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María Reina del Universo – Catequesis de s.s. Juan Pablo II

Audiencia General de los Miércoles, 23 de julio de 1997

1. La devoción popular invoca a María como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (…) por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).

En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el concilio de Éfeso la proclama «Madre de Dios», se empieza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por encima de todas las criaturas, exaltando su función y su importancia en la vida de cada persona y de todo el mundo.

Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a Orígenes, aparece este comentario a las palabras pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita por encima de todas las mujeres tú, la madre de mi Señor, tú mi Señora» (Fragmenta: PG 13, 1.902 D). En este texto se pasa espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor» al apelativo «mi Señora», anticipando lo que declarará más tarde san Juan Damasceno, que atribuye a María el título de «Soberana»: «Cuando se convirtió en madre del Creador, llegó a ser verdaderamente la soberana de todas las criaturas» (De fide orthodoxa, 4, 14: PG 94 1.157).

2. Mi venerado predecesor Pío XII en la encíclica Ad coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la constitución Lumen gentium, indica como fundamento de la realeza de María, además de su maternidad, su cooperación en la obra de la redención. La encíclica recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (MS 46 [1954] 634). Establece, además, una analogía entre María y Cristo, que nos ayuda a comprender el significado de la realeza de la Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de Dios, sino también porque es Redentor. María es reina no sólo porque es Madre de Dios, sino también porque, asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la obra de la redención del género humano (MS 46 [1954] 635).

En el evangelio según san Marcos leemos que el día de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose «a la diestra del Padre», él instaura su reino, el reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada al poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino, participando en la difusión de la gracia divina en el mundo.

Observando la analogía entre la Ascensión de Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que, subordinada a Cristo, María es la reina que posee y ejerce sobre el universo una soberanía que le fue otorgada por su Hijo mismo.

3. El título de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para cumplir dicha misión.

Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo hacia nosotros un afecto materno e interesándose por nuestra salvación ella extiende a todo el género humano su solicitud. Establecida por el Señor como Reina del cielo y de la tierra, elevada por encima de todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus súplicas maternal; lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar» (MS 46 [1954] 636-637).

4. Así pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que es madre en el orden de la gracia.

Más aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción. Esto lo destaca muy bien san Germán de Constantinopla, que piensa que ese estado asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).

5. Se puede concluir que la Asunción no sólo favorece la plena comunión de María con Cristo, sino también con cada uno de nosotros: está junto a nosotros, porque su estado glorioso le permite seguirnos en nuestro itinerario terreno diario. También leemos en san Germán: «Tú moras espiritualmente con nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros manifiesta tu comunión de vida con nosotros» (Hom 1: PG 98, 344).

Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno en las pruebas de la vida.

Elevada a la gloria celestial, María se dedica totalmente a la obra de la salvación para comunicar a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es una Reina que da todo lo que posee compartiendo, sobre todo, la vida y el amor de Cristo.

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REFLEXIONES Y DOCTRINA Usos, Costumbres, Historia

Resumen de las principales ideas que movieron a Pío XII a instituir la Fiesta de María Reina 1-11-1954

No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males. No es concepto político sino ultraterreno pero real. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina. Revestida de poder real nos ayuda. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo. Plegaria de Pío XII a María Reina.

1. No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males.

Los testimonios de homenaje y devoción hacia la Madre de Dios, que el universo católico ha multiplicado en los pasados meses, han probado espléndidamente tanto en las manifestaciones públicas, como en las más modestas acciones de la piedad privada, su amor a la Virgen María y la fe en sus incomparables privilegios. Pero con el fin de coronar todas estas manifestaciones con una solemnidad particularmente significativa del Año Mariano, hemos querido instituir y celebrar la Fiesta de la Realeza de María.

Ninguno de vosotros, queridos hijos e hijas, se maravillará ni pensará que se haya tratado de decretar a la Virgen un nuevo título. ¿No repiten acaso los fieles cristianos desde hace siglos, en las Letanías Lauretanas, las invocaciones que saludan a María con el nombre de Reina? Y el rezo del Santo Rosario proponiendo para la piadosa meditación la memoria de los gozos, los dolores y las glorias de la Madre de Dios, ¿no termina acaso con el recuerdo radiante de María recibida en el cielo por su Hijo y adornada por Él con regia corona?

2. No es concepto político sino ultraterreno pero real.

Menos aún que la de su hijo, la realeza de María no debe concebirse como analógica con las realidades de la vida política moderna. Las maravillas del cielo no se pueden representar sin duda sino mediante las palabras y expresiones, aunque imperfectas, del lenguaje humano; pero esto no significa en manera alguna que, para honrar a María, se deba dar adhesión a una determinada forma de gobierno o a una particular estructura política. La realeza de María es una realeza ultraterrena, la cual sin embargo, al mismo tiempo, penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tiene de espiritual y de inmortal.

 

3. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina.

Los orígenes de las glorias de María, el momento cumbre que ilumina toda su persona y su misión, es aquel en que, llena de gracia, dirigió al Arcángel Gabriel el Fiat, que manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma Ella se convertía en Madre de Dios y Reina, y recibía el oficio real de velar por la unidad y la paz del género humano. Por Ella tenemos la firme confianza en que la humanidad se encaminará poco a poco en esta vía de salvación; Ella guiará los jefes de las naciones y los corazones de los pueblos hacia la concordia y la caridad.

4. Revestida de poder real nos ayuda.

¿Qué podrían hacer por consiguiente los cristianos en la hora presente, en la que la unidad y la paz del mundo, y aún las fuentes mismas de la vida están en peligro, sino volver la mirada hacia Aquella que aparece entre ellos revestida del poder real?. De la misma forma que Ella envolvió en su manto al Divino Niño, primogénito de todas las criaturas y de toda la creación, dígnese ahora proteger a todos los hombres y a todos los pueblos con su vigilante ternura; dígnese, como Sede de la Sabiduría, hacer que refulja la verdad de las palabras inspiradas, que la Iglesia aplica a Ella:
«Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia; por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra».

Si el mundo en la actualidad lucha sin tregua por conquistar su unidad, por asegurar la paz, la invocación del reino de María es, por encima de todos los medios terrenos y de todos los designios humanos deficientes siempre de algún modo, la voz de la fe y de la esperanza cristiana, sólida y segura de las promesas divinas y de las ayudas inagotables que este imperio de María ha difundido para la salvación de la humanidad.

5. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana.

Sin embargo, Nos esperamos también la inagotable bondad de la beatísima Virgen, que hoy invocamos como la real Madre del Señor, otros beneficios no menos preciosos.

Ella debe no solamente aniquilar los tétricos planes y las inicuas obras de los enemigos de una humanidad unida y cristiana, sino que ha de comunicar igualmente a los hombres de hoy algo de su espíritu.

Con esto nos referimos a la voluntad valiente e incluso audaz, que, en las circunstancias difíciles, de frente a los peligros y obstáculos, sabe tomar sin vacilar las resoluciones que se imponen, y procurar su ejecución con una energía indefectible de forma que arrastre detrás de sus huellas a los débiles, a los cansados, a los que dudan, a los que ya no creen en la justicia y en la nobleza de la causa que deben defender.

¿Quién no ve en que grado ha actuado María en sí misma este espíritu y ha merecido las alabanzas debidas a la «Mujer fuerte»? Su Magnificat, este canto de alegría y de confianza invencible en la potencia divina, con la cual Ella comienza a realizar las obras, la llena de santa audacia, de una fuerza desconocida a la naturaleza.

6. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes.

¡Cómo querríamos que todos aquellos que hoy tienen la responsabilidad de los asuntos públicos imitasen este luminoso ejemplo de sentimiento real! Por el contrario ¿ no se nota acaso también alguna vez en sus filas una especie de cansancio, de resignación, de pasividad, que les impide afrontar con firmeza y perseverancia los arduos problemas del momento presente? Algunos de ellos ¿no dejan acaso que a veces los acontecimientos corran a merced de la corriente, en vez de dominarlos con una acción sana y constructiva?

¿No urge por consiguiente movilizar todas las fuerzas vivas ahora en reserva, estimular a aquellos que no tienen aun plena conciencia de la peligrosa depresión psicológica en que han caído? Si la realeza de María tiene un símbolo muy apropiado en la acies ordinata, en el ejército ordenado para la batalla, nadie querrá por ello pensar ciertamente en ninguna intención belicosa, sino únicamente en la fuerza de ánimo que admiramos en grado heroico en la Virgen, y que procede de la conciencia de obrar poderosamente por el orden de Dios en el mundo.

¡Ojalá que nuestra invocación a la realeza de la Madre de Dios pueda obtener para los hombres conscientes de sus responsabilidades la gracia de vencer el abatimiento y la indolencia en un momento en que nadie puede permitirse un instante de descanso cuando en tantas regiones la justa libertad está oprimida, la verdad ofuscada por los ardides de una propaganda engañadora y las fuerzas del mal desencadenadas sobre la tierra!

7. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo.
Si la realeza de María pude sugerir a los conductores de las naciones actitudes y consejos que corresponden a las exigencias de la hora presente, Ella no cesa de derramar sobre todos los pueblos de la tierra y sobre todas las clases sociales la abundancia de sus gracias.

Después del atroz espectáculo de la Pasión al pie de la Cruz, en que había ofrecido el más duro de los sacrificios que se pueden pedir a una madre, Ella continuó difundiendo sobre los primeros cristianos, sus hijos adoptivos, sus cuidados maternales. Reina más que ninguna otra por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones divinos, Ella no cesa de conceder todos los tesoros de su afecto y de sus dulces premuras a la mísera humanidad. Lejos de estar fundado sobre las exigencias de sus derechos y de un altivo dominio, el reino de María no tiene más que una aspiración: la plena entrega de sí en su mas alta y total generosidad.

8. Plegaria de Pío XII a María Reina.

Así pues ejerce María su realeza: acogiendo nuestros homenajes y no desdeñando escuchar incluso las más humildes e imperfectas plegarias. Por esto, deseosos como estamos de interpretar los sentimientos de todo el pueblo cristiano, Nos dirigimos a la bienaventurada Virgen esta ferviente súplica:

«Desde lo hondo de esta tierra de lágrimas, en que la humanidad dolorida se arrastra trabajosamente; en medio de las olas de este nuestro mar perennemente agitado por los vientos de las pasiones; elevamos los ojos a vos, oh María amadísima, para reanimarnos contemplando vuestra gloria y para saludaros como Reina y Señora de los cielos y de la tierra, como reina y Señora nuestra.

Con legítimo orgullo de hijos queremos exaltar esta vuestra realeza y reconocerla como debida por la excelencia suma de todo vuestro ser, dulcísima y verdadera Madre de Aquel, que es Rey por derecho propio, por herencia y por conquista.

Reinad, Madre y Señora, señalándonos el camino de la santidad, dirigiéndonos, a fin de que nunca nos apartemos de él.

Lo mismo que ejercéis en lo alto del Cielo vuestra primacía sobre las milicias angélicas, que os aclaman como soberana suya, sobre las legiones de los Santos, que se deleitan con la contemplación de vuestra fúlgida belleza; así también reinad sobre todo el género humano, particularmente abriendo las sendas de la fe a cuantos todavía no conocen a vuestro hijo divino.

Reinad sobre la Iglesia, que profesa y celebra vuestro suave dominio y acude a vos como a remedio seguro en medio de las adversidades de nuestros tiempos. Mas reinad especialmente sobre aquella parte de la Iglesia que está perseguida y oprimida, dándole fortaleza para soportar las contrariedades, constancia para no ceder a injustas presiones; luz para no caer en las asechanzas del enemigo; firmeza para resistir a los ataques manifiestos y en todo momento fidelidad inquebrantable a vuestro Reino.

Reinad sobre las inteligencias, a fin de que busquen solamente la verdad; sobre las voluntades, a fin de que persigan solamente el bien; sobre los corazones a fin de que amen únicamente lo que vos misma amáis.

Reinad sobre los individuos y sobre las familias, al igual que sobre las sociedades y naciones; sobre las asambleas de los poderosos, sobre los consejos de los sabios, lo mismo que sobre las sencillas aspiraciones de los humildes.

Reinad en las calles y en las plazas, en las ciudades y en las aldeas, en los valles y en las montañas, en el aire, en la tierra y en el mar; y acoged la piados plegaria de cuantos saben que vuestro reino es reino de misericordia, donde toda súplica encuentra acogida, todo dolor consuelo, toda desgracia alivio, toda enfermedad salud, y donde, como a una simple señal de vuestras suavísimas manos, de la muerte misma brota alegre vida.

Obtenednos que quienes ahora os aclaman en todas partes del mundo y os reconocen como Reina y Señora, puedan un día en el cielo gozar de la plenitud de vuestro Hijo divino, el cual con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Así sea».

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Haurietis Aquas Encíclica sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús

En su encíclica papal Auctorem Fidei, el Papa Pío VI mencionó la devoción al Sagrado Corazón. Siguiendo una revisión teológica, el Papa León XIII en su encíclica Annum Sacrum (25 de mayo de 1899) dijo que la humanidad en su totalidad debería ser consagrada al Sagrado Corazón de Jesús, declarando su consagración el 11 de junio del mismo año.

Pío XII desarrolla en su encíclica Hauretis Aquas el culto al Sagrado Corazón que queda en parte plasmado en el siguiente punto del Catecismo de la Iglesia Católica:

En el punto 478 que “Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos y a cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2, 20). Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta razón, el sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros pecados y para nuestra salvación (cf. Jn 19, 34), “es considerado como el principal indicador y símbolo…del amor con que el divino Redentor ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres” (Pio XII, Enc.”Haurietis aquas”: DS 3924; cf. DS 3812).1

 

HAURIETIS AQUAS ENCÍCLICA SOBRE EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

PIO XII – 15 de mayo de 1956

INTRODUCCIÓN

Haurietis Aquas constituye la teología y el apoyo oficial de la Iglesia al culto del Sagrado Corazón de Jesús.

El papa vibra con los latidos del Corazón de Jesús, en los que se manifiesta su «triple amor»: amor divino, humano espiritual y humano sensible (1418). Afirma la gozosa necesidad de darle culto, pues ese Corazón sagrado, «al ser tan íntimo participante de la vida del Verbo Encarnado… es el símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador» a dar su sangre por nosotros (21). Nosotros hemos de adorar el Corazón de Jesús, porque es «el símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacia el género humano» (24). Queda claro, por todo ello, que necesariamente el culto al Corazón de Cristo «termina en la persona misma del Verbo Encarnado» (28).

Pío XII escribe aquí páginas muy bellas en la contemplación del amor de Jesucristo, manifestado en los diversos misterios de su vida terrena pasada y de su vida actualmente celestial: en él se nos revela el amor que nos tiene la Santísima Trinidad (17-24). Estas son, quizá, las páginas de la encíclica de más alto vuelo contemplativo.

Apoyándose en las consideraciones expuestas, el papa define con toda precisión teológica el sentido exacto del culto al Corazón de Cristo, que «se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores» (25).

Por eso mismo, «el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (29),y ha de considerarse «la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de la caridad divina» (36).

Notemos, por último, que esta encíclica vincula profundamente el culto al Corazón de Jesús y el culto a la Eucaristía (20 y 35), aspecto en el que también Pablo VI insistirá en su carta apostólica Investigabiles divitias .

 

EL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

1. Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador(1). Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había de traer consigo, vienen espontáneas a nuestra mente, si damos una mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que nuestro predecesor, de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico, mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús en la Iglesia universal.

Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón de Jesús infunde en las almas: las purifica, las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda dádiva buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de las luces(2), razón tenemos para considerar en este culto, ya tan universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y de la verdad entre el Padre celestial y el género humano, ha concedido a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar más ampliamente su amor a su divino Fundador y cumplir más fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan, profirió el mismo Jesucristo: En el último gran día de la fiesta, Jesús habiéndose puesto en pie, dijo en alta voz: «El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí». Pues, como dice la Escritura, «de su seno manarán ríos de agua viva». Y esto lo dijo El del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El(3). Los que escuchaban estas palabras de Jesús, con la promesa de que habían de manar de su seno ríos de agua viva, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías, Ezequiel y Zacarías, en los que se -profetizaba el Reino mesiánico, y también con la simbólica piedra, de la que, golpeada por Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua(4).

2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad. Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado(5).

Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura, existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles, nos revela a todos en modo admirable, venerables hermanos, la íntima naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón de Jesucristo. En efecto, manifiesto es que este culto, si consideramos su naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es, una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagramos al amor del Divino Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones de los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien al Señor se adhiere, un espíritu es con El(6).

 

1. FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA

Dificultades y objeciones

3. La Iglesia siempre ha tenido y tiene en tan grande estima el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos, y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones del naturalismo y del sentimentalismo; sin embargo, es muy doloroso comprobar cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo culto no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos, y a veces ni aun por los que se dicen animados de un sincero celo por la religión católica y por su propia santificación.

Si tú conocieses el don de Dios(7). Con estas palabras, venerables hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituido guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el divino Redentor ha confiado a la Iglesia, consciente del deber de nuestro oficio, amonestamos a todos aquellos de nuestros hijos que, a pesar de que el culto del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo místico, todavía abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado, por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno puede practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto, y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una devoción, más saturada de sentimientos que constituida por pensamientos y afectos nobles; así, la juzgan más propia de la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus cultivados.

Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo, penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas; y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso, y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por los principios del materialismo ateo y del laicismo.

Doctrina de los papas

4. ¿Quién no ve, venerables hermanos, la plena oposición entre estas opiniones y el sentir de nuestros predecesores, que desde esta cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción que nuestro predecesor, de i. m., León XIII, llamó práctica religiosa dignísima de todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio para los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la sociedad? Esta devoción -decía-, que a todos recomendamos, a todos será de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de las graves desgracias que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros, urge recurrir a Aquel único que puede alejarlas. Alas ¿quién podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios? «Porque debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos de ser salvos»(8). Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es «camino, verdad y vida(9)»

No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo juzgó nuestro inmediato predecesor, de f. m., Pío XI, en su encíclica Miserentissimus Redemptor: ¿No están acaso contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la religión y aun la norma de vida más Perfecta, Puesto que constituye el medio más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarte con mayor fidelidad y eficacia?(10)

Nos, por nuestra parte, en no menor grado que nuestros predecesores, hemos aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevado al sumo pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos nuestro ánimo lleno de gozo y nos regocijamos por los innumerables frutos de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos que nos complacimos en expresar ya en nuestra primera Encíclica(11). Estos frutos, a través de los años de nuestro pontificado -llenos de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos-, no se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se amentaran. Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual Y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter histórico, ascético y místico para explicar su doctrina; piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado de la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios, instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado nuestra paternal complacencia(12).

Fundamentación del culto

5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos, venerables hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: Al que es poderoso para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo y Jesús por todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén(13). Pero, después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos por medio de esta encíclica exhortaros a vosotros y a todos los amadísimos hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en los teólogos- sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos, se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús. Porque Nos estamos plenamente persuadido de que sólo cuando a la luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en la naturaleza y esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente su incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar piadosamente los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de celebrar el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo Corazón a la Iglesia universal.

Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes, nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima conexión existente entre la forma de devoción que se debe tributar al Corazón del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar a su amor y al amor de la misma Santísima Trinidad a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos constitutivos de esta devoción tan noble, será mas fácil a los cristianos beber con gozo las aguas en las fuentes del Salvador(14), es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras: así podrá cada uno obtener aquellos frutos espirituales que señalarán una saludable renovación en sus costumbres, según lo desean los Pastores de la grey de Cristo.

Culto de latría

6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto de latría. Tal motivo, como bien sabéis, venerables hermanos, es doble: el primero, común también a los demás miembros adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la fe católica, solemnemente definida en el Concilio ecuménico de Efeso y en el II de Constantinopla(15). El otro motivo se refiere ya de manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría: su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. Es innata al Sagrado Corazón, observaba León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor(16).

Es indudable que los Libros Sagrados nunca se hace mención cierta de un culto de especial veneración y amor tributado al Corazón físico del Verbo encarnado  por su prerrogativa de símbolo de su encendidísima caridad. Pero este hecho, que hay que reconocer abiertamente, no nos ha de admirar ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros -razón principal de este culto- es proclamado e inculcado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.

Antiguo Testamento

7. Por lo que toca a nuestro propósito, al escribir esta Encíclica, no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creernos baste recordar la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas pacíficas -cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó Moisés(17) e interpretaron los profetas-; alianza ratificada por los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel la razón suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas que los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios: Escucha Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, pues, al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán en tu corazón(18).

No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a los que con toda razón llama el Angélico Doctor los «mayores» del pueblo elegido(19), comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes entre Dios y su nación recurriendo a semejanzas sacadas del amor recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representándolas con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en nuestra obligada servidumbre llena de temor.

Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico, al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: Como el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó (a Israel) y le llevó en sus hombros(20). Pero ninguno, tal vez, entre los profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto, en los escritos de este profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor. Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen, en los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una vez renovados y confirmados los vínculos de amor. Cuando Israel era niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo… Yo enseñé a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos de amor… Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente, pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces como el Líbano(21).

Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí con opuestos sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor, el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer olvidar a su pequeñuelo, hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas? Aunque ésta se olvidaré, yo no me olvidaré de ti(22). Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a la nación predilecta: Como lirio entre las espinas, así mi amada entre las doncellas… Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí; El se apacienta entre lirios… Ponme como sello sobre tu corazón, como sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas(23).

8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo

definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no es, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular de la Nueva Alianza.

Porque, en verdad, sólo Aquel que es el Unigénito del Padre y el Verbo hecho carne lleno de gracia y de verdad(24), al descender hasta los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece pre- nunciar en cierto modo el profeta jeremías con estas palabras: Te he amado con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia… He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; … éste será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi 1ey en su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré su Dios, y ellos serán mi pueblo … ; porque les perdonaré su culpa y no me acordaré ya de su pecado(25).

 

II. NUEVO TESTAMENTO Y TRADICIÓN

9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad -de la cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios fue tan sólo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de jeremías una mera predicción es la misma que estableció y realizó el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es incomparablemente más noble y más sólida, porque, a diferencia de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino con la sangre sacrosanta de Aquel a quien aquellos animales pacíficos y privados de razón prefiguraban: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo(26). Porque la Alianza cristiana, más aún que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del evangelista San Juan: De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque la 1ey fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo han venido(27).

Introducidos por estas palabras del discípulo al que amaban Jesús, y que, durante la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús(28), en el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna, justa, recta y saludable que nos detengamos un poco, venerables hermanos, en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio, podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, a, modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios(29).

10. En efecto, el misterio de la Redención divina es, ante todo y por su propia naturaleza, un misterio de amor, esto es, un misterio del amor justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e infinita por los pecados del género humano: Cristo sufriendo, por caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios Por el género humano(30). Además, el misterio de la Redención es un misterio de amor misericordioso de la augusta Trinidad y del Divino Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo ésta del todo incapaz de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos, Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos que nos ganó con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por vez primera en el paraíso terrenal por culpa de Adán y luego innumerables veces por las infidelidades del pueblo escogido.

Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hada nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los. derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación. Muy a propósito dice el Doctor Angélico: Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente lanzo a su misericordia como a su justicia. A la justicia ciertamente, porque por su pasión Cristo satisfizo por el pecado del linaje humano: y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Y a la misericordia, porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo(31). Ahora bien: esto fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por ello está escrito: Dios, que es rico en misericordia, movido por el excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo(32).

Amor divino y humano

11. Pero a fin de que podamos, en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender con todos los santos cuál es la anchura y longitud, la alteza y la profundidad(33) del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a Dios, puesto que Dios es espíritu(34). Es indudable que de índole puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno, que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar de los Cantares, son signos Y símbolos, del muy verdadero amor, pero exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del apóstol San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo(35). En realidad, El ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo(36). Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber. dotada de inteligencia y de voluntad y todas las demás facultades cognoscitivas, internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia Católica, y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los concilios ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las nuestras(37); Perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad»(38); todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios(39).

12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro, puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía(40).

Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido, esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos escándalo y necedad, como de hecho pareció a los judíos y gentiles Cristo crucificado(41). Ahora bien: los Símbolos de la fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer y morir principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta por el Apóstol de las Gentes: Pues tanto el que santifica como los que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña de llamarlos hermanos, diciendo: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos … ». Y también: «Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me ha dado».Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también Participó de las mismas cosas… Por lo cual debió, en todo, asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello puede socorrer a los que son probados(42).

Santos Padres

13. Los SANTOS PADRES, testigos verídicos de la doctrina revelada, entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención. Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente, así su amor infinito como su amor sensible.

SAN JUSTINO, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes, escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su remedio(43). Y SAN BASILIO, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos: Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación, sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida(44). Igualmente, SAN JUAN CRISÓSTOMO, lumbrera de la Iglesia antioquena, confiesa que las emociones sensibles de que el Señor dio muestra prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado una y más veces la tristeza(45).

Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como máximos Doctores. SAN AMBROSIO afirma que la unión hipostática es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado experimenté: Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse ni morir(46).

En estas mismas reacciones apoya SAN JERÓNIMO el principal argumento para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: Nuestro Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la verdad de su naturaleza humana(47).

Particularmente, SAN AGUSTÍN nota la íntima unión existente entre los sentimientos del Verbo encamado y la finalidad de la Redención humana: Jesús, el Señor, tomó estos afectos de la humana flaqueza, lo mismo que la carne de la debilidad humana, no por imposición de la necesidad, sino por conmiseración voluntaria, a fin de transformar en sí a su Cuerpo que es la Iglesia, para la que se dignó ser Cabeza; es decir, a fin de transformar a sus miembros en santos y fieles suyos; de suerte que, si a alguno de ellos le aconteciere contristarse y dolerse en las tentaciones humanas, no se juzgase por esto ajeno a su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones ni eran indicios de pecados, sino de la humana fragilidad; y como coro que canta después del que entona, así también su Cuerpo aprendiese de su misma Cabeza a padecer(48).

Doctrina de la Iglesia que con mayor concisión y no menor fuerza testifican estos pasajes de SAN JUAN DAMASCENO: En verdad que todo Dios ha tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera podido sanar lo que no asumió(49). Cristo, pues, asumió los elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran santificados(50).

Corazón físico

14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un símbolo de su amor infinito.

Por más que los evangelistas y los demás escritores eclesiásticos no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro, se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma y a la ardentísima caridad de su doble voluntad -divina y humana, sin embargo frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza, el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada, palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador sin duda debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito de Jesucristo cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia, observa en materia de psicología humana y de los fenómenos de ella derivados: La turbación de la ira repercute en los miembros externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia del corazón, como son los ojos, el semblante, la lenguas(51).

Símbolo del triple amor de Cristo

15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres. Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo Encarnado, se manifiesta por medio del caduco Y frágil velo del cuerpo humano, ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente(52).

Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima ciencia, la beatífica y la infusa(53).

Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende, en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos(54).

16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos de la fe sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor, podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para subir al abrazo de Dios nuestro Salvador(55). Por eso, en las palabras, en los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros- como la institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros-, en todas estas obras, decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que, como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de nuevo con gran voz, dijo: «Todo está consumado». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu(56). Sólo entonces su Corazón se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del sepulcro.

Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna, se unió nuevamente al alma del Divino Redentor victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza mística.

 

III. CONTEMPLACIÓN DEL AMOR DEL CORAZÓN DE JESÚS

17. Ahora, venerables hermanos, para que de estas nuestras piadosas consideraciones podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana, durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio, principalmente, encontraremos la luz con la cual iluminados y fortalecidos podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo(57).

18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano desde que la Virgen María pronunció su Fíat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad … » Por esta «voluntad» hemos sido santificados mediante la «oblación del cuerpo» de Jesucristo, que él ha hecho de una vez para siempre(58).

De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple amor movía su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos(59).

Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas, dijo: Me da compasión esta multitud de gentes(60); y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados: ¡cuántas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido(61)! Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el templo se hacía, e increpó a los vendedores con estas palabras: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración»; mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones(62).

19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón cuando, ante la hora ya tan inminente de los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó: Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz(63); vibró luego con invicto amor y con amargura suma cuando, aceptando el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?(64); en cambio, se desbordó con inmenso amor y profunda compasión cuando a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, les dijo así: Hijas de Jerusalén, no lloráis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos…, pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se hará?(65)

Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen(66); Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?(67); En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso(68); Tengo sed(69); Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu(70).

Eucaristía, María, Cruz

20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en el oficio sacerdotal?

Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su Corazón sintió intensa conmoción., que manifestó a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer(71); conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: «Este es mi cuerpo, el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía». Y así hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por vosotros(72).

Con razón, pues, debe afirmarse que la divina EUCARISTÍA, como sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso(73)», y también el SACERDOCIO, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.

Don también muy precioso del Sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la SANTÍSIMA VIRGEN, Madre excelsa de Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín: Evidentemente, Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad cooperó a que naciesen en la iglesia los fieles, que son los miembros de aquella Cabeza(74).

Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema del amor con estas palabras: -Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos(75). De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos(76). Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por mí(77).

Iglesia, sacramentos

21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús, al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado, y al haber sido por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las obras de la gracia y de la omnipotencia divina(78), por lo mismo es también símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión Por amor a la Iglesia, que había de unir a si comoEsposa(79). Por lo tanto, del Corazón traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural, como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la Iglesia, desposada con Cristo… Tú, que del Corazón haces manar la gracia(80).

De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar y sangre para redimir. Por eso 1a sangre es propia del sacramento de la Eucaristía; el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza para lavar en virtud de la sangre de Cristo(81). Lo afirmado del costado de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón, al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.

Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo(82).

Ascensión

22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos, de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria: sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva además en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos tesoros de sus méritos, fruto de su triple victoria, que ahora distribuye con largueza al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora, enseñada por el Apóstol de las Gentes cuando escribe: Al subirse a lo alto llevó consigo cautiva a una gran multitud de cautivos, y derramó sus dones sobre los hombres… El que descendió, ese mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento a todas las cosas(83).

Pentecostés

23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es la primera y espléndida señal del espléndido amor del Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito, dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará otro consolador para que esté con vosotros eternamente(84). El Espíritu Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador, en el cual están encerrado todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia(85).

Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres y la violencia. Esta divina caridad, don preciocísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y a los Mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores, para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más útiles y admirables, provechosas a la propia santificación y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes, finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.

A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria, que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y de los miembros de su Místico Cuerpo sobre todo de cuanto algún modo se opone al establecimiento del Reino del amor entre los hombres: Quien podrá separarnos del amor de Cristo? La turbación?, la angustia?, el hambre?, la desnudes?, el riesgo, la persecución?, la espada?… Mas en todas estas cosas soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amo. Porque seguro estoy de que ni muerte ni vida, ni angeles ni principados, ni lo presente ni lo venidero, ni poderío, ni altura, ni profundidades, ni otra alguna criatura sera capaz de separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor(86).

Sagrado Corazón, símbolo del amor de Cristo

24. Nada, por lo tanto, prohíbe que adoremos el razón Sacratísimo de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más expresivo, de aquel amor inagotable que nuestro Divino Redentor siente aun hoy hacía el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu comunica a todos los miembros de su Cuerpo místico.

Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y podemos considerar no sólo el sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención. Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada(87).

Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple amor de que hemos hablado(88); y ése es el amor que le mueve a hacerse nuestro Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros(89). La plegaria que brota de su inagotable amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los días de su vida en la carne(90), también ahora, triunfante ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia: a Aquel que amó tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos eran en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna(91). El muestra su Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando, ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos la herida invisible del amor(92).

Luego no puede haber duda alguna de que, ante las súplicas de tan grande Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros(93), por medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante abundancia de sus gracias divinas.

 

IV. HISTORIA DEL CULTO AL CORAZÓN DE JESÚS

25. Hemos querido, venerables hermanos, proponer a vuestra consideración y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza íntima del culto al CORAZÓN de Jesús, y las perennes gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera, la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas nuestras reflexiones, dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor mismo con que el Padre y el Espíritu Santo aman a los hombres pecadores; porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana, ya que, desbordándose aquél poderosamente sobre la voluntad humana de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos de la servidumbre del pecado(94): Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustias hasta que se cumpla(95)!

Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del CORAZÓN traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente. de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los efigio para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales.

De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión salvadora.

Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor mío y Dios mío(96)!, pronunciadas por el apóstol Tomás y que revelan su espontánea transformación de incrédulo en fiel, una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona Divina?

Mas si el CORAZÓN traspasado del Redentor siempre ha llevado a los hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron(97), obligado es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente llegó ese CORAZÓN a constituir objeto directo de un culto especial, como imagen del amor humano y divino del Verbo Encamado.

Santos, Sta. Margarita María

26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar corno los precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual, cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos. Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido cada vez más este culto al CORAZÓN Sacratísimo de Jesús: San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San Juan Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado CORAZÓN de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20 de octubre de 1672.

Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana(98).

Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual desarrollo del culto del CORAZÓN de Jesús para convencernos plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la religión cristiana, que es la religión del amor.

No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia; brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de su piedad ferviente hada la persona adorable del Redentor y hacia aquellas sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica- Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su CORAZÓN Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su CORAZÓN como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.

1765, Clemente XIII, y 1856, Pío IX

27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuente-,mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió a la de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25 de enero de 1765, aprobado por nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar simbólicamente el recuerdo del amor divino(99), que había llevado al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.

A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio Y aún limitada para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo, de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes. Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23 de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual nuestro predecesor Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y prescribió la forma de su celebración litúrgica(100). Fecha ésta digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles, pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad, desde entonces, el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús, semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos, se difundió por todo el mundo católico.

De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, venerables hermanos, que en los textos de la Sagrada Escritura, en la Tradición y en la Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar de su pía meditación sustancia y alimento para su fervor religioso. Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol: Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo…, para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados en caridad; a fin de que podáis… conocer también aquel amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente colmados de toda la plenitud de Dios(101). De esta universal plenitud es precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo: plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres(102); pues no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve(103).

Culto al Corazón de Jesús, culto en espíritu y en verdad

28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad, en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega el tiempo, y ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle en espíritu y en verdad(104).

Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del CORAZÓN físico de Jesús impide el contacto más íntimo con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la vía que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes. La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la autoridad de nuestro predecesor Incendio XI, de f. m., condenó la doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de esta vía interna) hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los Santos, han de tener asiento en nuestro CORAZÓN; porque Dios quiere ocuparlo y poseerlo solo(105).

Los que así piensan son, natural mente, de opinión que el simbolismo del CORAZÓN de Cristo no se extiende más allá de su amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos, entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir, en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen, no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen. Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión distinta(106). Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo crucificado.

Y así, del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo- y de su natural simbolismo es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz de la fe -por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este amor, pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad divina, la cual llegó también a amar con el Corazón del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.

La más completa profesión de la religión cristiana

29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural, que relaciona al Corazón físico de Jesús con la persona del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática; en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad de persona en Cristo con la distinción e integridad de sus dos naturalezas.

Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo Encarnado, y que, por consiguiente representa y pone ante los ojos todo el amor que El nos ha tenido y tiene aun. Y aquí está la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana. Verdaderamente, la religión de ,Jesucristo se funda toda en el Hombre Dios Mediador, de manera que no se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí(107).

Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación; además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez más generoso del mandamiento «nuevo», que el Divino Maestro legó como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento os doy: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado… El precepto mío es que os améis unos a otros como yo os he amado(108). Mandamiento éste en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, «Haré un pacto nuevo con la casa de Israel»(109). Pero que este mandamiento se practicase en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía al Nuevo Testamento; en cuanto que, sí este mandamiento ya existía en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva(110).

 

V. SUMO APRECIO POR EL CULTO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS

30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia, Nos, plenamente consciente del oficio apostólico que por primera vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una vez más, venerables hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos frutos también en nuestros tiempos.

Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de piedad que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico, formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona(111), ¿puede haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo servicio voluntario en cierto modo es un don, y cuando el amor constituye el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?(112). Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.

31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran el sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente gravídico, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran a sí mismos y toda su propia actividad, tanto interna como externa, a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas(113). Además de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud.

Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión católica, a saber, el deber del amor y el de la expiación, al mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.

Difusión de este culto

32. Exhortamos, pues, a todos nuestros hijos en Cristo a que practiquen con fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón(114). Finalmente, conveniente es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia: innumerables conversiones a la religión católica, reavivada vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado en una forma tan frecuente como conmovedora.

Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, nos sentimos ciertamente lleno de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor las obligadas gracias por los tesoro infinitos de su bondad, no podemos menos de expresar nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover este culto.

Penas actuales de la Iglesia

33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, venerables hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido precioso(115) y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al Cuerpo Místico de Cristo. Hay más. Porque si bien nos llena de amargo dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo, por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más nos atormentan las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra aquel que en la tierra representa a la persona del divino Redentor y su caridad para con los hombres, según la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos daba como «vicario de su amor(116)».

34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia(117).

Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes, y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación de los vicios, se resfriará la caridad de muchos(118).

Un culto providencial

35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, venerables hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica, que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso más noble, más suave y más saludable que este culto, pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?(119). Por último, ¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo -que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada día más- para estimular a los cristianos a que practiquen en su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia será la paz?(120)

Por lo cual, siguiendo el ejemplo de nuestro inmediato antecesor, queremos recordar de nuevo a todos nuestros hijos en Cristo la exhortación que León XIII, de i. m., al expirar el siglo pasado, dirigía a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo, Corazón de Jesús… que brilla con refulgente esplendor entre las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar y de El hay que esperar nuestra salvación(121).

Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre de cristianos e ,intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia , venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al augustísimo Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento espiritual si no es mediante la práctica de una especial devoción al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para valemos de las palabras de nuestro predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento de la Eucaristía(122). Ciertamente, no es pequeña la parte que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el amor de su Corazón con que nos la dio(123).

Final

36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima de caridad divina; caridad divina en la que se ha de fundar, como en el más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones, como sabiamente advirtió nuestro mismo predecesor, de p. m.: El reino de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue, necesariamente: cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos, considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer el amor de Dios a todas las cosas(124).

Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca mas copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Díos que en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado razón de la Santísima Virgen María(125).

37. Cumpliéndose felizmente este año, como indicamos antes, el primer siglo de la institución de la fiesta dc1 Sagrado Corazón de Jesús en toda la Iglesia por nuestro predecesor Pío IX, de f m., es vivo deseo nuestro, venerables hermanos, que el pueblo cristiano celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos de adoración, de acción de gracias y de reparación al Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán, sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos los demás fieles- en aquella nación en la cual, por designio de Dios, nació aquella santa virgen que fue promotora y heraldo infatigable de esta devoción.

Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que esta, como ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos nuestros vivos deseos, a la vez que expresamos también la esperanza de que, con la divina gracia, como frutos de las solemnes conmemoraciones de este año, aumente cada vez más la devoción de los fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de verdad y de vida, reino de gracia, reino de justicia, de amor y de paz(126).

Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, venerables hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo de nuestro pontificado.

SS. Pío XII

 

NOTAS:
1. Is12,3
2. San 1,17
3. Jn7,37,39
4. Cf.Is 12,3;Ez 47,1-12;Zac 13,1;Ex 17,1-17;Num 20,7-13; 1Cor 10,4;Ap 7,17;22,1.
5. Rom 5,5
6. 1Cor 6,17
7. Jn4,10
8. Hech 4,12.
9. Enc. Annum Sacrum, 25 mayo 1899:AL 19 (1900) 71,77-78.
10. Enc. Misserentissimus Redentor, 8 mayo 1928:AAS 30(1928)167.
11. Cf.en. Summi Pontificatus, 20oct.1939:AAS 31 (1939)415
12. Cf.AAS 32 (1940) 276;35 (1943) 170;37 (1945)263-264:40(1948)501;41(1949)331.
13. Ef3,20-21.
14. Is 12,3
15. Conc. Ephes. Can.8;cf.Mansi,Sacrorum Concilirum amplis. Collectiio,4, 1083 C; Conc. Const. II, can 9; cf. Ibid,9, 382E
16. Cf. Enc.Annum sacrum:AL 19 (1900) 76.
17. Cf. Ex 34.27-28.
18. Dt 6,4-6
19. II-II 2,7:ed. Leon. 8 (1895) 34.
20. Dt 32,11.
21. Os 11,1,3-4; 14,5-6.
22. Is 49,14-15
23. Cant 2,2; 6,2; 8,6.
24. Jn 1,14.
25. Jer 31,3;31,33-34.
26. Cf.Jn1,29;Heb9,18-28;10,1-17
27. Jn 1,16-17
28. Ibid., 21
29. Ef 3,17-19
30. Sum. Theol. 3,48,2: ed. Leon. 11 (1903)464.
31. Cf. Enc. Misserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 170.
32. Ef2,4; Sum.theol. 3,46,1 ad 3:ed. Leon 11 (1903)436.
33. Ef3,18
34. Jn 4,24
35. 2Jn 7.
36. Cf.Lc1,35
37. S Leon Magno, Ep domg. Lectis dilectionis tue ad Flavianum Const. Patr. 13 jun. A. 449; cf. PL 54,763.
38. Conc Chalced. A.451; cf. Mansi, op. Cit. 7,115B.
39. S Gelasio Papa, tr.3: Necessarium, de duebus naturis in Christo; cf.A. Thiel., Rom. Pont. A S Hilaro usque ad Pelagium II, p.532.
40. Cf. S. Th., Sum.theol.3,15,4;18,6 ed Leon II 1903 189 et 237
41. Cf 1 Cor 1,23
42. Heb 2,11-14.17-18
43. Apol. 2,13;PG 6,465.
44. Ep. 261,3:PG32,972.
45. In lo. Homil. 63,2:PG 59,350.
46. De fde ad Grtianum 2,7,56:PL16,594.
47. Cf. Super Mat.26,37: PL26,205.
48. Enarr in Ps 87,3 PL 37,1111.
49. De fide orth. 3,6:PG 94,1006.
50. Ibid.,3,20:PG 94, 1081.
51. II-II 48,4: ed. Leon. 6 (1891)306.
52. Col 2,9
53. Cf. Sum. Theol. 3,9.1-3; ed. Leon. 11(1903)142
54. Cf. Ibid., 3,33,2 ad 3;46,6: ed Leon. 11 (1903)342,433.
55. Tit 3,4
56. Mt 27,50; Jn 19,30
57. Ef 2,7
58. Heb 10,5-7,10
59. Registr. Epist.4,ep.31 ad Theodorum medicum:PL 77,706.
60. Mc 8,2
61. Mt 23,37
62. Ibid.,21,13
63. Ibid.,26,39
64. Ibid.,26,50; Lc 22,48
65. Lc 23,28.31.
66. Ibid.,23,34
67. Mt27,46
68. Lc 23,43
69. Jn 19,28
70. Lc 23,46
71. Ibid.,22,15
72. Ibid.,22,19-20
73. Mal 1,11
74. De Sancta Virginitate 6:PL
75. Jn 15,13
76. 1 Jn 3,16
77. Gal 2,20
78. Cf. S. Th., Sum. Theol.3,19,1:ed. Leon. 11 (1906)329.
79. Sum theol.suppl. 42,1 ad 3: ed.Leon. 12(1906)81
80. Hymn. ad Vesp.Feti Ssmi. Cordis Iesu.
81. 3,66,3 ad 3:ed Leon. 12(1906)65
82. Ef 5.2
83. Ibid.,4,8,10.
84. Jn14,16
85. Col2,3
86. Rom 8,35.37-39
87. Ef5,25-27
88. Cf.1Jn 2.1
89. Heb 7,25
90. Ibid.,5,7.
91. Jn 3,16
92. S Buenaventura, Opusc. X Vitis Mistica 3,5:Opera Omnia; Ad Claras Aquas (Quaracchi)1898,164. Cf S.TH3,54,4:ed. Leon. 11 (1903)513
93. Rom 8,32
94. Cf. 3,48,5:ed Leon 11 (1903)467
95. Lc 12,50
96. Jn 20,28
97. Ibid.,19,37; cf. Zac 12,10.
98. Cf. Litt. Enc. Miserentissimus Redemptor: AAS 20 (1928) 167-168.
99. Cf.A Gardellini, Decreta authentica (1857) n.4579, tomo 3,174
100. Cf. Decr. S.C. Rit. Apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratisimi Cordis Iesu et purissrmi Cordis Marie, 5ta ed. (Innsbruck 1885). Tomo 1,167.
101. Ef 3,14,16-19
102. Tit 3,4
103. Jn 3,17
104. Ibid., 4,23-24
105. Inocencio XI, consist. Ap. Coelestis Pastor, 19 nov.1687:Bullarium Romanum (Romae 1734), tomo 8, p.443
106. II-II 81,3 ad 3:ed Leon. 9 (1897)
107. Jn 14,6
108. Ibid., 13,34; 15,12
109. Jer 31,31
110. Comment. In Evang.S. Ioann. 13, lect.7,3:ed. Parmae (1860), tomo 10,p.541
111. II-II 82,1: ed.Leon. 9 (1897)187
112. Ibid., 1,38,2:ed. Leon. 4 (1888)393
113. Mc 12,30; Mt 22,37
114. Cf. Leon XIII, enc. Annum Sacrum:AL19 (1900)71s. Decr. S C Rituum, 28 jun. 1899, in Decr. Auth.3, n. 3712. Pio XI, enc. Miserentissimus Redemptor:AAS 20 (1928)177s. Decr. SC. Rit.29 en 1929:AAS (1929)77.
115. Lc 15,22
116. Exposit. In Evang. Sec. Lucam, 10,175:PL 15,1942.
117. Cf.S Th.,Sum.theol. II-II 34,2 ed. Leon. 8(1895)274
118. Mt24,12
119. Cf. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928)166.
120. Is 32,17
121. Enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900)79. Enc. Miserentissimus Redentor: AAS 20 (1928) 167/
122. Litt.ap.quibus Archisodalitas a Corde Eucharistico Iesu ad S. Iochim de Urbe ergitur, 17 febr. 1903:AL 22 (1903)307s; cf. Enc Mirae caritatis, 22 mayo 1902: AL 22 (1903)116
123. S. Alberto M., De Eucharistia, dist. 6, tr.I: OperaOmnia ed. Borgnet, vol.38 (Parisilis 1890)p.358.
124. Enc. Tametsi: Acta Leonis 20 (1900)303
125. Cf. AAS 34 (1942)345s.
126. Ex Miss. Rom. Praef. Iesu Christi Regis.
 
 

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Miserentissimus Redemptor Carta Encíclica sobre la Expiación que Todos deben al Sagrado Corazón de Jesús

Ambrogio Damiano Achille Ratti; Desio, 1857 – Roma, 1939) Papa romano bajo cuyo pontificado (1922-1939) se dio solución a la «cuestión romana» en el Tratado de Letrán, según el cual se reconoce el Estado independiente del Vaticano y se regulan las relaciones de la Santa Sede con el entonces Reino de Italia.

El 6 de febrero de 1922, en el cónclave que siguió a la muerte de Benedicto XV, resultó elegido papa. Era un hombre de estudio, de una cultura excepcional y además estaba muy bragado en los asuntos de la curia romana.

Pío XI destacó como gran animador de las misiones y como mecenas de las ciencias en las más variadas expresiones. En el primer aspecto, unificó el movimiento misionero en torno a las Obras Misionales para la Propagación de la fe, para la Santa Infancia y para el Clero indígena; creó el Museo Misionero en el palacio de Letrán (Roma); consagró en Roma a los primeros obispos chinos y japoneses e instituyó 78 nuevas misiones en tierras de infieles.

Como mecenas de las ciencias reformó, adaptándolos a las exigencias de los tiempos, los programas de seminarios y universidades católicos, con la constitución apostólica «Deus scientiarum Dominus» (1931); fundó el Instituto Pontificio de Arqueología Cristiana; instaló una emisora de radiodifusión en el Vaticano, que él mismo inauguró el 12 de febrero de 1931 con su mensaje «Qui arcana Dei»; fundó la Academia Pontificia de las Ciencias, con 70 miembros escogidos de entre los más ilustres científicos del mundo.
Hondamente preocupado por el imparable ascenso del nacionalsocialismo de Hitler, consintió en establecer con él un concordato en 1933, concordato que el Führer no respetó ni siquiera en sus principios. Las relaciones estaban ya rotas cuando Hitler visitó a Mussolini en Roma (mayo de 1938) y se abstuvo de visitar el Vaticano. Angustiado por el terrible huracán que veía impotente cernirse sobre Europa, Pío XI ofreció su vida a Dios «por la paz y la prosperidad de los pueblos», y murió justo antes de que estallara la II Guerra Mundial.

 

CARTA ENCÍCLICA DE PÍO XI (8-V-1928)

Aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque

1. Nuestro Misericordiosísimo Redentor, después de conquistar la salvación del linaje humano en el madero de la Cruz y antes de su ascensión al Padre desde este mundo, dijo a sus apóstoles y discípulos, acongojados de su partida, para consolarles: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Voz dulcísima, prenda de toda esperanza y seguridad; esta voz, venerables hermanos, viene a la memoria fácilmente cuantas veces contemplamos desde esta elevada cumbre la universal familia de los hombres, de tantos males y miserias trabajada, y aun la Iglesia, de tantas impugnaciones sin tregua y de tantas asechanzas oprimida.

Esta divina promesa, así como en un principio levantó los ánimos abatidos de los apóstoles, y levantados los encendió e inflamó para esparcir la semilla de la doctrina evangélica en todo el mundo, así después alentó a la Iglesia a la victoria sobre las puertas del infierno. Ciertamente en todo tiempo estuvo presente a su Iglesia nuestro Señor Jesucristo; pero lo estuvo con especial auxilio y protección cuantas veces se vio cercada de más graves peligros y molestias, para suministrarle los remedios convenientes a la condición de los tiempos y las cosas, con aquella divina Sabiduría que «toca de extremo a extremo con fortaleza y todo lo dispone con suavidad» (Sal 8,1). Pero «no se encogió la mano del Señor» (Is 59, 1) en los tiempos más cercanos; especialmente cuando se introdujo y se difundió ampliamente aquel error del cual era de temer que en cierto modo secara las fuentes de la vida cristiana para los hombres, alejándolos del amor y del trato con Dios.

Mas como algunos del pueblo tal vez desconocen todavía, y otros desdeñan, aquellas quejas del amantísimo Jesús al aparecerse a Santa Margarita María de Alacoque, y lo que manifestó esperar y querer a los hombres, en provecho de ellos, plácenos, venerables hermanos, deciros algo acerca de la honesta satisfacción a que estamos obligados respecto al Corazón Santísimo de Jesús; con el designio de que lo que os comuniquemos cada uno de vosotros lo enseñe a su grey y la excite a practicarlo.

2. Entre todos los testimonios de la infinita benignidad de nuestro Redentor resplandece singularmente el hecho de que, cuando la caridad de los fieles se entibiaba, la caridad de Dios se presentaba para ser honrada con culto especial, y los tesoros de su bondad se descubrieron por aquella forma de devoción con que damos culto al Corazón Sacratísimo de Jesús, «en quien están escondidos todos los tesoros de su sabiduría y de su ciencia» (Col 2, 3).

Pues, así como en otro tiempo quiso Dios que a los ojos del humano linaje que salía del arca de Noé resplandeciera como signo de pacto de amistad «el arco que aparece en las nubes» (Gén 2, 14), así en los turbulentísimos tiempos de la moderna edad, serpeando la herejía jansenista, la más astuta de todas, enemiga del amor de Dios y de la piedad, que predicaba que no tanto ha de amarse a Dios como padre cuanto temérsele como implacable juez, el benignísimo Jesús mostró su corazón como bandera de paz y caridad desplegada sobre las gentes, asegurando cierta la victoria en el combate. A este propósito, nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, en su encíclica Annum Sacrum, admirando la oportunidad del culto al Sacratísimo Corazón de Jesús, no vaciló en escribir: «Cuando la Iglesia, en los tiempos cercanos a su origen, sufría la opresión del yugo de los Césares, la Cruz, aparecida en la altura a un joven emperador, fue simultáneamente signo y causa de la amplísima victoria lograda inmediatamente. Otro signo se ofrece hoy a nuestros ojos, faustísimo y divinísimo: el Sacratísimo Corazón de Jesús con la Cruz superpuesta, resplandeciendo entre llamas, con espléndido candor. En El han de colocarse todas las esperanzas; en El han de buscar y esperar la salvación de los hombres».

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús

3. Y con razón, venerables hermanos; pues en este faustísimo signo y en esta forma de devoción consiguiente, ¿no es verdad que se contiene la suma de toda la religión y aun la norma de vida más perfecta, como que más expeditamente conduce los ánimos a conocer íntimamente a Cristo Señor Nuestro, y los impulsa a amarlo más vehementemente, y a imitarlo con más eficacia? Nadie extrañe, pues, que nuestros predecesores incesantemente vindicaran esta probadísima devoción de las recriminaciones de los calumniadores y que la ensalzaran con sumos elogios y solícitamente la fomentaran, conforme a las circunstancias.

Así, con la gracia de Dios, la devoción de los fieles al Sacratísimo Corazón de Jesús ha ido de día en día creciendo; de aquí aquellas piadosas asociaciones, que por todas partes se multiplican, para promover el culto al Corazón divino; de aquí la costumbre, hoy ya extendida por todas partes, de comulgar el primer viernes de cada mes, conforme al deseo de Cristo Jesús.

La consagración

4. Mas, entre todo cuanto propiamente atañe al culto del Sacratísimo Corazón, descuella la piadosa y memorable consagración con que nos ofrecemos al Corazón divino de Jesús, con todas nuestras cosas, reconociéndolas como recibidas de la eter
na bondad de Dios. Después que nuestro Salvador, movido más que por su propio derecho, por su inmensa caridad para nosotros, enseñó a la inocentísima discípula de su Corazón, Santa Margarita María, cuánto deseaba que los hombres le rindiesen este tributo de devoción, ella fue, con su maestro espiritual, el P. Claudio de la Colombière, la primera en rendirlo. Siguieron, andando el tiempo, los individuos particulares, después las familias privadas y las asociaciones y, finalmente, los magistrados, las ciudades y los reinos.

Mas, como en el siglo precedente y en el nuestro, por las maquinaciones de los impíos, se llegó a despreciar el imperio de Cristo nuestro Señor y a declarar públicamente la guerra a la Iglesia, con leyes y mociones populares contrarias al derecho divino y a la ley natural, y hasta hubo asambleas que gritaban: «No queremos que reine sobre nosotros» (Lc 19, 14), por esta consagración que decíamos, la voz de todos los amantes del Corazón de Jesús prorrumpía unánime oponiendo acérrimamente, para vindicar su gloria y asegurar sus derechos: «Es necesario que Cristo reine (1 Cor 15, 25). Venga su reino». De lo cual fue consecuencia feliz que todo el género humano, que por nativo derecho posee Jesucristo, único en quien todas las cosas se restauran (Ef 1, 10), al empezar este siglo, se consagra al Sacratísimo Corazón, por nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, aplaudiendo el orbe cristiano.

Comienzos tan faustos y agradables, Nos, como ya dijimos en nuestra encíclica Quas primas, accediendo a los deseos y a las preces reiteradas y numerosas de obispos y fieles, con el favor de Dios completamos y perfeccionamos, cuando, al término del año jubilar, instituimos la fiesta de Cristo Rey y su solemne celebración en todo el orbe cristiano.

Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey. Por esto ordenábamos también que en el día de esta fiesta se renovase todos los años aquella consagración para conseguir más cierta y abundantemente sus frutos y para unir a los pueblos todos con el vínculo de la caridad cristiana y la conciliación de la paz en el Corazón de Cristo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan.

La expiación o reparación

5. A estos deberes, especialmente a la consagración, tan fructífera y confirmada en la fiesta de Cristo Rey, necesario es añadir otro deber, del que un poco más por extenso queremos, venerables hermanos, hablaros en las presentes letras; nos referimos al deber de tributar al Sacratísimo Corazón de Jesús aquella satisfacción honesta que llaman reparación.

Si lo primero y principal de la consagración es que al amor del Creador responda el amor de la criatura, síguese espontáneamente otro deber: el de compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa. A este deber llamamos vulgarmente reparación.

Y si unas mismas razones nos obligan a lo uno y a lo otro, con más apremiante título de justicia y amor estamos obligados al deber de reparar y expiar: de justicia, en cuanto a la expiación de la ofensa hecha a Dios por nuestras culpas y en cuanto a la reintegración del orden violado; de amor, en cuanto a padecer con Cristo paciente y «saturado de oprobio» y, según nuestra pobreza, ofrecerle algún consuelo.

Pecadores como somos todos, abrumados de muchas culpas, no hemos de limitarnos a honrar a nuestro Dios con sólo aquel culto con que adoramos y damos los obsequios debidos a su Majestad suprema, o reconocemos suplicantes su absoluto dominio, o alabamos con acciones de gracias su largueza infinita; sino que, además de esto, es necesario satisfacer a Dios, juez justísimo, «por nuestros innumerables pecados, ofensas y negligencias». A la consagración, pues, con que nos ofrecemos a Dios, con aquella santidad y firmeza que, como dice el Angélico, son propias de la consagración, ha de añadirse la expiación con que totalmente se extingan los pecados, no sea que la santidad de la divina justicia rechace nuestra indignidad impudente, y repulse nuestra ofrenda, siéndole ingrata, en vez de aceptarla como agradable.

Este deber de expiación a todo el género humano incumbe, pues, como sabemos por la fe cristiana, después de la caída miserable de Adán el género humano, inficionado de la culpa hereditaria, sujeto a las concupiscencias y míseramente depravado, había merecido ser arrojado a la ruina sempiterna. Soberbios filósofos de nuestros tiempos, siguiendo el antiguo error de Pelagio, esto niegan blasonando de cierta virtud innata en la naturaleza humana, que por sus propias fuerzas continuamente progresa a perfecciones cada vez más altas; pero estas inyecciones del orgullo rechaza el Apóstol cuando nos advierte que «éramos por naturaleza hijos de ira» (Ef 2, 3).

En efecto, ya desde el principio los hombres en cierto modo reconocieron el deber de aquella común expiación y comenzaron a practicarlo guiados por cierto natural sentido, ofreciendo a Dios sacrificios, aun públicos, para aplacar su justicia.

Expiación de Cristo

6. Pero ninguna fuerza creada era suficiente para expiar los crímenes de los hombres si el Hijo de Dios no hubiese tomado la humana naturaleza para repararla. Así lo anunció el mismo Salvador de los hombres por los labios del sagrado Salmista: «Hostia y oblación no quisiste; mas me apropiaste cuerpo. Holocaustos por el pecado no te agradaron; entonces dije: heme aquí» (Heb 10, 5. 7). Y «ciertamente El llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; herido fue por nuestras iniquidades» (Is 53, 4-5); y «llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero» (1 Pe 2, 24); «borrando la cédula del decreto que nos era contrario, quitándole de en medio y enclavándole en la cruz» (Col 2, 14) «para que muertos al pecado, vivamos a la justicia» (1 Pe 2, 24).

Expiación nuestra, sacerdotes en Cristo

7. Mas, aunque la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente «perdonó nuestros pecados» (Col 2, 13); pero, por aquella admirable disposición de la divina Sabiduría, según la cual ha de completarse en nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24), aun a las oraciones y satisfacciones «que Cristo ofreció a Dios en nombre de los pecadores» podemos y debemos añadir también las nuestras.

8. Necesario es no olvidar nunca que toda la fuerza de la expiación pende únicamente del cruento sacrificio de Cristo, que por modo incruento se renueva sin interrupción en nuestros altares; pues, ciertamente, «una y la misma es la Hostia, el mismo es el que ahora se ofrece mediante el ministerio de los sacerdotes que el que antes se ofreció en la cruz; sólo es diverso el modo de ofrecerse»; por lo cual debe unirse con este augustísimo sacrificio eucarístico la inmolación de los ministros y de los otros fieles para que también se ofrezcan como «hostias vivas, santas, agradables a Dios» (Rom 12, 1). Así, no duda afirmar San Cipriano «que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no corresponde a la pasión nuestra oblación y sacrificio».

Por ello nos amonesta el Apóstol que, «llevando en nuestro cuerpo la mortificación de Jesús» (2 Cor 4, 10), y con Cristo sepultados y plantados, no sólo a semejanza de su muerte crucifiquemos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias (Cf. Gál 5, 24), «huyendo de lo que en el mundo es corrupción de concupiscencia» (2 Pe 1, 4), sino que «en nuestros cuerpos se manifieste la vida de Jesús» (2 Cor 4,
10), y, hechos partícipes de su eterno sacerdocio, «ofrezcamos dones y sacrificios por los pecados» (Heb 5, 1).

Ni solamente gozan de la participación de este misterioso sacerdocio y de este deber de satisfacer y sacrificar aquellos de quienes nuestro Señor Jesucristo se sirve para ofrecer a Dios la oblación inmaculada desde el oriente hasta el ocaso en todo lugar (Mal 1-2), sino que toda la grey cristiana, llamada con razón por el Príncipe de los Apóstoles «linaje escogido, real sacerdocio» (1 Pe 2, 9), debe ofrecer por sí y por todo el género humano sacrificios por los pecados, casi de la propia manera que todo sacerdote y pontífice «tomado entre los hombres, a favor de los hombres es constituido en lo que toca a Dios» (Heb 5, 1).

Y cuanto más perfectamente respondan al sacrificio del Señor nuestra oblación y sacrificio, que es inmolar nuestro amor propio y nuestras concupiscencias y crucificar nuestra carne con aquella crucifixión mística de que habla el Apóstol, tantos más abundantes frutos de propiciación y de expiación para nosotros y para los demás percibiremos. Hay una relación maravillosa de los fieles con Cristo, semejante a la que hay entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo, y asimismo una misteriosa comunión de los santos, que por la fe católica profesamos, por donde los individuos y los pueblos no sólo se unen entre sí, mas también con Jesucristo, que es la cabeza;.«del cual, todo el cuerpo compuesto y bien ligado por todas las junturas, según la operación proporcionada de cada miembro, recibe aumento propio, edificándose en amor» (Ef 4, 15-16). Lo cual el mismo Mediador de Dios y de los hombres, Jesucristo, próximo a la muerte, lo pidió al Padre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad»(Jn 17, 23).

Así, pues, como la consagración profesa y afirma la unión con Cristo, así la expiación da principio a esta unión borrando las culpas, la perfecciona participando de sus padecimientos y la consuma ofreciendo sacrificios por los hermanos. Tal fue, ciertamente, el designio del misericordioso Jesús cuando quiso descubrirnos su Corazón con los emblemas de su pasión y echando de sí llamas de caridad: que mirando de una parte la malicia infinita del pecado, y, admirando de otra la infinita caridad del Redentor, más vehementemente detestásemos el pecado y más ardientemente correspondiésemos a su caridad.

Comunión Reparadora y Hora Santa

9. Y ciertamente en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús tiene la primacía y la parte principal el espíritu de expiación y reparación; ni hay nada más conforme con el origen, índole, virtud y prácticas propias de esta devoción, como la historia y la tradición, la sagrada liturgia y las actas de los Santos Pontífices confirman.

Cuando Jesucristo se aparece a Santa Margarita María, predicándole la infinitud de su caridad, juntamente, como apenado, se queja de tantas injurias como recibe de los hombres por estas palabras que habían de grabarse en las almas piadosas de manera que jamás se olvidarán: «He aquí este Corazón que tanto ha amado a los hombres y de tantos beneficios los ha colmado, y que en pago a su amor infinito no halla gratitud alguna, sino ultrajes, a veces aun de aquellos que están obligados a amarle con especial amor». Para reparar estas y otras culpas recomendó entre otras cosas que los hombres comulgaran con ánimo de expiar, que es lo que llaman Comunión Reparadora, y las súplicas y preces durante una hora, que propiamente se llama la Hora Santa; ejercicios de piedad que la Iglesia no sólo aprobó, sino que enriqueció con copiosos favores espirituales.

Consolar a Cristo

10. Mas ¿cómo podrán estos actos de reparación consolar a Cristo, que dichosamente reina en los cielos? Respondemos con palabras de San Agustín: «Dame un corazón que ame y sentirá lo que digo».

Un alma de veras amante de Dios, si mira al tiempo pasado, ve a Jesucristo trabajando, doliente, sufriendo durísimas penas «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», tristeza, angustias, oprobios, «quebrantado por nuestras culpas» (Is 53, 5) y sanándonos con sus llagas. De todo lo cual tanto más hondamente se penetran las almas piadosas cuanto más claro ven que los pecados de los hombres en cualquier tiempo cometidos fueron causa de que el Hijo de Dios se entregase a la muerte; y aun ahora esta misma muerte, con sus mismos dolores y tristezas, de nuevo le infieren, ya que cada pecado renueva a su modo la pasión del Señor, conforme a lo del Apóstol: «Nuevamente crucifican al Hijo de Dios y le exponen a vituperio» (Is 5). Que si a causa también de nuestros pecados futuros, pero previstos, el alma de Cristo Jesús estuvo triste hasta la muerte, sin duda algún consuelo recibiría de nuestra reparación también futura, pero prevista, cuando el ángel del cielo (Lc 22, 43) se le apareció para consolar su Corazón oprimido de tristeza y angustias. Así, aún podemos y debemos consolar aquel Corazón sacratísimo, incesantemente ofendido por los pecados y la ingratitud de los hombres, por este modo admirable, pero verdadero; pues alguna vez, como se lee en la sagrada liturgia, el mismo Cristo se queja a sus amigos del desamparo, diciendo por los labios del Salmista: «Improperio y miseria esperó mi corazón; y busqué quien compartiera mi tristeza y no lo hubo; busqué quien me consolara y no lo hallé» (Sal 68, 21).

La pasión de Cristo en su Cuerpo, la Iglesia

11. Añádase que la pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pues sirviéndonos de otras palabras de San Agustín: «Cristo padeció cuanto debió padecer; nada falta a la medida de su pasión. Completa está la pasión, pero en la cabeza; faltaban todavía las pasiones de Cristo en el cuerpo». Nuestro Señor se dignó declarar esto mismo cuando, apareciéndose a Saulo, «que respiraba amenazas y muerte contra los discípulos» (Hch 9, 11), le dijo: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Hch 5); significando claramente que en las persecuciones contra la Iglesia es a la Cabeza divina de la Iglesia a quien se veja e impugna. Con razón, pues, Jesucristo, que todavía en su Cuerpo místico padece, desea tenernos por socios en la expiación, y esto pide con El nuestra propia necesidad; porque siendo como somos «cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte miembro» (1 Cor 12, 27), necesario es que lo que padezca la cabeza lo padezcan con ella los miembros (1 Cor 12, 27).

Necesidad actual de expiación por tantos pecados

12. Cuánta sea, especialmente en nuestros tiempos, la necesidad de esta expiación y reparación, no se le ocultará a quien vea y contemple este mundo, como dijimos, «en poder del malo» (Jn 5, 19). De todas partes sube a Nos clamor de pueblos que gimen, cuyos príncipes o rectores se congregaron y confabularon a una contra el Señor y su Iglesia (2 Pe 2, 2). Por esas regiones vemos atropellados todos los derechos divinos y humanos; derribados y destruidos los templos, los religiosos y religiosas expulsados de sus casas, afligidos con ultrajes, tormentos, cárceles y hambre; multitudes de niños y niñas arrancados del seno de la Madre Iglesia, e inducidos a renegar y blasfemar de Jesucristo y a los más horrendos crímenes de la lujuria; todo el pueblo cristiano duramente amenazado y oprimido, puesto en el trance de apostatar de la fe o de padecer muerte crudelísima. Todo lo cual es tan triste que por estos acontecimientos parecen manifestarse «los principios de aquellos dolores» que habían de preceder «al hombre de pecado que se levanta contra todo lo que se llama Dios o que se adora» (2 Tes 2, 4).

Y aún es más triste, venerables hermanos, que entre los mismos fieles, lavados en el bautismo con la sangre de
l Cordero inmaculado y enriquecidos con la gracia, haya tantos hombres, de todo orden o clase, que con increíble ignorancia de las cosas divinas, inficionados de doctrinas falsas, viven vida llena de vicios, lejos de la casa del Padre; vida no iluminada por la luz de la fe, ni alentada de la esperanza en la felicidad futura, ni caldeada y fomentada por el calor de la caridad, de manera que verdaderamente parecen sentados en las tinieblas y en la sombra de la muerte. Cunde además entre los fieles la incuria de la eclesiástica disciplina y de aquellas antiguas instituciones en que toda la vida cristiana se funda y con que se rige la sociedad doméstica y se defiende la santidad del matrimonio; menospreciada totalmente o depravada con muelles halagos la educación de los niños, aún negada a la Iglesia la facultad de educar a la juventud cristiana; el olvido deplorable del pudor cristiano en la vida y principalmente en el vestido de la mujer; la codicia desenfrenada de las cosas perecederas, el ansia desapoderada de aura popular; la difamación de la autoridad legítima, y, finalmente, el menosprecio de la palabra de Dios, con que la fe se destruye o se pone al borde de la ruina.

Forman el cúmulo de estos males la pereza y la necedad de los que, durmiendo o huyendo como los discípulos, vacilantes en la fe míseramente desamparan a Cristo, oprimido de angustias o rodeado de los satélites de Satanás; no menos que la perfidia de los que, a imitación del traidor Judas, o temeraria o sacrílegamente comulgan o se pasan a los campamentos enemigos. Y así aun involuntariamente se ofrece la idea de que se acercan los tiempos vaticinados por nuestro Señor: «Y porque abundó la iniquidad, se enfrió la caridad de muchos» (Mt 24, 12).

El ansia ardiente de expiar

13. Cuantos fieles mediten piadosamente todo esto, no podrán menos de sentir, encendidos en amor a Cristo apenado, el ansia ardiente de expiar sus culpas y las de los demás; de reparar el honor de Cristo, de acudir a la salud eterna de las almas. Las palabras del Apóstol: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20), de alguna manera se acomodan también para describir nuestros tiempos; pues si bien la perversidad de los hombres sobre manera crece, maravillosamente crece también, inspirando el Espíritu Santo, el número de los fieles de uno y otro sexo, que con resuelto ánimo procuran satisfacer al Corazón divino por todas las ofensas que se le hacen, y aun no dudan ofrecerse a Cristo como víctimas.

Quien con amor medite cuanto hemos dicho y en lo profundo del corazón lo grabe, no podrá menos de aborrecer y de abstenerse de todo pecado como de sumo mal; se entregará a la voluntad divina y se afanará por reparar el ofendido honor de la divina Majestad, ya orando asiduamente, ya sufriendo pacientemente las mortificaciones voluntarias, y las aflicciones que sobrevinieren, ya, en fin, ordenando a la expiación toda su vida.

Aquí tienen su origen muchas familias religiosas de varones y mujeres que, con celo ferviente y como ambicioso de servir, se proponen hacer día y noche las veces del Ángel que consoló a Jesús en el Huerto; de aquí las piadosas asociaciones asimismo aprobadas por la Sede Apostólica y enriquecidas con indulgencias, que hacen suyo también este oficio de la expiación con ejercicios convenientes de piedad y de virtudes; de aquí finalmente los frecuentes y solemnes actos de desagravio encaminados a reparar el honor divino, no sólo por los fieles particulares, sino también por las parroquias, las diócesis y ciudades.

LA DEVOCIÓN AL CORAZÓN DE JESÚS
Causa de muchos bienes

14. Pues bien: venerables hermanos, así como la devoción de la consagración, en sus comienzos humilde, extendida después, empieza a tener su deseado esplendor con nuestra confirmación, así la devoción de la expiación o reparación, desde un principio santamente introducida y santamente propagada. Nos deseamos mucho que, más firmemente sancionada por nuestra autoridad apostólica, más solemnemente se practique por todo el universo católico. A este fin disponemos y mandamos que cada año en la fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús –fiesta que con esta ocasión ordenamos se eleve al grado litúrgico de doble de primera clase con octava– en todos los templos del mundo se rece solemnemente el acto de reparación al Sacratísimo Corazón de Jesús, cuya oración ponemos al pie de esta carta para que se reparen nuestras culpas y se resarzan los derechos violados de Cristo, Sumo Rey y amantísimo Señor.

No es de dudar, venerables hermanos, sino que de esta devoción santamente establecida y mandada a toda la Iglesia, muchos y preclaros bienes sobrevendrán no sólo a los individuos, sino a la sociedad sagrada, a la civil y a la doméstica, ya que nuestro mismo Redentor prometió a Santa Margarita María «que todos aquellos que con esta devoción honraran su Corazón, serían colmados con gracias celestiales».

Los pecadores, ciertamente, «viendo al que traspasaron» (Jn 19, 37), y conmovidos por los gemidos y llantos de toda la Iglesia, doliéndose de las injurias inferidas al Sumo Rey, «volverán a su corazón» (Is 46, 8); no sea que obcecados e impenitentes en sus culpas, cuando vieren a Aquel a quien hirieron «venir en las nubes del cielo» (Mt 26, 64), tarde y en vano lloren sobre El (Cf. Ap 1, 7).

Los justos más y más se justificarán y se santificarán, y con nuevos fervores se entregarán al servicio de su Rey, a quien miran tan menospreciado y combatido y con tantas contumelias ultrajado; pero especialmente se sentirán enardecidos para trabajar por la salvación de las almas, penetrados de aquella queja de la divina Víctima: «¿Qué utilidad en mi sangre?» (Sal 19, 10); y de aquel gozo que recibirá el Corazón sacratísimo de Jesús «por un solo pecador que hiciere penitencia» (Lc 15, 4).

Especialmente anhelamos y esperamos que aquella justicia de Dios, que por diez justos, movido a misericordia, perdonó a los de Sodoma, mucho más perdonará a todos los hombres, suplicantemente invocada y felizmente aplacada por toda la comunidad de los fieles unidos con Cristo, su Mediador y Cabeza.

La Virgen Reparadora

15. Plazcan, finalmente, a la benignísima Virgen Madre de Dios nuestros deseos y esfuerzos; que cuando nos dio al Redentor, cuando lo alimentaba cuando al pie de la cruz lo ofreció como hostia, por su unión misteriosa con Cristo y singular privilegio de su gracia fue, como se la llama piadosamente, reparadora. Nos, confiados en su intercesión con Cristo, que siendo el «único Mediador entre Dios y los hombres» (Tim 2, 3), quiso asociarse a su Madre como abogada de los pecadores, dispensadora de la gracia y mediadora, amantísimamente os damos como prenda de los dones celestiales de nuestra paternal benevolencia, a vosotros, venerables hermanos, y a toda la grey confiada a vuestro cuidado, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, día 8 de mayo de 1928, séptimo de nuestro pontificado.

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Devociones REFLEXIONES Y DOCTRINA

Enciclica Fidentem Piumque de Leon XIII sobre el Rosario

León XIII es considerado el Padre de Europa y «El Papa del Rosario».
Llama al Santo Rosario: «La más agradable de las oraciones». «Resumen del culto que se le debe tributar a la Virgen». «Una manera fácil de hacer recordar a los sencillos los Dogmas de la fe cristiana». «Un modo eficaz de curar el apego a lo terrenal. «Un remedio para pensar en lo eterno».

El 20 de septiembre de 1896 publicó la encíclica FIDENTEM PIUMQUE sobre el rezo del rosario…

León XIII (nacido en Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – fallecido en Roma, 20 de julio de 1903).

Su nombre de nacimiento era Vincenzo Gioacchino Raffaele Luigi Pecci Prosperi Buzzi. Procedía de una familia aristocrática del Lacio: fue el sexto de los siete hijos de los condes Ludovico Pecci y Anna Prosperi Buzzi.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono. Su papado se extendió desde el 20 de febrero de 1878 al 20 de julio de 1903 cuando falleció a los 93 años. Su predecesor fue el Beato Pío IX y su sucesor San Pío X. Fue apodo el Papa de los obreros.

Su Santidad León XIII escribió doce encíclicas referentes al rosario. Dedica 22 documentos menores a recomendar a los fieles el rezo del Rosario. Con agudeza León Xlll ve en el rosario «una manera fácil de hacer penetrar e inculcar en las almas los dogmas principales de la fe cristiana».

Mirando a los males de la sociedad, el papa de la Rerum novarum anima e invita a hacer esta oración para superar la aversión al sacrificio y al sufrimiento, poniendo la propia fe y la mirada en los padecimientos de Cristo. La aversión a la vida humilde y laboriosa la supera el cristiano meditando sobre la humildad del Salvador y de María. La indiferencia hacia los misterios de la vida futura y el apego a los bienes materiales se curan meditando y contemplando los misterios de la gloria de Cristo, de María y de los santos.

ENCÍCLICA FIDENTEM PIUMQUE – LEÓN XIII – SOBRE LA DEVOCIÓN DEL ROSARIO

I. Amor del Papa a la Santísima Virgen y respuesta del pueblo a sus exhortaciones

Muchas veces en el transcurso de Nuestro Pontificado, atestiguamos públicamente Nuestra confianza y piedad respecto a la Bienaventurada Virgen, sentimientos que abrigamos desde nuestra infancia, y que durante la vida hemos mantenido y desarrollado en Nuestro corazón.

A través de circunstancias funestísimas para la religión cristiana y para las naciones, conocimos cuán propio era de Nuestra solicitud recomendar ese medio de paz y de salvación que Dios, en su infinita bondad, ha dado género humano en la persona de su augusta Madre, y que siempre se vio patente en la historia de la Iglesia.

En todas partes el celo de las naciones católicas ha respondido a Nuestras exhortaciones y deseos; por donde quiera se ha propagado la devoción al Santísimo Rosario, y se ha producido abundancia de excelentes frutos. No podemos dejar de celebrar a la Madre Dios, verdaderamente digna de toda alabanza y recomendar a los fieles el amor a María, madre de los hombres, llena de misericordia y de gracia.

Nuestro ánimo, henchido de apostólica a solicitud, sintiendo que se acerca, cada vez más el momento último de la vida, mira con más gozosa confianza a la que, cual aurora bendita, anuncia la ventura de un día interminable.

Si Nos es grato, Venerables Hermanos, el recuerdo de otras cartas publicadas en fecha determinada en loor del Rosario, oración en todos conceptos agradable a la que tratamos de honrar, y utilísima a los que debidamente la rezan, grato Nos es también insistir en ello y confirmar Nuestras instrucciones.

II. Necesidad de la oración

Excelente ocasión se Nos ofrece de exhortar paternalmente a las almas y corazones para que aumenten su piedad y se vigoricen con la esperanza de los inmortales premios.

La oración de que hablamos recibió el nombre especial de Rosario, como si imitase el suave aroma de las rosas y la belleza de los floridos ramilletes. Tan propia como es para honrar a la Virgen, llamada Rosa mística del Paraíso, y coronada de brillante diadema, como Reina del Universo, tanto parece anuncio de la corona de celestiales alegrías que María otorgará a sus siervos.

Bien lo ve quien considera la esencia del Rosario; nada se Nos aconseja más en los preceptos y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles, que invocar a Dios y pedir su auxilio. Los Padres y doctores nos hablaron luego de la necesidad de la oración, tan grande que si los hombres descuidaren este deber, en vano esperarán la salvación eterna.

III. La asiduidad en la oración

Mas si la oración por su misma índole y conforme a la promesa de Cristo es camino que conduce a la obtención de las mercedes, sabemos todos que hay dos elementos que la hacen eficaz: la asiduidad y la unión de muchos fieles.

Indícase la primera en la bondadosísima invitación que nos dirige Cristo: Pedid, buscad, llamad.

Parécese Dios a un buen Padre que quiere contestar los deseos de sus hijos; pero también que éstos con instancia acudan a él y que, con sus ruegos, le importunen, de suerte que unan a Él su alma con los vínculos más fuertes.

IV. La oración en común

Nuestro Señor más de una vez habló de la oración en común: «Si dos de entre vosotros se reúnen en la tierra, mi Padre que está en los Cielos les concederá lo que pidan, porque donde se hallaren dos o tres reunidos en mi nombre, yo estaré entre ellos». Así dice audazmente Tertuliano: «Nos reunimos para sitiar a Dios con nuestras oraciones y como si nos tomásemos de las manos, para hacer violencia agradable a Dios».

Son de Santo Tomás de Aquino estas memorables frases: «Imposible que las oraciones de muchos hombres no sean escuchadas, si, por decirlo así, forman una sola».

Ambas recomendaciones se pueden aplicar bien al Rosario. Porque en él, en efecto, para no extendernos, redoblamos Nuestras súplicas para implorar del Padre celestial el reinado de su gracia y de su gloria, y asiduamente invocamos a la Virgen María para que por su intercesión, nos socorra, ya porque durante la vida entera estamos expuestos al pecado, ya porque en la última hora estaremos a la puerta de la eternidad.

V. El Rosario familiar y en el templo

Apropiado es también que el Rosario se rece como oración en común. Con razón se le ha llamado Salterio de María. Debe renovarse religiosamente esa costumbre de Nuestros mayores; en las familias cristianas, en la ciudad y en el campo, al finalizar el día y concluir sus rudos trabajos, reuníanse ante la imagen de la Virgen y se rezaba una parte del Rosario. Vivamente interesada por esta piedad filial y común, María, como la madre al hijo, protegía a estas familias y les concedía los beneficios de la paz doméstica, que era presagio de la celestial.

Considerando esa eficacia de la oración en común, entre las decisiones que en varias épocas tomamos respecto al Rosario, dictamos ésta: deseamos que diariamente se recite en las catedrales y todos los días de fiesta en las parroquias. Obsérvese esta práctica con celo y constancia y alegrémonos de que se observe, acompañada de otras manifestaciones solemnes de la piedad pública y de peregrinaciones a los santuarios célebres cuyo número debemos desear que aumente.

Esa asociación de rezos y alabanzas a María tiene mucho de tierno y saludable para las almas. Sentímoslo Nosotros, y Nuestra gratitud Nos hace recordar que cuando en ciertas circunstancias solemnes de Nuestro Pontificado, Nos hallamos en la Basílica Vaticana, Nos rodeaban gran número de personas de todas condiciones, que, uniendo sus ánimos, votos y confianza a los Nuestros, rezaban con ardor los misterios y oraciones del Rosario a la misericordiosa protectora de la Religión católica.

VI. María mediadora entre Dios y los hombres

¿Quién pudiera pensar y decir que la viva confianza que tenemos en el socorro de la Virgen sea exagerada? Ciertamente el nombre y representación de perfecto Conciliador sólo viene a Cristo, porque sólo El, Dios y hombre a la vez, volvió al género humano a la gracia del Padre Supremo «Sólo hay un mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se entregó a sí mismo como Redentor de todos». Mas si, como en seña el Doctor Angélico nada impide que otros sean llamados, secundum quid, mediadores entre Dios y los hombres, porque colaboran a la unión del hombre con Dios, dispositive et ministerialiter, como los Ángeles, Santos, Profetas y Sacerdotes de ambos Testamentos, entonces la misma gloria conviene plenamente a la Santísima Virgen.

Es imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable consentimiento en nombre de todo el género humano. De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora para con el Mediador.

VII. El Rosario nos recuerda estos misterios

Como estos misterios se incluyen en el Rosario y sucesivamente se ofrecen a la memoria y meditación de los fieles, se ve lo que significa María en la obra de Nuestra reconciliación y salvación.

Nadie puede substraerse a un tierno afecto viendo presentarse a María en hogar de Isabel como instrumento de las gracias divinas y cuando presenta a su Hijo a los pastores, a los Reyes y a Simeón.

Pero ¿qué se ha de sentir pensando que la Sangre de Cristo vertida por nosotros y los miembros que presenta a su Padre con las llagas recibidas en precio de nuestra libertad, son el mismo cuerpo y la sangre misma de la Virgen? La carne de Jesús es, en efecto, la de María, y aunque haya sido exaltada por la gloria de la resurrección, su naturaleza quedó siendo la misma que se tomó en María.

VIII. El Rosario fortifica la fe

También hay otro fruto notable del Rosario, en relación con las necesidades de nuestra época. Ya hemos recordado que consiste en que viéndose expuesta a tantos ataques y peligros la virtud de la fe divina, el Rosario da al cristiano con qué alimentarla y fortificarla eficazmente. Las divinas Escrituras llaman a Cristo autor y consumador de la fe; «autor de la fe» porque Él mismo enseñó a los hombres un gran número de verdades que debían creer, sobre todo las relativas a Dios mismo y al Cristo en que reside toda la plenitud de Divinidad, y porque por su gracia y de algún modo por la unión del Espíritu Santo, les da afectuosamente los me dios de creer; «y consumador» de la misma fe porque El hace evidente en el Cielo cuanto el hombre no percibe en su vida mortal mas que a través de un velo, y allí cambiará la fe presente en gloriosa iluminación.

Ciertamente la acción de Cristo se hace sentir en el Rosario de una manera poderosa. Consideramos y meditamos su vida privada en los misterios gozosos, la pública hasta la muerte entre los mayores tormentos, y la gloriosa que, después de la resurrección triunfante, se ve trasladada a la Eternidad, donde está sentado a la diestra del Padre.

IX. El Rosario profesión de fe

Y dado que la fe para ser plena y digna debe necesariamente manifestarse, porque se cree en el corazón para la justicia, pero se confiesa la fe por la boca para la salvación, encontramos precisamente en el Rosario un excelente medio de confesarla. En efecto, por las oraciones vocales que forman su trama podemos expresar y confesar nuestra fe en Dios, nuestro Padre, lleno de providencia; en la vida de la eternidad futura, en la remisión de los pecados, y también nuestra fe en los misterios de la Trinidad Santísima, del Verbo hecho carne, de la divina maternidad y en otros.

Nadie ignora cuál es el valor y el mérito de la fe. Ni es otra cosa la fe que el germen escogido del que nacen actualmente las flores de toda virtud, por las que nos hacemos agradables a Dios, donde nacerán más tarde los frutos que deben durar para siempre. Conocerte es, en efecto, el perfeccionamiento de la justicia, y su virtud es la raíz de la inmortalidad.

X. Penitencia

Conviene añadir a este propósito algo de los deberes de virtud que necesariamente exige la fe. Entre ellos se halla la penitencia, que comprende la abstinencia, necesaria y saludable por más de un concepto. Si la Iglesia en este punto obra cada día con mayor indulgencia para con sus hijos, comprendan éstos, en cambio, su deber de compensar con otros actos esa maternal indulgencia. Añadimos con gusto este motivo a los que nos han hecho recomendar el Rosario, que también puede producir buenos frutos de penitencia, sobre todo meditando los sufrimientos de Cristo y su Madre.

XI. Fácil uso del Rosario

En nuestros esfuerzos para lograr el supremo bien, ¡con qué sabia providencia se Nos indica el Rosario como socorro que a todos conviene, fácilmente aprovechable, sin comparación posible con otro alguno!. Aun el medianamente instruido en asuntos de Religión puede servirse de él fácilmente y con utilidad, y el Rosario no toma tanto tiempo que perjudique a cualesquiera ocupaciones.

Los anales sagrados abundan en ejemplos famosos y oportunos, y se sabe que muchas personas cargadas de importantes quehaceres y grandes trabajos jamás han interrumpido un solo día esta piadosa costumbre.

XII. La sagrada Corona

Bien se concilia la devoción del Rosario con el íntimo afecto religioso que profesamos a la Corona sagrada, afecto que a muchos les lleva a amarla como compañera inseparable de su vida y fiel protectora y a estrecharla contra su pecho en lo último de la agonía, considerándola como el dulce presagio de la incorruptible corona de la gloria. Presagio que se apoya en la copia de sagradas indulgencias, si el alma se encuentra en disposición de recibirlas.

De ellas ha sido enriquecida la devoción del Rosario cada vez más por Nuestros predecesores y por Nos mismo, concedidas en cierto modo por la manos mismas de la Virgen misericordiosa, utilísimas a los moribundos y a los difuntos, para que cuanto a
ntes gocen de los consuelos de la paz tan deseada y de la luz eterna.

Estas razones, Venerables Hermanos, Nos mueven a alabar siempre y recomendar a los pueblos católicos tan excelente fórmula de piedad y de devoción, Pero aún tenemos otro muy grave motivo que ya en Nuestras cartas y alocuciones os hemos manifestado, abriendo de par en par Nuestro corazón.

XIII. Reconciliación entre los disidentes

Nuestras acciones, en efecto, se inspiran más ardientemente cada día en el deseo concebido en el divino razón de Jesús de favorecer la tendencia a la reconciliación que apunta en los disidentes.

Comprendemos que esa admirable unidad no puede prepararse y realizarse por mejor medio que por la virtud de las santas oraciones.

Recordamos el ejemplo de Cristo, que en una oración dirigida a su Padre le pidió que sus discípulos fuesen uno solo en la fe y en la caridad; y que su Santísima Madre dirigiera la misma ferviente oración, es indudable recorriendo la historia apostólica.

Ella nos representa la primera Asamblea de los Apóstoles, implorando a Dios y concibiendo gran esperanza, la prometida efusión del Espíritu Santo y a la vez a María presente en medio de ellos y orando especialmente, Todos perseveraban en la oración con María, la Madre de Jesús. Por eso también la Iglesia en su cuna se unió juntamente a María en la oración, como promovedora y custodio excelente de la unidad, y en Nuestro tiempo conviene obrar así en el mundo católico, todo en el mes de Octubre, que ha mucho tiempo, por razón de los días infaustos que corren para la Iglesia, se ha destinado a la expresada devoción, y por eso hemos querido dedicarlo y consagrarlo a María invocada en rito tan solemne.

XIV. Exhortación final

Redóblese, por tanto, esa devoción, sobre todo para obtener la santa unidad. Nada puede ser más dulce y agradable para María, que íntimamente unida con Cristo, desea y anhela que los hombres todos, favorecidos con el mismo y único bautismo de Jesucristo, se unan a Él y entre sí por la misma fe y una perfecta caridad.

Los augustos misterios de esta Fe, por el culto del Rosario, penetren más hondamente en las almas para obtener el dichoso resultado de imitar lo que contiene y lograr lo que prometen.

Entre tanto, como prenda de las divinas mercedes y testimonio de Nuestro afecto, os concedemos benignamente a cada uno de vosotros y a vuestro clero y pueblo la bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 20 de Septiembre del año 1896, de Nuestro Pontificado el decimonono.
LEÓN PAPA XIII


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Enciclica Magnae Dei Matris de Leon XIII sobre el Santisimo Rosario

Venerables Hermanos: Salud y bendición apostólica
I. Amor y gratitud de León XIII a María

Siempre que se Nos presenta ocasión de excitar y aumentar en el pueblo cristiano el amor y el culto de la augusta Madre de Dios, Nos sentimos llenos de satisfacción y felicidad, no solamente por la excelencia y la múltiple fecundidad del asunto en sí mismo, sino porque responde dulcemente a los sentimientos más íntimos de Nuestro corazón.

En efecto, la devoción a María Santísima, devoción que, por decirlo así, Nos recibimos con la leche que Nos nutrió, ha ido creciendo y arraigándose en Nuestra alma a medida de la edad, según íbamos viendo más claramente cuán digna de amor y veneración es Aquélla a quien el mismo Dios amó y prefirió desde el principio sobre todas las criaturas, y a quien, enriqueciéndola con señaladísimos privilegios, escogió para Madre suya.

II. Celebración del mes del Rosario

Las muchísimas y espléndidas pruebas de generosa bondad con que Nos ha favorecido, y que no podemos recordar sin que los ojos se Nos llenen de lágrimas de gratitud, son nuevos y poderosos estímulos para mantenernos fieles a tal devoción. Porque en las muchas, varias y difíciles circunstancias de nuestra vida recurrimos siempre a la Santísima Virgen, a Ella volvemos amorosamente Nuestro ojos, y, desahogando en su corazón temores y esperanzas, la hemos pedido siempre que se digne asistirnos piadosa como madre, y nos alcance la gracia de que podamos corresponder a su amor con un verdadero cariño filial.

Elevado más tarde, por inescrutable designio de la Providencia, a esta Sede del bienaventurado Apóstol San Pedro, es decir, a representar en la Iglesia la Persona misma de Jesucristo, movido por la inmensa pesadumbre del cargo y desconfiando de Nos mismo con afecto más intenso aún, buscamos el divino auxilio en la maternal protección de la Santísima Virgen. Y -¡bien se alegra Nuestra alma al publicarlo!- Nuestra esperanza, como en otro tiempo, pero más especialmente en el desempeño del supremo Apostolado, ni fue vana ni fue estéril.

Así es que ahora, bajo los auspicios y por la mediación de la Virgen, esta misma esperanza se levanta más confiada y ardorosa para obtener por su intercesión mayores bendiciones y gracias que produzcan dichosamente la salud de la cristiana familia, juntamente con la mayor gloria de la Santa Iglesia. Oportuno es, por consiguiente, Venerables Hermanos, que renovando por vuestro medio Nuestros consejos, excitemos a todos Nuestros hijos, a fin del que el próximo mes de Octubre, consagrado a Nuestra Reina y Señora del Rosario, se celebre por todos con el aumento del fervor que exigen las necesidades, cada vez más apremiantes y angustiosas.

III. Maldad y corrupción de la época

Sabido es de todos por qué abundancia y variedad de medios corruptores la malicia del siglo se esfuerza arteramente en disminuir, y, si pudiera, destruir enteramente en las almas la fe cristiana y el respeto a la ley divina, que alimenta y hace fructífera a la fe de tal modo, que podría decirse que el soplo de la ignorancia, del error y de la corrupción se extiende funesto por doquiera, esterilizando y desolando el campo evangélico. Y lo más triste de todo es que, esa tan perniciosa y desvergonzada audacia, en vez de ser reprimida y castigada por quienes pueden y tienen estrecha obligación de hacerlo, encuentra en ellos indiferencia y hasta protección para proseguir su obra devastadora.

Síguese de aquí cuán justamente hay que lamentar que deliberadamente se arroje a Dios de las escuelas públicas, cuando en ellas no se ve blasfemado, y que se dé impúdica licencia para imprimir y decir cuanto se quiera en afrenta de Cristo y de la Iglesia Católica, Ni hay menos motivo para deplorar el abandono y tibieza con que se va mirando por muchos la práctica de los deberes cristianos, lo cual, si no es franca apostasía, es, en realidad, una inclinación hacia ella, por l mismo que la común norma de vida va apartándose cada vez más de los preceptos de la fe. No es, pues, maravilla que con tanta ruina y perversión las naciones giman bajo la diestra justiciera del Señor y tiemblen consternadas ante el temor de mayores desventuras.

IV. Remedio de males y arma: el Rosario

Para aplacar a la ofendida Majestad Divina y oponer el oportuno remedio a los males que lamentamos, no hay, seguramente, medio más adecuado que la ferviente y perseverante oración, siempre que vaya unida, por supuesto, a la celosa práctica de la vida cristiana, para conseguir todo lo cual estimamos singularmente oportuno el Santo Rosario, cuya eficacia claramente se ve cuánta sea en su conocidísimo origen, hermosa página de la historia que muchas veces hemos recordado.

Cuando la secta de los Albigenses, llena de aparente celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres, las escarnecía públicamente y en muchas comarcas labraba la perdición de los fieles, la Iglesia combatió contra todas las torpísimas formas de aquel error sin más armas ni otras fuerzas que las del Santo Rosario, cuya institución y predicación fue inspirada al glorioso patriarca Santo Domingo por la Santísima Virgen. Por tal medio la Iglesia salió victoriosa, y como en aquélla tempestad la Iglesia ha podido después, con triunfos siempre espléndidos, proveer al bien común. Pero en las circunstancias actuales, circunstancias que lamentan todos los buenos, que son tan tristes para la Religión y tan nocivas para la sociedad, conviene de un modo especialísimo que, unidos todos en concordia de pensamiento y acción, supliquemos e instemos a la Virgen Santísima por medio del Santo Rosario a fin de experimentar en nosotros mismos sus potentísimos efectos.

V. María, Madre de Misericordia

Recurrir a María Santísima es recurrir a la Madre de la Misericordia, dispuesta de tal modo en nuestro favor que cualesquiera que sean nuestras necesidades y, especialmente las del alma, movida por su misma caridad y aun adelantándose a nuestras súplicas, nos socorre siempre y siempre nos infunde los tesoros de aquélla gracia con que desde el principio la adornó Dios para que fuera digna Madre suya.

Entre todas las demás, esta especialísima prerrogativa es la que coloca a la Santísima Virgen encima de todos los hombres y de todos los ángeles, y la que la acerca a Dios: «Gran cosa es en cualquier santo que tenga tanta gracia que baste para la salvación de muchos; pero cuando tuviese tanta que bastase para la de todos los hombres, esto constituiría máxima virtud, como fue en Cristo y en la Viren María» [i]. Así, pues, cada vez que la saludamos con la salutación angélica, y repitiéndola, tejemos en honor de la Virgen una devota corona, verdaderamente no se puede decir cuán grato es a sus ojos nuestro obsequio. Con aquel saludo le recordamos su exaltación sublime y el principio de nuestra salud en la encarnación del Verbo, y al mismo tiempo su divina e indisoluble unión con las alegrías y dolores y con las humillaciones y los triunfos de su Hijo Jesús en el gobierno y la santificación de las almas.

Que si en su inmensa bondad quiso Él parecerse tanto a los hombres que se llamó y se presentó como Hijo del Hombre, y por consiguiente, hermano Nuestro, a fin de que brillara más su misericordia, debió en todo asemejarse a sus hermanos para ser misericordioso [ii]; del mismo modo la Virgen Santísima, que fue elegida para ser Madre de Nuestro Señor Jesucristo, que es Nuestro hermano, tuvo entre todas las madres la misión singularísima de manifestarnos y derramar sobre nosotros su misericordia. De aquí se sigue que, así como somos deudores a Cristo por habernos comunicado en cierto modo su propio derecho para llamar Padre a Dios y tenerle por tal, también le somos deudores de habernos comunicado benignamente el derecho de llamar madre a María Santísima y de tenerla por tal. La misma naturaleza ha hecho dulcísimo este nombre y ha señalado a la madre como tipo y modelo del amor previsor y tierno; pero aunque la lengua no acierta a expresarlo, las almas piadosas experimentan y saben lo que esa ardiente llama de caridad es en María nuestra Madre, no según la naturaleza, sino por Jesucristo.

VI. María puede y desea socorrernos

María conoce todos nuestros negocios, sabe los auxilios que necesitamos, ve los peligros públicos o particulares que nos amenazan, y los trabajos que nos afligen; pero singularmente descubre los terribles enemigos con quienes tenemos que luchar para la salvación de nuestras almas, Y en todas estas pruebas y peligros, cualesquiera que sean, María puede eficazmente, y desea ardientemente, venir en auxilio de sus amados hijos, por lo cual hemos de acudir a María alegres y confiados, invocando esos lazos maternales que la unen a Jesús y a nosotros.

Invoquemos su socorro humilde y devotamente, valiéndonos de la oración que Ella misma nos ha enseñado, y que tan agradable le es, y abandonémonos con corazón gozoso y confiado en lo brazos de nuestra mejor Madre.

VII. El Rosario enseña las principales verdades de nuestra fe

A las ventajas que procura el Rosario en virtud de la misma oración que lo compone, se añade otra, ciertamente bien noble, que consiste en el facilísimo medio que proporciona de enseñar las principales verdades de nuestra santa fe. Por la fe se acerca directa y seguramente el hombre a Dios y aprende a reconocer con el corazón y el entendimiento la unidad y la majestad inmensa de su naturaleza y su universal dominio, y lo sumo de su saber, poder y providencia, por cuento el que llega a Dios debe creer que Dios existe y que es remunerador de los que le buscan [iii]. Mas desde que el Verbo se hizo carne y se nos mostró visiblemente camino, verdad y vida, es necesario que nuestra fe abrace también los altos misterios de la augustísima Trinidad de las Personas y del Unigénito del Padre, hecho Hombre: La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo, a quien Tú enviaste [iv]. Inestimable beneficio de Dios es la fe, por la cual no solamente somos levantados sobre todas las cosas humanas para ser como espectadores y partícipes de la naturaleza divina, sino además constituye para Nosotros un preciosísimo mérito para la vida eterna; tanto es así, que alimenta y fortifica a la par Nuestra esperanza de llegar algún día a contemplar sin velos y gozar sin límites de la esencia de la infinita bondad, que ahora apenas podemos entrever y amar en la pálida semejanza de las cosas creadas.

VIII. Nos recuerda los principales misterios

Pero son tales y tantos los cuidados y distracciones de la vida que, sin el frecuente auxilio de las enseñanzas, el cristiano desmiente fácilmente las grandes verdades que más debía conocer, verdades que la ignorancia va oscureciendo cuando no es que destruye totalmente la fe. En su maternal vigilancia, la Santa Iglesia no omite medios a fin de preservar a sus hijos de ignorancia tan funesta, y ciertamente no es el último entre los que recomienda, la práctica del rezo del Santo Rosario.

Porque se une en el Santo Rosario, la hermosísima y fructuosa oración ordenadamente repetida, la enunciación y consideración de los principales misterios de nuestra Religión. Así es, en verdad. Primero nos recuerda los que se refieren al Verbo, hecho hombre por nosotros y a María, Virgen inmaculada y madre, que con santa alegría desempeña con Él los oficios maternos; luego los dolorosos de Nuestro Señor, sus tormentos, su agonía, su muerte, precio infinito de nuestro rescate; finalmente los misterio de gloria: el triunfo sobre la muerte, la Ascensión al cielo, la venida del Espíritu Santo, con más la glorificación admirable de Nuestra Señora y, con la Madre y el Hijo, la gloria inmarcesible de todos los santos.

Esta serie de inefables misterios se trae diariamente a la memoria de los fieles y quedan bien manifiestos ante sus mismos ojos, por donde rezando bien el Santo Rosario se experimenta dentro del alma una suavísima unción, como si oyéramos la voz misma de nuestra tierna Madre celestial que amorosamente Nos instruyese en los divinos misterios y Nos dirigiera por el camino de la salvación. No hay exageración en afirmar que no debe temerse que la ignorancia y el error destruyan la fe en las comarcas, las familias y las naciones donde la práctica de rezar el Santo Rosario se mantenga en el primitivo honor.

IX. Su influjo en nuestras acciones

No es menos recomendable y preciosa otra ventaja que la Iglesia quiere cuidadosamente procurar a sus hijos con el Rosario, a saber, el más esmerado celo en conformar su vida a la norma de costumbres trazada en el Santo Evangelio. en efecto: si es cierto, como todos lo creen fiados en la divina palabra, que la fe sin obras está muerta [v], puesto que la fe vive de la caridad y ésta es fecunda en buenas obras, de nada servirá al cristiano para alcanzar la vida eterna el tener fe si no obra cristianamente. ¿De qué servirá, hermanos míos, el que uno diga tener fe, si no tiene obras? ¿Por ventura, a este tal la fe podrá salvarle? [vi] Antes bien ha de decirse que en el tribunal de Dios este género de cristianos son más culpables que los infelices que ignoran la fe, porque estos tales, como carecen de la luz del Evangelio, no viven como aquellos, contradiciendo sus creencias con sus obras, y su ignorancia les hace, en algún modo, excusables o menos culpables. Así, pues, para que a la fe que profesamos corresponda gran abundancia de frutos, en los mismos misterios que va contemplando la mente ha de inflamarse la voluntad para obrar virtuosamente.

X. Ejemplos de Cristo

La obra de la Redención consumada por Nuestro Señor Jesucristo, ¡cómo resplandece maravillosamente fértil en hermosísimos ejemplos! Por exceso de caridad hacia los hombres, Dios, desde su omnipotente grandeza se humilla a la ínfima condición humana, vive entre los hombres como uno de ellos, les habla como amigo, enseña a los individuos y a las multitudes y les instruye en todos los órdenes de la justicia, dejando trasparentarse en la excelencia de su magisterio el esplendor de su autoridad divina; a todos se acerca benéfico; compasivo como padre; cura a los que sufren de los males del cuerpo, y más todavía, les remedia los del alma, diciéndoles: Venid a Mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré [vii]. Y cuando nos estrecha sobre su Corazón y descansamos en Él, nos infunde aquel místico fuego que le trajo del cielo a la tierra, nos comunica piadoso la mansedumbre y humildad que en Él atesora, para que gocen nuestras almas de aquélla paz celestial que sólo Él puede y quiere darnos: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas [viii].

XI. Ingratitud y gratitud humanas

Con tanta luz de celestial sabiduría, con tan gran número de beneficios como venía a hacer a los hombres, no solamente no consigue su amor, sino se atrae el odio, la injusticia y la crueldad humanas, y, derramada toda su Sacratísima Sangre, expira clavado en una cruz, aceptando gustoso la muerte para dar vida a los hombres. Al recordar memorias tan tiernas, no es posible que el cristiano no se sienta hondamente conmovido de gratitud hacia su amantísimo Redentor; y el ardor de la fe, si ésta es como debe ser, que ilustra el entendimiento del hombre y le toca en el corazón, le excitará a seguir sus huellas hasta prorrumpir en aquélla protesta tan digna de un San Pablo: ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo? ¿Será la tribulación? ¿o la angustia? ¿o el hambre? ¿o la desnudez? ¿o el riesgo? ¿o la persecución? ¿o la espada? [ix] Yo vivo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí [x].

XII. Ejemplos de virtud de María

Para que la humana flaqueza no se acobarde con los altísimos ejemplos del Hombre-Dios, a la vez que los misterios del Hijo se nos ofrece la contemplación de los de su Santísima Madre, que aunque nacida de la regia estirpe de David, nada le queda del esplendor y riquezas de sus mayores. Vive ignorada en humilde ciudad, y en casa más humilde todavía, contenta con su pobreza y soledad, en que su alma puede más libremente elevarse a Dios, su amor y suma delicia. Pero el Señor es con ella y la llena y hace dichosa con su gracia; y de ella, a quien se lo anuncia el celestial mensajero, deberá nacer en carne humana por obra del Espíritu Santo, el esperado Redentor de las gentes. A tanta exaltación, cuanto mayor es su asombro y más engrandece el poder y sabiduría del Señor, tanto más profundamente se humilla, recogiéndose dentro de sí misma; y mientras queda hecha Madre de Dios, ante Él se confiesa y ofrece devotísima esclava suya. Como la ofreció santamente con pronta generosidad, comienza aquélla comunidad de vida que deberá perpetuarse con su divino Hijo, así en los días de gozo como en los de dolor; y alcanzará de este modo gloria tan subida que ningún hombre ni ningún ángel le aventajarán nunca, porque ninguno se le comparará en la virtud y los méritos. Será Reina del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, porque será Reina de los mártires. Se sentará en la celestial Jerusalén al lado de su Hijo, ya que constante en toda la vida y singularmente en el Calvario, bebiera con Jesús el amarguísimo cáliz de la Pasión. Ved pues, cómo la Bondad y la Providencia divinas nos muestran e María el modelo de todas las virtudes, formado expresamente para nosotros; y al contemplarla y considerar sus virtudes, ya no nos sentimos cegados por el esplendor de la infinita majestad, sino que, animados por la identidad de naturaleza, nos esforzamos con más confianza en la imitación.

XIII. Con su socorro es fácil imitarla

Si implorando su socorro nos entregamos por completo a esta imitación, posible nos será reproducir en nosotros mismos algunos rasgos de tan gran virtud y perfección, y, copiando siquiera aquélla su completa y admirable resignación con la voluntad divina, podemos seguirla por el camino del cielo. Al cielo peregrinamos, y por áspero y lleno de tribulaciones que el camino sea, no dejemos, en las molestias y fatigas, de tender suplicantes Nuestras manos hacia María y de decirle con palabras de la Iglesia: A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas… Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos… Danos una vida pura; ábrenos seguro camino, para que viendo a Jesús nos alegremos eternamente [xi]. Y María, que aunque no lo ha experimentado, conoce bien la debilidad de nuestra corrompida naturaleza, y que es la mejor de las madres, pronta y benigna se moverá a socorrernos, confortándonos y alentándonos con su virtud. Y si seguimos constantemente el camino que se regó con la sangre de Jesús y las lágrimas de su bendita Madre con seguridad y sin grandes trabajos llegaremos a participar también de su inmarcesible gloria.

XIV. El Rosario y la Sagrada Familia

Así pues, el Rosario de Nuestra Señora, en el cual se hallan eficaz y admirablemente reunidos una excelente forma de oración, un precioso medio de conservar la fe, y ejemplos insignes de perfección y virtud, merece, por todos los conceptos, que los cristianos lo tengan frecuentemente en la mano y lo recen y mediten. Y de un modo especialísimo, recomendamos la práctica de esta manera de orar a los individuos de la Asociación Universal de la Sagrada Familia, bella Asociación que recientemente hemos alabado y dado en forma regular Nuestra aprobación. Si el misterio de la vida de silencio y oscuridad de Nuestro Señor en la casa de Nazaret constituye la razón de ser de esa Asociación, en la cual las familias cristianas se aplican con todo celo a imitar los ejemplos de aquélla Sagrada Familia, divinamente constituida, también es verdad que la Sagrada Familia está íntimamente relacionada con los misterios del Rosario, principalmente con los gozosos, todos los cuales se condensan en el hecho de que, después de haber manifestado su sabiduría en el templo, Jesús «fue con María y José a Nazaret, a allí vivió sometido a ellos» [xii], preparando en cierto modo los otros misterios que más tarde habían de referirse a la divina enseñanza y redención de los hombres. Los asociados de la Sagrada Familia deben considerar cuán propio es de ellos ser devotos del Rosario, y aún sus propagadores.

XV. Indulgencias

Por Nuestra parte, mantenemos y confirmamos los favores e indulgencias concedidos en años anteriores a los que cumplen regularmente , durante el mes de Octubre, las condiciones prescriptas sobre este particular, y esperamos mucho, Venerables Hermanos, de vuestra autoridad y celo para que se suscite, siquiera en las naciones católicas, una santa emulación de piedad para tributar a Nuestra Señora, que es auxilio de los cristianos, el devoto culto del Rosario.

XVI. El Papa profesa su amor a María y pide amor al pueblo cristiano

Para terminar esta exhortación como la hemos empezado, queremos declarar nueva y más expresamente todavía, lo afectos de devoción y confiada gratitud que experimentamos hacia Nuestra Señora la Madre de Dios, Pedimos al pueblo cristiano que al pie de los altares de María Santísima ruegue por la Iglesia, tan combatida y probada en estos tiempos de desorden, y también por Nos, que nos hallamos en edad tan avanzada, abrumado de trabajos, en lucha con todo género de dificultades, y que sin contar con ningún socorro humano dirigimos el timón de la nave de la Iglesia. Nuestra confianza en María, en esta tan benigna y amorosa Madre, diariamente se acrece con la experiencia y Nos llena de júbilo. A su intercesión debemos los numerosos e insignes beneficios que hemos recibido del Señor; a Ella atribuimos también, en la efusión de Nuestra gratitud, el favor que Nos ha alcanzado de llegar al año quincuagésimo de Nuestra consagración episcopal. Porque es muy grande tal favor, como lo han de ver cuantos consideren el largo espacio de tiempo que Nos llevamos en el ministerio pastoral, agitado por gravísimos cuidados, y muy principalmente desde que gobernamos toda la grey cristiana.

Durante todo este tiempo, conforme lo exige la condición de la vida humana, y se observa en los misterios de la vida de Nuestro Señor y de su Santísima Madre, no Nos han faltado motivos de júbilo, ni tampoco de dolor. Unos y otros, sometiéndonos agradecidos en todo a la voluntad del Señor, hemos procurado que redunden en bien y decoro de la Iglesia, y puesto que lo que Nos resta de vida no diferirá de los que hemos ya vivido, si brillasen para Nos nuevas glorias, o si Nos entristecieran nuevos dolores, o si algún nuevo destello de gloria se añadiera a Nuestro Pontificado, todo lo aceptaremos con igual espíritu y los mismos afectos, y con la mirada y el corazón puestos en Dios, esperando únicamente de Él el premio de la celestial recompensa. Nos gozaremos en repetir aquellas davídicas palabras: Sea bendito el nombre del Señor… No a nosotros, Señor, no a nosotros sino a tu Nombre, da toda gloria [xiii]. A decir verdad, de Nuestros hijos, cuya piedad y benevolencia

Nos es bien conocida, más que alabanzas y fiestas, esperamos singularmente solemnes acciones de gracias a la soberana bondad del Señor, y súplicas y oraciones por Nos, y Nos sentiremos felices si alcanzan que tanto como Nos quede de fuerzas y vida y haya en Nos autoridad y gracia, otro tanto resulte en bienes para la Iglesia, y sobre todo la vuelta y reconciliación de los enemigos y de los extraviados, a quien Nuestra voz está llamando hace tanto tiempo.

XVII. Fiesta jubilar del Papa

Que Nuestra fiesta jubilar, si es que el Señor Nos concede llegar a ella, sea ocasión para todos Nuestros amadísimos hijos de recoger abundantes frutos de justicia, de paz, de prosperidad, de santificación, y de todo bien, que es lo que suplicamos a Dios en Nuestro paternal afecto, y lo que decimos con sus propias palabras: Escuchadme vosotros, que sois prosapia de Dios, y brotad como rosales plantados junto a las corrientes de las aguas. Esparcid suaves olores como el Líbano. Floreced como azucenas; despedid fragancia y echad graciosas ramas, y entonad cánticos de alabanza y bendecid al Señor en sus obras. Engrandeced su Nombre y alabadle con la voz de vuestros labios, y con cánticos de vuestra lengua, y al son de las cítaras… Con todo el corazón y a boca llena, alabad a una y bendecid el Nombre del Señor [xiv].

Dígnese Dios benigno, por mediación de la Santísima Reina del Rosario, perdonar a los impíos, que se ríen de lo que ignoran, si se burlasen de estos consejos y deseos. Y vosotros, Venerables Hermanos, en prenda del favor divino y testimonio de Nuestra especial benevolencia, recibid la Bendición Apostólica, que amorosamente en el Señor os concedemos a vosotros y a vuestro clero y pueblo.

Dada en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre del año 1892, decimoquinto de Nuestro Pontificado. León XIII

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Encíclica Superiore Anno, León XIII

30 de agosto de 1884. Extracto de la Encíclica Exhortando otra vez al rezo del Santo Rosario.

I. Acatamiento de instrucciones anteriores

El año antecedente, como todos sabéis, decretamos por Nuestra Carta Encíclica que en todos los lugares del Orbe Católico, y para impetrar el celestial auxilio en las tribulaciones de la Iglesia, se celebrase el rezo solemne del Santísimo Rosario a la gran Madre de Dios en todo el mes de Octubre.

En lo cual siguió Nuestro juicio el ejemplo de Nuestros predecesores, que en los tiempos difíciles para la Iglesia, recurrieron a la Virgen Augusta, con singulares actos piadosos y acostumbraron a implorar su auxilio con reiteradas preces.

Aquella Nuestra voluntad fue en todos los puntos obedecida con tanto ardimiento y concordia de las almas, que brilló claramente cuanto entusiasmo de piedad y Religión existe en el pueblo cristiano, y cuanta y universal esperanza pone en el patrocinio de la Virgen María.

II. Perseverancia en el rezo del Santo Rosario.

Por lo que subsistiendo las causas que Nos impulsaron, según dejamos dicho, a excitar la piedad pública el año anterior, encaminamos Nuestra solicitud también en este año a exhortar a los pueblos cristianos, a que en la misma forma de oración que se llama Rosario Mariano, permanezcan perseverantes invocando el patrocinio de la Gran Madre de Dios.

Como sea tanta la obstinación en los propósitos de los enemigos del nombre cristiano, conviene que no sea menor en sus defensores la constancia de voluntad, para que supuesto el celestial auxilio y por la bondad de Dios, sea fructuosa Nuestra perseverancia.

Conviene recordar el ejemplo de Judit, tipo de la Virgen pura, por cuyo medio, reprimida la impaciencia de los hebreos, quiso Dios que en el tiempo designado a su arbitrio, fue liberada la oprimida ciudad. Y también el ejemplo de los Apóstoles, que esperaron, perseverando unánimes en oración con la Madre de Jesucristo, los grandes dones del Espíritu Paráclito, que les había sido prometido.

Nuevas intenciones

Pues se trata ahora, en los momentos presentes de una cosa ardua y grande, de humillar en sus tiendas a un enemigo antiguo y formidable en la fuerza exaltada de su poder; de vindicar la libertad de la Iglesia y de su Cabeza; de conservar y defender los principios descansa la seguridad y salvación de la sociedad humana.

Debe procurarse, que en estos luctuosos tiempos para la Iglesia, se conserve la piadosa y devota costumbre de rezar el Rosario de la Virgen María principalmente porque esta oración está compuesta de modo que Nuestra mente recorra todos los misterios de Nuestra salvación, y es muy provechos para fomentar el espíritu de piedad.

Y por lo que atañe a Italia, necesario es ahora con mayor motivo implorar con las preces del Rosario el poderoso patrocinio de la Virgen, por lo mismo que pega sobre Nosotros una nueva calamidad. El cólera asiático, franqueados los términos ordinarios de su naturaleza por permisión divina, se extendió por importantes puertos de Francia, invadiendo luego regiones de Italia.

Preciso es acudir a María, a aquella que justamente la Iglesia llama salud, auxilio y protección, a fin de que propicia a las plegarias que le son agradables, se digne otorgarnos el implorado socorro, y nos libre del impuro contagio.

III. Rezo en el mes de Nuestra Señora del Rosario

Por lo que aproximándose el mes de Octubre, en el cual se celebra en el Orbe Católico la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, establecemos y preceptuamos lo mismo que el año precedente.

Decretamos y mandamos que desde el 1º de Octubre hasta el 2 de Noviembre, en todos los templos y capillas dedicados a la Madre de Dios, o en las que elija el Ordinario, se recen al menos cinco decenas del Rosario y las letanías; si es por la mañana, se rezarán durante la misa; si es después del mediodía, se expondrá el Santísimo a la adoración de los fieles y se verificará la aspersión según las rúbricas.

Deseamos que las Cofradías del Santísimo Rosario, en todas partes donde las leyes lo consientan, salgan en procesión solemne por las calles, haciendo pública profesión de fe.

Las indulgencias concedidas

Para que la piedad cristiana obtenga las celestiales gracias del Tesoro de la Iglesia, renovamos las mismas indulgencias concedidas el año pasado.

Por lo cual a todos los que asistieren en los días referidos al rezo público del Rosario y rogaren por Nuestra intención, y aquellos que impedidos por causa legítima hicieran esto en particular, concedemos, por cada vez una indulgencia de siete años y siete cuarentenas.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de agosto del año 1884, año séptimo de Nuestro Pontificado.
León XIII

BIOGRAFÍA DEL PAPA LEÓN XIII

León XIII (Carpineto Romano, Estados Pontificios, actual Italia, 2 de marzo de 1810 – Roma, 20 de julio de 1903). Papa de la Iglesia Católica entre 1878 y 1903.

Estudió en el colegio de los jesuitas de Viterbo. Se graduó en la academia de la diplomacia vaticana (1832) y se doctoró en teología (1836) en el Collegio Romano. En 1837 se doctoró en ambos derechos en la Universidad La Sapienza de Roma. Este mismo año fue ordenado sacerdote y fue nombrado prelado doméstico de Su Santidad, referendario de la Signatura Apostólica y relator de la Congregación del Buen Gobierno.

En 1843 fue consagrado arzobispo titular de Damietta y destinado como nuncio a Bruselas, donde permaneció hasta 1846. Poco después fue nombrado obispo de Perugia con el grado de arzobispo ad personam. En 1856 el papa beato Pío IX le nombró cardenal del título de San Crisogono.

En los años siguientes se produjo la unificación italiana (1859-70), que supuso la liquidación de los Estados Pontificios y el enfrentamiento radical entre la Iglesia católica y el Estado liberal (especialmente, el nuevo Reino de Italia). La postura moderada que mantuvo en estos temas el cardenal Pecci le convirtió en un candidato idóneo para suavizar las tensiones, razón que probablemente influyó en la decisión del Colegio Cardenalicio de elegirle papa al morir Pío IX en 1878.

En un cónclave de sólo dos días y a la tercera votación, Gioacchino Pecci fue elegido papa el 20 de febrero de 1878. El 3 de marzo siguiente fue coronado en la Basílica Apostólica Vaticana por el cardenal Teodolfo Mertel, diácono de San Eustachio, por delegación del cardenal Prospero Caterini, protodiácono de S. Maria in Via Lata y ad commendam de S. Maria della Scala, que se encontraba enfermo.

Los primeros años de su pontificado quedaron marcados por una serie de iniciativas académicas: la fundación de un nuevo instituto en Roma para el estudio de la filosofía y la teología, centros de estudio de las Escrituras y un centro astronómico. Se abrieron los archivos del Vaticano, tanto a los estudiosos católicos como a los no católicos.

Su largo pontificado significó un acercamiento de la Iglesia a las realidades del mundo moderno. Frente al creciente problema obrero, en 1891 dio a conocer la Encíclica Rerum novarum (Acerca de las nuevas cosas). La misma deploraba la opresión y virtual esclavitud de los numerosísimos pobres por parte de «un puñado de gente muy rica» y preconizaba salarios justos y el derecho a organizar sindicatos (preferiblemente católicos), aunque rechazaba vigorosamente el socialismo y mostraba poco entusiasmo por la democracia. Las clases y la desigualdad, afirmaba León XIII, constituyen rasgos inalterables de la condición humana, como son los derechos de propiedad. Condenaba el socialismo como ilusorio y sinónimo del odio y el ateísmo.

El realismo político y la habilidad diplomática de León XIII permitieron poner fin a la hostilidad del régimen imperial alemán hacia los católicos (abandono por Otto von Bismarck de la Kulturkampf en 1879 y visita a Roma del emperador Guillermo II en 1888). Sin embargo cometió el error de bendecir a las tropas chilenas antes de la Batalla de Chorrillos durante la Guerra del Pacífico, desmoralizando a los defensores de la ciudad que había sido la capital católica de América y cuna de Santa Rosa de Lima. Las bendecidas tropas chilenas saquearon la ciudad de Chorrillos incluidas las iglesias y sus capellanes dirigieron el saqueo de la Biblioteca Nacional del Perú, de donde extrajeron raras y antiguas versiones de la Biblia que ahí se encontraban. Luego en 1882, el presidente chileno Domingo Santa María promulgó las leyes laicas, separando la Iglesia del Estado, lo cual fue considerado un duro golpe por el Papa.

Igualmente, propugnó el fin de la confrontación entre la Iglesia francesa y la Tercera República, avalando la participación de los católicos franceses en el régimen republicano. Por el contrario, mantuvo el enfrentamiento numantino con el Estado italiano, insistiendo en el boicot de los católicos italianos a la vida política nacional.

León XIII pensaba que el servicio diplomático papal debía desempeñar un papel de primer orden tanto en la consolidación de la disciplina interna de la Iglesia como en la conducción de las relaciones Iglesia-Estados. En 1885, España y Alemania recurrieron a él como mediador en la disputa sobre la posesión de las Islas Carolinas, en el Pacífico. Y en 1899 el zar Nicolás II de Rusia y la reina Guillermina de los Países Bajos se beneficiaron de sus buenos oficios en el intento de convocar una conferencia de paz de todos los países de Europa.

Reflexionando sobre la diplomacia vaticana con ayuda de las obras de santo Tomás de Aquino, replanteó en su encíclica Immortale Dei (1886) la relación entre la Santa Sede y los Estados-nación. El nuncio papal, en opinión de León XIII, era el representante de la soberanía espiritual del Papa del mismo modo que un embajador representa la soberanía política de su país.

Reforzó los lazos con la Iglesia norteamericana, fomentando la expansión del catolicismo en Estados Unidos. Con todo ello, León XIII contribuyó a dotar a la Iglesia de un nuevo protagonismo a escala mundial, reforzado por dos tipos de iniciativas suyas: por un lado, el acercamiento a la Comunión Anglicana y a los ortodoxos griegos, que inició la tendencia ecuménica de los papas del siglo XX; y por otro, el impulso de la acción misionera, especialmente en África.

Tuvo especial interés en promover el rezo del Santo Rosario, al cual dedicó diversas encíclicas.

En sus veinticinco años de papado llegó a nombrar un total de 147 cardenales en 27 consistorios.

Falleció en Roma el 20 de julio de 1903. En 1924 sus restos fueron trasladados al mausoleo de la basílica de San Juan de Letrán.

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Catequesis sobre María Magisterio, Catecismo, Biblia REFLEXIONES Y DOCTRINA

El Dogma de la Asuncion en Munificentissimus Deus y Lumen Gentium

Dogma y Teología de la Asunción en la Munificentissimus Deus.

Este documento extraordinario del magisterio de Pío XII, emanado el 1 de noviembre de 1950 como coronación y consagración es el camino secular de fe de toda la iglesia sobre el destino final de María…

Contiene no solamente una precisa y solemne definición de fe, sino también una afortunada síntesis crítica de toda la reflexión teológica que se había desarrollado a lo largo de los siglos y que habían transmitido la tradición patrística y doctoral, la liturgia y el sentimiento común de todos los fieles.

Por lo que se refiere al dogma, las palabras que introducen la definición propia y verdadera de la asunción expresan una formulación solemne que podemos considerar clásica del magisterio moderno: «Pronuntiamus, declaramos ac definimus divinitus revelatum dogma esse… Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad coelestem gloriam assumptam».

Pero la falta de pasajes explícitos de la Escritura y de los padres sobre la asunción de María había hecho surgir dudas legítimas a algunos teólogos sobre su definibilidad como verdad revelada por Dios. Dificultad felizmente superada, ya que el documento define la asunción como divinamente revelada basándose, más que en textos concretos y específicos bíblicos o patrísticos, litúrgicos o iconográficos, en el conjunto de las diversas indicaciones contenidas en la tradición y, no por último, en la de la fe universal de los fieles, que, tomadas en bloque, atestiguan una segura revelación del Espíritu Santo.

El texto propio y verdadero de la definición declara que María, madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por tanto, el sujeto de la asunción no es tanto el cuerpo o el alma, sino la persona de María en toda su integridad y entendida como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen: verdades éstas ya adquiridas por la fe de la iglesia.

En la fórmula de la definición, como por lo demás en toda la doctrina de la constitución apostólica, no se habla ni de muerte ni de resurrección, ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. El documento quiso expresamente evitar dirimir la cuestión de si María murió o no, que a partir de la definición de la inmaculada concepción dividía a los teólogos católicos en dos opiniones claramente opuestas.

Dejando esta cuestión para ser ulteriormente estudiada en investigaciones histórico-teológicas y no considerándola esencial para la verdad de la fe, se limitó a afirmar solamente el hecho de la asunción, sin indicar el modo con que concluyó la vida terrena de María.

Además, la fórmula de la definición califica a María como madre de Dios, inmaculada y siempre virgen, misión y privilegios ya adquiridos por la fe de la iglesia, evitando recoger el título de «generosa socia divini Redemptoris» que se utiliza, sin embargo, en la exposición teológica del documento (AAS 42 [1950] 768-769).

Este hecho se debe ciertamente al criterio de que la asociación de María a la obra redentora de Cristo no había alcanzado todavía la solemnidad de la fe universal, sino que pertenecía a adquisiciones moralmente ciertas en el nivel teológico.

Una última indicación que hemos de hacer sobre la fórmula dogmática es que en ella no se encuentra el término privilegio, mientras que sí se encuentra, acompañado del adjetivo singular, en la definición de la inmaculada concepción de Pío XII (DS 2803). Sin embargo, aunque no esté presente en la fórmula, se enuncia explícitamente poco antes como «insigne privilegio» (AAS 42, l.c.) y en otro lugar se habla de la asunción «como suprema corona de sus privilegios» (ib), lo cual sirve para indicar que en el pensamiento de Pío XII la asunción es un propio y auténtico privilegio mariano.

Por lo que se refiere al aspecto teológico, el documento se presenta como una síntesis admirable de método crítico y de profundización doctrinal. En efecto, aunque apela implícitamente a la Escritura y recoge testimonios seculares de la tradición patrística tardía, doctoral, litúrgica e iconográfica sobre la asunción de María, no apoya la evidencia de la revelación de esta verdad en ningún texto específico de esas fuentes, sino en su valor en cuanto globalmente consideradas y, más aún, en el testimonio de fe común y universal de los fieles como expresión probatoria de la revelación divina.

Bajo el aspecto doctrinal, los fundamentos teológicos del misterio de la asunción de María, indicados aquí por la tradición patrística y por la reflexión contemporánea, son valorados y escogidos con preocupación crítica y propuestos de nuevo en todo su valor.

El principio fundamental está constituido por aquel único e idéntico decreto de predestinación en el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por su misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de salvador y redentor, en su gloria, en su victoria sobre el pecado y en su muerte.

Su misión de madre de Dios y de aliada generosa del divino Redentor, sus privilegios de inmaculada concepción y de virginidad perpetua, entendidos en su globalidad como principios de unión con Cristo, hacen que María, como coronamiento de todos sus privilegios, no solamente se viera inmune de la corrupción del sepulcro, sino que alcanzase la victoria plena sobre la muerte, es decir, fuera elevada en alma y cuerpo a la gloria del cielo y resplandeciese allí como reina a la diestra de su Hijo, rey inmortal de los siglos (ib).

En su exposición teológica, por consiguiente, el documento no basa la raíz de la asunción solamente en su maternidad divina, en su concepción inmaculada o en su virginidad perpetua, sino en toda su vida y en toda su misión al lado de Cristo.

Sin embargo, la exposición doctrinal de la MD da la impresión de que la asunción es un privilegio consiguiente y obtenido de reflejo, dado que no se subraya el camino responsable y comprometido de la Virgen, que, aliada de Cristo redentor, cooperó también con él por la propia realización escatológica.

Todavía falta por subrayar la doble dimensión teológica en la que la constitución de Pío XII considera el privilegio de la asunción de María: la personal, es decir, en relación con su persona, y la cristológica, por la relación que guarda con Cristo redentor y glorioso.

Bajo el aspecto personal, la asunción representa para María la coronación de toda su misión y de sus privilegios y la exalta por encima de todos los seres creados. Bajo el aspecto cristológico, este privilegio se deriva de aquella unión tan estrecha que liga, por un eterno decreto de predestinación, la vida, misión y privilegios de María a Cristo y a su obra, gloria, realeza.

En este documento falta, podemos decir, la dimensión eclesiológica de la asunción, aunque aparezcan algunas alusiones a la misma; p. ej., se muestra la esperanza de que el misterio de la asunción mueva a los cristianos al deseo de participar en la unidad del cuerpo místico de Cristo (ib); se declara que uno de los efectos del dogma sea el de resaltar la meta a la que están destinados nuestro cuerpo y nuestra alma, así como el de hacer más firme y activa la fe en nuestra resurrección (ib, 770). Este límite refleja sin duda la etapa de los estudios mariológicos de entonces.

 

DESARROLLO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN EN LA LUMEN GENTIUM DEL VATICANO II

A diferencia de la MD (Munificentissimus Deus), que trata dogmática y teológicamente de forma exclusiva y ex professo la asunción de María, el c. VIII de la LG (Lumen Gentium) presenta en una admirable síntesis teológica y pastoral todo el misterio de la vida, de la misión, de los privilegios y del culto a María, encuadrándolo todo en el misterio más amplio de la historia de la salvación, o sea, tanto en relación con Cristo, único Salvador, como en relación con la iglesia, sacramento de salvación.

La reflexión conciliar sobre el misterio de la asunción está contenida en los nn. 59 y 68 de la LG. En el n. 59, como coronación de la relación entre María y Cristo, el concilio recoge la fórmula de la definición y repropone la doble dimensión, personal y cristológica, que había dado la constitución de Pío XII a la asunción y a la realeza de María.

Pero la asunción no es presentada por el concilio como una coronación pasiva de la misión y de los privilegios marianos, sino como la etapa final de un largo camino, responsable y comprometido, de la maternidad y del servicio de cooperación de María al lado del Salvador.

Con la asunción se concluye escatológicamente aquella unión progresiva de fe, de esperanza, de amor, de servicio doloroso, que se estableció entre la madre y aliada, y el Salvador desde el momento de la anunciación y que se prolongó durante toda su vida en la tierra, y se realiza en toda su plenitud, ontológica y moral, la conformidad gloriosa de María con el Hijo resucitado.

Por tanto, la asunción no es un privilegio pasivo o aislado que se refiera sólo teológicamente a la divina maternidad virginal, como postulado de conveniencia, sino una conclusión existencial de la misión de María, que está llamada en primer lugar a alcanzar la unión y la conformidad en la gloria con el Señor resucitado y glorificado. Con este enriquecimiento doctrinal es como LG 59 vuelve a proponer la dimensión personal y cristológica del misterio de la asunción.

Pero la perspectiva teológica realmente nueva del Vat II es la eclesial. Se nos señala en el n. 68 de la LG, que es la digna conclusión no sólo de todos los números del c. VIII que tratan de María en el misterio de la iglesia, sino también de todo el c. VIII que expone la naturaleza y la finalidad escatológica de la iglesia (nn. 48-50).

He aquí su doctrina: María, glorificada en el cielo en alma y cuerpo, es imagen y comienzo de la iglesia del siglo venidero; como tal, es signo escatológico de segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina hacia el día del Señor. Los conceptos que allí se expresan son dos, interdependientes e implicados el uno en el otro: María asunta es ya imagen y comienzo de la iglesia escatológica del futuro; como tal, representa para el pueblo de Dios, que camina en la historia hasta el día del Señor, el signo de esperanza cierta y, por tanto, de consolación.

 

IMAGEN Y COMIENZO

Indicando a María asunta al cielo como gloria e imagen de la futura iglesia escatológica, el concilio quiso afirmar que, incluso durante este caminar histórico de la iglesia, con María ha comenzado ya la futura realidad escatológica de la iglesia. Un comienzo que es ya perfecto, dado que María recoge en sí misma la dignidad de la imagen perfecta de lo que habrá de ser la iglesia de la edad futura.

Para comprender este aspecto eclesial de la asunción de María es necesario trazar una rápida síntesis de toda la doctrina conciliar sobre las relaciones entre María y la iglesia. María es el miembro inicial y perfecto de la iglesia histórica. No está fuera o por encima de la iglesia; la iglesia con ella comienza y alcanza ya su perfección.

Toda su misión maternal y su cooperación con Cristo está en función de la iglesia. Igualmente representa su figura y su modelo y, en su realización histórica, la iglesia tiene que inspirarse en ella en un continuo proceso imitativo y de identificación; en ella ha conseguido ya la cima de la perfección moral y apostólica; su múltiple intercesión tiene que dirigirse a superar el pecado y las dificultades de la vida (LG 61-65).

En esta perspectiva eclesial, que completa a la cristológica, la misión y los privilegios marianos, incluido el de la asunción a los cielos, asumen su relieve exacto y su verdadera finalidad.

Consiguientemente, la glorificación de María asume un valor de signo escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes luchando contra el pecado y la muerte.

Por tanto, la asunción de María no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final. Realmente la perspectiva eclesial que el c. VIII de la LG da al misterio de la asunción completa su alcance teológico y lo enriquece admirablemente en el aspecto pastoral.

Entre la doctrina de la MD y la de la LG no hay ningún contraste de fondo. Mientras que el primer documento subraya los aspectos personal y cristológico de la asunción, respondiendo así a los criterios teológicos y a la sensibilidad religiosa de la iglesia de aquel tiempo, el segundo lo enriquece, subrayando además el aspecto eclesial a la luz de aquel postulado central del concilio que constituye la eclesiología.

La esencia del dogma permanece inalterada; pero la finalidad y los significados teológicos y pastorales del misterio se completan y se hacen eficazmente operantes para los creyentes.

http://www.mercaba.org/Fichas/

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