5:ed Leon 11 (1903)467
95. Lc 12,50
96. Jn 20,28
97. Ibid.,19,37; cf. Zac 12,10.
98. Cf. Litt. Enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 167-168.
99. Cf.A Gardellini, Decreta authentica (1857) n.4579, tomo 3,174
100. Cf. Decr. S.C. Rit. Apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratisimi Cordis Iesu et purissrmi Cordis Marie, 5ta ed. (Innsbruck 1885). Tomo 1,167.
101. Ef 3,14,16-19
102. Tit 3,4
103. Jn 3,17
104. Ibid., 4,23-24
105. Inocencio XI, consist. Ap. Coelestis Pastor, 19 nov.1687:Bullarium Romanum (Romae 1734), tomo 8, p.443
106. II-II 81,3 ad 3:ed Leon. 9 (1897)
107. Jn 14,6
108. Ibid., 13,34; 15,12
109. Jer 31,31
110. Comment. In Evang.S. Ioann. 13, lect.7,3:ed. Parmae (1860), tomo 10,p.541
111. II-II 82,1: ed.Leon. 9 (1897)187
112. Ibid., 1,38,2:ed. Leon. 4 (1888)393
113. Mc 12,30; Mt 22,37
114. Cf. Leon XIII, enc. Annum Sacrum:AL19 (1900)71s. Decr. S C Rituum, 28 jun. 1899, in Decr. Auth.3, n. 3712. Pio XI, enc. Miserentissimus Redemptor:AAS 20 (1928)177s. Decr. SC. Rit.29 en 1929:AAS (1929)77.
115. Lc 15,22
116. Exposit. In Evang. Sec. Lucam, 10,175:PL 15,1942.
117. Cf.S Th.,Sum.theol. II-II 34,2 ed. Leon. 8(1895)274
118. Mt24,12
119. Cf. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928)166.
120. Is 32,17
121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900)79. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928) 167/
122. Litt.ap.quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Iochim de Urbe ergitur, 17 febr. 1903:AL 22 (1903)307s; cf. Enc Mirae caritatis, 22 mayo 1902: AL 22 (1903)116
123. S. Alberto M., De Eucharistia, dist. 6, tr.I: OperaOmnia ed. Borgnet, vol.38 (Parisilis 1890)p.358.
124. Enc. Tametsi: Acta Leonis 20 (1900)303
125. Cf. AAS 34 (1942)345s.
126. Ex Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis.
 
 

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Miserentissimus Redemptor Carta Encíclica sobre la Expiación que Todos deben al Sagrado Corazón de Jesús

Ambrogio Damiano Achille Ratti; Desio, 1857 – Roma, 1939) Papa romano bajo cuyo pontificado (1922-1939) se dio solución a la «cuestión romana» en el Tratado de Letrán, según el cual se reconoce el Estado independiente del Vaticano y se regulan las relaciones de la Santa Sede con el entonces Reino de Italia.

El 6 de febrero de 1922, en el cónclave que siguió a la muerte de Benedicto XV, resultó elegido papa. Era un hombre de estudio, de una cultura excepcional y además estaba muy bragado en los asuntos de la curia romana.

Pío XI destacó como gran animador de las misiones y como mecenas de las ciencias en las más variadas expresiones. En el primer aspecto, unificó el movimiento misionero en torno a las Obras Misionales para la Propagación de la fe, para la Santa Infancia y para el Clero indígena; creó el Museo Misionero en el palacio de Letrán (Roma); consagró en Roma a los primeros obispos chinos y japoneses e instituyó 78 nuevas misiones en tierras de infieles.

Como mecenas de las ciencias reformó, adaptándolos a las exigencias de los tiempos, los programas de seminarios y universidades católicos, con la constitución apostólica «Deus scientiarum Dominus» (1931); fundó el Instituto Pontificio de Arqueología Cristiana; instaló una emisora de radiodifusión en el Vaticano, que él mismo inauguró el 12 de febrero de 1931 con su mensaje «Qui arcana Dei»; fundó la Academia Pontificia de las Ciencias, con 70 miembros escogidos de entre los más ilustres científicos del mundo.
Hondamente preocupado por el imparable ascenso del nacionalsocialismo de Hitler, consintió en establecer con él un concordato en 1933, concordato que el Führer no respetó ni siquiera en sus principios. Las relaciones estaban ya rotas cuando Hitler visitó a Mussolini en Roma (mayo de 1938) y se abstuvo de visitar el Vaticano. Angustiado por el terrible huracán que veía impotente cernirse sobre Europa, Pío XI ofreció su vida a Dios «por la paz y la prosperidad de los pueblos», y murió justo antes de que estallara la II Guerra Mundial.

 

CARTA ENCÍCLICA DE PÍO XI (8-V-1928)

Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque

1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Voz dulcísima, prenda de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida.

Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad» (Sal 8,1). Pero «no se encogió la mano del Señor» (Is 59, 1) en los tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios.

Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo.

2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de nuestro Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la caridad de los fieles se entibiaba, la caridad de Dios se presentaba para ser honrada con culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron por aquella forma de devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, «en quien están escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia» (Col 2, 3).

Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del humano linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto de amistad «el arco que aparece en las nubes» (Gén 2, 14), así en los turbulentísimos tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la más astuta de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que no tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como implacable juez, el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad desplegada sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los hombres».

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia? Nadie extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente vindicaran esta probadísima devoción de las recriminaciones de los calumniadores y que la ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la fomentaran, conforme a las circunstancias.

Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús.

La consagración

4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eter
na bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discípula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de la Colombière, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.

Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros» (Lc 19, 14), por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine (1 Cor 15, 25). Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (Ef 1, 10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.

Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.

Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.

La expiación o reparación

5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.

Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.

Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.

Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración, ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.

Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (Ef 2, 3).

En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia.

Expiación de Cristo

6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí» (Heb 10, 5. 7). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades» (Is 53, 4-5); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pe 2, 24); «borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz» (Col 2, 14) «para que muertos al pecado, vivamos a la justicia» (1 Pe 2, 24).

Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo

7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados» (Col 2, 13); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras.

8. Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»; por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas, agradables a Dios» (Rom 12, 1). Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio».

Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús» (2 Cor 4, 10), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (Cf. Gál 5, 24), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (2 Pe 1, 4), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor 4,
10), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5, 1).

Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar (Mal 1-2), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real sacerdocio» (1 Pe 2, 9), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios» (Heb 5, 1).

Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza;.«del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor» (Ef 4, 15-16). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo, próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad»(Jn 17, 23).

Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la infinita caridad del Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más ardientemente correspondiésemos a su caridad.

Comunión Reparadora y Hora Santa

9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.

Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.

Consolar a Cristo

10. Mas ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo».

Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras culpas» (Is 53, 5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Is 5). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22, 43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé» (Sal 68, 21).

La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia

11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín: «Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo». Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos» (Hch 9, 11), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 5); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro» (1 Cor 12, 27), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros (1 Cor 12, 27).

Necesidad actual de expiación por tantos pecados

12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, «en poder del malo» (Jn 5, 19). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (2 Pe 2, 2). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los principios de aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora» (2 Tes 2, 4).

Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre de
l Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.

Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos» (Mt 24, 12).

El ansia ardiente de expiar

13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobre manera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.

Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida.

Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces del Ángel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades.

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS
Causa de muchos bienes

14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de la consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a tener su deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la expiación o reparación, desde un principio santamente introducida y santamente propagada. Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por nuestra autoridad apostólica, más solemnemente se practique por todo el universo católico. A este fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús –fiesta que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de doble de primera clase con octava– en todos los templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor.

No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta devoción santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y preclaros bienes sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad sagrada, a la civil y a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió a Santa Margarita María «que todos aquellos que con esta devoción honraran su Corazón, serían colmados con gracias celestiales».

Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron» (Jn 19, 37), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón» (Is 46, 8); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien hirieron «venir en las nubes del cielo» (Mt 26, 64), tarde y en vano lloren sobre El (Cf. Ap 1, 7).

Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevos fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?» (Sal 19, 10); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia» (Lc 15, 4).

Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de Dios, que por diez justos, movido a misericordia, perdonó a los de Sodoma, mucho más perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y felizmente aplacada por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo, su Mediador y Cabeza.

La Virgen Reparadora

15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de Dios nuestros deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo alimentaba cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión misteriosa con Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la llama piadosamente, reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo, que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres» (Tim 2, 3), quiso asociarse a su Madre como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y mediadora, amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de nuestra paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la grey confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928, séptimo de nuestro pontificado.

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La Santísima Trinidad en el Catecismo de la Iglesia Católica

I «EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO»

El Padre

232 Los cristianos son bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: «Fides omnium christianorum in Trinitate consistit» («La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad») (S. Cesáreo de Arlés, symb.).

233 Los cristianos son bautizados en «el nombre» del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en «los nombres» de estos (cf. Profesión de fe del Papa Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad.

234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la «jerarquía de las verdades de fe» (DCG 43). «Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos» (DCG 47).

235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su «designio amoroso» de creación, de redención, y de santificación (III).

236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la «Theologia» y la «Oikonomia», designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la «Oikonomia» nos es revelada la «Theologia»; pero inversamente, es la «Theologia», quien esclarece toda la «Oikonomia». Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.

237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los «misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto» (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.

 

II LA REVELACIÓN DE DIOS COMO TRINIDAD

El Padre revelado por el Hijo

238 La invocación de Dios como «Padre» es conocida en muchas religiones. La divinidad es con frecuencia considerada como «padre de los dioses y de los hombres». En Israel, Dios es llamado Padre en cuanto Creador del mundo (Cf. Dt 32,6; Ml 2,10). Pues aún más, es Padre en razón de la alianza y del don de la Ley a Israel, su «primogénito» (Ex 4,22). Es llamado también Padre del rey de Israel (cf. 2 S 7,14). Es muy especialmente «el Padre de los pobres», del huérfano y de la viuda, que están bajo su protección amorosa (cf. Sal 68,6).

239 Al designar a Dios con el nombre de «Padre», el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios.

240 Jesús ha revelado que Dios es «Padre» en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

241 Por eso los apóstoles confiesan a Jesús como «el Verbo que en el principio estaba junto a Dios y que era Dios» (Jn 1,1), como «la imagen del Dios invisible» (Col 1,15), como «el resplandor de su gloria y la impronta de su esencia» Hb 1,3).

242 Después de ellos, siguiendo la tradición apostólica, la Iglesia confesó en el año 325 en el primer concilio ecuménico de Nicea que el Hijo es «consubstancial» al Padre, es decir, un solo Dios con él. El segundo concilio ecuménico, reunido en Constantinopla en el año 381, conservó esta expresión en su formulación del Credo de Nicea y confesó «al Hijo Unico de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consubstancial al Padre» (DS 150).

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de «otro Paráclito» (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y «por los profetas» (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos «hasta la verdad completa» (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: «Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre» (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como «la fuente y el origen de toda la divinidad» (Cc. de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: «El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS 150).

246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu «procede del Padre y del Hijo (filioque)». El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: «El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración…Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente» (DS 1300-1301).

247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como «salido del Padre» (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice «de manera legítima y razonable» (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que «principio sin principio» (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea con él «el único principio de que procede el Espíritu Santo» (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.

 

III LA SANTÍSIMA TRINIDAD EN LA DOCTRINA DE LA FE

La formación del dogma trinitario

249 La verdad revelada de la Santa Trinidad ha estado desde los orígenes en la raíz de la fe viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo. Encuentra su expresión en la regla de la fe bautismal, formulada en la predicación, la catequesis y la oración de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Co 13,13; cf. 1 Cor 12,4-6; Ef 4,4-6).

250 Durante los primeros siglos, la Iglesia formula más explícitamente su fe trinitaria tanto para profundizar su propia inteligencia de la fe como para defenderla contra los errores que la deformaban. Esta fue la obra de los Concilios antiguos, ayudados por el trabajo teológico de los Padres de la Iglesia y sostenidos por el sentido de la fe del pueblo cristiano.

251 Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico: «substancia», «persona» o «hipóstasis», «relación», etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, «infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana» (Pablo VI, SPF 2).

252 La Iglesia utiliza el término «substancia» (traducido a veces también por «esencia» o por «naturaleza») para designar el ser divino en su unidad; el término «persona» o «hipóstasis» para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí; el término «relación» para designar el hecho de que su distinción reside en la referencia de cada uno a los otros.

El dogma de la Santísima Trinidad

253 La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial» (Cc. Constantinopla II, año 553: DS 421). Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: «El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). «Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina» (Cc. de Letrán IV, año 1215: DS 804).

254 Las personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario» (Fides Damasi: DS 71). «Padre», «Hijo», Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: «El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 530). Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: «El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede» (Cc. Letrán IV, año 1215: DS 804). La Unidad divina es Trina.

255 Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: «En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia» (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 528). En efecto, «todo es uno (en ellos) donde no existe oposición de relación» (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1330). «A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Cc. de Florencia 1442: DS 1331).

256 A los catecúmenos de Constantinopla, S. Gregorio Nacianceno, llamado también «el Teólogo», confía este resumen de la fe trinitaria:

Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Por ella os introduciré dentro de poco en el agua y os sacaré de ella. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje…Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero…Dios los Tres considerados en conjunto…No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo…(0r. 40,41: PG 36,417).

 

IV LAS OBRAS DIVINAS Y LAS MISIONES TRINITARIAS

257 «O lux beata Trinitas et principalis Unitas!» («¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!») (LH, himno de vísperas) Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el «designio benevolente» (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en él» (Ef 1,4-5), es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rom 8,29) gracias al «Espíritu de adopción filial» (Rom 8,15). Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos» (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9).

258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). «El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio» (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): «uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas.

259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14).

260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama -dice el Señor- guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Jn 14,23).

Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad)

 

Resumen

261 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

262 La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en él y con él el mismo y único Dios.

263 La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo (cf. Jn 14,26) y por el Hijo «de junto al Padre» (Jn 15,26), revela que él es con ellos el mismo Dios único. «Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria».

264 «El Espíritu Santo procede del Padre en cuanto fuente primera y, por el don eterno de este al Hijo, del Padre y del Hijo en comunión» (S. Agustín, Trin. 15,26,47).

265 Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna (cf. Pablo VI, SPF 9).

266 «La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad» (Symbolum «Quicumque»).

267 Las personas divinas, inseparables en lo su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

 
 

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