La Epifanía de Dios y la Virgen María. Juan Pablo II y Benedicto XVI

Estos son dos materiales que muestran el magisterio de dos Papas sobre la Epifanía.

El texto de Juan Pablo II de 1989 se refiere a los misterios de la Maternidad Divina y a los reyes Magos.

El texto de Benedicto XVI de 2006 pone énfasis en la Luz de Cristo para concluir en la dimensión misionera…
  

  

AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II
Miércoles 4 de enero de 1989

Queridos hermanos y hermanas:

El designio salvífico de Dios se manifiesta, durante el período navideño que estamos viviendo intensamente, con una cadena de festividades litúrgicas muy idóneas para presentarnos a lo largo de pocos días una amplia visión de conjunto. De la contemplación del Hijo de Dios, que se hizo Niño por nosotros en la gruta de Belén, pasamos a través del modelo inalcanzable de la Sagrada Familia, y así sucesivamente hasta llegar al acontecimiento del Bautismo del Señor, al comienzo de su vida pública.

La audiencia general de este miércoles cae en medio de dos festividades características: La Maternidad divina de María, y la Epifanía. Son dos misterios altamente significativos, que tienen entre ellos una profunda vinculación, sobre la cual hay que reflexionar.

2. El término «epifanía» significa manifestación: en ella se celebra la primera manifestación al mundo pagano del Salvador recién nacido.

En la historia de la Iglesia, la Epifanía aparece como una de las fiestas más antiguas, con vestigios ya en el siglo II, y es vivida como el día «teofánico» por excelencia, «dies sanctus». En los primeros tiempos, la celebración estuvo sobre todo vinculada al recuerdo del Bautismo del Señor, cuando el Padre celestial dio testimonio público de su Hijo en la tierra, invitando a todos a escuchar su Palabra. Pero muy pronto prevaleció la visita de los Magos, en los cuales se reconocen los representantes de los pueblos, llamados a conocer a Cristo desde fuera de la comunidad de Israel.

San Agustín, testigo atento de la tradición eclesial, explica sus razones de alcance universal afirmando que los Magos, primeros paganos en conocer al Redentor, merecieron significar la salvación de todas las gentes (cf. Hom. 203). Y así, en el arte cristiano primitivo, la escena fascinante de hombres doctos, ricos y poderosos, que hablan venido de lejos para arrodillarse ante el Niño, mereció el honor de ser la más representada de entre los acontecimientos de la infancia de Jesús.

Más tarde, en la misma festividad, se empezó a celebrar también la teofanía de las Bodas de Caná, cuando Jesús, al realizar su primer milagro, se manifestó públicamente como Dios. Muchas son, pues, las epifanías, porque son varios los caminos por los que Dios se manifiesta a los hombres. Hoy quiero subrayar cómo una de ellas, más aún, la que es fundamento de todas las demás, es la Maternidad de María.

3. En la antiquísima profesión de fe, llamada «Símbolo Apostólico», el cristiano proclama que Jesús nació «de» la Virgen María. En este artículo del «Credo» están contenidas dos Verdades esenciales del Evangelio.

La primera es que Dios nació de una Mujer (Gál 4, 4). Él quiso ser concebido, permanecer nueve meses en el seno de la Madre y nacer de Ella de modo virginal. Todo esto indica claramente que la Maternidad de María entra como parte integrante en el misterio de Cristo para el plan divino de salvación.

La segunda es que la concepción de Jesús en el seno de María sucedió por obra del Espíritu Santo, es decir, sin colaboración de padre humano. «No conozco varón» (Lc 1, 34), puntualiza María al enviado del Señor, y el arcángel le asegura que nada hay imposible para Dios (Lc 1, 37). María es el único origen humano del Verbo Encarnado.

4. En este contexto dogmático es fácil ver cómo la Maternidad de María constituye una epifanía nueva y totalmente característica de Dios en el mundo.

En efecto, la misma opción de virginidad perpetua que hizo María antes de la Anunciación, tiene ya un valor «epifánico» como llamada a las realidades escatológicas, que están más allá de los horizontes de la vida terrena. Pues esa opción indica una voluntad decidida de consagración total a Dios y a su amor, capaz por si solo de apagar plenamente las exigencias del corazón humano. Y el hecho de la concepción del Hijo, que sucede fuera del contexto de las leyes biológicas naturales, es otra manifestación de la presencia activa de Dios. Finalmente, el alegre suceso del nacimiento de Jesús constituye el culmen de la revelación de Dios al mundo en María y por medio de María.

Es significativo que el Evangelio ponga también a la Virgen en el centro de la visita de los Magos, cuando dice que ellos «entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrándose, lo adoraron» (Mt 2, 11).

A la luz de la fe, la Maternidad de la Virgen aparece de este modo como signo elocuente de la divinidad de Jesús, que se hace hombre en el seno de una Mujer, sin renunciar a la personalidad de Hijo de Dios. Ya los Santos Padres, como San Juan Damasceno, habían hecho notar que la Maternidad de la Santa Virgen de Nazaret contiene en sí todo el misterio de la salvación, que es puro don proveniente de Dios.

María es la Theotokos, como proclamó el Concilio de Éfeso, pues en su seno virginal se hizo carne el Verbo para revelarse al mundo. Ella es el lugar privilegiado escogido por Dios para hacerse visiblemente presente entre los hombres.

Al mirar a la Virgen Santísima estos días de Navidad, cada uno ha de sentir un interés más vivo en acoger, como Ella, a Cristo en su vida, para convertirse luego en su portador al mundo. Cada uno ha de esforzarse, dentro de su familia y en su ambiente de trabajo, por ser una pequeña, pero luminosa, «epifanía de Cristo».

Este es el deseo que dirijo a todos vosotros, amadísimos, en esta primera audiencia general del año nuevo.

LA EPIFANÍA DE DIOS Y LA VIRGEN MARÍA DE BENEDICTO XVI
Homilía en la Santa Misa de la Solemnidad de la Epifanía del Señor. 6 de enero de 2006

Queridos hermanos y hermanas:

La luz que en Navidad brilló en la noche iluminando la gruta de Belén, donde están en silenciosa adoración María, José y los pastores, hoy resplandece y se manifiesta a todos.

La Epifanía es el misterio de luz, simbólicamente indicado por la estrella que guió en su viaje a los Magos. Ahora bien, el verdadero manantial luminoso, el «Sol que surge de lo alto» (Lucas, 1, 78), es Cristo. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, como si se difundiera en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José quedan iluminados por la divina presencia del Niño Jesús, manifestándose después esta luz del Redentor a los pastores de Belén, los cuales, informados por el ángel, acuden inmediatamente a la gruta y encuentran el «signo» que se les había preanunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Cf. Lucas 2, 12). Los pastores, junto a María y José, representan ese «resto de Israel», los pobres, los «anawim», a quienes se les anuncia la Buena Nueva. Por último, este fulgor de Cristo, alcaza también a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Quedan ensombrecidos los palacios del poder de Jerusalén, adonde la noticia del nacimiento del Mesías llega, paradójicamente, a través de los Magos, sin que suscite felicidad, sino más bien temor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino: «Vino la Luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, porque sus obras eran malas» (Juan 3,19).

¿Pero qué es esta Luz? ¿Es sólo una sugerente metáfora o a esta imagen le corresponde una realidad? El apóstol Juan escribe en su primera carta: «Dios es Luz, en Él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5); y a más adelante añade: «Dios es Amor». Estas dos afirmaciones, unidas, nos ayudan a comprender mejor: la Luz, que aparece en Navidad, y que hoy se manifiesta a las gentes es el Amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo Encarnado. Atraídos por esta Luz, vienen los Magos de Oriente.

En el misterio de la Epifanía, por tanto, junto a un movimiento de irradiación hacia el exterior, se manifiesta un movimiento de atracción hacia el centro, que lleva a su cumplimiento el movimiento ya inscrito en la Antigua Alianza. El manantial de este dinamismo es Dios, uno en su sustancia y trino en las personas, que atrae todo y a todos hacia sí. La Persona encarnada del Verbo se presenta como principio de recapitulación universal (Cf. Efesios 1, 9-10). Él es la meta final de la historia, el punto de llegada de un «éxodo», de un providencial camino de Redención, que culmina con su Muerte y Resurrección. Por este motivo, en la Solemnidad de la Epifanía, la liturgia prevé el llamado «Anuncio de Pascua»: el año litúrgico, de hecho, resume toda la historia de la salvación, en cuyo centro está «el Triduo del Señor Crucificado, Sepultado y Resucitado».

En la liturgia del Tiempo de Navidad se recurre a menudo, como estribillo, a un versículo del Salmo 97: «El Señor ha manifestado su salvación, a los ojos de los pueblos ha revelado su justicia» (v, 2). Son palabras que la Iglesia utiliza para subrayar la dimensión de «epifanía» de la Encarnación: el momento en el que el Hijo de Dios se hace hombre, entra en la historia, es el momento culminante de la autorrevelación de Dios a Israel y a todas las gentes. En el Niño de Belén, Dios se ha revelado con la humildad de la «forma humana», con la «condición de siervo», es más, de crucificado (Cf. Filipenses 2, 6-8). Es la paradoja cristiana. Este escondimiento constituye precisamente la más elocuente «manifestación» de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión, nos permiten saber cómo es Dios verdaderamente. El Rostro del Hijo revela fielmente al del Padre. Por este motivo, el misterio de la Navidad es, por así decir, todo una «epifanía». La manifestación a los Magos no añade nada ajeno al designio de Dios, sino que desvela una dimensión perenne y constitutiva, es decir: «que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo por medio del Evangelio» (Ef. 3, 6).

Si se analiza superficialmente, la fidelidad de Dios a Israel y su manifestación a las gentes podrían parecer aspectos divergentes; en realidad son las dos caras de una misma moneda. De hecho, según las Escrituras, al ser fiel al pacto de amor con el pueblo de Israel, Dios revela su gloria también a los demás pueblos. «Gracia y fidelidad» (Salmo 88, 2), «Misericordia y verdad» (Salmo 84, 11) son el contenido de la gloria de Dios, son su «nombre», destinado a ser conocido y santificado por los hombres de toda lengua y nación. Pero este «contenido» es inseparable del «método» que Dios eligió para revelarse: la fidelidad absoluta a la alianza, que alcanza su cumbre en Cristo. El Señor Jesús es al mismo tiempo y de manera inseparable «Luz para iluminar a las gentes y gloria del pueblo de Israel» (Lucas 2,32), como exclamará el anciano Simeón, inspirado por Dios, al tomar al Niño entre sus brazos, cuando los padres lo presentaron en el templo. La luz que ilumina a las gentes, la luz de la Epifanía, emana de la gloria de Israel, la gloria del Mesías, nacido según las Escrituras, en Belén, «ciudad de David» (Cf. Lucas, 2, 4). Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre, María, porque en Él reconocieron el manantial de la doble luz que les había guiado: la luz de la estrella, y la luz de las Escrituras. Reconocieron en Él, al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también, al Rey de todas las gentes.

En el contexto de la Epifanía se manifiesta también el misterio de la Iglesia y su dimensión misionera. Está llamada a hacer resplandecer en el mundo la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol. En la Iglesia, se han cumplido las antiguas profecías referidas a la ciudad santa, Jerusalén, como es el caso de la estupenda profecía de Isaías que acabamos de escuchar: «¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz…! Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada» (Isaías 60, 1-3). Es lo que tendrán que hacer los discípulos de Cristo: habiendo aprendido de Él a vivir con el estilo de las Bienaventuranzas, tendrán que atraer, a través del testimonio del amor, a todos los hombres a Dios. «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16). Escuchando estas palabras de Jesús, nosotros, miembros de la Iglesia tenemos que experimentar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado.

La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus limitaciones y sus errores. Cristo, sólo Él, al darnos el Espíritu Santo, puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Es Él la luz de las gentes, «Lumen Gentium», que ha querido iluminar el mundo a través de su Iglesia (Cf. Concilio Vaticano II, Constitución «Lumen Gentium», 1).

«¿Cómo podrá suceder esto?» nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Pues, es justo Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, quien nos da la respuesta: con su ejemplo de disponibilidad total a la Voluntad de Dios –«fiat mihi secundum verbum tuum» [He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra] (Lucas 1, 38)–, nos enseña a ser «epifanía» del Señor, con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión a la palabra de su Hijo, Luz del mundo y meta final de la historia.».

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