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Comentario teológico de Benedicto XVI sobre las apariciones de la Virgen María

Las Apariciones Marianas no pretenden superar o corregir las revelaciones realizadas por Jesucristo en la Biblia y por el Antiguo Testamento.

Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica «aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada» y es la Virgen María la que en estos tiempos finales nos está guiando para comprenderlas mejor y avisar sobre sucesos que aparecen como oscuros e inextricables en la Biblia.

El siguiente es un artículos Publicado en “Revista María Mensajera Núm 300 Enero 2006 pp.2-5”, y reproducido por www.reinadelcielo.org, que resulta muy interesante porque muestra la posición de benedicto XVI al respecto de las «revelaciones privadas» y defiende la importancia de ellas para nuestra fe.

El Papa Benedicto XVI, cuando era el Card. Josep Ratzinger, hizo una elaboración sobre las apariciones, un comentario teológico, por mandato del Papa Juan Pablo II, que esclareciera perfectamente el tema de las apariciones o revelaciones privadas. Merece para nuestra revista una importancia extraordinaria ese comentario.

Para el Papa, y por tanto para la Jerarquía Sagrada de la Iglesia, en su magisterio ordinario docente, las revelaciones privadas, a saber las apariciones de la Virgen y del Señor a los santos, videntes y místicos, están TODAS contenidas en las Sagradas Escrituras, tienen su sitio especial en el Evangelio de San Juan.

Es, en primer lugar, en el discurso de despedida del Señor, cuando antes de partir de este mundo al Padre, les dijo a sus discípulos:
«Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa…» (Jn 16, 12-14)

No es que el Espíritu de la Verdad haga nuevas revelaciones ajenas totalmente al depósito de nuestra Fe, porque ya en la misma despedida reseñada en San Juan se dice que el Espíritu Santo no hablará por su cuenta, «porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros».

La misión del Espíritu Santo es la de explicitar lo ya existente, aclarar o desvelar mejor lo que ya estaba, pero no se entendía bien por estar velado; hacer comprensible de forma clara y gradual las verdades de fe contenidas en la Revelación Pública. Como muy bien enseña el Catecismo de la Iglesia Católica y cita el mismo Papa:
«Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos» (n. 66)

Es aquí donde las revelaciones privadas, cuando son realmente de Dios, juegan su papel. Ellas son como flechas indicadoras que me llevan a un más perfecto conocimiento de la Palabra de Dios. Gracias a estas revelaciones crezco interiormente en Fe, Esperanza y Caridad. Nadie va al Padre sino por Jesucristo. Y María cuando se aparece me lleva a Cristo, me engendra en Cristo y me lleva a la Iglesia instituida por su Hijo Jesucristo. Es una labor de María y del Espíritu Santo, Esposo de María, que nos envía el Padre y el Hijo para reconducimos mejor a Él.

 

REVELACIÓN PÚBLICA Y PRIVADA

La doctrina de la Iglesia, dice el Papa Benedicto XVI en su comentario teológico sobre el secreto de Fátima, distingue entre la «Revelación Pública» y la «revelación privada». Entre estas dos realidades hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia. El término «revelación pública» designa la acción reveladora de Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de la Biblia: el Antiguo y Nuevo Testamento. Se llama revelación porque en ella Dios se ha dado a conocer progresivamente a los hombres, hasta el punto de hacerse Él mismo hombre, para atraer a sí y para reunir en sí a todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo.

Y el mismo Papa cita al Catecismo de la Iglesia en su nº 67, cuando dice: «A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas privadas, algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia…. Su función no es la de «completar» la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia»

 

LAS APARICIONES SON UNA AYUDA IMPORTANTE PARA LA FE

Las apariciones de la Virgen, sobre todo cuando son aprobadas por la Iglesia, son una ayuda preciosa para vivir mejor la Fe. Ellas me remiten siempre a la Revelación Pública y a vivir mejor el Evangelio de Cristo. Ellas son una ayuda y aunque no sean obligatorias para la Fe, haremos mal si las desechamos o despreciamos, entre otras cosas porque nos privaremos de unas gracias sobrenaturales que quizás sean necesarias después para poder encontrar la verdadera Luz.

Se deben aclarar, dice el Papa, no obstante, dos cosas:

1º «La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública. En la Revelación Pública se exige nuestra Fe. En efecto, en la Revelación Pública, a través de las palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma, y de este modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir».

2º «La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la única revelación pública. Pero ella no da certeza como la anterior. La Iglesia, cuando las aprueba, nos las presenta únicamente como probables y piadosamente creíbles».

El Papa Benedicto XIV dice sobre las apariciones privadas: «No se debe un asentimiento de Fe católica a las revelaciones privadas. Éstas exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las presentan como probables y piadosamente creíbles.”

Y el actual Papa Benedicto XVI hace suyas las palabras de un eminente teólogo francés, E. Dhanis, al afirmar que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos: a) el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres. b) es lícito hacerlo público. c) y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión. Un mensaje así, concluye el Papa, «puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar que es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma».

El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Importante: «Cuando esa revelación privada me aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo.”

La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, es la Primera Carta a los Tesalonicenses. El Apóstol dice: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías: examinad cada cosa y quedaos con lo bueno» (5, 19-21).

«En todas las épocas -dijo el actual Papa cuando era Cardenal Guardián de la Fe- se ha dado a la Iglesia el carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir, sino explicar la voluntad de Dios para el presente».

«El futuro no está determinado de un modo inmutable, y la imagen que los videntes vieron (se refiere a las apariciones de Fátima) no es una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse». Está haciendo hincapié el Santo Padre a la condicionalidad de la profecía, lo que siempre hemos defendido en María Mensajera.

Y comentado el himno de adoración del Apocalispis, el Papa dijo: «La historia no está en manos de potencias oscuras, sino en manos de Dios. Ante el desencadenamiento de energías malvadas, ante la irrupción vehemente de Satanás, ante tantos azotes y males, se eleva el Señor, árbitro supremo de las vicisitudes de la historia».

 

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5 razones bíblicas para amar y bendecir a la Virgen Maria

Este artículo se ha subsumido en este otro:

Cuáles son las Mejores Formas de Venerar a la Santísima Virgen María – Cómo practicar la adoración a Dios a través de María…

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La figura de María a través de San Juan. Del padre Horacio Bojorge SJ

DOS HECHOS ENIGMÁTICOS. 1. Un primer hecho: Juan evita llamarla “María”.

Un primer hecho que nos llama la atención al leer el evangelio de San Juan en busca de lo que nos dice de María, es que este evangelista ha evitado llamarla por el nombre de María. Juan nunca nombra a la Madre de Jesús por este nombre, y es el único de los cuatro evangelista que evita sistemáticamente el hacerlo. Marcos trae el nombre de María una sola vez. Mateo cinco veces. Lucas trece veces: doce en su evangelio y una en los Hechos de los Apóstoles. Juan nunca.

Y decidimos que Juan evitó intencionalmente el nombrarla con el nombre de María, porque hay indicios de que no se trata de omisión casual, sino premeditada, querida y planeada.

Juan no ignora, por ejemplo, el oscuro nombre de José que cita cuando reproduce aquella frase de la incredulidad que comentábamos a propósito de Marcos y que recogen de una manera u otra también Mateo y Lucas: “Y decían: ¿no es acaso éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “He bajado del cielo’”. (Jn 6, 42).

En segundo lugar, Juan conoce y nos nombra frecuentemente en su evangelio a otras mujeres llamadas “María”: María la de Cleofás, María Magdalena, María de Betania, hermana de Lázaro y Marta. Son personajes secundarios del evangelio y, sin embargo Juan no evita llamarlas por su nombre propio. Esto hace también con otros personajes, cuyo nombre podía aparentemente haber omitido, sin quitar nada a su evangelio, como Nicodemo y José de Arimatea. Si nos ha conservado estos nombres de figuras menos importantes: ¿Por qué no ha nombrado por el suyo a la Madre de Jesús? Si la razón fuera –como pudiera alguien suponer- la de no repetir lo que nos dicen ya los otros evangelistas, tampoco se habría preocupado por darnos los nombres de José y de las numerosas Marías de las que también aquéllos nos han conservado la noticia onomástica.

En tercer lugar si había un discípulo que podía y debía conocer a la Madre de Jesús, ése era Juan, el discípulo a quien Jesús amaba y que por última voluntad de un Jesús agonizante la tomó como Madre propia y la recibió en su casa:

“Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa’” (Jn 19, 25-27)

Pues bien, es este discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno puede ignorar el verdadero nombre de la Madre de Jesús el que –evitando consignarlo por escrito en su evangelio- alude siempre a ella como la Madre de Jesús o, más brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo – el que entre todos podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre de Jesús como “Mi Madre”- quien insiste en reservarle –con una exclusividad que ya convierte en nombre propio lo que es un epíteto- el título “Madre de Jesús”.

Juan no ignoraba el nombre de María y, si de hecho lo ignora es con alguna deliberada intención. Una intención que no es fácil detectar a primera vista, pero que vale la pena esforzarse por comprender.

2. Una hipótesis

Y una primera hipótesis explicativa podría ser la siguiente. Quizás san Juan evita usar el nombre de María como nombre propio de la Madre de Jesús porque le parece un nombre demasiado común para poder aplicárselo como propio. Si el nombre propio es para nosotros el que distingue a una persona, a un individuo de todos los demás; sí –además- para la mentalidad israelita el nombre revela la esencia de una persona y enuncia su misión en la historia salvífica, entonces Juan tenía razón: María no es un nombre suficiente mente propio como para designar de manera adecuada o inconfundible a la Madre de Jesús. Es un nombre demasiado común para ser propio suyo. Marías hay muchas en los evangelios y sin duda eran muchísimas en el pueblo y en el tiempo de Jesús, como lo son aún hoy entre nosotros. Si Juan buscaba un nombre único, un título que le señalara la unicidad irrepetible del destino de aquella mujer, eligió bien: Madre de Jesús fue ella y sólo ella, en todos los siglos.

En esta hipótesis, por lo tanto, Juan, al evitar llamarla María, y al decirle siempre la Madre de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de aquella mujer, nos estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor expresa su razón de ser y su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más hondo en las posibles intenciones ocultas de san Juan.

3. Otro hecho: Diálogos distantes

Analicemos un segundo hecho que llama la atención al estudiar la imagen de María tal como se desprende de los dos únicos pasajes de este evangelio en que ella aparece: las bodas de Caná y la Crucifixión.

Como sabemos, Juan, al igual que Marcos, no nos ofrece relatos de la infancia de Jesús. Podemos además desechar la referencia –que hacen sus opositores- a su padre y a su madre, y que Juan, al igual que los sinópticos nos ha conservado (Jn 6, 42). Ya vimos, al tratar de Marcos qué figura de María revela este enfoque de la más tradición pre-evangélica. Y por eso no volvemos a insistir aquí en ese aspecto, que no es propio de Juan.

El materia estrictamente joánico acerca de la Madre de Jesús –desgraciadamente para nuestra piadosa curiosidad, pero afortunadamente para quien, como nosotros, ha de considerarlo en un breve lapso- se reduce a esas dos escenas, que junta no pasan de catorce versículos: las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión (Jn 19, 25-27). Si no fuera por el evangelio de Juan, no sabríamos que Jesús había asistido con su Madre y con sus discípulos a aquellas bodas en Caná de Galilea. Ni sabríamos tampoco que la Madre de Jesús siguió de cerca su Pasión y fue de los poquitos que se hallaron al pie de la cruz.

Y he aquí –ahora- el segundo hecho sobre el que quisiera llamar la atención. Entre todos los pasajes evangélicos acerca de María, son poquísimos los que nos conservan algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre. Para ser exactos son tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que nos narra Lucas del niño perdido y hallado en el Templo, cuando, en ocasión del acongojado reproche de la Madre: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo angustiados te andábamos buscando” (Lc 2, 48), responde Jesús con aquellas enigmáticas palabras que abren en Lucas el repertorio de los dichos de Jesús: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tenía que estar (aquí) en lo de mi Padre?” (Lc 2, 49).

Quien lea los diálogos joánicos habiendo recogido previamente en Lucas esta primera impresión no podrá menos que desconcertarse más. En la escena de las bodas de Caná Jesús responde a su Madre que le expone la falta de vino: “Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? (o, como traducen otro para suavizar esta frase impactante: ¿qué nos va a ti y a mí?), todavía no ha llegado mi hora”. Y en la escena de la crucifixión: “Mujer, he ahí a tu hijo”.

Notemos, pues, que en los tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece poner una austera distancia entre él y su Madre. Son precisamente estos pasajes –que, por presentar a Jesús y María en un tú a tú, podrían haberse prestado para reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a dudas unió a estos dos seres sobre la tierra –los que nos proponen, por el contrario, una imagen, al parecer, adusta, de esa relación, capaz de escandalizar la sensibilidad de nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He ahí a tu hijo.

Juan parece haber retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su escena. La Madre de Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos pasajes dialogales, y Jesús parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con una pregunta que pone en cuestión su relación; 2) interpelándola con la genérica y hasta fría palabra Mujer; 3) remitiéndola a otro como a su hijo.

La impresión -decíamos- es desconcertante. Y agrega un segundo hecho, que pide ser explicado, al ya enigmático silenciamiento del nombre de la Madre de Jesús.

EXPLICACIONES

Tratemos de dar explicación a estos dos hechos enigmáticos.

1. “Haced todo lo que El os diga”

El evangelio de san Juan subraya la revelación de Dios en Jesucristo como la revelación del Padre de Jesús. Dios es el Padre de Jesús. Juan es el evangelista que nos muestra mejor la intimidad de Jesús con su Padre; la corriente de mutuo amor y complacencia que los une; cómo Jesús vive y se desvive por hacer lo que agrada a su Padre, cómo se alimenta de la complacencia paterna, siendo ésta su verdadera vida: El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la arrebata; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y recobrarla, y esa es la orden (la voluntad) que he recibido de mi Padre”. (Jn 10, 17-18). “El Padre y yo somos uno” (Jn 10, 30). “Felipe: el que me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

Es en paralelo, y por analogía con esos –en san Juan ubicuos- mi Padre, el Padre de Jesús, como creo debemos comprender la insistencia de Juan en referirse a María sola y exclusivamente como su Madre, la Madre de Jesús.

Así como Dios es para Jesús el Padre, omnipresente en su vida y en sus labios (mi Padre, el Padre que me envió, voy al Padre, mi Padre y vuestro Padre, el Padre que me ama, la casa de mi Padre…), así también y para señalar una mísitica analogía, para subrayar una paralela realidad espiritual, Juan llama a aquella que es como un eco de la divina figura paterna –no sólo a través de una maternidad física, sino principalmente a través de una comunión en el mismo Espíritu Santo- la Madre de Jesús.

Y una de las principales finalidades de la escena de Caná nos parece que es –en la intención de Juan- la de mostrar hasta qué punto la Madre de Jesús está identificada en su espíritu con el Espíritu del Padre de Jesús.

En la escena de Caná, en efecto, parecería que Juan se complace en subrayar la coincidencia del velado testimonio que de Jesús da María ante los hombres, con el testimonio que de Jesús da su Padre: “Haced todo cuanto os diga”, dice la Madre. “Escuchadlo”, dice el Padre; que es decir lo mismo: obedecerle. Sabemos, en efecto, por el testimonio de los sinópticos, que en los dos momentos decisivos del Bautismo y de la Transfiguración se abren los cielos sobre Jesús y desciende una voz –la voz de Dios- que proclama (con pequeñas variantes según cada evangelista): “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”.

En el Bautismo, la finalidad de esta voz –que se revela como la del Padre- es credencial de la identidad mesiánica y de la filiación divina de Jesús, y suena como solemne decreto de entronización pública en su misión de Hijo y en su destino de Mesías. En la Transfiguración, la finalidad de esta voz es dar confirmación y garantía de autenticidad mesiánica a la vía dolorosa que Jesús anuncia –con ternaria solemnidad- a sus discípulos. Y la voz celestial completa su mensaje con un segundo miembro de la frase: Escuchadlo.

San Juan, a diferencia de los sinópticos, no nos relata la escena del Bautismo. Tampoco hace referencia a la voz celestial que –según los sinópticos- se dejó oír en el Bautismo. Ha puesto en su lugar no sólo más profuso y explícito testimonio del Bautista, sino también –nos parece- la voz de María: “Haced todo lo que os diga”, que equivale al “escuchadle” de la voz divina en la Transfiguración, pero adelantada aquí al comienzo del ministerio de Jesús.

Antes de la escena de Caná, Jesús no ha nombrado ni una sola vez a su Padre, lo hará por primera vez en la escena de la purificación del templo, que sigue inmediatamente a la de Caná. Es a través de su Madre como le llega a Jesús ya en Caná, como a través de un eco fidelísimo la voz de su Padre. No, como en los sinópticos, a través de una voz del cielo ni como más adelante, en el mismo evangelio de Juan con un estruendo –que los circundantes, a quienes va destinado, se dividen en atribuir a trueno o voz de ángel-, sino como una sencilla frase de mujer cuyo carácter profético solo Jesús pudo entender, oculto como estaba bajo el más modesto ropaje del lenguaje doméstico.

Y prueba de que Jesús reconoció en las palabras de la Madre un eco de la voz de su Padre es que, habiendo alegado que aún no había llegado su hora, cambia súbitamente tras las palabras: “Haced cuanto os diga”, y realiza el milagro de cambiar el agua en vino.

No fuera mera deferencia o cortesía, ni mucho menos debilidad para rechazar una petición inoportuna. Fue reconocimiento en la voz de la Madre, del eco clarísimo de la voluntad del Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús “realizó este primer signo y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él”. Y san Juan se preocupa, en otros pasajes del Evangelio, de subrayar el escrúpulo de Jesús en no hacer sino lo que el Padre le ordena, en mostrar, sólo lo que el Padre le muestra y en guardar celosamente lo que el Padre le da.

Sí, pues, María es por un lado “Hija de Sión”, en cuanto encarna lo más santo del Pueblo de Dios, es también Hija de la Voz, que así se dice en hebreo lo que nosotros decimos: Eco. Eco de la Voz de Dios = Bat Qol, Hija de la Voz.

2. Entre Caná y el Calvario

La importancia que la figura de la Madre de Jesús tiene en el evangelio según san Juan no la podemos inferir de la abundancia de referencias a ella, pues, como hemos visto, son pocas. La hemos de deducir de la sugestiva colocación, dentro del plan total del evangelio, de las dos únicas y breves escenas en que ella aparece: Caná y el Calvario. Y no sólo –por supuesto- de su lugar material, sino también de su contenido revelador.

Caná y el Calvario constituyen una gran inclusión mariana en el evangelio de san Juan. Encierran toda la vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son como un entrecomillado mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un gran abrazo materno –discretísimo pero a la vez revelador de una plena comprensión y compenetración entre Madre e Hijo- toda la vida pública de Jesús desde su inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario.

La María de san Juan no es sólo –como en Marcos- la Madre solidaria con su Hijo ante el desprecio. No es tampoco –como en Mateo y en Lucas- una estrella fugaz que ilumina el origen oscuro del Mesías o la noche de una infancia perdida en el
olvido de los hombres.

La Madre de Jesús es para san Juan testigo y actor principal en la vida misma de Jesús. Su presencia al comienzo y al fin, en el exordio y el desenlace es como la súbita, fugaz, pero iluminadora irrupción de un relámpago comparable al también doble inesperado trueno de la voz del Padre en el Bautismo y la Transfiguración.

3. El diálogo en Caná

La Madre de Jesús tal como nos la presenta Juan, sabe y entiende. Es para Jesús un interlocutor válido e inteligente como iniciado en el misterio de la hora de Jesús, se entiende con él en un lenguaje de veladas alusiones a un arcano común.

Quien oye desde fuera este lenguaje, puede impresionarse por las apariencias. Aparente banalidad de la intervención de la Madre: No tienen vino. Aparente distancia y frialdad descortés del Hijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.

Con ocasión de una fiesta de alianza matrimonial, Madre e Hijo tocan en su conversación el tema de la Alianza. La Antigua y la Nueva. Vino viejo y vino nuevo. Vino ordinario y vino excelente que Dios ha guardado para servir al final. Antigua Alianza es agua de purificación rituales, que sale de la piedra de la incredulidad y sólo lava lo exterior. Nueva Alianza que brota inexplicablemente por la fuerza de la palabra de Cristo, como buen vino, como sangre brotando de su interior por su costado abierto y que alegra desde lo interior.

La observación de la Madre (no tiene vino) encierra una discreta alusión midráshica a la alegría de la Alianza Mesiánica, aún por venir, y de la cual el vino es símbolo de la Escritura.

Sabemos por san Lucas que no sólo Jesús sino también María, habla y entiende aquel estilo midráshico, que entreteje Escritura y vida cotidiana. En el evangelio de san Juan, Jesús aparece como Maestro en este estilo, que estriba en realidades materiales y las hace proverbio cargado de sentido divino: hablaba del Templo… de su Cuerpo; como el viento… es todo lo que nace del Espíritu; el que beba de esta agua volverá a tener sed… pero el que beba del agua que yo le daré…; mi carne es verdadera comida…

Y si la observación de María hay que entenderla como el núcleo de un diálogo más amplio, que san Juan abrevia y reproduce sólo en su esencia, también la arcana respuesta de Jesús hemos de interpretarla no como la de alguien que enseña al ignorante, sino como la de quien responde a una pregunta inteligente.

La frase de Jesús (Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora), antes que negar una relación con María es una adelantada referencia a que –una vez llegada la hora de Jesús- se creará entre él y su Madre el vínculo perfecto, último y definitivo ante el cual, palidecen los ya fuertes que lo unen con su Madre en la carne y el Espíritu. Un vínculo tan fuerte que –como veremos. Se podrá decir que la hora de Jesús es a la vez la hora de María, la hora de un alumbramiento escatológico, en la que el Crucificado le muestra en Juan al Hijo de sus dolores, primogénito de la Iglesia.

Y si la Madre pregunta indirectamente acerca de la alegría simbolizada por el vino (no hay fiesta si no hay vino, dice el refrán judío), Jesús alude a una alegría que viene en el dolor de su hora, de su pasión, alegría que Jesús anunciará oportunamente a su Madre, desde la cruz, como la dolorosa alegría del alumbramiento.

4. La escena en el Calvario

Y con esto hemos iniciado nuestra respuesta al segundo hecho sorprendente: el de la frialdad y distancia que parece interponer Jesús en sus diálogos con su Madre. Pero, al mismo tiempo, acabamos de insinuar el sentido de la segundo escena mariana en el evangelio de Juan: la del Calvario. Tomémosla en consideración con más detenimiento:

“Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu Hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu Madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa’” (Jn 19, 25-27).

Nos parece que podemos partir para interpretar el sentido de este pasaje, de las palabras desde aquella hora. Juan ama las frases aparentemente comunes, pero cargadas de sentido. Y éstas, es una de ellas. Porque aquella hora es nada menos que la hora de Jesús; de la cual él dijo: ha llegado la hora…, ¿y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de estas hora? Pero, ¡si para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre! (Jn 12, 23-27).

Para san Juan la hora de alguien es el tiempo en que este cumple la obra para la cual está particularmente destinado. La hora de los judíos incrédulos es el tiempo en que Dios les perpetrar el crimen en la persona de Cristo o de sus discípulos:

“Incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y lo harán. Porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os lo he dicho para que cuando llegue la hora os acordéis…” (16, 3-4).

Y esta expresión la hora, posiblemente se remonta a Jesús mismo, fuera de los numerosos pasajes de san Juan, también Lucas, nos guarda un dicho del Señor que habla de su Pasión como de la hora: Pero ésta es vuestra hora, y del poder de las tinieblas (Lc 22, 53).

La hora de Jesús es aquél momento en que se realiza definitivamente la obra para la cual fue enviado el Padre a este mundo. Es la hora de su victoria sobre Satanás, sobre el pecado y la muerte: “Ahora es el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será derribado; cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 31-32).

Por ser la hora de la Pasión una hora dolorosa pero victoriosa a la vez, está para san Juan íntimamente unida a la gloria, a la gloriosa victoria de Jesús. Y esa gloria se manifiesta por primera vez en Caná. Es la misma con la que el Padre glorificará a su Hijo en la cruz. Y María es testigo de esta gloria en ambas escenas.

Esa coexistencia de sufrimiento y gloria que hay en la hora se expresa particularmente en una imagen que Jesús usa en la Ultima Cena y que compara su hora con la de la mujer que va a ser madre:

“La mujer, cuando da a luz, está triste porque ha llegado su hora (la del alumbramiento), pero cuando le ha nacido el niño ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16, 21).

Me parece que esta imagen no acudió casualmente a la cabeza de Jesús en aquella víspera de su Pasión. Creo más bien que es como una explicación adelantada de la escena que meditamos; Y que, a la luz de esta explicación Juan habrá podido comprender la profundidad del gesto y de las últimas palabras de Jesús agonizantes a él y a María.

¿Habrán recordado Jesús, Juan, María, el oráculo profético de Jeremías o algún otro semejante?:

“Y entonces oí una voz como de parturienta, gritos como de primeriza. Era la voz de la Hija de Sión, que gimiendo extendía sus manos: Ay, pobre de mí, que mi alma desfallece a manos de asesinos” (Jer 4, 31).

Al pie de la cruz, la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de los asesinos de su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una parturienta primeriza en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su corazón; aludiendo quizás en forma velada a algún oráculo profético como el de Jeremías, la consuela con el mayor consuelo que se puede dar a la que acaba de alumbrar un hijo: mostrándoselo. He ahí a tu hijo, le dice mostrándole al discípulo, el primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios que Jesús adquiere con su sangre. Juan el bienaventurado que ha permanecido en las puertas de la Sabiduría en aquella hora de las tinieblas:

“Bienaventurado el hombre que me escucha, y que vela continuamente a las puertas de mi casa, y está en observación en los umbrales de ella” (Prov 8,34).

Juan, el primogénito de la Iglesia, permanece junto a los postes de la puerta de la Sabiduría, marcada con la sangre del Cordero, para ser salvo del paso del Angel exterminador.

Jesús revela que su hora es también la hora de su Madre. Lejos de distanciarse de ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre, pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándoles la parte que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer hijo alumbrado entre ellos.

He aquí indicada la dirección en que nos parece que se ha de buscar la explicación de ese Mujer con que Jesús habla a su Madre en el evangelio de Juan. Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está unido por razones afectivas individuales, ocasionales.

Para Jesús, María es la Mujer que el Apocalipsis describe, con términos oníricos, en dolores de parto, perseguida por el dragón, huyendo al desierto con su primogénito. Es la parturienta primeriza de Jeremías, dando a luz entre asesinos. Jesús no ve a su Madre –como nosotros a las nuestras- en una piados pero exclusiva y estrecha óptica privatista, sino en la perspectiva de la hora, fijada de antemano por el Padre, en que recibiría y daría gloria. Esa gloria que es una corriente que va y viene y, como dice Jesús, está en los que creen en él: Yo he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los que tú me has dado y son tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre glorifica a su Hijo en los discípulos llamados a ser uno con él, como él y el Padre son uno. Y María, Madre del que es uno con el Padre es también Madre de los que por la fe son uno con el Hijo.

Por eso, al señalar a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante María, la remite a sí mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal como lo debe ver glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado como gloria que le pertenece. Y la remite a ella misma: no según su apariencia de Madre despojada de su único Hijo, humillada Madre del malhechor ajusticiado, sino según su verdad: primeriza de su Hijo verdadero, nacido en la estatura corporativa –inicial, es verdad, pero ya perfecta- de Hijo de Hombre.

Se comprende así lo bien fundada en la Sagrada Escritura que está la contemplación eclesial de la figura de María como nueva Eva, esposa del Mesías y Madre de una humanidad nueva de Hijos de Dios. En efecto, en la tradición de la Iglesia se ha interpretado que en el apelativo Mujer está la revelación de grandes misterios acerca de la identidad de María. Por un lado, se ha reconocido en ella a la Nueva Eva que nace del costado del Nuevo Adán, abierto en la cruz por la lanza del soldado. Como nueva Eva ella celebra a los pies de la cruz un misterioso desposorio con el nuevo Adán, que la hace Esposa del Mesías en las Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús la hace y proclama madre, parturienta por los mismos dolores de la redención que fundan su título de corredentora. Madre de una nueva humanidad, de la cual Juan será el primogénito y el representante de todos los creyentes.

Fuente: “LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE LOS EVANGELISTAS” del Padre Horacio Bojorge sj

 

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Fuente: “LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE LOS EVANGELISTAS” del Padre Horacio Bojorge sj

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La figura de María a través de San Lucas. Del padre Horacio Bojorge SJ

La obra del evangelista Lucas consta de dos libros: el Evangelio y los Hecho de los Apóstoles.

El primero nos relata la historia de Jesús, el segundo la historia de los orígenes de la Iglesia. Las intensión del díptico es iluminar la experiencia que los fieles de origen pagano encontraban en la comunidad eclesial, explicándola a la luz de su origen histórico.

¿Cómo? Mostrando –en la experiencia actual del Espíritu Santo derramada en las primeras comunidades- la continuidad de la acción del mismo Espíritu que había obrado en la Iglesia de los Apóstoles, en la Vida y Obra de Jesús y en su preparación previa en la historia pasada de Israel.

1. La intención de Lucas

La inquietud de Lucas parte, pues, del presente; y para dar razón de él e interpretar su significado religioso, se remonta al pasado. En cambio su obra escrita, por pura razón del método, parte del pasado y, siguiendo un cierto orden cronológico de los hechos, llega al presente. El prólogo de su evangelio nos muestra claramente que Lucas ha usado la técnica cinematográfica del “raconto”:

“Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente los hechos que han tenido lugar entre nosotros, tal como nos los han transmitido los que presenciaron personalmente desde el comienzo mismo y que fueron hechos servidores del Mensaje, también a mí, que he investigado todo diligentemente desde sus comienzos, me pareció bien escribirlos ordenadamente para ti –ilustre Teófilo-, para que conocieras la certeza de las informaciones que has recibido”.

Lucas es plenamente consciente de su condición de testigo secundario y tardío. No es apóstol ni testigo presencial de los orígenes del milagro cristiano. Se ha incorporado a la Iglesia, y a sido dentro de ella una figura relativamente oscura y de segundo rango. Pero no es judío; y se ha aproximado a esta nueva “secta”, nacida del judaísmo, desde su cultura y mentalidad griega, como hijo ilustrado de ella, amante de claridades y certezas, de orden y de examen crítico de hechos y testigos.

En su prólogo distingue claramente: 1º) Los testigos presenciales (autoptai: los que vieron por sí mismos) y desde los comienzos (ap’arjés) y que convertidos en servidores de ese mensaje, lo transmitieron (paredosan). Ellos son la fuente de la tradición. 2º) Otros que se dieron a la tarea (epejéiresan: pusieron la mano, escribieron) de repetir por escrito, en el mismo orden que la tradición oral, las narraciones de los testigos (¿Marcos, por ejemplo?). Ellos son los que fijaron por escrito esas antiguas tradiciones. 3º) El, Lucas, que adopta un orden propio. Orden que fundado en una investigación diligente de los hechos, tiene por fin hacer resaltar en ellos su coherencia interior y, por lo tanto, su credibilidad.

Desde su relación actual (catequístico – apologética) con Teófilo- personaje real o personificación de los paganos instruidos (como Lucas) que se habían acercado a enterarse de la fe cristiana-, Lucas emprende su obra, que es a la vez historia de la fe y de teología de la historia. Y como buen historiador griego, se funda en testigos presenciales y fidedignos.

Su escrúpulo de se refleja –entre otras cosas. En que sitúa los acontecimientos que relata en relación con ciertas coordenadas o hitos de la historia.

Teófilo ha recibido información o instrucción en una de aquellas comunidades contemporáneas, suyas y de Lucas, en la que ha visto las obras del Espíritu.. Lucas parte de allí hacia atrás, explicándolo todo desde el comienzo como obra del Espíritu Santo. Esta centralidad del Espíritu Santo en la obra de Lucas se desprende del prólogo de los Hechos de los Apóstoles, segundo tomo de su obra:

“En mi primer libro, oh Teófilo, hablé de lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio, hasta el día en que, después de haber enseñado a los Apóstoles que El había elegido por obra del Espíritu Santo, fue llevado al cielo”.

El Espíritu Santo ha presidido e inspirado la elección de los Apóstoles y es el vínculo divino entre Jesús y la Misión eclesial que comienza.

Lucas, que escribe a gentiles o cristianos provenientes de la gentilidad, no puede contentarse con el recurso al Antiguo Testamento y a la prueba de Escritura. Para su público es necesario integrar estos elementos en un nuevo marco significativo. Lucas debe atender a la solidez y certeza, y estas deben demostrarse a partir de hechos actuales, visibles en la iglesia. Desde estos hechos puede ya remontarse al pasado bíblico, que no ofrece para su público pagano interés por sí mismo.

Cuando Lucas nos narra la infancia de Jesús, trata la materia más lejana al presente, toca la parte más remota de su historia. Lucas podía haberlo omitido como Marcos y Juan. Era materia especialmente espinosa para explicar a gentiles. Mateo en cambio, podía mostrar más fácilmente a su público, judío, como a través de los hechos de la infancia de Jesús se cumplían las Escrituras. Pero para el público de Lucas, el argumento de Escritura adquiría fuerza si se presentaba integrado en el testimonio de un testigo, dirigido históricamente y claramente vinculado a la explicación del presente eclesial.

2. María como testigo

Y ese testigo de la infancia de Jesús es María. A Lucas debemos una serie de rasgos de María, un enriquecimiento de detalles de su figura que proviene precisamente de un interés por ella como testigo privilegiado no solo de la vida de Jesús, sino también del significado teológico de esa vida.

Si todo el evangelio de Lucas se funda en un testimonio de testigos oculares y si Lucas se atreve hablar de la infancia de Jesús es porque cuenta con el testimonio de María a cerca de ella. Lucas evoca por dos veces en su narración de la infancia los recuerdos de María: “María por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (2, 19); “Su Madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (2, 51). Estas fórmulas recuerdan la manera como san Juan invoca su propio testimonio en su evangelio y los términos análogos usados por el mismo Lucas cuando parece referirse al testimonio de vecinos y parientes:

“Invadió el temor a todos sus vecinos (viendo lo sucedido a Zacarías) y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las guardaban en su corazón” (1,66).

“Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia” (1,58).

“Se volvieron glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído” (2, 20).

Algunos de estos testimonios, que difícilmente a podido recoger Lucas directamente de los testigos presenciales, deben haberle llegado a través de María o de familiares de Jesús que –como sabemos- integraba la comunidad primitiva y guardarían tradiciones familiares, de las cuales, sin embargo, la fuente última debió ser María.

3. Cualidades de María como testigo

Lucas pone especial cuidado en cualificarla como testigo: María es una persona llena de gracias de Dios, como lo dice el Angel. Instruido en las escrituras, como se desprende del lenguaje bíblico del Magníficat; como lo presupone la profunda reflexión bíblica sobre los hechos, que se entreteje de manera inseparable de su narración; y como se explica también por el parentesco levítico de María relacionada con Isabel, su prima, descendiente del linaje sacerdotal de Aarón y esposa del sacerdote Zacarías.

Nos detenemos a subrayar esto, porque hay quienes con cierta facilidad se inclinan a atribuir los relatos de la infancia de Jesús a la imaginación de los evangelistas, como si estos los hubieran inventado libremente, inspirándose en los relatos que el Antiguo Testamento suele hacer de la infancia de los grandes hombres de Dios, como Moisés o Samuel.

Es innegable que estos relatos de la infancia de Jesús son como un tapiz, tejidos con hilos de reminiscencias veterotestamentarias. Pero ¿con qué otro hilo podía tejer su meditación sobre los hechos María, una doncella judía, emparentada con levitas y sacerdotes, piadosa y llena de Dios, asistente asidua y atenta de las lecturas de las explicaciones de la sinagoga? ¿Y quién puede distinguir cuando abre el cofre de sus recuerdos más queridos, entre lo que un historiador frío podría llamar hechos, crónica, y la carga de evocación, interpretación personal y resonancias afectivas en quien volvemos como entre terciopelos, las joyas de nuestra memoria?

Lucas sabe que no puede pedir de María, su testigo, un testimonio redactado en el género de un parte de comisaría. Ni tampoco le interesa. Porque en la meditación con la que María comprendió los acontecimientos y los recuerda en la rumiación midráshica de que los hizo objeto, hay algo que Lucas aprecia más que la crónica de un archivo. Hay la revelación, hecha a una criatura de fe privilegiada, del sentido de los acontecimientos de la infancia de Jesús a la luz de la escritura, y hay una iluminación de oscuros pasajes de la escritura a la luz de los misterios de la vida del Salvador. Y en ese recíproco iluminarse de los hechos presentes por los pasados, y de los pasados por los presentes, no hay un método inventado por María, sino un procedimiento muy bíblico que revela, sin necesidad de firmas en la tela al verdadero autor: el Espíritu Santo. El que –como Lucas gusta subrayar- obra en la Iglesia, obró en la vida de María y que se revela como el conductor de toda la historia de salvación, no sólo hasta Abraham (según Mateo), sino hasta Adán mismo, como Lucas la traza en su genealogía de Jesús. Es el Espíritu Santo quien, a través de María, está dando testimonio de Jesús y quien comenzó por ella su tarea de enseñar a los creyentes en Jesucristo todas las cosas.

Por eso, María no podía faltar y no falta en la obra de Lucas, no sólo en el momento de la infancia de Jesús, como la voz del niño que todavía no es capaz de hablar, sino tampoco en la infancia de la Iglesia, cuando los Apóstoles después de la Ascensión, encerrados todavía en sus casas por temor a los judíos perseveran en la oración –como nos narra Lucas al comienzo de los Hechos de los Apóstoles- junto con la Madre de Jesús, sin animarse todavía a hablar; Apóstoles infantes hasta la mayoría de edad del Espíritu.

Por eso María desaparece discretamente y cede humilde la palabra a su Hijo cuando éste –a los doce años en su Bar-Mitzvá, en el Templo de Jerusalén- se convierte en un adulto maestro de la sabiduría de su Pueblo y se hace capaz de dar testimonio válido de sí mismo y del Padre.

Por eso desaparece también María muy pronto de los Hechos de los Apóstoles, a penas éstos llenos del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, se convierten en maestros de la Nueva Ley del Espíritu, en servidores de la Palabra, revestidos con fuerza y poder de lo alto en validos testigos de la Pasión y Resurrección o sea, de la identidad mesiánica y divina de Jesús.

María ocupa, pues, un puesto muy humilde como testigo, y cede ese puesto a penas su misión, provisoria deja de hacerse imprescindible. Pero su testimonio permanece como eternamente válido e irremplazable para aquél período de la concepción e infancia del Señor que ella presenció y en cuyas modestas y oscuras prominencias supo leer con fe, ilustrada por Dios y antes que nadie el cumplimiento de las profecías.

El contenido del testimonio de María en los relatos de la infancia según Lucas está polarizado en la persona de Jesús, protagonista de todo el evangelio, alrededor del cual se mueven muchas figuras: Zacarías, Isabel, Juan el Bautista, parientes y vecinos, pastores de Belén, Simeón y Ana la profetiza, doctores del templo, María y José.

4. La plenitud de los tiempos

Lucas, discípulo de Pablo refleja en su obra una idea muy paulina. Idea que ya hemos visto en aquél pasaje de la carta a los Gálatas que citábamos hablando de Mateo: “Pero al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer” (Gál 4,4). La plenitud de los tiempos ha llegado, y ella comienza y consiste en la vida de Cristo, pues en él está el centro de la historia de la salvación.

El oculto período de la infancia del Señor es el filo crítico en que comienza esa plenitud y termina lo antiguo, Juan el Bautista es el último personaje del Antiguo Orden. Jesús es el primero del Nuevo. De ahí que Lucas coloque en paralelo sus milagrosas concepciones, el anuncio angélico a sus padres sus nombres simbólicos, reveladores de sus respectivas identidades y misiones, sus infancias y su crecimiento. De este díptico de textos resalta una cierta semejanza pero también la radical diferencia de ambas figuras: Juan-precursor y Jesús-Mesías. Juan último profeta del Antiguo Orden y Jesús Hijo de Dios.

Lucas se complace en leer ya desde la infancia, más aún desde antes del nacimiento del Bautista, su destino de heraldo del Mesías. El niño Juan salta de gozo en el seno de su madre. Y ésta se llena del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu a cuya intervención se debe la milagrosa inauguración de la plenitud de los tiempos en el seno de María. El Espíritu que asegura la continuidad de una misma obra divina a través de la discontinuidad de los tiempos de uno que se extingue y de otro que se inaugura.

5. Una nube de testigos

Alrededor de la cuna de Jesús, Lucas, único evangelista que nos narra su nacimiento agrupa a sus testigos. Todos hablan de él. Zacarías da testimonio incluso con su mudez. Es el testimonio negativo de la mudez de la Antigua Ley –de la cual es sacerdote- para explicar lo que sucede. Dios no necesita de su testimonio ni de su palabra para llevar adelante su obra. A pesar del enmudecimiento de la Antigua Ley, de la Antigua Liturgia, del Antiguo Templo, de los cuales Zacarías es ministro, Dios suscita un testigo y precursor: Juan Bautista. Y cuando éste –mudo todavía también él- en el seno de su madre se estremece de gozo y comunica a la estéril anciana convertida milagrosamente en madre fecunda para concebir al último fruto del Antiguo Israel, el testimonio a cerca del que viene: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (1.43).

Isabel presta su voz, no está sola como testigo del Señor que viene. Y esto debemos tenerlo en cuenta cuando consideramos la figura de María según san Lucas. En la tela de Lucas, María no se dibuja aislada, solitaria figura de un retrato, sino en un grupo. Y es por contraste y por refelejo, por reflejado aire familiar y por contrastante genio propio, como resaltan sus rasgos. Por un lado Zacarías e Isabel. Por otro José y María. Allí es el padre el destinatario del Mensaje angélico, aquí María, la madre. Aquél pregunta sin fe y es reducido al silencio. Esta pregunta llena de fe y se le da la voz para un asentimiento trascendente.

En este grupo de testigos que Lucas nos pinta, sólo José está mudo. Al mismo Zacarías le es devuelta al fin su voz para que imponga al niño su nombre –según mandato del Angel- y para entonar el Benedictus, testimonio del origen davídico de Jesús y de la misión precursora de Juan. También Isabel, Simeón y Ana se llenan del Espíritu Santo y dan testimonio acerca del Niño. Y es también por reflejo y por contraste con todas estas voces como Lucas presenta el contenido del cántico de María, el Magníficat, una ventana no sólo hacia el alma del personaje, sino hacia el paisaje interior, hacia el corazón que meditaba todas estas cosas guardándolas celosamente.

Las miradas del grupo de testigos convergen en Jesús, pero la luz que ilumina sus rostros viene del Niño. Y así con la luz de su divinidad de la que ellos nos hablan, vemos iluminados sus rostros y entre ellos el gozoso de María.

Es lo que muchos pintores han expresado con verdad plástica en sus telas, haciendo del Niño la fuente de luz que ilumina a los personajes del nacimiento. Lucas es su precursor literario.

6. Midrásh Pésher

Pero Lucas recoge y usa también una técnica que podríamos llamar impresionista. Su estilo literario, sobre todo en estos relatos de la infancia, está cuajado de referencias implícitas al Antiguo Testamento, de alusiones que son –cada una- evocación y sugerencia de un mundo de antiguos textos, convocados ellos también como testigos. ¿No había invocado acaso Jesús en su vida terrena, el testimonio de las Escrituras: “Escudriñad las Escrituras, ya que creéis tener en ella vida eterna; ellas son las que dan testimonio de mí”? (Jn 5,39).

Esa investigación mediativa de la Escritura no la inventa Lucas. Era un quehacer de la sabiduría de Israel; y al que lo practica, lo declara el salmo primero bienaventurado. Obedece a ciertas normas y tenía su nombre: Midrash (= búsqueda) Este derivado del verbo darash (= buscar, investigar) denomina el esfuerzo de meditación y de penetración creyente del texto sagrado, para encontrar su explicación profunda y su aplicación práctica. Ese estudio puede estar dirigido a buscar en el texto bíblico inspiración de la conducta (y entonces se llama Halakháh: derivado de halakh caminar), o es meditación del sentido salvador de un acontecimiento narrado en la Escritura. Sentido oculto que el texto le manifiesta al que lo medita e investiga, comunicándole el sentido divino de la historia. Y entonces se llama Haggadáh: narración, relato, anuncio de hechos. Pero nunca crónica, sino interpretación creyente de la historia.

Una de las formas de Midrash haggadáh es lo que tanto en la Sagrada Escritura como en la literatura rabínica y sobre todo qunrámica es conocido con el nombre de Pésher (plural: pesharim). El Pésher es la interpretación de hechos a la luz de los textos bíblicos y viceversa: la interpretación de textos bíblicos a la luz de hechos. Como se ha visto en el apéndice al capítulo dedicado a Marcos, el Pésher no es libre fabulación mitológica sino reflexión seria sobre la Escritura y presupone la realidad histórica de los hechos que se interpretan a su luz, y cuya luz se proyecta sobre las Sagradas Escrituras.

Midrash se le dice a menudo a la reflexión que tiene por objeto responder a un problema o a una situación nueva surgida en el curso de la historia del pueblo de Dios, incorporar a la Revelación un dato nuevo, prolongando con audacia las virtualidades de la Escritura.

Pero trasponiendo los límites del estudio, el midrash invade en Israel la vida cotidiana, se hace estilo proverbial que colorea la conversación, no sólo la culta, sino también la popular y la doméstica. Hay una santificadora contaminación de los temas profanos por lo que el israelita oye en la sinagoga sábado a sábado. Toma y acomoda expresiones del texto a las situaciones de su vida, y hace de la Escritura vehículo y medio de su comunicación.

Crea un estilo alusivo, metafórico, indirecto, estilo de familia ininteligible para el no iniciado en la Escritura.

En este estilo de arcanas alusiones habla Gabriel a María, parafraseando el texto de un oráculo profético de Sofonías:

(Sofonías 3, 14-17)
Alégrate,
Hija de Sión,
Yahvé es el rey de Israel
en ti.
No temas, Jerusalén;
Yahvé tu Dios
está dentro de ti,
valiente salvador,
rey de Israel en ti.

(Lc 1, 28ss)
Alégrate, María,
objeto del favor de Dios.
El Señor (está)
Contigo.
No temas, María.
Concebirás en tu seno
y darás a luz un hijo
y le llamarás:
Yahvé Salva.
El reinará


Uno de los procedimientos corrientes del Midrash consiste en describir un acontecimiento actual (o futuro) a la luz de uno pasado, retomando los mismo términos para señalar sus correspondencias y compararlos. Es el procedimiento que usa el libro de la Consolación (Deutero-Isaías), que para hablar de la vuelta del Exilo usa los términos de la liberación de Egipto (Exodo). Dios se apresta a repetir la hazaña liberadora de su pueblo.

El uso que en la Anunciación hace Gabriel de los términos de Sofonías implica una doble identificación: María se identifica con la Hija de Sión, Jesús con Yahvé, Rey y Salvador.

7. María: Hija de Sión

La Hija de Sión (Bat Sión) es una expresión que aparece por primera vez en el profeta Miqueas (1, 13; 4, 10ss.). Decir “Hija” era una manera corriente en la antigüedad de referirse a la población de una ciudad. Hija de Sión designaba también el barrio nuevo de Jerusalén al norte de la ciudad de David, donde, después del desastre de Samaría y antes de la caída de Jerusalén se había refugiado la población del norte: el Resto de Israel.

¿Qué significa su identificación con María?

La Hija de Sión, como expresión teológica, significa en la escritura el Israel ideal y fiel, el pueblo de Dios en lo que tiene de más genuino y puro, y puede encontrar su expresión ocasional en grupos determinados, pero permanece abierta al futuro y también a una persona. El Midrash es capaz, así, de reflejar sutilmente los misterios para los cuales está abierto, con particular habilidad. A lo largo de la historia teológica de la expresión Hija de Sión, ha habido un proceso desde la parte hacia el todo, que ahora el Angel reinvierte, volviendo del todo a una parte, a una persona, a María. El barrio de Jerusalén pasó a cobijar bajo su nombre a la ciudad entera y al pueblo entero como portadores de una promesa de salvación. Ahora es una persona, María, la que se revela como la Hija de Sión por excelencia y el punto diminuto del cosmo en que esa magnífica promesa se hace realidad.

8. María y el Arca de la Alianza

No nos detenemos a mostrar –interesados como estamos principalmente en la figura de María- cómo la segunda parte del mensaje de Gabriel, la referente a Jesús, glosa también, aludiéndolo al texto capital de la promesa hecha a David (2 Sam 7); ni nos detenemos en las demás alusiones a otros textos bíblicos que encierra el breve –o abreviado- mensaje del Angel. Pero sí es relativo a María el paralelo entre Exodo 40, 35 y lo que el Angel le anuncia sobre el modo misterioso de su concepción. Este paralelo nos permite invocar a María piadosa y místicamente en la letanía mariana como “Foederis Arca” (Arca de la Alianza) con toda verosimilitud, porque también sobre ella se poda la sombra de la Nube de Dios, donde él está presente actuando a favor de su Pueblo.

La Nube
cubrió con su sombra
el tabernáculo.
Y la gloria de Yahvé
colmó la morada.
El poder del Altísimo
te cubrirá con su sombra.
Por eso lo que nacerá
de ti será llamado Santo,
Hijo de Dios.

La concepción virginal de María se describe aquí mediante la Epifanía de Dios en el Arca de la Alianza. La Nube de Dios aparece sobre ambas y sus consecuencias son análogas. El Arca es colmada de la Gloria; María es colmada de la presencia de un ser que merece el nombre de Santo y de Hijo de Dios.

Pero la acción del Espíritu Santo que se manifiesta como Nube alumbradora no se limita a reposar sobre María. Esta manifestación está señalando hacia delante en la obra de Lucas: hacia la escena del Bautismo, hacia la Transfiguración, textos en los que la voz del cielo da testimonio de su Santidad y de su Filiación divina. “Ese es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.

Imposible también detenernos aquí a desentrañar las alusiones midráshicas contenidas en la salutación de santa Isabel a María, ni el mosaico antológico –también midráshico- de que consta el Magníficat, verdadero testimonio de María acerca de sí misma.

9. El signo del Espíritu = el gozo

Quiero solo retener –para terminar- un aspecto de la imagen de María, según Lucas, que transfigura el rostro de su testigo privilegiada. Gabriel la invita al gozo y la alegría, y en el Magníficat María exulta. Detengámonos a mirar ese rostro de María que se alegra y se enciende de gozo. Veámosla prorrumpir en un cántico. No nos detengamos en las palabras, que pueden desviarnos o distraernos hacia una curiosa arqueología bíblica. Contemplemos el gozo en las facciones que Lucas nos dibuja.

Es el principal testimonio que Lucas se detiene a registrar. Porque en esa primigenia alegría ve la fuente del gozo que invade a las comunidades cristianas cuando cantan su fe en el Señor. Dichosos también ellos por haber creído.

El único pasaje evangélico que nos registra un estremecimiento de gozo en el Señor es aquél en que Cristo se goza. ¿Por qué? Porque el Padre lo ha revelado a sus creyentes. El episodio se conserva en Mateo y en Lucas. Pero mientras Mateo se limita sobriamente a decir que Jesús tomó la palabra Lucas nos precisa que en aquél momento se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo:

“Yo te bendigo, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, porque te has complacido en esto. Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Lc 10, 21-22; Mt 11, 25-27).

“Y volviendo a los discípulos, les dijo aparte: ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que veis. Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron!”. (Lc 10, 23-24; Mt 13, 16-17).

Si alguien siente la alegría de creer, si se regocija y exulta por la pura y gozosa alegría de su vivir creyente, sepa que esa es una voz angélica en su interior, y que está oyendo el lenguaje de los ángeles. Sepa que esa es la sombra protectora del Espíritu sobre él y dentro de él. Es la nube del Espíritu y la presencia divina en su interior. Es el esplendor de la manifestación de la Gloria y la manifestación gloriosa del Espíritu en la Iglesia. La que llamó la atención del ilustre Teófilo. La que Lucas quiere explicarle, remontándose a su origen en María, en Jesús, en los discípulos.

Y si alguien no siente en sí esa alegría, mire el rostro iluminado de gozo de María creyente y oiga la exultación de su Magníficat; y deje que esa alegría le inspire y le contagie.

Ella es para Lucas la garantía de solidez de las cosas que Teófilo ha escuchado.

Fuente: “LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE LOS EVANGELISTAS” del Padre Horacio Bojorge sj

 

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La figura de María a través de San Marcos. Del padre Horacio Bojorge SJ

La imagen más antigua. El más breve y, casi con seguridad, el más antiguo de los cuatro evangelios. El que recoge, muy probablemente, las catequesis y predicaciones de San Pedro, o sea, el evangelio según lo proclamaba Pedro. 

Acerca de María, este evangelio de Marcos es una parquedad extrema, comparable –por la ausencia de referencias- al gran silencio marial neo-testamentario. Marcos comienza su evangelio presentando la figura de san Juan Bautista, y casi inmediatamente a un Jesús ya adulto que llega a bautizarse en el Jordán. Nada de relatos de la infancia, que –como vemos en Mateo y Lucas- se prestan a decirnos algo de la Madre. Nada comparable a dos grandes escenas marianas del evangelio de San Juan: las bodas de Caná y el Calvario.

1. Dos textos: Mc 3, 31-35; 6, 1-3

Lo que dice Marcos acerca de María se agota en dos brevísimos pasajes, ambos situados en la primera parte de su evangelio. Y en esos pasajes ni siquiera se advierte la impronta personal del narrador. Este mantiene una fría objetividad de cronista y nos reporta lo que terceras personas dicen de María. Y si nos detenemos a analizar el texto, encontramos que esas terceras personas son incrédulas, enemigos de Jesús, que por supuesto no se ocupan de su madre con benevolencia, sino desde su hostilidad y descreimiento. Para ellos se agrega, como contrapunto y refutación, es testimonio de Jesús mismo acerca de María.

Leamos los pasajes. El primero en Mc 3, 31-35
“Vinieron su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le mandaron llamar.
Se había sentado gente a su alrededor y le dicen:
-Mira, tu madre y tus hermanos y te buscan allí fuera.
El replicó :
-¿Quién es mi madre y mis hermanos?
Y mirando en torno, a los que se habían sentado a su alrededor, dijo:
-Aquí tienes a mi madre y mis hermanos.
El que haga voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

El segundo pasaje es la escéptica exclamación de los que se admiraban, incrédulos, de su inexplicable poder y sabiduría; se lee en el capítulo 6, 1-3
“Se marchó de allí y fue a su tierra, y le siguieron sus discípulos. Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga, y los muchos que le oían se admiraban diciendo:
-¿De dónde le viene esto? ¿Y qué sabiduría es ésta que se le ha dado? ¿Y tales milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanos aquí con nosotros?
Y se escandalizaron de él”.

Estos son los dos únicos pasajes del evangelio de Marcos en que se menciona a María. Ellos comprueban simplemente que a Jesús se lo conocía en su medio como el carpintero, el hijo de María. Que esa filiación hacía para muchos más increíble que fuera el enviado de Dios. Servía de excusa a los mal dispuestos para afirmarse en su incredulidad. Porque las mismas distancias entre las muestras de poder y sabiduría que –según el relato de Marcos- Jesús iba dando por todas partes, era un argumento de que no le venían de herencia ni de bagaje humano, sino como don de lo alto. La misma humildad de su parentela galilea –la parte proverbialmente más ignorante de las cosas de la ley dentro del pueblo judío- debía haber sido argumento convincente a favor del origen divino de sus obras. Si ellas eran inexplicables por la carne y el parentesco, ¿no habría que tratar de explicarlas por el espíritu de Dios?

2. El contexto del evangelio

Pero tratemos de comprender mejor el sentido de estos episodios colocándonos en la óptica del relato de Marcos. Toda la primera parte de su evangelio, hasta el capítulo octavo, versículos 27-30 (la confesión de Pedro), nos muestra a Jesús que obra maravillas y portentos, que despierta la admiración del pueblo, que deslumbra con su poder sobrehumano. Es decir, nos muestra la revelación progresiva y creciente de Jesús. Y al mismo tiempo nos muestra la absoluta y general comprensión del verdadero carácter de su persona y su misión. Jesús se revela, pero nadie entiende su revelación. No la entiende el pueblo, no la entienden sus discípulos, no la entienden los escribas, no la entienden sus familiares. No la entienden los que se niegan a creer en él y con los que se enfrenta en polémicas y a los que les habla en parábolas.

De esta incomprensión de los incrédulos no hay que admirarse. Pero sí de que tampoco lo comprendan ni entiendan sus propios discípulos. En la privilegiada confesión de la fe de Pedro, con la que culmina la primera parte del evangelio, se entrevé al mismo tiempo un abismo de ignorancia y de resistencia al aspecto doloroso de la identidad de Jesús Mesías.

Nada más comenzar la carrera de Jesús con un sábado en Cafarnaúm, con su enseñanza en la sinagoga y con numerosas curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, en cuanto han empezado a seguirle sus primeros discípulos y se ha encendido el fervor popular, ya apuntan la oposición y las críticas: Jesús cura en sábado, come con pecadores; sus discípulos no ayunan y arrancan espigas en sábado. Y ya desde el comienzo del capítulo tercer, los fariseos se confabulan con los herodianos para ver cómo eliminarlo. Pero ello se hace difícil, porque una muchedumbre sigue a Jesús. Este elige de entre ella a sus numerosos discípulos. Uno de los primeros pasos de la confabulación se advierte en 3, 20-21. Jesús vuelve a su tierra. Se aglomera otra vez la muchedumbre de modo que ni siquiera podían comer.
“Se enteraron sus parientes y fueron a dominarlo, porque (les) decían: ‘Está fuera de sí’”.

3. La oposición al Mesías

El primer paso de la confabulación contra Jesús consiste en declararlo loco y en interesar a los parientes para dominar a un consanguíneo que podría implicarlo en sus locuras y traerles problemas. Que este método intimidatorio de los parientes –que fue usado contra Jesús y los suyos- era un método usual, nos lo demuestra el episodio del ciego de nacimiento, en el evangelio según san Juan, a cuyos padres llamaron a declarar ante el tribunal (9, 18-23).

Habiendo oído que Jesús estaba fuera de sí, y movidos quizás por temores y veladas amenazas, los parientes de Jesús acuden a dominarlo. Arrastran a su madre a cuyas instancias esperan que Jesús no pueda resistir. Entre tanto, Marcos registra el crescendo de las acusaciones contra Jesús. Jesús es más que un loco. Es un endemoniado: “Está poseído por un espíritu inmundo” (3, 22).

En medio de esta tormenta, de hostilidad por un lado y de entusiasmo popular por otro, es cuando relata Marcos con laconismo de cronista:
“Llegan su madre y sus hermanos y, quedándose fuera, le envían a llamar”.

Se trata de arreglar un problema familiar. Los humildes aldeanos galileos no quieren discutir de teologías. Por la humildad, por modestias o por prudencia campesina –porque la falta de letras no es sinónimo de tontería-, no entran. (Según Lucas, no entran simplemente porque la muchedumbre les impide acercarse).
“Estaba mucha gente sentada a su alrededor”

El odiado doctor está rodeado de una audiencia entusiasta que siente arder el corazón con su palabra, “porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escriba”, ha registrado Marcos (1, 22). Algún malévolo infiltrado entre al audiencia se complace en anunciar en voz alta a Jesús:
“¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan”.

Es a Jesús a quien lo dice, pero indirectamente a su auditorio: “Ved de qué familia viene vuestro doctor”. Marcos registra más adelante, en el capítulo sexto que esta malévola cizaña ha prendido: “¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y no conocemos a toda su parentela?”. Y se escandalizaban de él.

La humildad de María y de los parientes de Jesús es esgrimida para humillarlo, para empequeñecerlo delante de su auditorio: ¡Qué candidato a Rey Mesías! ¡Qué candidato a doctor y salvador! He aquí la parentela del profeta. Es el mismo argumento que nos relata también san Juan:
“Pero los judíos murmuraban de él, porque había dicho:
‘Yo soy el pan que ha bajado del cielo’.

Y decían:
‘¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: He bajado del Cielo?’ (6, 42).

Y registra además san Juan que muchos de sus discípulos se apartaron de él con aquella ocasión:
“Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?” (Jn. 6, 61).
“Y ni siquiera sus parientes creían en él” (Jn. 7, 5).
“Y los judíos asombrados decían: ‘¿cómo entiende de letras sin haber estudiado?” (Jn. 7,15).

Marcos nos hace oír a los que hablan de María, la madre de Jesús, desde su profunda hostilidad al Hijo. Hay en sus palabras un subrayar los humildes orígenes humanos de Jesús, que es tácita negación de su origen y calidad divina.

Así como habrá un Ecce homo! que escarnece a Jesús en su pasión, hay aquí un adelanto del mismo, que envuelve a María en el mismo insulto de desprecio –Ecce mulier, ecce Mater eius- (He aquí a la mujer, ven quién es su madre…).

4. El testimonio de Jesús

A este lanzazo polémico, oculto en el comedimiento de aquellos que le anuncian la presencia de los suyos allí afuera, responde el contrapunto también polémico de Jesús:
“¿Quién es mi madre y mis hermanos?”.
“Y mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor (Mateo precisa el lugar paralelo que son sus discípulos), dice: ‘Estos son mi madre y mis hermanos’”.

Frecuentemente Jesús habla en los evangelios de sus discípulos como de sus hermanos, o de “estos hermanos míos mas pequeños”, o simplemente de “los pequeños”. Se trata de aquellos que oyen a Jesús con fe aunque no lo entiendan perfectamente. Se trata de los que no se le oponen, sino de los que le siguen y le escuchan. Esta es la familia de Jesús, porque es la familia del Padre. (Cuyo vínculo familiar no es la sangre, sino la Nueva Alianza en la Sangre de Jesús, o sea, la fe en él).

Como explicita san Juan: “A los que creen en su nombre les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn. 1, 12).

Por eso remata Jesús con una explicación de por qué son esos sus auténticos familiares:
“Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”.

O en la versión de Lucas:
“El que oye la palabra de Dios y la guarda, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre” (Lc. 8, 21).

La misteriosa (y quizás para muchos no muy evidentes) ecuación entre “cumplir la voluntad de Dios” o “escuchar su Palabra y cumplirlas”, y creer en Jesucristo, nos la revela explícitamente san Juan en su primera carta:
“Guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada. Y éste es su mandamiento (y lo que le agrada): que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó” (1ª Jn 3, 22-23).

Hacer la voluntad del Padre no es doblegarse a un oscuro querer, sino complacerse en hacer lo que a Dios le complace; es regocijarse en el regocijo de Dios. Y si nos pregunta en qué se deleita y regocija nuestro Dios, que como Ser omnipotente puede parecer muy difícil de contentar, sabemos qué responder porque ese Ser inaccesible nos ha revelado qué es lo que le regocija:
“Este es mi Hijo, a quien amo y en quien me complazco: escuchádle…” (Mt 17, 1-8; Mc 9, 7; Lc 9, 35).

Nuestro Dios se revela como el Padre que ama a su Hijo Jesucristo, y se deleita en él, y no pide otra cosa de nosotros sino que lo escuchemos llenos de fe y lo sigamos como discípulos.

Entendemos quizás ahora por qué Lucas traduce el “cumplir la voluntad de Dios”, de que hablan Mateo y Marcos, con una frase equivalente: Escuchar su Palabra (que es escuchar a su Hijo) y guardarla (que es seguirlo como discípulo).

Y similar identificación de la voluntad de Dios con la Palabra de Jesús nos ofrece un texto del evangelio de Juan:
“Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado, y el que quiera cumplir su voluntad verá si mi doctrina es de Dios o hablo yo por mi cuenta” (Jn 7, 16-17).

Parientes de Jesús son, pues, lo que por creer en él entran en la corriente del vínculo de complacencia que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre.

Por eso, su respuesta a los que lo envuelven a él y a su madre en un mismo rechazo y vilipendio es una seria advertencia. Equivale a distanciarse de ellos y negarle cualquier otra posibilidad de entrar en comunión con Dios que no sea a través de la fe en él.

Pero esta palabra de Jesús tiene dos filos. Y el segundo filo es el de una alabanza, el de una declaración de Alianza de parentesco (el único real y más fuerte que el de sangre) entre el creyente y él. Y en la medida en que María mereció ser su Madre por haber creído es éste el más valioso testimonio que podía ofrecernos Marcos a cerca de María. El testimonio de Jesús a cerca de la razón última y única por la cual María pudo llegar a ser su Madre: la fe en él.

5. María Madre de Jesús por la fe

María no estuvo unida a Jesús solo ni primariamente por un vínculo de sangre. Para que ese vínculo de sangre pudiera llegar a tener lugar, tuvo que haber previamente un vínculo que Jesús estima como mucho más importante.

Pero todo esto Marco no lo explicita. Ni el Señor lo explicitó sin duda en aquella ocasión. Es por otros caminos por donde hemos llegado a comprender lo que hay implícito en el velado testimonio de Jesús que Marcos nos relata. Que María creyó en Jesús antes de que Jesús fuera Jesús. Y que solo porque el verbo encontró en ella esa fe pudo encarnarse.

Es así como el silencio mariano de Marcos da paso a la elocuencia mariana de Jesús mismo. Una elocuencia que lleva la firma de la autenticidad en su mismo estilo enigmático, velado, parabólico, el estilo de Jesús en todas sus polémicas. Un lenguaje que es revelación para el creyente y ocultamiento para el incrédulo.

Y quiero terminar –para confirmar lo dicho- iluminando este primer retrato de María, según Marcos, con una luz que tomaré prestada del evangelio de Lucas, pero en la casi absoluta certeza de que no se debe sólo a su pluma, sino a la misma antiquísima tradición pre-evangelista en que se apoya Marcos. Me complace considerarlo como un incidente ocurrido en la misma ocasión que Marcos nos relata, cómo lo sugiere su engarce en un contexto similarísimo. En medio de las acusaciones de que está endemoniado, y estando Jesús ocupado en defenderse,
“Alzó la voz una mujer del pueblo y dijo:
‘Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron’.
Pero él dijo: ‘Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan’”.
(Lc 11, 27-28).

Creo que Lucas ha querido explicitar directamente, al insertar este episodio en su evangelio, lo que no queda a su gusto suficientemente explícito en el relato de Marcos: que las palabras de Jesús, en respuesta a los que le anunciaban la presencia de los suyos, encerraban un testimonio acerca de María.

Conclusión

La figura de María según Marcos es, como nos lo puede mostrar su comparación con los pasajes paralelos de Mateo y Lucas, la figura más primitiva que podemos rastrear a través de los escritos del Nuevo Testamento. Es la imagen de la tradición pre-evangélica y se remonta a Jesús mismo.

Es una figura a penas esbozada, pero clara en sus rasgos esenciales. Rasgos que, como veremos, desarrollaran y explicitarán los demás evangelistas, limitándose solo a mostrar lo que ya estaba implícito en esta figura de María, madre ignorada de un Mesías ignorado. Madre vituperada del que es vituperado. Pero, para Jesús, bien aventurada por haber creído en él. Madre por la fe más que por su sangre.

Y ya desde el principio, y desde el testimonio mismo de Jesús: Madre del Mesías, presentada en explícita relación, de parentesco con los que creen en Jesús, como Madre de sus discípulos, que es decir, de su Iglesia.

Fuente: “LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE LOS EVANGELISTAS” del Padre Horacio Bojorge sj

 
 

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La figura de María a través de San Mateo. Del padre Horacio Bojorge SJ

Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos explicitando dos rasgos de la Madre del Mesías: 1) María es Virgen; 2) María es esposa de José, hijo de David.

Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías.

1. De Marcos a Mateo

Marcos, cuya imagen de María ya hemos contemplado, escribió su evangelio para la comunidad cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo especialmente a explicar un hecho del que sin duda pedían explicación los judíos de la diáspora romana a los misioneros cristianos: ¿Cómo es posible que, siendo Jesús el Hijo de Dios y Mesías, no fuera reconocido, sino rechazado y condenado a muerte por los jefes de la nación palestina?

Todo el evangelio de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús como Mesías, como Cristo o como Ungido (estos tres términos significan exactamente lo mismo); y por otro lado, muestra el progresivo descreimiento de muchos, la incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del carácter sufriente de su mesianidad.

La escueta presentación que Marcos nos hace de María –ya lo vimos- es un engranaje en esta perspectiva marcana. Muestra una de las formas que asumió el rechazo y la oposición de los dirigentes palestinos hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de difamación y hostigamiento la condición humilde y el origen galileo de su parentela.

Ante este ataque Jesús responde –sin arredrarse- a quienes le pedían un signo genealógico, confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir signos, y dando un testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente para quienes creían en él- a favor de su madre y sus discípulos.

Mateo, de cuya imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión de Marcos, sino que la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50; 13, 53-57), como también lo hará san Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22). No hay necesidad de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi textual de Marcos o de una fuente preexistente y en los que Mateo introduce sólo algún ligero retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo agrega a la figura de María como rasgos de su cosecha. Ellos son una explicitación de lo que estaba implícito en Marcos.

2. María Virgen y esposa de José

Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos explicitando dos rasgos de la Madre del Mesías: 1) María es Virgen; 2) María es esposa de José, hijo de David.

Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías.

Que María es Vírgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo.

Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías.

Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.

3. El origen humano – divino del Mesías

Hijo de David, hecho hijo de mujer.

Es larga la galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el Niño. Esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin embargo el texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy probablemente de san Pablo.

La adusta parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea lateralmente y de paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de nuestra era, o sea unos veinte años antes de la fecha probable de composición del evangelio de Mateo, les escribe Pablo a los Gálatas:
“Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, puesto bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4, 4-5).

Y entre diez y doce años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el mismo Pablo desde su primera cautividad a los fieles de Roma:
“Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, (evangelio) que había ya prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras, acerca de su Hijo (de Dios) nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder…(Rom 1, 1-3).

Estos dos textos de Pablo nos muestran la presencia en el estado más primitivo de la tradición, de tres elementos esenciales que vamos a encontrar en los pasajes marianos de Mateo.

El primero: lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según las Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo predicho por los profetas que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el Espíritu.

El segundo elemento es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo tiempo hijo de David. Pablo ve en Jesús dos filiaciones. Una filiación espiritual, por la cual es Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite clamar ¡Abba!, o sea, Padre. Y una filiación según la carne por la cual es hijo de David. Y notemos –tercer elemento a tener en cuenta- que no especifica el cómo de dicha descendencia davídica diciéndonos: “engendrado por José” o “nacido de varón”, sino diciéndonos: “hecho hijo de mujer”. *

He aquí los elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a responder Mateo en su evangelio.

Es el mismo problema del origen del Mesías que se agita en los textos de Marcos que ya vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca de los enemigos, sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta que se inspira, sin duda, en la que el mismo Jesús había dado en los tiempos de su carne mortal y que los tres sinópticos nos narra en sus evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos).

“Estando reunidos los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: ‘¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?’.
Dícenle: ‘De David’.
Replicó: ‘Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies? (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor, cómo puede ser Hijo suyo?’.
Nadie es capaz de contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a preguntarle más”.

Ya Jesús había alertado, por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de juzgarlo exclusivamente según la carne. No es que rechazara el origen davídico del Mesías, pero señalaba que ese origen davídico encerraba un misterio, y que el misterio de la personalidad del Mesías no se explicaba exclusivamente por su ascendencia davídica, sino por una raíz que lo hacía superior a su antepasado según la carne y que habría espacio, en el misterio de su origen, a la intervención divina, pues, “Señor” era título reservado a Dios.

Y en esta filiación doble y compleja del Mesías, es en la convergencia de estos dos títulos (Hijo de Dios e hijo de David) donde Mateo ve enclavado el misterio de María.

4. La revelación de la virginidad de María

Al finalizar su genealogía de Jesús, Mateo nos dice: Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula es ya intrigante. A lo largo de toda la genealogía con la que comienza su evangelio, Mateo ha hablado empleando el verbo engendrar: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en la genealogías hebreas, nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a Fares; David engendró de la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob engendró a José, el esposo de María.

José es el último de los “engendrados”. De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús.

Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo:
“El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo”.

He aquí la revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad casi frialdad de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis, ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones humanas después de él.

¿Qué significa –teológicamente hablando- la maternidad virginal de María?

A Mateo no le interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o aceptable. Y no pensemos que sus contemporáneos fueran más crédulos que los nuestros ni más proclives a aceptar sin chistar este misterio de la madre virgen. Hemos visto las dificultades que levantaban contra un Jesús reputado hijo carnal de José y María. Imaginemos las que podían levantar contra alguien que se presentara –o fuera presentado- con la pretensión de ser Hijo de Madre Virgen, de haber sido engendrado sin participación de varón y por obra directa de Dios en el seno de su madre.

5. La genealogía

Entenderemos mejor por dónde va el interés de Mateo en la concepción virginal de Jesús y su adopción por José tomando a María por esposa; nos explicaremos mejor por qué Mateo engarza esta gema en el contexto – tan poco elocuente para nosotros- de una genealogía, si nos detenemos un poco a considerar qué función cumplía este género literario genealógico en el contexto vital del pueblo judío en tiempos de Jesús.

En tiempos de Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma importancia jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa. No era, como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de elegancia, o de mera satisfacción de la vanidad.

Una genealogía se custodiaba como un título familiar. Posición social, origen racial y religioso dependían de ella.

Sólo formaban parte del verdadero Israel la familia que conservaban la pureza de origen del pueblo elegido tal como lo habían establecido después del exilio, la reforma religiosa de Esdras.

Todas las dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos importantes, estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que demostrarla y el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las genealogías e investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos.

El principal de todos los privilegios que reportaba una genalogía pura se situaba en el domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen el israelita participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar, todo israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los israelitas –por ejemplo- tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el Reino de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta creencia.

“Dis puede suscitar de las piedras hijos de Abraham” (Lc 3, 8).

“Los publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos” (Mt 21, 31).

Porque, según Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza genealógica de la raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.).

6. Hijo de David

Pero además, y en segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba al descendiente participación en los méritos particulares de sus antepasados propios.

Un descendiente de David, por ejemplo, participaba de los méritos de David y era especialmente acreedor a las promesas divinas hechas a David.

Por eso, cuando Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen genealógico del Mesías comienza por un punto candente para todo judío de su época: el origen davídico del Mesías.

Según la convicción común y corriente de los contemporáneos de Jesús, fundada con razón en la Escritura, el Mesías sería un descendiente de David. En la Palestina de los tiempos de Jesús había, además de los hijos de Leví, otros grupos familiares o clanes que llevaban nombres de los ilustres antepasados de los que descendían. Existía todo un clan de los descendientes de David –uno de los cuales era José-, que debía ser muy numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de David, sino también en Jerusalén y en toda Palestina.

No es exagerado calcular en número de los hijos de David, como cifra baja, en unos mil o dos mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido corriente que no necesariamente le daba al portador demasiado brillo ni gloria. Y si comparamos el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos equivaldría a la frecuencia de nuestros Pérez, González y Rodríguez.

Los parientes cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo numeroso, y parece que fueron un grupo importante de la comunidad primitiva de Jerusalén, quizás cerca de un centenar.

Entre los hijos de David había, sin duda, familias pobres y familias acomodadas. Habría, sin duda también, miembros de la aristocracia de Jerusalén. Y la pretensión y lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor popular que despertaba su persona, no habrá dejado de levantar ronchas y envidias entre los hijos de David más acomodados e ilustrados, puesto que vendría a frustrar espectativas de elección divina de más de alguna madre davídica orgullosa de sus hijos dotados de más títulos, relaciones y letras que el pariente galileo.

La afirmación de Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea un invención tardía del Nuevo Testamento para fundamentar el origen mesiánico de Jesús haciéndolo descendiente de David, nos lo muestra el testimonio unánime de todo el nuevo testamento y el de otras fuentes históricas. Eusebio registra en su Historia Eclesiástica el testimonio de Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra era, recogiendo una tradición palestina, cómo los nietos de Judas, hermano del Señor, fueron denunciados a Domiciano como descendientes de David y reconocieron en el transcurso del interrogatorio dicho origen davídico.

Igualmente Simón, primo del Señor y sucesor sucesor de Santiago en el gobierno de la comunidad de Jerusalén, fue denunciado como hijo de David y de sangre mesiánica, y por eso crucificado. Julio el Africano confirma que los parientes de Jesús se gloriaban de su origen davídico a todo lo cual se suma que ni los más encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su origen davídico, lo que hubiera sido un poderoso argumento contra él de haberlo podido alegar ante el pueblo.

Para Mateo, todo hubiera sido a primera vista más sencillo si hubiera podido presentar a Jesús como engendrado por José, a semejanza de todos sus antepasados. En realidad, el origen virginal de Jesús le complica las cosas. No sólo introduce un elemento inverosímil en su relato, una verdadera piedra de escándalo para muchos, sino que complica la evidencia del origen davídico de Jesús al transponerlo del plano físico al de los vínculos legales de la adopción.

¿Qué significado teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan vulgar- aplicado al Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título aplicable a Jesús?

El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám.

Mateo parte de los títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar en qué medida son falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que no son ellos los que nos ilustran a cerca de la identidad del Mesías, sino que son el Mesías –Jesús- y su vida lo que nos enseñan su verdadero sentido.

Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna, pues ya Herodes siente amenazado su poder por su mera existencia y ordena para matarlo el degüello de los inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino los de los paganos, venidos de oriente, los que preguntan por el rey de los judíos y le traen presentes y regalos. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno.

El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos (Hijo de David, Hijo de Abrahám) lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María (por obra del Espíritu Santo), esposa de José.

María y José al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura. Esta genealogía misma encierran en su humildad carnal el testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám en su comienzo absoluto, puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores a quienes se enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía dejarles de llamar la atención que en la genealogía que introdujera Mateo, contra lo habitual en nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y ajenas no sólo a la estirpe sino a la nación Judía: Tamar, cananea, que disfrazándose de prostituta arranca a su suegro la descendencia que correspondía a su marido muerto, según la ley del levirato, y que sus parientes le negaban. Rajab, otra cananea, gracias a la cual los judíos pueden entrar en Jericó en tiempos de Josué, y que, según las tradiciones rabínicas extra bíblicas, fue madre de Booz, que a su vez, de Rut –extranjera también y nada menos de la odiada región moabita- engendró a Obed, abuelo de David. Bat-Seba, por fin, la adúltera presumiblemente hitita como su marido Urías, general de David, a quien este pecaminosamente hace morir en combate para arrebatarle a su mujer, la cual fue luego nada menos que madre de Salomón, hijo de la promesa.

¿Dónde queda lugar para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la sangre o en los méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje del Mesías, en cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la sangre ni la justicia sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se debe a sus antepasados, se debe también a los extranjeros y a los pecadores, y también los extranjeros y pecadores tienen títulos de parentesco que alegar sobre el Mesías.

Mateo se complace en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita en la historia del linaje dadvídico del Mesías y en contradecir con ella el orgullo carnal y el culto del linaje.

Aquellas mujeres extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del linaje de David, son prefiguración de María: ajena también al linaje de David según la carne, despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías.

Pero, aunque eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por obra de varón, es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios por la fe.

7. Hijo de David e Hijo de Dios

María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. La pertenencia del Mesías al linaje de David no se anuda a través de un vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no tiene parte física en su concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de David se anuda a través de una Alianza. Una alianza matrimonial. Pero una alianza matrimonial que no se explica tampoco por mera decisión o elección humana, sino por dos consentimientos de fe a la voluntad divina y, por lo tanto, a la vez que alianza matrimonial entre dos criaturas, es alianza de fe entre dos criaturas y Dios.

El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María.

El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella.

Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, 1) viniera al mundo y 2) entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.

Mateo subraya que la filiación davídica de Jesús-Mesías no es signo genealógico que pueda ser leído, rectamente comprendido ni interpretado al margen de la fe. No es un signo que Dios haya dado en el campo de la generación humana, accediendo a la carnalidad de los judíos que pedían signos para creer.

Parece más bien antisigno, porque, en la realidad, el Mesías existió anterior e independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje.

Los hechos, que Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos de la expectación mesiánica judía.

Mateo da muestras de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes cuando acomete la tarea de exponer estos hechos (aunque increíbles) sin endulzarlos ni camuflarlos, en la confianza de que ellos manifiestan una coherencia tal con el Antiguo Testamento que no podrán menos de mover a reconocerlos –si se perfora la costra superficial de su apariencia- como signos de credibilidad.

De ahí su recurso al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los hechos, mostrando cómo no son las profecías las que condenan al Jesús Mesías, sino que es la vida real y concreta del Jesús-Mesías la que arroja luz sobre el contenido profético del Antiguo Testamento y la que amplía la extensión de su sentido profético a regiones insospechadas para los carriles vulgares de la teología judía de su tiempo.

*Tanto para justificar la traducción “hecho hijo de mujer”, en vez de “nacido de mujer”, como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la madre, véase el artículo de José M. Bover, sj, Un texto de san Pablo (Gál 4, 45) interpretado por san Ireneo (Estudios Eclesiásticos 17, 1943, pp. 145-181), cuya traducción del pasaje de Gálatas hemos adoptado.

Fuente: “LA FIGURA DE MARÍA A TRAVÉS DE LOS EVANGELISTAS” del Padre Horacio Bojorge sj

 

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Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación en el Catecismo de la Iglesia Católica

1422 «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones» (LG 11).

 

I. EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO

1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

1424 Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón […] y la paz» (Ritual de la Penitencia, 46, 55).

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,24).

 

II. POR QUÉ UN SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN DESPUÉS DEL BAUTISMO

1425 «Habéis sido lavados […] habéis sido santificados, […] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que «se ha revestido de Cristo» (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: «Perdona nuestras ofensas» (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho «santos e inmaculados ante Él» (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es «santa e inmaculada ante Él» (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40).

 

III. LA CONVERSIÓN DE LOS BAUTIZADOS

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16).

San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).

 

IV. LA PENITENCIA INTERIOR

1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores «el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).

1432 El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo «convence al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

 

V. DIVERSAS FORMAS DE PENITENCIA EN LA VIDA CRISTIANA

1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad «que cubre multitud de pecados» (1 P 4,8).

1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; «es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales» (Concilio de Trento: DS 1638).

1437 La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo», cuyo centro es «el padre misericordioso» (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

 

VI. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN

1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).

Sólo Dios perdona el pecado

1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20).

Reconciliación con la Iglesia

1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

1444 Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19). «Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)» LG 22).

1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia» (Concilio de Trento: DS 1542; cf Tertuliano, De paenitentia 4, 2).

1447 A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este «orden de los penitentes» (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica «privada» de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.

1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Ritual de la Penitencia, 46. 55 ).

 

VII. LOS ACTOS DEL PENITENTE

1450 «La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción» (Catecismo Romano 2,5,21; cf Concilio de Trento: DS 1673) .

La contrición

1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento: DS 1676).

1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «contrición perfecta»(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).

1453 La contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf Concilio de Trento: DS 1678, 1705).

1454 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las Cartas de los Apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6).

La confesión de los pecados

1455 La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: «En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos» (Concilio de Trento: DS 1680):

«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. «Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora»  (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).

1457 Según el mandamiento de la Iglesia «todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves» (CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (cf DS 1647, 1661) a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes» (CIC can. 916; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión (CIC can. 914).

1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf Concilio de Trento: DS 1680; CIC 988, §2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):

«Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. […] Practicas la verdad y vienes a la luz» (San Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus 12, 13).

La satisfacción

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia».

1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, «ya que sufrimos con él» (Rm 8,17; cf Concilio de Trento: DS 1690):

«Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda «del que nos fortalece, lo podemos todo» (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda «nuestra gloria» está en Cristo […] en quien nosotros satisfacemos «dando frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8) que reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados por el Padre (Concilio de Trento: DS 1691).

 

VIII. EL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO

1461 Puesto que Cristo confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

1462 El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26). Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a través del derecho de la Iglesia (cf CIC can 844; 967-969, 972; CCEO can. 722,3-4).

1463 «Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos (cf CIC can 1331; CCEO can 1420), y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del lugar, o por sacerdotes autorizados por ellos (cf CIC can 1354-1357; CCEO can. 1420). En caso de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado y de toda excomunión» (cf CIC can 976; para la absolución de los pecados, CCEO can. 725).

1464 Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la Penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1466 El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor.

1467 Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC can. 983-984. 1388, §1; CCEO can 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.

 

IX. LOS EFECTOS DE ESTE SACRAMENTO

1468 «Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad» (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, «tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).

1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida «y no incurre en juicio» (Jn 5,24).

 

X. LAS INDULGENCIAS

1471 La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del sacramento de la Penitencia.

Qué son las indulgencias

«La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, normas 1).

«La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente» (Indulgentiarum doctrina, normas 2). «Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias» (CIC can 994).

Las penas del pecado

1472 Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la «pena eterna» del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la «pena temporal» del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de modo que no subsistiría ninguna pena (cf Concilio de Trento: DS 1712-13; 1820).

1473 El perdón del pecado y la restauración de la comunión con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad, como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse completamente del «hombre viejo» y a revestirse del «hombre nuevo» (cf. Ef 4,24).

En la comunión de los santos

1474 El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística» (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 5).

1475 En la comunión de los santos, por consiguiente, «existe entre los fieles, tanto entre quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio o los que que peregrinan todavía en la tierra, un constante vínculo de amor y un abundante intercambio de todos los bienes» (Ibíd). En este intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.

1476 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia, «que no es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención » (Indulgentiarum doctrina, 5).

1477 «Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra agradable al Padre, de manera que, trabajando en su propia salvación, cooperaron igualmente a la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico» (Indulgentiarum doctrina, 5).

La indulgencia de Dios se obtiene por medio de la Iglesia

1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder de atar y desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados. Por eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también impulsarlo a hacer a obras de piedad, de penitencia y de caridad (cf Indulgentiarum doctrina, 8; Concilio. de Trento: DS 1835).

1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también miembros de la misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados.

 

XI. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

1480 Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica. Ordinariamente los elementos de su celebración son: saludo y bendición del sacerdote, lectura de la Palabra de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y exhortación al arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta al sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la absolución del sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición del sacerdote.

1481 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: «Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén» (Eulógion to méga [Atenas 1992] p. 222).

1482 El sacramento de la Penitencia puede también celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados y la absolución individual están insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con lecturas y homilía, examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria del perdón, rezo del Padre Nuestro y acción de gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más claramente el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera que sea la manera de su celebración, el sacramento de la Penitencia es siempre, por su naturaleza misma, una acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública (cf SC 26-27).

1483 En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados graves en su debido tiempo (CIC can 962, §1). Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general (CIC can 961, §2). Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave. (cf  CIC can 962, §1, 2)

1484 «La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión» (Ritual de la Penitencia, Prenotandos 31). Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: «Hijo, tus pecados están perdonados» (Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él (cf Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

 

Resumen

1485 En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

1486 El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.

1487 Quien peca lesiona el honor de Dios y su amor, su propia dignidad de hombre llamado a ser hijo de Dios y el bien espiritual de la Iglesia, de la que cada cristiano debe ser una piedra viva.

1488 A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.

1489 Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás.

1490 El movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la esperanza en la misericordia divina.

1491 El sacramento de la Penitencia está constituido por el conjunto de tres actos realizados por el penitente, y por la absolución del sacerdote. Los actos del penitente son: el arrepentimiento, la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia.

1492 El arrepentimiento (llamado también contrición) debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se le llama «perfecto»; si está fundado en otros motivos se le llama «imperfecto».

1493 El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.

1494 El confesor impone al penitente el cumplimiento de ciertos actos de «satisfacción» o de «penitencia», para reparar el daño causado por el pecado y restablecer los hábitos propios del discípulo de Cristo.

1495 Sólo los sacerdotes que han recibido de la autoridad de la Iglesia la facultad de absolver pueden ordinariamente perdonar los pecados en nombre de Cristo.

1496 Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son: 

— la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia;
— la reconciliación con la Iglesia;
— la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;
— la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado;
— la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual;
— el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.

1497 La confesión individual e integra de los pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

1498 Mediante las indulgencias, los fieles pueden alcanzar para sí mismos y también para las almas del Purgatorio la remisión de las penas temporales, consecuencia de los pecados.

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Historia del dogma de la Inmaculada Concepción

¿Evolucionan los dogmas de la Iglesia? Tal podría ser la pregunta que se formulase el lector. Sí y no. No evolucionan en su contenido, es decir, lo que hoy es verdadero, mañana o dentro de un siglo no vendrá a ser falso; pero sin evolucionar en lo que afirman o niegan, pueden evolucionar y evolucionan en la conciencia que de ellos va adquiriendo la misma Iglesia.

Para poner una comparación, cada dogma (que vale lo mismo que una verdad revelada por Dios) es una semillita que el mismo Cristo ha sembrado en el campo fecundo de su Iglesia; semilla que germina, crece y se desarrolla cuando las circunstancias lo favorecen.

Sino que, en nuestro caso, el tempero lo da el mismo Espíritu Santo, aquel espíritu de verdad del que decía Cristo a los Apóstoles: «Cuando yo me vaya, Él os guiará y os enseñará toda verdad, recordándoos cuanto os dije». No todo lo que Jesús hizo o dijo quedó escrito, ni tampoco cuanto enseñaron los Apóstoles que de Él recibieron el depósito de la fe. Pero nada se perdió. Parte de sus enseñanzas, las no escritas, quedaron como en el subconsciente de la Iglesia, y aflora cuando suena la hora de la Providencia, en forma tan clara y patente, que muchas veces no puede ser ahogada ni por la autoridad de los Doctores, como en el caso de nuestro dogma.

2.- Porque el dogma de la Inmaculada Concepción de María es de los clásicos para demostrar la fuerza inmanente que lleva toda doctrina divina depositada en la parcela de Dios, que es la reunión de los fieles con sus Pastores y el Sumo Pontífice romano, que los preside.

3.- Lo vamos a constatar en la Historia del dogma. No siendo éste de los que la Sagrada Escritura consigna con claridad absoluta, fue necesario, para llegar a la definición del mismo, escudriñar lo que enseñó la tradición y acudir al común sentir de la Iglesia.

 

I.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN EN LOS PRIMEROS SIGLOS

En los primeros siglos del cristianismo, los Santos Padres no se propusieron el problema de la Concepción Inmaculada de María. Recuérdese lo que hemos dicho en el capítulo primero de nuestro Tratado, al propósito. Pero la doctrina sobre el privilegio de María está contenida, como el árbol en la semilla, en las enseñanzas de los mismos Padres al contraponer la figura de María a la de Eva en relación con la caída y la reparación del género humano; al exaltar, con palabras sumamente encomiásticas, la pureza admirable de la Virgen; y al tratar sobre la realidad de su maternidad divina. Los principios de la ciencia sobre María que dejaron firmísimamente sentados los primeros Doctores de la Iglesia.

1.º EL PRINCIPIO DE RECAPITULACIÓN

1.- Con estas palabras: principio de recapitulación, recirculación o reversión, es conocida la doctrina patrística sobre el plan divino de la salvación del género humano.

2.- A los antiguos Padres llamó poderosísimamente la atención, no menos que a nosotros, el bello vaticinio sobre la Redención humana contenido en el Protoevangelio. Y habiendo escrito San Pablo que Cristo es el nuevo Adán, completaron sin esfuerzo el paralelismo, contraponiendo María a Eva. Apenas podrá hallarse un Santo Padre que no eche mano de este recurso al hablar de la Redención. Y es tan constante la doctrina, tan universal el principio, que no es posible no admitir que arranque de la misma tradición apostólica.

3.- Citemos, por todos, a San Ireneo: «Así como aquella Eva, teniendo a Adán por varón, pero permaneciendo aún virgen, desobediente, fue la causa de la muerte, así también María, teniendo ya un varón predestinado, y, sin embargo, virgen obediente, fue causa de salvación para sí y para todo el género humano… De este modo, el nudo de la desobediencia de Eva quedó suelto por la obediencia de María. Lo que ató por su incredulidad la virgen Eva, lo desató la fe de María Virgen». Es decir, que como un nudo no se desata sino pasando los cabos por el mismo lugar, pero a la inversa, así la redención se obró de modo idéntico, pero a la inversa de la caída.

4.- Este paralelismo, que contiene dos aspectos, semejanza y contraposición, está repetido, según acabamos de decir, como un principio básico al tratar de María. Y como es fácil comprender, no alcanza toda su fuerza sino poniendo los extremos de la contraposición en igualdad de circunstancias: Eva, virgen e inocente, es causa de la ruina del género humano; María, Virgen e inocente también, causa de su salvación; Eva, adornada desde el momento de su existencia de la gracia, reclama, en la comparación, a María, también con la gracia desde el primer momento de su ser.

La legitimidad del principio de recapitulación ha sido declarada por el Papa Pío IX en su Bula dogmática sobre la Inmaculada.

2.º EXALTACIÓN DE LA PUREZA DE MARÍA

1.- Un coro unánime de voces proclama a María purísima, sin mancha, la más sublime de las criaturas, etc. En esta universal aclamación de la pureza de María ha de haber, necesariamente, un principio general que la impulse. Los Santos Padres de la antigüedad no estaban mucho más informados que nosotros sobre la vida de la Virgen. ¿Qué les mueve, pues, a afirmar con tanto énfasis, con tanta seguridad, que María no admite comparación en su grandeza y elevación moral con criatura alguna? Su divina Maternidad. Evidentemente, sus alabanzas arrancan del principio que más tarde formuló San Anselmo: «La Madre de Dios debía brillar con pureza tal, cual no es posible imaginar mayor fuera de la de Dios». Ahora bien, para admitir su Concepción Inmaculada, caso de proponerse la pregunta, no necesitaban cambiar de rumbo. Bastaba sacar las consecuencias del principio sentado y admitido.

2.- Leamos algo de estas loas dedicadas a la Virgen.
San Hipólito, mártir, dice: «Ciertamente que el arca de maderas incorruptibles era el mismo Salvador. Y por esta arca, exenta de podredumbre y corrupción, se significa su tabernáculo, que no engendró corrupción de pecado. Pues el Señor estaba exento de pecado y estaba, en cuanto hombre, revestido de maderas incorruptibles, es decir, de la Virgen y del Espíritu Santo, por dentro y por fuera, como de oro purísimo del Verbo de Dios». Y en otra parte llama a María, «toda santa, siempre Virgen, santa, inmaculada Virgen».

En las actas del martirio de San Andrés, apóstol, se leen estas palabras que el Santo dirigió al Procónsul: «Y puesto que de tierra fue formado el primer hombre, quien por la prevaricación del árbol viejo trajo al mundo la muerte, fue necesario que, de una virgen Inmaculada, naciera hombre perfecto el Hijo de Dios, para que restituyera la vida eterna que por Adán perdieron los hombres». Aunque estas actas, como algunos opinan, no sean genuinas, es decir, contemporáneas de San Andrés, tienen una venerable antigüedad y nos atestiguan lo que entonces se pensaba de la Santísima Virgen.

San Efrén de Siria, apellidado Arpa del Espíritu Santo, canta de este modo a la Virgen: «Ciertamente tú (Cristo) y tu Madre sois los únicos que habéis sido completamente hermosos; pues en ti, Señor, no hay defecto, ni en tu Madre mancha alguna». Y en otras partes llama a María, Inmaculada, incorrupta, santa, alejada de toda corrupción y mancha, mucho más resplandeciente que el sol, etc.

San Ambrosio pone en labios del pecador: «Ven, pues, Señor Jesús, y busca a tu cansada oveja, búscala, no por los siervos ni por los mercenarios, sino por ti mismo. Recíbeme, no en aquella carne que cayó en Adán. No de Sara, sino de María, virgen incorrupta, íntegra y limpia de toda mancha de pecado».

Y San Jerónimo: «Proponte por modelo a la gloriosa Virgen, cuya pureza fue tal, que mereció ser Madre del Señor».

La lista podría alargarse muchísimo más. La conclusión es la siguiente: los Santos Padres no se proponen la pregunta sobre la Inmaculada Concepción, pero son tales las alabanzas que dirigen a la pureza de María, que, caso de plantearse la cuestión, hubieran llegado a la verdad por el mismo camino que seguían. Y desde luego, lo que les impulsa a la alabanza tan unánime y fervorosa de la pureza de María es la existencia de una tradición que puede calificarse de apostólica, derivada de las enseñanzas de los Apóstoles.

 

II.- LA INMACULADA CONCEPCIÓN HASTA LA EDAD MEDIA

A partir del siglo IV, la Iglesia occidental no corre parejas con la oriental en profesar la Concepción Inmaculada de María. La herejía nestoriana que atacó directamente, única en la historia, la prerrogativa máxima de la Virgen, su divina maternidad, y que iba extendiéndose en el siglo V, ofreció más frecuente ocasión y aun necesidad de exaltar la soberana figura de la Bienaventurada Madre de Dios; al paso que en Occidente, en esta misma época, el hereje Pelagio desfiguraba el concepto de pecado original y sus funestas consecuencias en los hombres, por lo que los Padres se ven constreñidos a tratar antes de la universalidad del pecado que de la gloriosa excepción que representa la Virgen.

Leamos algunos testimonios de una y otra Iglesia.

1.º LA IGLESIA ORIENTAL

1.- En la Iglesia oriental encontramos el esforzado defensor de la maternidad divina de María, San Cirilo, que escribe: «¿Cuándo se ha oído jamás que un arquitecto se edifique una casa y la deje ocupar por su enemigo?». No se puede expresar más claramente la idea de la Concepción Inmaculada.

Y Teodoto de Ancira: «Virgen inocente, sin mancha, santa de alma y cuerpo, nacida como lirio entre espinas». Y en otra parte: «María aventaja en pureza a los serafines y querubines».

Proclo, secretario de San Juan Crisóstomo, en el mismo siglo V, dice de María que está formada «de barro limpio», es decir, de naturaleza humana, pero incontaminada.

2.- En el siglo VI, leemos en un himno compuesto por San Jaime Nisibeno: «Si el Hijo de Dios hubiera encontrado en María una mancha, un defecto cualquiera, sin duda se escogiera una madre exenta de toda inmundicia». Y a la santidad de María la califica de «Justicia jamás rota».

San Teófanes alaba así a María: «Oh, incontaminada de toda mancha». Y en otra parte: «El purísimo Hijo de Dios, como te hallase a Ti sola purísima de toda mancha, o totalmente inmune de pecado, engendrado de tus entrañas, limpia de pecados a los creyentes».

San Andrés de Creta: «No temas, encontraste gracia ante Dios, la gracia que perdió Eva… Encontraste la gracia que ningún otro encontró como Tú jamás».

Y en la carta a Sergio, aprobada por el Concilio Ecuménico VI, Sofronio dice de María: «Santa, inmaculada de alma y cuerpo, libre totalmente de todo contagio».

En adelante, la palabra Inmaculada, Purísima, ya no se refiere directamente a la sola virginidad de María. A medida que van adelantando los siglos se va perfilando con mayor precisión la idea de la Concepción Inmaculada.

Y así en el siglo VIII podemos leer estas palabras tan claras de San Juan Damasceno: «En este paraíso (María) no tuvo entrada la serpiente, por cuyas ansias de falsa divinidad hemos sido asemejados a las bestias».

En los siglos IX y X se contornea aún con mayor claridad la Concepción sin mancha de María. San José el Himnógrafo: «Inmune de toda mancha y caída, la única Inmaculada, sin mancha, sola sin mancha», dice de la Virgen.

Y San Juan el Geómetra en un hermoso verso: «Alégrate, Tú, que diste a Cristo el cuerno mortal; alégrate, Tú, que fuiste libre de la caída del primer hombre».

No es necesario proseguir porque en adelante la palabra Inmaculada, entre los orientales, ya tiene un significado preciso y concreto: la exención de María del pecado original. Además, desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a San Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.

2.º EN LA IGLESIA OCCIDENTAL

1.- En la Iglesia occidental, el proceso hasta llegar a la confesión clara y paladina de la Concepción Inmaculada de María resultó más lento debido a circunstancias especiales que lo entorpecieron. Pero el concepto que los Santos Padres manifiestan tener de la grandeza espiritual y moral de la excelsa Madre de Dios no desmerece ni cede en nada al de los orientales. La admisión de una mancha en María hubiera producido en Occidente, al igual que en el Oriente, un escándalo entre los fieles, y hubiera chocado con la idea que se profesaba sobre la santidad eximia de la Bienaventurada Virgen. Y en efecto, de ello echó mano el hereje Pelagio para atacar a su contrincante San Agustín, en la discusión sobre el pecado original que aquél negaba. Juliano, discípulo del hereje, escribía dirigiéndose al Obispo de Hipona: «Tú entregas a María al diablo por razón del nacimiento», es decir, si afirmas que el pecado original se trasmite por generación natural, María fue súbdita del diablo, porque de esta manera descendió y de este modo fue concebida por sus padres.

A esto contestó el Santo Doctor: «La condición del nacimiento se destruye por la gracia del renacimiento». Se discute si, con estas palabras, el santo Obispo admitió la Inmaculada Concepción. Pero es lo cierto que nuestro Doctor enseña que los pecados actuales tienen su origen en el pecado original. «Nadie, dice, está sin pecado actual, porque nadie fue libre del original». Ahora bien, opina que María no tuvo pecado actual alguno. «Excepto la Virgen María, de la cual no quiero, por el honor debido al Señor, suscitar cuestión alguna cuando se trata de pecado… Si pudiéramos congregar todos los santos y santas… cuando aquí vivían, ¿no es verdad que unánimemente hubieran exclamado: Si dijésemos que no tenemos pecado, nos engañamos y no hay verdad en nosotros?». Así, según el principio que sienta el mismo Santo Doctor, hemos de concluir que María careció del pecado original.

En esta misma época, hacia el 400, encontramos el máximo poeta cristiano Prudencio que, interpretando la fe de la Iglesia en la pureza sin mancha de María, canta en escogidos versos: «La víbora infernal yace, aplastada la cabeza, bajo los pies de la mujer. Por aquella virgen, que fue digna de engendrar a Dios, es disuelto el veneno, y retorciéndose bajo sus plantas, vomita impotente su tóxico sobre la verde yerba».

2.- En el siglo V, San Máximo escribe estas palabras: «María, digna morada de Cristo, no por la belleza del cuerpo, sino por la gracia original».

Al revés de lo que sucede en Oriente, en Occidente, a medida que van avanzando los siglos, se habla con mayor cautela sobre este asunto. No que se nuble por completo la creencia en la Concepción Inmaculada de María, pues sabemos que pronto comenzó a celebrarse su fiesta, sino que los autores eclesiásticos, por la autoridad de San Agustín, cuya opinión sobre este misterio es dudosa, y ante la necesidad de defender el dogma cierto de la universalidad del pecado original y sus consecuencias, se ven constreñidos antes a tratar de este punto que a establecer e ilustrar la excepción que constituye María a la ley universal del pecado.

Buena prueba de que la fe en este glorioso privilegio de María no quedó ofuscada nos la suministra la Liturgia. Dícese que en el siglo VII, y por obra de San Ildefonso, Arzobispo de Toledo, ya se celebraba la fiesta de la Concepción Inmaculada en España. Algunos, empero, dudan de la autenticidad del documento en que se apoyan los que lo defienden.

Pero con toda seguridad se celebraba ya en el siglo IX, como aparece por el calendario de mármol de Nápoles, que reza: «Día 9 de diciembre, la Concepción de la Santa Virgen María». La fecha de la celebración (la misma en que la celebran los orientales) indica que la fiesta transmigró de Oriente, con el que mantenía intensa relación comercial Nápoles. No es ésta la única constancia que queda de la celebración litúrgica. Por los calendarios de los siglos IX, X y XI sabemos que se celebraba también en Irlanda e Inglaterra.

3.- Pero, a pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el Santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a San Bernardo.

Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyón, en 1140, introdujeron la fiesta, el Santo Abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del Santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.

A pesar del enorme prestigio del santo Doctor, su carta no quedó sin réplica. El primero que replicó a la misma, Pedro Comestor, ya hace notar la confusión de San Bernardo en el asunto, y distingue entre la concepción del que concibe, es decir, el acto de los padres, y la concepción del ser concebido, vale decir, la concepción activa y pasiva, que ya hemos definido antes. Ni faltó tampoco, como en toda polémica, la frase dura y encendida de parte del contradictor: «Dos veces -escribió Nicolás, monje de San Albano- fue traspasada el alma de María: en la Pasión de su Hijo y en la contradicción de su Concepción».

Aunque la carta del Doctor Melifluo no pudo impedir la extensión de la fiesta, que cada día cobró más auge, proyectó una influencia insospechada en las discusiones teológicas de los siglos posteriores.

 

III.- CONTROVERSIA DE LOS ESCOLÁSTICOS HASTA EL BEATO ESCOTO

1.- Los siglos XIII y XIV son los del máximo esplendor de la ciencia divina llamada Teología. Los que la cultivaron se llaman Escolásticos, y hubo varios centros de importancia, entre los más ilustres, la Sorbona de París y la Universidad de Oxford, en Inglaterra. Al comentar los Escolásticos el «Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, que les servía como de manual y guía para dar sus lecciones, se toparon con la cuestión de la Concepción de María. Los Doctores de París se inclinaron por la opinión maculista, y los de Oxford por la inmaculista, es decir, excluyeron a María de la común caída del pecado de origen. La victoria quedó por éstos últimos, y concretamente por el Beato Escoto, su más alto exponente y representante.

2.- En París, los Maestros se plantean la cuestión en estos términos: ¿Cuándo fue santificada la Virgen María? Santificada aquí equivale, como se verá por el contexto de toda la cuestión, a purificada. Por lo que en el mismo planteamiento del problema ya se da algo como presupuesto y seguro: que hubo en María algo que necesitaba purificación. Causa de proponerse el problema en esos términos es el error contenido en el «Libro de las Sentencias» que comentaban. El error consistía en afirmar que el pecado original se identifica con la concupiscencia de la carne, que corrompe y mancha al alma. Y ponían un ejemplo: Como la inmundicia del recipiente hace que el vino de suyo dulce se convierta en vinagre, así la concupiscencia de la carne, que se transmite por generación natural, mancha la pureza del alma. En su concepto, el pecado original tenía dos elementos: uno material, que es la concupiscencia de la carne, y otro formal, lo propiamente llamado pecado, que es la carencia de la gracia.

Partiendo, pues, del principio que la carne, inficionada por la generación natural, inficiona a su vez el alma, los Doctores de París se preguntan: ¿Cuándo fue santificada, es decir, purificada María de esta infección inherente a la carne?

3.- El primero en plantearse la cuestión en estos términos es Fray Alejandro de Halés. Sienta el principio de que a «María se le otorgó cuando podía dársele», pero no saca todas las consecuencias que de él se derivan. Y siguiendo la opinión que acabamos de exponer sobre el pecado original, se pregunta si María fue santificada en sus padres, respondiéndose que no, pues aunque ellos fueran santísimos, su santidad no pudo trasfundirse a la carne que concibieron. Continúa investigando si la carne de María fue purificada antes que su alma entrase y fuese infundida en la misma, y resuelve que tampoco, porque la carne no puede ser sujeto de santidad alguna ni de ninguna gracia. Prosigue interrogando si fue santificada en el mismo momento de infundirse el alma en el cuerpo, y se inclina también por la negativa. La conclusión es que fue santificada después de la concepción, aunque antes de nacer, porque si esto se concedió a Jeremías y al Bautista, «no puede negarse a tan excelsa Virgen lo que a otros se concedió».

4.- Sigue por el mismo camino, y con una conclusión más enérgica, el Doctor San Alberto Magno. Este cree ser de fe que María fue concebida en pecado original, pues las Escrituras, en el célebre texto de San Pablo, enseñan «que en Adán todos pecaron», y si todos, también Ella.

5.- Los dos colosos de la ciencia teológica, que continuaron la labor de enseñanza de los dos ya mencionados, prosiguen, aunque más expeditos, por el mismo sendero. Son Santo Tomás y San Buenaventura.

El Doctor Angélico, Santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, «La Suma». «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría a la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos. Y así, bajo la dependencia de Cristo, que no necesitó salvación alguna, fue máxima la pureza de la Virgen. Porque Cristo de ningún modo contrajo el pecado original, sino que fue santo en su concepción misma, según aquello de San Lucas: «El que ha de nacer de Ti, santo, será llamado Hijo de Dios». Pero la Santísima Virgen contrajo ciertamente el pecado original, si bien quedó limpia de él antes del nacimiento». Y en otra parte se pregunta cuándo fue santificada, y responde: «Poco después de su concepción».

A estas palabras tan claras se les ha querido dar últimamente un significado distinto, haciendo mil equilibrios para que signifiquen que Santo Tomas no negó el privilegio de María, como si negarlo entonces supusiese defecto alguno. El Santo y ponderadísimo Doctor reiría de buena gana las acrobacias intelectuales de algunos de sus comentaristas.

San Buenaventura insinúa tímidamente la solución verdadera de la cuestión, pero se declara explícitamente partidario de la opinión maculista. Después de exponer la opinión común, escribe: «Algunos dicen que en el alma de la Santísima Virgen la gracia de la santificación se adelantó a la mancha del pecado original… Esto significa, según ellos, lo que San Anselmo dice de la Santísima Virgen: que María fue pura, con pureza tan alta, que mayor, fuera de la de Dios, no se puede imaginar. Esto no repugna a la fe cristiana, porque la misma Virgen fue liberada del pecado original por la gracia que dependía y tenía su origen en Cristo, como las demás gracias de los Santos. Estos fueron levantados después de caídos, la Virgen fue sostenida en el acto de caer para que no cayera, según la referida opinión». Ninguno había expuesto aún en París tan claramente, ni insinuado con tanta precisión, los argumentos a favor de la Inmaculada. Pero San Buenaventura se inclinó por la contraria. Tiranía de la razón que se impuso sobre los anhelos del amor.

4.- No estaba reservada a los Doctores de París la empresa de defender el privilegio de María. Cuando la doctrina contraria a la Inmaculada Concepción era corriente entre los teólogos, corroborada por la autoridad de los grandes maestros, «bajó a la palestra el Doctor providencial que Dios mandó a la Iglesia para este caso», decía el antiguo Oficio de la Inmaculada: el Beato Juan Duns Escoto.

 

IV.- LA INTERVENCIÓN DEL DOCTOR MARIANO

1.- El Beato Juan Duns Escoto nació en Maxton (Escocia), de la noble familia Duns. Se formó en la Universidad de Oxford, y en la misma y en París enseñó teología. Al llegar a París, la cuestión sobre la Concepción de María estaba definitivamente ventilada y resuelta en sentido negativo. Su doctrina sobre la exención de María de todo pecado chocó con el ambiente reinante en la Universidad, y, según el estilo de la época, tuvo que defender su opinión en una disputa pública con los doctores de la misma. El rotundo triunfo que alcanzó, midiendo su ingenio y saber con los Maestros más renombrados, hizo aquella discusión científica celebérrima en los anales de la Universidad y aun de la Iglesia. La leyenda y la tradición, como acostumbran con los hechos trascendentales, la han adornado con mil detalles hermosos. Las crónicas eclesiásticas aseguran que, al pasar el Doctor por los claustros de la Universidad para la discusión, se postró ante una imagen de María, implorando su auxilio, y que la marmórea imagen inclinó su cabeza. En el aula magna de la Universidad, aguardaban al Doctor todos los Maestros. Presidían la Asamblea los Legados del Papa, presentes a la sazón en París para negociar ciertos asuntos con el Rey. Sea de ello lo que fuere, la tradición nos dice que se opusieron al Doctor Mariano doscientos argumentos, que él refutó y pulverizó después de recitarlos uno tras otro de memoria. El número de argumentos, aun sin llegar a los doscientos, fue grande, porque de los fragmentos de la disputa que han llegado hasta nosotros se pueden recoger cincuenta. La nobilísima Asamblea se levantó aclamándole unánimemente vencedor. Una defensa similar del privilegio mariano tuvo lugar en Colonia, donde el triunfo alcanzado por el Defensor de María fue tal, que hasta los niños le aclamaban por las calles: ¡Vencedor Escoto!

Todos estos detalles de la leyenda demuestran la impresión que causó la defensa escotista en la imaginación de los contemporáneos que veían irremisiblemente perdida la causa en el terreno intelectual. Pero si los detalles son legendarios, queda en pie la historicidad del hecho conocido con el nombre de Disputa de la Sorbona, como ha probado con sus estudios el mariólogo P. Carlos Balic, conocido en todos los centros teológicos.

2.- Pasemos a exponer la doctrina del Doctor Mariano. Notemos ante todo que el Beato Juan Duns Escoto se plantea la cuestión de modo completamente diferente al de los que le precedieron: «¿Fue concebida María en pecado original?». Este modo de preguntar no presupone ni prejuzga nada, y tiene un sentido claro y terminante: ¿Tuvo o no tuvo el pecado original? Ello arranca de la idea que nuestro Doctor tiene del pecado de origen, hoy común a todos los teólogos. Para el Beato Escoto, el pecado original no consiste más que en la negación de la gracia que se debiera poseer. Y por eso no ha de preguntarse nada sobre la carne, como hacían los anteriores.

A la pregunta, pues, de si María fue concebida en pecado, responde: No. ¿Motivos? La perfectísima Redención de su Hijo y la honra y honor del mismo. Es decir, que la dificultad de los contrarios la esgrime él como argumento casi único.

Resumámoslo: «Se afirma que en Adán todos pecaron y que en Cristo y por Cristo todos fueron redimidos. Y que si todos, también Ella. Y respondo que sí, Ella también, pero Ella de modo diferente. Como hija y descendiente de Adán, María debía contraer el pecado de origen, pero redimida perfectísimamente por Cristo, no incurrió en él. ¿Quién actúa más eximiamente, el médico que cura la herida del hijo que ha caído, o el que, sabiendo que su hijo ha de pasar por determinado lugar, se adelanta y quita la piedra que provocaría el traspié? Sin duda que el segundo. Cristo no fuera perfectísimo redentor, si por lo menos en un caso no redimiera de la manera más perfecta posible. Ahora bien, es posible prevenir la caída de alguno en el pecado original. Y si debía hacerlo en un caso, lo hizo en su Madre».

El Beato Escoto va aplicando el argumento ora desde el punto de vista de Cristo Redentor perfectísimo, ora desde el punto de vista del pecado, ora desde el ángulo de María, llegando siempre a la misma conclusión. Su argumento quedó sintetizado para la posteridad con aquellas cuatro celebérrimas palabras: Potuit, decuit, ergo fecit, pudo, convino, luego lo hizo. Podía hacer a su Madre Inmaculada, convenía lo hiciera por su misma honra, luego lo hizo.

baner inmaculadaconcepcion

De todo lo cual se deduce, escribe el Doctor Alastruey, en su conocida «Mariología»:

1.º Que el Doctor Mariano distingue perfectísimamente entre la ley universal del pecado de origen, en la que entra María, y la caída real. Es decir, entre el débito, como dicen los teólogos, y la contracción del pecado. María debía contraerlo por ser descendiente de Adán, pero no lo contrajo porque fue preservada. Por eso, su preservación se llama privilegio.

2.º Que el Doctor Mariano concilia a perfección la preservación de María y su dependencia de la Redención de Cristo. Esto lo consigue distinguiendo entre la Redención curativa y la preservativa. Esta última es, en opinión suya y ante el testimonio de la razón, redención más perfecta. Por lo que María, en su privilegio, lejos de menoscabar el honor de Cristo escapando a su influjo, como temían los antiguos, depende de Él en forma más brillante y más efectiva.

3.º Finalmente, Escoto consiguió pulverizar los principales argumentos de la opinión contraria y poner en claro que nada podía deducirse de los dogmas de la fe que fuera contrario a la Concepción Inmaculada de María.

Las páginas del Doctor Mariano vinieron a ser el arsenal en que recogían armas y argumentos los defensores del privilegio de María; y al cabo de tantos siglos de disquisiciones científicas, se llegó a la definición dogmática sin que se pudiese añadir a sus páginas ni una idea, ni un argumento, ni una distinción más.

Y para que no faltase al aguerrido defensor de la Virgen el testimonio de la opinión contraria, se lo propinó el Padre Gerardo Renier, que de enemigo doctrinal pasó, como muchos a lo largo de la historia del Dogma, a adversario personal del Beato Escoto, escribiendo a propósito de sus enseñanzas en París: «El primer sembrador de esta herética maldad (la Inmaculada Concepción) fue Juan Duns Escoto, de la Orden Franciscana». Calificación teológica que, como es evidente, fue profética. No se había visto jamás que un puñado de barro lanzado contra el adversario se convirtiera en el trayecto en un manojo de rosas y lirios.

 

V.- HASTA LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA

1.- Siguieron al Beato Escoto, como es fácil suponer, todos los franciscanos, que le adoptaron por Maestro, y entre sus discípulos se pueden citar nombres tan ilustres como Francisco Mayrón, Andrés de Neuchateu, Juan Basols, etc. Toda la Orden Franciscana en general, escribe Campana en María en el Dogma católico, aceptó la doctrina de su Maestro de modo que, al poco tiempo, a la Concepción Inmaculada se la llamó la opinión franciscana, nombre con que fue designada hasta la definición dogmática.

2.- Perdido ya el prestigio en la Universidad de París, la opinión contraria apeló al Papa Juan XXII en su corte de Aviñón. Y a pesar de que el Pontífice estaba en grave disensión con la Orden Franciscana a causa de las controversias sobre la pobreza, tras una disputa entre un franciscano y un dominico, el Papa se inclinó por la opinión inmaculista, y como conclusión mandó celebrar la fiesta en la capilla papal. La determinación de Juan XXII significó un paso decisivo para el triunfo de la Inmaculada. Y nos hallamos en 1325, es decir, a unos veinte años solamente de la Defensa de Escoto.

2.- Un incidente que revela los sentimientos y proceder de toda una generación fue el sucedido en 1335. Juan de Monzón recibió la investidura de Doctor. En su primera lección magistral sostuvo cuatro proposiciones contra la Inmaculada Concepción. La Universidad las reprobó y confió al franciscano Juan Vital que las refutara, como hizo en su «Defensórium pro I. M. Conceptione». Confirmada la sentencia o calificación de la Universidad por el Obispo de París, el dominico apeló al Papa, ante el cual triunfó nuevamente la opinión inmaculista. Pero la lucha, escribe el P. Sola, S.J., en su libro «La Inmaculada Concepción», había llegado a su punto culminante. Como Escoto había arrastrado tras sí a toda su escuela, Monzón arrastró, asimismo, a toda la tomista. Y si los discípulos de Escoto formularon el voto de defender el privilegio hasta la sangre, los contrarios formularon, asimismo, el de defender la doctrina de Santo Tomás sobre este tema.

3.- No es necesario seguir ya más el curso de las discusiones científicas, porque en adelante la opinión maculista va perdiendo sensiblemente terreno, y su actuación, interés. Ya es conocido que en el Concilio de Basilea se tuvo un largo debate entre maculistas e inmaculistas con el triunfo de éstos, pero la decisión del Concilio quedó sin valor porque, al tomarla, el Concilio ya no era canónico.

Ante Sixto IV, y nos hallamos en el siglo XV, se sostuvo otra disputa entre el dominico Bandelli y el franciscano Francisco de Brescia; la victoria de éste fue tan rotunda, que la Asamblea se levantó aclamándole Sansón, nombre con que es conocido en la Historia.

Y de triunfo en triunfo, llegamos al Concilio de Trento que, al hablar de la universalidad del pecado original, aunque no define el dogma de la excepción de María, significó su opinión con estas palabras: «Declara, sin embargo, este santo Concilio que, al hablar del pecado original, no intenta comprender a la bienaventurada e inmaculada Virgen María, sino que hay que observar sobre esto lo establecido por Sixto IV».

4.- Las palabras del Concilio fueron decisivas para la extensión de la doctrina inmaculista y no tardó mucho en ser opinión universal.

Apenas se hallará una Orden religiosa que no pueda presentar nombres ilustres de grandes teólogos que favorecieron la prerrogativa de la Virgen, contribuyendo a su triunfo. La Compañía de Jesús puede presentar a Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Toledo, Suárez, San Pedro Canisio, San Roberto Belarmino y otros muchos más. La gloriosa Orden Dominicana, el celebérrimo Ambrosio Catarino, Tomás Campanella, Juan de Santo Tomás, San Vicente Ferrer, San Luis Beltrán y San Pío V, papa, etc. La Orden Carmelitana, ya en 1306, determinó celebrar la fiesta en el Capítulo General reunido en Francia, y los agustinos defendieron también la prerrogativa de la Virgen ya en 1350.

5.- La contribución de nuestra Patria [España] al triunfo del Dogma de la Inmaculada Concepción merece capítulo aparte, y por cierto bien nutrido y glorioso, pero ello nos apartaría del carácter puramente doctrinal que tienen estas breves notas históricas. Recordemos solamente, como tan significativas, las legaciones de nuestros reyes a los Sumos Pontífices pidiendo la definición del dogma. Por eso Pío IX quiso que el monumento a la Inmaculada, después de su definitivo oráculo, se levantara en la romana Plaza de España.

 

VI.- LA DEFINICIÓN DOGMÁTICA DE LA INMACULADA

1.- El Papa Pío IX, de feliz memoria, se decidió a dar el último paso para la suprema exaltación de la Virgen, definiendo el dogma de su Concepción Inmaculada. Dícese que en las tristísimas circunstancias por las que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice decía al Cardenal Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el Cardenal le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la Inmaculada Concepción».

Mas para dar este paso, el Pontífice quería conocer la opinión y parecer de todos los Obispos, pero al mismo tiempo le parecía imposible reunir un Concilio para la consulta. La Providencia le salió al paso con la solución. Una solución sencilla, pero eficaz y definitiva. San Leonardo de Porto Maurizio había escrito una carta al Papa Benedicto XIV, insinuándole que podía conocerse la opinión del episcopado consultándolo por correspondencia epistolar… La carta de San Leonardo fue descubierta en las circunstancias en que Pío IX trataba de solucionar el problema, y fue, como el huevo de Colón, perdónese la frase, que hizo exclamar al Papa: «Solucionado». Al poco tiempo conoció el parecer de toda la jerarquía. Por cierto que un obispo de Hispanoamérica pudo responderle: «Los americanos, con la fe católica, hemos recibido la creencia en la preservación de María». Hermosa alabanza a la acción y celo de nuestra Patria.

2.- Y el día 8 de diciembre de 1854, rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una multitud ingentísima de pueblo, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen:

«La doctrina que enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse firme y constantemente por todos los fieles».

Estas palabras, al parecer tan sencillas y simples, están seleccionadas una por una y tienen resonancia de siglos. Son eco, autorizado y definitivo, de la voz solista que cantaba el común sentir de la Iglesia entre el fragor de las disputas de los teólogos dela Edad Media.

Fuente: Pascual Rambla, O.F.M., Tratado popular sobre la Santísima Virgen; Parte III, Cap. V: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción.

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Enciclica Magnae Dei Matris de Leon XIII sobre el Santisimo Rosario

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
I. Amor y gratitud de León XIII a María

Siempre que se Nos presenta ocasión de excitar y aumentar en el pueblo cristiano el amor y el culto de la augusta Madre de Dios, Nos sentimos llenos de satisfacción y felicidad, no solamente por la excelencia y la múltiple fecundidad del asunto en sí mismo, sino porque responde dulcemente a los sentimientos más íntimos de Nuestro corazón.

En efecto, la devoción a María Santísima, devoción que, por decirlo así, Nos recibimos con la leche que Nos nutrió, ha ido creciendo y arraigándose en Nuestra alma a medida de la edad, según íbamos viendo más claramente cuán digna de amor y veneración es Aquélla a quien el mismo Dios amó y prefirió desde el principio sobre todas las criaturas, y a quien, enriqueciéndola con señaladísimos privilegios, escogió para Madre suya.

II. Celebración del mes del Rosario

Las muchísimas y espléndidas pruebas de generosa bondad con que Nos ha favorecido, y que no podemos recordar sin que los ojos se Nos llenen de lágrimas de gratitud, son nuevos y poderosos estímulos para mantenernos fieles a tal devoción. Porque en las muchas, varias y difíciles circunstancias de nuestra vida recurrimos siempre a la Santísima Virgen, a Ella volvemos amorosamente Nuestro ojos, y, desahogando en su corazón temores y esperanzas, la hemos pedido siempre que se digne asistirnos piadosa como madre, y nos alcance la gracia de que podamos corresponder a su amor con un verdadero cariño filial.

Elevado más tarde, por inescrutable designio de la Providencia, a esta Sede del bienaventurado Apóstol San Pedro, es decir, a representar en la Iglesia la Persona misma de Jesucristo, movido por la inmensa pesadumbre del cargo y desconfiando de Nos mismo con afecto más intenso aún, buscamos el divino auxilio en la maternal protección de la Santísima Virgen. Y -¡bien se alegra Nuestra alma al publicarlo!- Nuestra esperanza, como en otro tiempo, pero más especialmente en el desempeño del supremo Apostolado, ni fue vana ni fue estéril.

Así es que ahora, bajo los auspicios y por la mediación de la Virgen, esta misma esperanza se levanta más confiada y ardorosa para obtener por su intercesión mayores bendiciones y gracias que produzcan dichosamente la salud de la cristiana familia, juntamente con la mayor gloria de la Santa Iglesia. Oportuno es, por consiguiente, Venerables Hermanos, que renovando por vuestro medio Nuestros consejos, excitemos a todos Nuestros hijos, a fin del que el próximo mes de Octubre, consagrado a Nuestra Reina y Señora del Rosario, se celebre por todos con el aumento del fervor que exigen las necesidades, cada vez más apremiantes y angustiosas.

III. Maldad y corrupción de la época

Sabido es de todos por qué abundancia y variedad de medios corruptores la malicia del siglo se esfuerza arteramente en disminuir, y, si pudiera, destruir enteramente en las almas la fe cristiana y el respeto a la ley divina, que alimenta y hace fructífera a la fe de tal modo, que podría decirse que el soplo de la ignorancia, del error y de la corrupción se extiende funesto por doquiera, esterilizando y desolando el campo evangélico. Y lo más triste de todo es que, esa tan perniciosa y desvergonzada audacia, en vez de ser reprimida y castigada por quienes pueden y tienen estrecha obligación de hacerlo, encuentra en ellos indiferencia y hasta protección para proseguir su obra devastadora.

Síguese de aquí cuán justamente hay que lamentar que deliberadamente se arroje a Dios de las escuelas públicas, cuando en ellas no se ve blasfemado, y que se dé impúdica licencia para imprimir y decir cuanto se quiera en afrenta de Cristo y de la Iglesia Católica, Ni hay menos motivo para deplorar el abandono y tibieza con que se va mirando por muchos la práctica de los deberes cristianos, lo cual, si no es franca apostasía, es, en realidad, una inclinación hacia ella, por l mismo que la común norma de vida va apartándose cada vez más de los preceptos de la fe. No es, pues, maravilla que con tanta ruina y perversión las naciones giman bajo la diestra justiciera del Señor y tiemblen consternadas ante el temor de mayores desventuras.

IV. Remedio de males y arma: el Rosario

Para aplacar a la ofendida Majestad Divina y oponer el oportuno remedio a los males que lamentamos, no hay, seguramente, medio más adecuado que la ferviente y perseverante oración, siempre que vaya unida, por supuesto, a la celosa práctica de la vida cristiana, para conseguir todo lo cual estimamos singularmente oportuno el Santo Rosario, cuya eficacia claramente se ve cuánta sea en su conocidísimo origen, hermosa página de la historia que muchas veces hemos recordado.

Cuando la secta de los Albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra todas las torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que las del Santo Rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso patriarca Santo Domingo por la Santísima Virgen. Por tal medio la Iglesia salió victoriosa, y como en aquélla tempestad la Iglesia ha podido después, con triunfos siempre espléndidos, proveer al bien común. Pero en las circunstancias actuales, circunstancias que lamentan todos los buenos, que son tan tristes para la Religión y tan nocivas para la sociedad, conviene de un modo especialísimo que, unidos todos en concordia de pensamiento y acción, supliquemos e instemos a la Virgen Santísima por medio del Santo Rosario a fin de experimentar en nosotros mismos sus potentísimos efectos.

V. María, Madre de Misericordia

Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y siempre nos infunde los tesoros de aquélla gracia con que desde el principio la adornó Dios para que fuera digna Madre suya.

Entre todas las demás, esta especialísima prerrogativa es la que coloca a la Santísima Virgen encima de todos los hombres y de todos los ángeles, y la que la acerca a Dios: «Gran cosa es en cualquier santo que tenga tanta gracia que baste para la salvación de muchos; pero cuando tuviese tanta que bastase para la de todos los hombres, esto constituiría máxima virtud, como fue en Cristo y en la Viren María» [i]. Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola, tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.

Que si en su inmensa bondad quiso Él parecerse tanto a los hombres que se llamó y se presentó como Hijo del Hombre, y por consiguiente, hermano Nuestro, a fin de que brillara más su misericordia, debió en todo asemejarse a sus hermanos para ser misericordioso [ii]; del mismo modo la Virgen Santísima, que fue elegida para ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo, que es Nuestro hermano, tuvo entre todas las madres la misión singularísima de manifestarnos y derramar sobre nosotros su misericordia. De aquí se sigue que, así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. La misma naturaleza ha hecho dulcísimo este nombre y ha señalado a la madre como tipo y modelo del amor previsor y tierno; pero aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.

VI. María puede y desea socorrernos

María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas, Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.

Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en lo brazos de nuestra mejor Madre.

VII. El Rosario enseña las principales verdades de nuestra fe

A las ventajas que procura el Rosario en virtud de la misma oración que lo compone, se añade otra, ciertamente bien noble, que consiste en el facilísimo medio que proporciona de enseñar las principales verdades de nuestra santa fe. Por la fe se acerca directa y seguramente el hombre a Dios y aprende a reconocer con el corazón y el entendimiento la unidad y la majestad inmensa de su naturaleza y su universal dominio, y lo sumo de su saber, poder y providencia, por cuento el que llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan [iii]. Mas desde que el Verbo se hizo carne y se nos mostró visiblemente camino, verdad y vida, es necesario que nuestra fe abrace también los altos misterios de la augustísima Trinidad de las Personas y del Unigénito del Padre, hecho Hombre: La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [iv]. Inestimable beneficio de Dios es la fe, por la cual no solamente somos levantados sobre todas las cosas humanas para ser como espectadores y partícipes de la naturaleza divina, sino además constituye para Nosotros un preciosísimo mérito para la vida eterna; tanto es así, que alimenta y fortifica a la par Nuestra esperanza de llegar algún día a contemplar sin velos y gozar sin límites de la esencia de la infinita bondad, que ahora apenas podemos entrever y amar en la pálida semejanza de las cosas creadas.

VIII. Nos recuerda los principales misterios

Pero son tales y tantos los cuidados y distracciones de la vida que, sin el frecuente auxilio de las enseñanzas, el cristiano desmiente fácilmente las grandes verdades que más debía conocer, verdades que la ignorancia va oscureciendo cuando no es que destruye totalmente la fe. En su maternal vigilancia, la Santa Iglesia no omite medios a fin de preservar a sus hijos de ignorancia tan funesta, y ciertamente no es el último entre los que recomienda, la práctica del rezo del Santo Rosario.

Porque se une en el Santo Rosario, la hermosísima y fructuosa oración ordenadamente repetida, la enunciación y consideración de los principales misterios de nuestra Religión. Así es, en verdad. Primero nos recuerda los que se refieren al Verbo, hecho hombre por nosotros y a María, Virgen inmaculada y madre, que con santa alegría desempeña con Él los oficios maternos; luego los dolorosos de Nuestro Señor, sus tormentos, su agonía, su muerte, precio infinito de nuestro rescate; finalmente los misterio de gloria: el triunfo sobre la muerte, la Ascensión al cielo, la venida del Espíritu Santo, con más la glorificación admirable de Nuestra Señora y, con la Madre y el Hijo, la gloria inmarcesible de todos los santos.

Esta serie de inefables misterios se trae diariamente a la memoria de los fieles y quedan bien manifiestos ante sus mismos ojos, por donde rezando bien el Santo Rosario se experimenta dentro del alma una suavísima unción, como si oyéramos la voz misma de nuestra tierna Madre celestial que amorosamente Nos instruyese en los divinos misterios y Nos dirigiera por el camino de la salvación. No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las comarcas, las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.

IX. Su influjo en nuestras acciones

No es menos recomendable y preciosa otra ventaja que la Iglesia quiere cuidadosamente procurar a sus hijos con el Rosario, a saber, el más esmerado celo en conformar su vida a la norma de costumbres trazada en el Santo Evangelio. en efecto: si es cierto, como todos lo creen fiados en la divina palabra, que la fe sin obras está muerta [v], puesto que la fe vive de la caridad y ésta es fecunda en buenas obras, de nada servirá al cristiano para alcanzar la vida eterna el tener fe si no obra cristianamente. ¿De qué servirá, hermanos míos, el que uno diga tener fe, si no tiene obras? ¿Por ventura, a este tal la fe podrá salvarle? [vi] Antes bien ha de decirse que en el tribunal de Dios este género de cristianos son más culpables que los infelices que ignoran la fe, porque estos tales, como carecen de la luz del Evangelio, no viven como aquellos, contradiciendo sus creencias con sus obras, y su ignorancia les hace, en algún modo, excusables o menos culpables. Así, pues, para que a la fe que profesamos corresponda gran abundancia de frutos, en los mismos misterios que va contemplando la mente ha de inflamarse la voluntad para obrar virtuosamente.

X. Ejemplos de Cristo

La obra de la Redención consumada por Nuestro Señor Jesucristo, ¡cómo resplandece maravillosamente fértil en hermosísimos ejemplos! Por exceso de caridad hacia los hombres, Dios, desde su omnipotente grandeza se humilla a la ínfima condición humana, vive entre los hombres como uno de ellos, les habla como amigo, enseña a los individuos y a las multitudes y les instruye en todos los órdenes de la justicia, dejando trasparentarse en la excelencia de su magisterio el esplendor de su autoridad divina; a todos se acerca benéfico; compasivo como padre; cura a los que sufren de los males del cuerpo, y más todavía, les remedia los del alma, diciéndoles: Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré [vii]. Y cuando nos estrecha sobre su Corazón y descansamos en Él, nos infunde aquel místico fuego que le trajo del cielo a la tierra, nos comunica piadoso la mansedumbre y humildad que en Él atesora, para que gocen nuestras almas de aquélla paz celestial que sólo Él puede y quiere darnos: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas [viii].

XI. Ingratitud y gratitud humanas

Con tanta luz de celestial sabiduría, con tan gran número de beneficios como venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el ardor de la fe, si ésta es como debe ser, que ilustra el entendimiento del hombre y le toca en el corazón, le excitará a seguir sus huellas hasta prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? [ix] Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí [x].

XII. Ejemplos de virtud de María

Para que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del Hombre-Dios, a la vez que los misterios del Hijo se nos ofrece la contemplación de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David, nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella, a quien se lo anuncia el celestial mensajero, deberá nacer en carne humana por obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece el poder y sabiduría del Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece devotísima esclava suya. Como la ofreció santamente con pronta generosidad, comienza aquélla comunidad de vida que deberá perpetuarse con su divino Hijo, así en los días de gozo como en los de dolor; y alcanzará de este modo gloria tan subida que ningún hombre ni ningún ángel le aventajarán nunca, porque ninguno se le comparará en la virtud y los méritos. Será Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia divinas nos muestran e María el modelo de todas las virtudes, formado expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que, animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la imitación.

XIII. Con su socorro es fácil imitarla

Si implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, posible nos será reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y perfección, y, copiando siquiera aquélla su completa y admirable resignación con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes Nuestras manos hacia María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo a Jesús nos alegremos eternamente [xi]. Y María, que aunque no lo ha experimentado, conoce bien la debilidad de nuestra corrompida naturaleza, y que es la mejor de las madres, pronta y benigna se moverá a socorrernos, confortándonos y alentándonos con su virtud. Y si seguimos constantemente el camino que se regó con la sangre de Jesús y las lágrimas de su bendita Madre con seguridad y sin grandes trabajos llegaremos a participar también de su inmarcesible gloria.

XIV. El Rosario y la Sagrada Familia

Así pues, el Rosario de Nuestra Señora, en el cual se hallan eficaz y admirablemente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de conservar la fe, y ejemplos insignes de perfección y virtud, merece, por todos los conceptos, que los cristianos lo tengan frecuentemente en la mano y lo recen y mediten. Y de un modo especialísimo, recomendamos la práctica de esta manera de orar a los individuos de la Asociación Universal de la Sagrada Familia, bella Asociación que recientemente hemos alabado y dado en forma regular Nuestra aprobación. Si el misterio de la vida de silencio y oscuridad de Nuestro Señor en la casa de Nazaret constituye la razón de ser de esa Asociación, en la cual las familias cristianas se aplican con todo celo a imitar los ejemplos de aquélla Sagrada Familia, divinamente constituida, también es verdad que la Sagrada Familia está íntimamente relacionada con los misterios del Rosario, principalmente con los gozosos, todos los cuales se condensan en el hecho de que, después de haber manifestado su sabiduría en el templo, Jesús «fue con María y José a Nazaret, a allí vivió sometido a ellos» [xii], preparando en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres. Los asociados de la Sagrada Familia deben considerar cuán propio es de ellos ser devotos del Rosario, y aún sus propagadores.

XV. Indulgencias

Por Nuestra parte, mantenemos y confirmamos los favores e indulgencias concedidos en años anteriores a los que cumplen regularmente , durante el mes de Octubre, las condiciones prescriptas sobre este particular, y esperamos mucho, Venerables Hermanos, de vuestra autoridad y celo para que se suscite, siquiera en las naciones católicas, una santa emulación de piedad para tributar a Nuestra Señora, que es auxilio de los cristianos, el devoto culto del Rosario.

XVI. El Papa profesa su amor a María y pide amor al pueblo cristiano

Para terminar esta exhortación como la hemos empezado, queremos declarar nueva y más expresamente todavía, lo afectos de devoción y confiada gratitud que experimentamos hacia Nuestra Señora la Madre de Dios, Pedimos al pueblo cristiano que al pie de los altares de María Santísima ruegue por la Iglesia, tan combatida y probada en estos tiempos de desorden, y también por Nos, que nos hallamos en edad tan avanzada, abrumado de trabajos, en lucha con todo género de dificultades, y que sin contar con ningún socorro humano dirigimos el timón de la nave de la Iglesia. Nuestra confianza en María, en esta tan benigna y amorosa Madre, diariamente se acrece con la experiencia y Nos llena de júbilo. A su intercesión debemos los numerosos e insignes beneficios que hemos recibido del Señor; a Ella atribuimos también, en la efusión de Nuestra gratitud, el favor que Nos ha alcanzado de llegar al año quincuagésimo de Nuestra consagración episcopal. Porque es muy grande tal favor, como lo han de ver cuantos consideren el largo espacio de tiempo que Nos llevamos en el ministerio pastoral, agitado por gravísimos cuidados, y muy principalmente desde que gobernamos toda la grey cristiana.

Durante todo este tiempo, conforme lo exige la condición de la vida humana, y se observa en los misterios de la vida de Nuestro Señor y de su Santísima Madre, no Nos han faltado motivos de júbilo, ni tampoco de dolor. Unos y otros, sometiéndonos agradecidos en todo a la voluntad del Señor, hemos procurado que redunden en bien y decoro de la Iglesia, y puesto que lo que Nos resta de vida no diferirá de los que hemos ya vivido, si brillasen para Nos nuevas glorias, o si Nos entristecieran nuevos dolores, o si algún nuevo destello de gloria se añadiera a Nuestro Pontificado, todo lo aceptaremos con igual espíritu y los mismos afectos, y con la mirada y el corazón puestos en Dios, esperando únicamente de Él el premio de la celestial recompensa. Nos gozaremos en repetir aquellas davídicas palabras: Sea bendito el nombre del Señor… No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Nombre, da toda gloria [xiii]. A decir verdad, de Nuestros hijos, cuya piedad y benevolencia

Nos es bien conocida, más que alabanzas y fiestas, esperamos singularmente solemnes acciones de gracias a la soberana bondad del Señor, y súplicas y oraciones por Nos, y Nos sentiremos felices si alcanzan que tanto como Nos quede de fuerzas y vida y haya en Nos autoridad y gracia, otro tanto resulte en bienes para la Iglesia, y sobre todo la vuelta y reconciliación de los enemigos y de los extraviados, a quien Nuestra voz está llamando hace tanto tiempo.

XVII. Fiesta jubilar del Papa

Que Nuestra fiesta jubilar, si es que el Señor Nos concede llegar a ella, sea ocasión para todos Nuestros amadísimos hijos de recoger abundantes frutos de justicia, de paz, de prosperidad, de santificación, y de todo bien, que es lo que suplicamos a Dios en Nuestro paternal afecto, y lo que decimos con sus propias palabras: Escuchadme vosotros, que sois prosapia de Dios, y brotad como rosales plantados junto a las corrientes de las aguas. Esparcid suaves olores como el Líbano. Floreced como azucenas; despedid fragancia y echad graciosas ramas, y entonad cánticos de alabanza y bendecid al Señor en sus obras. Engrandeced su Nombre y alabadle con la voz de vuestros labios, y con cánticos de vuestra lengua, y al son de las cítaras… Con todo el corazón y a boca llena, alabad a una y bendecid el Nombre del Señor [xiv].

Dígnese Dios benigno, por mediación de la Santísima Reina del Rosario, perdonar a los impíos, que se ríen de lo que ignoran, si se burlasen de estos consejos y deseos. Y vosotros, Venerables Hermanos, en prenda del favor divino y testimonio de Nuestra especial benevolencia, recibid la Bendición Apostólica, que amorosamente en el Señor os concedemos a vosotros y a vuestro clero y pueblo.

Dada en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre del año 1892, decimoquinto de Nuestro Pontificado. León XIII

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Grata Recordatio, sobre el rezo del Santo Rosario, de Juan XXIII

CARTA ENCÍCLICAEste dulce recuerdo de Nuestra juventud no Nos ha abandonado en el correr de los años, ni se ha debilitado; por lo contrario -y lo decimos con toda sencillez-, tuvo la virtud de hacernos cada vez más caro a Nuestro espíritu el santo Rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del año; y que deseamos, sobre todo, rezar con particular piedad en el próximo mes de octubre.

26 DE SEPTIEMBRE DE 1959

Desde los años de Nuestra juventud, a menudo vuelve a Nuestro ánimo el grato recuerdo de aquellas Cartas encíclicas (1) que Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, siempre cerca del mes de octubre, dirigió muchas veces al mundo católico para exhortar a los fieles, especialmente durante aquel mes, a la piadosa práctica del santo rosario: Encíclicas, varias por su contenido, ricas en sabiduría, encendidas siempre con nueva inspiración y oportunísima para la vida cristiana. Eran una fuerte y persuasiva invitación a dirigir confiadas súplicas a Dios a través de la poderosísima intercesión de la Virgen Madre de Dios, mediante el rezo del santo Rosario. Este, como todos saben, es una muy excelente forma de oración meditada, compuesta a guisa de mística corona, en la cual las oraciones del «Pater noster», del «Ave María» y del «Gloria Patri» se entrelazan con la meditación de los principales misterios de nuestra fe, presentando a la mente la meditación tanto la doctrina de la Encarnación como de la Redención de Jesucristo, nuestro Señor.

Durante el curso de este primer año -que toca a su fin- de Nuestro Pontificado nunca Nos faltó ocasión de exhortar reiteradamente al clero y al pueblo cristiano para elevar públicas y privadas plegarias; mas ahora pretendemos hacerlo con una más viva exhortación, diríamos conmovida también, por los muchos motivos que brevemente expondremos en esta Nuestra encíclica.

2. I. En el próximo octubre se cumple el primer aniversario del piadosísimo tránsito de Nuestro predecesor Pío XII, de v. m., cuya existencia brilló con tantos y tan grandes méritos. Veinte días después, sin mérito alguno por Nuestra parte, fuimos elevados, por arcano designio de Dios, al supremo Pontificado. Dos Sumos Pontífices se tienden la mano, como para transmitirse la sagrada herencia de la mística grey y para proclamar conjuntamente la continuidad de su ansiosa solicitud pastoral y de su amor por todos los pueblos.

 ¿No son acaso estas dos fechas -una de tristeza, otra de júbilo- clara demostración ante todos de que, en medio de las ruinas humanas, el Pontificado romano sobrevive a través de los siglos, aunque cada Jefe visible de la Iglesia católica, cumplido el tiempo fijado por la Providencia, sea llamado a dejar este destierro terrenal?

Volviendo la mirada, ya a Pío XII, ya a su humilde Sucesor, en quienes se perpetúa el oficio de Supremo Pastor confiado a San Pedro, los fieles eleven a Dios la misma plegaria: Ut Domnum Apostolicum et omnes ecclesiasticos ordines in sancta religione conservare digneris, te rogamus audi nos (2).

Nos complace, además, recordar aquí que también Nuestro inmediato Predecesor, con la encíclica Ingruentium malorum (3) exhortó ya a los fieles de todo el mundo, como hacemos Nos ahora, al piadoso rezo del santo Rosario, especialmente en el mes de octubre. En aquella Encíclica hay una advertencia que muy gustosamente repetimos aquí: Con mayor confianza acudid gozosos a la Madre de Dios, junto a la cual el pueblo cristiano siempre ha buscado el refugio en las horas de peligro pues Ella ha sido constituida «causa de salvación para todo el género humano» (4).

3. II. El 11 de octubre tendremos suma alegría en hacer entrega del Crucifijo a un nutrido grupo de jóvenes misioneros que, dejando la patria querida, asumirán la ardua tarea de llevar la luz del Evangelio a pueblos lejanos. El mismo día por la tarde es Nuestro deseo subir al Janículo para celebrar -junto con sus superiores y alumnos- el primer centenario de la fundación del Colegio Americano del Norte, con felices auspicios.

Las dos ceremonias, aunque no señaladas intencionadamente para el mismo día, tienen igual significado, es decir, de afirmación neta y decidida de los principios sobrenaturales que impulsan toda actividad de la Iglesia católica y de la voluntariosa y generosa entrega de sus hijos a la causa del mutuo respeto, de la fraternidad y de la paz entre los pueblos.

El maravilloso espectáculo de estas juventudes que, superadas innumerables dificultades y contrariedades, se ofrecen a Dios para que también los otros lleguen a poseer a Cristo (5), ya en las más lejanas tierras todavía no evangelizadas, ya en las inmensas ciudades industriales -donde en el vertiginoso ritmo de la vida moderna los espíritus aridecen a veces y se dejan oprimir por las cosas terrenales-; este espectáculo, repetimos, es tal, que forzosamente conmueve y acrecienta la esperanza de días mejores.

Florece de los labios de los ancianos, que hasta aquí han llevado el peso de estas graves responsabilidades, brota la oración tan ardiente de San Pedro: Concede a tus siervos el anunciar con toda seguridad la palabra de Dios (6).

Deseamos, por lo tanto, vivamente que durante el próximo mes de octubre todos estos Nuestros hijos -y sus apostólicas labores- sean encomendados con fervientes plegarias a la augusta Virgen María.

4. III. Hay, además, otra intención que Nos impulsa a dirigir más ardientes súplicas a Jesucristo y a su amorosísima Madre. A ella invitamos al Sacro Colegio de Cardenales y a vosotros, Venerables Hermanos; a los sacerdotes y a las vírgenes consagradas al Señor; a los enfermos y a los que sufren, a los niños inocentes y a todo el pueblo cristiano. Dicha intención es ésta: que los hombres responsables del destino así de las grandes como de las pequeñas Naciones, cuyos derechos y cuyas inmensas riquezas espirituales deben ser escrupulosamente conservados intactos, sepan valorar cuidadosamente su grave tarea en la hora presente.

Rogamos, pues, al Señor para que ellos se esfuercen por conocer a fondo las causas que originan las pugnas y con buena voluntad las superen: sobre todo, valoren el triste balance de ruinas y de daños de los conflictos armados -¡que el Señor mantenga lejos!- y no pongan en ellos esperanza alguna; ajusten la legislación civil y social a las necesidades reales de los hombres, sin olvidarse en ello de las leyes eternas que provienen de Dios y son el fundamento y el quicio de la misma vida civil; no olviden asimismo del destino ultraterreno de cada una de las almas, creadas por Dios para alcanzarle y gozarle un día.

También es preciso recordar cómo se han difundido hoy posiciones filosóficas y actitudes prácticas, que son absolutamente inconciliables con la fe cristiana. Con serenidad, precisión y firmeza continuaremos Nos siempre afirmando tal inconciliabilidad.

¡Dios ha hecho a los hombres y a las naciones para salvarse! (7). Por ello esperamos que, desechados los áridos postulados de un pensamiento y de una acción improntados de laicismo y de materialismo, busquen el oportuno remedio en aquella sana doctrina, que cada día es más confirmada por la experiencia; en ella han de encontrarlo. Ahora bien: esta doctrina proclama que Dios es el autor de la vida y de sus leyes, que es vindicador de los derechos y de la dignidad de la persona humana; por consiguiente, que Dios es «nuestra salvación y redención» (8).

Nuestra mirada se alarga a todos los continentes, allí donde los pueblos todos están en movimiento hacia tiempos mejores: en ellos vemos un despertar de energías profundas que hace esperar en un decidido empeño de las conciencias rectas por promover el verdadero bien de la sociedad humana.

A fin de que esta esperanza se cumpla del modo más consolador, es decir, con el triunfo del reino de la verdad, de la justicia, de la paz y de la caridad, deseamos ardientemente que todos Nuestros hijos formen «un solo corazón y una sola alma» (9), y eleven comunes y fervientes súplicas a la celestial Reina y Madre nuestra amantísima durante el mes de octubre, meditando estas palabras del Apóstol de las Gentes: Por todas partes se nos oprime, pero no nos vencen; no sabemos que nos espera, pero no desesperamos; perseguidos, pero no abandonados; se nos pisotea, pero no somos aniquilados. Llevamos siempre y doquier en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que la misma vida de Jesús se manifieste también en nuestros cuerpos (10).

Antes de terminar esta Carta encíclica, Venerables Hermanos, deseamos invitaros a rezar el Rosario con particular devoción también por estas otras intenciones que tanto llevamos en el corazón; es decir, para que el Sínodo de Roma sea fructuoso y saludable a esta Nuestra alma Ciudad y a fin de que del próximo Concilio ecuménico -en el que vosotros participaréis con vuestra presencia y vuestro consejo- obtenga toda la Iglesia una afirmación tan maravillosa que el vigoroso reflorecer de todas las virtudes cristianas que Nos esperamos de él sirva de invitación y de estímulo incluso para todos aquellos Nuestros hermanos e hijos que se encuentran separados de esta Sede Apostólica.

Con tan dulce esperanza y con gran afecto os damos a vosotros, Venerables Hermanos, a los fieles todos que os están confiados, y de modo especial a cuantos con piedad y buena voluntad acogerán esta Nuestra invitación, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 26 de septiembre de 1959, primero de Nuestro Pontificado.

Notas

1. Cf. Ep. enc. Supremi Apostolatus: AL 3, 280 ss.; Ep. enc. Superiore anno: AL 4, 123 ss.; Ep. enc. Quamquam pluries: AL 9, 175 ss.; Ep. enc. Octobri mense: AL 11, 299 ss.; Ep. enc. Magnae Dei Matris: AL 12, 221 ss.; Ep. enc. Laetitiae sanctae: AL 13, 283 ss.; Ep. enc. Iucunda semper: AL 14, 305 ss.; Ep. enc. Adiutricem populi: AL 15, 300 ss.; Ep. enc. Fidentem piumque: AL 16, 278 ss.; Ep. enc. Augustissima Virginis: AL 17, 285 ss.; Ep. enc. Diuturni temporis: AL 18, 153 ss.

2. Lit. Sanctorum.
3. Die 15 sept. a. 1951 A. A. S. 53, 577 ss.
4. A. A. S. 53, 578-579.
5. Cf. Phil. 3, 8.
6. Cf. Act. 4, 29.
7. Cf. Sap. 1, 14.
8. Sacra Liturgia.
9. Act. 4, 32.
10. 2 Cor. 4, 8-10.

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Supremi Apostolatus, sobre la devoción al Santo Rosario, de León XIII

1 de septiembre de 1883

Bendición Apostólica

El apostolado supremo que Nos esta confiado y las circunstancias difíciles por las que atravesamos, Nos advierten a cada momento e imperiosamente Nos empujan a velar con tanto mas cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores Son las calamidades que la afligen.

Por esta razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto sea posible en defender por todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros afanes y cuidados.

1.    DEVOCIÓN A MARÍA. – EL ROSARIO

Y creemos que nada puede conducir mas eficazmente a este fin, que, con la practica de la Religión y la piedad hacernos propicia a la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que es la que puede alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como esta por su Divino Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su protección a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encuentran en la Ciudad Eterna.

Por esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y grandes beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo Rosario de María, Nos queremos que en el corriente ano esta devoción sea objeto de particular atención en el mundo católico, a fin de que por la intercesión de la Virgen María obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio y término a Nuestros males. Por lo mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros estas Letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito, excitéis con vuestra autoridad y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que cumplan con él esmeradamente.

 2. MARÍA AMPARA A LA IGLESIA EN LOS TIEMPOS CALAMITOSOS

En tiempos críticos y angustiosos siempre el principal y constante cuidado de los católico refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad, lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen, exenta de la mancha original, escogida para ser la Madre de Dios y asociada por lo mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un favor y poder tan grande, como nunca han podido ni podrán obtenerlo ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que le es sobremanera dulce y agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, desde luego es de esperar que acogerá cariñosa las preces de la Iglesia universal.

Mas esta piedad tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los cielos, nunca a brillado con mas resplandor que cuando la violencia de los errores, el desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han parecido poner en peligro la Iglesia de Dios.

LOS EJEMPLOS DE LA HISTORIA

La historia antigua y moderna, y los fastos mas memorables de la Iglesia recuerdan las preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen santísima, como los auxilios concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y tranquilidad publica, obtenidas por su intercesión. De ahí estos excelentes títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de los ejércitos y Dispensadora de la paz, con que se la ha saludado. Entre todos los títulos es muy especialmente digno de mención el de Santísimo Rosario, por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le debe la cristiandad.

Ninguno de vosotros ignora, Venerables Hermanos, cuantos sinsabores y amarguras causaron a la Santa Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos Albigenses, que, nacidos de la secta de los últimos Maniqueos llenaron de sus perniciosos errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del mundo latino, y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su dominio con el exterminio y la muerte.

SANTO DOMINGO Y EL ROSARIO

Contra tan terribles enemigos, Dios suscito en su misericordia al insigne Padre y fundador de las Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la mas acendrada fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por inspiración divina, que esta devoción pondría en fuga, como poderosa maquina de guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos. Gracias a este modo de orar, aceptado, regulado y puesto en practica por la Orden de Santo Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia, y quedaron destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron al recto camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas empuñadas para resistirle.

3. MARÍA DE LAS VICTORIAS CONTRA LOS TURCOS

La eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el Soberano Pontífice Pió V, después de reanimar en todos los Príncipes Cristianos el sentimiento de la común defensa, trato, en cuanto estaba a su alcance, en hacer propicio a los cristianos a la todopoderosa Madre de Dios y de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos dedicados a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la Religión y a la patria, marchaban, sin tener en cuenta su número, al encuentro de las fuerzas enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto; mientras los que no eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejército de suplicantes, imploraban y saludaban a María, repitiendo las formulas del Rosario, y pedían el triunfo de los combatientes.

La Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues que, empeñado el combate naval en las Islas Equinadas, la escuadra de los cristianos, reporto, sin experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquilo las fuerzas enemigas.

Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias, el recuerdo de ese memorable combate, y después Gregorio XIII sanciono dicha festividad con el nombre de Santo Rosario.

Asimismo en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en Temesvar, Hungría y Corfu, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen, y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclino a Nuestro predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la festividad del Santísimo Rosario.

4. LOS ROMANOS PONTÍFICES HABLAN DEL SANTO ROSARIO

Así, pues, demostrado que esta forma de orar es agradable a la Santísima Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar que varios de Nuestros Predecesores se hayan dedicado a fomentarla y recomendarla con especiales elogios. Urbano IV aseguro que el rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo cristiano; Sixto V dijo que ese modo de orar cedía en mayor honra y gloria de Dios, y que era muy conveniente para conjurar los peligros que amenazaban al mundo; León X, declaro que se había instituido contra los heresiarcas y las perniciosas herejías, y Julio III le apellido loor de la Iglesia. San Pió V dijo también del Rosario que, con la propagación de estas preces, los fieles empezaron a enfervorizarse en la oración y que llegaron a ser hombres distintos a lo que antes eran; que las tinieblas de la herejía se disiparon, y que la luz de la fe brillo en su esplendor. Por ultimo, Gregorio XIII declaro que Santo Domingo, había instituido el Rosario para apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada Virgen María.

5. LEÓN XIII Y EL MOMENTO ACTUAL

Inspirado Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores, hemos creído oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen en su Santo Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que Nos amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días esta expuesta la Iglesia; la piedad cristiana, la moralidad publica, la fe misma, que es el bien supremo y el principio de todas las virtudes, todo esta amenazado cada día de los mayores peligros.

Además no solo conocéis Nuestra difícil situación y Nuestras múltiples angustias, sino que vuestra caridad os lleva a sentir con Nos cierta unión y sociedad; pues es muy doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a la salvación por el torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el abismo y en la muerte eterna. En nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en que el gran Domingo levanto el estandarte del Rosario de María, a fin de curar los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió claramente que, para curar a su siglo, ningún medio podía ser tan eficaz como el atraer a los hombres a Jesucristo, que es el camino, la verdad y la vida, impulsándolos a dirigirse a la Virgen, a quien esta concedido el poder de destruir todas las herejías.

EN QUÉ CONSISTE EL ROSARIO

La formula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se recuerdan por su orden sucesivo los misterios de Nuestra salvación y en este ejercicio de meditación se incorpora la mística corona, tejida de la salutación angélica; intercalándose la oración dominical a Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, valiéndonos de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.

6. MES DE OCTUBRE Y FESTIVIDAD CONSAGRADA AL SANTO ROSARIO

Por lo cual no solo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública o privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de Octubre de este ano se consagre enteramente a la Reina del Rosario. Decretamos por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente en el ano corriente, con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde el primer día del mes de Octubre próximo hasta el segundo día del mes de Noviembre siguiente, se recen en todas las iglesias curiales, y si los Ordinarios lo juzgan oportuno, en todas las iglesias y capillas dedicadas a la Santísima Virgen, al menos cinco decenas del Rosario, añadiendo las Letanías Lauretanas. Deseamos asimismo que el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que se celebre en ellos el santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la adoración de los fieles, y se de luego la bendición con el mismo. Será también de Nuestro agrado, que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente por las calles conforme a la antigua costumbre. Y donde por razón de la circunstancias, esto no fuere posible, procúrese sustituir con la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes cristianas.

LAS INDULGENCIAS CONCEDIDAS

En gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos, abrimos los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieron en el tiempo antes designado a la recitación publica del Rosario y las Letanías, y orasen conforme a Nuestra intención, concedemos siete anos y siete cuarentena de indulgencias por cada vez. Y de la misma gracia queremos que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces, las hicieren privadamente. Y a aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en publico o en secreto, si públicamente por justa causa no pudieren, las indicadas p reces, y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada Comunión les dejamos libres de toda expiación y de toda pena en forma de indulgencia plenaria.

Concedemos también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en algún templo, según Nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las necesidades de la Iglesia.

 7. EXHORTACIÓN FINAL

¡Obrad pues, Venerables Hermanos! Cuanto mas os intereséis por honrar a María y por salvar a la sociedad humana, mas debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles hacia la Virgen santísima, aumentando su confianza en ella. Nos consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos de prueba para la Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.

Quiera Dios que excitadas por Nuestras exhortaciones e inflamadas por vuestros llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la protección de María; que se acostumbren cada vez mas al rezo del Rosario, a ese culto que Nuestros antepasados tenían el habito de practicar no solo como remedio siempre presente a sus males, sino como noble adorno de la piedad cristiana. La celestial Patrona del género humano escuchara esas preces y concederá fácilmente a los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes, y a los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose a la clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad, después de eliminar en lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.

Bendición Apostólica

Alentado por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de aquélla en quien ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas Nuestras fuerzas, que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales favores. Y como prenda de Nuestra benevolencia, os damos de todo corazón a vosotros, a vuestro Clero y a los pueblos confiados a vuestros cuidados, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1º de septiembre de 1883, ano sexto de Nuestro Pontificado.

Leonis PP. XIII

NOTAS: A lo largo de su Pontificado León XIII publicara, con ésta, diez Encíclicas y tres Epístolas sobre el Santo Rosario, las que recibirán su complemento en las Encíclicas «Ingravescientibus malis» 29-9-1937, de Pió XI, e «Ingruentium malorum» 15-9 1951, de Pió XII.

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Ingruentium Malorum, encíclica sobre el Rosario en Familia, de Pío XII

Carta Encíclica sobre el Rosario en familia (15 de septiembre de 1951)

1. Exhortaciones anteriores del Papa y la correspondencia del pueblo.

Ante los males inminentes, ya desde que por designio de la Divina Providencia fuimos elevados a la suprema Cátedra de Pedro, nunca dejamos de confiar al valiosísimo patrocinio de la Madre de Dios los destinos de la familia humana, dando a menudo para tal fin, como bien sabéis, Cartas de exhortación. Bien conocéis, Venerables Hermanos, el gran celo y la gran espontaneidad y concordia con que el pueblo cristiano ha respondido doquier a Nuestras exhortaciones: repetidas veces lo han atestiguado grandiosos espectáculos de fe y de amor hacia la augusta Reina del Cielo y, sobre todo, aquélla universal manifestación de alegría que Nuestros propios ojos pudieron en cierto modo contemplar cuando, en el año pasado, rodeados por corona inmensa de la multitud de fieles, en la plaza de San Pedro proclamamos solemnemente la Asunción de la Virgen María, en cuerpo y alma, al Cielo.

Mas, si el recuerdo de estas cosas Nos es tan grato y Nos consuela con la firme esperanza de la divina misericordia, al presente no faltan, sin embargo, motivos de profunda tristeza, que solicitan a la par que angustian Nuestro ánimo paternal.

2. Calamitosa condición de nuestros tiempos.

Bien conocéis, Venerables Hermanos, la triste condición de estos tiempos: la unión fraternal de las Naciones, rota ya hace tanto tiempo, no la vemos aún restablecida doquier, antes vemos que por todas partes los espíritus se hallan trastornados por odios y rivalidades, y que sobre los pueblos se ciernen amenazadores nuevos y sangrientos conflictos; y a ello se ha de añadir aquélla violentísima tempestad de persecuciones que ya desde hace largo tiempo y con tanta crueldad azota a la Iglesia, privada de su libertad en no pocas partes del mundo, afligida con calumnias y angustias de toda clase, y a veces hasta con la sangre derramada de los mártires. Innumerables y muy grandes son las asechanzas a que contemplamos sometidos, en aquellas regiones, los ánimos de muchos de Nuestros hijos, ¡para que rechacen la fe de sus mayores y se aparten miserablemente de la unidad con esta Sede Apostólica! Finalmente, tampoco podemos pasar en silencio un nuevo crimen llevado a cabo, y contra el cual vivamente deseamos reclamar, no sólo vuestra atención, sino también la de todo el clero, la de cada uno de los padres y la de los mismos gobernantes: Nos referimos a determinados designios perversos de la impiedad contra la cándida inocencia de los niños. Ni siquiera se ha perdonado a los niños inocentes, pues, por desgracia, no faltan quienes, temerario, osan hasta arrancar aun las mismas flores que crecían como la más bella esperanza de la religión y de la sociedad en el místico jardín de la Iglesia. Quien meditare sobre esto no se extrañará de que por todas partes los pueblos giman bajo el peso del divino castigo y vivan temiendo desgracias todavía mayores.

3. En las dificultades, acudid con viva confianza a la Madre de Dios.

Ante peligros tan graves, sin embargo, no debe abatirse vuestro ánimo, Venerables Hermanos, sino que, acordándoos de aquélla divina enseñanza: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (1), con mayor confianza acudid gozosos a la Madre de Dios, junto a la cual el pueblo cristiano siempre ha buscado el refugio en las horas de peligro, pues Ella ha sido constituida causa de salvación para todo el género humano (2).

Por ello, con alegre expectación y reanimada esperanza vemos acercarse ya el próximo mes de octubre, durante el cual los fieles acostumbran acudir con mayor frecuencia a las iglesias, para en ellas elevar sus súplicas a María mediante las oraciones del santo Rosario. Oraciones que este año, Venerables Hermanos, deseamos se hagan con mayor fervor de ánimo, como lo requieren las necesidades cada día más graves; pues bien conocida Nos es la poderosa eficacia de tal devoción para obtener la ayuda maternal de la Virgen, porque, si bien puede conseguirse con diversas maneras de orar, sin embargo, estimamos que el Santo Rosario es el medio más conveniente y eficaz, según lo recomienda su origen, más celestial que humano, y su misma naturaleza.

4. La sencillez y fuerza de esta oración.

¿Qué plegaria, en efecto, más idónea y más bella que la oración dominical y la salutación angélica, que son como las flores con que se compone esta mística corona? A la oración vocal va también unida la meditación de los sagrados misterios, y así se logra otra grandísima ventaja, a saber, que todos, aun los más sencillos y los menos instruidos, encuentran en ella una manera fácil y rápida para alimentar y defender su propia fe. Y en verdad que con la frecuente meditación de los misterios el espíritu, poco a poco y sin dificultad, absorbe y se asimila la virtud en ellos encerrada, se anima de modo admirable a esperar los bienes inmortales y se siente inclinado, fuerte y suavemente, a seguir las huellas de Cristo mismo y de su Madre. Aun la misma oración tantas veces repetida con idénticas fórmulas, lejos de resultar estéril y enojosa, posee (como lo demuestra la experiencia) una admirable virtud para infundir confianza al que reza y para hacer como una especie de dulce violencia al maternal corazón de María.

5. El rezo familiar del Santo Rosario y sus frutos para la familia, especialmente para los hijos.

Trabajad, pues, con especial solicitud, Venerables Hermanos, para que los fieles, con ocasión del mes de octubre, practiquen con la mayor diligencia método tan saludable de oración y para que cada día más lo estimen y se familiaricen con él. Gracias a vosotros, el pueblo cristiano podrá comprender la excelencia, el valor y la saludable eficacia del Santo Rosario.

Y es Nuestro deseo especial que sea en el seno de las familias donde la práctica del santo Rosario, poco a poco y doquier, vuelva a florecer, se observe religiosamente y cada día alcance mayor desarrollo. Pues vano será, ciertamente, empeñarse en buscar remedios a la continua decadencia de la vida pública, si la sociedad doméstica —principio y fundamento de toda la humana sociedad— no se ajusta diligentemente a la norma del Evangelio. Nos afirmamos que el rezo del Santo Rosario en familia es un medio muy apto para conseguir un fin tan arduo. ¡Qué espectáculo tan conmovedor y tan sumamente grato a Dios cuando, al llegar la noche, todo el hogar cristiano resuena con las repetidas alabanzas en honor de la augusta Reina del Cielo! Entonces el Rosario, recitado en común, ante la imagen de la Virgen, reúne con admirable concordia de ánimos a los padres y a los hijos que vuelven del trabajo diario; además, los une piadosamente con los ausentes y con los difuntos; finalmente, liga a todos más estrechamente con el suavísimo vínculo del amor a la Virgen Santísima, la cual, como amantísima Madre rodeada por sus hijos, escuchará benigna, concediendo con abundancia los bienes de la unidad y de la paz doméstica. Así es como el hogar de la familia cristiana, ajustada al modelo de la de Nazaret, se convertirá en una terrenal morada de santidad y casi en un templo, donde el Santo Rosario no sólo será la peculiar oración que todos los días se eleve hacia el cielo en olor de suavidad, sino que también llegará a ser la más eficaz escuela de la vida y de las virtudes cristianas. En efecto: la contemplación de los divinos misterios de la Redención será causa de que los mayores, al considerar los fúlgidos ejemplos de Jesús y de María, se acostumbren a imitarlos cotidianamente, recibiendo de ellos el consuelo en la adversidad y en las dificultades, y de que, movidos por ello, se sientan atraídos a aquellos tesoros celestiales que no roban los ladrones ni roe la polilla (3); y de tal modo grabará en las mentes de los pequeños las principales verdades de la fe que en sus almas inocentes florecerá espontáneamente el amor hacia el benignísimo Redentor, cuando, al reverenciar —siguiendo el ejemplo de sus padres— a la majestad de Dios, ya desde su más tierna edad aprendan el gran valor que junto al trono del Señor tienen las oraciones recitadas en común.

6. El remedio para los males de nuestros tiempos.

De nuevo, pues, y solemnemente afirmamos cuán grande es la esperanza que Nos ponemos en el Santo Rosario para curar los males que afligen a nuestro tiempo. No es con la fuerza, ni con las armas, ni con la potencia humana, sino con el auxilio divino obtenido por medio de la oración —cual David con su honda— como la Iglesia se presenta impávida ante el enemigo infernal, pudiendo repetirle las palabras del adolescente pastor: “Tú vienes a mí con la espada, con la lanza y con el escudo; pero yo voy a ti en nombre del Señor de los ejércitos…, y toda esta multitud conocerá que no es con la espada ni con la lanza como salva el Señor” (4).

Por cuya razón, Venerables Hermanos, deseamos vivamente que todos los fieles, siguiendo vuestro ejemplo y vuestra exhortación, correspondan solícitos a Nuestra paternal indicación, en unión de corazones y de voces y con el mismo ardor de caridad. Si aumentan los males y los asaltos de los malvados, crezca igualmente y aumente sin cesar la piedad de todos los buenos; esfuércense éstos por obtener de nuestra amantísima Madre, especialmente por medio del Santo Rosario a ella tan acepto, que cuanto antes brillen tiempos mejores para la Iglesia y para la humana sociedad.

7. Instrumento de la pacificación colectiva.

Roguemos todos a la poderosísima Madre de Dios para que, movida por las voces de tantos hijos suyos, nos obtenga de su Unigénito el que cuantos por desgracia se hallan desviados del sendero de la verdad y de la virtud, se vuelvan a ésta por la conversión; el que felizmente cesen los odios y las rivalidades que son la fuente de toda clase de discordias y desventuras; el que la paz, aquélla paz que sea verdadera, justa y genuina, vuelva a resplandecer benigna así sobre los individuos y sobre las familias, como sobre los pueblos y sobre las naciones; el que, finalmente, asegurados los debidos derechos de la Iglesia, aquel benéfico influjo derivado de ella, al penetrar sin obstáculos en el corazón de los hombres, en las clases sociales y en la entraña misma de la vida pública, aúne la familia de los pueblos con fraternal alianza, y la conduzca a aquélla prosperidad que regule, defienda y coordine los derechos y los deberes de todos sin perjudicar a nadie, siendo cada día mayor por la mutua unión y por la común colaboración.

8. El Rosario, medio eficaz para ayudar especialmente a los perseguidos y a la Iglesia del silencio.

Tampoco os olvidéis, Venerables Hermanos y amados hijos, mientras entretejéis nuevas flores orando con el Rosario, no os olvidéis —repetimos— de los que languidecen desgraciados en las prisiones, en las cárceles, en los campos de concentración. Entre ellos se encuentran también, como sabéis, Obispos expulsados de sus sedes sólo por haber defendido con heroísmo los sacrosantos derechos de Dios y de la Iglesia; se encuentran hijos, padres y madres de familia, arrancados a sus hogares domésticos, que pasan su vida infeliz por ignotas tierras y bajo ignotos cielos. Y como Nos les envolvemos a todos con un afecto singular, así también vosotros, animados por aquella caridad fraterna que nace y vive de la religión cristiana, unid con las Nuestras vuestras preces ante el altar de la Virgen Madre de Dios y, suplicantes, recomendadlos a su maternal corazón. No hay duda de que con dulzura exquisita Ella aliviará y suavizará sus sufrimientos, con la esperanza del premio eterno; y de que no dejará de acelerar, como firmemente confiamos, el final de tantos dolores.

9. Esperanza de renovada correspondencia y Bendición Apostólica.

No dudando, Venerables Hermanos, de que vosotros con el celo ardiente que os es acostumbrado, llevaréis a conocimiento de vuestro clero y de vuestro pueblo, en la forma que más conveniente creyereis, esta Nuestra paternal exhortación, y teniendo asimismo por cierto que Nuestros hijos, diseminados por todo el mundo, responderán de buen grado a este Nuestro llamamiento con efusión de corazón concedemos Nuestra Bendición Apostólica, testimonio de Nuestra gratitud y prenda de las gracias celestiales, así a cada uno de vosotros como a la grey confiada a cada uno y singularmente a los que durante el mes de octubre de modo especial recitaren piadosamente, en conformidad con Nuestras intenciones, el Santo Rosario de la Virgen.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de septiembre, fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María, en el año 1951, decimotercero de Nuestro Pontificado.

PÍO PAPA XII

NOTAS
(1) San Lucas, 11, 9.
(2) San Irineo M. Adversus Hæres, III, 22.
(3) San Lucas, 12, 33.
(4) I Reyes 17, 44 y 49.


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