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Qué Sucede el Sábado Santo y en la Vigilia Pascual

El Sábado Santo la tierra espera la resurrección del Señor.

Ésta es una noche de vela en honor del Señor.

La Vigilia conmemora la noche santa en la que el Señor resucitó.

Y ha de considerarse como “la madre de todas las santas Vigilias”.

pregon pascual

Durante la vigilia, la Iglesia también celebra los sacramentos de la iniciación cristiana.
.
Y conmemora
 que Jesús “descendió a los infiernos” el Sábado Santo.

El día sábado es una mezcla de alegría y tristeza.

Es el término de la temporada penitencial pasando a una época de regocijo que durará todo el tiempo Pascual.

En la iglesia primitiva se conocía al sábado Santo como Gran Sábado y a la Vigilia Pascual como Noche Angélica.

Y en esos momentos se pedía un ayuno que era muy severo y que abarcaba las 40 horas anteriores al amanecer del domingo.

En las celebraciones del sábado se han producido varios cambios a través de la historia.

En los primeros siete siglos las ceremonias eran en la noche.

Y San Cirilo contaba que esa noche se volvía tan brillante como el día

Y Constantino el grande mandó hacer una profusión de lámparas y antorchas no sólo en los templos sino también en las calles y en las plazas públicas.

Ese era el gran simbolismo de Cristo resucitado.

Pero en siglo octavo las ceremonias se empezaron a hacer por la tarde y luego por la mañana.

Y la celebración duraba todo el día hasta la hora de la vigilia.

Con la reforma de las liturgias para la Semana Santa de 1956 se volvió a la original de los primeros cristianos de una celebración por la noche, la Vigilia Pascual.

Y en la actualidad vemos qué la liturgia tiene un cambio en medio de la celebración.

Porque comenzamos recordando con tristeza la muerte de Jesucristo y luego en medio de la liturgia explotamos de alegría con la noticia de la resurrección de Nuestro Señor.

El Sábado Santo tiene una celebración única que es la Vigilia Pascual.

Que es la conmemoración de la vigilia de 40 horas que los discípulos de Jesús celebraron después de su sepultura el Viernes Santo

Es el último día de la Cuaresma y de Semana Santa.

La iglesia actualmente no pide ayuno pero pide moderación y sugiere abstinencia.

En la iglesia primitiva el Sábado Santo y la Vigilia de Pentecostés eran los únicos momentos en que se administraba el bautismo.

La vigilia duraba toda la noche hasta el amanecer del domingo de Pascua, cuando se cantaba por primera vez el aleluya que se había dejado de cantar en La Cuaresma.

  

¿QUÉ SUCEDIÓ EN EL PRIMER SÁBADO SANTO O DE GLORIA?

Aquí en la tierra los discípulos de Jesús lloraron su muerte.
.
Y como que era un día de reposo descansaron.

Lucas señala que las mujeres volvieron a casa

«y prepararon especias aromáticas y ungüentos. En el día de reposo descansaron según el mandamiento» (Lucas 23:56).

Junto a la tumba, los guardias que habían sido colocadas allí vigilaban el lugar para asegurarse de que los discípulos no robaron el cuerpo de Jesús.

  

¿QUÉ LE PASÓ A JESÚS MIENTRAS JESÚS ESTABA MUERTO?

Jesucristo bajó a los infiernos.

De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica:

La Escritura llama infiernos, sheol, o hades a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios.

Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos.

Lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el «seno de Abraham».

«Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos».
.
Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación sino para liberar a los justos que le habían precedido.

«Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva …».

El descenso a los infiernos es el pleno cumplimiento del anuncio evangélico de la salvación.

Es la última fase de la misión mesiánica de Jesús.

Fase condensada en el tiempo pero inmensamente amplia en su significado real de extensión de la obra redentora a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares porque todos los que se salvan se hacen partícipes de la Redención.

Leer aquí el análisis del Descenso de Jesús a los Infiernos y la Visión Mística de Catalina Emmerich del hecho.

maria y pedro lloran a jesus muerto

  

¿CÓMO SE CONMEMORA EL DÍA DE HOY?

De acuerdo con el documento principal que rige las celebraciones relacionadas con la Pascua, Paschales Solemnitatis :

El Sábado Santo la Iglesia está, por así decirlo, en la tumba del Señor, meditando su pasión y muerte, y en su descenso a los infiernos.
.
En espera de su resurrección con la oración y el ayuno.

Es muy recomendable que en este día que el Oficio de lectura y oración de la mañana se celebren con la participación de las personas.

Cuando esto no se puede hacer, debería haber alguna celebración de la Palabra de Dios, o un ejercicio piadoso que corresponda al misterio celebrado este día.

Pueden ser colocados en la iglesia a la veneración de los fieles: la imagen de Cristo crucificado o acostado en la tumba, o el descenso a los infiernos, que recuerde el misterio del Sábado Santo, así como también una imagen de María Dolorosa. 

El ayuno también se recomienda, pero no se requiere en este día.

   

¿SE CELEBRAN LOS SACRAMENTOS?

En su mayor parte, no.

Paschales Solemnitatis explica:

En este día la Iglesia se abstiene estrictamente de la celebración del sacrificio de la misa.

La Santa Comunión solamente se puede dar en forma de Viático.

No se celebran matrimonios, ni tampoco otros sacramentos, fuera de la Penitencia y de la Unción de los enfermos.

La prohibición de la misa se aplica a la parte del día antes de la Vigilia Pascua (véase más adelante).

También se permite el bautismo en peligro de muerte.

   

¿QUÉ ES LA VIGILIA DE PASCUA?

Una vigilia es la conmemoración litúrgica de una fiesta importante, y tiene lugar la noche anterior a la fiesta.

Es utilizada cuando los fieles se mantienen despiertos para orar y hacer ejercicios devocionales en previsión de la fiesta.

La Vigilia Pascual es la vigilia tiene lugar la noche antes de Pascua.

Según Paschales Solemnitatis:

Desde el principio, la Iglesia ha celebrado la Pascua anual, que es la solemnidad de las solemnidades, sobre todo por medio de una noche de vigilia.

Por la resurrección de Cristo, que es el fundamento de nuestra fe y esperanza, y por el bautismo y la confirmación, nos insertamos en el misterio pascual de Cristo, muriendo, sepultados y resucitados con él, y con él, también reinaremos.

El significado de la Vigilia es la espera para la venida del Señor.

encendido del cirio pascual

   

¿CUANDO SE DEBE CELEBRAR LA VIGILIA PASCUAL?

Paschales Solemnitatis explica:

«Toda la celebración de la Vigilia de Pascua tiene lugar por la noche.
.
No debe comenzar antes del anochecer; debe terminar antes del amanecer del domingo».

Esta regla debe ser tomada de acuerdo en su sentido más estricto

Reprobables son los abusos y prácticas que se han introducido en muchos lugares en violación de este fallo, mediante el cual la Vigilia de Pascua se celebra en el momento del día en que se acostumbra a celebrar las misas dominicales anticipadas.

   

¿QUÉ OCURRE EN LA VIGILIA DE PASCUA?

Según Paschales Solemnitatis:

El orden de la Vigilia de Pascua está dispuesto de manera que

– después de la liturgia de la luz y la Proclamación Pascua (que es la primera parte de la vigilia),

– la iglesia medita sobre las maravillosas obras que Dios ha hecho por su pueblo desde los tiempos más remotos (es la segunda parte o Liturgia de la Palabra),

– junto con los nuevos miembros renacidos en el bautismo (tercera parte),

– ella es llamada a la mesa preparada por el Señor para su Iglesia, la conmemoración de su muerte y resurrección, hasta que vuelva (cuarta parte).

   

¿QUÉ OCURRE DURANTE LA LITURGIA DE LA LUZ O LUCERNARIO?

Según Paschales Solemnitatis:

En la medida de lo posible, debe estar preparado un lugar adecuado fuera de la iglesia para la bendición del fuego nuevo.

Cuyo resplandor debe ser tal que disipe la oscuridad y la luz de la noche.

El cirio pascual debe estar preparado, para el simbolismo.
.
Debe ser hecho de cera, no ser artificial, debe renovarse cada año, y ser de tamaño suficientemente grande para que pueda evocar la verdad de que Cristo es la luz del mundo.
.
Es bendecido con los signos y las palabras propuestas por el Misal o por la Conferencia de Obispos.

La procesión, en la que las personas entran en la iglesia, debe ser presidida por la luz del cirio pascual

Del mismo modo que los hijos de Israel fueron guiados en la noche por una columna de fuego, por lo que de manera similar, los cristianos siguen a Cristo resucitado. 

No hay ninguna razón por la que cada respuesta «Gracias a Dios» no se debe añadir a las aclamaciones dirigidas a Cristo.

La luz del cirio pascual pasará gradualmente a las velas que es conveniente que todos los presentes sostengan en sus manos, siendo la iluminación eléctrica desconectada.

Leer más sobre el Cirio Pascual aquí.

Y también sobre el Milagro del Fuego Santo que sucede en la celebración ortodoxa en el Santo Sepulcro.

liturgia de la luz

   

¿QUÉ OCURRE DURANTE EL PREGÓN PASCUAL?

Según Paschales Solemnitatis:

El diácono proclama el Pregón de Pascua, por medio de un gran texto poético, que coloca todo el misterio Pascual en el contexto de la economía de la salvación.

En caso de necesidad, donde no haya diácono, y el sacerdote que celebra sea incapaz de cantar, un cantor puede hacerlo.

Las Conferencias Episcopales pueden adaptar este pregón introduciendo en él aclamaciones de la asamblea.

Leer el Pregón Pascual aquí. 

   

¿QUÉ OCURRE DURANTE LAS LECTURAS DE LA ESCRITURA?

Según Paschales Solemnitatis:

Las lecturas de la Sagrada Escritura constituyen la segunda parte de la Vigilia.
.
Dan cuenta de los hechos sobresalientes de la historia de la salvación.
.
Y ayuda a los fieles a una plácida meditación por el canto del salmo responsorial, por el silencio, la pausa y la oración del celebrante.

El Orden de la Vigilia tiene siete lecturas del Antiguo Testamento elegidas de la Ley y los Profetas, que están en uso en todas partes de acuerdo con la más antigua tradición de Oriente y Occidente, y dos lecturas del Nuevo Testamento, es decir, del Apóstol y del Evangelio.

Así, la Iglesia, «comenzando por Moisés y todos los profetas» explica el misterio pascual de Cristo.

En consecuencia siempre que ello sea posible, todas las lecturas deben ser leídas para que el carácter que exige la Vigilia de Pascua sea prolongada en cierta medida, y sea respetada por todos los medios.

Sin embargo, cuando las circunstancias pastorales lo aconsejen el número de lecturas puede reducirse; debe haber al menos tres lecturas del Antiguo Testamento, tomada de la ley y los profetas; la lectura del capítulo 14 del Éxodo con su canto nunca debe ser omitido.

Después de las lecturas del Antiguo Testamento, se canta el himno «Gloria a Dios», las campanas son sonadas en conformidad con las costumbres locales, la oración colecta se recita, y la celebración pasa a la lecturas del Nuevo Testamento. 

Se lee una exhortación del Apóstol sobre el Bautismo como inserción en el misterio pascual de Cristo.

A continuación todos de pie y el sacerdote entona el «Aleluya» tres veces, cada vez elevando el tono. Las personas repiten después de él.

Si es necesario, el salmista o cantor cantan el «Aleluya», que las personas luego toman como un intercalado en la aclamación entre los versículos del Salmo 117, tan a menudo citado por los Apóstoles en la predicación de su Pascua.

Por último, es proclamada la resurrección del Señor desde el Evangelio, como el punto más alto de toda la Liturgia de la Palabra.

Después del Evangelio debe ser dada una homilía por breve que sea.

bautismo en sabado pascual

   

¿QUÉ OCURRE DURANTE LA LITURGIA BAUTISMAL?

Según Paschales Solemnitatis:

La tercera parte de la Vigilia es la liturgia bautismal y se celebra la pascua de Cristo y la nuestra.

Esto se manifiesta más plenamente en aquellas iglesias que tienen una pila bautismal, y más aún cuando se lleva a cabo la iniciación cristiana de adultos, o al menos el bautismo de los niños.

Incluso si no hay candidatos para el bautismo, la bendición del agua bautismal siempre debería hacerse en las iglesias parroquiales. 

Si esta bendición no tiene lugar en la pila bautismal, sino en el santuario, el agua bautismal debe ser trasladada después al baptisterio y mantenerse a lo largo del todo el tiempo pascual.

Donde no hay ni candidatos para el bautismo, ni ninguna necesidad de bendecir la fuente, el bautismo debe ser conmemorado con la bendición del agua para la aspersión de las personas.

A continuación tiene lugar la renovación de las promesas bautismales, introducidas por algunas palabras por parte del sacerdote celebrante.

Los fieles responden a las preguntas de pie y sosteniendo velas encendidas en sus manos.
.
A continuación, tiene lugar la aspersión: de esta manera los gestos y palabras les recuerdan el bautismo que han recibido.

El sacerdote que celebra rocía a la gente pasando a través de la parte principal de la iglesia mientras todos cantan la antífona «Vidi Aquam» u otro canto apropiado de carácter bautismal.

   

¿QUÉ OCURRE DURANTE LA LITURGIA EUCARÍSTICA?

Según Paschales Solemnitatis:

La celebración de la Eucaristía constituye la cuarta parte de la Vigilia y marca su punto más alto.
.
Ya que es en el sentido más amplio el Sacramento de Pascua.
.
Es decir, la conmemoración del sacrificio de la cruz y la presencia de Cristo resucitado, la consumación de la iniciación cristiana, y el anticipo de la Pascua eterna.

Es conveniente que en la comunión de la Vigilia de Pascua se dé toda la simbología de la Eucaristía, es decir, por el sacramento bajo las especies de pan y vino

Los Ordinarios del lugar juzgarán la oportunidad de tal concesión y sus ramificaciones.

Fuentes:

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Que Sucede el Viernes Santo, el día más Solemne del año Cristiano

El Viernes Santo es el día en que nuestro Salvador murió por nosotros en la Cruz.

Es el día que fuimos redimidos de nuestros pecados por la muerte voluntaria de Dios mismo en las manos del hombre.

representacion de jesus llevando la cruz

En el Viernes Santo se recuerda el vía crucis que Jesús tuvo que recorrer llevando sobre sus hombros el madero en el cual iba a ser crucificado, su muerte en la cruz y su sepultura.
.
Constituye el núcleo central de la Semana Santa.

El enfoque de la liturgia de este día es el martirio y triunfo de Cristo en lugar de la muerte de Cristo.

Repasemos algunas cosas centrales que se deben saber:

En la tarde noche del Jueves Santo Jesús fue a orar al huerto de Getsemani luego de la última cena con los apóstoles.

Posteriormente fue traicionado por Judas y más adelante sería negado tres veces por Pedro.

En la mañana siguiente Jesús fue llevado ante Anás que era un poderoso clérigo y lo condenó por blasfemia al negarse a repudiar que Él era el Hijo de Dios.

Esto es corroborado después por el sumo sacerdote Caifás, en cuya casa Jesús comienza a ser flagelado.

De allí es llevado ante Poncio Pilato, que no encontró razón para condenarlo, pero los judíos apelaron ante él.

Y entonces Pilato lo manda al Rey Herodes, quién tampoco encontró culpabilidad en Jesús.

Y lo devuelve a Pilato quién nuevamente dice que no encuentra culpabilidad en Jesús, pero se lava las manos demostrando que no quería tener nada que ver en el asunto.

https://youtu.be/rFbC6UCijOo

Pero como la multitud estaba furiosa aceptó de mala gana ejecutar a Jesús condenándolo a la crucifixión por auto proclamarse como rey de los judíos.

Antes de la crucifixión es azotado y obligado a llevar el madero de la cruz hasta el Gólgota, en cuyo transcurso es ayudado por Simón de Cirene y su rostro es secado por la Verónica.

Y en el trayecto cae 3 veces.

Cuando llega al Gólgota es crucificado entre dos ladrones, uno de los cuales se arrepiente de sus pecados y Jesús le dice que hoy estará en el paraíso.

Luego que Jesús es crucificado a las 12hs. cayeron tinieblas sobre la Tierra.

Jesús entrega a su madre María a Juan.

Y antes de morir Jesús dice sus últimas palabras Dios mío “Dios mío, Dios Mío, porque me has abandonado”, que son estrofas del salmo 22.

Estando aparentemente muerto Longinos le clava una lanza en el costado para verificarlo.

Y cuando muere Jesús a las 3 de la tarde ocurre un terremoto que abre las tumbas y salen los muertos, y se rasga la gruesa cortina del templo.

Luego Jesús es bajado de la cruz y es colocado en una tumba, enterrado de acuerdo a las costumbres funerarias judías, antes del anochecer.

Toda esta secuencia es recordada en el Viacrucis de las 14 estaciones.

  

RESUMEN DE LO QUE SUCEDIÓ EL PRIMER VIERNES SANTO

Según los evangelios, Jesús:

  • Fue llevado ante Pilato en la mañana
  • Enviado a Herodes
  • Devuelto a Pilato
  • Fue burlado y golpeado
  • Vio a Barrabás liberado en su lugar
  • Fue coronado de espinas
  • Fue condenado a muerte
  • Llevó la carga aplastante de su cruz por la vía dolorosa
  • Dijo a las mujeres que lloraban lo que sucedería en el futuro
  • Fue crucificado entre dos ladrones
  • Perdonó a quienes lo crucificaron
  • Confió la Virgen María a su discípulo amado
  • Aseguró al buen ladrón su salvación
  • Dijo que sus famosas siete últimas palabras
  • Gritó y murió

Y además:

  • Vino una oscuridad sobre la tierra
  • Hubo un terremoto
  • El velo del templo se rasgó en dos
  • Un soldado traspasó a Cristo en el lado y fluyó sangre y agua
  • José de Arimatea y Nicodemo fueron a Pilato y le pidieron el cuerpo de Jesús
  • Fue enterrado en la propia tumba de José de Arimatea
  • Un guardia se estableció sobre la tumba
  • Los amigos y familiares Jesús lloraron su muerte

En los Evangelios se pueden leer estos pasajes en:

  • Mateo 27: 1-66
  • Marcos 15: 1-47
  • Lucas 23: 1-56
  • Juan 18: 28-19: 42

jesus siendo crucificado vitral

  

¿CÓMO SE CELEBRA EL VIERNES SANTO HOY?

La ceremonia de veneración de la cruz el Viernes Santo comenzó en Jerusalén durante el siglo IV después de la recuperación de la Vera Cruz por Santa Elena.
.
Durante el siglo VII la práctica se extendió al resto de la Iglesia.

De acuerdo con el documento principal que rige las celebraciones relacionadas con la Pascua, Paschales Solemnitatis:

En este día, cuando «Cristo nuestra Pascua fue sacrificado» la Iglesia: medita en la pasión de su Señor y Esposo, adora la cruz, conmemora su nacimiento del costado de Cristo dormido en la cruz, e intercede por la salvación de todo el mundo.

   

¿ES REQUERIDO AYUNO Y ABSTINENCIA EL VIERNES SANTO?

Sí. Paschales Solemnitatis señala:

El Viernes Santo es un día de penitencia que se ha observado como obligatorio para toda la Iglesia, y el medio es la abstinencia y el ayuno.


   

¿SE CELEBRAN LOS SACRAMENTOS EL VIERNES SANTO?

En su mayor parte, no.
.
El Viernes Santo es el único día del año en el que se prohíbe la celebración de la misa.

Paschales Solemnitatis señala:

En este día, de acuerdo con la antigua tradición, la Iglesia no celebra la Eucaristía.

La Comunión santa se distribuye a los fieles durante la celebración de la Pasión del Señor solo, aunque puede ser llevada a cualquier hora del día a los enfermos que no pueden tomar parte en la celebración.

Toda celebración de los sacramentos en este día está estrictamente prohibida, a excepción de los sacramentos de la Penitencia y la Unción de los enfermos.

Los funerales deben ser celebrados sin el canto, la música o el tañido de las campanas.

También se permite el bautismo en peligro de muerte.

lectura de la pasion de jesucristo

   

¿QUÉ CELEBRACIONES LITÚRGICAS SE PRODUCEN EN ESTE DÍA?

La principal es conocida como la celebración de la Pasión del Señor. Incluye:

  • Una liturgia de la palabra
  • La adoración de la cruz
  • Servicio de la comunión con el uso de hostias ya consagradas

Paschales Solemnitatis señala:

La celebración de la Pasión del Señor se llevará a cabo en la tarde, como a las tres en punto.

El tiempo será elegido, será el que parezca más adecuado por razones pastorales, con el fin de permitir que las personas se puedan reunir más fácilmente.
.
Por ejemplo poco después del mediodía o en la noche, sin embargo, no más tarde de las nueve.

   

¿CÓMO SE VENERA LA CRUZ?

Paschales Solemnitatis señala:

Para la veneración de la cruz, se va a utilizar una cruz de un tamaño y belleza adecuados.

El rito debe llevarse a cabo con el esplendor digno del misterio de nuestra salvación: tanto la invitación al mostrar de la cruz, y la respuesta del pueblo se debe hacer cantando.

Y un período de silencio respetuoso debe ser observado después de cada acto de veneración cuando el tenga la cruz levantada.

La cruz se va a presentar a cada uno de los fieles individualmente para su adoración, porque la adoración personal de la cruz es la característica más importante de esta celebración.

Cuando ello sea necesario por la gran cantidad de fieles presentes, el rito de veneración puede hacerse de forma simultánea por todos los presentes.

Sólo una cruz se debe utilizar para la veneración, ya que esto contribuye a la simbología completa del rito.

Las tres elevaciones de la cruz tienen significados simbólicos.
.
La primera elevación representa la predicación de los apóstoles temerosos justo después de la muerte de Cristo.
.
La segunda representa su predicación a los Judíos.
.
Y la tercera su predicación a todo el mundo.

   

¿QUÉ PASA DESPUÉS DE LA CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR?

Paschales Solemnitatis señala:

Después de la celebración, el altar es despojado.
.
La cruz sigue estando, sin embargo, con cuatro velas.

Un lugar apropiado puede ser preparado dentro de la iglesia (por ejemplo, la capilla utilizada para la reserva de la Eucaristía el Jueves Santo).

la cruz del Señor se colocará de manera que los fieles pueden venerarla y besarla, y pasar algún tiempo en meditación.

jesus crucificado entre los ladrones

   

¿HAY OTRAS DEVOCIONES APROPIADAS PARA EL VIERNES SANTO?

Paschales Solemnitatis señala:

Devociones tales como el «Camino de la Cruz», procesiones de la pasión, y recuerdo de los dolores de la Virgen María no deben, por razones pastorales, dejarse de lado.

Los textos y canciones utilizadas, sin embargo, deben adaptarse al espíritu de la liturgia de este día.

Tales ejercicios piadosos deberían ser asignados a una hora del día en que quede bastante claro que la celebración litúrgica, por su propia naturaleza las supera en importancia.

Aparte de la celebración del VíaCrucis, también se puede asistir al Sermón de las 7 Palabras.
.
Llamado también De la Bofetada, por recordarse en él los últimos momentos de la vida de Jesús, desde que lo juzga el Sanedrín y recibe la bofetada, hasta que muere en la cruz después de pronunciar su última palabra.

Todas las procesiones que hoy desfilen estarán marcadas por la seriedad y sobriedad.

En España los pasos se acompañan de los cantos desgarradores de las saetas, muchos actos se ajustan a las horas entre las 3 y las 6 de la tarde, supuesta hora en la que Jesús fallece.

Se celebra la Madrugá, en la que los cofrades se visten de negro para acompañar al Cristo.

En países como Filipinas y México se pueden ver imágenes truculentas, hay crucifixiones reales y se muestran las espaldas heridas de los crucificados.

Ver también: La Formidable Pasión de Jesucristo en Iztapalapa, México

     

¿QUÉ PODEMOS HACER NOSOTROS EL VIERNES SANTO?

Hay que ayunar para recordar los eventos de ese Viernes Santo original.

El viernes Santo es un día de recogimiento por lo tanto hay que mantener las actividades divertidas al mínimo y omitir la mayor cantidad de trabajo y estudio posible.

Por lo tanto especialmente desde las 12 del mediodía hasta las 3 de la tarde mantener silencio.

Y tratar de mantener apagadas la televisión y los mensajes del celular y del computador.

A las 3 de la tarde rezar la Coronilla de la Divina Misericordia, además comienza su Novena.

Se recomienda leer los textos bíblicos sobre la crucifixión y muerte de Nuestro Señor, algún otro texto devocional sobre ello. y si es posible ver una película al respecto.

También recorrer el Viacrucis que generalmente hacen las parroquias ese día.

Y pensar en realizar obras de caridad.

Fuentes:


Equipo de Colaboradores de Foros de la Virgen María

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04 Abril ADVOCACIONES Y APARICIONES Breaking News Catolicismo Liturgia y Devociones Movil NOTICIAS Noticias 2019 - enero - junio

Devoción del Viernes de los Dolores de María [anterior a Domingo de Ramos]

El Viernes anterior al Domingo de Ramos se celebra la tradición de  los Dolores de María.

En algunas regiones es considerado como el inicio de la Semana Santa, por iniciarse allí los desfiles procesionales.

Estamos en el final de la cuaresma y dos días antes de la Semana Santa.
.
Y con el Viernes de Dolores queremos consolar a la Madre de Jesús.

Acompañarla en los dolores que ha vivido por Su Hijo, que habitualmente se recuerdan como la profecía de Simeón, la huida a Egipto, la pérdida del Niño en el templo, el encuentro con Jesús en la Vía Dolorosa, el dolor de la crucifixión, el descendimiento de la cruz y cuando Jesús es sepultado.

Ese día los católicos manifiestan su fervor religioso a los Dolores de Nuestra Señora rezando el Stabat Mater.

Y también el AVEMARÍA DOLOROSA:

Dios te salve, María, llena eres de dolores; Jesús crucificado está contigo. 

Digna eres de llorada y compadecida entre todas las mujeres, y digno es de ser llorado y compadecido Jesús, fruto bendito de tu vientre.

Santa María, Madre del Crucificado, da lágrimas a nosotros crucificadores de tu Hijo, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén

 Estas son oraciones sobre los dolores de María:

  

EN LA SEMANA DE LOS DOLORES

A partir del quinto domingo de cuaresma se produce la velación de las imágenes en las iglesias y comienza lo que popularmente se llama la semana de los dolores.

En los templos se cubren los crucifijos, las cruces y las imágenes santas hasta el viernes Santo, cuando se celebra la Pasión del Señor.

O sea que durante 2 semanas todas las imágenes están veladas y las iglesias permanecen en oscuridad hasta la resurrección.

Se trata de una antigua costumbre qué se ha ido desvaneciendo con el tiempo y que era obligatoria antes de la reforma litúrgica de Pablo VI.

En esta semana previa a Semana Santa se recuerda especialmente los dolores de María, su Madre, con especial enfoque el Viernes de Dolor

En el calendario litúrgico tridentino la fiesta de la Mater Dolorosa se celebraba el viernes antes del Domingo de Ramos.

Hay autores que sostienen que la Virgen María estuvo presente durante este tiempo al lado de Jesús, aunque los evangelios no lo mencionan.

Simeón de Metafraste, del siglo X, sostiene que María estuvo presente desde la última cena hasta el calvario.

Y refiriéndose a Ella ha dicho,

“…Ella soporta la violencia que el dolor ejerce sobre su naturaleza materna… que permanece profundamente asombrada ante la prodigiosa capacidad de resistencia de Su Hijo”.

Estas visiones fueron las que inspiraron la iconografía que conocemos como la Pietá, la virgen inclinada sobre su hijo abrazándolo, cuándo ha sido bajado de la cruz.

Devoción que posiblemente haya nacido en Alemania en el siglo XIV.

El autor también nos dirá en las palabras de María,

Este dolor ahora se alimenta de mis lágrimas

¡Oh hijo mío, despojado de sus vestiduras, o verbo del Dios vivo!

Has sido condenado a ser elevado en la cruz para que Yo pueda atraer a todos hacia Ti.

¿Qué parte de tu cuerpo ha escapado al sufrimiento?…

¿Qué lamentaciones sepulcrales, qué lamentaciones funerarias puedo cantarte?…

En Ti has quebrantado las leyes de la naturaleza”.

altar de viernes de dolores

   

LAS VISIONES RESPECTO A LOS DOLORES DE MARÍA

Marchesse, en su “Diario de María”, refiere una antigua tradición según la cual esta devoción comenzó en los tiempos apostólicos.

Pocos años después, dice, de la muerte de María, cuando San Juan seguía llorando, plugo a Nuestro Señor manifestársele acompañado de su Madre.

Los Dolores de María y sus frecuentes visitas a los Santos Lugares de Pasión, era motivo continuo de las meditaciones del Evangelista, como quien había sido quince años hijo-custodio de la Madre de Jesús.

A la cual oyó que, como pago de aquel fiel recuerdo, había solicitado de su Hijo una gracia especial en favor de cuan­tos con igual fidelidad conmemorasen los dolores sufridos por ella.

Nuestro Señor accedió a la petición de su Madre, otorgando cuatro gracias especiales a los que practicasen esta devoción:

– alcanzar, algún tiempo antes de morir, perfecta contrición de todos sus pecados;
.
– una especial asis­tencia a la hora de la muerte;
.
– grabar profundamente en su espíritu los misterios de la Pasión;
.
– y una eficacia especial de cuanto en su recuerdo se pidiese María.

Pero hay más manifestaciones.

En el séptimo libro de sus Revelaciones, refiere Santa Brígida que en Santa María la Mayor, en Roma, se le manifestó el inmenso aprecio que en el cielo se hacía de los dolores de la Santísima Virgen.

A la Beata Benvenuta, religiosa dominica, le fue concedida la gracia de sentir en su alma el dolor que tuvo Nuestra Señora durante los tres días que creyó perdido al Niño Jesús.

De la Beata Verónica de Binasco, refieren los Bolandistas que Nuestro Señor le dijo que las lágrimas derramadas por los do­lores de su Madre le eran más agradables que las derramadas por su Pasión.

En su Historia de los Servitas, refiere Gianio que, elegido Papa Inocencio IV, miró con cierta prevención aquel Instituto, recién fundado por entonces junto a Florencia.

Deseoso de proceder con toda circunspección en el asunto, encargó examinarlo a San Pedro Mártir, religioso dominico, el cual, durante su tarea, tuvo una visión.

En la cima de una montaña elevada, florida y bañada de viva luz, se le apareció la Madre de Dios en un trono y rodeada de ángeles que ofrecían guirnaldas de flores, y siete azucenas de singular blancura que la Santísima Virgen estre­chó un momento en su pecho, tejiéndolas luego como corona y ciñéndosela a su cabeza.

Estas siete azucenas, según la interpretación de San Pedro Mártir, figuraban los siete fundadores de la Orden de los Servitas.

A quienes la misma Santísima Virgen había inspirado la idea de crear un Instituto nuevo para el culto de los dolores por ella sufridos en la pasión y muerte de Jesús.

Un día que Santa Catalina de Bolonia lloraba meditando los dolores de la Santísima Virgen, vio de pronto a su lado dos ángeles que lloraban con ella.

Según San Alfonso María Ligorio, Nuestro Señor reveló a Santa Isabel de Hungría que Él concedería cuatro gracias especiales a los devotos de los dolores de Su Madre Santísima:

Aquellos que antes de su muerte invoquen a la Santísima Madre en nombre de sus dolores, obtendrán una contrición perfecta de todos sus pecados.

Jesús protegerá en sus tribulaciones a todos los que recuerden esta devoción y los protegerá muy especialmente a la hora de su muerte.

Imprimirá en sus mentes el recuerdo de Su Pasión y tendrán su recompensa en el cielo.

Encomendará a estas almas devotas en manos de María, a fin de que les obtenga todas las gracias que quiera derramar en ellas.

Todo un libro voluminoso pudiera llenarse con la historia de visiones y revelaciones relativas a los dolores de María.

Quien busque documentación copiosa la encontrará en el Diario de María del oratoriano Marchesse, y en el Martirio del Corazón de María, del jesuita Sinischalchi.

virgen con jesus luego del descendimiento fondo    

EL ORIGEN DE LA CELEBRACIÓN

Para indagar sobre el origen de esta festividad tenemos que remontarnos hasta la edad media en Europa, cuando la piedad popular había inspirado ya el arte gótico.

La fiesta de Nuestra Señora de los Dolores, preparada por la literatura ascética del siglo XII, fue introducida primeramente en Alemania por el Sínodo Provincial de Colonia en 1423 e inserta en el viernes de la tercera semana después de Pascua.

Benedicto XIII en 1727 la extendió a toda la Iglesia con el título de “Fiesta de los Siete Dolores de la Bienaventurada Virgen María”, poniéndola el viernes después de la dominica de la Pasión, es decir, el sexto viernes de Cuaresma, el viernes anterior a la Semana Santa, para recordar los dolores que padeció la Santísima Virgen María durante la pasión de su Hijo.

La Orden de los Siervos de María, fundada en Florencia en 1240, difundió mucho el culto de la Dolorosa y obtuvo del Papa Inocencio XI (1676-1698), una fiesta propia de la tercera dominica de septiembre, después Pío VII la extendió a toda la Iglesia. Pío X la asigno establemente al 15 de septiembre.

Durante el siglo XVI, después de la Conquista, esta devoción fue introducida a México por los primeros frailes franciscanos, dándola a conocer a los indígenas recién conversos mediante el “teatro evangelizador”, que era un medio eficaz para conquistarlos a través de las imágenes, ya que la comunicación verbal no era posible, debido a que no hablaban las lenguas aborígenes.

Los evangelizadores le dieron interés principal a la Liturgia, y con ella al conjunto de formas externas, gestos, signos, símbolos, etc., con que habrían de realizarse las celebraciones religiosas, dadas las circunstancias novedosas en el habrían de desarrollar la tarea evangelizadora.

La suntuosidad del culto prehispánico fue tomada en cuenta por los religiosos, quienes trataron de promover mediante nuevo resplandor los ritos antiguos, tan elaborados en ceremonial y ornato.

En la capital de la Nueva España, durante los siglos XVIII y XIX, el viernes de Dolores también se realizaba un colorido paseo conocido como “Jamaica de las flores”, en el que todo el pueblo, pobres y ricos, se reunían en la Acequia de Roldán o el Canal de la Viga para comprar las flores que venían desde las chinampas de Iztacalco o Santa Anita.

Por la noche del mismo viernes las familias capitalinas y las de la región del Bajío, acostumbraban mostrar sus “incendios”, colocados en las salas de sus casas, convidando a propios y extraños un vaso de agua fresca para aliviar los calores de la primavera y compartir de cerca los misterios de la Pasión de Jesucristo.

Esta antigua celebración mariana tuvo mucho arraigo en toda Europa y América, y aún hoy muchas de las devociones de la Santísima Virgen del tiempo de Semana Santa, tienen su día festivo o principal durante el Viernes de Dolores, que conmemora los sufrimientos de la Madre de Cristo durante la Semana Santa.

El Concilio Vaticano II consideró, dentro de las diversas modificaciones al calendario litúrgico, suprimir las fiestas consideradas «duplicadas», esto es, que se celebren dos veces en un mismo año.

Por ello la fiesta primigenia de los Dolores de Nuestra Señora el viernes antes del Domingo de Ramos fue suprimida, siendo reemplazada por la moderna fiesta de Nuestra Señora de los Dolores el 15 de septiembre.

A pesar de ello, la Santa Sede contempla que, en los lugares donde se halle fervorosamente fecunda la devoción a los Dolores de María, este día puede celebrarse sin ningún inconveniente con todas las prerrogativas que le son propias.

cartel semana santa fondo

   

MANIFESTACIONES DEL VIERNES DE DOLOR

Algunas de las manifestaciones de estos días son misas, peregrinaciones y procesiones de la Virgen Dolorosa.

Panamá.  En la histórica ciudad de Natá de los Caballeros, se da inicio la celebración de la Semana Mayor con el Viernes de Dolores, cuya imagen data del Siglo XVI.

La antiquísima procesión contempla los dolores de María por el posterior descenso de su hijo.

Colombia. En Popayán, Colombia, se celebra la Procesión de la Virgen de los Dolores en la cual la Virgen está acompañada por dos imágenes: El Cristo de San Agustín y el San Juan.

Esta noche se da inicio a las tradicionales, fervorosas y solemnes procesiones que se celebran durante la Semana Santa y que son Patrimonio Nacional y Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.

España. En España dan comienzo en muchos lugares las procesiones de Semana Santa.

Andalucía. En Sevilla procesionan, aún sin «pisar» la Carrera Oficial un total de seis hermandades.

En Loja (Granada) el Viernes de Dolores Procesiona la Santísima Hermandad de la Virgen de los Dolores, de la orden Servita, esto es el inicio de la Semana Santa en Loja

Castilla-La Mancha. En Ciudad Real, donde tiene lugar la procesión de la Virgen de los Dolores de Santiago, conocida popularmente como la Perchelera, que recorre las calles de su barrio anunciando a toda la ciudad la proximidad de las fechas de la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo.

Del mismo modo ocurre en la ciudad de Hellín (Albacete) cuando al anochecer se celebra el conocido «Vía Crucis de las Antorchas» que recorriendo el Camino de las Columnas llega hasta la Ermita del Monte Calvario, donde después se procede a la veneración del Crucificado y a las 00:00 da comienzo la 1º Tamborada, dando así inicio a las celebraciones de la Pasión de Cristo.

Castilla y León. En León, también es celebrado el día de su patrona saliendo a procesión la Virgen del Camino.

En Salamanca, donde culmina la novena a la Dolorosa de la Cofradía de la Vera Cruz, celebrándose un Vía Matris con la procesión de dicha imagen.

Región de Murcia. Murcia, al igual que otros puntos de la Región, comienza su Semana Grande de Pasión con el Viernes de Dolores, en la que abre el cortejo de la Venerable Cofradía del Santísimo Cristo del Amparo y María Santísima de los Dolores, con sede en la Iglesia de San Nicolás de Bari de la Capital Murciana.

Cartagena, que celebra el día de su Patrona, la Virgen de la Caridad, vive en la madrugada de este día la que muchos consideran cronológicamente la primera procesión de la Semana Santa española, que parte a las cuatro de la madrugada de las inmediaciones de la Catedral y que es organizada por la Cofradía del Cristo del Socorro.

Lorca. Empieza su Semana Santa, día grande de la Cofradía de la Hermandad de Labradores o paso azul de Nuestra Señora de los Dolores.

Águilas, igualmente tiene lugar la procesión de su patrona, la Virgen de los Dolores.

México. En México se venera a la Virgen de los Dolores de Soriano, en Colon, Querétaro, donde llegan hasta 100.000 personas ese día a la basilica de Virgen de los Dolores de Soriano.

Al igual, dentro de la ciudad de Querétaro se celebra el Viernes de Dolores en, con una peregrinación de los fieles desde la Parroquia Del Misterio De Pentecostés hasta la Capilla de Nuestra Señora de los Dolores, ubicada en la colonia Villas Del Sol en el municipio de Querétaro, al llegar los fieles a la capilla se celebra la eucaristía y al final la veneración de la cauda de la virgen (los peregrinos pasan por debajo de la cauda).

Perú. En Lima, Perú la Santísima Virgen de la Soledad tiene su día festivo el Viernes antes del inicio de la Semana Santa, siendo visitada por numerosos fieles desde la mañana hasta la noche, ganando numerosas indulgencias concedidas por el Romano Pontífice, Los Arzobispos, Obispos y Párrocos de la Archidiócesis primada. Constituye el principal centro de devoción a los Dolores de María en todo el territorio peruano.

altar de los dolores fondo

   

EL ALTAR A NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES

En algunos países, como México, es tradición hacer un altar a la Virgen de los Dolores.

En una parte visible de la casa o del negocio, se pone una mesita sobre la cual coloca un santo Cristo y bajo la cruz una imagen o un cuadro de Nuestra Señora de los Dolores.

Hay altares muy grandes y otros pequeños, pero todos tienen la finalidad  de que “con María acompañemos a Cristo, en su dolorosa pasión”

Los adornos básicos son dos: los trigos que  se hacen germinar en un lugar oscuro para que tengan un color verde tierno, y las naranjas con  dos banderitas moradas sobrepuestas.

A esto se pueden añadir velas o veladoras.

Frente al altar se invita a rezar el santo Rosario y la oración de nuestra Señora de los Dolores que dice así:

“Dios nuestro, que quisiste que la Madre de tu Hijo compartiera con él, de pie junta a la cruz, sus sufrimientos, haz que todos nosotros, asociados con la Virgen en la pasión de Cristo, participemos también en la gloria de la resurrección. Por Nuestro Señor Jesucristo”.

Además otras oraciones  y cánticos en honor de santa María que conozcan las personas que asisten.

Fuentes:


Equipo de Colaboradores de Foros de la Virgen María

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Beata Ana Catalina Emmerich Foros de la Virgen María MENSAJES Y VISIONES

Desde la traición de Judas al encarcelamiento de Jesús, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia San Pedro Gallicantu (Originalmente Casa de Caifas) en donde San Pedro negó 3 veces a Nuestro Señor y en donde Jesus estuvo prisionero por ordenes de Caifas, despues de ser arrestado

JUDAS Y LOS SOLDADOS. LA MADERA DE LA CRUZ

Al principio de su cuidadosa traición, Judas no creía que ésta tuviera el resultado que tuvo. Entregando a Jesús pretendía obtener la recompensa ofrecida y complacer a los fariseos. No pensó en el juicio ni en la crucifixión; sus miras no iban más allá. Sólo pensaba en el dinero, y desde hacía mucho había estado en contacto con algunos fariseos y algunos saduceos astutos que lo adulaban incitándolo a la traición. Judas estaba cansado de la vida errante y penosa de los apóstoles. En los últimos meses había estado robando las limosnas de las que era depositario, y su avaricia, exacerbada por la visión de Magdalena ungiendo los pies de Jesús con caro perfume, lo empujó a consumar su acto. Siempre había esperado de Jesús que estableciera un reino temporal en el que él creía que iba a tener un empleo brillante y lucrativo. Pero, al ir viéndose defraudado en sus expectativas, se dedicó a atesorar dinero. Veía que las penalidades y las persecuciones de los seguidores de Jesús iban en aumento y él quería ponerse a bien con los poderosos enemigos de Nuestro Señor antes de que llegase el peligro. Judas veía que Jesús no llegaría a ser rey, y que, por otra parte, la auténtica dignidad y poder era detentado por el Sumo Sacerdote, y por todos aquellos que estaban a su servicio. Todo esto lo impresionó vivamente. Se iba acercando cada vez más a los agentes del Sumo Sacerdote, que lo adulaban constantemente y le aseguraban, con grancontundencia, que en todo caso, pronto acabarían con Jesús. Él iba escuchando cada vez más los criminales intentos de corrupción y, durante los últimos días, no había hecho más que intentar forzar un acuerdo. Pero los sacerdotes todavía no querían comenzar a obrar y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo para la fiesta y que esto causaría desorden y tumulto. Sólo el Sanedrín prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Tras la sacrílega recepción del Sacramento, Satanás se apoderó de él y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que hasta entonces lo habían lisonjeado y que lo acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros entre los cuales estaban Caifás y Anás, pero este último lo trató con considerable altivez y mofa. Andaban indecisos y no estaban seguros del éxito porque no se fiaban de Judas.

Cada uno tenía una opinión diferente y lo primero que preguntaron a Judas fue: «¿Podremos cogerlo? ¿No tiene hombres armados consigo?» Y el traidor respondió: «No, está solo con sus once discípulos; Él está descorazonado y los once son hombres cobardes.» Les urgió a apresar a Jesús, les dijo que era entonces o nunca, que en otra ocasión tal vez no pudiera entregarlo, que ya no volvería a formar parte de sus seguidores. También les dijo que si no cogían a Jesús entonces, éste se escaparía y volvería con un ejército de sus partidarios, para ser proclamado rey. Estas palabras de Judas produjeron su efecto. Sus propuestas fueron aceptadas por él y recibió el precio de su traición: treinta monedas de plata.

Judas, por su lenguaje y sus comentarios, se dio cuenta de que los sacerdotes lo despreciaban, así que, llevado por su orgullo, quiso devolverles el dinero para que lo ofrecieran en el Templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero ellos rechazaron su propuesta, porque era dinero de sangre y no podía ofrecerse en el Templo. Judas vio hasta qué punto lo despreciaban y concibió hacia ellos un profundo resentimiento. No esperaba recoger tan amargos frutos de su traición aun antes de consumarla; pero se había comprometido tanto con aquellos hombres, que estaba en sus manos y no podía librarse de ellos. Lo estuvieron vigilando y no le dejaron salir hasta que les explicó paso por paso lo que tenían que hacer para hacerse con Jesús. Tres fariseos fueron con él cuando bajó a una sala, donde estaban los soldados del Templo, que no eran sólo judíos, sino de todas las naciones. Cuando todo estuvo preparado y se hubo reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para ver si Jesús estaba todavía allí. De haber estado, hubiera resultado fácil cogerle, cerrando todas las puertas. Una vez hecha la comprobación, debía man­darles la información con un mensajero.

Poco antes de que Judas recibiese el precio de su traición, un fariseo había salido y mandado siete esclavos a buscar madera para preparar la cruz de Jesús, porque en caso de que fuera juzgado al día siguiente no daría tiempo a hacerlo, a causa del principio de la Pascua. Cogieron la madera a un cuarto de legua de allí, de un lugar donde había gran cantidad de madera perteneciente al Templo. Luego la llevaron a una plaza detrás del Tribunal de Caifás. La cruz fue construida de un modo especial, bien fuera porque querían burlarse de su dignidad de Rey, o bien por una casualidad aparente. Se componía de cinco piezas, sin contar la inscripción. Vi otras muchas cosas relativas a la cruz, y se me permitió conocer otras muchas circunstancias relacionadas con eso, pero todo se me ha olvidado.

Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el cenáculo, pero seguro que debía de estar en el monte de los Olivos. Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo a que los discípulos, alar­mados, iniciasen una revuelta. Trescientos hombres debían ocupar las puertas y las calles de Ofel, la parte de la ciudad situada al sur del Templo, y el valle del Millo, hasta la casa de Anás, en lo alto de Sión, a fin de actuar como refuerzos de ser necesario, pues se decía que todos en el pueblo de Ofel eran seguidores de Jesús. El traidor les dijo también que tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, pues con medios misteriosos había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los ojos de los que le acompañaban. Los sacerdotes le contestaron que si alguna vez caía en sus manos, ellos se encargarían de no dejarlo ir.

Judas se puso de acuerdo con quienes lo iban a acompañar. Él entraría en el huerto, delante de ellos, se acercaría a Jesús, y como amigo y discípulo que era de Él, lo saludaría y lo besaría, entonces, los soldados debían presentarse y prenderlo. Los soldados tenían orden de mantenerse cerca de Judas, vigilarlo estrechamente y no dejarlo ir hasta que cogieran a Jesús, porque había recibido su recompensa y temían que se escapase con el dinero y después de todo Jesús no fuera arrestado, o que apresaran a otro en su lugar. El grupo de hombres escogido para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del Templo y de otros que estaban a las órdenes de Anás y Caifás. Iban ataviados de forma muy parecida a los soldados romanos, pero éstos tenían largas barbas. Los veinte llevaban espadas. Además, algunos tenían picas y llevaban palos con linternas y antorchas, pero cuando emprendieron la marcha, no encendieron más que una, Al principio habían intentado que Judas llevara una escolta más numerosa, pero él dijo que eso los descubriría fácilmente, porque desde el monte de los Olivos se dominaba todo el valle. La mayoría de los soldados se quedaron pues en Ofel y fueron colocados centinelas por todas partes. Judas se marchó con los veinte soldados, pero fue seguido a cierta distancia de cuatro esbirros de la peor calaña, que llevaban cordeles y cadenas. Detrás de éstos venían los seis agentes, con los que Judas había tratado desde el principio.

Los soldados se mostraron amistosos con Judas hasta llegar al lugar donde el camino separa el huerto de los Olivos del de Getsemaní. Una vez allí, se negaron a que siguiera solo, y lo trataron con dureza e insolencia.

 

EL PRENDIMIENTO DE JESÚS

Cuando Jesús, con los tres apóstoles, llegó a donde se cruzan los caminos de Getsemaní y el huerto de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino. Hubo una discusión entre Judas y los soldados, porque aquél quería que se apartasen de él para poder acercarse a Jesús como amigo, a fin de que no pareciera que iba con ellos, pero los soldados le dijeron con rudeza: «Ni hablar, amigo, no te escurrirás de nuestras manos hasta que tengamos al Galileo.» Viendo que los ocho apóstoles corrían hacia Jesús al oír la disputa, llamaron a los cuatro esbirros que los seguían a cierta distancia. Cuando Jesús y los tres apóstoles vieron, a la luz de la antorcha, aquella tropa de gente armada, Pedro quiso echarlos de allí por la fuerza y dijo: «Señor, nuestros compañeros están cerca de aquí, ataquemos a los soldados.» Pero Jesús le dijo que se mantuviera tranquilo y retrocedió algunos pasos. Cuatro de los discípulos salieron en ese momento del huerto de Getsemaní y preguntaron qué sucedía. Judas quiso contestarles y despistarlos contándoles cualquier cosa, pero los soldados se lo impidieron. Estos cuatro discípulos eran Santiago el Menor, Felipe, Tomás y Natanael; este último era hijo del anciano Simeón, y junto con algunos otros enviados por los amigos de Jesucristo para saber noticias de Él, se había encontrado en Getsemaní con los ocho apóstoles. Otros discípulos andaban por aquí y por allí observando y prestos a huir si era necesario.

Jesús se acercó a la tropa y dijo en voz alta e inteligible: «¿A quién buscáis?» Los jefes de los soldados respondieron: «A Jesús de Nazareth». «Soy yo», replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras cuando los soldados cayeron al suelo como atacados de una apoplejía. Judas, que estaba todavía junto a ellos, se sorprendió, e hizo ademán de acercarse a Jesús. Nuestro Señor le tendió la mano y le dijo: «Amigo mío, ¿a qué has venido?» Y Judas, balbuceando, le habló de un asunto que le habían encargado. Jesús le respondió algo parecido a «Más te valdría no haber nacido», pero no recuerdo las palabras exactas. Mientras tanto, los soldados se habían puesto de pie y se acercaron a Jesús esperando el beso del traidor, que sería la señal para que ellos reconocieran al nazareno. Pedro y los demás discípulos rodearon a Judas y le llamaron traidor y ladrón; él intentó defenderse con toda clase de mentiras, pero no le sirvió de nada, porque los soldados lo defendían contra los apóstoles y con su actitud dejaban clara la verdad.

Jesús preguntó por segunda vez: «¿A quién buscáis?» Ellos volvieron a responder: «A Jesús de Nazaret.» «Soy yo, ya os lo he dicho; yo soy aquel a quien buscáis; dejad a estos que sigan su camino.» A estas palabras, los soldados cayeron por segunda vez con convulsiones semejantes a las de la epilepsia, y Judas fue rodeado de nuevo por los apóstoles, exasperados contra él. Jesús les dijo a los soldados: «Levantaos», y ellos lo hicieron, al principio mudos de terror. Cuando recuperaron el habla conminaron a Judas a que les diera la señal convenida, pues tenían orden de coger a aquel a quien él besara. Entonces Judas se acercó a Jesús y le dio un beso, diciendo: «Maestro, yo te saludo.» Jesús le dijo: «Judas, ¿vendes al Hijo del Hombre con un beso?» Entonces los soldados rodearon inmediatamente a Jesús y los esbirros que se habían acercado lo sujetaron. Judas quiso huir, pero los apóstoles no se lo permitieron; se abalanzaron sobre los soldados, gritando: «Maestro, ¿debemos atacarlos con la espada?» Pedro, más impetuoso que los otros, cogió la suya, y, sin esperar la respuesta de Jesús, se lanzó contra Maleo, criado del Sumo Sacerdote, que intentaba apartar a los apóstoles, y le cortó la oreja derecha. Maleo cayó al suelo y siguió un gran tumulto.

Los esbirros querían atar a Jesús; los soldados los rodeaban. Cuando Pedro hirió a Maleo, el resto de los soldados se dispusieron a repeler el ataque de los discípulos que se acercaban, y a perseguir a los que huían. Cuatro discípulos aparecieron a lo lejos, y parecían dispuestos a intervenir, pero los soldados estaban todavía aterrorizados por su última caída, y no se atrevían a alejarse y dejar a Jesús sin un cierto número de hombres que lo vigilaran. Judas, que había huido tan pronto como dio el beso de traidor, fue detenido a poca distancia por algunos discípulos que le llenaron de insultos y reproches; pero los seis fariseos que venían detrás lo liberaron, y él escapó mientras los cuatro esbirros se ocupaban de atar a Nuestro Señor.

En cuanto Pedro atacó a Maleo, Jesús le había dicho en seguida: «Guarda tu espada en la vaina, pues el que empuña la espada, por espada perecerá. ¿Crees tú que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe dos legiones de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las profecías si lo que debe ser hecho no se hace?» Después dijo: «Dejadme curar a este hombre.» Y acercándose a Maleo, tocó su oreja, rezó y se restituyó. Los soldados estaban a su alrededor, con los esbirros y los seis fariseos, quienes, lejos de conmoverse con el milagro, seguían insultándolo diciéndole a la tropa: «Es un enviado del diablo. La oreja parecía cortada por sus brujerías, y por sus mismas artimañas ahora parece pegada de nuevo.»

Entonces, Jesús, dirigiéndose a ellos, dijo: «Habéis venido a cogerme como a un asesino, con armas y palos; todos los días he estado predicando en el Templo y no me habéis prendido. Pero ésta es vuestra hora, el poder de las tinieblas ha llegado.»

Los fariseos mandaron que lo atasen todavía más fuerte y se burlaban de él diciéndole: «No has podido vencernos con tus hechizos.» Jesús contestó, pero no recuerdo sus palabras; después de eso, los discípulos huyeron. Los cuatro esbirros y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados fueron afectados por el ataque, porque, como luego me fue revelado, estaban totalmente entregados al poder de Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco cayó aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que cayeron y se levantaron llegaron a convertirse después en cristianos. Estos soldados sólo habían rodeado a Jesús, pero no le habían puesto las manos encima. Maleo se convirtió instantáneamente tras su curación, y durante la Pasión sirvió de mensajero entre María y los otros amigos de Nuestro Señor.

Los esbirros ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos y de lo más bajo que se pueda imaginar. Eran pequeños, robustos y muy ágiles; por el color de su piel y su complexión, parecían esclavos egipcios; llevaban el cuello, los brazos y las piernas desnudos. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cuerdas nuevas y muy duras. Le ataron el puño derecho debajo del codo izquierdo, y el puño izquierdo debajo del codo derecho. Alrededor de la cintura le pusieron una especie de cinturón con puntas de hierro, al cual le fijaron las manos con ramas de sauce; al cuello le pusieron una especie de collar de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, e iban sujetas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro de la manera más cruel. Todas las cuerdas eran nuevas y yo creo que fueron compradas por los fariseos cuando acordaron arrestar a Jesús.

Encendieron las antorchas y la procesión se puso en marcha. Diez soldados caminaban delante; les seguían los esbirros, que iban tirando de Jesús por las cuerdas; detrás de ellos, los fariseos, que lo llenaban de injurias; los otros diez soldados cerraban la marcha. Los discípulos iban siguiéndolos a cierta distancia, dando gritos y fuera de sí por la pena. Juan seguía de cerca a los últimos soldados, hasta que los fariseos, viéndolo solo, ordenaron a los guardias que lo cogieran. Los soldados obedecieron y corrieron hacia él; pero logró huir dejando entre sus manos la prenda por la cual lo habían cogido. Se le habían quedado la sobretúnica, y no le quedaba puesto más que una túnica interior, corta y sin mangas, y una banda de lien­zo que los judíos llevan ordinariamente alrededor del cuello, de la cabeza y de los brazos. Los esbirros maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los seis fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos por encima de las piedras, por el lodo, e iban tirando de las cuerdas con toda su fuerza. En la mano llevaban otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban, como un carnicero pega a la res que lleva a la carnicería. Acompañaban este cruel trato de insultos tan innobles e indecentes, que no puedo repetirlos. Jesús estaba descalzo; además de su túnica ordinaria llevaba una túnica de lana sin costuras y una sobrevesta por encima. Cuando lo prendieron no recuerdo que presentasen ninguna orden ni documento legal de arresto. Lo trataron como a una persona fuera de la ley.

La comitiva avanzaba a buen paso. Cuando abandonaron el camino que queda entre el huerto de los Olivos y el de Getsemaní, torcieron a la derecha y pronto alcanzaron el puente sobre el torrente de Cedrón. Jesús no había pasado por este puente al ir al huerto de los Olivos, sino que tomó un camino que daba un rodeo por el valle de Josafat, y conducía a otro puente más al sur. El de Cedrón era muy largo, porque se extendía más allá de la ensenada del torrente, a causa de la desigualdad del terreno. Antes de llegar a ese puente, vi como Jesús cayó dos veces en el suelo, a causa de los violentos tirones que le daban. Pero cuando llegaron a la mitad del puente dieron rienda suelta a sus brutales inclinaciones; empujaron a Jesús con tal violencia que lo echaron desde allí al agua, diciéndole que saciara su sed. Si Dios no lo hubiera protegido, la simple caída hubiera bastado para matarlo. Cayó primero sobre sus rodillas y luego sobre su cara, que pudo cubrirse con las manos que, si antes habían estado atadas, ahora estaban libres. No sé si por milagro o porque los soldados habían cortado las cuerdas antes de empujarlo al agua. La marca de sus rodillas, sus pies y sus codos, quedó milagrosamente impresa en la piedra donde cayó, y esta marca fue después un motivo de veneración para los cristianos. Esas piedras eran menos duras que el corazón de los impíos hombres que rodeaban a Nuestro Señor, y les tocó ser testigos de aquellos terribles momentos del Poder Divino.

No había visto beber a Jesús ni un trago, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el huerto de los Olivos, pero sí bebió entonces agua del Cedrón, cuando lo arrojaron en él, y entonces lo oí repetirse estas proféticas palabras de los Salmos que dicen: «En el camino beberá agua del torrente.» Los esbirros sujetaban siempre los cabos de las cuerdas con las que Jesús estaba atado. Como no pudieron hacerle atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, lo hicieron volver atrás y lo arrastraron de nuevo hasta arriba, hasta el borde del puente. Entonces, estos miserables lo hicieron caminar a empujones por él, llenándolo de insultos. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros, y apenas podía caminar. Al otro lado del puente, cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, pegándole con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su túnica mojada en medio de los insultos más infames. No era aún medianoche, cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro esbirros por un estrecho sendero, lleno de piedras, cardos y espinas. Los seis brutales fariseos caminaban tan cerca de Él como podían, pinchándolo constantemente con la punta de sus bastones, y viendo que los pies desnudos de Jesús eran desgarrados con las piedras o las espinas, exclamaban con cruel ironía: «Su precursor, Juan Bautista, no le ha preparado un buen camino», o bien: «Las palabras de Malaquías: «Enviaré a mi ángel para prepararte el camino», no pueden aplicarse aquí», etcétera. Y cada burla de ellos era como un estímulo para los esbirros, que incrementaban entonces su crueldad.

Los enemigos de Jesús vieron sin embargo que algunas personas iban apareciendo a la distancia, pues muchos discípulos se habían juntado al enterarse de que su Maestro había sido arrestado, y querían saber qué iba a pasar con Él. Ver a esa gente hacía sentir incómodos a los fariseos, que, temiendo algún ataque para intentar rescatar a Jesús, dieron voces para que les enviasen refuerzos. Vi salir de la puerta situada al mediodía del Templo unos cincuenta soldados portando antorchas y al parecer dispuestos a todo. El comportamiento de esos hombres era ofensivo; llegaban dando fuertes gritos, tanto para anunciar que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, causaron gran revuelo y entonces vi a Maleo y a algunos otros que acudían como para felicitarse por el éxito de la expedición, aprovechar la confusión ocasionada para escaparse al monte de los Olivos.

Cuando esta nueva tropa salió del arrabal de Ofel por la puerta de Mediodía, vi a los discípulos que se habían ido juntando a cierta distancia, dispersarse, unos hacia un lado y otros hacia otros. La Santísima Virgen y nueve de las santas mujeres, llevadas por su inquietud, fueron directamente al valle de Josafat, acompañadas por Lázaro, Juan, el hijo de Marcos, el hijo de Verónica y el hijo de Simón. Este último se hallaba en Getsemaní, con Natanael y los ocho apóstoles, y había huido cuando aparecieron los soldados. Estaba contándole a la Santísima Virgen lo que había pasado, cuando las tropas de refresco se unieron a las que llevaban a Jesús, y ella oyó sus gritos estridentes y vio las luces de las antorchas que portaban. Esa visión fue superior a sus fuerzas y la Virgen perdió el sentido. Juan la llevó a casa de María, la madre de Marcos.

Los cincuenta soldados eran un destacamento de una tropa de trescientos hombres que ocupaban la puerta y las calles de Ofel, pues el traidor Judas había dicho al Sumo Sacerdote que los habitantes de Ofel, pobres obreros en su mayoría, eran seguidores de Jesús y que podía temerse de ellos que intentaran libertarlo. El traidor sabía bien que Jesús había consolado, predicado, socorrido y curado a un gran número de aquellos pobres obreros. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se unieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y construyeron casas y levantaron tiendas para la comunidad, las situaron entre Ofel y el monte de los Olivos, y allí vivió san Esteban.

Los pacíficos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a las calles, para ver lo que sucedía. Pero los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: «Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, ha sido apresado; el Sumo Sacerdote va a juzgarlo y será crucificado.» Al oír eso no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían aquí y allá llorando, o se ponían de rodillas con los brazos abiertos y gritaban al cielo recordando la bondad de Jesús. Pero los soldados los empujaban y los hacían entrar por fuerza en sus casas y no se cansaban de injuriar a Jesús, diciendo: «Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo». Sin embargo, no se atrevían a proceder con violencia, temiendo una insurrección, y se contentaban con alejar a la gente del camino por el que debía seguir Jesús.

Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía al Salvador, se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo y parecía no poder más. Entonces uno de los soldados, movido a compasión, dijo a los otros: «Ya veis que este pobre hombre está exhausto y no puede con el peso de las cadenas. Si hemos de conducirlo vivo al Sumo Sacerdote, aflojadle las manos para que al menos pueda apoyarse cuando caiga.» La tropa se paró y los esbirros le aflojaron las cuerdas; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente cercana. Jesús le dio las gracias citando un pasaje de un profeta, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias de parte de los fariseos. Vi a estos dos soldados de repente iluminados por la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús e inmediatamente se unieron a sus discípulos.

La procesión se puso en marcha de nuevo y llegaron a la puerta de Ofel. Los soldados apenas podían contener a los hombres y mujeres que se precipitaban por todas partes. Era un espectáculo doloroso ver a Jesús pálido, desfigurado, lleno de heridas, con el cabello en desorden y la túnica húmeda y manchada, arrastrado con cuerdas y empujado con palos como un pobre animal al que llevan al matadero, entre esbirros sucios y medio desnudos y soldados groseros e insolentes. En medio de la multitud afligida, los habitantes de Ofel tendían hacia Él las manos que había curado de la parálisis y con la voz que Él les había dado, suplicaban a los verdugos: «Soltad a ese hombre, soltadle. ¿Quién nos consolará? ¿Quién curará nuestros males?»; y lo seguían con los ojos llenos de lágrimas que le debían la luz.

Pero al llegar al valle, mucha gente de la clase más baja del pueblo, excitada por los soldados y por los enemigos de Nuestro Señor, se habían unido a la escolta, y maldecían e injuriaban a Jesús y los ayudaban a empujar e insultar a los pacíficos habitantes de Ofel. La escolta siguió bajando, y después pasó por una puerta abierta en la muralla; dejaron a la derecha un gran edificio, restos de las obras de Salomón, y a la izquierda el estanque de Betsaida; después se dirigieron al oeste siguiendo una calle llamada Millo. Entonces torcieron un poco hacia Mediodía y, subiendo hacia Sión, llegaron a la casa de Anás. En todo el camino no cesaron de maltratar a Jesús. Desde el monte de los Olivos hasta la casa de Anás, se cayó siete veces.

Los vecinos de Ofel, todavía consternados y agobiados por la pena, cuando vieron a la Santísima Virgen que, acompañada por las santas mujeres y algunos amigos se dirigía a casa de María, la madre de Marcos, situada al pie de la montaña de Sión, redoblaron sus gritos y lamentos, y se apretaron tanto alrededor de María, que casi la llevaban en volandas. María estaba muda de dolor y no despegó los labios al llegar a casa de María, madre de Marcos, hasta la llegada de Juan, quien le contó lo que había visto desde que Jesús salió del cenáculo. Después condujeron a la Virgen a casa de Marta, que vivía cerca de Lázaro. Pedro y Juan, que habían seguido a Jesús a distancia, corrieron a ver a algunos servidores del Sumo Sacerdote a quienes Juan conocía, con idea de lograr así entrar en las salas del Tribunal adonde su Maestro había sido conducido. Estos sirvientes, amigos de Juan, actuaban como mensajeros, y debían ir casa por casa de los ancianos y otros miembros del Consejo y avisarlos de que habían sido convocados. Deseaban ayudar a los dos apóstoles, pero no se les ocurrió sino vestirlos con una capa igual a la suya y que les ayudaran a llevar las convocatorias, a fin de poder entrar en el Tribunal disfrazados, del cual estaban echando a todo el mundo. Los apóstoles se encargaron de convocar a Nicodemo, José de Arimatea y otras personas bien intencionadas, pues eran miembros del Consejo, y de esta manera consiguieron avisar a algunos amigos de su Maestro, que los fariseos por sí mismos no hubieran convocado. Judas, mientras tanto, andaba errante, con el diablo a su lado, como un insensato, por los barrancos de la parte sur de Jerusalén, donde se vertían los escombros e inmundicias de la ciudad…

 

MEDIDAS QUE TOMAN LOS ENEMIGOS DE JESÚS PARA LOGRAR SUS PROPÓSITOS

Anás y Caifás fueron informados en el acto del prendimiento de Jesús y empezaron a disponerlo todo. En su casa reinaba gran actividad. Las salas estaban iluminadas, las entradas con vigilantes, los mensajeros corrían por la ciudad para convocar a los miembros del Consejo, a los escribas y a todos los que debían tomar parte en el juicio. Muchos habían estado aguardando en casa de Caifás el resultado. Los ancianos de los diferentes estamentos acudieron también. Como los fariseos, saduceos y herodianos de todo el país se habían congregado en Jerusalén con motivo de la fiesta, y desde hacía largo tiempo se albergaban propósitos contra Jesús por parte de todos ellos y del Gran Consejo, el Sumo Sacerdote convocó a los que tenían más odio contra Nuestro Señor, con la orden de reunir y aportar todas las pruebas y testimonios posibles para el momento del juicio. Todos estos hombres, perversos y orgullosos, de Cafarnaum, Nazaret, Tirza, Gabara, etc., a los cuales Jesús había dicho muchas veces la verdad en presencia del pueblo, se encontraban en ese momento en Jerusalén. Cada uno buscaba entre la gente de su país, que había acudido a la fiesta, algunos que, por dinero, quisieran presentarse como acusadores contra Jesús. Pero todo, excepto algunas evidentes calumnias, se reducía a repetir las acusaciones que Jesús tantas veces había rebatido en las sinagogas.

No obstante, todos los enemigos de Jesús estaban llegando al Tribunal de Caifás, conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los que se añadían muchos de los vendedores que Jesús echó del templo; muchos doctores orgullosos a los cuales había dejado sin argumentos en presencia del pueblo y algunos que no podían perdonarle el haberlos convencido de su error y llenado de confusión. Había asimismo una gran cantidad de impenitentes pecadores a los que él se había negado a curar, otros cuyos males habían vuelto a aquejar, jóvenes que no habían sido aceptados como discípulos, avariciosos a los que había exaltado con su generosidad; los defraudados en sus expectativas de un reino terrenal, corruptores a cuyas víctimas Él había convertido, y, en fin, todos los emisarios de Satán que por allí andaban. Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por algunos de los principales enemigos de Jesús y acudía de todos lados al palacio de Caifás, para acusar falsamente de todos los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, el que toma sobre sí los pecados del mundo para su expiación.

Mientras esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús estaban desconcertados y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir; andaban de aquí para allá, escuchaban todo lo que se decía del Maestro y gemían de desesperación. Si hablaban, los echaban; si callaban, los miraban de reojo; otros vacilaban y se escandalizaban. El número de los que perseveraban era pequeño; caminaban tristes y abatidos y sufrían en silencio. Entonces sucedía lo mismo que sucede hoy: se quiere servir a Dios pero sin dificultades, en lo fácil, que la cruz sea sostenida por otros.

Una vez acabados los preparativos de la fiesta, la grande y densa ciudad y las tiendas de los extranjeros que habían venido para la Pascua, se hallaban sumidos en el reposo tras las fatigas del día, cuando la noticia del arresto de Jesús los despertó a todos, enemigos y amigos, y por todos los puntos de la ciudad veíanse ponerse en movimiento a las personas convocadas por los mensajeros del Sumo Sacerdote. Caminaban a la luz de la luna o de sus antorchas por las calles desiertas a aquella hora, pues la mayoría de las casas carecían de ventanas exteriores, y las aberturas y puertas daban a un patio interior. Todos se dirigían directamente hacia Sión. Se oía llamar a las puertas, para despertar a los que aún dormían; en muchos sitios se producía alboroto, y mucha gente temió una insurrección. Los curiosos y los criados estaban atentos a lo que pasaba para ir a contarlo en seguida a los demás; el miedo a la revuelta hacía que se oyeran cerrar y atrancar muchas puertas.

La mayoría de los apóstoles y discípulos, llenos de terror, se movían por los valles que rodean Jerusalén y se escondían en las grutas del monte de los Olivos. Temblaban al encontrarse, se pedían noticias en voz baja, y el menor ruido interrumpía las conversaciones. Cambiaban sin cesar de escondrijo y se acercaban tímidamente a la ciudad en busca de noticias.

Mucha gente clama contra Jesús, muchos de los que más gritan han sido antes seguidores de Nuestro Señor, pero estos hipócritas ahora lanzan acusaciones contra Él. El asunto es mucho más serio de lo que en un principio parecía. Me gustaría saber cómo van a arreglárselas Nicodemo y José de Arimatea, que, a causa de su amistad con el Maestro y con Lázaro, no cuentan con la confianza del Sumo Sacerdote. Sin embargo, todo vamos a verlo.

El ruido era cada vez mayor alrededor del Tribunal de Caifás. Esta parte de la ciudad está inundada de luz de las antorchas y las lámparas. Los soldados romanos no intervienen en nada de lo que está pasando. No comprenden la excitación de la gente, pero han reforzado la vigilancia y doblado las guardias.

Alrededor de Jerusalén se oían los berridos de los muchos animales que los extranjeros habían traído para sacrificar. Inspiraba una cierta compasión el balido de los innumerables corderos que debían ser in­molados en el Templo al día siguiente. Uno solo iba a ser ofrecido en sacrificio sin abrir la boca, semejante al cordero al que conducen al matadero y no se resiste; el Cordero de Dios, puro y sin mancha; el verdadero cordero pascual, el propio Jesucristo.

El cielo estaba oscuro y la luna, de aspecto amenazador, se veía de color rojo; parecía ella también trastornada y temerosa de llegar a su plenitud, pues Jesús iba a morir en este momento. Al sur de la ciudad corre Judas Iscariote, torturado por su conciencia; solo, huyendo de su sombra, impulsado por el demonio. El infierno está desatado y miles de malos espíritus incitan por todas partes a los pecadores. La rabia de Satanás se aplica a aumentar la carga del Cordero. Los ángeles oscilan entre la pena y la alegría; quisieran postrarse ante el trono de Dios y obtener su permiso para socorrer a Jesús, pero sólo pueden adorar el milagro de la Divina Justicia y de la misericordia de Dios, que está en el cielo desde la eternidad y que ahora todo debe cumplirse. Pues los ángeles, al igual que nosotros, también creen en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu Santo, que nació de Santa María Virgen; que esta noche padecerá bajo Poncio Pilatos; que mañana será crucificado, muerto y sepultado; que subirá a los cielos, donde estará sentado a la diestra de Dios Padre y que desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos; creen también en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

 

JESÚS ANTE ANÁS

A medianoche Jesús fue llevado al palacio de Anás y conducido a una gran sala. En la parte opuesta de la misma estaba sentado Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba sobre una tarima a la que se subía por unos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los esbirros hasta el primero de los escalones. El resto de la sala estaba abarrotada de soldados, de populacho, de criados de Anás y de falsos testigos que después debían acudir a casa de Caifás. Anás esperaba con gozo e impaciencia la llegada del Salvador. Estaba lleno de odio y sentía una alegría cruel porque Jesús hubiera caído por fin en sus manos. Era presidente de un Tribunal encargado de vigilar la pureza de la doctrina y de acusar delante del Sumo Sacerdote a quienes atentaban contra ella.

Jesús permanecía de pie, delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los verdugos sostenían los cabos de las cuerdas con las que tenía atadas las manos. Anás, viejo, flaco y seco, de barba rala, henchido de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica, fingiendo no saber por qué estaba Jesús allí y extrañándose de que Jesús fuese el prisionero que le había sido anunciado. Le dijo: «Pero ¿cómo?, ¿no eres tú Jesús de Nazaret? ¿Y qué haces aquí?, ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos seguidores? ¿Dónde está tu reino? Me temo que las cosas no han ido como tú esperabas. Creo que las autoridades han descubierto que no has comido el cordero pascual, del modo adecuado, en el Templo y donde debías hacerlo. ¿Es que quieres crear una nueva doc­trina? ¿Quién te ha dado permiso para predicar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina? ¿Callas? ¡Habla te ordeno!»

Entonces Jesús levantó la cabeza, miró a Anás y dijo: «He hablado ya en público innumerables veces delante de todo el mundo; he predicado siempre en el Templo, en las sinagogas donde se reúnen todos los judíos; jamás he dicho nada en secreto, todo el mundo ha podido oír mis palabras. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han venido a escucharme; mira a tu alrededor, están aquí, ellos saben lo que he dicho.» A estas palabras de Jesús el rostro de Anás se contrajo de rabia y furor. Un infame esbirro que estaba cerca de Jesús lo advirtió, y el muy miserable dio, con su mano cubierta con un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciéndole: «¿Así respondes al pontífice?» Jesús, a consecuencia de la violencia del golpe, cayó de lado sobre los escalones y la sangre le corrió por el rostro. La sala se llenó de insultos y risotadas y amargas palabras resonaron en ella. Los esbirros pusieron a Jesús en pie de malos modos; Nuestro Señor prosiguió luego con voz calmada: «Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?»

Exasperado Anás por la serenidad de Jesús mandó a todos los que estaban presentes que prestaran testimonio de lo que le habían oído decir. Entonces estalló un sinfín de confusos clamores y de groseras imprecaciones. «Ha dicho que era rey, que Dios era su Padre, que los fariseos eran una generación adúltera; subleva al pueblo; cura en sábado; se deja llamar Hijo de Dios y Enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, con publícanos y pecadores; se junta con las mujeres de mala vida; engaña al pueblo con palabras de doble sentido; etc., etc.» Todas estas acusaciones eran vociferadas a la vez; algunos de los acusadores lo insultaban y le dirigían gestos amenazantes y groseros, y los guardias le pegaban y le injuriaban también mientras le decían: «Habla. ¿Por qué no contestas a sus acusaciones?» Anás y sus consejeros añadían burlas a estos ultrajes y le decían: «¿Ésta es tu doctrina? Contéstanos gran soberano, hombre enviado por Dios, danos una muestra de tu poder.» Después Anás añadió: «¿Quién eres tú? Tan sólo el hijo de un oscuro carpintero.» A continuación, pidió material de escritura y en una gran hoja escribió una serie de grandes letras, cada una significando una acusación contra Nuestro Señor. Después enrolló la hoja y la metió dentro de una calabacita vacía que tapó con cuidado y ató a una caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: «Toma, éste es el cetro de tu reino; aquí constan todos tus títulos, tus dignidades y todos tus derechos. Llévaselos al Sumo Sacerdote para que reconozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a este rey y lo lleven ante el Sumo Sacerdote.» Maniataron de nuevo a Jesús, sujetando también con ellas el simulacro de cetro que contenía las acusaciones de Anás, y lo condujeron a casa de Caifás, en medio de las burlas, de las injurias y de los malos tratos de la multitud.

 

JESÚS ES CONDUCIDO DE ANÁS A CAIFÁS

La casa de Anás quedaba a unos trescientos pasos de la de Caifás. El camino, flanqueado por paredes y casas bajas, todas ellas dependencias del Tribunal del Sumo Pontífice, estaba iluminado con faroles y abarrotado de judíos que vociferaban y se agitaban. Los soldados a duras penas podían abrirse paso entre la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás, repetían sus ultrajes delante del pueblo, y Nuestro Señor fue vejado y maltratado durante todo el camino. Yo vi a hombres armados haciendo retroceder a algunos grupos que parecían compadecerse de Nuestro Señor y dar dinero a los que más se distinguían por su brutalidad con Él y dejarlos entrar en el patio de Caifás.

Para llegar al Tribunal de Caifás hay que atravesar un primer patio exterior y se entra después en otro patio interior que rodea todo el edificio. La casa es rectangular. En la parte de delante hay una especie de atrio descubierto rodeado de tres tipos de columnas, que forman galerías cubiertas. A continuación, detrás de unas columnas bajas, hay una sala casi tan grande como el atrio, donde están las sillas de los miembros del Consejo sobre una elevación en forma de herradura a la que se llega tras muchos escalones. La silla del Sumo Sacerdote ocupa en el medio el lugar más elevado. El reo permanece en el centro del semicírculo. A uno y otro lado y detrás de los jueces hay tres puertas que comunican con una sala ovalada rodeada de sillas, donde tienen lugar las deliberaciones secretas. Entrando en esta sala desde el Tribunal se ven a derecha e izquierda puertas que dan al patio interior. Saliendo por la puerta de la derecha, se llega al patio, por la de la izquierda, a una prisión subterránea que está debajo de esta última sala.

Todo el edificio y los alrededores estaban iluminados por antorchas y lámparas y había tanta luz como si fuese de día. En medio del atrio se había encendido un gran fuego en un hogar cóncavo de cuyos lados partían los conductos para el humo. Alrededor del fuego se apiñaban soldados, empleados subalternos, testigos de la más ínfima categoría, comprados con dinero. Entre ellos había también mujeres que daban de beber a los soldados un licor rojizo y cocían panes que luego vendían.

La mayor parte de los jueces estaban ya sentados alrededor de Caifás, los otros fueron llegando sucesivamente. Los acusadores y los falsos testigos llenaban el atrio. Había allí una inmensa multitud a la que había que contener con fuerza para que no invadieran la sala del Consejo. Un poco antes de la llegada de Jesús, Pedro y Juan, vestidos como mensajeros, habían conseguido entrar camuflados entre la multitud y se hallaban en el patio exterior. Juan, con la ayuda de un empleado del Tribunal a quien conocía, pudo penetrar hasta el segundo patio, cuya puerta cerraron detrás de él a causa de la mucha gente. Pedro, que se había quedado un poco rezagado, se encontró ya la puerta cerrada, y no quisieron abrirle. Allí se hubiera quedado a pesar de los esfuerzos de Juan, si Nicodemo y José de Arimatea, que llegaban en aquel instante, no le hubiesen hecho entrar con ellos. Los dos apóstoles, despojados ya de los vestidos que les habían prestado, se colocaron en medio de la multitud que llenaba el vestíbulo, en un sitio desde donde podían ver a los jueces. Caifás estaba sentado en medio del semicírculo, rodeado por los setenta miembros del Sanedrín. A ambos lados de ellos estaban los funcionarios públicos, los escribas, los ancianos, y, detrás, los falsos testigos. Había soldados colocados desde la entrada hasta el vestíbulo, a través del cual Jesús debía ser conducido.

La expresión de Caifás era solemne en extremo, pero su gravedad iba acompañada de indicios de sorpresiva rabia y siniestras intuiciones. Iba ataviado con una capa larga de color oscuro, bordada con flores y ribeteada de oro, sujeta sobre el pecho y los hombros con unos broches de brillante metal. Iba tocado con una especie de mitra de obispo, de cuyas aberturas laterales pendían unas tiras de seda. Caifás llevaba allí algún tiempo, esperando junto a sus consejeros. Su impaciencia y su rabia eran tales, que sin poderse contener, bajó los escalones y, a grandes zancadas, se fue hasta el atrio para preguntar con ira si Jesús no llegaba. Viendo la procesión que se acercaba, Caifás volvió a su sitio.

 

JESÚS ANTE CAIFÁS

Jesús fue introducido en el atrio entre gritos, insultos y golpes. Al pasar cerca de Juan y de Pedro, los miró sin volver la cabeza, para no comprometerlos con su reconocimiento. En cuanto estuvo en presencia del Consejo, Caifás exclamó: «Al fin estás aquí, enemigo de Dios, blasfemo, que alteras la paz de esta santa noche.» La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del ridículo cetro colocado entre las manos de Jesús. Después de leerlas, Caifás arremetió a preguntas burlescas contra Nuestro Señor; los verdugos le pegaban y empujaban con unos palos puntiagudos, diciéndole: «¡Contesta de una vez! ¡Habla! ¿Te has quedado mudo?» Caifás, cuyo temperamento era mucho más soberbio y arrogante que el de Anás, había dirigido a Jesús un millar de preguntas una tras otra, pero Nuestro Señor permanecía en silencio, con la mirada baja. Los esbirros querían obligarle a hablar, reiterando los empujones y los golpes.

Los testigos fueron llamados a declarar. En primer lugar los de clase más baja, cuyas acusaciones eran incoherentes e inconsistentes, como lo habían sido en el Tribunal de Anás, y no sirvieron para nada. Luego, los principales testigos, los fariseos y saduceos reunidos en Jerusalén provenientes de todos los lugares del país. Hablaban con calma pero sus maneras y la expresión de sus caras delataban que estaban repitiendo acusa­ciones aprendidas a las que, por otra parte, Jesús ya había respondido mil veces. Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos; que violaba el sábado; que sublevaba al pueblo; que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros; que había predicho la destrucción de Jerusalén; que frecuentaba a los publicanos y los pecadores; que se hacía llamar rey, profeta, Hijo de Dios, que siempre hablaba de su reino; que repudiaba el divorcio; que se llamaba Pan de la Vida, y decía quien no comiera su carne y bebiera su sangre no tendría vida eterna, etc.

De esta manera, sus palabras, sus enseñanzas y sus parábolas fueron siendo desfiguradas, mezcladas con injurias y presentadas como crímenes. Pero se contradecían unos a otros y perdían el hilo de sus relatos. El uno decía: «Se autoproclama rey.» El otro: «No permite que lo llamen así, y cuando han querido proclamarlo rey él se ha marchado.» Un tercero gritaba: «Dice que es Hijo de Dios.» Algunos decían que los había curado, pero que habían vuelto a caer enfermos, que sus curas eran sólo sortilegios. Los fariseos de Seforis, con los cuales había discutido una vez sobre el divorcio, le acusaban de predicar falsas doctrinas; y un joven de Nazaret, a quien Jesús no quiso como discípulo, tuvo la bajeza de atestiguar contra él. Sin embargo, no eran capaces de establecer ninguna acusación bien fundamentada. Los testigos comparecían más bien para insultarlo que para citar hechos. Discutían entre sí, se contradecían, y mientras tanto Caifás y otros miembros del Consejo se dedicaban a injuriar a Jesús. «¿Qué clase de rey eres tú? Muéstranos tu poder. Llama a esas legiones de ángeles de las que hablaste en el huerto de los Olivos. ¿Qué has hecho del dinero de las viudas y los locos a quienes has engañado? Más te valdría haber callado ante gente de tan pocas luces: has hablado de más.»

Todos estos discursos estaban acompañados de golpes propinados por los empleados subalternos del Tribunal. Algunos miserables decían que era hijo ilegítimo; otros, al contrario, decían que su madre había sido una virgen piadosa en el Templo, que la habían visto casarse con un hombre temeroso de Dios. Reprochaban a Jesús y sus discípulos que no sacrificasen en el Templo. Esta acusación no tenía ningún valor, pues los esenios no hacían ningún sacrificio, y no estaban sujetos por ello a ninguna pena.

Algunos dijeron que había celebrado la Pascua en la víspera, y que eso iba contra la ley, y que el año anterior había hecho modificaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradecían tanto que Caifás y los suyos estaban llenos de rabia y de vergüenza, al ver que no encontraban contra Él ni un sólo argumento. Nicodemo demostró con textos antiguos que, desde tiempo inmemorial, los galileos tenían el permiso para celebrar la Pascua un día antes, añadiendo que por tanto la ceremonia había sido conforme a la ley y que algunos empleados del Templo habían participado en ella. Los fariseos lo miraron con furia e hicieron que continuara la audiencia de los testigos cada vez con más precipitación e imprudencia, con lo que no hacían más que revelar que sus únicos motivos eran la envidia y la maldad. Finalmente, presentaron dos testigos que dijeron: «Jesús aseguró que derribaría el Templo edificado por las manos de los hombres y que en tres días lo reedificaría sin intervención humana.» Pero tampoco éstos se pusieron totalmente de acuerdo en a qué Templo se refería Jesús, si al de Jerusalén o al lugar donde había celebrado la Cena pascual.

La cólera de Caifás era indescriptible, pues las crueldades ejercidas contra Jesús, las contradicciones de los testigos y la infatigable paciencia del Salvador, empezaban a producir una viva impresión sobre muchos de los presentes. Algunas veces la multitud silbaba a los testigos, el silencio de Jesús conmovía a algunos de los presentes, y diez soldados se sintieron tan trastornados por lo que estaban viendo que se retiraron bajo el pretexto de que estaban enfermos. Al pasar cerca de Pedro y de Juan les dijeron: «El silencio de Jesús de Nazaret ante un trato tan cruel es sobrehumano y partiría hasta un corazón de hierro. Decidnos, ¿adónde debemos ir?» Los dos apóstoles desconfiaban de ellos, pues reconocieron en ellos a algunos de los que habían prendido a Jesús, por lo que les respondieron en tono melancólico: «Si la verdad os llama, seguidla, y ella os guiará.» Entonces aquellos hombres salieron de la ciudad, encontraron a otros que los condujeron al otro lado del monte de Sión, a las grutas al sur de Jerusalén; hallaron en ellas a muchos discípulos escondidos que tuvieron miedo de ellos, pero los soldados pronto calmaron a sus hombres y les contaron los padecimientos de Jesús.

El intemperante Caifás, ya totalmente exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó dos escalones y dijo a Jesús: «¿Es que no vas a responder nada a lo que aquí está diciéndose de ti?»

Estaba muy irritado porque Jesús no le miraba. Entonces los esbirros, asiéndolo por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y lo llenaron de golpes, pero los ojos de Jesús permanecieron bajos. Caifás levantó las manos con viveza y dijo con tono de rabia: «Yo te conjuro por el Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios.» Se hizo un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de indecible majestad, hablando por su boca el Verbo Eterno, dijo: «Tú lo has dicho. Y yo te digo más: Veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha del Padre, entre las nubes del cielo.» Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandecer, el cielo se abrió sobre él; no hay palabras humanas para expresarlo, vi a Dios, Padre Todopoderoso, vi a los ángeles y la oración de los justos como si clamasen y rezasen por Jesús. Me parecía oír la voz del Padre Divino a la vez que la de Jesús. Al mismo tiempo, vi abrirse el infierno debajo de Caifás, como una bola de fuego oscura llena de horribles figuras. Parecía sólo que una fina tela lo separase de él. Vi toda la rabia de los demonios concentrada contra Jesús. Vi muchos espectros horrendos entrar en la ma­yor parte de los asistentes. Y en ese momento, Nuestro Señor pronunció sus solemnes palabras: «Yo soy el Cristo, el hijo del Dios vivo.»

Entonces Caifás se irguió inspirado por el infierno, tomó el borde de su capa, lo cortó con su cuchillo y rasgándolo con solemnidad exclamó con voz grave: «¡Ha blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? Todos hemos oído su blasfemia. ¿Cuál es vuestra sentencia?» Entonces, todos los presentes gritaron con voz terrible: «¡Es reo de muerte! ¡Es reo de muerte!» Durante este horrible griterío el furor del infierno llegó a su colmo. Parecía que las tinieblas celebraran su triunfo sobre la luz. Todos los que allí estaban y conservaban en ellos algo de bondad, fueron penetrados de tal horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres abandonaron turbados la sala donde ya no eran necesarios. Los demás se dirigieron al atrio, alrededor del fuego, donde les dieron de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los esbirros: «Os entrego a este rey, rendid al blasfemo los honores que merece.» En seguida se retiró con los miembros del Consejo a la sala ovalada situada detrás del Tribunal, y que quedaba fuera de la vista del atrio.

En medio de su amarga aflicción, Juan se acordó de la Santísima Madre de Jesús. Temió que la terrible noticia de la condena de su hijo llegara a sus oídos por boca de un enemigo que se diera de la manera más dolorosa; miró a Nuestro Señor, y dijo en voz baja: «Señor, Tú sabes por qué me marcho», y se fue del Tribunal a ver a la Virgen, como un enviado del mismísimo Jesús. Pedro, lleno de angustia y dolor, y sintiendo más penetrante el frío de la mañana, se acercó tímidamente a la lumbre del atrio, donde mucha gente estaba calentándose. Intentó ocultar su pena ante ellos, pero no podía irse de allí y dejar a su amado Maestro.

 

JESÚS ES VEJADO E INSULTADO

En cuanto Caifás salió del Tribunal con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor como un enjambre de avispas irritadas. Mientras se interrogaba a los testigos, los es­birros y otros miserables habían ido arrancando puñados de pelo de la barba de Jesús, le habían escupido, dado bofetadas, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora se entregaban ya sin freno a su rabia insensata. Le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol, y se las volvían a quitar saludándolo con expresiones insultantes. Le decían: «Ved aquí al Hijo de David llevando la corona de su padre.» «He aquí al más grande que Salomón.» Así ridiculizaban las verdades eternas, que Jesús había predicado en forma de parábolas a aquellos a quienes venía a salvar. Después le pusieron una nueva corona sobre la cabeza, le arrancaron las vestiduras y el escapulario y le echaron en su lugar sobre los hombros una capa vieja hecha jirones, que por delante le llegaba apenas a las rodillas, le rodearon el cuello con una larga cadena de hierro, cuyas pesadas puntas en forma de anillos con púas le ensangrentaban las rodillas al caminar. Le ataron de nuevo las manos sobre el pecho, colocaron una caña entre ellas y le escupieron a la cara. Habían vertido toda especie de inmundicias sobre su cabeza, sobre su pecho y sobre la parte superior de la ridícula capa. Le taparon los ojos con un sucio trapo y le pegaban y le gritaban: «Oh, Cristo, profetiza quién te ha pegado.» Jesús no abría la boca, rogaba por ellos interiormente y suspiraba. En este estado, lo arrastraron con la cadena hasta la sala adonde se había retirado el Consejo. «Adelante, rey de paja — gritaban, pegándole con palos nudosos—, tienes que presentarte ante el Consejo con las insignias que has recibido de nosotros.» Una vez dentro, redoblaron sus burlas, riéndose de las cosas más sagradas. Cuando le escupían y le echaban lodo en la cara, le decían: «Recibe la unción, tu unción regia.» Y a continuación: «¿Cómo te atreves a presentarte en este estado delante del Gran Consejo? Tú siempre hablas de purificación y tú mismo no estás purificado; pero nosotros vamos a lavarte.» Y cogiendo un vaso de agua sucia e infecta, se lo vertieron sobre la cara y los hombros,postrándose de rodillas ante él y diciendo: «Ésta es tu preciosa unción, tu agua de nardo que costó trescientos dinares, tu bautismo en la piscina de Betesda», parodiando así impíamente el bautismo, y a la Magdalena vertiendo perfume sobre su cabeza.

Estas burlas establecían, sin darse cuenta, la semejanza entre Jesús con el cordero pascual, pues las víctimas de la Pascua habían sido lavadas primero en el estanque vecino a la puerta de las Ovejas, y después habían sido llevadas a la piscina de Betesda, donde habían recibido una aspersión ceremonial antes de ser sacrificadas en el Templo.

A continuación, arrastraron a Jesús alrededor de la sala, ante los miembros del Consejo, que continuaban dirigiéndose a él en un lenguaje insultante y abusivo. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas. Pero alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios, se veía un halo de luz. Muchos de los presentes debieron de percibir confusamente esto mismo, y veían con consternación que ni los ultrajes ni la ignominia alteraban su inexplicable majestad. Redoblábase con esto la rabia de ellos.

 

LA NEGACIÓN DE PEDRO

Conteniendo a duras penas sus lágrimas y su tristeza, Pedro se había acercado a la lumbre del atrio, silencioso y ensimismado. Pero entre los que alardeaban de su mal trato hacia Jesús y contaban sus gestas, su silencio y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó al fuego escuchando las conversaciones y entonces, mirando a Pedro abiertamente, le dijo: «Tú estabas también con Jesús el Galileo.» Pedro, asustado, temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: «Mujer, yo no lo conozco; no sé por qué dices eso.» Entonces se levantó y queriendo apartarse de aquella compañía, se dirigió hacia el patio: en ese momento el gallo cantaba en la ciudad. No recuerdo haberlo oído, pero me parece que así fue. Cuando Pedro se iba, otra criada lo miró y dijo a los que estaban cerca: «Éste estaba también con Jesús de Nazaret», y los que habían junto a ella dijeron también: «Es cierto. ¿No eres tú uno de sus discípulos?» Pedro, cada vez más alarmado, replicó de nuevo, y dijo: «Yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre.»

Atravesando el primer patio llegó al patio exterior. Lloraba y su angustia y su pena eran tan grandes, que apenas se acordaba de lo que acababa de decir. En el patio exterior había mucha gente, algunos se habían subido sobre la tapia para oír algo. Había allí también algunos amigos y discípulos de Jesús a quienes la inquietud había hecho salir de las cavernas de Hinnón. Se acercaron a Pedro y le hicieron preguntas; pero éste estaba tan agitado que les aconsejó en pocas palabras que se retirasen, porque corrían peligro. En seguida se alejó de ellos, y ellos se fueron a su vez para volver a sus refugios. Eran dieciséis y, entre ellos reconocí a Bartolomé, Natanael, Saturnino, Judas Barnabás, Simeón (que fue después obispo de Jerusalén), Zaqueo y Manahén, el ciego de nacimiento curado por Jesús.

Pedro no podía hallar reposo y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodeaba el edificio. Lo dejaban entrar porque José de Arimatea y Nicodemo lo habían introducido al principio. No entró en el atrio, sino que torció a la derecha y entró en la sala ovalada de detrás del Tribunal, en donde la chusma paseaba a Jesús en medio del griterío. Pedro se acercó tímidamente y, aunque vio que lo observaban como a un hombre sospechoso, no pudo evitar mezclarse con la gente que se agolpaba a la puerta para mirar. Jesús llevaba su corona de paja sobre la cabeza y miró a Pedro con tal tristeza y severidad que a éste se le partió el corazón. Pero no había superado su miedo y como oía decir a algunos «¿Quién es este hombre?», se volvió perturbado al patio; como allí también lo observaban, se acercó a la lumbre del atrio y se sentó un rato junto al fuego. Pero algunas personas que habían observado su agitación, se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: «Tú eres también uno de sus partidarios; eres galileo, tu acento te delata.» Cuando Pedro procuraba retirarse, un hermano de Maleo, acercándosele, le dijo: «¿No eres tú el que estaba con ellos en el huerto de los Olivos, el que le ha cortado la oreja a mi hermano?» Pedro, casi enloquecido de terror, empezó a balbucear jurando que no conocía a aquel hombre, y se fue corriendo del atrio al patio interior. Entonces el gallo cantó de nuevo, y Jesús, que en ese momento era conducido a la prisión a través del patio volvió a mirar a su apóstol con pena y compasión. Esa mirada le llegó a Pedro hasta lo más hondo, y recordó entonces las palabras de Jesús: «Antes de que el gallo cante dos veces tú me negarás tres veces.» Había olvidado sus promesas de morir antes que negarlo, y había olvidado sus advertencias; pero, cuando Jesús lo miró, sintió cuán enorme era su culpa y su corazón se consumió de tristeza. Había negado a su Maestro cuando estaba siendo ultrajado, cuando había sido entregado a jueces inicuos, mientras sufría en silencio y con paciencia todos sus tormentos. Abatido por el arrepentimiento, volvió al patio exterior, con la cabeza cubierta, llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran; en esos momentos hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era. ¿Quién, en medio de tantos peligros, de la aflicción, la angustia, entregado a una lucha tan violenta entre el amor y el miedo, exhausto, asediado por el miedo y una pena enloquecedora, con una naturaleza ardiente y sencilla como la de Pedro, se atreve a decir que hubiese sido más fuerte que él? Nuestro Señor lo dejó abandonado a sus propias fuerzas y Pedro fue débil, como todos los que olvidan sus palabras: «Velad y orad para que no caigais en la tentación.»

 

MARÍA EN CASA DE CAIFÁS

La Santísima Virgen estaba constantemente en comunicación espiritual con Jesús. María sabía todo lo que le sucedía; sufría con Él, rogaba como Él por sus verdugos, pero su corazón materno suplicaba también a Dios para que no permitiera que se consumara este crimen, para que apartara aquel sufrimiento de su Santísimo Hijo, y tenía un deseo irresistible de acercarse a Jesús. Cuando Juan llegó a casa de Lázaro y le contó el horrible espectáculo a que había asistido, le pidió que, junto con Magdalena y algunas de las santas mujeres la acompañara al lugar donde Jesús estaba sufriendo. Juan, que sólo se había alejado de su Divino Maestro para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, accedió al instante, y condujo a las santas mujeres por las calles iluminadas por la luna, cruzándose con gente que volvía a su casa. Las mujeres iban con la cabeza cubierta, pero sus sollozos atrajeron sobre ellos la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra Jesús. La Madre de Jesús, que había contemplado en espíritu el suplicio de su Hijo, guardó todas esas cosas en su corazón, junto con todo lo demás. Como Él, sufría en silencio pero más de una vez cayó sin conocimiento. Una de las veces que yacía desmayada en los brazos de las santas mujeres, bajo un portal de la villa interior, algunas gentes bien intencionadas que volvían de la casa de Caifás la reconocieron y se pararon un instante llenos de sincera compasión y la saludaron con estas palabras: ¡Te saludamos, desgraciada Madre!, ¡oh, la más afligida de las Madres!, ¡oh, Madre del Más Sagrado Descendiente de Israel!» María volvió en sí y les dio las gracias con afecto, y después continuó su triste camino.

Conforme se acercaba a la casa de Caifás, al pasar por el lado opuesto a la entrada, se tropezaron con un nuevo dolor, pues tuvieron que atravesar por un lugar donde estaban construyendo la cruz de Jesús debajo de una tienda. Los enemigos de Jesús habían mandado preparar una cruz en cuanto fueron a prenderlo, a fin de ejecutar la sentencia en cuanto fuese pronunciada por Pilatos, a quien confiaban en convencer fácilmente. Los romanos habían preparado ya cruces para dos ladrones y los trabajadores que tenían que hacer la de Jesús, maldecían por tener que trabajar por la noche; sus palabras atravesaron el corazón de María, que rogó por aquellas ciegas criaturas que construían blasfemando el instrumento de la redención de ellos y del suplicio de su Hijo. María, Juan y las santas mujeres, atravesaron el patio interior de la casa de Caifás y se detuvieron en la entrada de la sala. Ella estaba impaciente porque la puerta fuera abierta, pues sentía que sólo ella la separaba de su Hijo, quien al segundo canto del gallo había sido conducido a un calabozo que estaba debajo de la casa. La puerta se abrió al fin lentamente y Pedro se precipitó afuera, las manos extendidas, la cabeza cubierta y llorando amargamente. Reconoció a Juan y a la Virgen a la luz de las antorchas y de la luna, y fue como si su conciencia, despierta por la mirada del Hijo, redoblara ahora sus remordimientos ante la persona de la Madre. María le preguntó: «Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?» Y estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma, de forma que no pudo resistir su mirada y le dio la es­palda retorciéndose las manos; pero María se acercó a él y le dijo con una profunda tristeza: «Simón, hijo de Juan, ¿por qué no me respondes?» Entonces Pedro exclamó llorando: «¡Oh, María!, tu Hijo está sufriendo más de lo que puedo expresar, no me hables. Ha sido condenado a muerte, yo he renegado de Él tres veces.» Juan se acercó para hablarle, pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del monte de los Olivos donde la piedra conservaba la huella de las manos de Jesús. Yo creo que en esa misma caverna fue donde nuestro padre Adán se refugió para llorar tras la caída.

La Santísima Virgen sentía en su herido corazón una inexpresable aflicción con este nuevo dolor de su Hijo, negado por el discípulo que lo había reconocido el primero como Hijo de Dios; incapaz de aguantarse en pie, cayó desfallecida cerca de la piedra en que se apoyaba la puerta y la marca de su mano y de su pie se imprimieron en ella. Las puertas del patio se quedaron abiertas a causa de la multitud que se retiraba después del encarcelamiento de Jesús. Cuando la Virgen volvió en sí, quiso acercarse a su Hijo. Juan la condujo delante de donde Nuestro Señor estaba encerrado. María oyó los suspiros de su Hijo y las injurias de los que lo rodeaban. Las santas mujeres no podían permanecer allí mucho tiempo sin ser vistas. Magdalena mostraba una desesperación demasiado evidente y muy violenta; en cambio, la Virgen por la gracia de Dios Todopoderoso, en lo más profundo de su dolor, conservaba la calma y la dignidad exterior. Entonces, fue reconocida y tuvo que oír estas crueles palabras: «¿No es ésta la Madre del Galileo? Su Hijo va a ser crucificado, pero no antes de la fiesta. A no ser que en efecto sea uno de los más grandes criminales.»

La Santísima Virgen abandonó el patio y se fue junto a la lumbre, en el atrio, donde todavía quedaba un resto del populacho. En el sitio exacto donde Jesús había dicho que era el Hijo de Dios y donde los hijos de Satanás habían gritado «Es reo de muerte», María perdió el conocimiento, y Juan y las santas mujeres tuvieron que recogerla, más muerta que viva. La gente no dijo nada y guardó un extraño silencio; como si un espíritu celestial hubiera atravesado el infierno. Las santas mujeres y Juan volvieron a pasar por el sitio donde estaban construyendo la cruz. Los obreros parecían encontrar tantas dificultades para acabarla como los jueces habían encontrado para poder pronunciar la sentencia. Sin cesar tenían que traer madera porque tal o cual pieza no servía o se rompía, hasta que los diferentes tipos de madera estuvieran combinados del modo que Dios quería. Vi que los santos ángeles los obligaban a empezar de nuevo hasta que todo fuese hecho como estaba escrito; pero no recuerdo muy bien todas las circunstancias, así que lo dejaré correr.

 

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Desde las palabras de Jesús en la cruz hasta su muerte, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Selpucro de Jesus en la Basilica del Santo Sepulcro

PRIMERA PALABRA DE JESÚS EN LA CRUZ

Tras haber crucificado a los dos ladrones y repartirse los vestidos de Jesús, los verdugos, lanzando nuevas maldiciones contra Nuestro Señor, recogieron sus herramientas y se retiraron. Los fariseos pasaron a caballo delante de Jesús llenándolo de injurias y se fueron también. Los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta. Éstos eran conducidos por Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe, que se llamaba Casio y recibió después el nombre de Longino, llevaba con frecuencia los mensajes de Pilatos. Acudieron también doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, entre ellos, los que habían pedido inútilmente a Pilatos que cambiase la inscripción de la tabla de la cruz, y cuya rabia se había incrementado con la negativa del gobernador. Dieron la vuelta al llano a caballo e hicieron apartar a la Santísima Virgen, que Juan acompañó junto a las otras mujeres. Cuando pasaron delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: «Tú, que ibas a destruir el Templo y levantarlo de nuevo en tres días, tú que has salvado a otros, según dicen, ¿no puedes salvarte a ti mismo? ¡Si eres el Hijo de Dios, el Cristo, baja de la cruz!» Los soldados se unieron a las burlas: «Sí, si es el rey de Israel, que baje de la cruz y también nosotros creeremos en Él.»

Jesús parecía a punto de expirar, perdía el conocimiento. Viéndolo así, Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: «El demonio que lo poseía le ha abandonado.» Un soldado puso en la punta de un palo una esponja empapada en vinagre y la acercó a los labios de Jesús, que pareció beber el líquido. El soldado le decía: «Si eres el rey de los judíos, sálvate, baja de la cruz.» Todo esto pasaba mientras la primera tropa era relevada por la de Abenadar. En ese momento, Jesús levantó un poco la cabeza y dijo: «Padre mío, perdónales, pues no saben lo que hacen.» Gesmas le gritó: «Tú, si eres el Cristo, sálvate y sálvanos.» Dimas, el buen ladrón, se sintió conmovido al oír que Jesús rogaba por sus enemigos. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo contenerla: se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María de Cleofás. El centurión no las rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una iluminación interior. Reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez y dijo en voz clara y fuerte: «¿Cómo podéis injuriarlo cuando está rogando por vosotros? No ha dicho una palabra, ha sufrido pacientemente todas vuestras vejaciones; es un profeta, es nuestro rey, es verdaderamente el Hijo de Dios.» Al oír esta reprensión de boca de un miserable asesino, se elevó un gran tumulto en medio de los presentes, que cogieron piedras para tirárselas, pero el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto, la Santísima Virgen se sintió fortificada por la oración de Jesús, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriando a Jesús: «¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosotros lo merecemos justamente, recibimos el castigo por nuestros crímenes, pero este hombre no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora y conviértete.» Estaba iluminado y tocado de la gracia divina; confesó sus culpas a Jesús, diciendo: «Señor, si me condenas será con justicia, pero ten misericordia de mí.» Jesús le dijo: «Tus pecados te son perdonados», y Dimas, con perfecta convicción, dio las gracias a Jesús por el inmenso don que le había concedido. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, pocos minutos después de que la cruz fuera alzada, y pronto iba a haber un gran cambio en el alma de los espectadores, mientras el buen ladrón estaba hablando, a causa de los signos que empezaron a verse en la Naturaleza.

 

EL SOL SE OSCURECE

Segunda y tercera palabras de Jesús en la cruz

Desde que Pilatos pronunció la sentencia, el cielo, hasta aquel momento despejado, había ido cubriéndose de nubes, pero a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, el sol se apagó de repente. Yo vi cómo sucedió, pero no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra; desde allí vi las divisiones del cielo y el camino de las estrellas, que se cruzaban de un modo maravilloso, y en seguida me hallé en Jerusalén. La luna apareció llena y pálida sobre el monte de los Olivos, y fue avanzando rápidamente hacia el sol. De repente, de la derecha del sol vi aparecer un cuerpo oscuro similar a una montaña y que, colocándose ante él, lo cubrió por completo. El centro de este cuerpo era de un naranja oscuro y estaba rodeado de un círculo de fuego semejante a un anillo de hierro candente. El cielo se volvió negro y las estrellas aparecieron en él despidiendo una luz ensangrentada. El terror general se apoderó de los hombres y de los animales; los que injuriaban a Jesús callaron. Muchas personas se daban golpes en el pecho, diciendo: «Que su sangre caiga sobre sus asesinos.» Muchos, cerca y lejos, se arrodillaron pidiendo perdón y Jesús, en medio de sus dolores, los miró compasivo. Cuando las tinieblas aumentaron, todos los más queridos amigos del Salvador, excepto María, se alejaron aterrorizados de la cruz. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús y, con una humilde esperanza, le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.» Jesús le respondió: «En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.»

La Madre de Jesús, Magdalena, María de Cleofás y Juan permanecían junto a la cruz de Nuestro Señor, sin apartar la vista de Él. María le pedía interiormente que la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable y, volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: «Mujer, éste es tu hijo.» Después dijo a Juan: «Ésta es tu madre.» Juan, al pie de la cruz del Redentor moribundo, abrazó, transido de dolor, a la Madre de Jesús, que ahora era la suya. La Santísima Virgen se sintió tan ahogada de dolor al oír estas últimas disposiciones de su Hijo, que cayó sin conocimiento en brazos de las santas mujeres, que la llevaron a alguna distancia de la cruz.

Yo no sé si oí realmente estas palabras dichas por Jesús a Juan y a su Madre o sólo en mi interior, pero supe que, al darle Nuestro Señor a Juan a la Santísima Virgen como Madre, estaba entregándonosla también a todos los que creemos en Él.

Eran poco más o menos la una y media y fui transportada a la ciudad de Jerusalén para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa y los hom­bres andaban a tientas. Muchos estaban tendidos por el suelo, con la cabeza descubierta, gimiendo y dándose golpes en el pecho; otros se subían a los tejados, miraban al cielo y se lamentaban, hasta los animales aullaban y se escondían. Las aves volaban bajo y caían al suelo muertas. Vi que Pilatos fue a visitar a Herodes; estaban ambos muy agitados y miraban a su alrededor desde la misma terraza donde, por la mañana, Pilatos había visto a Jesús entregado a los ultrajes del pueblo. «Esto no es natural —decía Pilatos—, es la cólera de los dioses por la crueldad con que se ha tratado a Jesús.» Después los vi ir al palacio atravesando la plaza. Caminaban de prisa y estaban rodeados de soldados. Pilatos no volvió los ojos del lado de Gábbata, donde había condenado a Jesús. En la plaza no había nadie, algunas personas entraban corriendo en sus casas. Se veía formarse grupos. Pilatos mandó llamar a su palacio a los judíos más ancianos y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas. Les dijo, muy asustado, que eran un presagio espantoso, que su Dios estaba irritado contra ellos porque habían perseguido a muerte al Galileo, que era en verdad su profeta y su rey; que él se había lavado las manos, que él era inocente de esta muerte, etc. Pero los ancianos persistieron en su dureza de corazón y atribuyeron todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural, y ni siquiera así se convirtieron. Sin embargo, mucha gente y entre ellos todos los soldados que en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos habían caído fulminados por el ataque, se convirtieron. La multitud se iba agrupando delante de la casa de Pilatos y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!», ahora gritaban: «¡Muera el juez inicuo! ¡Que la sangre del inocente caiga sobre sus verdugos!» Pilatos estaba muy asustado, mandó reforzar la guardia e intentó hacer recaer toda la culpa sobre los judíos. El terror y la angustia llegaban a su colmo en el Templo; estaban a punto de sacrificar el cordero pascual cuando las tinieblas se abatieron de repente sobre ellos. La agitación y el espanto les hacía dar alaridos. Los sacerdotes se esforzaron por mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas, pero el desorden aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse; la oscuridad iba en aumento.

Sobre el Gólgota las tinieblas produjeron una terrible consternación. Cuando el sol empezó a ocultarse, los gritos, las imprecaciones, la actividad de los hombres ocupados en levantar las cruces, los lamentos de los dos ladrones, los insultos de los fariseos, las idas y venidas de los soldados la marcha tumultuosa de los verdugos borrachos habían ido disminuyendo. Pero conforme las tinieblas se hacían más densas los presentes estaban más sobrecogidos y se alejaban más de la cruz. Fue entonces cuando Jesús dijo sus palabras a su Madre y a Juan, y María fue llevada desmayada a cierta distancia. Tras eso, hubo un instante de silencio solemne. Algunos miraban al cielo, la conciencia de otros se despertaba y volvían los ojos hacia la cruz llenos de arrepentimiento, y se daban golpes de pecho. Los que tenían estos sentimientos se juntaron. Los fariseos, aunque tan aterrorizados como los demás, intentaban explicarlo todo con razones naturales, pero cada vez iban hablando más bajo y acabaron por callarse. El disco del sol era de un naranja oscuro, como las montañas miradas a la claridad de la luna, estaba rodeado de un círculo de fuego y las estrellas brillaban con una luz ensangrentada. Los pájaros caían al suelo, muertos de terror, las bestias temblaban y los caballos de los fariseos se apretaban estrechamente unos con otros, agachando la cabeza. Las tinieblas lo penetraron todo.

 

JESÚS SE QUEDA SOLO. SU CUARTA PALABRA EN LA CRUZ.

El silencio reinaba en torno a la cruz. Todo el mundo se había alejado. El Salvador había quedado sumido en un profundo abandono.

Volviéndose a su Padre celestial le pedía con amor por sus enemigos. Ofrecía el cáliz de su sacrificio por su redención. Yo vi a mi esposo sufrir como un hombre afligido lleno de angustia, abandonado de toda consolación divina y humana, y, obligado, sin ayuda ni esperanza, a atravesar solo la tormenta de la tribulación. Sus sufrimientos eran inexpresables, y por ellos nos fue concedida la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todos los afectos que nos unen a este mundo y esta vida terrestre se rompen y al mismo tiempo el sentimiento de la ira nos obnubila; nosotros no podríamos salir victoriosos de esta prueba, de no ser uniendo por medio de la gracia divina. Desde el sacrificio de Jesús ya no hay para los cristianos ni soledad, ni abandono, ni desesperación ante la cercanía de la muerte, pues Jesús, que es la luz, el camino y la verdad, ha ido por delante de nosotros por ese tenebroso camino, llenándolo de bendiciones y ha plantado en él su cruz para desvanecer nuestros espantos. Jesús, abandonado, pobre y desnudo, se ofreció a sí mismo por nosotros, convirtió su abandono en un rico tesoro, ofreció su vida, sus fatigas, su amor, sus padecimientos y el doloroso sentimiento de nuestra ingratitud. Rezó delante de Dios por todos los pecadores. No olvidó a nadie, a todos acompañó en su abandono, rogó también por los heréticos.

Hacia las tres, Jesús lanzó un grito: «Elí, Elí, lamina sabachtani?», que significa: «¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!» El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz; los fariseos se volvieron hacia Él y uno dijo: «Llama a Elías.» Otro: «Veremos si Elías vendrá a socorrerlo.» Cuando María oyó la voz de su Divino Hijo nada pudo detenerla. Se acercó otra vez al pie de la cruz con Juan, María de Cleofás, Magdalena y Salomé. Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta notables de Judea y de los contornos de Jopa, pasaban por allí en dirección a la fiesta y, cuando vieron a Jesús en la cruz y los signos amenazadores de la Naturaleza, exclamaron llenos de horror: «¡Maldita sea esta ciudad! Si el Templo de Dios no estuviera en ella, merecería ser quemada por haber atraído sobre sí tanta iniquidad.» Estas palabras causaron una gran impresión en la gente. Hubo una explosión de murmullos y de gemidos y todos los que tenían los mismos sentimientos se reunían. Los allí presentes se dividieron en dos partidos. Los unos lloraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones; sin embargo, los fariseos hablaban en tono menos arrogante, y temiendo una insurrección popular, se pusieron de acuerdo con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad e impedir que nadie entrara o saliera. Al mismo tiempo, enviaron un mensaje a Pilatos y a Herodes para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una revuelta. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden y también impedía los insultos contra Jesús para no irritar más al pueblo.

Poco después de las tres el cielo empezó a abrirse, la luna fue alejándose del sol, éste apareció despojado de sus rayos y envuelto en jirones de niebla roja; poco a poco comenzó a brillar de nuevo y las estrellas desaparecieron. Sin embargo, el cielo seguía cubierto. Los enemigos de Jesús fueron recobrando su arrogancia a medida que la luz volvía. Cuando dijeron: «Llama a Elías», Abenadar los mandó callar.

 

LA MUERTE DE JESÚS. QUINTA, SEXTA Y SÉPTIMA PALABRAS DE JESÚS EN LA CRUZ

A la pálida luz del sol, el cuerpo de Jesús se veía más lívido y pálido que antes, por la pérdida de sangre. Agonizaba, tenía la lengua seca: «Tengo sed», dijo. Y como sus amigos lo rodeaban mirándolo apenados e impotentes, añadió: «¿No podríais haberme dado una gota de agua?»; y ellos comprendieron que les estaba diciendo que, mientras durasen las tinieblas, nadie se lo hubiera impedido. Juan, lleno de remordimientos, dijo: «¡Oh, Señor, te hemos olvidado!» Jesús añadió otras palabras cuyo sentido era éste: «Mis parientes y amigos debían olvidarme y no darme de beber, para que se cumpliera lo que está escrito.» Pero ese olvido lo afligía mucho. Sus amigos entonces dieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua; ellos no se lo dieron, pero uno de ellos mojó una esponja en vinagre y hiel, y colocándola en la punta de una lanza, la puso delante de la boca del Señor. Entre otras palabras que Jesús dijo entonces, recuerdo éstas: «Cuando mi voz no se oiga más, las bocas de los muertos hablarán.» Algunos gritaron: «Blasfema todavía.» Abenadar los mandó callar.

La hora de Nuestro Señor había llegado: la agonía había comenzado, y un sudor frío cubrió sus miembros. Juan estaba al pie de la cruz y limpiaba los pies de Jesús con un paño. Magdalena, rota de dolor, se apoyaba contra la cruz por la parte de atrás. La Virgen Santísima estaba de pie, entre Jesús y el buen ladrón, y, sostenida por Salomé y María de Cleofás, levantaba los ojos hacia su Hijo agonizante. Entonces Jesús dijo: «Todo se ha cumplido.» Después alzó la cabeza y gritó con voz potente: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Fue un grito a la vez suave y fuerte, que se oyó en el cielo y la tierra. Después de eso, Nuestro Señor inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Yo vi su alma, como una forma luminosa, penetrando en la tierra al pie de la cruz. Juan y las santas mujeres cayeron a tierra cubriéndose la cara.

El centurión Abenadar, de origen árabe, que bautizado más tarde se llamaba Ctesifón, estaba a caballo, cerca de donde estaba clavada la cruz.

Miraba conmovido y fijamente la cara desfigurada de Jesús, coronada de espinas. El caballo, abatido y triste mantenía la cabeza gacha, y Abenadar, cuya alma estaba trastornada, no recogió las riendas caídas. Cuando el Señor exhaló su último suspiro, la tierra tembló y se partió el suelo de roca entre la cruz del Salvador y la cruz del mal ladrón. La lúgubre Naturaleza dio testimonio de una manera tremenda e inequívoca de que Jesucristo era el Hijo de Dios. Todo se había cumplido. La tierra tembló cuando el alma de Jesús abandonó su cuerpo; ella le reconoció como su Salvador, mientras el corazón de sus amigos era traspasado por una espada de dolor. La gracia iluminó a Abenadar, su corazón duro se resquebrajó como el peñasco del Calvario; arrojó la lanza, se dio un fuerte golpe en el pecho y, con la voz de un hombre nuevo, gritó: «Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; este hombre era inocente; era verdaderamente el Hijo de Dios.» Muchos soldados se convirtieron también al oír estas palabras de su jefe.

Abenadar, convertido en un nuevo hombre desde ese momento, y habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería seguir más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, llamado después Longino, que tomó el mando, dijo algunas palabras a los soldados y bajó del Calvario. Se fue por el valle de Gihón, hacia las grutas del valle de Hinón y anunció a los discípulos allí escondidos, la muerte del Señor. A continuación, se fue a la ciudad con intención de ver a Pilatos. También otras personas se convirtieron en el Calvario, entre ellos algunos fariseos que habían llegado hacia el final. Mucha gente regresaba a casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaban sus vestiduras y se echaban polvo sobre los cabellos. Todos estaban llenos de miedo y espanto. Juan se levantó y, con algunas de las santas mujeres, se llevaron a la Santísima Madre a cierta distancia de la cruz.

Cuando Jesús, el Dios de la vida y de la muerte, encomendó su alma humana a Dios, su Padre, y la muerte tomó posesión de Él su cuerpo sagrado se estremeció y se puso de un blanco lívido, y sus innumerables heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras; sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló, y sus ojos, anegados en sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última vez, y la dejó caer de nuevo con dolores de agonía; mientras sus agrietados y lívidos labios entreabiertos mostraban su ensangrentada e hinchada lengua. Sus manos, que hasta el momento de la muerte habían estado contraídas por los clavos, se abrieron y volvieron a su postura natural, al igual que los brazos; todo Él se aflojó y todo el peso de su cuerpo cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y, lo mismo que sus pies, giraron un poco hacia un lado.

¿Con qué palabras podría expresar la profundísima pena de María al ver a su Hijo muerto? Su vista se oscureció, el color lívido de la muerte la cubría, sus pies temblaban, sus oídos no oían; ella cayó al suelo, mientras Magdalena, Juan y los otros se desplomaban también y, con la cara tapada, se abandonaban a su indecible dolor. Cuando fueron a ayudar a la más dulce y triste de todas las madres, ella vio aquel cuerpo, concebido sin mancha por el Espíritu Santo, carne de su carne, hueso de sus huesos, corazón de su corazón; la obra sagrada de sus entrañas, formado por obra divina, ese cuerpo que colgaba de una cruz, entre dos ladrones. Crucificado, deshonrado, maltratado, condenado por todos aquellos a quienes había venido a la tierra a redimir. Bien se la podía llamar en aquellos momentos la reina de los mártires.

Eran poco más de las tres cuando Jesús expiró. La luz del sol era todavía débil y estaba velada por una bruma rojiza, el aire se hizo sofocante y bochornoso mientras duró el temblor de la tierra, mas después refrescó sensiblemente. Cuando se produjo el temblor de tierra, los fariseos estaban muy alarmados pero después se recobraron; algunos se acercaron a la grieta que se había abierto en el peñasco del Calvario, tiraron piedras y querían medir su profundidad con cuerdas, pero, al no haber podido llegar al fondo, se quedaron pensativos. Advirtieron con inquietud los gemidos del pueblo, sus signos de arrepentimiento, y se alejaron. Muchos de los presentes se habían verdaderamente convertido y muchos de ellos regresaron a Jerusalén, llenos de temor. Los soldados romanos montaron guardia en las puertas de la ciudad y otros lugares principales para prevenir una posible insurrección. Casio se quedó en el Calvario con cincuenta soldados. Los amigos de Jesús rodeaban la cruz, contemplaban a Nuestro Señor y lloraban. Algunas de las santas mujeres se marcharon a sus casas y todo quedó silencioso y sumido en la pena. Desde lejos, en el valle y sobre las alturas opuestas, se veían acá y allá algunos discípulos que miraban la cruz con una curiosidad inquieta, y desaparecían si se les acercaba alguien.

 

EL TEMBLOR DE TIERRA. APARICIÓN DE LOS MUERTOS EN JERUSALÉN

Cuando murió Jesús, yo vi su alma semejante a una forma luminosa penetrar en la tierra al pie de la cruz, con ella una multitud brillante de ángeles, entre los cuales estaba Gabriel. Estos ángeles echaban al gran abismo a una multitud de malos espíritus. Y oí que Jesús ordenó a muchas almas del limbo que volvieron a entrar en sus cuerpos mortales para atemorizar a los impenitentes y dieran testimonio de Su divinidad.

El temblor de tierra que quebró la roca del Calvario, causó estragos, sobre todo en Jerusalén y en Palestina. Apenas habían recobrado el ánimo en la ciudad y en el Templo al volver la luz del sol, cuando el temblor que agitó la tierra y el estrépito de los edificios al hundirse, causaron temores mucho mayores. Este terror se convirtió en pánico cuando la gente que huía llorando encontraban en el camino súbitas apariciones de muertos resucitados que los reconvenían y amenazaban en el lenguaje más severo.

En el Templo, el Sumo Sacerdote y los demás sacerdotes habían continuado el sacrificio del cordero pascual, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían haber triunfado con la vuelta de la luz. Mas, de pronto, la tierra tembló bajo sus pies, los edificios vecinos se derrumbaban y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. Al principio mi terror extremo los dejó unidos, pero luego se vieron sacudidos por los más incontrolables llantos y lamentaciones. Sin embargo, las ceremonias estaban tan reguladas, en el interior del Templo era todo tan pautado, las filas de sacerdotes, el sonido de los cánticos y de las trompetas, los movimientos de los fieles, que de momento no se consiguió controlar el desorden y turbación. Los sacrificios continuaron tranquilamente en algunas partes, mientras los sacerdotes los tranquilizaban. Pero la aparición de los muertos que se presentaban en el Templo lo echó todo abajo, y la gente huyó despavorida tan de prisa como pudo. En la ceremonia no quedó nadie, y el Templo fue abandonado como si hubiera sido manchado. Sin embargo, esto sucedió progresivamente, y mientras que una parte de los que estaban presentes corrían escaleras abajo del Templo, otros iban siendo contenidos por los sacerdotes o no eran todavía presa del pánico que los enloquecía. Se puede tener una idea de lo que pasaba, representándose un hormiguero, en el cual han echado una piedra. Mientras la confusión reina en un punto, el trabajo continúa en otro, y aun el sitio agitado vuelve a recobrar el orden durante algunos momentos. El Sumo Sacerdote Caifás y los suyos conservaron su presencia de ánimo. Gracias al diabólico endurecimiento de su corazón y la tranquilidad aparente que tenían, impidieron que la confusión fuese general, y lograron que el pueblo no tomara esos terribles acontecimientos como un testimonio de la inocencia de Jesús. La guarnición romana de la torre Antonia hizo también grandes esfuerzos para mantener el orden, de suerte que la fiesta se interrumpió sin que estallase un tumulto popular. Todo se convirtió en agitación e inquietud que cada uno llevó a su casa y que la habilidad de los fariseos había conseguido, con éxito, calmar en parte.

He aquí los hechos de los que me acuerdo. Las dos grandes columnas situadas a la entrada del Sanctasanctórum del Templo y entre las cuales estaba colgada una magnifícente cortina, se apartaron la una de la otra y el techo que sostenían se hundió rasgando la cortina con fuerte sonido de arriba abajo, y el Sanctasanctórum quedó así expuesto a los ojos de todos. Cerca de la celda donde solía rezar el viejo Simeón, cayó una gruesa piedra que hundió la bóveda. En el Sanctasanctórum se vio aparecer al Sumo Sacerdote Zacarías, muerto entre el Templo y el altar; pronunció palabras amenazadoras y habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan el Bautista y de otros profetas. Los dos hijos del piadoso Sumo Sacerdote Simón el justo, se aparecieron cerca del gran púlpito y hablaron también de la muerte de los profetas y del sacrificio que ahora se había cumplido. Jeremías se apareció cerca del altar y proclamó con una voz tronante el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones que habían tenido lugar en un sitio al que sólo los sacerdotes tenían acceso, fueron negadas o calladas y se prohibió severamente hablar de ellas. Se oyó un gran ruido, las puertas del Sanctasanctórum se abrieron y una voz gritó: «Vayámonos de aquí.» Entonces vi ángeles alejándose de allí. Nicodemo, José de Arimatea y otros muchos abandonaron también el Templo. Muertos resucitados se veían todavía andando por la ciudad. A una orden de los ángeles entraron finalmente en sus sepulcros. La cátedra del atrio se derrumbó. De treinta y dos fariseos que hacía poco habían vuelto del Calvario, muchos se habían convertido al pie de la cruz. Y en el Templo, comprendiendo perfectamente lo que estaba pasando, hicieron duros reproches a Anás y Caifás, y dejaron la congregación. Anás había sido uno de los más acérrimos enemigos de Jesús, y había incitado al proceso contra Él, pero ahora, viendo todos esos acontecimientos sobrenaturales, estaba casi loco de espanto, y no sabía dónde esconderse. Caifás quiso confortarlo, pero fue en vano. La aparición de los muertos lo había consternado. Caifás, aunque lleno de terror, estaba tan poseído del demonio del orgullo y de la obstinación, que no dejaba ver nada de lo que sentía y oponía una frente de hierro a los signos amenazadores de la ira divina. Dijo que los causantes de todo habían sido los partidarios del Galileo, que se habían presentado en el Templo manchados, y que todo eran sortilegios.

La misma confusión que en el Templo reinaba en muchos sitios de Jerusalén. Los muertos caminaban por las calles, las casas se derrumbaban, así como también los escalones del Tribunal de Caifás, donde Jesús había sido ultrajado, y una parte del hogar, del atrio, donde Pedro había negado a Jesús. Cerca del palacio de Pilatos, se partió la piedra del sitio donde Jesús había sido mostrado al pueblo y parte de las murallas de la ciudad se derribaron. El supersticioso Pilatos estaba paralizado y mudo de terror, su palacio se tambaleaba sobre sus cimientos, y la tierra no cesaba de moverse bajo sus pies. El corría enloquecido de una habitación a otra. Creyó ver en los muertos que se le aparecían a los dioses del Galileo, y se refugió en el rincón más oculto de la casa para pedir socorro a sus ídolos. También Herodes estaba aterrorizado pero él se había encerrado y no quería ver a nadie. Un centenar de muertos de todas las épocas aparecieron en Jerusalén y en sus alrededores. Los muertos cuyas almas fueron enviadas por Jesús desde el limbo, se levantaron, destaparon sus rostros y anduvieron errantes por las calles sin tocar el suelo con los pies. Dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. En los lugares donde la sentencia de Jesús se había proclamado antes de ponerse en marcha la procesión para el Calvario, se detuvieron un momento y gritaron: «¡Gloria a Jesús por los siglos de los siglos y condenación eterna para sus verdugos!» Delante del palacio de Pilatos exclamaron: «¡Juez inicuo!» Todo el mundo temblaba y huía; el terror era inmenso en toda la ciudad y cada cual se escondía donde podía. A las cuatro en punto los muertos volvieron a sus tumbas. Los sacrificios en el Templo habían sido así interrumpidos, la confusión reinaba por todas partes y pocas personas comieron esa noche el cordero pascual.

 

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Via Dolorosa del Pretorio al Calvario, visiones de Maria Valtorta

Jesús, tras su condena a muerte, permanece en el atrio, custodiado por los soldados, esperando la cruz. Pasa un poco de tiempo así. No más de media hora incluso menos. Luego, Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes.

 -Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo.
Pero Jesús responde:
-Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello.
-Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, que lo ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo-róseo claro)…

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.
-Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión … sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable.

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo -por luz interna, como lo que acabo de decir-que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

-Que Dios te bendiga por este alivio -dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación). Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longinos da las últimas órdenes. Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longinos sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.
Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí -cuando leía… o sea, hace años-que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longinos da la orden de marcha:
-Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados.

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndolo tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados:
-¡Empujadlo, para que se caiga! ¡Que muerda el polvo el blasfemo!
Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longinos aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longinos quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa -y llamarlos «gentuza» es incluso honroso-no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longinos trata de tomar la de las murallas.
-¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!

Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.
Intentando calmar los ánimos, Longinos tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo «decurión» porque es el suboficial, pero quizás es –diríamos nosotros-su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longinos para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longinos.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarlo, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, lo defienden. Pero incluso al querer defenderlo lo golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo -introduciéndose en los ojos y en las gargantas- que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado -contra el que Jesús casi se derrumba-impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita:
-¡Déjalo! Decía a todos: «Levántate». Pues que ahora se levante Él…

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.
Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: «¡Poca cosa!». Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz -que siendo tan larga debe pesar mucho-, sufre agudamente.
Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verlo caer tan mal…

Longinos incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.
Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra.

La gente ve esto y grita:
-¡Se le ha subido a la cabeza su doctrina! ¡Mira, mira como se tambalea!
Y otros -que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas-dicen burlonamente: -No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida… -y otras frases parecidas.

Longinos, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma lo insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y enseguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarlo. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

-¡Atentos a que muera en la cruz! -grita la muchedumbre.
-Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio -dicen los jefes de los escribas a los soldados.
Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longinos tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longinos parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.
El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres -en verdad, muy exiguos-que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.
Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra.
Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verlo caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que lo guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su oscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras É1 se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no lo dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano un ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer -a su lado tiene una joven sirviente-abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla:
-Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.
Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí -a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran-, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para avisarle. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen:

-¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!

Longinos se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longinos ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longinos lo mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena:
-Hombre, ven aquí.
El Cireneo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.
-¿Ves a ese hombre? -pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita:
-¡Dejad pasar a la Mujer!
Luego vuelve a hablarle al Cireneo:
-No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima.
-No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarlo…
Pero Longinos dice:
-Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo.
El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos:
-Id a casa. Pronto. Decid que llego enseguida -luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego-, y grita:
-¡Mamá!
Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…
María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita:
-¡Hijo!
Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos -y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices…-hay un impulso de piedad. Y es que la palabra «¡Mamá!» y la palabra «¡Hijo!» conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que -lo repito-no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…
El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo -y se limita a mirarlo, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre-, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).
Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas de todo un pueblo-contra la pared del monte…
Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.
María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.
Longinos se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

El Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por un lado tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. A1 lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús iba durante la vendimia del primer año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos -no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo-no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre:
-¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! ¡Muerte al blasfemo galileo! ¡Clavad en la cruz también al vientre que lo llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…

Longinos, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de una ladera del monte.
El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, lo para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.
El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

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Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Crucifixión, Muerte y Descendimiento, visiones de Maria Valtorta

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas.

Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán e Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm…

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto oscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longinos para su hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente -mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de oscuras costras-, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis asegurándoselo bien para que no se caiga… Y en el lienzo –hasta ese momento mojado sólo de llanto- caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminada en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo… un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre lo escarnece como en coro (con citas de: Salmo 45, 3; Cantar de los cantares 5, 10-16; y alusiones a: Números 12; Deuteronomio 24, 9):
-¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén te adoran…

Y empiezan a cantar, con tono de salmo:
-Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que 1a del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él -y se ríen, y también gritan:
-¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios te ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! A1 menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú… eres un andrajo impotente y asqueroso.

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se rebelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero oscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarlo. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana de1 diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.
Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz… el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos…

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro… y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe
sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros -un poco más-del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estiran por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza…

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del clavo, y tienen que desclavarlo casi (desclavar invirtiendo la posición, o sea, poniendo debajo el pie derecho y encima el izquierdo), porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean… Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello…

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.
Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: « ¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero -oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre cuerpo, suspendido de tres clavos-, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.
Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto, la cruz de Jesús; a sus dos lados, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados.

En pie, erguido, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, Longinos que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longinos, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longinos, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés, compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados -especialmente a Cristo-con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un sol extraño; de un amarillo-rojo de llama Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice:
-Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala.

Y María con Juan -tomado por hijo-sube por los escalones incididos en la roca tobosa -creo-y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, enseguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarlo con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.
-¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti? -gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos:
-Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre… ¡ja! ¡Ja! ¡Ja!… que te iba a glorificar, ¡cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?
Y tres fariseos:
-¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo.
Y saduceos y herodianos a los soldados:
-¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!

Una muchedumbre, en coro:
-Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú que destruyes el Templo… ¡Loco!… Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo.
Otros sacerdotes:
-¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo.
Otros que pasan y menean la cabeza:
-Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!
Los soldados:
-¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!

Los sacerdotes con sus cómplices:
-Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas -aquí dicen un término infame-tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de madrina de boda. Y silban como carreteros. Otros, lanzando piedras: -¡Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes!
Otros, parodiando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan:

-¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que lo segrega de entre los vivos!

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el meñique alzados y dice:
-¿“Te entrego al Dios del Sinaí, dijiste”? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?
Otro:
-No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez lo resucitas.
-¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos a casa de Lázaro! ¡Clavémoslo por el otro lado de la cruz! -y, como papagayos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: « ¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadlo y dejadlo andar.
-¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: «Yo soy la Resurrección y la Vida». ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler 1a muerte, y la Vida muere!
-Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarlo.
Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente:
-¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice:
-Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos.
-¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?
-¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales.

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longinos ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo -se lo había levantado para hablar a los insultadores-y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.
Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar:
-¡Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, Y para mí todo es lícito. ¿Dios?… ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice:
-¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo.

Pero el mal ladrón continúa sus imprecaciones.
Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos -forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos)-tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan e1 cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda -irregular pero violenta-propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, este abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua…

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella.
-¡Cállate! Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza… porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto… Yo quisiera poder pedirle perdón… Pero ¿podré hacerlo? Era una santa… La maté con el dolor que le daba. Yo soy un pecador… ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí.

La Madre levanta un momento su cara acongojada y lo mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarlo con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita:
-¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!
Y el otro incrementa:
-Te ama porque eres una copia menor de su amado.
Jesús dice ahora sus primeras palabras:
-¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice:
-Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo.

Jesús se vuelve y lo mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice:
-Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.
El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.
El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora ¬tan térreos se ponen sus rostros-a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: « ¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que lo oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerlo.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo:
-¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver.

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan oscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verlo mejor, y dice:
-Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre.
El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre-Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar… Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarlo a Él…

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.
Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen:
-¡Apartaos!
-No se puede. ¿Qué queréis? -dicen los soldados.
-Pasar. Somos amigos del Cristo.
Se vuelven los jefes de los sacerdotes.
-¿Quién osa profesarse amigo del rebelde? -dicen indignados.
Y José, resueltamente:
-Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos.
-Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde.
-Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno.
-¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!
-Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios.
-Me causas horror.
-Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso.
-¿Para contaminarte más todavía?
-Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña.
Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.
El decurión observa estas cosas y dice a los soldados:
-Dejad pasar a los dos.

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí lo ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza oscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.
Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.
María emite un grito:
-¡Está muerto!
Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto. Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

-No es posible -gritan unos sacerdotes y algunos judíos.
-Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz.

Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.
La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí.
El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor.

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra oscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa
-¡Eloi, Eloi, lamma sebacteni! -(esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Lo insultan:
-¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!
Otros gritan:
-¡Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarlo.
Y otros:
-Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios -porque está poco claro 1o que este demente quiere-están lejos… ¡Necesita voz para que lo oigan! -y se ríen como hienas o como demonios.
Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.
Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él…

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La oscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).
Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús:
-¡Tengo sed!

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina ¬pero rígida-que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.
Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan:
-¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!… ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?… que leche no tengo…

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies
y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del esternocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad… La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más débil, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación:
-¡Mamá!
Y la pobre susurra:
-Sí, tesoro, estoy aquí.
Y cuando, por habérsele velado la vista, dice:
-Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?
Y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo. Ella responde: -¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío… Mamá está aquí, aquí está… y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás…
Es acongojante… Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longinos -que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial-no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la oscuridad total las palabras:
-Todo está cumplido! -y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.
E1 tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre oyéndolo… Se dice:
-¡Basta ya con este sufrimiento! -y se dice:
-¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!
Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.
Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica:
-¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.
Luego… adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante -verlo es tremendo-. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el «gran grito» de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra «Mamá»… Y ya nada más…

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre… Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longinos, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La oscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Lo llama, porque mal lo ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces lo llama:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!
Es la primera vez que lo llama por el nombre desde que está en el Cal
vario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, lo ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente oscuro, y grita:
-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Luego escucha… Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver… No puede creer que su Jesús ya no esté…
Juan -también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado-abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice:
-Ya no sufre.
Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita:
-¡No tengo ya Hijo!

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías -que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido-sustituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice:
-Hija, hija amada, escucha… dime que me ves… soy tu María… ¡No me mires así!…
Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice:
-Sí, sí, llora… Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía -y cuando oye que María le dice: « ¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¡Sí!, sí,… pero… pero… hija… ¡oh, hija!…

No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).
Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino…

Los soldados cuchichean unos con otros.
-¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo.
-Y se daban golpes de pecho.
-Los más aterrorizados eran los sacerdotes.
-¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca Mira: la tierra está llena de fisuras.
-Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo.
-Y debajo hay cuerpos.
-¡Déjalos! Menos serpientes.
-¡Otro incendio! En la campiña…
-¿Pero está muerto del todo?
-¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?

Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longinos. -Queremos el Cadáver.
-Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes.
-¿Cómo lo has sabido?
-Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero.

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.
Es entonces cuando Longinos se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no alcanzo a oír. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longinos se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe Y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda. Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.
-Ya está, amigo -dice Longinos, y termina:
-Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos… ¡Era verdaderamente un Justo! De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal…

… Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.
Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse. -¡Gamaliel! ¿Tú?
-¿Tú, José? ¿Lo dejas?
-Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado…
-¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El Sancta Sanctorum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!
Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos lo miran mientras se aleja… se miran… dicen juntos:
-“¡Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!” ¡Se lo había prometido! …
Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado… Gritos, llantos, quejidos… Dicen:
-¡Su Sangre ha hecho llover fuego!
-¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!
-¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!
José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y lo llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad:
-¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?
-¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen.
-Se ha vuelto loco -dice Nicodemo. Lo dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados oscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca -porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto oscuro-, hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando:
-¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: «¡Maldito seas eternamente!» -y luego se derrumba gimiendo:
-¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!
-¡Pero están todos locos! -dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de
los dos rellanos, se arroja de bruces -largura blanca sobre el suelo amarillento-y gime:
-¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas.

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice
-Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!
-¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!…
Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a María, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longinos, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora:
-¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice… ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!… Yo te digo, yo, el anonadado rabí de Judá: «Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad». ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros… llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: -Tengo la señal que había pedido… Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer… ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice (Isaías 53, 12): «…pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos». ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno…

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.
Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

Longinos llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.
María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.
Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longinos, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda -casi abierta-para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre 1a cruz y su cuerpo.
María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirlo más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.
Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarlo en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerlo; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.
Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre… Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarlo también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella lo llama… lo llama con voz lacerada. Luego lo separa de su hombro y lo acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos -como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre-, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo:
-¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!

Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita:
-¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?
José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice:
-¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto… Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras lo envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega:
-¡Oh, id despacio, con cuidado!

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, llevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana -que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña-baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

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Foros de la Virgen María María de Jesús de Agreda MENSAJES Y VISIONES

La Pasión de Jesucristo, visiones de sor María de Jesús de Agreda

El siguiente es el extracto del libro la “Vida de la Virgen María”, de Sor María de Jesús de Agreda, en que cuenta las visiones que tuvo de la pasión de Jessucristo. Son los capítulos XXIV a XXX; comienza con un relato breve de la Transfiguración  

 

CAPITULO XXIV

La Transfiguración. – El ungüento de nardo. – Entrada en Jerusalén. – Cristo en el Cenáculo.

Corrían ya más de dos años y medio de la predicación y maravillas de nuestro Redentor y Maestro Jesús, Y se iba acercando el tiempo destinado por la eterna Sabiduría, para volverse al Padre. Y porque todas sus obras eran ordenadas a nuestra salud y enseñanza, determinó Su Majestad prevenir algunos de sus Apóstoles para el escándalo que con su muerte habían de padecer, y manifestárseles primero glorioso en el cuerpo pasible que habían de ver después azotado y crucificado, para que primero le viesen transfigurado con la gloria, que desfigurado con las penas. Para esto eligió un monte alto, que fue el Tabor, en medio de Galilea, y dos leguas de Nazareth hacia el Oriente; y subiendo a lo más alto de él con los tres apóstoles Pedro, Jacobo y Juan su hermano, se transfiguró en su presencia. Estando transfigurado vino una voz del cielo en nombre del Eterno Padre, que dijo: Este es mi Hijo muy amado, en quien Yo me agrado; a El habéis de oír. No dicen los evangelistas que se hallase María Santísima a la maravilla de la Transfiguración, ni tampoco lo niegan; porque esto no pertenecía a su intento, ni convenía manifestar en los Evangelios el oculto milagro con que se hizo. La inteligencia que se me ha dado para escribir esta historia es que la divina Señora, al mismo tiempo que algunos ángeles fueron a traer la alma de Moisés y a Ellas de donde estaban, fue llevada por manos de sus santos ángeles al monte Tabor, para que viese transfigurado a su Hijo santímo, como sin duda le vio.

Y no sólo vio transfigurada y gloriosa la humanidad de Cristo nuestro Señor, sino que el tiempo que duró este misterio vio con claridad María Santísima la Divinidad intuitivamente.

Continuaba nuestro Salvador sus maravillas en Judea, donde estos días, entre otras, sucedió la resurrección de Lázaro en Betania, adonde vino llamado de las dos hermanas Marta y María. Y porque estaba muy cerca de Jerusalén, se divulgó luego en ella el milagro, y los pontífices y fariseos, irritados con esta maravilla, hicieron el concilio donde decretaron la muerte del Salvador. Llegó otra vez a Betania, donde había resucitado Lázaro, y donde fue hospedado de las dos hermanas, Y le hicieron una cena muy abundante para Su Majestad y María Santísima su Madre y todos los que los acompañaban para la festividad de la Pascua; y entre los que cenaron uno fue Lázaro, a quien pocos días antes había resucitado.

Estando recostado el Salvador del mundo en este convite (conforme a la costumbre de los judíos), entró María Magdalena llena de divina luz; y con ardentísimo amor, que a Cristo su Maestro tenía, le ungió los pies, y derramó sobre ellos y su cabeza un vaso o pomo de alabastro lleno de licor fragantísimo y precioso, de confección de nardos y otras cosas aromáticas; y limpió los pies con sus cabellos, al modo que otra vez lo habla hecho en casa del fariseo en su conversión. De la fragancia de estos ungüentos se llenó toda la casa, porque fueron en cantidad y muy preciosos; y la liberal enamorada quebró el vaso para derramarlos sin escasez. El avariento apóstol Judas, que deseaba se le hubiese entregado para venderlos y coger el precio, comenzó a murmurar de esta unción misteriosa y a mover a algunos de los otros Apóstoles con pretexto de pobreza y caridad con los pobres, a quienes decía se les defraudaba la limosna, gastando sin provecho y con prodigalidad cosa de tanto valor, siendo así que todo esto era con disposición divina, y él hipócrita, avariento y desmesurado.

El Maestro disculpó a la Magdalena, a quien Judas reprendía de pródiga y poco advertida. Y el Señor le dijo a él y a los demás que no la molestasen; porque aquella acción no era ociosa y sin justa causa; y a los pobres no por esto se les perdía la limosna que quisiesen hacerles cada día; y con su persona no siempre se podía hacer aquel obsequio, que era para su sepultura, la que prevenía aquella generosa enamorada con espíritu del cielo, testificando en la misteriosa unción que ya el Señor iba a padecer por el linaje humano, y que su muerte y sepultura estaban muy vecinas. Pero nada de esto entendía el pérfido discípulo, antes se indignó furiosamente contra su Maestro, porque justificó la obra de la Magdalena. Viendo Lucifer la disposición de aquel depravado corazón, le arrojó en él nuevas flechas de codicia, indignación y mortal odio, contra el Autor de la vida. Y desde entonces propuso de maquinarle la muerte, y en llegando a Jerusalén dar cuenta a los fariseos y desacreditarle con ellos con audacia, como en efecto lo cumplió.

Porque ocultamente se fue a ellos, y les dijo que su Maestro enseñaba nuevas leyes contrarias a la de Moisés y de. los emperadores: que era amigo de convites, de gente perdida y profana; y a muchos de mala vida admitía, a hombres y mujeres, y los traía en su compañía. El sábado que sucedió la unción de la Magdalena en Betania, acabada la cena, como en el capítulo pasado dije, se retiró nuestro divino Maestro. Llegado. el día, que fue el que corresponde al domingo de Ramos, salió Su Majestad con sus discípulos para Jerusalén. Y habiendo caminado dos leguas, poco más o menos, en Regando a Betfagé, envió dos discípulos a la casa de un hombre poderoso que estaba cerca, y con su voluntad le trajeron dos jumentillos; el uno, que nadie había usado ni subido en él. Nuestro Salvador caminó para Jerusalén, y los discípulos aderezaron con sus vestidos y capas al jumentillo y también la jumentilla; porque de entrambos se sirvió el Señor en este triunfo. Sucedió en el camino que los discípulos, y con ellos todo el pueblo, pequeños y grandes, aclamaron al Redentor por verdadero Mesías, Hijo, de David, Salvador del mundo y Rey verdadero. Unos decían: «Paz sea en el cielo y gloria en las alturas, bendito sea el que viene como Rey en el nombre del Señor»; otros decían: «Hosanna Filio David: Sálvanos, Hijo de David, bendito sea el reino que ya ha venido de nuestro padre David.» Unos y otros cortaban palmas y ramos de los árboles en señal de triunfo y alegría, y con las vestiduras los arrojaban por el camino donde pasaba el nuevo triunfador de las batallas.

Prosiguió el Salvador del mundo su triunfo hasta entrar en Jerusalén, y los santos ángeles, que lo miraban y acompañaban, le cantaron nuevos himnos de loores y divinidad con admirable armonía. Entrando en la ciudad con júbilo de todos los moradores, se apeó del jumentillo y encaminó sus pasos al templo. Derribó las mesas de los que vendían y compraban en el templo, celando la, honra de la casa de su Padre; y echó fuera a los que la hacían casa de negociación y cueva de ladrones.

Estuvo Su Majestad en el templo enseñando y predicando hasta la tarde. Y en confirmación de la veneración y culto que se le había de dar a aquel, lugar santo y casa de oración, no consintió que le trajesen un vaso de agua para beber; y, sin recibir este ni otro refrigerio, volvió aquella tarde a Betania, de donde. había venido, y después los días siguientes hasta su pasión volvió a Jerusalén.

El miércoles siguiente a la entrada de Jerusalén (fue el día que Cristo nuestro Señor se quedó en Betania sin volver al templo) se juntaron de nuevo en casa del pontífice Caifás los escribas y fariseos, para maquinar dolosamente la muerte del Redentor del mundo; porque los habla irritado con mayor envidia el aplauso que en la entrada de Jerusalén habían hecho con Su Majestad todos los moradores de la ciudad. Esto cayó sobre el milagro de resucitar a Lázaro, y las otras maravillas que aquellos días había obrado Cristo nuestro Señor en el templo; y habiendo resuelto convenía quitarle la vida, paliando esta impía crueldad con pretexto del bien público, como lo dijo Caifás, profetizando lo contrario de lo que pretendía. El demonio, que los vio resueltos, puso en la imaginación de algunos no ejecutasen este acuerdo con la fiesta de la Pascua, porque no se alborotase el pueblo que veneraba a Cristo nuestro Señor como Mesías o gran profeta. Esto hizo Lucifer, para ver si con dilatar la muerte del Señor podría impedirla. Mas como Judas estaba ya entregado a su misma codicia y maldad, y destituido de la gracia que para revocarla era menester, acudió al concilio de los pontífices muy azorado e inquieto, y trató con ellos de la entrega de su Maestro, y se remató la venta con treinta dineros; y por no perder los pontífices la ocasión, atropellaron con el inconveniente de ser Pascua.

Despedido nuestro Salvador de su amante Madre, salió de Betania para la última jornada, a Jerusalén el jueves, que fue el día de la cena, poco antes de mediodía, acompañado de los Apóstoles que consigo tenía.

En seguimiento del Autor de la vida partió luego de Betania la Madre, acompañada de la Magdalena y de las otras mujeres santas. Y como el divino Maestro iba informando a sus Apóstoles y previniéndolos con la doctrina de su pasión, para que no desfalleciesen en ella por las ignominias que la viesen padecer, así también la Señora de las virtudes iba consolando y previniendo a su congregación santa de discípulas, para que no se turbasen cuando viesen morir a su Maestro y ser azotado afrentosamente. Y aunque en la condición femínea eran estas santas mujeres de naturaleza más enferma y frágil que los Apóstoles, con todo eso fueron más fuertes que algunos de ellos en conservar la doctrina y documentos de su gran Maestra y Señora. Quien más se adelantó en todo fue Santa María Magdalena, porque la llama de su amor la llevaba toda enardecida; y por su misma condición natural era magnánima, esforzada y varonil. Y entre todos los del apostolado tomó por su cuenta acompañar a la Madre de Jesús y asistirla, sin apartarse de ella en todo el tiempo de la pasión, y así lo hizo como amante fiel.

Proseguía su camino para Jerusalén nuestro Redentor, el jueves a la tarde, que precedió a su pasión y muerte. Preguntáronle dónde quería celebrar la Pascua del cordero que aquella noche cenaban los judíos. Respondióles el divino Maestro enviando a San Pedro y a San Juan que se adelantasen a Jerusalén, y preparasen la cena en casa de un hombre donde viesen entrar un criado con un cántaro de agua, pidiéndole al dueño de la casa que le previniese aposento para cenar con sus discípulos. Era este vecino de Jerusalén hombre rico, principal y devoto del Salvador, y con su piadosa devoción mereció que el Autor de la vida eligiera su casa para santificarla con los misterios que obró en ella, dejándola consagrada en templo santo. Fueron luego los dos Apóstoles, y con las señas que llevaban pidieron al dueño de la casa que admitiese en ella al Maestro de la vida y tuviese por su huésped, para celebrar la gran solemnidad de los Acimos, que así se llamaba aquella Pascua.

Fue ilustrado con especial gracia el corazón de aquel padre de familias, y liberalmente ofreció su casa con todo lo necesario para la cena legal, y luego señaló para ella una cuadra muy grande, colgada y adornada con mucha decencia. Prevenido todo esto, llegó Su Majestad a la posada con los demás discípulos; y en breve espacio fue también su Madre con su congregación de las mujeres que le seguían. Nuestro Salvador y Maestro Jesús, en retirándose su purísima Madre, entró en el aposento prevenido para la cena con todos los doce Apóstoles y otros discípulos, y con ellos celebró la cena del cordero, guardando todas las ceremonias de la ley, sin faltar a, cosa alguna de los ritos que él mismo había ordenado por medio de Moisés.

Acabada la cena legal y bien informados los Apóstoles, se levantó Cristo nuestro Señor para lavarles los pies. Levantóse nuestro divino Maestro de la oración que hizo, y con semblante hermosísimo, sereno y apacible, puesto en pie, mandó sentar con orden a sus discípulos. Luego se quitó un manto que traía sobre la túnica inconsútil, y ésta le llegaba a los pies, aunque no los cubría. Y en esta ocasión tenía sandalias, que algunas veces las dejaba para andar descalzo en la predicación, y otras las usaba, desde que su Madre Santísima se las calzó en Egipto, y fueron creciendo en hermosos pasos con la edad, como crecían los pies.

Despojado del manto, recibió una toalla o mantel largo, y con la una parte se ciño el cuerpo, dejando pendiente el otro extremo. Luego echó agua en una bacía para lavar los pies de los Apóstoles. Llegó a la Cabeza de los Apóstoles San Pedro para lavarle. y cuando el fervoroso Apóstol vio postrado a sus pies al mismo Señor, turbado y admirado dijo: ¿Tú, Señor, me lavas a mí los pies?

Respondió Cristo con incomparable mansedumbre: Tú ignoras ahora lo que yo hago, pero después lo entenderás. No entendió San Pedro esta doctrina, y embarazado con el indiscreto afecto de su humildad, replicó al Señor y le dijo: Jamás consentiré, Señor, que tú me laves los pies. Respondióle con más severidad el Autor de la vida: Si yo no te lavare, no tendrás parte conmigo. Con la amenaza de Cristo quedó San Pedro enseñado, que con rendimiento respondió luego: «Señor, no sólo doy los pies, sino las manos y la cabeza, para que todo me lavéis. Admitió el Señor este rendimiento de San Pedro, y le dijo: «Vosotros estáis limpios, aunque no todos (porque estaba entre ellos el inmundísimo Judas), y el que está limpio no tiene que lavarse más de los pies.

Pasó el divino Maestro a lavar a Judas, cuya traición y alevosía no pudieron extinguir la caridad de Cristo, para que dejase de hacer con él mayores demostraciones que con los otros Apóstoles. Y sin manifestarles Su Majestad estas señales, se las declaró a Judas en dos cosas. La una, en el semblante agradable y caricia exterior con que se le puso a sus pies, y se los lavó, besó y llegó al pecho. La otra, en las grandes inspiraciones con que tocó su interior, conforme a la dolencia y necesidad que tenía aquella depravada conciencia.

Resistió la maldad de Judas a la virtud y contacto de aquellas

manos divinas. Y aunque no hubiera recibido otros auxilios la pertinacia de Judas, sino los ordinarios que obraba en las almas la presencia y vista del autor de la vida, y los que naturalmente podía causar su persona, fuera la malicia de este infeliz discípulo sobre toda ponderación. Era la persona de Cristo nuestro bien en el cuerpo perfectísima y agraciada; el semblante grave y sereno, de una hermosura apacible y dulcísima; el cabello nazareno uniforme; el color entre dorado y castaño; los ojos rasgados y de suma gracia y majestad; la boca, la nariz y todas las partes del rostro proporcionadas en extremo, y en todo se mostraba tan agradable y amable, que a los que le miraban sin malicia de intención, los atraía a su veneración y amor. Sobre esto causaba con su vista gozo interior. Esta persona de Cristo tan amable y venerable tuvo Judas a sus pies, y con nuevas demostraciones de agrado y mayores impulsos que los ordinarios. Pero tal fue su perversidad, que nada le pudo inclinar ni ablandar su endurecido corazón.

La cena legal celebró Cristo recostado en tierra con los Apóstoles, sobre una mesa o tarima que se levantaba del suelo poco más de seis o siete dedos; porque ésta era la costumbre de los judíos. Acabado el lavatorio, mandó preparar otra mesa alta como ahora usamos para comer, dando fin con esta ceremonia a las cenas legales y cosas ínfimas y figurativas, y principio al nuevo convite en que fundaba la nueva ley de gracia. Y de aquí comenzó el consagrar en mesa o altar levantado que permanece en la Iglesia católica. Cubrieron la nueva mesa con una toalla muy rica, y sobre ella pusieron un plato o salvilla, y una copa grande de forma de cáliz, bastante para recibir el vino necesario, conforme a la voluntad de Cristo nuestro Salvador, que con su divino poder y sabiduría lo prevenía y disponía todo. El dueño de la casa le ofreció con superior moción estos vasos tan ricos y preciosos de piedra como esmeralda. Después usaron de ellos los sagrados Apóstoles para consagrar cuando pudieron. Sentóse a la mesa Cristo con los doce Apóstoles y algunos otros discípulos, y pidió le trajesen pan cenceño sin levadura, y púsolo sobre el plato, y vino puro, de que preparó el cáliz con lo que era menester.

Estando juntos todos, esperando con admiración lo que hacía el Autor de la vida, apareció en el cenáculo la persona del eterno Padre y la del Espíritu Santo, como en el Jordán y en el Tabor. De esta visión, aunque todos los apóstoles y discípulos sintieron algún efecto, sólo algunos la vieron; en especial el evangelista San Juan que siempre tuvo vista de águila penetrante y privilegiada en los divinos misterios. Trasladóse todo el cielo al cenáculo de Jerusalén; que tan magnífica fue la obra con que se fundó la Iglesia del Nuevo Testamento, se estableció la ley de gracia y se previno nuestra salud eterna.

 

CAPITULO XXV

El monte Olivete. – Sudor de sangre. – Traición de Judas. Su castigo en la tierra y en el infierno.

Nuestro Redentor salió de la casa del cenáculo en compañía de todos los hombres que le habían asistido en las cenas y celebración de sus misterios; y luego se despidieron muchos de ellos por diferentes calles, para acudir cada uno a sus ocupaciones. Su Majestad, siguiéndole solos los doce Apóstoles, encaminó sus pasos al monte Olivete, fuera y cerca de la ciudad de Jerusalén a la parte oriental. Y como la alevosía de Judas le tenía tan atento y solícito de entregar al divino Maestro, imaginó que iba a trasnochar en la oración, como lo tenía de costumbre. Parecióle aquella ocasión muy oportuna para ponerlo en manos de sus confederados los escribas y fariseos. Con esta infeliz resolución se fue deteniendo y dejando alargar el paso a su divino Maestro y a los demás Apóstoles, sin que ellos lo advirtiesen por entonces; y al punto que los perdió de vista, partió, a toda prisa a su precipicio y destrucción. Llevaba gran sobresalto, turbación y zozobra, testigos de la maldad que iba a cometer; y con este inquieto orgullo (como mal seguro de conciencia) llegó corriendo y azorado a casa de los pontífices.

Y como el Autor de la vida estaba en, Jerusalén, y también los pontífices consultaban, cuando llegó Judas, cómo les cumpliría lo prometido de entregársele en sus manos; en esta ocasión entró el traidor, y les dio cuenta cómo dejaba a su Maestro con los demás discípulos en el monte Olivete; que le parecía la mejor ocasión para prenderle aquella noche, como fuesen con cautela y prevenidos para que no se les fuese de entre las manos con las artes y mañas que sabía. Alegráronse mucho los sacrilegios pontífices, y quedaron previniendo gente armada para salir luego al prendimiento del Cordero.

Prosiguió nuestro Salvador su camino, pasando el torrente Cedrón, para el monte Olivete, y entró en el huerto de Getsemaní, y hablando con todos los Apóstoles que le seguían, les dijo: «Esperadme, y asentaos aquí, mientras yo me alejo un poco a la oración; y orad también vosotros para que no entréis en tentación». Dióles este aviso el divino Maestro para que estuviesen constantes en la fe contra las tentaciones, que en la cena los había prevenido que todos serían escandalizados aquella noche por lo que le verían padecer; y que Satanás los embestiría para ventilarlos y turbarlos con falsas sugestiones; porque el Pastor había de ser maltratado y herido, y las, ovejas serían derramadas.

Estando con los tres Apóstoles, levantó los ojos al eterno Padre.

Esta oración fue como una licencia y permiso con que se abrieron las puertas al mar de la pasión y amargura, para que con ímpetu entrasen hasta el alma de Cristo. Y así comenzó luego a congojarse y sentir grandes angustias, y con ellas dijo a los tres Apóstoles: Triste está mi alma hasta la muerte. Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad, y con la resistencia que conocía de parte de los hombres, para lograr en todos su pasión y muerte; y entonces llegó a sudar sangre con tanta abundancia de gotas muy gruesas, que corría hasta llegar al suelo.

Al mismo tiempo que nuestro Salvador Jesús estaba en el monte Olivete orando a su eterno Padre, y solicitando la salud espiritual de todo el linaje humano, el pérfido discípulo Judas apresuraba su prisión y entrega a los pontífices y fariseos.

Con esta impía temeridad se movió también la envidia de los pontífices y escribas, y con la instancia de Judas, juntaron con presteza mucha gente, para que llevándole por caudillo, él y los soldados gentiles, un tribuno y otros muchos judíos fuesen a prender al Cordero que estaba esperando el suceso, y mirando los pensamientos y estudio de los sacrílegos pontífices, como lo había profetizado Jeremías. Salieron todos estos ministros de maldad de la ciudad hacia el monte Olivete, armados y prevenidos de sogas y de cadenas, con hachas encendidas y linternas, como el autor de la traición lo había prevenido, temiendo, como alevoso y pérfido, que su Maestro, a quien juzgaba por hechicero y mago, no hiciese algún milagro con que escapársele.

Se adelantó Judas para dar a sus ministros la seña con que los dejaba prevenidos; que su Maestro era aquel a quien él se llegase a saludarle, dándole el ósculo fingido de paz que acostumbraba; que le prendiesen luego, y no a otro por yerro. Llegó, pues, el traidor, y como insigne artífice de la hipocresía, disimulándose enemigo, le dio paz en el rostro y le dijo: Dios te salve, Maestro.

Dada la señal del ósculo por Judas, llegaron a carearse el Autor de la vida y sus discípulos con la tropa de los soldados que venían a prenderle; y se presentaron cara a cara, como dos escuadrones los más opuestos y encontrados que jamás hubo en el mundo. Habló con los soldados Su Majestad, y con increíble afecto al padecer y grande esfuerzo y autoridad, les dijo: ¿A quién buscáis? Respondieron ellos: A Jesús Nazareno. Replicó el Señor y dijo: Yo soy. En esta palabra de incomparable precio y felicidad para el linaje humano se declaró Cristo por nuestro Salvador.

El primero que se adelantó descomedidamente a echar mano del Autor de la vida para prenderle fue un criado de los pontífices, llamado Maleo. Y aunque todos los Apóstoles estaban turbados y afligidos del temor, con todo eso San Pedro se encendió más que los otros en el celo de la honra y defensa de su Maestro. Y sacando un terciado que tenía le tiró un golpe a Maleo, Y le cercenó una oreja derribándosela del todo. Y el golpe fue encaminado a mayor herida, si la providencia divina del Maestro de la paciencia y mansedumbre no le divirtiera.

Pero no permitió Su Majestad que en aquella ocasión interviniese muerte de otro alguno más que la suya; sus llagas, sangre y dolores, cuando a todos (si la admitieran) venía a dar la vida eterna y rescatar el linaje humano. Ni tampoco eran según su voluntad y doctrina que su persona fuese defendida con armas ofensivas, ni quedase este ejemplar en su Iglesia, como de principal intento para defenderla. Y para confirmar esta doctrina, como la había enseñado, tomó la oreja, cortada, y se la restituyó al siervo Maleo, dejándosela en su lugar con perfecta sanidad mejor que antes. Y primero se volvió a reprender a San Pedro, y le dijo: Vuelve tu espada a su lugar, porque los que la tomaren para matar con ella, perecerán. ¿No quieres que beba yo el cáliz que me dio mi Padre? ¿Piensas tú que no le puedo yo pedir muchas legiones de Ángeles en mi defensa, y me los daría luego? Con esta amorosa corrección quedó advertido e ilustrado San Pedro, como cabeza de la Iglesia, que sus armas para establecer y defenderla hablan de ser de potestad espiritual, y que la ley del Evangelio no enseñaba a pelear ni vencer con espadas materiales, sino con la humildad, paciencia, mansedumbre y caridad perfecta, venciendo al demonio, al mundo y a la carne; que mediante estas victorias triunfa la virtud divina de sus enemigos, y de la potencia y astucia de este mundo; y que el ofender y defenderse con armas no es para los perseguidores de Cristo nuestro Señor, sino para los príncipes de la tierra, por las posesiones terrenas; y el cuchillo de la Santa Iglesia ha de ser espiritual, que toque a las almas antes que a los cuerpos.

Al punto que prendieron y ataron a nuestro Salvador, sintió la purísima Madre en sus manos los dolores de las sogas y cadenas, como si con ellas fuera atada y constreñida; y lo mismo sucedió de los golpes y tormentos que iba recibiendo el Señor, porque se le concedió a su Madre este favor.

Estaba Judas desamparado de la divina gracia después de la entrega

que hizo con el ósculo y contacto de Cristo nuestro Salvador. Despertále Lucifer íntimo dolor de sus pecados; mas no por buen fin ni motivos de haber ofendido a la Verdad divina, sino por la deshonra que padecería con los hombres. Con estos y otros pensamientos que le arrojó el demonio quedó lleno de confusión, tinieblas y despechos muy rabiosos contra sí mismo. Y retirándose de todos, estuvo para arrojarse de muy alto en casa de los pontífices, y no lo pudo hacer. Salióse fuera, y como una f ¡era, indignado contra si mismo, se mordía los brazos y manos y se daba desatinados golpes en la, cabeza, tirándose del pelo, y hablando desatinadamente se echaba muchas maldiciones y execraciones.

Viéndole tan rendido Lucifer, le propuso que fuese a los sacerdotes,

y confesando su pecado, les volviese su dinero. Hízole Judas con presteza, y a voces les dijo aquellas palabras. Pero ellos, no menos endurecidos, le respondieron que lo hubiera mirado primero. Con esta repulsa que le dieron los príncipes de los sacerdotes, tan llena de impiísima crueldad, acabó Judas de desconfiar, persuadiéndose no sería posible excusar la muerte de su Maestro. Lo mismo juzgó el demonio, aunque hizo más diligencia por medio de Pilatos. Pero como Judas no le podía servir ya para su intento, le aumentóla tristeza y despechos, y le persuadió que para no esperar más duras penas se quitase la vida. Admitió Judas este formidable engaño, y saliéndose de la ciudad se colgó de un árbol seco, haciéndose homicida de sí mismo el que se había hecho deicida de su Criador. Sucedió esta infeliz muerte de Judas el mismo día del viernes, a las doce, que es al mediodía, antes que muriera nuestro Salvador.

Recibieron luego los demonios el alma de Judas y la llevaron al infierno; pero su cuerpo quedó colgado y reventadas sus entrañas con admiración y asombro de todos, viendo el castigo tan estupendo de la traición de aquel pérfido discípulo. Perseveró el cuerpo ahorcado tres días en el público, y en este tiempo intentaron los judíos quitarle del árbol y ocultamente enterrarle, porque de aquel, espectáculo redundaba grande confusión contra los sacerdotes y fariseos, que no podían contradecir aquel testimonio de su maldad. Mas no pudieron con industria alguna derribar ni quitar el cuerpo de Judas de donde se había colgado, hasta que, pasados tres días, por dispensación de la justicia divina, los mismos demonios le quitaron de la horca y le llevaron con su alma para que en lo profundo del infierno pagase, en cuerpo y alma, eternamente su pecado. Y porque es digno de admiración temerosa lo que he conocido del castigo y penas que se le dieron a Judas, lo diré, como se me ha mostrado y mandado. Entre las obscuras cavernas de los calabozos infernales estaba desocupada una muy grande, de mayores tormentos que las otras, porque los demonios no habían podido arrojar en aquel lago alguna alma, aunque la crueldad de estos enemigos lo había procurado desde Caín hasta aquel día. Esta imposibilidad admiraba al infierno, ignorante del secreto, hasta que llegó el alma de Judas, a quien fácilmente arrojaron y sumergieron en aquel calabozo, nunca antes ocupado de otro alguno de los condenados.

 

CAPITULO XXVI

Cristo preso. – Empieza a padecer. – Le acusan de blasfemo. Noche de angustia. – Intento satánico frustrado.

Digna cosa fuera hablar de la pasión, afrentas y tormentos de nuestro Salvador Jesús con palabras tan vivas y eficaces, que pudieran penetrar más que la espada de dos filos hasta dividir con íntimo dolor lo más oculto de nuestros corazones. No fueron comunes las penas que padeció; no se hallará dolor semejante como su dolor. No era su Persona como las demás de los hijos de los hombres; no padeció Su Majestad por si mismo ni por sus culpas, sino por nosotros y por las nuestras. Pues razón es que las palabras y términos con que tratamos de sus tormentos y dolores no sean comunes y ordinarios, sino con otros vivos y eficaces se la propongamos a nuestros sentidos. Mas ¡ ay de mí, que ni puedo dar fuerza a mis palabras ni hallo las que mi alma desea para manifestar este secreto!

Atado y preso el manso cordero Jesús, fue llevado desde el Huerto a casa de los pontífices, y primero a la de Anás. Iba prevenido aquel turbulento escuadrón de soldados y Ministros con las advertencias del traidor discípulo: que no se fiasen de su Maestro si no le llevaban muy amarrado y atado, porque era hechicero y se les podría salir de entre las manos. Atáronle con una cadena de grandes eslabones de hierro con tal artificio, que rodeándosela a la, cintura y al cuello sobraban los dos extremos, y en ellos había unas argollas o esposas, con que encadenaron también las manos del Señor. Y así argolladas y presas se las pusieron no al pecho, sino a las espaldas. Esta cadena llevaron de la casa de Anás, el Pontífice, donde servía de levantar la puerta de un calabozo, que era levadiza, y para el intento de aprisionar a nuestro divino Maestro la quitaron y la acomodaron con aquellas argollas y cerraduras, como candados, con llaves de golpe. Y con este modo de prisión, nunca oída, no quedaron satisfechos ni seguros, porque luego sobre la pesada cadena le ataron dos sogas harto largas: la una echaron sobre la garganta de Cristo, y cruzándola por el pecho le rodearon el cuerpo, atándole con fuertes nudos, y dejaron dos extremos largos de la soga para que dos de los ministros o soldados fuesen tirando de ellos y arrastrando al Señor; la segunda soga sirvió para atarle los brazos, rodeándola también por la cintura, y dejaron pendientes otros dos cabos largos a las espaldas, donde llevaba las manos, para que otros dos tirasen de ellos.

Con esta forma de ataduras se dejó aprisionar y rendir el Santo, como si fuera el más facineroso de los hombres y el más flaco de los nacidos, porque había puesto sobre sí las iniquidades de todos nosotros. Atáronle en el Huerto, atormentándole, no sólo con las manos, con las sogas y cadenas, sino con las lenguas, porque como serpientes venenosas arrojaron la sacrílega ponzoña que tenían, con blasfemias, contumelias y nunca oídos oprobios. Partieron todos del monte Olivete con gran tumulto y vocerío, llevando en medio al Salvador del mundo, tirando unos de las sogas de delante y otros de las que llevaba a las espaldas, asidas de las muñecas; y con esta violencia, nunca imaginada, unas veces le hacían caminar aprísa, atropellándole otras le volvían atrás y le detenían; otras le arrastraban a un lado y a otro, adonde la fuerza diabólica los movía. Muchas veces le derribaban en tierra, y como llevaba las manos atadas daba en ella con su venerable rostro, lastimándose y recibiendo en él heridas y mucho polvo. En estas caídas arremetían a el, dándole de puntillazos y coses, atropellándole y pisándole, pasando sobre su persona, hollándole la cara y la cabeza, y celebrando estas injurias con algazara y mofa le hartaban de oprobios, como lo lloró antes Jeremías.

Llevándolo atado y maltratado, llegaron a casa del pontífice Anás, ante quien le presentaron como malhechor y digno de muerte. Era costumbre de los judíos presentar así atados a los delincuentes que merecían castigo capital, y aquellas prisiones eran como testigos del delito que merecía la muerte; y así le llevaban, como intimándole la sentencia antes que se la diese el juez. Salió el sacrílego sacerdote Anás a una gran sala, donde se sentó en el estrado o tribunal que tenía, lleno de soberbia y arrogancia. Los ministros y soldados le presentaron a Jesús atado y preso, y le dijeron: «Ya, señor, traemos aquí este mal hombre, que con sus hechizos y maldades ha inquietado a toda Jerusalén y Judea, y esta vez no le ha valido su arte mágica para escaparse de nuestras manos y poder».

Luego que nuestro Salvador Jesús recibió en casa de Anás contumelias y bofetadas, le remitió este pontífice, atado y preso como estaba, al pontífice Caifás, que era su suegro, y aquel año hacía el oficio de príncipe y sumo sacerdote; y con él estaban congregados los escribas y señores del pueblo, para substanciar la causa del Cordero. Partió de casa de Anás toda aquella canalla de ministros infernales y de hombres inhumanos, y llevaron por las calles a nuestro Salvador a casa de Caifás, tratándole con su implacable crueldad ignominiosamente. Y entrando con escandaloso tumulto en casa del sumo sacerdote, él y todo el concilio recibieron al Criador del universo con grande risa y mofa de verle sujeto y rendido a su poder y jurisdicción, de quien les parecía ya no se podría defender.

El pontífice Caifás estaba en su cátedra o silla sacerdotal encendido en mortal envidia y furor contra el Maestro de la vida. Y los escribas y fariseos estaban como sangrientos lobos con la presa del manso Corderillo; y todos juntos se alegraban, como lo hace el envidioso cuando ve deshecho y confundido a quien se le adelanta. Y de común acuerdo buscaron testigos que, sobornados, dijesen algún falso testimonio contra Jesús. Lucifer movió la imaginación de Caifás para que con grande saña e imperio hiciese a Cristo aquella pregunta: Yo te conjuro por Dios vivo, que nos digas si tú eres Cristo.

Cristo, oyéndose conjurar por Dios vivo, le adoró y reverenció, aunque pronunciado por tan sacrílega lengua. Y en virtud de esta reverencia respondió, y dijo: Tú lo dijiste, y yo lo soy. Pero yo os aseguro’ que desde ahora veréis al Hijo del Hombre, que soy yo, asentado a la diestra del mismo Dios, y que vendrá en las nubes del cielo.

El pontífice Caifás, indignado con la respuesta del Señor, que debía ser su verdadero desengaño, se levantó otra vez, y rompiendo sus vestiduras en testimonio de que celaba la honra de Dios, dijo a voces: Blasfemado ha, ¿qué necesidad hay de más testigos? ¿No habéis oído la blasfemia que ha dicho? ¿Qué os parece esto?

Todo aquel concilio de maldad se irritó contra el Salvador Jesús, y respondiendo a Caifás, dijeron en altas voces: Digno es de muerte; muera, muera. Y a un mismo tiempo irritados del demonio arremetieron contra el mansísimo Maestro, y descargaron sobre él su furor; unos le dieron de bofetadas, otros le hirieron con puntillazos, otros le mesaron los cabellos, otros le escupieron en su venerable rostro, otros le daban golpes o pescozones en el cuello, que era un linaje de afrenta vil con que los judíos trataban a los hombres que reputaban por muy viles.

Jamás entre los hombres se intentaron ignominias tan afrentosas y desmedidas como las que en esta ocasión se hicieron contra el Redentor del mundo. Dicen San Lucas y San Marcos que le cubrieron el rostro, y así cubierto le herían con bofetadas y pescozones, y le decían: «Profetiza ahora, profetízanos; pues eres profeta, di quién es el que te hirió. La causa de cubrirle el rostro fue misteriosa; porque del júbilo con que nuestro Salvador padecía aquellos oprobios y blasfemias (como luego diré) le redundó en su venerable rostro una hermosura y resplandor extraordinario, que a todos aquellos operarios de maldad los llenó de admiración y confusión muy penosa; y para disimularla, atribuyeron aquel resplandor a hechicería y arte mágica, y tomaron por arbitrio cubrir al Señor la cara con paño inmundo.

Con los oprobios que recibió Cristo nuestro bien en presencia de Caifás, quedó la envidia del ambicioso pontífice y la ira de sus coligados y ministros muy cansada, aunque no saciada. Pero como ya era pasada la media noche, determinaron los del concilio que mientras dormían quedase nuestro Salvador a buen recaudo, y seguro de que no huyese, hasta la mañana. Para esto le mandaron encerrar, atado como estaba, en un sótano que servía de calabozo para los mayores ladrones y facinerosos de la república. Era esta cárcel tan obscura que casi no tenía luz, y tan inmunda y de mal olor, que pudiera infestar la casa, si no estuviera tan tapada y cubierta, porque había muchos años que no la habían limpiado ni purificado, así por estar muy profunda, como porque las veces que servía para encerrar tan malos hombres, no reparaban en meterlos en aquel horrible calabozo, como a gente indigna de toda piedad y bestias indómitas y fieras.

Ejecutóse lo que mandó el concilio de maldad: y los ministros llevaron y encarcelaron al Criador del cielo y de la tierra en aquel inmundo calabozo. Y cOmo siempre estaba aprisionado en la forma que vino del huerto, pudieron estos obradores de la iniquidad continuar a su salvo la indignación que siempre el príncipe de las tinieblas les administraba, porque llevaron a Su Majestad tirándole de las sogas, Y casi arrastrándole con inhumano furor y cargándole de golpes y blasfemias execrables. En un ángulo de lo profundo de este sótano salía del suelo un escollo o punta de un peñasco tan duro, que por eso no le habían podido romper. En, esta peña, que era romo un pedazo de columna, ataron y amarraron a Cristo nuestro bien con los extremos de las sogas, pero con un modo despiadado; porque dejándole en pie, le Pusieron de manera que estuviese amarrado y juntamente inclinado el cuerpo, sin que pudiera estar sentado, ni tampoco levantado, derecho el cuerpo para aliviarse; de manera que la postura vino a ser nuevo tormento y en extremo penoso. Con esta forma de prisión le dejaron, y le cerraron las puertas con llave, entregándola a uno de aquellos pésimos ministros que cuidase de ella.

Pero el dragón infernal en su antigua soberbia no sosegaba, y siempre deseaba saber quién era, Cristo; e irritando su inmutable paciencia, inventó otra nueva maldad. Puso en la imaginación del que tenía la llave del divino Preso y del mayor tesoro que posee el cielo y la tierra, que convidase a otros de sus amigos de semejantes costumbres que él, para que todos juntos bajasen al calabozo donde estaba el maestro a tener con él un rato de entretenimiento, obligándole a que hablase y profetizase o hiciese alguna cosa inaudita; porque tenían a Su Majestad por mágico y adivino. Con esta diabólica sugestión convidó a otros soldados y ministros, y determinaron ejecutarlo.

Entraron, pues, en el calabozo aquellos ministros del pecado, solemnizando con blasfemia la fiesta que se prometían con las ilusiones y escarnios que determinaban ejecutar contra el Señor. Y llegándose a él, comenzaron a escupirle asquerosamente y darle de bofetadas con increíble mofa. No respondió Su Majestad ni abrió su boca; no alzó sus soberanos ojos,,guardando siempre humilde serenidad en su semblante. Deseaban aquellos ministros sacrílegos obligarle a que hablase o hiciese alguna acción ridícula o extraordinaria para tener más ocasión de celebrarle por hechicero y burlarse de él; y como vieron aquella mansedumbre inmutable, se dejaron irritar más delos demonios que asistían con ellos. Desataron al divino Maestro de la peña donde estaba amarrado, y le pusieron en medio del calabozo, vendándole los sagrados ojos con un paño; y puesto en medio de todos, le herían con puñadas, pescozones y bofetadas, uno a uno, cada cual a porfía, con mayor escarnio y blasfemia, mandándole que adivinase y dijese quién era el que le daba.

Callaba el Cordero a esta lluvia de oprobios. Y Lucifer, que estaba sediento de que hiciese algún movimiento contra la paciencia, se atormentaba de verla tan inmutable en Cristo; y con infernal consejo puso, en la imaginación de aquellos sus esclavos que le desnudasen de todas sus vestiduras y le tratasen con palabras y acciones fraguadas en el pecho de tan execrable demonio. No resistieron los soldados a esta sugestión, y quisieron ejecutarla. Este abominable sacrilegio estorbó María con oraciones, lágrimas y suspiros. Con este imperio sucedió que nada pudieron ejecutar aquellos sayones de cuanto el demonio y su malicia en esto les administraban, porque muchas cosas se les olvidaban luego; otras que deseaban no tenían fuerzas para ejecutarlas, porque quedaban como helados y pasmados los brazos hasta que retractaban su inicua determinación. Y en mudándola, volvían a su natural estado; porque aquel milagro no era entonces para castigarlos, sino para sólo impedir las acciones más indecentes.

Mandó también la Reina a los demonios que enmudeciesen y no incitasen a los ministros en aquellas maldades indecentes que Lucifer intentaba y quería proseguir. Fue orden de la divina Sabiduría cometer a la virtud de María santísima la defensa de la honestidad y decencia de su Hijo purísimo en aquellas cosas que no convenía ser ofendida del consejo de Lucifer.

 

CAPITULO XXVII

Amanece el viernes. – Murmuraciones del pueblo. – Incertidumbre de Pilatos. – Herodes – Sueño de Prócula.

El viernes por la mañana, al amanecer, se juntaron los más ancianos del gobierno con los príncipes de los sacerdotes y escribas, que por la doctrina de la ley eran más respetados del pueblo, para que de común acuerdo se substanciara la causa de Cristo y fuera condenado a muerte, como todos deseaban, dándole algún color de justicia para cumplir con el pueblo. Este concilio se hizo en casa del pontífice Caifás. Y para examinarle de nuevo mandaron que le subiesen del calabozo a la sala del concilio. Bajaron luego a traerle atado y preso aquellos ministros de justicia; y llegando a soltarle de aquel peñasco, le dijeron con gran risa y escarnio: «Ea, Jesús Nazareno, y qué poco te han valido tus milagros para defenderte. No fueran buenas ahora para escaparte aquellas artes con que decías que en tres días edificarías el templo.» Desataron al Señor y subiéronle al concilio, sin que Su Majestad desplegase su boca. Pero de los tormentos, bofetadas y salivas de que, por tener atadas las manos, no se había podido limpiar, estaba tan desfigurado y flaco, que causó espanto, pero no compasión, a los del concilio.

 Preguntáronle de nuevo que les dijese si él era Cristo, que quiere decir el ungido. Esta segunda pregunta fue con intención maliciosa, como las demás, no para oír la verdad y admitirla, sino para calumniarla y ponérsela por acusación. Respondióles, y dijo: Si yo afirmo que soy el que me preguntáis, no daréis crédito a lo que dijere; y si os preguntare algo, tampoco me responderéis ni me soltaréis. Pero digo que el Hijo del Hombre, después de esto, se asentará a la diestra de la virtud de Dios. Replicaron los pontífices: ¿Luego tú eres Hijo de Dios? Respondió el Señor: Vosotros decís que yo soy. Viendo que se ratificaba el Señor en lo que antes había confesado, respondieron todos: ¿Qué necesidad tenernos de más testigos, pues él mismo nos lo confiesa por su boca? Y luego, de común acuerdo, decretaron que, como digno de muerte, fuese llevado y presentado a Poncio Pilatos, que gobernaba la provincia de Judea en nombre del Emperador romano, como señor de Palestina en lo temporal.

Llevaron los ministros a nuestro Salvador Jesús de casa de Caifás a la de Pilatos para presentársele atado, como digno de muerte, con las cadenas y sogas que le prendieron. Estaba la ciudad de Jerusalén llena de gente de toda Palestina, que habla concurrido a celebrar la gran Pascua del cordero y de los Ázimos; y con el rumor que ya corría en el pueblo y la noticia que todos tenían del Maestro de la vida, concurrió innumerable multitud a verle llevar preso por las calles, dividiéndose todo el vulgo en varias opiniones. Unos a grandes voces decían: «Muera, muera este mal hombre y embustero, que tiene engañado al mundo.» Otros respondían: «No parecían sus doctrinas tan malas ni sus obras, porque hacía muchas buenas a todos.» Otros, de los que hablan creído, se afligían y lloraban, y toda la ciudad estaba confusa y alterada. Era ya salido el sol cuando esto sucedía, y la dolorosa Madre, que todo lo miraba, determinó salir de su retiro para seguir a su Hijo santísimo a casa de Pilatos y acompañarle hasta la cruz. Salió la Reina del cielo por las calles de Jerusalén acompañada de San Juan y otras mujeres santas, aunque no todas le asistieron siempre, fuera de las tres Marías y algunas otras muy piadosas. Por donde pasaba oía varias razones y sentires de tan lastimoso caso, que unos a otros se decían, contando la novedad que había sucedido a Jesús Nazareno. Los más piadosos se lamentaban, y éstos eran los menos: otros decían cómo le querían crucificar; otros contaban dónde iban, y que le llevaban preso como a hombre facineroso; otros que iba, maltratado; otros preguntaban qué maldades había cometido, que tan cruel castigo le daban. Y, finalmente, muchos con admiración o con poca fe decían: «¿En esto han venido a parar sus milagros? Sin duda que todos eran embustes, pues no se ha sabido defender ni librar.» Y todas las calles y plazas estaban llenas de corrillos y murmuraciones.

Algunos de los que encontraban a María por las calles la conocían por Madre de Jesús Nazareno, y movidos de natural compasión la decían: «¡Oh triste Madre! ¿Qué desdicha te ha sucedido? ¡Qué lastimado y herido de dolor estará tu corazón! Otros con impiedad la decían: «¿ Por qué le consentías que intentase tantas novedades en el pueblo? Mejor fuera haberle recogido y detenido; pero será escarmiento para otras madres, que aprendan en tu desdicha cómo han de enseñar a sus hijos.” Entre esta variedad y confusión de gentes encaminaron los santos ángeles a la Emperatriz del cielo a la vuelta de una calle, donde encontró a su Hijo, y con incomparable ternura se miraron Hijo y Madre; habláronse con los interiores traspasados de inefable dolor. Quedó en el interior de nuestra Reina del cielo tan fija y estampada la imagen de su Hijo santísimo, así lastimado, afeado, encadenado y preso, que jamás en lo que vivió se le borraron de la imaginación aquellas especies, más que si las estuviera, mirando. Llegó Cristo nuestro bien a la casa de Pilatos, siguiéndole muchos del concilio de los judíos y gente innumerable de todo el pueblo. Y presentándole al juez, se quedaron los judíos fuera del pretorio o tribunal, fingiéndose muy religiosos, por no quedar irregulares e inmundos para celebrar la Pascua de los panes ceremoniales. Y como hipócritas estultísimos, no reparaban en el inmundo sacrilegio que les contaminaba las almas homicidas del Inocente. Pilatos, aunque gentil, condescendió con la ceremonia de los judíos, y viendo que reparaban en entrar en su pretorio, salió fuera. Y conforme al estilo de los romanos, les preguntó:

¿Qué acusación es la que tenéis contra este hombre? Respondieron los judíos: :Si no fuera malhechor, no le trajéramos así atado y preso como te le entregamos. Con todo eso, les replicó Pilatos: “Pues ¿qué delitos son los que ha cometido? – Está convencido, respondieron los judíos, que inquieta a la república, y se quiere hacer nuestro rey, y prohibe que se le paguen al César los tributos; se hace Hijo de Dios, y ha predicado nueva doctrina, comenzando de Galilea y prosiguiendo por toda Judea hasta Jerusalén. – Pues tomadle allá vosotros, dijo Pilatos, y juzgadle conforme a vuestras leyes; que yo no hallo causa justa para juzgarle.» Replicaron los judíos: «A nosotros no se nos permite condenar a alguno con pena de muerte, ni tampoco dársela.” A todas estas y otras demandas y respuestas estaba presente María Santísima con San Juan y las mujeres que la seguían. Y cubierta con su manto, lloraba sangre en vez de, lágrimas con la fuerza del dolor que dividía su virginal corazón.

Deseaba la indignación de los judíos hallar a Pilatos muy propicio, para que luego pronunciara la sentencia de, muerte contra el Salvador, Jesús; y como reconocieron que reparaba tanto en ello, comenzaron a levantar las voces con ferocidad, acusándole y repitiendo que se quería alzar con el reino de Judea, y para esto engañaba y conmovía los pueblos, Y se llamaba Cristo, que quiere decir ungido rey. Esta maliciosa acusación propusieron a Pilatos, porque se moviese más con el celo del reino temporal, que debía conservar debajo del Imperio romano. Y porque entre los judíos eran-los reyes ungidos, por eso añadieron que Jesús se llamaba Cristo, que es ungido como rey; y porque Pilatos, como gentil, cuyos reyes no se ungían, entendiese que llamarse Cristo era lo mismo que llamarse rey ungido de los judíos.

Preguntóle Pilatos al Señor: «¿Qué respondes a estas acusaciones que te oponen” No respondió Su Majestad palabra en presencia de los acusadores; y se admiró Pilatos de ver tal silencio y paciencia. Pero deseando examinar más si era verdaderamente rey, se retiró el mismo juez con el Señor adentro del pretorio, desviándose de la vocería de los judíos. Y allí a solas le preguntó Pilatos: «Dime, ¿eres tú Rey de los judíos?» No pudo pensar Pilatos que Cristo era rey de hecho; pues conocía que no reinaba, y así lo preguntaba para saber si era rey del derecho y si le tenía al reino. Respondióle nuestro Salvador: Esto que me preguntas ¿ha salido de ti mismo, o te lo ha dicho alguno hablándote de mí? Replicó Pilatos: «¿Yo acaso soy judío para saberlo? Tu gente y tus pontífices te han entregado a mi tribunal: dime lo que has hecho y qué hay en esto.» Entonces respondió el Señor: Mi reino no es de este mundo; porque si lo fuera, cierto que mis vasallos me defendieran, para que, no fuera entregado a los judíos; mas ahora no tengo aquí mi reino. Creyó el juez en parte esta respuesta del Señor, y así le replicó:

«¿Luego tú rey eres, pues tienes reino?» No lo negó Cristo, y añadió, diciendo: Tú dices que yo soy rey; y para dar testimonio de la verdad nací yo en el mundo; y todos los que son nacidos de la verdad oyen mis palabras. Admiróse Pilatos de esta respuesta del Señor, y volvióle a preguntar: «¿Qué cosa es la verdad?” Y sin aguardar más respuesta salió otra vez del pretorio, y dijo a los judíos: «Yo no hallo culpa en este hombre para condenarle. Ya sabéis que tenéis costumbre de que por la fiesta de Pascua dais libertad a un preso; decidme si gustáis que sea Jesús o Barrabás que era un ladrón y homicida que a la sazón tenían en la cárcel por haber muerto a otro en una pendencia. Levantaron todos la voz, y dijeron: «A Barrabás pedimos que sueltes, y a Jesús que crucifiques.» En esta petición se ratificaron, hasta que se ejecutó como lo pedían.

Una de las acusaciones que los judíos y sus pontífices presentaron a Pilatos contra Jesús fue que había predicado, comenzando de la provincia de Galilea a conmover el pueblo. De aquí tomó ocasión Pilatos para preguntar si Cristo nuestro Señor era Galileo.

Hallábase en aquella ocasión Herodes en Jerusalén celebrando la Pascua de los judíos. Este era hijo de otro rey, Herodes, que antes había degollado a los inocentes. Pilatos estaba encontrado con Herodes, porque los dos gobernaban las dos principales provincias de Palestina, Judea y Galilea, y poco tiempo antes había sucedido que Pilatos, celando el dominio del Imperio romano, había degollado a unos galileos cuando hacían ciertos sacrificios mezclando la sangre de los reos con la de los sacrificios.

Cuando Herodes tuvo aviso que Pilatos le remitía a Jesús Nazareno, alegróse grandemente. Sabía era muy amigo de Juan, a quien él había mandado degollar, y estaba informado de la predicación que hacía; y con estulta y vana curiosidad deseaba que en su presencia obrase alguna cosa extraordinaria y nueva de qué admirarse y hablar con entretenimiento.

Indignóse Herodes con el silencio y mansedumbre de nuestro Salvador, que frustraban su vana curiosidad; y casi confuso el inicuo juez, lo disimuló, burlándose del Maestro; y despreciándolo con todo su ejército, le mandó remitir otra vez a Pilatos. Y habiéndose reído con mucho escarnio de la modestia del Señor, todos los criados de Herodes, para tratarle como a loco y menguado de juicio, le vistieron una ropa blanca con que señalaban a los que perdían el seso, para que todos huyesen de ellos. Pero en nuestro Salvador esta vestidura fue símbolo y testimonio de su inocencia y pureza.

A los oprobios y acusaciones que hicieron los sacerdotes contra el Autor de la vida en presencia de Herodes, y a las preguntas que él mismo le propuso, no estuvo presente corporalmente su afligida Madre, aunque todas las vio por otro modo de visión interior; porque estaba fuera del tribunal donde entraron al Señor. Mas cuando salió fuera de la sala donde le habían tenido, topó con ella, y se miraron con íntimo dolor y recíproca compasión, correspondiente al amor de tal Hijo y de tal Madre. Y fue nuevo instrumento para dividirle el corazón aquella vestidura blanca que le habían puesto, tratándole como a hombre insensato y sin juicio. En este camino de Herodes a Pilatos sucedió que con la multitud del pueblo, y con la priesa que aquellos ministros llevaban al Señor, atropellándole y derribándole algunas veces en el suelo y tirando con suma crueldad de las sogas, le hicieron reventar la sangre de sus, sagradas venas, y como no se podía levantar por llevar atadas las manos, ni el tropel de la gente se podía ni quería detener, daban sobre su Divina Majestad, y le hollaban y pisaban, y le herían con muchos golpes y puntillazos, causando gran risa a los soldados, en vez de la natural compasión de que por industria del demonio estaban totalmente desnudos como si no fueran hombres. A la vista de tan desmedida crueldad creció la compasión y sentimiento de la dolorosa y amorosa Madre.

Llegó nuestro Salvador Jesús segunda vez a casa de Pilatos, y de nuevo le comenzaron a pedir los judíos que le condenasen a muerte de cruz. Pilatos, que conocía la inocencia de Cristo y la mortal envidia de los judíos, sintió mucho que le restituyese Herodes la causa de que él deseaba eximirse. Estando Pilatos con estas altercaciones de los judíos, sucedió que sabiéndolo su mujer, que se llamaba Prócula, le envió un recado diciéndole: «¿Qué tienes tú que ver con ese hombre justo? Déjale; porque te hago saber que por su causa he tenido hoy algunas visiones.”

Con esta visión recibió Prócula grande espanto y temor; y cuando entendió lo que pasaba entre los judíos y su marido Pilatos, le envió el recado que dice San Mateo, para que no se metiese en condenar a muerte al que miraba y tenía por justo. Entonces insistió tercera vez con los judíos defendiendo a Cristo Nuestro Señor como inculpable, y testificando que no hallaba en él crimen alguno ni causa de muerte, que le castigarla y soltaría. Y de hecho le castigó, para ver si con esto quedarían satisfechos. Pero los judíos, dando voces, respondieron que le crucificase. Entonces Pilatos pidió que le trajesen agua, y mandó soltar a Barrabás como lo pedían. Lavóse las manos en presencia de todos, diciendo: «Yo no tengo parte en la muerte de este hombre justo al que vosotros condenáis.”

 

CAPITULO XXVIII

La flagelación. – Cristo sentenciado a muerte de cruz.

Conociendo Pilatos la porfiada indignación de los judíos contra Jesús Nazareno, y deseando no condenarle a muerte, porque le conocía inocente, le pareció que, mandándole azotar con rigor, aplacaría el furor de aquel ingratísimo pueblo y la envidia de los pontífices y escribas, para que dejasen de perseguirle y pedir su muerte.

Pilatos estaba entre la luz de la verdad que conocía y entre los motivos humanos y terrenos que le gobernaban, y siguiendo el error que ellos administran a los que gobiernan, mandó azotar con rigor al mismo que protestaba hallarle sin culpa. Para ejecutar este acto tan injusto, fueron señalados seis ministros de justicia o sayones robustos y de mayores fuerzas, que, como hombres viles, réprobos y sin piedad, admitieron muy gustosos el oficio de verdugos; porque el airado y envidioso siempre se deleita en ejecutar su furor, aunque sea con acciones inhonestas, crueles y feas. Luego estos ministros del demonio, con otros muchos, llevaron a nuestro Salvador Jesús al lugar de aquel suplicio, que era un patio o zaguán de; la casa donde solían dar tormento a otros delincuentes para que confesaran sus delitos. Este patio era de un edificio no muy alto y rodeado de columnas, que, unas estaban cubiertas con el edificio que sustentaban, y otras descubiertas y más bajas.

A una columna de éstas, que era de mármol, le ataron fuertemente; porque siempre le juzgaban por mágico, y temían no se les fuese de entre las manos.

Desnudaron a Cristo nuestro Redentor primero la vestidura blanca, no con menor ignominia que en casa del adúltero homicida Herodes se la habían vestido. Y para desatarle las sogas y cadenas que debajo tenía desde la prisión del huerto, le maltrataron impíamente, rompiéndole las llagas que las mismas prisiones por estar tan apretadas le habían abierto en los brazos y muñecas. Y dejándole sueltas las manos divinas, le mandaron con ignominioso imperio y blasfemia que el mismo Señor se despojase de la túnica inconsútil que iba vestido.

Esta era la misma en número que su Madre Santísima le había vestido en Egipto, cuando al dulcísimo Jesús niño le puso en pie. Sola esta túnica tenía entonces el Señor, porque en el huerto, cuando le prendieron, le quitaron un manto o capa que solía traer sobre la túnica. Obedeció el Hijo del Eterno Padre a los verdugos, y comenzó a desnudarse, para quedar en presencia de tanta gente con la afrenta de la desnudez de su sagrado y honestísimo cuerpo. Y los ministros de aquella crueldad, pareciéndoles que la modestia del Señor tardaba mucho a despojarse, le asieron de la túnica con violencia, para desnudarle muy aprisa, y como dicen, a rodapelo. Quedó Su Majestad totalmente desnudo, salvo unos paños de honestidad que traía debajo la túnica, que también eran los mismos que su Madre Santísima le vistió en Egipto con la tunicela; porque todo había crecido con el sagrado cuerpo, sin habérselos desnudado, ni esta ropa ni el calzado que la misma Señora le puso, salvo en la predicación, que muchas veces andaba el pie por tierra.

Algunos Doctores entiendo que han dicho o meditado que a nuestro Salvador Jesús en esta ocasión de los azotes, y para ser crucificado, le desnudaron del todo, permitiendo Su Majestad aquella confusión para mayor tormento de su persona. Pero habiendo inquirido la verdad, con nuevo orden de la obediencia, se me ha declarado que la paciencia del Divino Maestro estuvo aparejada para padecer todo lo que fuera decente y sin resistencia a ningún oprobio. Y que los verdugos intentaron este agravio de la total desnudez ,de su cuerpo santísimo, y llegaron a querer despojarle de aquellos paños de honestidad con que sólo había quedado. Pero no lo pudieron conseguir; porque en llegando a tocarlos, se les quedaban los brazos yertos y helados, como sucedió en casa de Caifás, cuando pretendieron desnudar al Señor del cielo. Y aunque todos los seis verdugos llegaron a probar sus fuerzas en esta injuria, les sucedió lo mismo; no obstante que después, para azotar al Señor con más crueldad, estos ministros del pecado le levantaron algo los paños de la honestidad; y a esto dio lugar Su Majestad, mas no a que le despojasen del todo y se los quitasen.

En esta forma quedó Su Majestad desnudo en presencia de mucha gente, y los seis verdugos le ataron cruelmente a una columna de aquel edificio para castigarle más a su salvo. Luego, por su orden, de dos en dos le azotaron con crueldad tan inaudita, que no pudo caer en condición humana, si el mismo Lucifer no se hubiera revestido en el impío corazón de aquellos sus ministros. Los dos primeros azotaron al Señor con unos ramales de cordeles muy retorcidos, endurecidos y gruesos, estrenando en este sacrilegio todo el furor de su indignación y las fuerzas de sus potencias corporales. Con estos primeros azotes levantaron en el cuerpo deificado de nuestro Salvador grandes cardenales y verdugos, de que le cuajaron todo, quedando entumecido y desfigurado, y por todas partes para reventar la preciosísima sangre por las heridas. Pero cansados estos sayones, entraron de nuevo a porfía los otros dos segundos; y con los segundos ramales de correas como riendas durísimas le azotaron sobre las primeras heridas, rompiendo todas las ronchas y cardenales que los primeros habían hecho, y derramando la sangre divina, que no sólo bañó todo el sagrado cuerpo de Jesús nuestro Salvador, sino que salpicó y cubrió las vestiduras de los ministros, sacrílegos que le atormentaban, y corrió hasta la tierra.

Con esto se retiraron los segundos verdugos, y comenzaron los terceros, sirviéndoles de nuevos instrumentos unos ramales de nervios de animales, casi duros como mimbres ya secos. Estos azotaron al Señor con mayor crueldad, no sólo porque ya no herían a su virginal cuerpo, sino a las mismas heridas que los primeros habían dejado; y también porque de nuevo fueron ocultamente irritados por los demonios, que de la paciencia de Cristo, estaban más enfurecidos. Y como en el sagrado cuerpo estaban ya rotas las venas, y todo él era una llaga continuada, no hallaron estos terceros verdugos parte sana en que abrirlas de nuevo. Y repitiendo los inhumanos golpes rompieron las inmaculadas y virgíneas carnes de Cristo, derribando al suelo muchos pedazos de ella, y descubriendo los huesos en muchas partes de las espaldas, donde se manifestaban patentes y rubricados con la sangre; y en algunas se descubrían más espacio del hueso que una palma de la mano. Y para borrar del todo aquella hermosura que excedía a todos los hijos de los hombres, le azotaron en su divino rostro, en los pies y en las manos, sin dejar lugar que no hiriesen, donde pudieron extender su furor y alcanzar la indignación que contra el inocentísimo Cordero habían concebido. Corrió su divina sangre por el suelo, resbalándose en muchas partes con abundancia. Y estos golpes que le dieron en pies, manos y en el rostro, fueron de incomparable dolor, por ser estas partes más nerviosas, sensibles y delicadas.

Quedó aquella venerable cara entumecida y llagada, hasta cegarle los ojos con la sangre y cardenales que en ella hicieron. Sobre todo esto le llenaron de salivas inmundísimas, que a un mismo tiempo le arrojaron, hartándole de oprobios. El número ajustado de los azotes que dieron al Salvador fueron cinco mil ciento quince, desde las plantas de los pies hasta la cabeza.

Ejecutada la sentencia de los azotes, los mismos verdugos con imperioso desacato desataron a nuestro Salvador de la columna, y renovando las blasfemias le mandaron se vistiese luego su túnica que le habían quitado. Vistióse nuestro Salvador, habiendo padecido sobre sus llagas el nuevo dolor que le causaba el frío, y Su Majestad había estado desnudo grande rato; con que la sangre de las heridas se le había helado, y comprimía las llagas, que estaban entumecidas y más dolorosas.

Llevaron luego a Jesús al pretorio, donde le desnudaron con la misma crueldad y desacato, y le vistieron una ropa de púrpura muy lacerada y manchada, como vestidura de rey fingido, para irrisión de todos.

Pusiéronle también en su sagrada cabeza un seto de espinas muy tejido, que le, sirviese de corona. Era este seto de juncos espinosos, con puntas muY aceradas y fuertes; y se le apretaban, de manera, que muchas le penetraron hasta el casco, algunas hasta los oídos, y otras hasta los ojos. Y por esto fue uno de los mayores tormentos el que padeció Su Majestad con la corona de espinas. En vez de cetro real le pusieron en la mano derecha una caña contenible. Y sobre todo esto le arrojaron sobre los hombros un manto de color morado, al modo de capas que se usan en la Iglesia; porque también este vestido pertenecía al adorno de la dignidad y persona de los reyes.

Con toda esta ignominia Armaron rey de burlas los pérfidos judíos al que por naturaleza y por todos títulos era verdadero Rey de los reyes y Señor de los señores. Juntáronse luego todos los de la milicia en presencia de los pontífices y fariseos, y cogiendo en medio a nuestro Salvador, con desmedida irrisión y mofa, le llenaron de blasfemia; porque unos le hincaban las rodillas, y con burla le decían: «Dios te salve, Rey de los judíos». Otros le daban de bofetadas; otros, con la misma caña que tenía en sus manos herían su divina cabeza, dejándola lastimada; otros le arrojaban inmundísimas salivas; y todos le injuriaban y despreciaban con diferentes contumelias, administradas del demonio por medio de su furor diabólico.

Decretó Pilatos la sentencia de muerte de cruz contra la misma vida, a satisfacción y gusto de los pontífices y fariseos. Y habiéndola intimado y notificado al inocentísimo reo, retiraron a Su Majestad a otro lugar en la casa del juez, donde le desnudaron la púrpura ignominiosa que le habían puesto como a rey de burlas y fingido. Todo fue con misterio de parte del Señor; aunque de parte de los judíos fue acuerdo de su malicia, para que fuese llevado al suplicio de la cruz con sus propias vestiduras, y por ellas le conociesen todos, porque de los azotes, salivas y corona estaba tan desfigurado su divino rostro, que sólo por el vestido pudo ser conocido del pueblo. Vistiéronle la túnica inconsútil, que los ángeles con orden de su Reina administraron, trayéndola ocultamente de un rincón, adonde los ministros la habían arrojado en otro aposento en que se la quitaron, cuando le pusieron las púrpura de irrisión y escándalo.

Era viernes, día de Parásceve, que en griego significa lo mismo que preparación o disposición, porque aquel día se prevenían y disponían los hebreos para el siguiente del sábado, que era su gran solemnidad, y en ella no hacían obras serviles, ni para prevenir la comida, y todo se hacía el viernes. A vista de todo este pueblo sacaron a nuestro Salvador con sus propias vestiduras, tan desfigurado y encubierto su divino rostro en las llagas, sangre y salivas, que nadie le reputara por el mismo que antes había visto y conocido.

Apareció, como dijo Isaías, como leproso y herido del Señor; porque la sangre seca y los cardenales le habían transfigurado en una llaga. De las inmundas salivas le habían limpiado algunas veces los santos ángeles, por mandárselo la afligida Madre; pero luego las volvían a repetir y renovar con tanto exceso, que en esta ocasión apareció todo cubierto de aquellas asquerosas inmundicias. A la vista de tan doloroso espectáculo se levantó en el pueblo una tan confusa gritería y alboroto, que nada se entendía ni oía más del bullicio y eco de las voces.

Mas entre todas resonaban las de los pontífices y fariseos, que con descompuesta alegría y escarnio hablaban con la gente para que se quietasen, y despejasen la calle por donde habían de sacar al divino sentenciado, y para que oyeran su capital sentencia.

TENOR DE LA SENTENCIA DE MUERTE QUE DIO PILATOS CONTRA JESUS NAZARENO

Yo Poncio Pilatos, presidente en la inferior Galilea, aquí en Jerusalén regente del Imperio romano, dentro del palacio de archipresidencía, juzgo, sentencio y pronuncio que condeno a muerte a Jesús, llamado de la plebe Nazareno, y de, patria Galileo, hombre sedicioso, contrario de la ley de nuestro, Senado y del grande emperador Tiberio César. Y por la dicha mi sentencia determino que su muerte sea en cruz, fijado con clavos a usanza de reos; porque aquí, juntando y congregando cada día muchos hombres pobres y ricos, no ha cesado de remover tumultos por toda Judea, haciéndose Hijo de Dios y Rey de Israel, con amenazarles la ruina de esta tan insigne ciudad de Jerusalén y su templo, y del sacro Imperio, negando el tributo al César, y por haber tenido atrevimiento de entrar con ramos y triunfo con gran parte de la plebe dentro de la misma ciudad de Jerusalén y en el sacro templo de Salomón.

Mando al primer centurión, llamado Quinto Cornelio, que le lleve por la dicha ciudad de, Jerusalén a la vergüenza, ligado así como esta, azotado por mi mandamiento. Y séanle puestas sus vestiduras para que sea conocido de todos, y la propia cruz en que ha de ser crucificado. Vaya en medio de los otros dos ladrones por todas las calles públicas, que asimismo están condenados a muerto por hurtos y homicidios que han cometido, para, que de esta manera sea ejemplo de todas las gentes y malhechores.

Quiero asimismo y mando por esta mi sentencia, que después de haber así traído por las calles públicas a este malhechor, le saquen de la ciudad por la puerta Pagora, la que ahora es, llamada Antoniana, y con voz de pregonero que diga todas estas culpas en esta mi sentencia expresadas, le, lleven al monte que se dice Calvario, donde se acostumbra a ejecutar y hacer la justicia de los malhechores facinerosos, y allí fijado y crucificado en la misma cruz que llevare (como arriba se dijo), quede su cuerpo colgado entre los dichos dos ladrones. Y sobre la cruz, que es en lo más alto de ella, le sea puesto el título de su nombre en las tres lenguas que ahora más se usan; conviene a saber: hebrea, griega y latina, y que en todas ellas y cada una diga: ESTE ES JESUS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS, para que todos lo entiendan y sea conocido de todos.

Asimismo mando, so pena de perdición de bienes y de la vida y de rebelión al Imperio romano, que ninguno, de cualquiera estado y condición que sea, se atreva temerariamente a impedir la dicha justicia por mí mandada hacer, pronunciada, administrada y ejecutada con todo rigor, según los decretos y leyes romanas y hebreas. Año de la creación del mundo cinco mil doscientos treinta y tres, día veinticinco de marzo.

Pontius Pilatus Judex et Gubernator Galileae inferioris pro Romano Imperio qui supra propria manu.

 

CAPITULO XXIX

El camino del Calvario. Encuentro de la Madre y el Hijo. El Cirineo. -Hiel por bebida. – Crucifixión. – La cruz enarbolada. –El buen ladrón. – Consummatum est.

Leída la sentencia de Pilatos contra nuestro Salvador, que dejo referida, con alta voz en presencia de todo el pueblo, los ministros cargaron sobre los delicados y llagados hombros de Jesús la pesada cruz en que había de ser crucificado. Y para que la llevase le desataron las manos con que la tuviese, pero no el cuerpo, para que pudiesen ellos llevarle asido tirando de las sogas con que estaba ceñido; y para mayor crueldad le dieron con ellas a la garganta dos vueltas. Era la cruz, de quince pies en largo, gruesa y de madera muy pesada. Comenzó el pregón de la sentencia, y toda aquella multitud confusa y turbulenta de pueblo, ministros y soldados, con gran estrépito y vocería se movió con una, desconcertada procesión, para encaminarse por las calles de Jerusalén desde el palacio de Pilatos para el monte Calvario. Los ministros de la justicia, como desnudos de toda humana compasión y piedad, llevaban a nuestro Salvador con increíble crueldad y desacato. Tiraban unos de las sogas adelante para que apresurase el paso; otros para atormentarle tiraban atrás para detenerle. Y con estas violencias Y el grave peso de la cruz le obligaban y compelían a dar muchos vaivenes y caídas en el suelo. Y con los golpes que recibía de las piedras se le abrieron llagas, en particular dos en las rodillas, renovándosele todas las veces que repetía las caídas. Y el peso de la cruz le abrió de nuevo otra llaga en el hombro que se la cargaron. Y con los vaivenes, unas veces topaba la cruz contra la sagrada cabeza, y otras la cabeza contra la cruz, y las espinas de la corona le penetraban de nuevo con el golpe que recibía, profundándose más en lo que no estaba herido de la carne.

Entre la multitud de la gente partió la dolorosa y lastimada Madre de casa de Pilatos en seguimiento de su Hijo, acompañada de San Juan, de la Magdalena y las otras Marías. Y como el tropel de la confusa multitud los embarazaba para llegarse más cerca, pidió la Reina al eterno Padre le concediese estar al pie de la cruz en compañía de su Hijo, de manera que pudiese verle corporalmente; y ordenó también a los santos ángeles que dispusiesen ellos cómo aquello se ejecutase. Obedeciéronlá los ángeles, y con toda presteza encaminaron a su Reina y Señora por el atajo de una calle, por donde salieron al encuentro de su Hijo, y se vieron cara a cara Hijo y Madre, reconociéndose entrambos, y renovándose recíprocamente el dolor de lo que cada uno padecía; pero no se hablaron vocalmente, ni la fiereza de los ministros diera lugar para hacerlo. Mas la Madre adoró a su Hijo, afligido con el peso de la cruz; y con la voz interior le pidió, que pues ella no podía descansarle de la carga de la cruz, ni tampoco permitía que los ángeles lo hicieranse dignase su Potencia de poner en el corazón de aquellos ministros le diesen alguno que le ayudase a llevarla. Esta petición admitió Cristo, y de ella resultó el conducir a Simón Cirineo para que llevase la cruz con el Señor. Porque los fariseos y ministros se movieron para esto, unos de alguna natural humanidad., otros de temor que no acabase Cristo nuestro Señor la vida antes de llegar a quitársela en la misma cruz, porque iba muy desfallecido. A todo humano encarecimiento y discurso excede el dolor que la Madre Virgen sintió en este viaje del monte Calvario.

Seguían asimismo al Señor (como dice el evangelista San Lucas) con la turba de la gente popular otras muchas mujeres que se lamentaban y lloraban amargamente. Llegó en esta ocasión Simón Cirineo (llamado así porque era natural de Cireneo, ciudad de Libia, y venía a Jerusalén), que era padre de dos discípulos del Señor, llamados Alejandro y Rufo. A este Simón obligaron los judíos a que llevase la cruz parte del camino, sin tocarla ellos; porque se afrentaban de llegara ella, como instrumento del castigo de un hombre a quien justiciaban por malhechor insigne. Esto pretendían que todo el pueblo entendiese con aquellas ceremonias y cautelas. Tomó la cruz el Cirineo, y fue siguiendo a Jesús, que iba entre los dos ladrones para que todos creyesen era malhechor y facineroso como ellos. Iba la Madre de Jesús muy cerca, como lo había deseado y pedido al eterno Padre.

Llegó nuestro salvador, verdadero y nuevo Isaac, Hijo del Eterno Padre, al monte del sacrificio. Era el monte Calvario lugar inmundo y despreciado, como destinado para el castigo de los facinerosos y condenados, de cuyos cuerpos recibía mal olor y mayor ignominia. Llegó tan fatigado nuestro Jesús, que paree a todo transformado en llagas y dolores, cruentado, herido y desfigurado. Llegó también la dolorosa Madre llena de amargura a lo alto del Calvario muy cerca de su Hijo corporalmente; mas en el espíritu y dolores estaba como fuera de sí, porque se transformaba toda en su amado y en lo que padecía. Estaban con ella San Juan y las tres Marías; porque para esta sola y santa compañía, había pedido y alcanzado este gran favor de hallarse tan vecinos y presentes al Salvador y su cruz. La Madre conoció que los impíos ministros de la pasión intentaban dar al Señor la bebida del vino mirrado con hiel, Para añadir este nuevo tormento a nuestro Salvador, tomaron ocasión los judíos de la costumbre que tenían de dar a los condenados a muerte una bebida de vino fuerte y aromático, con que se confortasen los espíritus vitales, para tolerar con más esfuerzo los tormentos del suplicio, derivando esta piedad de lo que Salomón dejó escrito en los Proverbios: ‘Tales sidra a los que están tristes, y el vino a los que padecen amargura del, corazón». Esta bebida, que en los demás justiciados podía ser algún socorro y alivio, pretendió la pérfida crueldad de los impíos judíos conmutar en mayor pena con nuestro Salvador, dándosela amarguísima y mezclada con hiel, y que no tuviese en él otros efectos más que el tormento de la amargura. Conoció la divina Madre esta inhumanidad, y con maternal compasión y lágrimas oró al Señor, pidiéndole no la bebiese. Y Su Majestad, condescendiendo con la petición de su Madre, gustóla poción amarga y no la bebió.

Era ya la hora de sexta, que corresponde a la de mediodía, y los ministros de justicia, para crucificar desnudo al Salvador, le despojaron de la túnica inconsútil y vestiduras. Y como la túnica era cerrada y larga, desnudáronsela, para sacarla por la cabeza, sin quitarle la corona de espinas; y con la violencia que hicieron arrancaron la corona con la misma túnica con desmedida crueldad; porque le rasgaron de nuevo las heridas de su sagrada cabeza, y en algunas se quedaron las puntas de las espinas, que con ser tan duras y aceradas se rompieron con la fuerza que los verdugos arrebataron la túnica, llevando tras de sí la corona: la cual volvieron a fijar en la cabeza con impía crueldad, abriendo llagas sobre llagas. Renovaron junto con esto las de todo su cuerpo santísimo; porque en ellas estaba ya pegada la túnica, y el despegarla fue, como dice David, añadir de nuevo sobre el dolor de sus heridas. Cuatro veces desnudaron y vistieron en su pasión a nuestro Señor. La primera, para azotarle en la columna; la segunda, para ponerle la púrpura afrentosa; la tercera, cuando se la quitaron y le volvieron a vestir de su túnica; la cuarta fue ésta del Calvario, para no volverle a vestir; y en ésta fue más atormentado, porque las heridas fueron más, y su humanidad santísima estaba debilitada, y en el monte Calvario más desabrigado y ofendido del viento; que también tuvo licencia este elemento para afligirle en su muerte la destemplanza de frío.

A todas estas penas se añadía el dolor de estar desnudo en presencia de su Madre, de las devotas mujeres que le acompañaban y de la multitud de gente que allí estaba. Sólo reservó su poder los paños interiores que su Madre Santísima le había puesto debajo la túnica en Egipto; porque ni cuando le azotaron se los pudieron quitar los verdugos, ni tampoco se los desnudaron para crucificarle, y así fue con ellos al sepulcro; y esto se me ha manifestado muchas veces. No obstante que para morir Cristo en suma pobreza, y sin llevar ni tener consigo cosa alguna de cuantas era Criador y verdadero Señor, por su voluntad muriera totalmente desnudo y sin aquellos paños, si no interviniera la voluntad y petición de su Madre, que fue la que así lo pidió, y lo concedió nuestro Señor; porque satisfacía con este género de obediencia de hijo a la suma pobreza en que deseaba morir. Estaba la santa cruz tendida en tierra, y los verdugos prevenían lo demás necesario para crucificarle, como a los otros dos que juntamente habían de morir. Para señalar los barrenos de los clavos en la cruz, mandaron los verdugos con imperiosa soberbia al Criador del universo (¡oh temeridad formidable!) que se tendiese en ella, y el Maestro de la humildad obedeció sin resistencia. Pero ellos con inhumano y cruel instinto señalaron los agujeros, no iguales al sagrado cuerpo, sino más largos, para lo que después hicieron.

Esta nueva impiedad conoció la Madre, y fue una de las mayores aflicciones que padeció su corazón en toda la pasión; porque penetró los intentos depravados de aquellos ministros del pecado, y previno el tormento que su Hijo había de padecer para clavarle en la cruz. Pero no lo pudo remediar; porque el mismo Señor quería padecer también aquel trabajo por los hombres. Y cuando se levantó Su Majestad para que barrenasen la cruz, acudió la gran Señora, y le tuvo de un brazo y le, besó la mano. Dieron lugar a esto los verdugos, porque juzgaron que a la vista de su Madre se afligiría más el Señor; y ningún dolor que le pudieran dar le perdonaron. Pero no entendieron el misterio; porque no tuvo Su Majestad en su pasión otra causa de mayor consuelo como ver a su Madre, y la hermosura, de su alma, y en ella el retrato de sí mismo ,y el entero logro del fruto de su pasión y muerte; Y este gozo en algún modo confortó a Cristo en aquella hora.

Formados en la santa cruz los tres barrenos, mandaron los verdugos a Cristo Señor nuestro segunda vez que se tendiese sobre ella para clavarle. Y como artífice de la paciencia, obedeció y se puso en la cruz, extendiendo los brazos sobre el infeliz madero a la voluntad de los ministros de su muerte. Estaba Su Majestad tan desfallecido, desfigurado Y exangüe, que si en la impiedad ferocísima de aquellos hombres tuvieran algún lugar la natural razón y humanidad, no era posible que la crueldad hallara objeto en qué obrar entre la mansedumbre, humildad, llagas y dolores del inocente. Luego cogió la mano de Jesús uno de los verdugos, y asentándola sobre el agujero de la cruz, otro verdugo la clavó en él, penetrando a martilladas la palma del Señor con un clavo esquinado y grueso, Rompiéronse con él las venas y los nervios, y se desconcertaron los huesos de aquella mano sagrada que fabricó los cielos y cuanto tiene ser. Para clavarle la otra mano no alcanzaba el brazo al agujero; porque los nervios se le habían encogido, y de malicia le habían alargado el barreno, como arriba se dijo; y para remediar esta falta tomaron la misma cadena con que el Señor había estado preso desde el huerto, y argollándole la muñeca con el un extremo donde tenía una argolla como esposas, tiraron con inaudita crueldad del otro extremo, y ajustaron la mano con el barreno, y la clavaron con otro clavo. Pasaron a los pies, y puesto el uno sobre el otro, amarrándolos con la misma cadena y tirando de ella con gran fuerza y crueldad, los clavaron juntos con el tercer clavo, algo más fuerte que los otros. Quedó aquel sagrado cuerpo, en quien estaba unida la divinidad, clavado y fijo en la cruz, y aquella fábrica de sus miembros deificados, y formados por el Espíritu Santo, tan disuelta y desencuadernada, que se le pudieron contar los huesos, porque todos quedaron dislocados y señalados, fuera de su lugar natural. Desencajáronle los del pecho, de los hombros y espaldas, y todos se movieron de su lugar, cediendo a la violenta crueldad de los verdugos. No cabe en lengua ni discurso nuestro la ponderación de los dolores de nuestro Salvador en este tormento.

Fijado el Señor en la cruz, para que los clavos no soltasen al divino cuerpo, arbitraron los, ministros de la justicia redoblarlos por la parte que traspasaban el sagrado madero, y para ejecutarlo comenzaron a levantar la cruz para volverla, cogiendo debajo contra la tierra al mismo Señor crucificado. Esta nueva crueldad alteró a todos los circunstantes, y se levantó grande gritería en aquella turba, movida de compasión. Luego arrimaron la cruz con el Crucificado divino al agujero donde se habla de enarbolar. Y llegándose unos con los hombros y otros con alabardas y lanzas, levantaron al Señor en la cruz, fijándola en el hoyo que para esto habían abierto en el suelo. Quedó nuestra verdadera salud en el aire, pendiente del sagrado madero a vista de innumerable pueblo de diversas gentes y naciones. No quiero omitir otra crueldad que he conocido usaron con Su Majestad cuando le levantaron, que con las lanzas e instrumentos de armas le hirieron, haciéndole debajo los brazos profundas heridas, porque le fijaron los hierros en la carne para ayudar a levantarle en la cruz. Renovóse al espectáculo el vocerío del pueblo con mayores gritos y confusión. Los judíos blasfemaban, los compasivos se lamentaban, los extranjeros se admiraban; unos a otros se convidaban al espectáculo, otros no le podían mirar con el dolor; unos ponderaban el escarmiento en cabeza ajena, otros le llamaban justo, y toda esta variedad de juicios y palabras eran flechas para el corazón de la Madre.

El sagrado cuerpo derramaba mucha sangre de las heridas de los clavos, que con el peso y golpe de la cruz se estremeció, y se rompieron de nuevo las llagas, quedando más patentes las fuentes, a que nos convidó por Isaías para que fuésemos a coger de ellas con alegría las aguas con que apagar la sed y lavar las manchas de nuestras culpas. Nadie tiene excusa, si no se diere prisa, llegando a beber en ellas, pues se venden sin conmutación de plata ni oro y se dan de balde sólo por la voluntad de recibirlas. Crucificaron luego a los dos ladrones y fijaron sus cruces, la una a la mano derecha y la otra a la siniestra de nuestro Redentor, dándole el lugar del medio, como a quien reputaban por principal malhechor. Y olvidándose los pontífices y fariseos de los dos facinerosos, convirtieron todo su furor contra el Santo. Y moviendo las cabezas con escarnio y mofa, arrojaron piedras y polvo contra la cruz del Señor y contra su real persona. Decían: «¡ Ah, tú que destruyes el templo de Dios y en tres días lo reedificas! Sálvate ahora a ti mismo; a otros hizo salvos y a sí mismo no se puede salvar». Otros decían: «Si éste es Hijo de Dios, descienda ahora de la cruz y le creeremos». Los dos ladrones también se burlaban de Su Majestad al principio, y decían: «Si eres Hijo de Dios, Sálvate a ti mismo y a nosotros». Estas blasfemias de los ladrones fueron para el Señor de tanto mayor sentimiento, cuanto a ellos estaba más próxima la muerte, y perdían aquellos dolores con que morían y podía satisfacer en parte por sus delitos, castigados por la justicia, como luego lo hizo uno de ellos, aprovechando la ocasión más oportuna que tuvo pecador alguno del inundo.

Los soldados que crucificaron a Jesús nuestro Salvador, como ministros a quien tocaban los despojos del ajusticiado, trataron de dividir los vestidos del inocente. Y la capa o manto superior, que por divina, dispensación la llevaron al Calvario, la hicieron partes (ésta era la que se desnudó en la cena para lavar los pies a los Apóstoles) y la dividieron entre sí mismos, que eran cuatro. Pero la túnica inconsútil no quisieron dividirla, y echaron suertes sobre ella y la llevó a quien le tocó, cumpliéndose a la letra la profecía de David. Los misterios de no romper esta túnica declaran los Santos y Doctores, y uno de ellos fue significar cómo este hecho de los judíos, aunque rompieron con tormentos y heridas la humanidad santísima de Cristo nuestro bien, con que estaba, cubierta la divinidad; pero a ésta no pudieron ofenderla con la pasión ni tocar en ella.

Y como el madero de la santa cruz era el trono de la majestad real de Cristo y la cátedra de donde quería enseñar la ciencia de la vida, estando ya Su Majestad levantado en ella y confirmando la doctrina con el ejemplo, dijo aquella palabra en que comprendió la suma de la caridad y perfección: Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen. Conoció algo de este Sacramento uno de los dos ladrones llamado Dimas, ,y obrando al mismo tiempo la intercesión y oración de María, fue ilustrado interiormente para conocer a su Maestro en esta primera palabra, que habló en la cruz. Y movido con verdadero olor y contrición de sus culpas, se convirtió a su compañero, y le dijo: ¿Ni tú tampoco temes a Dios, que con estos blasfemos perseveras en la misma condenación?, Nosotros pagamos nuestro merecido; pero éste, que padece, con nosotros, no ha cometido culpa alguna. Y hablando luego a nuestro Salvador, le dijo: Señor, acuérdate de mí Mando llegareis a tu reino. En este felicísimo ladrón y en el Centurión y en los demás que confesaron a Cristo en la cruz se comenzaron a estrenar los efectos de la redención. Pero el mejor afortunado fue Dimas, que mereció oír la segunda palabra que dijo el Señor: De verdad te digo que hoy serás conmigo en el Paraíso. ¡Oh bienaventurado ladrón, que tú solo alcanzaste para ti tal palabra, deseada de todos los justos y santos de la tierra! No la pudieron oír los antiguos patriarcas y profetas, juzgándose por muy dichosos en bajar al Limbo y esperar largos siglos el Paraíso, que tú ganaste en un punto en que mudaste felizmente el oficio. Acabas ahora de robar la hacienda ajena y terrena, y luego arrebatas el cielo de las manos de su dueño.

Justificado el buen ladrón, volvió Jesús la vista a su Madre, que con San Juan estaba al pie de la cruz, y hablando con entrambos, dijo primero a su Madre: Mujer, ves ahí a tu hijo; y al Apóstol dijo también: Ves ahí a tu madre. Llamóla Su Majestad mujer y no madre, porque este nombre era de regalo y dulzura y que sensiblemente le podía recrear el pronunciarle, y en su pasión no quiso admitir esta consolación exterior, conforme por haber renunciado en ella todo consuelo y alivio. Y en aquella palabra mujer, tácitamente y en su aceptación, dijo: «Mujer bendita entre todas las mujeres, la más prudente entre los hijos de Adán, mujer fuerte y constante, nunca vencida de la culpa, fidelísima en amarme, indefectible en servirme y a quien las muchas aguas de mi pasión no pudieron extinguir ni contrastar. Yo me voy a mi Padre, y no puedo desde hoy acompañarte; mi discípulo amado te asistirá y servirá como a madre y será tu hijo.» Todo esto entendió la Reina.

Llegábase ya la hora de nona del día, aunque por la obscuridad y turbación más parecía confusa noche, y nuestro Salvador Jesús habló la cuarta palabra desde la cruz en voz grande y clamorosa, que los circunstantes pudieron oír, y dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Estas palabras, aunque las dijo el Señor en su lengua hebrea, no todos las entendieron. Y porque la primera dicción dice Eli, Eli, pensaron algunos que llamaba a Elías, y otros, burlando de su clamor, decían: «Veamos si vendrá Elías a librarlo ahora de nuestras manos.”

Añadió, luego el Señor la quinta palabra, y dijo: Sed tengo. Pero los pérfidos judíos y verdugos, en testimonio de su dureza, ofrecieron al Señor con irrisión una esponja de vinagre y hiel sobre una caña y se la llegaron a la boca para que bebiese, cumpliendo la profecía de David, que dijo: En mi sed me dieron a, beber vinagre. Gustólo Jesús, y tomó algún trago en misterio de lo que toleraba la condenación de los réprobos; pero a petición de su Madre lo rehusó juego. Después, con el mismo misterio, pronunció el Salvador la sexta palabra: Consummatum est.

Acabada y puesta la obra de la Redención humana en su última perfección, dijo Cristo nuestro Salvador la última palabra: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Exclamó y pronunció el Señor estas palabras en voz alta y sonora, que la oyeron los presentes, y para decirlas levantó los ojos al cielo, como quien hablaba con su Eterno Padre, y en el último acento entregó su espíritu, volviendo a inclinar la cabeza.

 

CAPITULO XXX

Herida del costado. – La siente la Madre por el Hijo. – José y Nicodemus. – Desenclavo. – El sepulcro.

El evangelista San Juan dice que cerca de la cruz estaba María Santísima, Madre de Jesús, acompañada de María Cleofás y María Magdalena. Y aunque esto lo refiere de antes que expirase nuestro Salvador, se ha de entender que perseveró en pie, arrimada a la cruz, adorando en ella a su difunto Jesús, y a la divinidad siempre unida al sagrado cuerpo. Estaba asimismo cuidadosa cómo daría sepultura a su Hijo Santísimo, quién se le bajaría de la cruz, adonde siempre tenía levantados sus divinos ojos.

Vió luego el tropel de gente armada que venía encaminándose al monte Calvario; y creciendo el temor de algún nuevo oprobio contra el Redentor difunto, habló con San Juan y las Marías, y dijo: ¡Ay de mí, que se divide mi corazón en el pecho! ¿Por ventura no están satisfechos del haber muerto a mi hijo? ¿Si pretenden ahora alguna nueva ofensa? Era víspera de la gran fiesta del sábado de los judíos, y para celebrarla sin cuidado habían pedido a Pilatos licencia para quebrantar las piernas a los tres ajusticiados, con que acabasen de morir, los bajasen aquella tarde de las cruces y no quedasen en ellas el día siguiente. Con este intento llegó al Calvario aquella compañía de soldados que vio María. Y en llegando, como hallaron vivos a los ladrones, les quebrantaron las piernas, con que acabaron la vida. Pero llegando a Cristo, como le hallaron difunto, no le quebrantaron las piernas, cumpliéndose la misteriosa profecía del, Éxodo, en que mandaba Dios no quebrantasen los huesos del cordero figurativo, que comían la Pascua. Pero un soldado que se llamaba Longinos, arrimándose a la cruz de Cristo, le hirió con una lanza penetrándole su costado; y luego salió de la herida sangre y agua, como lo afirma San Juan que lo vio y dio testimonio de la verdad esta herida de la lanzada, que no pudo sentir el cuerpo sagrado y ya difunto de Cristo, sintió su Madre, recibiendo en su pecho el dolor, como si recibiera la herida.

Corría ya la tarde de aquel día de Parásceve, y la Madre aún no tenía certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por los medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de José Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran entrambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como a sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo y le reconocían por Maestro.

Era José justo en los ojos del Altísimo y en la estimación del pueblo noble, y decurión con oficio de gobierno, y del Consejo, como lo da a entender el Evangelio, que dice no consintió José en el Consejo ni obras de los homicidas de Cristo, a quien reconocía por verdadero Mesías. Y aunque hasta su muerte era José discípulo encubierto, pero en ella se manifestó. Y rompiendo el temor que antes tenía a la envidia de los judíos, y no reparando en el poder de los romanos, entró con osadía a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús, difunto en la cruz, para bajarle de ella y darle honrosa sepultura, afirmando que era inocente y verdadero Hijo de Dios.

Pilatos no se atrevió a negar a José lo que pedía, antes le dio licencia para que dispusiese del cuerpo de Jesús. Con este permiso salió José de casa del juez, y llamó a Nicodemus, que también era justo y sabio en las letras divinas y humanas, y en las Sagradas Escrituras. Estos dos varones con valeroso esfuerzo se resolvieron a dar sepultura a Jesús crucificado. Y José previno la sábana y sudario en que envolverle, y Nicodemus compró hasta cien libras de los aromas con que los judíos acostumbraban a ungir los difuntos de mayor nobleza. Con esta prevención, y de otros instrumentos, caminaron al Calvario, acompañados de sus criados y de algunas personas pías.

Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, y los animó y confortó; y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron las capas o mantos que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la cruz, y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndole.

Con esto comenzaron a disponer el descendimiento. Quitaron lo primero la corona de la sagrada cabeza, descubriendo las heridas y roturas que dejaba en ella muy profundas. Bajáronla con gran veneración y lágrimas, y la pusieron en manos de la Madre. Recibióla estando arrodillada, y la adoró, llegándola a su virginal rostro, y regándola con abundantes lágrimas, recibiendo con el contacto alguna parte de las heridas de las espinas.

Luego, a imitación de la Madre, las adoraron San Juan y la Magdalena con las Marías y otras piadosas mujeres y fieles que allí estaban; y lo mismo hicieron con los clavos. Para recibir la Señora el cuerpo difunto de su Hijo Santísimo, puesta de rodillas extendió los brazos con la sábana desplegada. San Juan asistió a la cabeza y la Magdalena a los pies, para ayudar a José y Nicodemus, y todos juntos con grande veneración y lágrimas le pusieron en los brazos de la Madre.

Este paso fue para Ella de igual compasión y regalo; porque el verle llagado y desfigurada aquella hermosura, mayor que la de todos los hijos de los hombres, renovó los dolores del corazón de la Madre, Y al tenerle en sus brazos y en su pecho le era de incomparable dolor, y juntamente de gozo, por lo que descansaba su ardentísimo amor con la posesión de su tesoro. Adoróle con supremo culto y reverencia, vertiendo lágrimas de sangre. Y todos, comenzando San Juan, fueron adorando el sagrado cuerpo por su orden. La prudentísima Madre le tenía en sus brazos asentada en el suelo para que todos le diesen adoración.

Gobernábase en todas estas acciones nuestra gran Reina con tan divina sabiduría y prudencia que a los hombres y a los ángeles era de admiración, porque sus palabras eran de gran ponderación, dulcísimas por la caricia y compasión de su difunta hermosura, tiernas por la lástima, misteriosas por lo que significaban y comprehendían. Ponderaba su dolor sobre todo lo que puede causarle a los mortales. Movía los corazones a compasión y lágrimas, ilustraba a todos para conocer el sacramento tan divino que trataba. Y sobre todo esto, sin exceder ni faltar en lo que debía, guardaba en el semblante una humilde majestad entre la serenidad de su rostro y dolorosa tristeza que padecía. Con esta variedad tan uniforme hablaba con su amabilísimo Hijo, con el Eterno Padre, con los ángeles, con los circunstantes y con todo el linaje humano por cuya redención se había entregado a la, pasión y muerte.

Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especies y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro, para llevarle al sepulcro. Levantaron el sagrado cuerpo San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte, Seguía la Madre acompañada de la Magdalena, de las Marías y las otras piadosas mujeres. Juntóse a más de estas personas gran número de fieles, que, movidos de la divina luz, vinieron al Calvario después de la lanzada.

Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado. En este felicísimo sepulcro pusieron el sagrado cuerpo de Jesús. Y antes de cubrirle con la lápida le adoró de nuevo la prudente y religiosa Madre, y luego unos y otros la imitaron y todos adoraron al crucificado y sepultado Señor y cerraron el sepulcro con la lápida que, como dice el Evangelio, era muy grande.

Cerrado el sepulcro de Cristo, con el mismo silencio y orden que vinieron todos del Calvario se volvieron a él. Era ya tarde y caído el sol, y la Señora desde el Calvario se fue a recoger a la casa del cenáculo, adonde la acompañaron los que estuvieron al entierro; y dejándola en el cenáculo con San Juan, las Marías y otras compañeras, se despidieron de Ella los demás, y con grandes lágrimas y sollozos le pidieron les diese su bendición. Y la humildísima y prudentísima Señora les agradeció el obsequio que a su Hijo santísimo habían hecho y el beneficio que ella había recibido, y los despidió llenos de otros interiores y ocultos favores y de bendiciones de dulzura de su amable natural y piadosa humildad.

Los judíos, confusos y turbados de lo que iba sucediendo, fueron a Pilatos el sábado por la mañana, Y le pidieron, mandase guardar el sepulcro; porque Cristo a quien llamaron seductor había dicho y declarado que después de tres días resucitaría, y sería posible que sus discípulos robasen el cuerpo y dijesen .había resucitado. Pilatos contemporizó con esta maliciosa cautela, y les concedió las guardas que pedían, y las pusieron en el sepulcro. Pero los pérfidos pontífices sólo pretendían obscurecer el suceso que temían; como se conoció después cuando sobornaron a los guardas para que dijesen que no había resucitado Cristo Nuestro Señor, sino que le habían robado sus discípulos. Y como no hay consejo contra Dios, por este medio se divulgó más y se confirmó la resurrección.

Fuente: Vida de la Virgen María de Sor María de Jesús de Agreda

 
 


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El Dolor de la Virgen en la Infancia y en la Pasión de su Hijo: la Virgen Dolorosa

El misterio de la participación de la Virgen madre dolorosa en la pasión y muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad (Vía crucis, Vía Matris…)

Y, en proporción con los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y de occidente. Es curioso cómo estas tres dimensiones de la piedad están idealmente unidas en la liturgia de rito romano en el Stábat Mater, atribuido a Jacopone de Todi, secuencia nacida en un contexto de intensa religiosidad popular, utilizada de varias maneras en los ejercicios piadosos y, aunque de forma facultativa, presente en la liturgia de las horas y en la liturgia de la palabra de la misa del 15 de septiembre de la Virgen de los Dolores.

Esta singularidad revela que las tres áreas de piedad que hemos señalado, dejando aparte ciertas intemperancias ocasionales, reflejan agudamente lo esencial del misterio evangélico.

Pero el dolor de la Virgen, aunque encuentra en el misterio de la cruz su primera y última significación, fue captado por la piedad mariana también en otros acontecimientos de la vida de su Hijo en los que la madre participó personalmente. En general, se suele considerar el dolor de la Virgen en la infancia de Jesús y no sólo en su pasión. La meditación cristiana captó y en cierto modo fue codificando progresivamente a lo largo de los siglos siente sucesos dolorosos, siete episodios bíblicos en los que está atestiguada expresamente o intuida por la tradición la participación de María. Se recuerda la subida al templo de José y de María para presentar allí a Jesús a los cuarenta días de su nacimiento, con la relativa profecía del anciano Simeón: “Una espada atravesará tu alma” (Lc. 2, 34-35). Espada que es, “según parece, la progresiva revelación que Dios le hace de la suerte de su Hijo”; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada que penetrando en María le hará sufrir; espada símbolo del camino doloroso de la Virgen, que en la tradición posterior será asumida como signo plástico de los dolores sufridos por la madre del redentor y representada luego en número de siete puñales clavados en el corazón de la Virgen.

El camino de fe de la Virgen se vio muy pronto marcado por un nuevo suceso doloroso: la huida a Egipto con Jesús y José (Mt. 2, 13-14). Y una vez más, durante la infancia de Jesús, el suceso de la pérdida en Jerusalén y la búsqueda ansiosa y dolorida de María y de José (Lc 2, 43ss), que se concluirá con el hallazgo del Hijo en el templo, nuevo motivo de meditación y de interpretación sobre la voluntad de Dios en el corazón de la madre. La contemplación de la tradición ha querido descubrir en la subida de Jesús con la cruz al Calvario la experiencia síntesis del camino de fe de la madre, y aunque los evangelios no mencionan nada de eso, la piedad tradicional ve también la presencia de María en el encuentro de Cristo con las mujeres (Lc 23, 26-27). Como ya se ha dicho, es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la Dolorosa: “Estaban en pie junto a la cruz de Jesús su madre, María de Cleofás, hermana de su madre, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo que él amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre” (Jn. 19. 25-27a). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruza (Mc 15, 42), acontecimiento objeto de atención particular por parte de pintores y escultores, y la entrega al sepulcro del cuerpo exánime de su Hijo (Jn 19, 40-42a).

 

SITUACIÓN ACTUAL EN LA DOCTRINA Y EN LA LITURGIA

1. La doctrina

La distribución antigua y contemporánea de los aspectos del dolor de María de Nazaret, más allá del reparto de los misterios que tuvo lugar en otros siglos que los veneraron por separado, en la sensibilidad teológica de nuestros días y también, al parecer, en la piedad de los fieles, no se percibe como una división puntual de compartimientos estancos, sino que, incluso en la especificación de los diversos episodios, los dolores se relacionan armónicamente con el camino de un misterio de fe que conoció el sufrimiento, en comunión total con el hombre de dolores y abierto a la voluntad de Dios Padre. Tenemos una síntesis autorizada de esta nueva mentalidad en el magisterio del Vat II: “También la Virgen bienaventurada avanzó en esta peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su comunión con el Hijo hasta la cruz, ante la cual resistió en pie (Jn 19,25), no sin cierto designio divino, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose a su sacrificio con ánimo maternal, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella había engendrado” (LG 58).

En realidad es la comunión profunda, que en cierto modo se hace consciente, entre la madre y el Hijo, comunión ligada no solamente a la generación, sino también a la fe, lo que llevó a María a cooperar en la obra de Jesús hasta el Calvario: “Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, sufriendo con su Hijo moribundo en la cruz, cooperó de un modo muy especial a la obra del Salvador, con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad para restaurar la vida sobrenatural de las almas” (LG 61)

Debido a esta participación amorosa y total, María se convierte “para nosotros en madre en el orden de la gracia” (KG 61). La enseñanza conciliar ha abandonado de hecho los problemas sutiles y las objetivaciones ontológicas, explicitando la doctrina mariológica de las encíclicas papales que se habían ocupado de estos temas con datos bíblicos y existenciales. Por esta línea ha seguido la investigación, sirviéndose especialmente de la profundización exegética que subraya como María junto a la cruz, como hija de Sión, es figura de la iglesia madre a cuyo seno están convocados en la unidad los hijos dispersos de Dios, con sus relativas consecuencias, y cómo “en la pasión según Juan -de tan altos vuelos teológicos- Jesús es el hombre de dolores, que conoce bien lo que es sufrir (Is 53,3), aquel a quien traspasaron (Jn 19,37; Zac 12,1). Y paralelamente su madre es la mujer de dolores… Ella expresa también el modelo de perfecta unión con Jesús hasta la cruz. Precisamente el estar junto a la cruz, la propia y la de los demás, es una de las tareas más arduas del amor cristiano, que exige alegrarse con los que se alegran (Rom 12,15; Jn 2,1: bodas de Caná) y llorar con los que lloran (Rom 12,15; Jn 19,25: la cruz de Jesús)”.

Esta ejemplaridad de María adquiere nuevos matices de profundización en las reflexiones de un episcopado como el de Sudamérica: “En María se manifiesta preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella, asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades y responsabilidades humanas, hasta llegar a ser la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva alianza de Cristo, es junto a él protagonista de la historia”. El misterio de la mater dolorosa, leído en relación con Cristo y con la iglesia, se convierte en experiencia vital para el cristiano no sólo respecto al conocimiento de la historia salvífica, sino también como fuente singular de consuelo y de esperanza para su vida cotidiana.

2. La liturgia

a) 15 de septiembre: Virgen de los Dolores, memoria

En la exhortación apostólica Marianis cultus, Pablo VI, después de destacar la presencia de la madre en el ciclo anual de los misterios del Hijo y las grandes fiestas marianas, presenta de este modo la memoria del 15 de septiembre: “Después de estas solemnidades se han de considerar, sobre todo, las celebraciones que conmemoran acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como… la memoria de la Virgen Dolorosa (15 de septiembre), ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la madre que comparte su dolor”.

El día después de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, la ecclesia celebra la compasión de aquella que se mantuvo fiel junto a la cruz. Esta memoria tiene un formulario propio (trozos bíblicos y textos eucológicos) para la celebración eucarística y partes propias para la liturgia de las horas. El contenido de la colecta nos puede ayudar a captar el significado de esta celebración: el carácter cristológico de la primer parte (la actio gratiarum) y el eclesilógico de la segunda (la petitio) colocan inmediatamente la memoria del 15 de septiembre en un horizonte de solidez teológica y de amplia visión conciliar. “Señor, tú has querido que la madre compartiera los dolores de tu Hijo al pie de la cruz”.

El comienzo de la oración alaba al Padre y le da gracias, porque en la hora de la redención quiso que estuviera presente la madre de su Hijo y que participara de su obra. La referencia tan clara al evangelio de Juan (19, 25; 3,14-15; 8,28; 12,32) da a las breves frases iniciales aquella luz de resurrección que el evangelista quiso derramar en el relato de la pasión y muerte de Cristo: la cruz, además de ser instrumento de dolor, es sobre todo un trono de gloria. La madre participa de esta luz. En efecto, la liturgia del 15 de septiembre imprime un carácter de glorificación al misterio del dolor de María (aclamación al evangelio; antífona de la comunión; antífona al Ben.; antífona de vísperas y lectura breve).

De esta forma se sintetizan líricamente dos grandes temas de Juan: la exaltación (3,14-15; 8,28; 12,32) y la hora de Jesús (7,30; 8,20; 12,20-28; 13,1; 16,13-14). La presencia de María encuentra para los dos temas su lugar debido, el lugar querido por Dios. En la colecta esta presencia se subraya por el sustantivo mater en relación con el Filius: la hora de la exaltación en la cruz de Cristo es el punto focal del tríptico “Caná-Calvario-Apocalipsis 12″, en donde aparece con toda claridad el “ser madre” de la Virgen . En Caná (Jn 2,1-11) anticipó como madre la inauguración del misterio del Hijo, invitándole a realizar el primero de los “signos” : origen de la fe en los discípulos, a quienes hace reunirse junto con ella y con los hermanos en torno a Cristo (Jn 2,12). Al mismo tiempo, María hizo anticipar también con este signo, proféticamente, aquella hora que se mostró en toda su luz cuando el Hijo del hombre reinó desde el madero y derramó la salvación sobre toda la humanidad. Además, aquella hora, en la que el Hijo prescindió de su madre (Jn 2,4), la Virgen se reveló como madre de todos, como madre de la iglesia (en este sentido hay que leer la oración sobre las ofrendas).

Y una vez más la madre está junto a Cristo en la fe, representados simbólicamente en Juan los discípulos y los hermanos. En esta fe contra toda esperanza experimenta profundamente la Virgen la coparticipación en los sufrimientos del Hijo (“compatientem”, de “pati-cum”, es el término latino de la “editio typica “ del Misal romano, traducido a veces impropiamente con “dolorosa”; lo mismo puede decirse para la oración después de la comunión, en donde “compassionem B. M.V. recolentes” se ha traducido: “al recordar los dolores de la virgen María”. No sólo como madre está íntimamente unida al dolor de Cristo, sino que, como ya hemos observado, lo está como creyente bienaventurada que ve vacilar los fundamentos de su fe con la pasión y la muerte. Al mismo tiempo lucha sufriendo, esperando sólo en aquel que muere.

Surge espontáneamente el recuerdo de Simeón, que había profetizado ya en este sentido: “Una espada atravesará tu alma” (Lc 2,35, del que encontramos un eco en la antífona inicial de la misa en el segundo pasaje evangélico ad líbitum, o sea Lc 2,33-35, y en la segunda liturgia de las horas sacada del Sermones de san Bernardo), y el recuerdo de su vida de fe que la había ido preparando para esta realidad: admirable expresión de los futuros fieles auténticos, que aun en medio del sufrimiento esperan únicamente en aquel que murió y resucitó. En Apocalipsis 12 parece estar clara la referencia a Jn 19,25-27. Por lo que se refiere a la “mujer”, se sabe que los exegetas andan divididos. Sin embargo, creemos que no está lejos la interpretación que ve en esta “mujer” tanto a la iglesia como a María : en efecto, “la iglesia y María son entre sí realidades complementarias, lo mismo que son las dos complementos insustituibles del mismo Cristo”. La madre del Hijo de Dios participa con él, en la hora de la historia, en la generación dolorosa de todos los vivientes, derrotando al enemigo del Hijo del hombre y participando en su glorificación por esta victoria. En este sentido el bíblico “viventium mater” (Gén 3,20) es el título perfecto de la nueva Eva.

Madre espiritual y carnal de Cristo cabeza, madre espiritual de todos los miembros, de todos los hombres. Esta madre es la primera que ofrece su colaboración personal para completar la pasión de Cristo en favor de la iglesia, tal como se expresaba la Mystici Córporis refiriéndose a Col 1,24. Deseo que la liturgia, en la oración después de la comunión, sugiere que se actúe también parta la asamblea que ha celebrado la memoria de la Dolorosa como fruto final. De esta forma la madre se convierte para la ecclesia, que sigue luchando aún contra el dragón, esperando la glorificación final, en signo de una esperanza cierta y en motivo de estímulo.

La petición de la ecclesia es esencial: participar en la pasión de Cristo con aquella que es su madre y su imagen, anhelando ardientemente llegar como llegó ella a la glorificación final: “Haz que la iglesia, asociándose con María a la pasión de Cristo, merezca participar de su resurrección”. Estamos en el corazón de la liturgia del 15 de septiembre, la auténtica dimensión cristiana y el sentido último y denso de la celebración, los mismos motivos que aparecen en el Stábat Mater. Lo que se vislumbra al comienzo de la colecta encuentra su petición consecuente en su segunda parte: pasión del Hijo y de la madre (petición de conglorificación). Estas dos peticiones piden lo esencial para la vida de la iglesia. Respetan su ya y su todavía no. San Pablo nos ayuda a profundizar en el sentido de estas súplicas. La comunión total con Cristo Señor nos da la garantía de participar en su vida divina (también la antífonas de laúdes y vísperas).

El espíritu que él nos ha obtenido “da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo” (Rom 8, 1-17). Cristo quiso libremente señalar el camino del hombre participando en todo y para todo de la vida humana, viviendo un período concreto de acontecimientos, alegrías y sufrimientos, viviendo hasta el fondo la muerte por la vida. La comunión con él, ser coherederos con su persona, como la vivió también la virgen María, supone asumir, iluminados conscientemente por la fe, la vida de cada día, en donde el límite propio del hombre, el sufrimiento, es un elemento no accesorio: “Coherederos de Cristo, si es que padecemos juntamente con él (Rom 8,17).

La participación en la pasión tiene dos perspectivas: personal y comunitaria. Es anhelo por la continua liberación de toda forma de pecado, de mal, individual y social. El volver a tomar día tras día la propia cruz (Lc 9,39) y aliviar compasivamente la cruz de cualquier hombre que esté en nuestro Camino y la de la humanidad de que formamos parte (Lc 10,25-37; Jn 13,34). Pero esta pasión no es fin de sí misma, sino que es para la vida: “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto” (Jn 12,24); y es para la vida sin fin: “Padecemos juntamente con él, para ser también juntamente con él, para ser también juntamente glorificados” (Rom 8,17); “si sufrimos con él, también con él reinaremos” (2 Tim 2, 11). Se trata de la tensión escatológica hacia la vida de toda la existencia cristiana. Se trata de la esperanza, que sostiene el ya de la iglesia, mientras camina hacia el todavía no. Esperanza que se centra esencialmente en la resurrección de Cristo, el primero de los vivientes (Rom 8, 18-30)

b) Triduo pascual

Una serena meditación y lectura de la presencia de la Virgen a lo largo del año litúrgico ha llevado a la constatación de que en el triduo pascual de la liturgia romana la participación de la madre en la pasión del Hijo, a pesar de ser un elemento intrínseco del misterio que se celebra, no ha sido explicitada de ninguna forma. Sin embargo, la tradición litúrgica de rito bizantino y de otros ritos orientales se muestra sensible a esta dimensión celebrativa. En la liturgia propia de la Orden de los Siervos de María, oficialmente aprobada, se ha encontrado una formo específica que se sitúa ritualmente después de la adoración de la Cruz el viernes santo. La sobria secuencia ritual que señala cómo la virgen María está indisolublemente unida a la obra de salvación realizado por su Hijo, fiel y fuerte hasta la cruz, madre de todos los hombres, modelo de la iglesia, está compuesta de una admonición a la que siguen unos momentos de oración en silencio y el canto de algunas estrofas del Stábat Mater u otro canto debidamente escogido. En el corazón de la celebración del misterio pascual se pone de relieve discretamente la primera participación de la humanidad en la pasión redentora: como para la encarnación, también para la redención, en el sentido de Col 11,24.

c) Ejercicios piadosos

1) Inspirándose probablemente en el uso de rezar el rosario

Se difundió en el s. XVII la Corona de la Dolorosa, mejor llamada inicialmente de los Siete Dolores. En una de las primeras ediciones impresas, dicha Corona se compone de elementos rituales que se mantendrán esencialmente en vigor incluso en nuestros días: introducción; enunciación de un dolor, un Padrenuestro-siete Avemarías “en veneración de las lágrimas que derramó la Virgen de los dolores”, finalmente una parte del Stábat Mater (más tarde se recitó completo) con una oración para terminar.

2) La Via Matris dolorosae

Para facilitar el modo de meditar los dolores de María, de forma análoga al Vía Crucis, este piados ejercicio recuerda a la mater dolorosa pasando de una estación a otra, en la que se representa cada uno de los siete dolores principales. Su origen parece remontarse al s. XVIII y se practicó inicialmente y en particular en las iglesias de los Siervos de María de España. Uno de los primeros testimonios escritos, conservados hasta hoy, donde se refiere el método para celebrar la Via Matris, se remonta a 1842. Normalmente este piadoso ejercicio se practica los viernes de cuaresma. Desde 1937 hasta los años sesenta, bajo la forma de novena perpetua, adquirió una importancia muy amplia en Chicago y en las dos Américas.

3) La Desolada

También este piadoso ejercicio se desarrolló en el s. XVIII. Nació de la consideración, en cierto modo pietista, de que María vivió el colmo de su dolor durante la sepultura de su Hijo; en este período ella se vio realmente “desolada”; por eso, para “com-padecer-la” algunos estaban en oración desde el atardecer del viernes santo hasta las dieciséis del sábado santo, así como todos los viernes del año.

d) Religiosidad popular

La imagen de la madre vestida de negro manto es una presencia casi constante en las tradiciones populares que veneran a la Dolora, desde el comienzo de la devoción hasta nuestros días. Sin embargo, no es fácil encontrar una documentación exhaustiva que permita recoger las diversas formas con que la religiosidad popular, entendida en el sentido más amplio del término, ha expresado y sigue expresando su devoción a la mater dolorosa. No cabe duda de que en occidente la devoción a la Dolorosa, antes de encontrar su codificación litúrgica o en los oficios “de compassione” (desde el s. XV) o en las misas (desde comienzos del s. XV), encuentra un favor especial en las expresiones populares. La figura de madre enlutada sigue estando esencialmente ligada a otra imagen pedagógicamente hegemónica, a su stare recogido, inmóvil y mudo del evangelio de Juan o al contemplar velado en lágrimas de Stábat. Lo mismo podemos decir de las formas religiosas que se desarrollaron después del concilio de Trento, especialmente de las procesiones dramáticas y escenificaciones presentes sobre todo, aunque no sólo, en el sur de la península italiana y en España. Probablemente hoy estas formas, no siempre administradas directamente por la comunidad cristiana, son las únicas expresiones periódicas que nos quedan de la religiosidad popular en que directa o indirectamente se expresa la devoción a la Dolorosa.

 

NOTA HISTÓRICA

Muy recientemente todavía el editor de la Bibliografía mariana, G. Besutti, señalaba: “La historia de la piedad cristiana con la virgen María, que padece con su Hijo al pie de la cruz, no ha sido escrita aún por completo de forma que comprenda no sólo al oriente, sino a todas las regiones de occidente. Hay muchos aspectos, incluso importantes, que están más o menos diseminados por todas partes y que, si no se han ignorado, al menos no han sido valorados debidamente”. Y en este contexto refiere cómo en Herford (Paderborn) se fundó en 1011 un oratorio dedicado a “S. Mariae ad Crucem”. Esta cita revela cierto interés, en cuanto que de alguna manera confirma las observaciones de Wilmart: hay que poner antes del s. XII el nacimiento de esa corriente piadosa que se inspira en la meditación compasión de María al pie de la cruz. Sin embargo, todavía queda por precisar los tiempos y los lugares en que maduraron las reflexiones de los primeros padres de oriente y de occidente, las intuiciones poéticas y homiléticas, en concreto bizantina (por ej., Romanos Melodas, , que fueron poniendo progresivamente en relación la espada profetizada de Simeón con la compasión de la Virgen y su participación en la pasión redentora del Hijo.

A lo largo del s. XIII se elabora la devoción a la Dolorosa, precisándose a comienzos del s. XIV como devoción a los Siete dolores. Pero “el primer documento cierto sobre la aparición de la fiesta litúrgica del dolor de María proviene de una iglesia local”; en efecto, el 22 de abril de 1423 un decreto del concilio provincial de Colonia introducía en aquella región la fiesta de la Dolorosa en reparación por los sacrílegos ultrajes que los husitas habían cometido contra las imágenes del crucificado y de la Virgen al pie de la cruz. La fiesta llevaba por título “Commemmoratio angustiae et doloribus Betae Mariae Virginis”, según el tenor del decreto conciliar, que decía: “… Ordenamos y establecemos que la conmemoración de la angustia y del dolor de la bienaventurada Virgen María se celebre todos los años el viernes después de la domínica Jubilate (tercer domingo después de pascua), a no ser que ese día se celebre otra fiesta, en cuyo caso se transferirá al viernes próximo siguiente”.

En 1482 Sixto IV compuso e hizo insertar en el Misal romano, con el título de Nuestra Señora de la Piedad, un misa centrada en el acontecimiento salvífico de María al pie de la cruz. Posteriormente esa fiesta se difundió por occidente con diversas denominaciones y fechas distintas. Además de la denominación establecida por el concilio de Colonia y la que se fijaba en la misa de Sixto IV, era llamada también: “De transfixione seu martyrio cordis Beatae Mariae”, “De compassione Beatae Mariae Virginis”, “De lamentatione Mariae”, “De planctu Beatae Mariae”, “De spasmo atque dolorigus Mariae”, “De septem doloribus Beatae Mariae Virginis”, etc.

Mientras tanto, el 9 de junio de 1668 se les concedián a los Siervos de María la facultad de celebrar el tercer domingo de septiembre la “Missa de septem doloribus B.M.V.” con un formulario que se deduce que es muy parecido al de 1482. Esta misma es la que, con algunas ligeras modificaciones, se recoge en el Misal de Pío V el viernes de pasión. En realidad, la fiesta del viernes de pasión, concedida el 18 de agosto de 1714 a la Orden de los Siervos, se extendió, por petición de la misma orden, a toda la iglesia latina bajo el pontificado de Benedicto XIII (22 de abril de 1727). Además, Pío VII, el 18 de septiembre de 1814 extendió al tercer domingo de septiembre la fiesta de los Siete dolores con los formularios para el oficio divino y para la misa que ya estaban en uso entre los Siervos de María. Finalmente, con la reforma de Pío X, ante el deseo de realzar el valor de los domingos, esta fiesta quedó fijada el 15 de septiembre, fecha que estaba ya en uso en el rito ambrosiano, que por no tener la octava de la Natividad de la Virgen, celebró siempre ese día los dolores de María.

La fiesta del viernes de pasión quedó reducida por la reforma de las rúbricas de 1960 a una simple conmemoración. El nuevo calendario promulgado en 1969 suprimió la conmemoración del tiempo de pasión y redujo a la categoría de “memoria” la fiesta de los siete Dolores de septiembre bajo el nuevo título de “Nuestra Señora la Virgen de los Dolores”.

 

CONCLUSIÓN

La historia de esta devoción, como ya se ha observado y como se deduce igualmente de estas notas, parece trazar una línea curva que alcanza su apogeo en los períodos de codificación litúrgica. La ósmosis entre lo popular y lo oficial, aun en medio de los reflujos pietistas que es posible constatar, conduce a una intensidad difusa del sentimiento de devoción hacia la mater dolorosa.

Precisamente cuando la ósmosis es mayor es cuando la intensidad aparece más profunda. Pero es preciso subrayar que el progresivo replanteamiento litúrgico a lo largo del s. XX, ayudado en este punto por la reflexión bíblico-patrística, coincide con la “cualidad” de la meditación sobre el misterio del dolor de santa María, insertándolo en un contexto más amplio de historia de la salvación; no se contempla ni se venera a la mater dolorosa solamente para participar conscientemente, en cuanto personas particulares, en la pasión de Cristo a fin de vivir su resurrección, sino que además se hace esto para que María, como imagen de la iglesia, inspire a los creyentes el deseo de estar al lado de las infinitas cruces de los hombres para poner allí aliento, presencia liberadora y cooperación redentora. Además, la Dolorosa puede recordad a los hombres de nuestro tiempo, inquietos y preocupados por la esencialidad de las cosas, que la confrontación con la palabra de la verdad y su manifestación pasa ciertamente por la experiencia de la espada (Lc 2,35; 14, 17; 33,36; Sab 18,15; Ef 6,17; Heb 4,12; Ap 1,16), que traspasa el alma, pero que abre también a una nueva conciencia y a una misión renovada (Jn 19, 25-27), que va más allá de la carne y de la sangre y de la voluntad del hombre, puesto que brota de Dios (Jn 1, 13).

Fuente: Nuevo Diccionario de Mariología. Ediciones Paulinas.

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María al pie de la Cruz

Este es el capítulo XXV del libro de Joaquín Casañ y Alegre: Vida de la Virgen María.

Sola, acompañada tan sólo de Juan, el discípulo amado, convertido en hijo de María por las palabras del Maestro a su Madre y al discípulo, de Magdalena y María, quedaron al pie de la cruz en medio del abandono de todos, de los verdugos, que despavoridos huyeron en el momento de la convulsión de la materia, aterrada ante la muerte de su Creador, temblor, espanto y convulsión que hizo cambiarla de aspecto en lejanas regiones; a tal punto llegó el pasmo de la naturaleza, aun más apartada del lugar del espantoso crimen.

María quedó al pie de la cruz siendo modelo del amor entrañable a su Hijo, que señaló con su valor maravilloso, como sostenido por la fe y la voluntad de Dios que allí la puso como modelo del afecto, del sufrimiento y de resignación en el cumplimiento de la voluntad de quien la hizo Madre de tan inestimable tesoro.

«La presencia de María al pie de la cruz, dice Augusto Nicolás, brilla especialmente en fidelidad y heroísmo, considerándola en oposición con su ausencia en todas las escenas de gloria y de amor en que su divino Hijo se había revelado y dado a sus discípulos. Estos habían adquirido en ellas un entusiasmo de adhesión que se desvaneció muy pronto ante el peligro y la desgracia».

«El Evangelio nos dice que estaban con Ella su hermana María de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que sólo estaban allí como el séquito de María que las sostenía con su propia firmeza. Y aún puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe; como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la cruz y la hacen aparecer única».

El ilustre autor de Athalia nos pinta este hecho con una hermosa descripción: «La Santísima Virgen estaba en pie, y no desmayada como la pintan los pintores. Acordábase de las palabras del Ángel y sabía la divinidad de su Hijo. Y ni en el capitulo siguiente, ni en ningún Evangelista, se la nombra entre las santas mujeres que fueron al sepulcro; porque tenía seguridad de que no estaba allí Jesucristo».

En verdad en verdad que en la resignación y el dolor tranquilo de María sin demostraciones vanas de dolor, de angustia, ni sentimiento, se ven claramente patentizadas en aquella triste conformidad con la voluntad de Dios, voluntad que al cumplirse acata María, pero dejando arrancar silenciosa y dolorosamente las fibras de la sensibilidad maternal de su tierno y amante corazón.

Nicole, en sus Ensayos de Moral, dice: «El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable por el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, sólo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen, Los judíos y los paganos sólo vieron allí un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban, clavado en la cruz; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí un Dios padeciendo por los hombres».

¡Ah! María sola al pie de la cruz, sin más testigos de aquel inmenso dolor que aquellos seres bien amados de Jesús, compadecía estos divinos padecimientos y participó de su infinidad. Así el profeta, después de buscar en toda la naturaleza algo grande, inmenso, con que comparar el dolor, la pena, el sufrimiento de María, no encuentra más que el mar, grande, inmenso, cuya extensión y amargura es el único término de comparación que se asemeja a la extensión del dolor del corazón de María en estos duros y crueles trances.

Y este término no es porque el mar pueda servir de medida, sino que como dice Hugo de San Víctor, «porque así como la mar excede incomparablemente a las demás aguas en profundidad y extensión, así los dolores de María sobrepujan a todos los dolores». Así lo publica Ella misma al pie de la cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras que el mismo profeta pone en sus labios: ¡Oh todos vosotros los que pasáis por el camino: considerad y ved si hay dolor semejante al mío!, y así lo ha ratificado la humanidad entera llamando a María con los grandes nombres de Madre de los Dolores, Madre de la Piedad, Consuelo de los Afligidos y yendo a llevar al pie de los altares para sobrellevarlos y templarlos con su ejemplo, los dolores más agudos del pobre corazón humano, que sin Ella no tendrían modelo los que sufrimos en los seres más queridos de nuestra alma, los dolores del luto, de la simpatía y de la compasión.

María era Madre, y es tal la fuerza de este sentimiento, que las lleva al mayor de los sacrificios. ¡Era Madre! pero ¡qué Madre y qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, más fiel, tierna y cariñosa, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo. ¿Quién puede comprender la riqueza de tal corazón en el que se multiplican las cosas más contrarias para formar el supremo amor?

Era Madre del Redentor, de la Victoria, de nuestra salvación, y por tanto, Madre corredentora y compasiva, en vista del sacrificio de su Hijo. No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud la tomó en María, y de María: de María, a la que pudo decir como a su Padre, Corpus aptasti mihi. Pero María, también predestinada para este divino ministerio de la misericordia, había recibido previamente de Él, como Dios, esta naturaleza compasiva que debía Él sacar después de sus entrañas como hombre; de tal suerte, que bajo este respecto, existía entre María y Jesús una prodigiosa simpatía de complexión, de temperamento, de costumbres, que hacía del corazón las entrañas y la carne de María; de María, predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio, la que la hizo Madre de Dios, la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria y de grandeza con relación a Jesús solo, se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz, como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar entre los más crueles dolores e ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado. Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, por la razón de que no hay ningún amor que pueda compararse con el de aquella angustiada Madre.

Pero además de los dolores de la naturaleza, María experimentó dolores aún más profundos, los dolores de la gracia; con los cuales, elevando y enriqueciendo su pura naturaleza, le da más delicadeza y energía para el sufrimiento. Este es el dolor del corazón cristiano.

Bossuet lo dice elocuentemente:

«Acontece con este Hijo y esta Madre como con dos espejos opuestos, que enviándose mutuamente por una especie de emulación todo cuanto reciben, multiplican los objetos hasta lo infinito. Así se acrecienta sin medida su dolor, mientras que las olas que levanta se sobreponen unas a otras por una especie de flujo y reflujo».

Pero, no obstante, en lo más terrible de esta tempestad, en la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias e imprecaciones de los verdugos, los insultos del populacho, la pavura de los discípulos, las quejas y lamentos de las sensibles mujeres, las últimas palabras y la gran voz de la víctima, la conmoción y espanto de la naturaleza aterrada, María, superior a su sexo, superior al hombre superior a la humanidad entera, sola con la Divinidad, inmóvil permanece en pie: Stabat. «No representéis a María desmayada, dice San Ambrosio, ni aun sollozando; yo leo en el Evangelio que estaba en pie, no leo que llorase. Esta Madre afligida miraba con compasión las llagas de este Hijo que sabía que debía ser la Redención del mundo. Permanecía en pie, con un valor que no degeneraba del que tenía a la vista, sin temor de perder la vida». Tal era el dolor, el peso de aquel inmenso sufrimiento, que puede decirse con San Bernardino de Sena, que si hubiera estado repartido entre todas las criaturas, no hubiera habido ninguna que no hubiese sucumbido a él, siendo un dolor divino e infinito, el dolor mismo del Hijo de Dios. Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que había hecho a María Madre de Dios, le daba fuerzas para soportarlo. Esta divina Maternidad, fuente de dolor, era al mismo tiempo de su valor.

Por eso el dolor de la mujer tiene su representación más alta más noble y espiritual en María, en la Virgen al pie de la Cruz, en la Virgen sosteniendo entre sus brazos a su Hijo adorado, el cuerpo de la víctima sagrada de la redención del hombre y a la que llamamos e invocamos con los nombres de María de la Soledad, la Madre de los Dolores. Por Ella y con Ella sienten todas las madres horror a la para ellas más terrible de las desgracias, la muerte de sus hijos. No hay familia católica que no encierre en el santuario del hogar, en el templo de su familia, la Imagen de María en alguna de aquellas invocaciones, presidiendo y amparando a aquellos seres, que se ponen bajo su protección en los dolores y trances de la vida. El ardiente en caridad y amor, el corazón de María, atravesado de las siete litúrgicas y simbólicas espadas, presenta a los corazones sensibles un simbolismo de los crueles dolores de la Madre de Jesús.

Y ese corazón de María le hemos visto reproducido desde el mármol al lienzo, de éste al papel y a la tela, desde el más rico estofado de preciosas telas al humilde azulejo que enclavado en poste de ladrillos, se presenta en medio de la soledad de los caminos al viajante, a quien sorprende en la revuelta de la senda al atravesar el umbroso bosque y cobijada bajo el espeso ramaje de la encina o la desmayada cabellera del fúnebre sauce, para recordarle una oración a la que fue Madre de los Dolores por nuestra salvación. ¡Y cuál impresiona en medio de la soledad del campo, del rumor del bosque aquel dolorido rostro trazado por inexperta mano, y aquel pecho atravesado por las agudas espadas que le destrozan! ¡Ah! la pasión de Cristo, en medio de su grandeza, en medio de lo sublime de su tortura, se agranda y se hace incomensurable en sí por el océano de lágrimas y de dolor que vertió María en semejantes momentos. No, no podemos apartar de nuestra mente la pasión y el martirio del Hijo, sin caer en el insondable y amargo mar del sufrimiento de la Madre.

Por eso, por esa causa el dolor de María pesa tanto en nuestro corazón, que no nos podemos apartar de él, no podemos separarlo de nuestro corazón y sobre él le llevamos como recuerdo material, bordado o estampado en el escapulario que desde niños nos pusieron nuestras madres como broquel de fuerza inrompible contra las tentaciones del demonio, como egida impenetrable a los dardos de la indiferencia, como ardiente hornillo que encendiera en nuestro pecho el fuego del amor a María, del amor a sus dolores, que habían de ser nuestro amparo en los que la humanidad nos tenía reservados en el camino espinoso y duro de la existencia.

Dolores acerbos para María, dolores que en las desgracias son bálsamo para los nuestros, y doloroso poema que el arte católico ha querido reproducir en multitud de hermosos lienzos, pues no encontraréis escuela inspirada en la fe católica que no haya reproducido aquel poema de tristura, de llanto y penas de la Madre del Salvador. La dolorosa Virgen vive y ha vivido siempre unida al nombre de la pasión de su Hijo, y su imagen reproducida y pintada, sentida y trasmitida por los artistas, nace en las Catacumbas y llega a nuestros días, imperando y reinando con amor y afecto desde el solitario cipo de los caminos a las espléndidas catedrales. Pero para pintar a María en su amargo dolor, necesítase una inspiración sentidamente católica, necesítase la espiritualización del dolor, y esto sólo ha sido dable a genios como Murillo, que es sólo quien ha traducido en la verdad e idealismo de sus colores la triste y dolorosa realidad del hecho, Tiziano con la mágica de sus colores y dibujo, ni la escuela véneta, ni la alemana con Rembrant han sabido dar la verdad de aquel inmenso y divino dolor, no, unas y otras escuelas han pintado más a la mujer dolorida, que a María, la Madre Inmaculada; en unas y otras hase visto más el dolor humano, pero no aquel dolor más inmenso y amargo que el mar, únicamente Murillo es quien ha acertado a traducir por la magia del pincel y del color el ambiente y tristeza de María en el acto de su soledad y de su pena. Solamente Murillo y Fra-Angélico, han sido quienes se han aproximado a la representación del dolor de María, los dos en quienes la inspiración artística ha sonado al unísono del concepto, del sentimiento cristiano, sin los resabios ni influencias del Renacimiento, traduciendo el hecho por la inspiración clásica.

Para el sentimiento artístico católico, se necesita una inspiración verdaderamente religiosa del acto traducible, y de aquí que ni en la pintura de la Mater Dolorosa, ni en la apoteosis sangrienta del Calvario, hayan marchado al unísono, como decimos, el sentimiento, con la inspiración, y que la ejecución primorosa haya querido borrar en muchas ocasiones la falta de aquéllas por la magia del color o lo dramático del cuadro, por sus importantes detalles de majestad y de tener como elementos integrantes del concepto del sublime.

Y dejando estos juicios del carácter e inspiración pictórica, vengamos a encontrar a María, a quien dejamos al pie de la Cruz cuando muerto su Hijo, los elementos calman su furor, mejor dicho, su espanto, y caen en ese dolor, en ese terror mudo, silencioso, más temible aún que el choque tremendo de aquéllos en titánica lucha.

Sola al pie de la Cruz y acompañada tan únicamente de Juan y las mujeres queda María. Del Calvario han huido los verdugos asustados de su obra, y en la obscuridad y silencio que los rodea, ven ascender a la meseta a unos caballeros acompañados de esclavos, cargados con frascos y pebeteros y blancos lienzos. ¿Quiénes son aquellos que acuden cuando todos han huido?

Son Nicodemus, caballero, discípulo de Jesús, y José de Arimatea, que conseguido permiso de Pilatos para descolgar el cuerpo de Jesús v darle sepultura, subían al Calvario llevando aromas y sudario con que ungirle y dar sepultura.

Triste acto, en el que los golpes del martillo quitando el remache de los clavos, resonarían en el pecho de María con dolorosos sonidos; golpes que caerían sobre su corazón dolorido en medio del silencio que rodeaba el Calvario, en medio de la soledad que circuía a aquellos piadosos varones y santas mujeres.

Descolgado el cuerpo de Jesús, María recibió en sus brazos aquel llagado y herido cuerpo de su amado y adorado Hijo.

«Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh ángeles de paz! llorad con esta sagrada Virgen, llorad cielos, llorad estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázase la Madre con el cuerpo despedazado, apriétalo fuertemente contra su pecho, mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tiñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh dulce Madre! ¿Es ese por ventura vuestro dulcísimo Hijo? ¿Es ese el que concebisteis con tanta gloria y paristeis con tanta alegría? ¿Pues qué se hicieron vuestros gozos pasados?

»Hijo, antes de ahora descanso mío y ahora cuchillo de mi dolor, ¿qué hicistes para que los judíos te crucificaran? ¿Qué causa hubo para darte muerte? ¿Estas son las gracias de tus buenas obras? ¿Es este el premio que se da a la virtud? ¿Esta es la paga de tanta doctrina?
»Oh dulcísimo Hijo, ¿qué haré sin Ti?
»¡Tú eras mi Hijo, mi Padre, mi Esposo, mi Maestro y toda mi compañía! María quedó como huérfana sin Padre, viuda sin Esposo, y sola sin tal Maestro y tan dulce compañía. Ya no te veré más entrar por mis puertas cansado de los discursos y predicaciones del Evangelio. Ya no limpiaré más el sudor de tu rostro asoleado y fatigado de los caminos y trabajos. Ya no te veré más asentado a esa y dando de comer a mi ánima con tu divina presencia.
»Fenecida es ya mi gloria, mas se acaba mi alegría y comienza mi soledad».

Así expresa con sentido tan hermoso la soledad y tristeza de María en el doloroso trance, el clásico de nuestros clásicos, el elocuente Fray Luis de Granada, en el libro de la oración y meditación en el capítulo para el sábado por la mañana. De esta tierna manera, de este sentido concepto del dolor de María, expresado con tal belleza, encanto y pureza del estilo, descríbese el inmenso dolor de aquella pobre Madre dolorida, al recibir el ultrajado cuerpo de su Hijo tan amado, de aquel Jesús padre del amor, padre de la caridad y bondadoso para el que en fe ardía su corazón, tanto como justiciero con los hipócritas y fariseos.

María recibe en sus brazos el desfigurado cuerpo de quien la belleza humana, de Aquel llagado, herido y destrozado por la perfidia de los hombres imbuídos y cegados por Satán en su inconcebible furia y encono contra Jesús, al que no había podido vencer a pesar de sus armas, ni con la maldad de los hombres, sus instrumentos.

Véase cómo relata el triste hecho del descenso de la Cruz la venerable escritora a quien tantas veces hemos citado, Sor María de Ágreda.

«Corría ya la tarde de aquel día de Parasceve, y la Madre no tenía aún certeza de lo que deseaba, que era la sepultura para su difunto Hijo; porque Su Majestad daba lugar a que la tribulación de su Madre se aliviase por medios que su providencia tenía dispuestos, moviendo el corazón de Arimatea y Nicodemus, para que solicitasen la sepultura y entierro de su Maestro. Eran ambos discípulos del Señor y justos, aunque no del número de los setenta y dos; porque eran ocultos por el temor de los judíos, que aborrecían como sospechosos y enemigos a todos cuantos seguían la doctrina de Cristo, y le reconocían por Maestro…

«Llegaron a la presencia de María, que con dolor incomparable asistía al pie de la Cruz, acompañada de San Juan y las Marías. Y en vez de saludarla, con la vista del divino y lamentable espectáculo, se renovó en todos el dolor con tanta fuerza y amargura, que por algún espacio de tiempo estuvieron José y Nicodemus postrados a los pies de la Reina, y todos al de la Cruz, sin contener las lágrimas y suspiros, sin hablar palabra. Lloraban todos con clamores y lamentos de amargura, hasta que la Reina los levantó de la tierra, los animó y confortó, y entonces la saludaron con humilde compasión. La Madre les agradeció su piedad, y el obsequio que hacían a su Maestro, en darle sepultura a su cuerpo difunto, en cuyo nombre les ofreció el premio de aquella obra. Luego se quitaron los mantos o capas que tenían, y por sus manos José y Nicodemus arrimaron las escalas a la Cruz y subieron a desenclavar el Sagrado Cuerpo, estando la gloriosa Madre muy cerca, y San Juan con la Magdalena asistiéndola…

»Pasado algún espacio que la dolorosa Madre tuvo en su seno al difunto Jesús, la suplicaron San Juan y José diese lugar para el entierro de su Hijo. Permitiólo; y sobre la misma sábana fue ungido el sagrado cuerpo con las especias y ungüentos aromáticos que trajo Nicodemus, gastando en este obsequio todas las cien libras que se habían comprado. Y así ungido, fue colocado el cuerpo en el féretro (La venerable Ágreda da como existente entre los hebreos la costumbre de ataúd o féretro) para llevarle al sepulcro. Levantaron el Cuerpo Sagrado, San Juan, José, Nicodemus y el Centurión que asistió a la muerte. Seguían la Madre acompañada de Magdalena, de las Marías y otras piadosas mujeres… Todos así ordenados caminaron con silencio y lágrimas a un huerto que estaba cerca, donde José tenía labrado un sepulcro nuevo, en el cual nadie se había depositado ni enterrado».

Solitario quedó el Calvario: solo la Cruz de Jesucristo erguida y como abrazando a la tierra, quedó alumbrada por las últimas luces de un triste y melancólico crepúsculo. En occidente, luchaban los últimos rayos del sol hundido tras los montes, y luz amarillenta, pálida envolvía a las amoratadas nubes que empañaban el cielo. La Cruz destacándose clara sobre el anaranjado del horizonte, semejaba flotar en un nimbo de apagado fuego, y negra, centelleante, parecía una amenazadora y ardiente espada que amenazaba a la Jerusalem deicida, a la ciudad, sumida en un aterrador silencio, como atemorizada del acto que en su seno y a su vista se había realizado, parecía temerosa del castigo que la esperaba, y que aquella profecía de la víctima de su furor fuese ya a realizarse, como si viera ya sobre sí la espada de fuego que había de aniquilarla, y el incendio estallando en las ricas maderas del Templo, abrasara ya a sus homicidas habitantes.

¡Ah Jerusalem! No, no temas aún, tus horas están contadas; no ha llegado todavía el momento en que tus hijos, seres malditos, huyan despavoridos por la tierra, sin lograr reunirse, formar nacionalidad, ni abrigarse en su pecho una acción noble, ni un pensamiento, una idea de regeneración. No temas todavía, aún han de pasar algunos años para que los hijos paguen las culpas de los padres y se cumpla lo que en el paroxismo de odio y de furor contra Jesús, pedisteis en aquella mañana, la sangre y la condenación caerá sobre vosotros y vuestros hijos y vuestro deseo será cumplido, seréis seres malditos perseguidos por la tierra, en la que viviréis errantes, sin hogar propio, sin sol ni sombra que sea vuestra, sin patria, sin hogar, sin bandera ni porvenir.

Viviréis perseguidos como alimañas feroces, las naciones os perseguirán y expulsarán de sus tierras, el pueblo os asesinará y escupirá como raza vil y maldita, no podréis ni os permitirán ejercer ningún oficio noble, honrado, ni aun el de verdugos, y no tendréis más ocupación que la que os proporcionará el monarca de las tinieblas, Satanás; sólo podréis manejar el instrumento de la perdición de los seres humanos, el dinero, y así sólo podréis vivir menos preciados, siendo usureros prestamistas, siendo judíos, como el lenguaje universal se ha hecho sinónimas las palabras de prestamista y usurero, con las de judío. Ese es el porvenir que espera, Jerusalem, a tus hijos, fruto recogido por tu maldad, por tu perfidia, y como última afrenta, como último escarnio al nombre del pueblo deicida, vendréis a sufrir la esclavitud bárbara del mahometano que te despreciará como todos los pueblos y todas las razas, sirviéndole humillado y siervo del imperio de la media luna que te escupirá también y temerá tu contacto, haciéndote huir y encerrar en tus míseras covachas con tus dineros, para que no manches sus fiestas con tu presencia.

Sí; aquella Cruz solitaria envuelta en la dudosa luz del crepúsculo ha de ser tu condenación, y su sombra inmensa cayendo sobre la ciudad maldita, hará que venga a imperar en ella el paganismo que tanto te horrorizaba y del que serás esclavo mañana, como lo serás más tarde de pueblos civilizados. El cielo ni aun te reservará el consuelo de ser esclavo de pueblos ilustrados, dignos y cultos; ante la enormidad del crimen, corresponde la magnitud de la pena, el castigo a la ingratitud.

Enterrado Jesús, volvió al Calvario la fúnebre comitiva, y María, sola, sola en el mundo, sin más compañía que su hijo Juan, así designado por Jesús, besaron y recogieron los improperios de la pasión, y en medio de la obscuridad de la noche regresaron al seno de la ciudad deicida, a la casa del Cenáculo, aquella casa convertida en el más grande de los templos, pues que en ella se verificó la institución de la Eucaristía, y allí albergados con las santas mujeres, que no la abandonaban, pasó en medio de la mayor tristeza la primera noche de la soledad de la Madre de Dios, de la tierna invocación que tanto ha llenado de niños nuestra alma de sentida compasión, y de hombres de pena y aflicción nuestro pecho, cuando como padres hemos sufrido pérdidas como la de arrancarse de la vida pedazos de nuestra alma, hijos a quienes amábamos y eran nuestra esperanza en el amor y la de nuestras aspiraciones.

«Retirada ya la Virgen, dice Casabó, en el aposento donde se celebraron las dos cenas, acompañada de San Juan, de las Marías y otras mujeres santas que seguían al Señor desde Galilea, háblales a todos, dándoles las gracias con profunda humildad y lágrimas por la perseverancia con que hasta entonces la habían acompañado en la pasión de su amantísimo Hijo, en cuyo nombre les ofrecía el premio de su constante piedad y afecto con que la habían seguido, y así mismo se ofrecía por sierva y amiga de aquellas santas mujeres. Reconocieron este gran favor y le besaron la mano, pidiéndola su bendición. Suplicáronla descansase un poco, y recibiese alguna corporal refacción, a lo que respondió:

»-Mi descanso y mi aliento ha de ser ver a mi Hijo y Señor resucitado. Vosotros, carísimos, satisfaced a vuestra necesidad como conviene, mientras yo me retiro a solas con mi Hijo.

»En quedando a solas en su retiro, se entregó a sus afectos dolorosos, y toda se dejó poseer interior y exteriormente de la amargura de su alma, renovando todas las especies de todos los misterios y afrentosa muerte de su Hijo, en cuya ponderación pasó toda aquella noche llorando, suspirando, alabando y engrandeciendo las obras de su Hijo, su pasión, sus juicios ocultísimos y otros altísimos misterios».

Miles de páginas podrían llenarse tan sólo copiando las inspiradas palabras de los escritores católicos al considerar y estudiar la hermosa figura de María en tan doloroso como sublime acto de su penosa soledad, de sus sufrimientos y lágrimas en tan crueles horas, como las sufridas por la Reina y Señora en la terrible pasión de su Hijo, pero aun cuando todas ellas inspiradas en el más grande y santo amor a María, en la contemplación de su dolor ante los misterios de su Hijo, la pluma y el sentimiento humano son impotentes para pintarlos y describirlos: sólo allá en el fondo de nuestro pecho, cuando las desgracias y el dolor nos rodean, entonces es cuando el alma, el corazón, el pensamiento pueden comprender algo de aquel dolor divino, inmenso, que atenaceó el tierno corazón de la más pura, inocente y amante de las mujeres.

Sólo así, sólo en estos momentos es cuando podremos comprender el dolor y el sufrir de María en los momentos de la pasión y muerte de su Hijo Jesús, nuestro Salvador y Redentor con su sangre y misterio de nuestra esclavitud del pecado, dolor que es imposible sentirlo en la pequeñez de nuestro corazón, creyendo en lo humano no haberlo semejante al que en momentos de pena y aflicción hieren dolorosamente las fibras del sentimiento, y dolor que siempre, aun en las almas más justas, lleva en sí el carácter de expiación. Pero el dolor de María llenando un alma y corazón tan puro, tiene en sí la grandiosidad de lo inmenso, de lo grande, como obra de Dios.

Si la expresión sensible de este dolor, de esta pena y sufrimiento, de cuantos escritores la han pretendido expresar y traducir en hermosos conceptos, fuera dable reunirlas, vacías de expresión quedarían, frías y sin vida aquellas manifestaciones, ante la magnitud inmensa del dolor de María en aquellos terribles momentos.

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Catequesis sobre María Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

María en el Calvario: Catequesis de Juan Pablo II

Estas son 4 catequesis de SS Juan Pablo II del año 1997, donde trata la participación de María en la Redención en 2 de ellas.

Y en otras 2 trata las dos palabras de Jesús en que entrega mutuamente a María a Juan: «MUJER, HE AHÍ A TU HIJO» y «HE AHÍ A TU MADRE».

  

MARÍA, AL PIE DE LA CRUZ, PARTÍCIPE DEL DRAMA DE LA REDENCIÓN
Catequesis de Juan Pablo II (2-IV-97)

1. Regina caeli laetare, alleluia! ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya!
Así canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima participación en toda la vida de Jesús.

María, al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida pública.

Sin embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén, en el momento de la pasión y muerte del Redentor. Como testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.

2. El Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte» (ib., 57).

Con la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima» (ib., 58).

Con estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo, subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.

Además, el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor, con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda la humanidad.

Por último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo, protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino.

3. En el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena»  (Jn 19,25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie», «estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.

En particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

A los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»  (Lc 23,46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).

4. En este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31), resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera y el anhelo de la Resurrección.

La esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 4-IV-97]

 

LA VIRGEN MARÍA, COOPERADORA EN LA OBRA DE LA REDENCIÓN
Catequesis de Juan Pablo II (9-IV-97)

1. A lo largo de los siglos la Iglesia ha reflexionado en la cooperación de María en la obra de la salvación, profundizando el análisis de su asociación al sacrificio redentor de Cristo. Ya san Agustín atribuye a la Virgen la calificación de «colaboradora» en la Redención (cf. De Sancta Virginitate, 6; PL 40, 399), título que subraya la acción conjunta y subordinada de María a Cristo redentor.

La reflexión se ha desarrollado en este sentido, sobre todo desde el siglo XV. Algunos temían que se quisiera poner a María al mismo nivel de Cristo. En realidad, la enseñanza de la Iglesia destaca con claridad la diferencia entre la Madre y el Hijo en la obra de la salvación, ilustrando la subordinación de la Virgen, en cuanto cooperadora, al único Redentor.

Por lo demás, el apóstol Pablo, cuando afirma: «Somos colaboradores de Dios» (1 Co 3,9), sostiene la efectiva posibilidad que tiene el hombre de colaborar con Dios. La cooperación de los creyentes, que excluye obviamente toda igualdad con él, se expresa en el anuncio del Evangelio y en su aportación personal para que se arraigue en el corazón de los seres humanos.

2. El término «cooperadora» aplicado a María cobra, sin embargo, un significado específico. La cooperación de los cristianos en la salvación se realiza después del acontecimiento del Calvario, cuyos frutos se comprometen a difundir mediante la oración y el sacrificio. Por el contrario, la participación de María se realizó durante el acontecimiento mismo y en calidad de madre; por tanto, se extiende a la totalidad de la obra salvífica de Cristo. Solamente ella fue asociada de ese modo al sacrificio redentor, que mereció la salvación de todos los hombres. En unión con Cristo y subordinada a él, cooperó para obtener la gracia de la salvación a toda la humanidad.

El particular papel de cooperadora que desempeñó la Virgen tiene como fundamento su maternidad divina. Engendrando a Aquel que estaba destinado a realizar la redención del hombre, alimentándolo, presentándolo en el templo y sufriendo con él, mientras moría en la cruz, «cooperó de manera totalmente singular en la obra del Salvador» (Lumen gentium, 61). Aunque la llamada de Dios a cooperar en la obra de la salvación se dirige a todo ser humano, la participación de la Madre del Salvador en la redención de la humanidad representa un hecho único e irrepetible.

A pesar de la singularidad de esa condición, María es también destinataria de la salvación. Es la primera redimida, rescatada por Cristo «del modo más sublime» en su concepción inmaculada (cf. bula Ineffabilis Deus, de Pío IX: Acta 1,605), y llena de la gracia del Espíritu Santo.

3. Esta afirmación nos lleva ahora a preguntamos: ¿cuál es el significado de esa singular cooperación de María en el plan de la salvación? Hay que buscarlo en una intención particular de Dios con respecto a la Madre del Redentor, a quien Jesús llama con el título de «mujer» en dos ocasiones solemnes, a saber, en Caná y al pie de la cruz (cf. Jn 2,4; 19,26). María está asociada a la obra salvífica en cuanto mujer. El Señor, que creó al hombre «varón y mujer» (cf. Gn 1,27), también en la Redención quiso poner al lado del nuevo Adán a la nueva Eva. La pareja de los primeros padres emprendió el camino del pecado; una nueva pareja, el Hijo de Dios con la colaboración de su Madre, devolvería al género humano su dignidad originaria.

María, nueva Eva, se convierte así en icono perfecto de la Iglesia. En el designio divino, representa al pie de la cruz a la humanidad redimida que, necesitada de salvación, puede dar una contribución al desarrollo de la obra salvífica.

4. El Concilio tiene muy presente esta doctrina y la hace suya, subrayando la contribución de la Virgen santísima no sólo al nacimiento del Redentor, sino también a la vida de su Cuerpo místico a lo largo de los siglos y hasta el ésxaton: en la Iglesia, María «colaboró» y «colabora» (cf. Lumen gentium, 53 y 63) en la obra de la salvación. Refiriéndose misterio, de la Anunciación, el Concilio declara que la Virgen de Nazaret, «abrazando la voluntad salvadora de Dios (…), se entregó totalmente a sí misma, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de  su Hijo. Con él y en dependencia de él, se puso, por la gracia de Dios todopoderoso, al servicio del misterio de la Redención» (ib., 56).

Además, el Vaticano II no sólo presenta a María como la «madre del Redentor», sino también como «compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas», que colabora «de manera totalmente singular a la obra del Salvador con su obediencia, fe, esperanza y ardiente amor». Recuerda, asimismo, que el fruto sublime de esa colaboración es la maternidad universal: «Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia» (Lumen gentium, 61).

Por tanto, podemos dirigirnos con confianza a la Virgen santísima, implorando su ayuda, conscientes de la misión singular que Dios le confió: colaboradora de la redención, misión que cumplió durante toda su vida y, de modo particular, al pie de la cruz.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 11-IV-97]

  

«MUJER, HE AHÍ A TU HIJO»
Catequesis de Juan Pablo II (23-IV-97)

1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Luego dice al discípulo: «He ahí a tu madre»» (Jn 19,26-27).

Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»: revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos.

Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.

Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además, el apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado.

2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.

Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso significativo: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la salvación.

3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte también en madre nuestra.

Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual referida a la humanidad entera.

La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así, en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.

Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye, por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal.

Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de la gracia divina.

4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los cristianos.

Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor materno.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 25-IV-97]

 

«HE AHÍ A TU MADRE»
Catequesis de Juan Pablo II (7-V-97)

1. Jesús, después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado, diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.

La Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación.

Jesús no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la confía, para que la reconozca como su propia madre.

Durante la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y, recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla como él con afecto filial.

Ojalá que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu madre», la invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a su amor materno.

2. A la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles crecer en la intimidad con ambos.

El culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de Cristo.

Las palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer en ella a su madre, la madre de todo creyente.

En la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María, viviendo como hijos afectuosos y dóciles.

La historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de perfección.

Los innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre nuestra.

Al recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida.

Sobre todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes, encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de Cristo.

3. El texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la Virgen.

La hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor.

Juan acogió a María «entre sus bienes». Esta expresión, más bien genérica, pone de manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella.

En efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes», no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa san Agustín (In Ioan. Evang. tract., 119,3)- «no poseía nada propio», sino a los bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la Palabra (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía (Jn 6,32-58)… Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).

Ojalá que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el camino de la salvación.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española]

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A la Pasión de Cristo DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones a la Pasión de Cristo

Observa que Cristo llegó a la gloria a través de su pasión: ¿No era menester que el Cristo padeciese todo esto, y entrase así en su gloria?.

De esta manera nos enseñaba el camino de la gloria a nosotros: Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Santo Tomas.
ADORACIÓN DE LA CRUZ

¡Amoroso y Divino Jesús crucificado, que lleno de amor a los hombres te ofreciste ante el Eterno Padre por víctima expiatoria de los crímenes del mundo! Ya que me concediste la gracia de inspirarme que me ofrezca contigo en holocausto, como víctima que une sus dolores a los tuyos en desagravio de tantas culpas…, yo, criatura indigna y miserable, postrada delante de tu Cruz y con la ayuda de tu gracia, confirmo y ratifico mi promesa de querer padecer con los mismos fines que Tú en ella padeciste… Recibe todo mi ser en holocausto y haz de mi lo que quieras. Sobre los brazos de tu Cruz abro los míos para perdonar y abrazar a todos mis enemigos, cuyo bien y salvación deseo y prometo solemnemente procurar cuanto sea de mi parte, así como el alivio de sus penas e infortunios.

Y en fe de mi promesa, adoro y beso esa Cruz sacrosanta, desde la cual exclamaste momentos antes de expirar: «Padre mío, perdónalos a todos, como yo los perdono.»

ORACIÓN DE SAN BUENAVENTURA

Dulcísimo Jesús, Hijo de Dios vivo, Dios y Hombre verdadero, Redentor de mi alma: por el amor con que sufriste ser vendido de Judas, preso y atado por mi salvación: ¡Ten misericordia de mí!

Benignísimo Jesús mío: por el amor con que padeciste por mi alma tantos desprecios, irrisiones, negaciones y tormentos en la casa de Caifás: ¡Ten misericordia de mi!

Pacientísimo Jesús mío: por el amor con que por mi padeciste tantos falsos testimonios, afrentas injurias y acusaciones falsas en la casa de Pilatos: ¡Ten misericordia de mí!

Mansísimo Jesús de mi alma: por los desprecios, escarnios y burlas de la casa de Herodes; por los azotes, corona de espinas y mofas sangrientas y condenación a muerte de la casa de Pilatos: ¡Ten misericordia de mí!

Piadosísimo Jesús de mi alma: por todo lo que por mí padeciste en tu adorable Pasión, desde la casa de Pilatos hasta el monte Calvario, donde toleraste por mi amor el ser crucificado para que yo me salvase: ¡Ten misericordia de mí, ten misericordia de mí, ten misericordia de mí! Amén.

ORACIÓN AL SILENCIO DE CRISTO EN SU PASIÓN

Hay, Señor, en tu adorable Pasión, una palabra que sin vibrar en mis oídos, llega a lo más profundo de mis entrañas, que me conmueve, admira y enternece y habla como ninguna… No es la palabra de los discípulos que te niegan, ni la de los jueces que te escarnecen, ni la de los sayones que te insultan, ni la de la plebe que te blasfema, ni siquiera la de las piadosas mujeres que te compadecen…

Es la palabra que tu no has pronunciado, la de tu silencio, severo, grave, solemne, no interrumpido ni para quejarte, disculparte, justificarte, ni menos para recriminar, volver por tu honra y la de los tuyos, vindicar tu vida, hundir en los abismos de la nada a tus acusadores…

¡Silencio largo, adorable, misterios de la Pasión de Cristo! ¡Cuánto confundes mi afán de justificarme, disculparme, razonar, volver por los fueros de mi orgullo, egoísmo y amor propio! ¿Cuándo, Señor, cuándo aprenderé tu silencio, y cuándo sabré que Tú, y sólo Tú eres el que justificas y condenas y que el juicio y estima de los hombres nada valen si Tú no los sancionas?

¿Cuándo, Jesús mío, aprenderé a callar, a hablar poco con los hombres y a hablar mucho contigo?

¿Cuándo imitare tu silencio, humilde, paciente, adorable? Jesús autem tacebat.

¡Oh Jesús callado, dame la santa virtud de tu silencio!

ORACIÓN A LA VIRGEN DOLOROSA

Madre Santísima de los Dolores, por el intenso martirio que sufristeis al pie de la Cruz durante las tres horas de agonía de Jesús, dignaos en nuestra agonía asistirnos a todos los que somos hijos de vuestros dolores, a fin de que con vuestra intercesión, podamos pasar del lecho de muerte a ser vuestra corona en el santo Paraíso. Amén.

V. De muerte súbita e imprevista.
R. Líbranos, Señor.
V. De las insidias del diablo.
R. Líbranos, Señor.
V. De la muerte eterna.
R. Líbranos, Señor.

ORACIÓN FINAL

Oh Dios, que en la muerte dolorosísima de vuestro Hijo habéis constituido un ejemplo y un auxilio para la salvación del linaje humano: concedednos, os rogamos, que en el peligro último de nuestra muerte merezcamos alcanzar el efecto de tan grande caridad y entrar en la gloria del Redentor. Por el mismo Jesucristo Señor nuestro. Amén.

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