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Aún no lo beatificaron y ya hay un segundo milagro atribuido a Don Álvaro del Portillo

Los dos milagros para la canonización del sucesor de San Josemaría Escriva en el Opus Dei.
Hace 10 años se produjo el milagro que permitirá la beatificación de Álvaro del Portillo – el sucesor de San Josemaría Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei -, el 27 de septiembre. Pero ahora surge otro milagro atribuido a la intercesión de Don Álvaro, que de confirmarse, lo pondrá pronto a las puertas de la canonización.

 

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El primer milagro atribuido a su intercesión es la recuperación instantánea de un niño chileno, José Ignacio Ureta Wilson, que a los pocos días de nacer sufrió un paro cardíaco de más de media hora. Y el difundido ahora la una curación atribuida a las oraciones a Don Álvaro, de una niña de Oviedo, Lucía Rodríguez, que logró salir de un coma sin ninguna explicación médica.

EL MILAGRO YA CONOCIDO PARA SU BEATIFICACIÓN

El milagro fue hace diez años en Chile y el protagonista fue el niño chileno José Ignacio Ureta Wilson, quien a los pocos días de nacer, sufrió un paro cardíaco de más de media hora y una hemorragia masiva. Su corazón estuvo treinta minutos sin latir,

“y sin mediar explicación” -cuenta el médico que trataba infructuosamente de reanimarle -, “el corazón de José Ignacio retomó el ritmo…”. El niño “no debería caminar, no debería correr, no debería saltar. Todo en él en su milagro”, dice su madre, Susana Wilson.

Los padres de José Ignacio rezaron por su hijo pidiendo la intercesión del Venerable Siervo de Dios Álvaro del Portillo desde el embarazo, que presentó numerosas dificultades. Durante algún tiempo, la madre incluso llevó sobre su vientre una estampa de Don Álvaro. Después puso una estampa sobre la cuna del niño y pidió a sus amigos y familiares que encomendaran la salud de su hijo a Mons. del Portillo.

Puede leerse los detalles de este milagro aquí: Revelación del milagro que permite la beatificación de Mons. Alvaro del Portillo

EL NUEVO MILAGRO QUE PODRÍA LLEVARLO A LA CANONIZACIÓN

La semana que viene, en el Auditorio Príncipe Felipe de Oviedo en el marco de la exposición itinerante «Un santo en datos», se dará el testimonio de la curación, atribuida al futuro beato, de la niña asturiana Lucía Rodríguez.

Tanto la madre de la pequeña, que ahora tiene nueve años, como su marido, el ovetense Santiago Rodríguez, guardan agradecimiento eterno a Álvaro del Portillo, a cuya intercesión atribuyen la curación de Lucía, su hija mayor, que con un mes y medio, ingresada en el hospital de Santiago de Compostela, tras entrar en estado convulsivo, salió de un coma inducido sin ningún tipo de secuela.

La niña, llamada Lucía, tenía tan solo un mes y medio tuvo que ser ingresada en un hospital de Santiago debido a que había sufrido una convulsión. Aunque los médicos en principio no encontraron nada raro decidieron mantenerla en observación toda la noche del 6 de julio, hace ahora ya nueve años.

Durante el tiempo que estuvo ingresada la pequeña sufrió ocho convulsiones más, una cada hora y media, aunque de todas lograba volver en sí de forma natural. En la última de ellas, ya el día 7 por la mañana, eso no fue así. No lograba recuperarse de la misma forma que las otras veces y tuvieron que llevarla a la UCI.

“Los médicos nos informaron de que no sabían qué le pasaba pero que no lograban sacarla de ese estatus convulsivo”, recuerda Nuria Rodríguez, su madre.

La segunda vez que los médicos informaron esa noche a la familia fue para comunicarles que no lograban que la niña volviera y que la única forma de que no muriera era induciéndole un coma barbitúrico.

“El doctor nos dijo que era como si su cerebro estuviera en llamas y no pudiesen apagarlas”, cuenta la madre de la pequeña.

Además, también le dijeron que

“ahora sí que necesitamos un milagro”.

A pesar de todos los esfuerzos del personal del hospital, les recomendaron que pasasen a despedirse, pues lo más probable era que Lucía no llegase a salir de ese coma.

“En esos momentos no puedes evitar que se te venga el mundo encima, recurres a todo lo que se te pasa por la mente para buscar una solución” y Nuria en lo que pensó fue en rezar.

“No soy del Opus Dei pero siempre he sido creyente”, dice.

Le rezó a todos los santos que conocía y a todas las estampas que encontró por el hospital.

«En la capilla cogí todas las estampas que vi, no sabía quién era Álvaro del Portillo, pero esa estampa la coloqué en la cartera al lado de la foto de mi hija», asegura, plenamente convencida de que fue él quien obró la recuperación.

Tras otra larga noche, el día 8 los médicos intentaron sacar a la pequeña del coma. La niña no sólo sobrevivió, sino que fueron quitándole la medicación poco a poco y, al final, despertó.

A día de hoy no se sabe que tuvo Lucía y cómo consiguió sobrevivir, pero Nuria no puede evitar pensar que Álvaro del Portillo tuvo algo que ver:

“Le recé a mucha gente pero como puse su estampita junto a la foto de mi hija siempre pensé que se había salvado por intercesión suya. Desde entonces aún llevo su estampa en la cartera”.

Este milagro se encuentra en estudio.

EL NEXO ASTURIANO DE DON ÁLVARO DEL PORTILLO

Este segundo milagro es un nexo más de unión con Asturias del cura madrileño, tercero de ocho hermanos, ingeniero de Caminos y doctor en Filosofía y Derecho Canónico, ordenado sacerdote en 1944, que ya veraneaba de joven en La Isla (Colunga).

En el verano de 1933 o 1934 se disponía a dar un paseo en motora con unos amigos cuando uno de sus hermanos, se encontró mal y declinó embarcar. Se quedó con él. Una terrible galerna hizo naufragar la lancha, en la que sólo se salvó un tripulante. Del Portillo regresó a Madrid convencido de que si Dios le había librado de una muerte probable, le dedicaría su vida.

En 1935 pidió la admisión en el Opus Dei, atraído por el principio de la santificación del trabajo diario. Con el paso del tiempo, el obispo no se olvidó de Asturias y la mayor parte de los años que permaneció al frente del Opus Dei acudió puntual a su descanso estival en la finca gijonesa de Solavieya, (Granda), donde la organización de la Iglesia Católica imparte actividades de formación.

Una placa colocada en la ermita de la casa tras su fallecimiento, recoge que aquellos eran días de «oración, trabajo y descanso». Y es que desde esta morada gijonesa Álvaro del Portillo alentó las tareas apostólicas de la Obra e impulsó la causa de canonización del San Josemaría Escrivá de Balaguer, con el que trabajó codo con codo hasta la muerte del primero, en 1975. Ni siquiera los miembros de la Obra en Asturias estaban al corriente de aquellas tres semanas que el Padre -así se dirigen a él los integrantes del Opus Dei- pasaba en el Principado.

Fuentes: El Comercio, La Nueva España, Signos de estos Tiempos

 

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Requisitos para la Beatificación y Canonización de los Santos

Para que alguien sea declarado por la Iglesia beato o santo, se requiere la verificación de algún milagro después de muerto, como prueba y señal divina de su santidad. El milagro debe referirse a un acontecimiento inexplicable que supera las fuerzas de la naturaleza y que ha ocurrido en conexión con la invocación del siervo de Dios, que será beatificado o del beato que será canonizado. Solamente para los mártires, la Iglesia no exige milagros, sino solamente probar la autenticidad de su martirio. Para los demás, desde el Papa Inocencio IV (1243-1254), se requiere, al menos, la realización de un milagro.

Según los requisitos aprobados por Benedicto XIV, que expuso en su obra Opus de servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione del año 1839, es preciso que los milagros de curaciones de enfermedades sean evaluados por una comisión de médicos cualificados. Que la curación sea extremadamente difícil o imposible humanamente. Si la enfermedad podía ser curada normalmente con medicinas, es preciso que no se hayan tomado esas medicinas o que las medicinas tomadas hayan sido totalmente ineficaces. La curación debe ser siempre instantánea y perfecta, aunque permanezcan algunas consecuencias inofensivas como cicatrices. Y, además, la curación debe ser estable y duradera en el tiempo.

Hasta 1975 se requerían dos milagros para la beatificación y, en ciertos casos, tres o cuatro, con la posibilidad de dispensarlos en caso de martirio comprobado. Para la canonización se requerían dos milagros después de la beatificación. A partir de ese año, se comenzó a dispensar del segundo milagro para la beatificación y, después, también del segundo para la canonización, llegando así a la actual legislación de 1983.

El Papa Juan Pablo II, con la Constitución apostólica Divinus perfectionis Magister del 23 de enero de 1983, quiso dar mayor agilidad a las causas de los santos sin descuidar la seriedad y exigencia debidas, queriendo descentralizar la investigación del proceso y haciendo partícipes a los obispos en esta tarea con el proceso diocesano.

El proceso diocesano ve todo lo referente a la vida del posible beato o santo, sus virtudes, martirio, fama de santidad, escritos… También debe investigar sobre los posibles milagros y el culto que le hayan podido dar desde antiguo. Las investigaciones diocesanas deben recoger información sobre todo lo escrito sobre el nuevo santo y sus propios escritos, y el juicio de los teólogos sobre ellos. Terminadas todas las investigaciones, se envía el ejemplar auténtico de todos los datos recopilados, incluidos sus escritos.

Si se trata de curación de enfermedades, el obispo debe pedir la ayuda de médicos para poner preguntas aclaratorias a los testigos del caso. Si el curado está vivo, deben visitarlo algunos expertos para constatar su curación y su estabilidad.

Todo el material recopilado sobre el hecho milagroso es llevado a la Congregación para la Causa de los Santos en Roma, donde es estudiado bajo la dirección y control de un relator. Para el estudio de los casos milagrosos, debe haber un estudio previo de dos peritos de oficio. Si al menos uno de los dos da el visto bueno favorable, se pasa a la fase de la Consulta Médica en la que cinco peritos, normalmente médicos, en caso de curación de enfermedades, se deben pronunciar sobre la inexplicabilidad de la curación. En casos especiales, se puede pedir la opinión de otros especialistas, pero sólo se requiere actualmente un milagro para la beatificación y otro para la canonización.

Cuando la comisión médica da el visto bueno favorable, pasa a la sesión de cardenales que se pronuncian sobre si es milagro y, en caso positivo, el Papa normalmente lo acepta y coordina la fecha para la beatificación o canonización. En esa fecha, que es de fiesta para todos los católicos del mundo, normalmente, se eleva a los altares a varios a la vez, sobre todo, en el caso de las beatificaciones. Con la certificación de la canonización, la Iglesia declara solemnemente, con toda su autoridad, como si fuera un dogma de fe, que tal persona está en el cielo y podemos invocarla para recibir muchas bendiciones de Dios por su intercesión.

Sólo el Papa Juan Pablo II ha canonizado a 482 y beatificado a 1338; de ellos unos 520 son laicos.

 

TÍTULOS

Venerable: Con el título de Venerable se reconoce que un fallecido vivió virtudes heroicas.

Beato: Se reconoce por el proceso llamado de «beatificación». Además de los atributos personales de caridad y virtudes heroicas, se requiere un milagro obtenido a través de la intercesión del Siervo/a de Dios y verificado después de su muerte. El milagro requerido debe ser probado a través de una instrucción canónica especial, que incluye tanto el parecer de un comité de médicos (algunos de ellos no son creyentes) y de teólogos. El milagro no es requerido si la persona ha sido reconocida mártir. Los beatos son venerados públicamente por la iglesia local. Santo.

Canonización: Con la canonización, al beato le corresponde el título de santo. Para la canonización hace falta otro milagro atribuido a la intercesión del beato y ocurrido después de su beatificación. Las modalidades de verificación del milagro son iguales a las seguidas en la beatificación. El Papa puede obviar estos requisitos. El martirio no requiere habitualmente un milagro. La canonización compromete la infalibilidad pontificia. Mediante la canonización se concede el culto público en la Iglesia universal. Se le asigna un día de fiesta y se le pueden dedicar iglesias y santuarios.

 

HISTORIA DE LA BEATIFICACIÓN Y LA CANONIZACIÓN

De acuerdo con algunos escritores, el origen de la beatificación y canonización en la Iglesia Católica se remonta a la antigua apoteosis pagana. En su clásica obra al respecto (De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione), Benedicto XIV examina y desde el principio refuta esta teoría. Demuestra tan claramente las diferencias sustanciales entre ellas que nadie en su sano juicio podrá, en adelante, confundir las dos instituciones o derivar una de la otra. Es un asunto la historia quienes fueron elevados al honor de la apoteosis, en qué campos y por la autoridad de quién; no menos claro queda el significado que conllevaba. A menudo el decreto se debía a la declaración de una sola persona (posiblemente sobornada o atraída por promesas y con vista de asegurar el fraude en las mentes de gente de por sí supersticiosa) que mientras el cuerpo del nuevo dios estaba siendo quemado, un águila, en el caso de los emperadores, o un pavo real (el ave sagrada de Juno), en el caso de sus consortes, era vista llevando al cielo el espíritu del difunto (Livio, Hist. Roma, I, xvi; Herodiano, Hist. Roma, IV, ii, iii). La apoteosis era conferida a la mayoría de los miembros de la familia imperial, de cuya familia era privilegio exclusivo. No tenían importancia las virtudes o los logros notables. Se usaba frecuentemente esta forma de deificación para distraer la atención de la crueldad de los monarcas imperiales. Se dice que Rómulo fue deificado por los senadores, los cuales lo habían asesinado; Popea debió su apoteosis a su imperial pareja, Nerón, después de que la hubo llevado a la muerte; Geta obtuvo el honor por su hermano Caracalla, quien se había deshecho de él por celos.

La canonización en la Iglesia Católica es una cosa completamente distinta. La Iglesia Católica canoniza o beatifica solo a aquellos cuyas vidas estuvieron marcadas por el ejercicio de las virtudes heroicas y solo después de que esto ha sido probado por reputación conocida de santidad y por argumentos conclusivos. La diferencia principal, sin embargo, está en el significado del término canonización; la Iglesia no ve en los santos mas que amigos y siervos de Dios cuyas vidas santas les hicieron merecedores en especial forma de Su amor. La Iglesia no pretende hacer dioses (cfr. Eusebius Emisenus, Serm. de S. Rom. M.; Augustine, De Civitate Dei, XXII, x; Cyrill. Alexandr., Contra Jul., lib. VI; Cyprian, De Exhortat. martyr.; Conc. Nic., II, act. 3).

El verdadero origen de la canonización y beatificación se encuentra en la doctrina católica del culto, invocación e intercesión de los santos. Como fue enseñado por San Agustín (Quaest. in Heptateuch., lib. II, n. 94; Contra Faustum, lib. XX, xxi), los católicos, mientras que únicamente a Dios le dan adoración estrictamente, honran a los santos debido a los dones Divinos sobrenaturales que les han ganado la vida eterna, y a través de los cuales ellos reinan con Dios en el Cielo como Sus amigos escogidos y fieles servidores. En otras palabras, los católicos honran a Dios en Sus santos como el amoroso dispensador de bienes sobrenaturales. La veneración de latría, o adoración estrictamente hablando, se le da únicamente a Dios; la veneración de dulía, u honor y humilde reverencia, es pagada a los santos; la veneración de hiperdulía, una forma más elevada de dulía, corresponde, debido a su mayor excelencia, a la Santísima Virgen María. La Iglesia (Aug., Contra Faustum, XX, xxi, 21; cf. De Civit. Dei, XXII, x), erige y dedica sus altares únicamente a Dios, aunque honrando y recordando a los santos y mártires. Existe una garantía de la Escritura para tal alabanza en los pasajes donde se nos propone venerar a los ángeles (Ex. 23, 20ss; Jos. 5, 13; Dan. 8, 15ss; 10, 4ss; Lc. 2, 9ss; Hch. 12, 7ss; Ap.; 5, 11ss; 7, 1ss; Mt. 18, 10), de quienes no son muy diferentes los hombres y las mujeres santos, como copartícipes de la amistad con Dios. Y si San Pablo implora a los hermanos (Rom. 15, 30; 2Cor. 1, 11; Col. 4, 3; Ef. 6, 18s) que lo ayuden con sus oraciones a Dios por él, con mayor razón debemos mantener que podemos ser ayudados por las oraciones de los santos, y pedirles su intercession con humildad. Si se lo pedimos a aquéllos que aún están en la tierra, ¿por qué no a aquéllos que ya viven en el cielo?

Se objeta en ocasiones que la invocación a los santos se opone al hecho de que el único mediador es Cristo Jesús. Hay, sin ninguna duda “un mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús.” Pero Él es nuestro mediador en su cualidad de nuestro Redentor común; pero Él no es ni nuestro único intercesor o abogado, ni nuestro único mediador por la vía de la súplica. En la décimo primera sesión del Concilio de Calcedonia (451) encontramos a los Padres exclamando “¡Flaviano vive después de la muerte! ¡Que el mártir ruegue por nosotros!” Si aceptamos esta doctrina de la veneración de los santos, de la cual hay innumerables evidencias en los escritos de los Padres y en las liturgias de las Iglesias Orientales y Latina, no debe maravillarnos el amoroso cuidado con el que la Iglesia se propuso escribir los sufrimientos de los primeros mártires, enviar estas crónicas de una asamblea de los fieles a otra y promover la veneración de los mártires.

En la carta circular de la Iglesia de Esmirna (Eus., Hist. Eccl., IV, xxiii) descubrimos la mención de la celebración religiosa del día en el cual San Policarpio sufrió el martirio (23 de febrero de 155); y las palabras del pasaje expresan exactamente el propósito principal que tiene la Iglesia en la celebración de tales aniversarios:

“Finalmente hemos reunido sus huesos, los cuales son más queridos para nosotros que las piedras preciosas y más puros que el oro, y los hemos colocado en donde era importante que reposaran. Y si es posible para nosotros reunirnos de nuevo en asamblea, quiera Dios concedernos celebrar el aniversario de este martirio con alegría, de manera que recordemos la memoria de aquéllos que lucharon en glorioso combate y enseñar y fortalecer con su ejemplo, a aquellos que vengan después de nosotros.”

Esta celebración de aniversario y veneración de los mártires era un momento de acción de gracias y congratulación, una ofrenda y una evidencia de la alegría de aquéllos que estaban comprometidos (Muratori, de Paradiso, x) y su difusión general explica por qué Tertuliano, a pesar que aseguraba, junto con los chiliastas, que los idos obtendrían la gloria eterna solo después de la resurrección general de los muertos, admitía una excepción para los mártires (De Resurrectione Carnis, xiii).

Debe ser obvio, sin embargo, que mientras la certeza moral privada de su santidad y posesión de la gloria puede ser suficiente para la veneración privada de los santos, no es suficiente para actos públicos y comunes del mismo tipo. Ningún miembro de un cuerpo social puede, independientemente de su autoridad, ejercer un acto propio a dicho cuerpo. Surgió naturalmente que para la veneración pública de los santos, la autorización eclesiástica de los pastores y guías de la Iglesia era requerida constantemente. La Iglesia se tomaba, sin duda muy en serio, el honor de los mártires, pero no se dedicó a garantizar honores litúrgicos indiscriminadamente a todos aquellos que aparentemente habían muerto por la Fe. San Optato de Mileve, escribiendo a finales del siglo IV, nos dice (De Schism, Donat., I, xvi, in P.L., XI, 916-917) de cierta dama noble, Lucila, quien fue reprendida por Ceciliano, Archidiácono de Cártago, por haber besado antes de la Sagrada Comunión los huesos de uno que o no era un mártir o cuyo derecho al título no estaba probado.

La decisión concerniente a si el mártir había muerto por su fe en Cristo y el consecuente permiso para venerarlo, recaía originalmente en el obispo del lugar en el que había dado su testimonio. El Obispo inquiría el motivo de su muerte y, encontrando que había muerto mártir, enviaba su nombre con una relación de su martirio a otras iglesias, especialmente las vecinas, para que, en el caso de aprobación por sus respectivos obispos, el culto del mártir se pudiera extender también a sus iglesias y que los fieles, tal como leemos en las Actas del martirio de San Ignacio (Ruinart, Acta Sincera Martyrum, 19) “puede estar en comunión con el generoso mártir de Cristo”. Los mártires cuya causa, por así decirlo, había sido discutida y la fama de cuyo martirio había sido confirmado, eran conocidos como mártires probados (vindicati). Por lo que a la palabra concierne probablemente no anteceda al siglo IV, cuando fue introducida en la Iglesia en Cartago; pero el hecho es ciertamente anterior. En los primeros tiempos, por lo tanto, este culto a los santos era enteramente local y pasaba de una iglesia a la otra con el permiso de sus obispos. Está claro en el hecho de que en ninguno de los antiguos cementerios cristianos se encuentran pinturas de mártires salvo aquellos que habían muerto en esos vecindarios. También explica eso, la casi universal veneración rápidamente otorgada a algunos mártires, como San Lorenzo, San Cipriano de Cartago, el Papa Sn. Sixto de Roma [(Duchesne, Origines du culte chrétien (Paris, 1903), 284)].

La veneración a los confesores -aquellos, que murieron pacíficamente después de una vida de virtud heroica- no es tan antigua como la de los mártires. La misma palabra toma un diferente significado después de los primeros períodos cristianos. En el principio se le daba a aquéllos que confesaban a Cristo cuando eran examinados en presencia de los enemigos de la Fe (Baronius, en sus notas a Ro. Mart., 1 Enero, D), o, como explica Benedicto XIV (op. cit., II, c. ii, n. 6) , a aquéllos que morían pacíficamente luego de haber confesado la Fe ante los tiranos u otros enemigos de la religión Cristiana y bajo torturas o sufrido otros castigos de cualquier naturaleza. Posteriormente, los confesores fueron aquéllos que habían vivido una vida santa y la terminaron con una santa muerte en paz cristiana. Es en este sentido que nosotros en la actualidad veneramos a los confesores.

Fue en el siglo IV, como es comúnmente sostenido, que a los confesores se les dio por vez primera honor eclesiástico público, a pesar de que ocasionalmente eran alabados ardientemente por los Padres más antiguos y, a pesar de que Sn. Cipriano declara que fueron merecedores de abundantes recompensas (De Zelo et Livore, col. 509; cf. Innoc. III, De Myst. Miss., III, x; Benedict XIV, op. cit., I, v, no 3 sqq; Bellarmine, De Missâ, II, xx, no 5). Incluso Belarmino no está seguro de cuando comenzaron los confesores a ser objeto de culto, y asegura que no fue antes del 800, cuando las fiestas de los santos Martín y Remigio son encontradas en el catálogo de fiestas hecho por el Concilio de Mainz. Es opinión de Inocencio III y Benedicto XIV y confirmada por la aprobación implícita de Sn. Gregorio Magno (Dial. I, xiv; III, xv) y por hechos bien conocidos; en Oriente, por ejemplo, Hilarión (Sozomen, III, xiv; VIII, xix), Efrén (Greg. Nyss. Orat. In laud. S Efrén) y otros confesores fueron públicamente honrados en el siglo IV; y en Occidente, Sn. Martín de Tours, como se ve en los antiguos breviarios y en el Misal Mozárabe (Bona Rer. Lit., II, xii, no. 3) y Sn. Hilario de Poitiers, como puede ser demostrado en el antiquísimo libro conocido como “Missale Francorum,” fueron objeto de culto similar en el mismo siglo.

La razón de esta veneración recae, sin duda alguna, en el parecido de las vidas de auto-negación y heroicamente virtuosas de los confesores con los sufrimientos de los mártires; tales vidas podrían ciertamente ser llamadas martirios prolongados. Naturalmente y en consecuencia, tal honor fue otorgado en primer lugar a los ascetas (Duchesne, op. cit. 284) y solo después a aquéllos que recordaban con sus vidas la existencia extraordinaria y penitencial de los ascetas. Tan cierto es esto, que los confesores eran frecuentemente llamados mártires. Sn. Gregorio Nacianceno llama mártir a Sn. Basilio; Sn. Juan Crisóstomo aplica el mismo título a Eustaquio de Antioquia; Sn. Paulino de Nola escribe de Sn. Félix de Nola que ganó honores celestiales, sine sanguine martyr (Un mártir sin sangre); Sn. Gregorio Magno llama mártir a Zeno de Verona y Metronio le da a Sn. Roterio el mismo título. Posteriormente, los nombres de los confesores fueron inscritos en los dípticos y se les reverenció. Sus tumbas fueron honradas (Martigny, loc. Cit.) con el mismo título de las de los mártires (martyria). Es verdad, sin embargo, en todo momento que era ilícito venerar a los confesores sin el permiso de la autoridad eclesiástica como había sido el venerar a los mártires (Bened. XIV, loc. cit. vi).

Hemos visto que por varios siglos los obispos, en algunos lugares solo los primados y patriarcas, podían otorgar a los mártires y confesores honor eclesiástico público; tal honor, sin embargo, era siempre decretado solo para el territorio sobre el cual tenían jurisdicción los otorgantes. Así, era solo la aceptación de dicho honor por el Obispo de Roma lo que lo hacía universal, dado que solo él podía autorizar o mandar en la Iglesia Universal [Gonzalez Tellez, Comm. Perpet. in singulos textus libr. Decr. (III, xlv), in cap. i, De reliquiis et vener. Sanct.]. Sin embargo, se dieron abuso en esta forma de disciplina, debido tanto a las indiscreciones del fervor popular como a la falta de cuidado de algunos obispos en averiguar a fondo las vidas de aquellos que permitían fuesen honrados como santos. Hacia el final del siglo XI los Papas vieron que era necesario restringir la autoridad episcopal en este punto y decretaron que las virtudes y milagros de las personas propuestas para veneración pública debían ser examinados en concilios, particularmente en concilios generales. Urbano II, Calixto II y Eugenio III siguieron esta línea de acción. Pasó, aún después de estos decretos, que “algunos, siguiendo las formas de los paganos y engañados por el fraude del maligno, veneraron como santo a un hombre que había sido muerto mientras estaba intoxicado.” Alejandro III (1159-81) prohibió su veneración en estas palabras: “En el futuro ustedes no presumirán de darle reverencia, tal que, aún si se hubiesen realizado milagros por él, no se les permitirá reverenciarle sin la autoridad de la Iglesia Romana” (c. i, tit. cit., X. III, xlv). Los teólogos no se ponen de acuerdo con la cabal importancia de este decreto. Ya sea que fuera hecha una nueva ley (Belarmino. De Eccles. Triumph. I, viii), en cuyo caso el Papa por primera vez, se reservó el derecho de la beatificación o fue confirmada una ley preexistente. Como el decreto no puso fin a todas las controversias, y algunos obispos no obedecieron a lo que correspondía a la beatificación (cuyo derecho ciertamente poseían hasta entonces), Urbano VII publicó, en 1634, una Bula que puso fin a toda discusión reservando a la Santa Sede no solo su inmemorial derecho de la canonización, sino también la beatificación.

 

NATURALEZA DE LA BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

Antes de tratar con el procedimiento en las causas de beatificación y canonización, es conveniente definir estos términos de manera precisa y concisa a la vista de las precedentes consideraciones.

La canonización, generalmente hablando, es un decreto concerniendo la veneración eclesiástica pública de un individuo. Tal veneración, sin embargo, puede ser permisiva o preceptiva, puede ser universal o local. Si el decreto contiene un precepto, y es universal en el sentido de que corresponde a toda la Iglesia, es un decreto de canonización; si solo permite tal veneración, o si obliga bajo precepto pero no concierne a toda la Iglesia, es un decreto de beatificación.

En la antigua disciplina de la Iglesia, probablemente aún tan posterior como Alejandro III, los obispos podían, como ya se explicó, en sus diócesis, permitir veneración pública a los santos y tales decretos episcopales no eran meramente permisivos, sino preceptivos. El efecto de un acto episcopal de este modo, era equivalente a nuestra moderna beatificación. En tales casos no había, propiamente hablando, canonización, a menos que se tuviera el consentimiento del Papa extendiendo el culto en cuestión, implícita o explícitamente e imponiéndolo por precepto a toda la Iglesia en su conjunto. En la norma más reciente, la beatificación es un permiso para venerar, otorgado por los Romanos Pontífices con restricción a ciertos lugares y a ciertos ejercicios litúrgicos. Es, por lo tanto, ilícito reverenciar a la persona conocida como Beato públicamente, fuera del lugar para el cual fue otorgado el permiso, o recitar un oficio en su honor, o celebrar Misa con oraciones referentes a él o ella, a menos que exista indulto especial. La canonización es un precepto del Romano Pontífice ordenando la veneración pública a un individuo por la Iglesia Católica. Resumiendo, pues, la beatificación difiere de la canonización en que: la primera implica (1) un permiso para venerar localmente restringido, no universal, lo cual es (2) un mero permiso y no un precepto; mientras que la canonización implica un precepto universal.

En casos excepcionales, uno u otro elemento de esta distinción puede no existir; así, Alejandro III no solo permitió, sino que ordenó el culto público del Beato William de Malavalle en la diócesis de Grosseto, y esta acción fue confirmada por Inocencio III; León X actuó similarmente con respecto a B. Hosanna para la ciudad y distrito de Mantúa; Clemente IX con respecto a Santa Rosa de Lima, cuando era beata, haciéndola patrona principal de Lima y Perú y Clemente X, haciéndola patrona de América. Clemente X también escogió al beato Estanislao Kotska como patrón de Polonia, Lituania y las provincias unidas. De nuevo, pero con respecto a la universalidad, Sixto IV permitió el culto del beato John Boni en toda la Iglesia Universal. En todas estas instancias había habido únicamente beatificación.

La canonización por lo tanto, crea un culto el cual es, universal y obligatorio. Pero al imponer esta obligación, el Papa puede y de hecho usa, uno de dos métodos, cada uno constituyendo una nueva especie de canonización, i.e. canonización formal y canonización equivalente. La canonización formal ocurre cuando el culto es prescrito como una decisión explícita y definitiva, después del proceso judicial debido y las ceremonias usuales en tales casos. La canonización equivalente ocurre cuando el Papa, omitiendo el proceso judicial y las ceremonias, ordena que cierto Siervo de Dios sea venerado en la Iglesia Universal; esto ocurre cuando tal santo ha sido venerado desde mucho tiempo atrás, cuando sus virtudes heroicas (o martirio) y milagros han sido relatados por historiadores confiables y la fama de su intercesión milagrosa está ininterrumpida. Muchos ejemplos de tal canonización se encuentran con Benedicto XIV; por ejemplo, los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan de Matham, Félix de Valois, la Reina Margarita de Escocia, el Rey Esteban de Hungría, el Duque Wenceslao de Bohemia y Gregorio VII. Tales casos son una buena prueba de la precaución con la que procede la Iglesia en estas canonizaciones equivalentes. Podemos añadir que esta canonización equivalente consiste en un Oficio y Misa por el Papa en honor del santo. También cabe señalar que esta canonización ha caido en desuso y que en la actualidad, todos los santos canonizados, tienen que pasar por los largos y rigurosos procesos de beatificación y canonización.

 

INFABILIDAD PAPAL Y CANONIZACIÓN

¿Es infalible el Papa al expedir un decreto de canonización? La mayor parte de los teólogos concuerdan con una respuesta afirmativa. Es la opinión de San Antonino, Melchor Cano, Suárez, Belarmino, Bañez, Vázquez y, entre los canonistas, de González Téllez, Fagnanus, Schmalzgrüber, Barbosa, Reissenstül, Covarrubias, Albitius, Petra, Joannes a S. Toma, Silvestre, Del Bene y muchos otros. En Quodlib. IX, a 16, Sto. Tomás dice: “Dado que el honor que profesamos a los santos es en cierto sentido, una profesión de fe, i.e., una creencia en la gloria de los santos, debemos píamente creer que, en este asunto, también el juicio de la Iglesia está libre de error.” Estas palabras de Sto. Tomás, como es evidente si recordamos todas las autoridades que hemos citado, favoreciendo positivamente la infalibilidad, son interpretadas como infalibilidad Papal en el asunto de la canonización. Esta infalibilidad, de acuerdo con el doctor santo, es un asunto de creencia pía.

¿Cuál es el objetivo de este juicio infalible del Papa? ¿Define que la persona canonizada está en el cielo o solo que ha practicado las virtudes cristianas en grado heroico? La opinión generalizada de los teólogos es que lo único que queda definido y lo único que se necesita indicar es que la persona canonizada está en el cielo.

 

PROCEDIMIENTO ACTUAL DE LAS CAUSAS DE BEATIFICACIÓN Y CANONIZACIÓN

En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el «abogado del diablo») y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.

1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la «opinión pública».

Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al candidato potencial. En la práctica, esos «impulsores» de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en «el solicitante» del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.

2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado «el siervo de Dios». En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.

El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del Papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el Papa.

3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.

Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido.

Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay «nada reprochable» acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.

4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.

A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.

A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o «abogado del diablo», propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).

Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al Papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del Papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, Papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos («Carlos acepta«).

Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un «proceso apostólico». El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.

De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.

Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del Papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de «venerable».

5) La sección histórica. En 1930, el Papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del Papa, un decreto de beatificación o de canonización «equivalentes». El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el Papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.

6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.

A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado «olor de santidad» – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.

7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.

El proceso de milagros debe establecer:

a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y
b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.

De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el Papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.

El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos Papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.

8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el Papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos Papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el Papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, «inoportuna». Si el dictamen es positivo, el Papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.

Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el Papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El Papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.

9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el Papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.

Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema – esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos, funciona como sigue:

La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.

El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato.

Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión.

Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización.

Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la evolución del proceso de canonización. En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.

 

CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

Con la Constitución «Immensa Aeterni Dei» del 22 de enero de 1588, Sixto V creó la Sagrada Congregación de los Ritos y le confió la tarea de regular el ejercicio del culto divino y de estudiar las causas de los Santos. Pablo VI, con la Constitución Apostólica «Sacra Rituum Congregatio» del 8 de mayo de 1969, dividió la Congregación de los Ritos, creando así dos Congregaciones, una para el Culto Divino y otra para las Causas de los Santos.

Con la misma Constitución de 1969, la nueva Congregación para las Causas de los Santos tuvo su propia estructura, organizada en tres oficinas: la judicial, la del Promotor General de la Fe y la histórico-jurídica, que era la continuación de la Sección Histórica creada por Pío XI el 6 de febrero de 1930.

La Constitución Apostólica «Divinus perfectionis magister» del 25 de enero de 1983 y las respectivas «Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum» del 7 de febrero de 1983, dieron lugar a una profunda reforma en el procedimiento de las causas de canonización y a la reestructuración de la Congregación, a la que se le dotó de un Colegio de Relatores, con el encargo de cuidar la preparación de las ‘Positiones super vita et virtutibus (o super martyrio) de los Siervos de Dios.

Juan Pablo II, con la Constitución Apostólica «Pastor Bonus» del 28 de junio de 1988, cambió la denominación a Congregación para las Causas de los Santos.

El Prefecto de la Congregación (2003) es el Cardenal José Saraiva Martins. El Secretario es el Arzobispo Edward Nowak y el Subsecretario, Monseñor Michele Di Ruberto. Además existe un equipo de 23 personas. La Congregación tiene 34 Miembros -Cardenales, Arzobispos y Obispos-, 1 Promotor de la fe (Prelado Teólogo), 5 Relatores y 83 Consultores.

Unido al Dicasterio se encuentra el «Estudio», instituido el 2 junio de 1984, cuyo objetivo es la formación de los Postuladores y de los que colaboran con la Congregación, como también la de aquellos que ejercitan los diferentes cometidos ante las Curias diocesanas para el estudio de las Causas de los Santos. El «Estudio» tiene además la tarea de cuidar la actualización del «Index ac Status Causarum«.

La Congregación prepara cada año todo lo necesario para que el Papa pueda proponer nuevos ejemplos de santidad. Después de aprobar los resultados sobre los milagros, martirio y virtudes heroicas de varios Siervos de Dios, el Santo Padre procede a una serie de canonizaciones y beatificaciones.

Fuentes : Camillus Beccari de la Enciclopedia Católica y Padre Ángel Peña O.A.R.

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Juan Pablo II decía de sí mismo «Soy un biedaczek, un pobre tipo» y fue beatificado [2011-05-01]

En los últimos años, decía de sí mismo en lengua polaca: «Soy un biedaczek, un pobre tipo». Un pobre viejo enfermo y extenuado. Él, que era tan atlético, se había convertido en el hombre de los dolores. Sin embargo, precisamente en ese momento su santidad comenzó a brillar, dentro y fuera de la Iglesia.

Antes no, Karol Wojtyla fue admirado más como héroe que como santo. Su santidad comenzó a conquistar las mentes y los corazones de tantos hombres y mujeres de todo el mundo, cuando él entendió lo que Jesús había profetizado para la vejez del apóstol Pedro: «En verdad te digo: cuando eras joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo extenderás tus manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras».

Al ser ahora proclamado beato, Juan Pablo II revela al mundo la verdad de la frase de Jesús: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos».

Él no irradió santidad a la hora de sus triunfos. Los numerosos aplausos que recogió cuando recorría el mundo a ritmos impresionantes eran demasiado interesados y seleccionados para ser sinceros. El Papa que hizo que se derrumbara la cortina de hierro fue una bendición a los ojos de Occidente. Pero cuando se batió en defensa de la vida de cada hombre que nace en esta Tierra, en defensa de la vida más frágil, más pequeña, la vida del recién concebido pero cuyo nombre ya está escrito en el cielo, entonces pocos lo escucharon y muchos sacudieron la cabeza.

La historia de su pontificado ha sido generalmente de luces y sombras, con fuertes contrastes. Pero su perfil dominante, durante muchos años, no ha sido el del santo, sino el del combatiente. Cuando en el año 1981 estuvo al borde la muerte, atacado no se sabe bien todavía por qué, el mundo se inclinó reverente. Observó el minuto de silencio, para retomar inmediatamente después la vieja música, poco amiga.

Muchos desconfiaban de él también dentro de la Iglesia. Para muchos era «el Papa polaco», representante de un cristianismo anticuado, antimoderno, de pueblo. De él no vislumbraban la santidad sino la devoción, que no congeniaba con quien soñaba un catolicismo interior y «adulto», tan amigablemente inmerso en el mundo hasta tornarse invisible y silencioso.

Sin embargo, poco a poco, de la corteza del Papa atleta, héroe, combatiente y devoto comenzó a revelarse también la santidad.

Fue el Jubileo, el Año Santo del 2000, el momento del viraje decisivo. El Papa Wojtyla quiso que fuese un año de arrepentimiento y de perdón. El primer domingo de Cuaresma de ese año, el 12 de marzo, ofició ante los ojos del mundo una liturgia penitencial sin precedentes. Por siete veces, simbolizando los siete vicios capitales, confesó las culpas cometidas por cristianos durante siglos, y por todas ellas pidió perdón a Dios. Exterminio de los herejes, persecuciones contra los judíos, guerras de religión, humillación de las mujeres… El rostro doliente del Papa, ya signado por la enfermedad, era el ícono de ese arrepentimiento. El mundo lo observó con respeto, pero también con desdén. Juan Pablo II se expuso, inerme, a bofetones y a gestos de burla. Se dejó flagelar. Hubo quienes pretendieron que él formulara siempre otros arrepentimientos, también por culpas ajenas. Ante todas estas cosas él se golpeaba el pecho.

Pero es cierto que jamás pidió públicamente perdón por los abusos sexuales cometidos por sacerdotes sobre niños pequeños. Pero ni siquiera se recuerda que alguien haya saltado alguna vez sobre él en el año 2000 para reprocharle esta omisión. El escándalo no era tal todavía, para los distraídos maestros de opinión de entonces. Hoy sí, los mismos que en ese entonces callaron lo acusan por ese silencio, lo acusan de haberse dejado enredar por ese sacerdote indigno que fue Marcial Maciel. Pero son acusaciones póstumas que destilan hipocresía.

Para comprender qué es lo que había de verdadero en la santidad de ese Papa hubo millones y millones de hombres y mujeres que en la hora de su muerte le han tributado el más grandioso «gracias» colectivo jamás dado a un hombre en el último siglo. Los jefes de Estado y de gobierno de casi doscientos países que llegaron a Roma para sus exequias lo hicieron también porque no pudieron sustraerse a esa oleada de afecto que invadió el mundo.

Pero ese Jubileo suyo del año 2000 Juan Pablo II quiso que fuese también el año de los mártires. Los innumerables mártires, muchos sin nombre, asesinados por odio a la fe en ese «Dominus Iesus» que el Papa quiso reafirmar como único salvador de todos, para los muchísimos que estaban olvidados.

Y el mundo intuyó esto: que en la figura doliente del Papa estaba la bienaventuranza prometida por Dios a los pobres, a los afligidos, a los hambrientos de justicia, a los que obran la paz, a los misericordiosos. El Papa burlado, hostigado, sufriente, el Papa que de a poco perdía el uso de la palabra compartía el destino que Jesús había anunciado a sus discípulos: «Bienaventurados sean cuando los insulten, los persigan y, mintiendo, digan toda clase de maldades contra ustedes por mi causa».

Las bienaventuranzas son la biografía de Jesús y, en consecuencia, de quienes lo siguen con un corazón puro. Son la imagen del mundo nuevo y del hombre nuevo que Jesús ha inaugurado, el desplome de los criterios mundanos.

«Contemplarán al que traspasaron». Al igual que en la cruz, muchos ven hoy en Karol Wojtyla beato un anticipo del paraíso.

[Este comentario ha sido redactado por Sandro Magister para «La Tercera«, el más importante diario de Chile, y fue publicado en el día de la beatificación de Juan Pablo II, el 1 de mayo de 2011].

DE LA HOMILÍA DE LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

por Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas. […] éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina  Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. […]

«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia.

La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro.

María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14). […]

Queridos hermanos y hermanas, […] el nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado».

¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible.

Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es «Redemptor hominis», Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Karol Wojtyla subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza».

Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz. […]

¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Amén.

El texto íntegro de la homilía:

«Queridos hermanos y hermanas…»

Fuente: Sandro Magister para chiessa online



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El Rito usado para la beatificación de Juan Pablo II [2011-05-01]

Después del acto penitencial de la misa de beatificación de Juan Pablo II, el cardenal Agostino Vallini, vicario general del Papa para la diócesis de Roma, se acercó a Benedicto XVI junto con el postulador de la causa, monseñor Slawomir Oder, y pidió que se proceda a la beatificación del Siervo de Dios:

Beatissime Pater,
Vicarius Generalis Sanctitatis Vestrae
pro Romana Dioecesi,
humillime a Sanctitate Vestra petit
ut Venerabilem Servum Dei
Ioannem Paulum II, papam,
numero Beatorum adscribere
benignissime digneris.

A continuación leyó una breve biografía del pontífice polaco:

Karol Józef Wojtyla nació en Wadowice (Polonia), el 18 de mayo de 1920, de Karol y Emilia Kaczorowska. Fue bautizado el 20 de junio en la iglesia parroquial de Wadowice.

Segundo de dos hijos, pronto la alegría y la serenidad de su infancia recibieron el duro golpe de la prematura muerte de su madre, fallecida cuando Karol tenía nueve años (1929). Tres años más tarde (1932) moría también su hermano mayor, Edmund, y en 1941, a los 21 años, Karol perdió también a su padre.

Educado en la más sana tradición patriótica y religiosa, aprendió de su padre, un hombre profundamente cristiano, la piedad y el amor al prójimo. que nutría con la oración constante y la práctica de los sacramentos.

Las características de su espiritualidad, a las que permaneció fiel hasta la muerte, fueron su sincera devoción al Espíritu Santo y el amor a la Virgen. Su relación con la Madre de Dios era especialmente profunda y viva, vivida con la ternura de un niño que se abandona en los brazos de la madre y con la virilidad de un caballero, siempre dispuesto a obedecer a las órdenes de su Señora: “Haced todo lo que el Hijo os dirá”. Su confianza total en María, que como obispo expresaría en el lema “Totus Tuus”, revelaba también el secreto de ver el mundo a través de los ojos de la Madre de Dios

La rica personalidad del joven Karol maduró gracias al entrelazamiento de sus dotes intelectuales, espirituales y morales con los acontecimientos de su época, que marcaron la historia de su patria y de Europa.

En los años de la escuela secundaria nació en él la pasión por el teatro y la poesía, que desarrolló a través de la actividad del grupo teatral de la Facultad de Filología de la Universidad Jagellónica, donde se matriculó en el curso académico 1938.

Durante la ocupación nazi de Polonia, mientras estudiaba en la clandestinidad, trabajó durante cuatro años (desde octubre de 1940 hasta agosto de 1944) como obrero en las fábricas de Solvay, viviendo desde dentro los problemas sociales del mundo del trabajo y recogiendo un valioso patrimonio de experiencias que utilizaría en futuro en su magisterio social primero como arzobispo de Cracovia y luego como Sumo Pontífice.

En esos años maduró en él el deseo del sacerdocio, al que se encaminó frecuentando desde octubre de 1942, los cursos clandestinos de teología en el seminario de Cracovia. En el discernimiento de su vocación sacerdotal fue ayudado en gran medida por un laico, Jan Tyranowski, un verdadero apóstol de la juventud. Desde entonces, el joven Karol tuvo la clara percepción de la vocación universal de todos los cristianos a la santidad y del papel insustituible de los laicos en la misión de la Iglesia.

Fue ordenado sacerdote el 1 de noviembre de 1946 y al día siguiente, en la sugestiva atmósfera de la cripta de San Leonardo de la catedral de Wawel, celebró la primera misa.

Enviado a Roma para completar la formación teológica, fue alumno de la Facultad de Teología en el Angelicum, donde se dedicó con empeño a estudiar las fuentes de la sana doctrina y vivió su primer encuentro con la vitalidad y la riqueza de la Iglesia Universal, en la situación privilegiada que le ofrecía la vida fuera de la “cortina de hierro”. A esa época se remonta el encuentro de don Karol con S. Pío de Pietrelcina.

Se graduó con las notas más altas en junio de 1948 y regresó a Cracovia para iniciar la actividad pastoral, como vicario parroquial. Se entregó a su ministerio con entusiasmo y generosidad. Después de obtener la habilitación a la docencia, comenzó a enseñar en la universidad, en la Facultad de Teología de la Universidad Jagellónica, y después de la abolición de esta, en la del seminario diocesano de Cracovia y la Universidad Católica de Lublin.

Los años transcurridos con los jóvenes estudiantes le permitieron comprender plenamente la inquietud de sus corazones y el joven sacerdote fue para ellos no sólo un profesor, sino un guía espiritual y un amigo.

A la edad de 38 años, fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia. Recibió la ordenación episcopal el 28 de septiembre de 1958, de manos del arzobispo Eugeniusz Baziak, al que sucedió como arzobispo en 1964. Fue creado cardenal por el Papa Pablo VI el 26 de junio de 1967.

Como pastor de la diócesis de Cracovia fue inmediatamente apreciado como hombre de fe robusta y valiente, cercano a la gente y a sus problemas reales.

Interlocutor capaz de escucha y diálogo, sin ceder nunca al compromiso, afirmó frente a todos el primado de Dios y de Cristo como fundamento de un verdadero humanismo y fuente de los derechos inalienables de la persona humana. Amado por sus diocesanos, estimado por sus compañeros obispos compañeros, era temido por quienes lo veían como un adversario.

El 16 de octubre de 1978 fue elegido Obispo de Roma y Romano Pontífice y tomó el nombre de Juan Pablo II. Su corazón de pastor, totalmente entregado a la causa del Reino de Dios, se extendió a todo el mundo. La “caridad de Cristo” le llevó a visitar las parroquias de Roma, a anunciar el Evangelio en todos los ambientes y fue la fuerza impulsora de los innumerables viajes apostólicos en los diversos continentes, llevados a cabo para confirmar en la fe a los hermanos y hermanas en Cristo, consolar a los afligidos y a los pusilánimes, a llevar el mensaje de reconciliación entre las iglesias cristianas, a construir puentes de amistad entre los creyentes del Único Dios y los hombres de buena voluntad.

Su luminoso magisterio no tuvo otro propósito que anunciar siempre y en todo el mundo a Cristo, Único Salvador de la humanidad.

En su extraordinario ardor misionero amó con un amor especialísimo a los jóvenes. Las convocaciones de las Jornadas Mundiales de la Juventud tenían como objetivo anunciar a las nuevas generaciones a Jesucristo y su Evangelio para que fueran protagonistas de su futuro y cooperar en la construcción de un mundo mejor.

Su solicitud de Pastor universal se manifestó en la convocación de numerosas asambleas del Sínodo de los Obispos, en la erección de diócesis y circunscripciones eclesiásticas, en la promulgación de los códigos de derecho canónico latino y de las Iglesias Orientales y del Catecismo de la Iglesia Católica, en la publicación de cartas encíclicas y exhortaciones apostólicas. Para fomentar en el Pueblo de Dios momentos de vida espiritual más intensa, convocó el Jubileo extraordinario de la Redención, el Año Mariano, el Año de la Eucaristía y el Gran Jubileo del año 2000.

El optimismo arrollador, fundado en la confianza en la Providencia divina, llevó a Juan Pablo II, que había vivido la experiencia trágica de dos dictaduras, sufrido un atentado el 13 de mayo de 1981 y en los últimos años había sido probado físicamente por la enfermedad progresiva, a mirar siempre hacia horizontes de esperanza, invitando a la gente a abatir los muros de las divisiones, a eliminar la resignación para volar hacia metas de renovación espiritual, moral y material.

Concluyó su larga y fecunda existencia terrena en el Palacio Apostólico Vaticano, el sábado, 2 de abril de 2005, víspera del Domingo in Albis, que quiso que se llamara de la Divina Misericordia. El funeral solemne se celebró en esta Plaza de San Pedro el 8 de abril de 2005.

Un testimonio conmovedor del bien que realizó fue la participación de numerosas delegaciones de todo el mundo y de millones de hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, que reconocieron en él un signo claro del amor de Dios por la humanidad.

Benedicto XVI leyó entonces la fórmula de beatificación. Al terminar se descubrió el tapiz con el nuevo beato, mientras se cantó el Himno del Beato en latín y se colocaron en el altar las reliquias de Juan Pablo II para la veneración de todos los fieles.

El cardenal Vallini terminó agradeciendo al Papa con estas palabras:

Beatissime Pater,
Vicarius Sanctitatis Vestrae
pro Romana Dioecesi,
gratias ex animo Sanctitati Vestrae agit
quod titulum Beati
hodie
Venerabili Servo Dei
Ioanni Paulo II, papae,
conferre dignatus es.

BEATO JUAN PABLO II

¡Ruega por nosotros! ¡Ruega por la Iglesia! ¡Ruega por el Sucesor de Pedro!

“¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre, bendícenos. Amén.”

(De la homilía del Papa Benedicto XVI en la ceremonia de beatificación)

Fuente: VIS


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La importancia de la Oración en la vida de Juan Pablo II [2011-05-01]

El Arzobispo de Cracovia (Polonia) y secretario personal de Karol Wojtyla por más de 40 años, Cardenal Stanislaw Dziwisz, señaló que para el Papa Juan Pablo II «rezar era como respirar«.

En un artículo publicado por L’Osservatore Romano en ocasión de su participación en la multitudinaria vigilia que se celebró en vísperas de su beatificación, el Cardenal afirmó que «rezar para Juan Pablo II era respirar. Cuando hablaba luego de Jesucristo, no hacía otra cosa que contar su experiencia. Siempre hubo entonces correspondencia entre lo que decía y lo que vivía. Era siempre auténtico, incluso y sobre todo en la escucha».

Estar con el Papa, dijo, significaba garantizar sus espacios de silencio, especialmente el que dedicaba a Dios: «Dios y punto. Los dos. Juan Pablo II era una enamorado de Dios. Lo buscaba, nunca se cansó de estar con Él. En Dios sabía sumergirse en todo lugar, en toda condición: incluso cuando estudiaba o estaba en medio de la gente, lo hacía con la máxima naturalidad».

Para el Cardenal, si Juan Pablo II «es proclamado beato, es porque ya era santo en vida, lo era también para nosotros que estábamos a su alrededor, yo sabía que era un santo».

«Yo lo sabía desde hace tiempo, desde que estaba en vida e incluso antes de que fuera elegido para el pontificado. Yo lo sabía desde cuando comencé a vivir a su lado. No era un Papa que en lo privado fuese distinto al Papa público. Era siempre él mismo. Siempre como ante Dios».

El Arzobispo se presentó, «con la cabeza gacha y el corazón agradecido», usando una expresión del Pontífice polaco para expreser «el tumulto de sentimientos que están en mi alma al darles mi humilde testimonio en esta ‘noche de fe’ como se le ha llamado».

El Arzobispo reiteró su profunda gratitud por la beatificación del Papa peregrino y recordó el especial amor que le tenía a la Ciudad Eterna a la que bendecía todas las noches desde la ventana de su departamento.

«Su mirada –prosiguió el Cardenal– estaba nutrida por la fe, y la fe era potencia y profundidad de su mirada. En uno de sus últimos días, me acerqué al lecho del Papa, y viéndolo dormido, traté de levantarle con cierta emoción y respeto uno de los párpados: me tocó mucho ver que la mirada era muy vívida. No sólo estaba consciente, sino que estaba perfectamente presente. Era como si él nos velara. Y como si esperase que nosotros y los jóvenes que lo acompañaban desde la Plaza de San Pedro, estuviésemos listos».

Del Papa «brotaba incluso en esa situación algo de su antigua y plácida energía. La energía extraordinaria que había impulsado continuamente ante su mirada, motivándolo a exigirse todo tipo de empresa: ‘¿Y ahora qué debo hacer?’ Era la energía creativa que brotaba de su vida interior».

Finalmente el Cardenal Dziwisz dijo que la disciplina mental de Juan Pablo II «no lo abandonó nunca: hasta el final de todo, hasta la meta. Como un patriarca bíblico nos preparó para el desprendimiento, llevándonos de la mano, concentrado en lo que hacía. Moría como un luchador exhausto pero lúcido: Aquí estoy muerte, me tendrás solo un instante. Voy a mi Casa, con mi Padre y mi Madre, voy allí adonde siempre he querido llegar. Allí donde está la vida verdadera, para siempre, benditos«.

Fuente: EWTN



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