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00 Todas las Advocaciones 05 Mayo ADVOCACIONES Y APARICIONES Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Movil Noticias 2019 - enero - junio

Pentecostés, la Venida del Espíritu Santo (50 días después de Pascua)

Pentecostés conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los primeros seguidores de Jesús.

Antes había seguidores de Jesús, pero no un movimiento que podría ser llamado “iglesia”.

Por lo tanto, desde un punto de vista histórico, Pentecostés es el día en que se inició la iglesia.

El Espíritu trae la iglesia a la existencia y le da vida.

Es una de las solemnidades más importantes en el calendario de la Iglesia, que tiene una rica profundidad de significado.
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Aquí está cómo el Papa Benedicto XVI lo resumió en 2012:

Esta solemnidad nos hace recordar y revivir la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los demás discípulos reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo. Jesús, resucitado y ascendido al cielo, envió a su Espíritu a la Iglesia para que cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y convertirse en su testimonio válido en el mundo.

El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia, vence a la aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y fomenta en nosotros una madurez interior en nuestra relación con Dios y con el prójimo”.

Entre las actividades que de esta fiesta, se encuentra la tradicional Vigilia de Pentecostés.

En el caso de Pentecostés centramos la atención en el Espíritu Santo prometido por Jesús en reiteradas ocasiones.

pentecostes

   

JESÚS LO HABÍA PROMETIDO

Jesús prometió enviar al Espíritu en varias oportunidades:

• Durante la Última Cena, les dice a sus apóstoles:Mi padre os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre: el espíritu de Verdad”

• Más adelante les dice:“Les he dicho estas cosas mientras estoy con ustedes; pero el Abogado, El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése les enseñará todo y traerá a la memoria todo lo que yo les he dicho.”

• Al terminar la cena, les vuelve a hacer la misma promesa:Les conviene que yo me vaya, pues al irme vendrá el Abogado,… muchas cosas tengo todavía que decirles, pero no se las diré ahora. Cuando venga Aquél, el Espíritu de Verdad, os guiará hasta la verdad completa,… y os comunicará las cosas que están por venir”

jesus espiritu santo

   

¿QUÉ SIGNIFICA EL NOMBRE «PENTECOSTÉS»?

Proviene de la palabra griega que significa «quincuagésimo» (Pentecoste).
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La razón es que Pentecostés es el quincuagésimo día después del Domingo de Pascua (en el calendario cristiano).

Este nombre se empezó a usar en el período del Antiguo Testamento tarde y fue heredado por los autores del Nuevo Testamento.

En el Antiguo Testamento, que se conoce por varios nombres:

  • La fiesta de las semanas
  • La fiesta de la cosecha
  • El día de las primicias

Hoy en día en los círculos judíos se conoce como Shavu`ot (en hebreo, «semanas»).

Se conoce por diferentes nombres en diferentes idiomas.

En el Antiguo Testamento era un festival de la cosecha, que significa el final de la cosecha de granos. Deuteronomio 16 establece:

“Contarás siete semanas. Desde el momento en que la hoz comience a segar la mies comenzarás a contar estas siete semanas.

Y celebrarás en honor de Yahvé tu Dios la fiesta de las Semanas; la medida de la ofrenda voluntaria que hagas estará en proporción con lo que Yahvé tu Dios te haya bendecido.

Y te regocijarás en presencia de Yahvé tu Dios, tú, tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, y el levita que vive en tus ciudades, y el forastero, el huérfano y la viuda que viven en medio de ti, en el lugar que elija Yahvé tu Dios para poner allí la morada de su nombre”. (Dt. 16: 9-11).

descenso del espiritu santo sobre maria y los apostoles

   

¿QUÉ REPRESENTA EL PENTECOSTÉS EN EL NUEVO TESTAMENTO?

Representa el cumplimiento de la promesa de Cristo del final del Evangelio de Lucas:

“Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén.

Vosotros sois testigos de estas cosas.

Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre.
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Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto”
(Lc. 24: 46-49).

Este tema revestidos de poder” viene por el derramamiento del Espíritu Santo sobre la Iglesia.

paloma del espiritu santo

   

¿CÓMO ES SIMBOLIZADO EL ESPÍRITU SANTO EN LOS EVENTOS DEL DÍA DE PENTECOSTÉS?

Hay varios símbolos del Espíritu Santo que piedden leerse en el Catecismo de la Iglesia Católica 694 a 701

Pero pon atención a esto:

Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar.

Y de repente un ruido del cielo, como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa donde estaban sentados.

Y se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos.

Y fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen. (Hechos 2: 1-8)

Esto contiene dos símbolos del Espíritu Santo y su actividad: los elementos del viento y el fuego.

El viento es un símbolo básico del Espíritu Santo, como la palabra griega que significa «Espíritu» (Pneuma) y que también significa “viento” y “aliento”.

En relación con el símbolo del fuego, el Catecismo señala:

Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo.

El profeta Elías que «surgió […] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha», con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías», anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego», Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!».

En forma de lenguas «como de fuego» se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él.

La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo «No extingáis el Espíritu». (CCC 696).

baja del espiritu santo en pentecostes fondo

   

LA CONEXIÓN ENTRE LAS «LENGUAS» DE FUEGO Y EL HABLAR EN OTRAS «LENGUAS»

En ambos casos, la palabra griega para «lenguas» es la misma (glossai).

La palabra «lengua» se utiliza para significar tanto una llama individual y como un lenguaje individual.

Las «lenguas como de fuego» (es decir, llamas individuales) que se distribuyen y se almacenan sobre los discípulos, los empoderan y así hablan milagrosamente en «otras lenguas» (es decir, idiomas).

Este es el resultado de la acción del Espíritu Santo, representado por el fuego.

espiritu santo y maría

   

¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?

El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad.
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Él es eterno, omnisciente, omnipresente, tiene una voluntad, y puede hablar.
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Él es, sin duda, el menos mencionado de entre las tres personas de Dios, el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo.
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Y no es particularmente visible en la Biblia porque Su ministerio es dar testimonio de Jesús (Juan 15:26).

Fuentes:


Equipo de Colaboradores de Foros de la Virgen María

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Catolicismo FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María Movil NOTICIAS Noticias 2018 - julio - diciembre Papa

Cuando Reinará el Papa del Segundo Pentecostés

Cuando suceda la tribulación habrá un Papa en la Iglesia.

Que las profecías advierten dejará la sede vacante por las persecuciones.

En un artículo anterior describimos cuando podría ser la huida y la sede vacante del Papa en medio de gran persecución a la Iglesia.

Pero también habrá un Papa que reinará en la Iglesia a la salida de la tribulación y en un segundo pentecostés.

En este artículo, veremos cuando podría ser la elección del Papa del nuevo Pentecostés, después de que el primer Papa sea asesinado.

Y también veremos después de cuánto tiempo este segundo Papa entraría triunfante al Reino Eucarístico.

Además analizaremos cuando aparecerán el Anticristo y el Falso Profeta.

En artículos anteriores he estado analizando profecías para poner un marco temporal a las profecías de la Gran Tribulación.

En el principio traté sobre ¿Cuándo podría Comenzar la Gran Tribulación? [análisis de 2 profecías].

Luego analicé Cuanto Duraría la Gran Tribulación según las Profecías de Daniel.

Más tarde Cuando Comenzaría la gran Guerra que daría inicio a la gran Tribulación.

Y en el cuarto artículo escribí sobre ¿Qué sucederá con el Papa reinante durante la gran Tribulación? [análisis de profecías]

   

CUANDO SERÍA ELEGIDO EL SEGUNDO PAPA

Esto lo podemos ver en una profecía de Ana María Taigi, la cual nos dice que después de los días de tinieblas, San Pedro y San Pablo nombrarán al nuevo Papa.Ver Aquí.

Quien será el encargado de consolar y apacentar a los que sobrevivieron a la gran persecución y de llevarlos como iglesia triunfante al nuevo Pentecostés.

Después de las tinieblas San Pedro y San Pablo descenderán de los cielos, predicarán en todo el universo y designarán al Papa.

Una gran luz saldrá de su persona e irá a posar sobre el Cardenal futuro Papa”.

Ahí observamos que sucederá después de los tres días de oscuridad o tinieblas.

Y luego de haber estado la sede vacante hasta el 1 de Tishrei del 2025, como lo analizamos en el artículo anterior sobre el Papa de la gran persecución.

Ahí sería designado el nuevo Papa, lo mas probable es que sea elegido el 9 de Tishrei del 2025 o 1 de Octubre.

Que como vimos en el segundo artículo de la serie, sobre los plazos del profeta Daniel, es el día en que inicia la purificación del templo, después de haber sido pisoteado por el inicuo.Ver Aquí.

“Y desde el 9Av del 2022 hasta el 8 de Tishrei de 2025 hay 1150 días, siendo al siguiente día 9 de Tishrei.

El día en que el Rey Salomón comenzó la dedicación o purificación del templo de Jerusalén.”

   

CUANDO ENTRARÍA TRIUNFANTE EL PAPA AL REINO EUCARÍSTICO

Contamos con otra profecía de Don Bosco en donde se nos describe una marcha o procesión del nuevo Papa por 200 días, después de la tribulación.Ver Aquí.

Tras los cuales entraría victorioso junto con los fieles que fueron acrisolados en la gran persecución a la nueva tierra y nuevos cielos, en el segundo Pentecostés.

En la profecía de la Marcha de los 200 Días, Don Bosco indicaba lo que iba a significar la victoria del Papa anclado a las dos columnas.

Era una noche oscura, y los hombres ya no podían encontrar su camino de regreso a sus propios países.

De repente una luz brillante brilló en el cielo, iluminando su camino como al mediodía.

En ese momento salió del Vaticano, como en procesión, multitud de hombres y mujeres, niños pequeños, monjes, monjas y sacerdotes, y a su cabeza el Papa.

Pero una furiosa tormenta estalló, algo oscureciendo esa luz, como si la luz y la oscuridad estuvieran encerradas en la batalla.

Mientras tanto, la larga procesión llegó a una pequeña plaza llena de muertos y heridos, muchos de los cuales lloraban pidiendo ayuda.

Las filas de la procesión se adelgazaban considerablemente.

Después de una marcha de doscientos días, todos se dieron cuenta de que ya no estaban en Roma.

Desalentados, rodearon al Pontífice para protegerlo y ministrarle en sus necesidades.

En ese momento aparecieron dos ángeles, con un estandarte que presentaba al Sumo Pontífice, diciendo:

Tomad la bandera de Aquella que pelea y derrota a los más poderosos ejércitos de la tierra: vuestros enemigos han desaparecido: con lágrimas y suspiros sus hijos abogan por Su regreso.”

Un lado del estandarte llevaba la inscripción: Regina sine labe concepta [Reina concebida sin pecado], y el otro lado decía: Auxilium Christianorum [Ayuda de los cristianos].

El Pontífice aceptó la bandera alegremente, pero se angustió al ver cuán pocos eran sus seguidores.

Pero los dos ángeles continuaron diciendo:

Vayan, reconforten a sus hijos, escriban a sus hermanos esparcidos por todo el mundo que los hombres deben reformar sus vidas, y esto no puede lograrse si no se parte el pan del Verbo Divino entre los pueblos.

El catecismo y la predicación del desapego de las cosas terrenas.

Ha llegado el momento, concluyeron los dos ángeles, cuando los pobres evangelizarán al mundo.

Los sacerdotes serán buscados entre los que manejan la azada, la pala y el martillo, como David profetizó:

Dios levantó al pobre de los campos para ponerlo en el trono de su pueblo”.

Al oír esto, el Pontífice siguió adelante, y las filas comenzaron a hincharse.

Al llegar a la Ciudad Santa, el Pontífice lloró al ver a sus ciudadanos desolados, ya que muchos de ellos ya no estaban.

Luego entró en San Pedro y entonó el Te Deum, al que un coro de ángeles respondió, cantando: Gloria in excelsis Deo et en terra pax hominibus bonae voluntatis.

Cuando terminó la canción, toda la oscuridad desapareció y brilló un sol abrasador.

La población había disminuido mucho en las ciudades y en el campo.

La tierra fue destrozada como por un huracán y la tormenta de granizo, y la gente se buscó unos a otros, profundamente conmovidos, y diciendo: Est Deus en Israel [Hay un Dios en Israel].

Desde el inicio del exilio hasta la entonación del Te Deum, el sol subió 200 veces. Todos los eventos descritos cubren un período de 400 días.”

Y desde el 9 de Tishrei del 2025 o 1 de Octubre, día en que comienza la purificación del templo, hasta el 19 de Abril del 2026, que es 1 de Lyar en fecha hebrea, hay 200 días.

En un 1 del mes de Lyar fue cuando el rey Salomón inició la edificación o fundación del templo de Jerusalén.

Y en esta oportunidad sería patrón para la edificación del nuevo templo del Reino Eucarístico, templo que estaría en el corazón de cada hombre, donde seremos tabernáculos vivientes.

Esta edificación del templo de Jerusalén esta descrita en 1 de Reyes 6.

“Salomón edifica el templo en el año cuatrocientos ochenta después que los hijos de Israel salieron de Egipto, el cuarto año del principio del reino de Salomón sobre Israel, en el mes de Zif, que es el mes segundo, comenzó él a edificar la casa de Yahvé.” (2 Cr. 3:1-14)

Ahí observamos que Salomón comenzó la edificación del templo en el mes de Zif, o mes segundo, que es el mismo mes de Lyar.

Entonces esta marcha o exilio del Papa, iría desde el inicio de la purificación del templo, hasta el día en que el Papa entra nuevamente a Roma, ya triunfante en el comienzo de la edificación del nuevo templo.

Ya con esto terminamos el posible marco temporal del segundo Papa o el Papa que será participe del triunfo final de la iglesia.

Y damos por concluido con este quinto artículo el análisis sobre los dos últimos Papas del fin de los tiempos.

El primero, que vimos en el artículo anterior, quien será participe de la gran persecución a la iglesia.

Y el segundo que vimos en este artículo, quien será el que consolará y llevará de la mano de la Santa Eucaristía y del Inmaculado Corazón de María a la iglesia fiel restante, hasta el nuevo Pentecostés y Reino Eucarístico de los mil años.

   

CUANDO APARECERÁN EL ANTICRISTO Y EL FALSO PROFETA

Por último quisiera dar mi opinión personal sobre en cual de las dos tribulaciones, serán participes el falso profeta y el anticristo.Ver Aquí.

Si es en esta primera que vislumbramos ya cercana y en la cual será perseguida la iglesia, o si es en la tribulación que habrá después de los mil años.

Pensaría que tanto el falso profeta como el inicuo serán participes de esta primera gran tribulación.

Ya que en Apocalipsis 20 se nos describe como el demonio después de haber estado atado por mil años, será desatado por breve tiempo.

Y después de ser derrotado será hechado al fuego del infierno, donde ya estaban el falso profeta y el anticristo.

Es decir nos esta diciendo que ya estos dos personajes estaban en el infierno desde mucho antes.

“7 Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión,

8 y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar.

9 Y subieron sobre la anchura de la tierra, y rodearon el campamento de los santos y la ciudad amada; y de Dios descendió fuego del cielo, y los consumió.

10 Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos.” (Apocalipsis 20)

Y en Apocalipsis 19 podemos detallar como el anticristo y falso profeta, fueron derrotados en una tribulación anterior a los mil años y fueron lanzados al fuego eterno.

“19 Y vi a la bestia, a los reyes de la tierra y a sus ejércitos, reunidos para guerrear contra el que montaba el caballo, y contra su ejército.

20 Y la bestia fue apresada, y con ella el falso profeta que había hecho delante de ella las señales con las cuales había engañado a los que recibieron la marca de la bestia, y habían adorado su imagen.

Estos dos fueron lanzados vivos dentro de un lago de fuego que arde con azufre.” (Apocalipsis 19)

Y en ese mismo instante el demonio es encadenado por mil años para que no pueda salir a engañar a las naciones, pero no es hechado al fuego eterno sino hasta que es derrotado en esa tribulación final después de los mil años.

Esto es mencionado nuevamente en Apocalipsis 20.

“Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano.

2 Y prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años;

3 y lo arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones, hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo.”

Por eso es que creo que en esa ultima tribulación solo será participe el demonio, tras lo cual vendra el juicio final o personal a vivos y muertos.


Sergio Martínez Rojas, Administrador de Empresas y Estudioso de las Profecías Católicas, de Colombia

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María de Jesús de Agreda MENSAJES Y VISIONES

Descendimiento del Espíritu Santo según visión de Sor María de Agreda

CAPITULO XXXI. Restáurase la humanidad de Cristo. Unese su cuerpo al de María. Desciende el Espíritu Santo al Cenáculo.

 Estuvo el alma de Cristo nuestro Salvador en el limbo desde las tres y media del viernes a la tarde, hasta después de las tres de la mañana del domingo siguiente. A esta hora volvió al sepulcro. En el sepulcro estaban otros muchos ángeles que le guardaban, venerando el sagrado cuerpo unido a la divinidad. Y algunos de ellos, por mandato de su Reina, habían recogido las reliquias de la sangre que derramó su Hijo Santísimo, los pedazos de carne que le derribaron de las heridas, los cabellos que arrancaron de su divino rostro y cabeza, y todo lo demás que pertenecía al ornato y perfecta integridad de su humanidad santísima.

Y los ángeles guardaban estas reliquias. Por ministerio de los ángeles fueron restituidas al sagrado cuerpo difunto todas las partes y reliquias que tenían recogidas, dejándole con su natural integridad y perfección. Y al mismo instante el alma santísima del Señor se reunió al cuerpo, y juntamente le dio inmortal vida y gloria. Y en lugar de la sábana y unciones con que le enterraron, quedó vestido de los cuatro dotes de gloria: claridad, impasibilidad, agilidad y sutileza.

Por la impasibilidad quedó invencible de todo el poder criado, porque ninguna potencia le podía alterar ni mudar. Por la sutilidad quedó tan purificada la materia gruesa y terrena, que sin resistencia de otros cuerpos se podía penetrar con ellos como si fuera espíritu incorpóreo; y así penetró la lápida del sepulcro, sin moverla ni dividirla, el que por semejante modo había salido del virginal vientre de su purísima Madre. La agilidad le dejó tan libre del peso y tardanza de la materia, que excedía a la que tienen los ángeles inmateriales, y por sí mismo podía moverse con más presteza que ellos de un lugar a otro, como lo hizo en las apariciones de los Apóstoles y en otras ocasiones.

Las sagradas llagas que antes afeaban su santísimo cuerpo quedaron en pies, manos y costado tan hermosas, refulgentes y brillantes, que le hacían más vistoso y agraciado, con admirable modo y variedad. Con toda esta belleza y gloria se levantó nuestro Salvador del sepulcro.

Y en el mismo instante que el alma santísima de Cristo entró en su cuerpo Y le dio vida, correspondió en el de la Madre la comunicación del gozo. Sucedió que en aquella ocasión el evangelista San Juan fue a visitarla para consolarla en su amarga soledad, y encontrola repentinamente llena de resplandor y señales de gloria a la que antes apenas conocía por su tristeza. Admiró se el santo Apóstol, y habiéndola mirado con grande reverencia, juzgó que ya el Señor sería resucitado, pues la Madre estaba renovada en alegría.

Estando así prevenida María, entró Cristo resucitado y glorioso, acompañado de todos los Santos y Patriarcas. Postróse en tierra la Reina, y adoró a su Hijo, y su Majestad la levantó y llegó a sí mismo. Y con este contacto (mayor que el que pedía la Magdalena de la humanidad y llagas de Cristo) recibió la Madre Virgen un extraordinario favor, que ella sola mereció, como exenta de la ley del pecado. Y aunque no fue el mayor de los favores que tuvo en esta ocasión, con todo eso no pudiera recibirle, si no fuera confortada de los ángeles y por el mismo Señor, para que sus potencias no desfallecieran vio la Divinidad intuitiva y claramente.

En compañía de la Reina del cielo perseveraban alegres los doce Apóstoles con los demás discípulos y fieles aguardando en el cenáculo la promesa del Salvador, confirmada por la Madre, de que les enviaría de las alturas al Espíritu consolador, que les enseñaría y administraría todas las cosas que en su doctrina habían oído. Estaban todos unánimes y tan conformes en la caridad, que en todos aquellos días ninguno tuvo pensamiento, afecto ni ademán contrario de los otros.

María Santísima con la plenitud de sabiduría y gracia conoció el tiempo y la hora determinada por la divina voluntad para enviar al Espíritu Santo sobre el colegio apostólico.

El día de Pentecostés por la mañana la Reina previno a los Apóstoles, a los demás discípulos y mujeres santas (que todas eran ciento veinte personas) para que orasen y esperasen con mayor fervor, porque muy presto serían visitados de las alturas con el divino Espíritu. Y estando así orando todos juntos, ,a la hora de tercia se oyó en el aire un gran sonido de espantoso tronido, y un viento o espíritu vehemente con grande resplandor, como de relámpago y de fuego; y todo se encaminó a la casa del cenáculo, llenándola de luz y derramándose aquel divino fuego sobre toda aquella santa congregación. Aparecieron sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte unas lenguas del mismo fuego en que venía el Espíritu Santo, llenándolos a todos y a cada uno de divinas influencias y dones soberanos, causando a un mismo tiempo muy diferentes y contrarios efectos en el cenáculo y en todo Jerusalén, según la diversidad de sujetos.

Los Apóstoles fueron también llenos y repletos del Espíritu Santo, porque recibieron admirables aumentos de la gracia justificante en grado muy levantado; y solos ellos doce fueron confirmados en esta gracia para no perderla. Respectivamente se les infundieron hábitos de los siete dones, sabiduría, entendimiento, ciencia, piedad, consejo, fortaleza y temor, todos en grado convenientísimo. En este beneficio tan grandioso y admirable, como nuevo en el mundo, quedaron los doce Apóstoles elevados y renovados para ser idóneos ministros del Nuevo Testamento y fundadores de la Iglesia evangélica en todo el mundo.

En todos los demás discípulos, y otros fieles que recibieron el Espíritu Santo en el cenáculo, obró el Altísimo los mismos efectos con proporción y respectivamente, salvo que no fueron confirmados en gracia como los Apóstoles; mas según la disposición de cada uno se les comunicó la gracia y dones con más o menos abundancia para el ministerio que les tocaba en la Iglesia. La misma proporción se guardó en los Apóstoles; pero San Pedro y San Juan señaladamente fueron aventajados con estos dones por los más altos oficios que tenían; el uno de gobernar la Iglesia como cabeza, y el otro de asistir y servir a María Santísimo. El texto de San Lucas dice que el Espíritu Santo llenó toda la casa donde estaba aquella feliz congregación, no sólo porque todos en ella quedaron llenos del divino Espíritu y de sus inefables dones, sino porque la misma casa fue llena de admirable luz y resplandor. Esta plenitud de maravillas y prodigios redundó Y se comunicó a otros fuera del cenáculo; porque obró también diversos y varios efectos el Espíritu Santo en los moradores y vecinos de Jerusalén. No son menos admirables, aunque más ocultos, otros efectos muy contrarios a los que he dicho que el mismo Espíritu divino obró este día en Jerusalén.

Sucedió, pues, que con el espantoso trueno y vehemente conmoción del aire y relámpagos en que vino el Espíritu Santo, turbó y atemorizó a todos los moradores de la ciudad enemigos del Señor, respectivamente a cada uno según su maldad y perfidia. Señalóse este castigo con todos cuantos fueron actores y concurrieron en la muerte de nuestro Salvador, particularizándose y airándose en malicia y rabia. Todos éstos cayeron en tierra por tres horas, dando en ella de cerebro. Y los que azotaron a Su Majestad murieron luego todos ahogados de su propia sangre, que del golpe se les movió y trasvenó hasta sofocarlos, por la que con tanta impiedad derramaron. El que dio la bofetada a Su Majestad divina, no sólo murió repentinamente, sino que fue lanzado en el infierno en alma y cuerpo. Otros de los judíos, aunque no murieron, quedaron castigados con intensos dolores y algunas enfermedades abominables, que con la sangre de Cristo de que se cargaron han pasado a sus descendientes, y aun perseveran hoy entre ellos, y los hacen inmundísimos y horribles. Este castigo fue notorio en Jerusalén, aunque los pontífices y fariseos pusieron gran diligencia en desmentirlo, como lo hicieron en la resurrección del Salvador.

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María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La venida del Espíritu Santo y primera celebración de la Eucaristía, visión de María Valtorta

Razones por las Jesús dio estas visiones a María Valtorta son: Conocer exactamente la complejidad y duración de mi larga pasión (que culmina en la Pasión cruenta, verificada en pocas horas), que me había consumido en un tormento cotidiano que duró lustros y que había ido aumentando cada vez más; y con mi pasión la de mi Madre, cuyo corazón fue traspasado, durante el mismo tiempo, por la espada del dolor; y, por este conocimiento, moveros a amarnos más.

…VER VIDEOS… 

Los apóstoles y Judas. Éstos son los dos ejemplos opuestos. Los primeros, imperfectísimos, rudos, no instruidos, violentos… pero con buena voluntad.

Judas, más instruido que la mayoría de los apóstoles, refinado por la vida en la capital y en el Templo… pero de mala voluntad.

Observad la evolución de los primeros en el Bien, observad su progreso; observad la evolución del segundo en el Mal y su descenso.

Y que observen esta evolución en la perfección en los once buenos, sobre todo, los que por un defecto visual de su mente acostumbran a desnaturalizar la realidad de los santos, haciendo del hombre que alcanza la santidad con dura, durísima lucha contra las fuerzas recias y oscuras un ser innatural sin solicitaciones ni emociones y, por tanto, sin méritos. Porque el mérito viene justamente de la victoria sobre las pasiones desordenadas y las tentaciones, alcanzada por amor a Dios y por conseguir el fin último: gozar de Dios eternamente.

Que lo observen los que pretenden que el milagro de la conversión deba venir sólo de Dios. Dios da los medios para que uno se convierta, pero no fuerza la voluntad del hombre, y, si ese hombre no quiere convertirse, inútilmente tiene lo que a otro le sirve para la conversión.

Y los que examinan consideren los múltiples efectos de mi Palabra, no sólo en el hombre humano, sino también en el hombre espiritual; no sólo en el hombre espiritual, sino también en el hombre humano: mi Palabra, acogida con buena voluntad, transforma al uno y al otro, conduciendo hacia la perfección externa e interna.

Los apóstoles, que por su ignorancia y por mi humildad trataban con excesiva llaneza al Hijo del Hombre (un buen maestro entre ellos, nada más, un maestro humilde y paciente con el que era lícito tomarse una serie de libertades, a veces excesivas, aunque sin irreverencia, porque lo suyo no era irreverencia, sino ignorancia, una ignorancia que debe ser excusada), los apóstoles, polémicos entre sí, egoístas, celosos en su amor y celosos de mi amor, impacientes con la gente, un poco orgullosos de ser «los Apóstoles», deseosos de las cosas asombrosas que les señalara ante los ojos de la gente como personas dotadas de un poder extraordinario, lentamente, pero continuamente, se van transformando en hombres nuevos, dominando primero sus pasiones por imitarme a mí y porque Yo estuviera contento, y luego -conociendo cada vez más mi verdadero Yo-cambiando los modos y el amor, hasta verme, amarme y tratarme como a Señor divino. ¿Son, acaso, al final de mi vida en la Tierra, todavía los compañeros superficiales y alegres de los primeros tiempos? ¿Son, sobre todo después de la Resurrección, los amigos que tratan al Hijo del Hombre como a un Amigo? No. Son los ministros del Rey, antes; los sacerdotes de Dios, después: completamente distintos, transformados completamente.

Consideren esto los que encuentren ruda, y juzguen no natural la forma de ser de los apóstoles, que era como se describe. Yo no era ni un doctor difícil ni un rey soberbio, no era un maestro que juzgase indignos de Él a los otros hombres. Supe ser indulgente. Quise formar a partir de materia no desbastada, llenar de todo tipo de perfecciones vasos vacíos, demostrar que Dios todo lo puede, y puede de una piedra sacar un hijo de Abraham, un hijo de Dios, y de donde nada hay sacar un maestro, para confundir a los maestros que se jactan de su ciencia, que muy frecuentemente ha perdido el perfume de la mía.

En fin: haceros conocer el misterio de Judas, ese misterio que es la caída de un espíritu al que Dios había favorecido en modo extraordinario. Un misterio que, en verdad, se repite demasiado frecuentemente, y que es la herida que duele en el Corazón de vuestro Jesús.

Daros a conocer cómo se cae transformándose de siervos e hijos de Dios en demonios y deicidas que matan a Dios en ellos matando la Gracia; daros a conocer esto para impediros que pongáis los pies en los senderos por los que uno cae al Abismo, y para enseñaros cómo comportarse para tratar de detener a los corderos imprudentes que avanzan hacia el abismo. Aplicar vuestro intelecto en el estudio de la horrenda -y, no obstante, común-figura de Judas, complejo en que se agitan serpentinos todos los vicios capitales que encontráis y debéis de combatir en las personas. Es la lección que preferentemente debéis aprender, porque será la que más os sirva en vuestro ministerio de maestros de espíritu y directores de almas. ¡Cuántos, en todos los estados de la vida, imitan a Judas entregándose a Satanás y encontrando la muerte eterna!

 

LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. FIN DEL CICLO MESIÁNICO

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.

Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.
Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:
-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…
-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos -dice Pedro con sobrenatural impulsividad.
-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí -dice Santiago de Alfeo.
-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes.
Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta):
-Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino. Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto-es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las «visiones» ni los «dictados» fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente «dictado», será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia -o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos-puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos «hijos de Dios» según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: «No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado». Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.

 

PEDRO CELEBRA LA EUCARISTÍA EN UNA REUNIÓN DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Es una de las primeras reuniones de los cristianos, en los días inmediatamente posteriores a Pentecostés.

Los doce apóstoles son de nuevo doce, porque Matías, que ya ha sido elegido en lugar del traidor, está entre ellos. Y el hecho de que estén los doce demuestra que no se habían separado todavía para ir a evangelizar, según la orden del Maestro. Por tanto, Pentecostés debe haber tenido lugar poco antes, y todavía no deben haber empezado las persecuciones del Sanedrín contra los siervos de Jesucristo. En efecto, si así fuera, no tendrían esta celebración con tanta tranquilidad, y sin ninguna medida de precaución, en una casa conocida, demasiado conocida, por los del Templo, o sea, en la casa del Cenáculo, y precisamente en la habitación donde se verificó la última Cena, donde fue instituida la Eucaristía, donde empezó la verdadera y total traición, y la Redención.

Pero la vasta habitación ha sufrido un cambio, necesario para su nueva función como iglesia, e impuesto por el número de los fieles. La gran mesa ya no está en la pared de la escalera, sino en la frontal, y paralela a la pared. De forma que incluso los que no pueden entrar en el Cenáculo -primera iglesia del mundo cristiano-, ya repleto de personas, pueden ver lo que sucede dentro, apiñándose, apretujándose, en el pasillo de entrada (donde está, abierta completamente, la puertecita por la que se entra en la habitación).

En la sala hay hombres y mujeres de todas las edades. En un grupo de mujeres, junto a la mesa, aunque en uno de los ángulos, está María, la Madre, rodeada de Marta y María de Lázaro, Nique. Elisa, María de Alfeo, Salomé, Juana de Cusa… en fin, de muchas de las mujeres discípulas, hebreas y no hebreas, a las que Jesús había curado, había consolado, había evangelizado, había hecho ovejas de su rebaño. Entre los hombres, están Nicodemo, Lázaro, José de Arimatea, muchísimos discípulos, entre los cuales Esteban, Hermas, los pastores, Eliseo el hijo del arquisinagogo de Engadí, y muchísimos otros. Y está también Longinos, no vestido de militar, sino como si fuera un ciudadano cualquiera, con una larga y sencilla túnica cenizosa. Luego otros, que claramente han entrado en la grey de Cristo después de Pentecostés y las primeras evangelizaciones de los Doce.

Pedro habla también ahora. Evangeliza e instruye a los presentes. Habla una vez más de la última Cena. Una vez más. Y es que, por sus palabras, se comprende que ya ha hablado otras veces de ella.

Dice:
-Os hablo unavez más -y remarca mucho estas palabras -de la Cena en que, antes de ser inmolado por los hombres, Jesús Nazareno, como le llamaban, Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro, como ha de ser afirmado y creído con todo nuestro corazón y nuestra mente, porque en este creer está nuestra salvación, se inmoló por espontánea voluntad y por exceso de amor, dándose como Alimento y Bebida para los hombres, y diciéndonos a nosotros, siervos y continuadores suyos: «Haced esto en memoria mía». Y esto es lo que hacemos. Pero, oh hombres, de la misma manera que nosotros, sus testigos, creemos que en el Pan y en el Vino, ofrecidos y bendecidos, como Él hizo, en memoria suya y por obediencia a su divino mandato, están ese Cuerpo Santísimo y esa Sangre Santísima que lo son de un Dios, Hijo del Dios altísimo, y que fueron crucificado y derramada por amor y para vida de los hombres, también vosotros, todos vosotros, que habéis entrado a formar parte de la verdadera, nueva, inmortal Iglesia, anunciada por los profetas y fundada por el Cristo, debéis creerlo. Creed y bendecid al Señor, que a nosotros, sus -si no materialmente, sí moral y espiritualmente-crucifixores por nuestra debilidad en servirle, por nuestra cerrazón en comprenderlo, por nuestra cobardía en abandonarlo huyendo en la hora suprema, por nuestra cobardía en nuestro… no, en mi personal traición de hombre temeroso y cobarde hasta el punto de renegar de Él, y negarlo, y negarme como discípulo suyo, es más: como el primero de entre sus siervos (y gruesas lágrimas ruedan y surcan el rostro de Pedro), poco antes de la hora primera, allí, en el patio del Templo; creed, decía, y bendecid al Señor, que a nosotros nos deja este eterno signo de perdón; creed y bendecid al Señor, que a aquellos que no lo conocieron cuando era el Nazareno les permite conocerlo ahora que es el Verbo Encarnado vuelto al Padre. Venid y tomad. Él lo dijo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá la Vida eterna». En aquel momento no comprendimos (y Pedro llora de nuevo). No comprendimos porque éramos obtusos de intelecto. Pero ahora el Espíritu Santo ha encendido nuestra inteligencia, fortalecido nuestra fe, infundido la caridad, y comprendemos. Y en el Nombre del Dios altísimo, del Dios de Abraham, de Jacob, de Moisés, en el Nombre altísimo del Dios que habló a Isaías, a Jeremías, a Ezequiel, a Daniel y a los otros profetas, os juramos que esto es verdad y os conjuramos que creáis para poder tener la Vida eterna.

Pedro habla lleno de majestad. Ya nada queda en él del pescador no poco rudo de poco antes. Ha subido a un escabel para hablar y ser visto y oído mejor, porque, siendo bajo como es, si sus pies hubieran permanecido sobre el suelo de la habitación, los más lejanos no lo habrían podido ver, y él lo que quiere es alcanzar a todos con su vista. Habla equilibradamente, con voz apropiada y gestos de verdadero orador. Sus ojos, siempre expresivos, ahora hablan más que nunca: amor, fe, mando, contrición… todo sale a través de esta mirada suya, y anticipa y refuerza sus palabras.

Ya ha terminado de hablar. Baja del escabel y se coloca detrás de la mesa, en el espacio que hay entre la pared y la mesa, y espera. Santiago y Judas, o sea, los dos hijos de Alfeo y primos de Cristo, extienden ahora sobre la mesa un mantel blanquísimo. Para hacer esto levantan el arca ancha y baja que está puesta en el centro de la mesa. También extienden sobre la tapa del arca un paño de finísimo lino.

El apóstol Juan va ahora donde María y le pide algo. María se quita del cuello una especie de llavecita y se la da a Juan. Juan la toma, vuelve al arca, la abre y vuelve la parte que está delante, la cual queda apoyada en el mantel, y cubierta con un tercer paño de lino.

Dentro del arca hay una sección horizontal que la divide en dos secciones: en la de abajo hay una copa y un plato, de metal; en la de arriba, en el centro, la copa usada por Jesús en la última Cena y para la primera Eucaristía, los restos del pan partido por Él, colocados en un platito, de material precioso como la copa. A los lados de la copa y del platito que están en el plano superior, a un lado, están la corona de espinas, los clavos y la esponja; al otro lado, uno de los lienzos, enrollado, el velo con que Nique enjugó el Rostro de Jesús, y el que María dio a su Hijo para que se cubriera con él las caderas. En el fondo del arca hay otras cosas, pero, dado que quedan más bien ocultas y que ninguno habla de ellas ni las muestra, no se sabe lo que son. Sin embargo, respecto a las otras, respecto a las visibles, Juan y Judas de Alfeo las muestran a los presentes, que se arrodillan ante ellas. Pero ni se muestran ni se tocan la copa y el platito del pan. Tampoco se extiende toda la sábana; sólo se muestra enrollada, mientras sé dice lo que es. Quizás Juan y Judas no la desenrollan para no despertar en María el recuerdo doloroso de las atroces vejaciones sufridas por su Hijo.

Terminada esta parte de la ceremonia, los apóstoles, en coro, entonan unas oraciones. Yo diría que son salmos porque los cantan como acostumbraban a hacer los hebreos en sus sinagogas o en sus peregrinaciones a Jerusalén para las solemnidades prescritas por la Ley. La gente se une al coro de los apóstoles, que, de esa manera, cada vez se hace más solemne.

En fin, traen panes y los colocan en el platito de metal que había en la parte inferior del arca, y traen unas pequeñas ánforas, también de metal.

Pedro recibe de Juan, que está arrodillado al otro lado de la mesa (mientras que Pedro sigue entre la mesa y la pared, aunque vuelto hacia la gente), la bandeja con los panes; la alza y la ofrece; luego la bendice y la pone sobre el arca.

Judas de Alfeo, también arrodillado, al lado de Juan, da a su vez a Pedro la copa de la parte de abajo y las dos ánforas que antes estaban junto al platito de los panes. Pedro vierte el contenido de ellas en la copa; alza ésta y la ofrece, como había hecho con el pan. Bendice también la copa y la pone sobre el arca, al lado de los panes.

Oran de nuevo. Pedro fracciona los panes en muchos trozos mientras los presentes se postran más aún, y dice:
-Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía.
Sale de detrás de la mesa llevando consigo la bandeja llena de los trozos de los panes, y lo primero, va donde María y le da un trozo. Luego pasa a la parte delantera de la mesa y distribuye el Pan consagrado a todos los que se acercan para recibirlo. Sobran pocos trozos, los cuales, en su bandeja, son colocados sobre el arca.

Ahora toma la copa y la ofrece -empezando esta vez también por María-a los presentes. Juan y Judas le siguen con las pequeñas ánforas y añaden los líquidos cuando el cáliz está vacío, mientras Pedro repite la elevación, el ofrecimiento y la bendición para consagrar el líquido.
Cuando todos los que pedían nutrirse de la Eucaristía han sido complacidos, los apóstoles consumen el Pan y Vino que han quedado. Luego cantan otro salmo o himno, y después de esto Pedro bendice a los presentes, quienes, después de su bendición, se marchan lentamente.

María, la Madre, que ha estado de rodillas durante toda la ceremonia de la consagración y de la distribución de las especies del Pan y del Vino, se alza y va hasta el arca. Hace una inclinación por encima de la mesa y toca con la frente la superficie del arca donde están puestos la copa y el plato usados por Jesús en la última Cena, y pone un beso en el borde de ambos; un beso que es también para las otras reliquias recogidas ahí.

Luego Juan cierra el arca y devuelve la llave a María, que vuelve a ponérsela en el cuello.

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Espíritu Santo y Pentecostés

 
 

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María dentro de la Iglesia de Jerusalén en los días de Pentecostés

En He 1.14 Lucas es puntual en decirnos que después de la ascensión de Jesús «todos ellos [o sea, los once apóstoles] perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos».

Es muy significativo que, además de los apóstoles (v. 13), se recuerde solamente a la Virgen con su nombre propio (María), acompañado de su máximo titulo funcional (la madre de Jesús). Pero ella no está separada del resto de la iglesia. Aunque tuvo una misión excepcional y única, María está en la iglesia y con la iglesia apostólica de Jerusalén, madre de todas las iglesias cristianas.

Poco después, Pedro recordará que Judas «guió a los que prendieron a Jesús» (v. 16). El recuerdo de esa defección, a la que siguió luego la del mismo Pedro (Lc 22,34.54-62), hace también de la comunidad de Jerusalén un cenáculo de misericordia, de perdón: María está rodeada de los que abandonaron al Maestro en la hora de las tinieblas (cf Lc 22,53).

Esta reflexión no constituye el punto focal de la narración de Lucas. Pero tampoco podría decirse totalmente extraña a ella. Una tenue sugerencia en su favor puede verse en el discurso de Pedro para la sustitución de Judas (He 1,15-22) y en la negación del mismo apóstol, tal como nos lo narra también el tercer evangelio (Lc 22,34.54-62).

Realmente Lucas, desde el primer capítulo de los Hechos, polariza la atención en el tema del testimonio que hay que rendir del Señor Jesús. En este horizonte también la presencia de María tiene una finalidad perfectamente comprensible. Lo señalaremos articulando nuestra exposición en tres cuestiones relativas a su persona en He 1,14.

a) Los destinatarios del don del Espíritu en pentecostés. Empecemos por preguntarnos: ¿quienes son esos todos reunidos juntos el día de pentecostés (He 2,1), investidos del soplo del Espíritu que los capacitó para promulgar en otras lenguas las grandes obras de Dios (He 2,4.11)? Este interrogante afecta también a la figura de María: ¿hemos de contarla o no entre aquellos todos?

Los componentes de la comunidad jerosolimitana, aquella mañana de pentecostés, podrían ser: el colegio apostólico, mencionado inmediatamente antes para la elección de Matías en lugar de Judas (He 1,1526); o los 120 hermanos que se recuerdan en He 1,15 70, o bien los tres grupos especificados en los vv. 13-14: los apóstoles (aún en número de once), las mujeres (probablemente las señaladas por Lc 8,2-3 23,55-56 24,1-11), María madre de Jesús y sus hermanos.

La mayor parte de los autores está por los 120 hermanos que representan a todos los miembros de la iglesia de Jerusalén, reunida en torno a los doce. El mismo Lucas ofrece indicios válidos para esta opción. En efecto: 1) según Lc 24, Jesús resucitado promete la efusión del Espíritu (v. 49) a los once y a cuantos estaban con ellos (v. 33); 2) la profecía de Joel, invocada por Pedro para hacer la exégesis del acontecimiento, anunciaba una efusión del Espíritu sobre toda carne (persona): hijos e hijas, jóvenes y ancianos, siervos y siervas (He 2,17-18); 3) en su discurso Pedro explica también que el don del Espíritu sería recibido por todos los que se arrepintiesen y pidieran el bautismo en el nombre de Jesucristo (He 2,38). Y las personas que acogieron la palabra de Pedro fueron «unos tres mil» (v. 41).

Así pues, si el Espíritu se concedió a todos los recién convertidos en tan gran número, sería poco congruente pensar que ese mismo don no bajase sobre todos los 120 que creían ya en Jesús.

b) Pentecostés y testimonio. En el cuadro de la doctrina lucana, el Espíritu prometido por Jesús resucitado iba ordenado a una finalidad muy concreta, es decir, al testimonio. En efecto, decía Jesús: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en SaMaría y hasta los confines de la tierra» (He 1,8).

Revestidos de la fuerza del Espíritu Santo (I c 24,49), los once y los que había con ellos (Lc 24,33.36) estarán en disposición de dar testimonio (Lc 24,48) de los acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en Jesús. En concreto: que el Cristo tenía que padecer y resucitar el tercer día (v. 46b); que en su nombre se predicaría a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados, empezando por Jerusalén (v. 47); que todas esas cosas estaban anunciadas de antemano sobre él en las Escrituras (vv. 45.46a) y que, por tanto, todo aquello tenía que cumplirse (vv. 44b.46b).

El Espíritu Santo, decían los oráculos de los profetas, habría hecho de Israel un pueblo de testigos (Is 43,10.12.21;44,3.8;Jl 3,1-2). Con la efusión pentecostal del Espíritu, enviado por Jesús resucitado (He 2,32-33), esa efusión se convirtió en herencia de «toda la casa de Israel» (cf He 2,36), que es ahora la iglesia de Cristo (cf He 20,28).

Por ello los que formaban parte de la iglesia de Jerusalén (los apóstoles, las mujeres, María y los hermanos de Jesús), después de que todos se llenaron del Espíritu (He 2,14a), se hicieron idóneos para dar testimonio del Señor Jesús, cada uno según su disposición. Desde aquel día también María se vio plenamente iluminada por el Espíritu sobre todo lo que había hecho y dicho Jesús. Desde entonces es razonable pensar que ella comenzó a derramar sobre la iglesia los tesoros que hasta entonces había tenido encerrados en el archivo de sus meditaciones sapienciales. Así también la Virgen se convirtió en testigo de las cosas vistas y oídas (cf Lc 1,2).

Comenta X. Pikaza: «Ella dio testimonio del nacimiento de Jesús, del camino de su infancia; Jesús no habría sido acogido por la iglesia en la integridad de su ser hombre si le hubiera faltado el testimonio vivo de una madre que lo había engendrado y criado. Dentro de la iglesia, María es una parte de Jesús… Hay algo que ni los apóstoles ni las mujeres ni los hermanos habrían podido atestiguar. Le corresponde a María consignar esa palabra única e insustituible al misterio de la iglesia. Por eso aparece ella en He I,14» (María y el Espíritu Santo… ).

c) Pentecostés y anunciación. Lucas deja vislumbrar una no débil analogía entre la bajada del Espíritu Santo sobre María en la anunciación y sobre la iglesia en pentecostés. (Ver el paralelismo entre ambas situaciones en el cuadro siguiente, que correlaciona los textos respectivos).

 El Espíritu Santo, energía del Altísimo (Lc 1, 35: dýnamis ypsistu).

La energía del Espíritu Santo, desde lo alto (Lc 24, 29: ex ýsous dínamin) viene sobre María (Lc 1, 35a: epeléusetai epì sé) baja sobre los apóstoles (Hch 1, 8:epelthóntos aph’ ymâs); todos quedaron llenos. (Hch 2, 4).

«Y María dijo (éipen):

y empezaron a anunciar (laléin:Hch 2,4.6.7.11; apophthénguesthai:
vv 4.12) en otras lenguas

‘Mi alma engrandece [megalýnei] al Señor…(v. 46);… grandes cosas [megáka] ha hecho en mí el Poderoso…«(v. 49a) las grandes obras de Dios (v. 11: ta megaléia toú Theoû), como el Espíritu les daba expresarse (v. 4).

Los puntos de contacto entre los dos grandes acontecimientos parece que son éstos. Por una parte está María: alumbrada por el Espíritu en la intimidad de su propia persona (Lc I,35), irrumpe casi hacia fuera, a las montañas de Judea (v. 39), para anunciar las grandes cosas realizadas en ella por el Omnipotente (vv. 4649). Por la otra parte está la iglesia apostólica de Jerusalén: corroborada por el vigor del Espíritu (Lc 24,49; He 1,8) mientras estaban reunidos dentro de la casa (He 2,2), deja su retiro para proclamar públicamente las grandes obras del Señor (He 2,4.6.7.11.12). La iluminación del Espíritu permite tanto a María como a la iglesia ser testigos proféticos de lo que Dios ha hecho por su pueblo (cf He 2,4.11.17.18)

 

CONCLUSIÓN

En la anunciación, el ángel había revelado a la Virgen que el niño que daría a luz por obra del Espíritu Santo reinaría eternamente en la casa de Jacob (Lc 1,3133); su misión maternal respecto al rey-mesías contraía, por tanto, unos vínculos especiales con el pueblo de Dios de la nueva alianza.

Y, en efecto, el día en que el Espíritu suscita la iglesia de Cristo como una asamblea de testigos (cf Lc 24,48-29; He 1,8), María se sienta entre los discípulos como «madre de Jesús» (He 1,14 2, 1 -4).

Lucas, que tanto se había prodigado a propósito de la vocación de María en la génesis humana del Salvador, se contenta con un solo versículo para ella a la hora de describir la intervención del Espíritu en el nacimiento de la iglesia.

Sin embargo, en ese fragmento estaba todo. En efecto, guiada por el mismo Espíritu, la nueva comunidad de los creyentes se verá urgida a confrontar He 1,14 con el conjunto narrativo del evangelio de Lucas. El resultado será el reconocimiento de la filogénesis de la iglesia en la historia de María. La iglesia es el calco de María.

Fuente: SERRA-A. _DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 344-347
 
 

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Pentecostés, principio de la Iglesia en la misión del Espíritu Santo

Este es un capítulo del libro de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), “El Camino Pascual”.

En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch (católico primitivo) y lo critican por esta razón.

San Lucas desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés. 

Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los Hechos.

Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -«asiduos y unánimes en la oración»-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. 

Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles.

Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las  notas de la Iglesia.

1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles.

En este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: «Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de todos los tiempos-.

Me parece que la traducción oficial de la Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los  apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también radical exigencia para la vida personal de los creyentes.

¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina? ¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia?

El  impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso (c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles».

Los presbíteros son los responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29). 

¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este rebaño? 

2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo.

«Fijemos firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo», escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2), y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: «Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.

Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo.

Comprenderemos así que la celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).

De esta suerte se hace santa la Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento «fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos en el amor y transformarse en amante.

3. Con estas consideraciones volvemos al acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión 2todavía más intensa: «La muchedumbre… tenía un corazón y un alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la unicidad del corazón.

El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya, después de la conversión, el propio querer, el yo particular y aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí, cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede, entonces se realiza la unidad.

Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores. La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la  oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón, la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida  cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.

4. El día de Pentecostés manifiesta también la cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello, ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de escuchar la voz de Dios.

El Espíritu Santo, el amor divino, comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido. 

La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar. Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.

La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es  católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y, por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes que las partes.

La Iglesia universal no consiste en una fusión secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica, alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en algo exterior, sino que es además una característica interna de la fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas.

La catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros…; pues para corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis… dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe personal.

El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu, que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de Jerusalén a Roma.

En la estructura de este libro, Roma representa el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.

Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la  catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una  contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad. 

Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.

Exige:

–una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo: 
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo… como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13).

El sentimiento antirromano es, por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad; por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación. 

Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los  hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con los profetas!» (Lc 6,26).

Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo  escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1 Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería  renegar de la cruz del Señor.

En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto, una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo, concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal, ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y llegar a ser de este modo realmente católico. 

Fuente: JOSEPH RATZINGER “EL CAMINO PASCUAL”. BAC POPULAR. MADRID-1990. Págs. 149-155

 
 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES

Corona en honor al Espíritu Santo

Muchos de vosotros sabéis que la voz griega paráclito equivale a la que en latín significa abogado, porque aboga ante el tribunal del Padre por los errores de los pecadores (….). Por esta razón, dice también S. Pablo en su carta a los Romanos: El mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que no se pueden explicar (…). El mismo Espíritu Santo suplica, porque inflama con su amor a los que ha llenado, para que pidan y supliquen. Se llama también consolador al Espíritu Santo, porque eleva el alma de los que se arrepienten de sus pecados y los prepara para conseguir el perdón de ellos. San Gregorio Magno

En el nombre del Padre, etc.
Acto de Contrición. Por ser Vos tan bueno me arrepiento, Dios mío, de haber pecado contra Vos, y prometo con vuestra gracia no ofenderos más en adelante.

 

HIMNO

Venid, Espíritu Creador, / visitad las almas de vuestros siervos, / y llenad de celestiales gracias / los corazones que habéis creado.

Sois llamado paráclito o Consolador, / Don del Altísimo Dios, / fuente viva, fuego, caridad, / y unción espiritual.

Vos, que dais vuestros siete dones, / sois el dedo o la fortaleza del Padre; / sois el Prometido del Padre mismo, / y nos inspiráis lo que hemos de decir.

Encended con vuestra luz nuestros sentidos, / infundid vuestro amor en nuestros corazones, / y fortaleced con perpetuo auxilio, / la debilidad de nuestra carne.

Alejad de nosotros al enemigo de nuestras almas, / dadnos pronto la paz del corazón, / y puestos bajo vuestra dirección, / evitaremos todo lo nocivo.

Por Vos conozcamos al Padre, / y también al Hijo, y por Vos, que procedéis de /entrambos, creamos en todo tiempo.

V. Enviad vuestro Espíritu y las cosas serán criadas.
R. Y renovaréis la faz de la tierra.

 

ORACIÓN

Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles por la luz del Espíritu Santo, concedednos por este mismo Espíritu el gustar lo que es bueno y gozar sin cesar del consuelo del que El es la fuente. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

PRIMER MISTERIO

Jesús fue concebido de la Virgen María por virtud del Espíritu Santo

MEDITACIÓN. «El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa, el fruto santo que de ti nacerá, será llamado Hijo de Dios.» (Luc. 1, 35.)

AFECTOS. Pedir insistentemente el socorro del divino Espíritu y la intercesión de María, para imitar las virtudes de Jesucristo que es el modelo de las mismas, para que os hagáis conformes a la imagen del Hijo de Dios.

Padrenuestro, Avemaría y siete glorias…

 

SEGUNDO MISTERIO

El Espíritu del Señor se posó sobre Jesús

MEDITACIÓN. «Bautizado, pues, Jesús, al instante que salió del agua, se le abrieron los cielos, y vio bajar el Espíritu Santo a manera de paloma, y posar sobre El.» (Mat. 3, 16.)

AFECTOS. Estimad soberanamente la inapreciable gracia santificante, que ha sido derramada en vuestro corazón por el Espíritu Santo en el bautismo. Guardad lo que habéis prometido y ejercitaos en continuos actos de fe, esperanza y caridad. Vivid siempre como conviene a los hijos de Dios y a los miembros de la verdadera Iglesia de Dios, a fin de que recibáis después de esta vida la herencia del cielo.

Padrenuestro, Avemaría y siete Glorias…

 

TERCER MISTERIO

Jesús fue conducido por el Espíritu Santo al desierto

MEDITACIÓN. «Jesús, pues, lleno del Espíritu Santo, partió del Jordán, y fue conducido por el Espíritu al desierto; y allí estuvo cuarenta días
y fue tentado del diablo.» (Luc. 4, 1-2.)

AFECTOS. Estad siempre agradecidos por los siete dones del Espíritu Santo, que habéis recibido en la confirmación: por el Espíritu de sabiduría y de inteligencia, de consejo y de fortaleza, de ciencia y de piedad y de temor de Dios. Obedeced fielmente al Guía divino, a fin de obrar varonilmente en todos los peligros de esta vida y en todas las tentaciones, como conviene a un perfecto cristiano y a un esforzado atleta de Jesucristo.

Padrenuestro, Avemaría y siete Glorias…

 

CUARTO MISTERIO

EL Espíritu Santo en la Iglesia.

MEDITACIÓN. «De repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento impetuoso y llenó toda la casa donde estaban; y fueron llenos todos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar las maravillas de Dios.» (Hech. II, 2, 4, 11.)

AFECTOS. Dad gracias a Dios porque os ha hecho hijos de su Iglesia, a la cual el Espíritu Santo enviado al mundo el día de Pentecostés, vivifica y gobierna siempre. Escuchad y seguid al Soberano Pontífice que por el Espíritu Santo enseña infaliblemente, y a la Iglesia, que es la columna y el sostén de la verdad. Guardad sus dogmas, propugnad su causa, defended sus derechos.

Padrenuestro, Avemaría y siete Glorias…

 

QUINTO MISTERIO

EL Espíritu Santo en el alma del justo.

MEDITACIÓN. «No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en vosotros?» (1 Cor. 6, 19.) «No extingáis el Espíritu.» (Tes. 5, 19.) «Y no queráis contristar el Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.» (Efes. 4, 30.)

AFECTOS. Acudid siempre al Espíritu Santo, que está en vosotros; vigilad cuidadosamente por la pureza de vuestra alma y de vuestro cuerpo. Obedeced fielmente a las divinas inspiraciones para obrar los frutos del Espíritu: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, bondad, benignidad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.

Padrenuestro, Avemaría y siete Glorias…

Terminar la corona rezando un Credo.

 
 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES

Ven Espíritu Santo

El Espíritu Santo se apareció bajo la forma de paloma y de fuego; porque a todos los que llena, los hace sencillos y los anima a obrar; los hace sencillos con la pureza, y los anima con la emulación; pues a Dios no puede serle grata la sencillez sin celo, ni el celo sin sencillez. San Gregorio Magno

 

VEN, ESPÍRITU SANTO

Ven, Espíritu Santo,
y envía del Cielo
un rayo de tu luz.

Ven, padre de los pobres,
ven, dador de gracias,
ven luz de los corazones.

Consolador magnífico,
dulce huésped del alma,
su dulce refrigerio.

Descanso en la fatiga,
brisa en el estío,
consuelo en el llanto.

¡Oh luz santísima!
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda,
nada hay en el hombre,
nada que sea bueno.

Lava lo que está manchado,
riega lo que está árido,
sana lo que está herido.

Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está frío,
endereza lo que está extraviado.

Concede a tus fieles,
que en Ti confían
tus siete sagrados dones.

Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales la felicidad eterna.

 
 

VEN, ESPÍRITU CREADOR (VENI CREATOR)

Ven, Espíritu Creador,
visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia los corazones,
que Tú mismo creaste.
Tú eres nuestro Consolador,
don de Dios Altísimo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unción.
Tú derramas sobre nosotros los siete dones;
Tu, el dedo de la mano de Dios;
Tú, el prometido del Padre;
Tú, que pones en nuestros labios los tesoros de tu palabra.
Enciende con tu luz nuestros sentidos;
infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra débil carne.
Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz,
sé Tú mismo nuestro guía,
y puestos bajo tu dirección, evitaremos todo lo nocivo.
Por Ti conozcamos al Padre,
y también al Hijo;
y que en Ti, Espíritu de entrambos,
creamos en todo tiempo.

Gloria a Dios Padre,
y al Hijo que resucitó,
y al Espíritu Consolador,
por los siglos infinitos. Amén.

V. Envía tu Espíritu y serán creados.
R. Y renovarás la faz de la tierra.

Oremos.
Oh Dios, que has iluminado los corazones de tus hijos con la luz del Espíritu Santo; haznos dóciles a tu Espíritu para gustar siempre el bien y gozar de su consuelo.Por Jesucristo Nuestro Señor.
R. Amén.

 
 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES

Oraciones al Espíritu Santo para pedir sus 7 Dones

Los 7 dones del Espíritu Santo son:

Sabiduría, Inteligencia, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios

 

Oración I

¡Oh Espíritu Santo!, llena de nuevo mi alma con la abundancia de tus dones y frutos. Haz que yo sepa, con el don de Sabiduría, tener este gusto por las cosas de Dios que me haga apartar de las terrenas.

Que sepa, con el don del Entendimiento, ver con fe viva la importancia y la belleza de la verdad cristiana.

Que, con el don del Consejo, ponga los medios más conducentes para santificarme, perseverar y salvarme.

Que el don de Fortaleza me haga vencer todos los obstáculos en la confesión de la fe y en el camino de la salvación.

Que sepa con el don de Ciencia, discernir claramente entre el bien y el mal, lo falso de lo verdadero, descubriendo los engaños del demonio, del mundo y del pecado.

Que, con el don de Piedad, ame a Dios como Padre, le sirva con fervorosa devoción y sea misericordioso con el prójimo.

Finalmente, que, con el don de Temor de Dios, tenga el mayor respeto y veneración por los mandamientos de Dios, cuidando de no ofenderle jamás con el pecado.

Lléname, sobre todo, de tu amor divino; que sea el móvil de toda mi vida espiritual; que, lleno de unción, sepa enseñar y hacer entender, al menos con mi ejemplo, la belleza de tu doctrina, la bondad de tus preceptos y la dulzura de tu amor. Amén.

 

Oración II

Ven Espíritu Santo, inflama mi corazón y enciende en el fuego de tu Amor. Dígnate escuchar mis súplicas, y envía sobre mí tus dones, como los enviaste sobre los Apóstoles el día de Pentecostés.

Espíritu de Verdad, te ruego me llenes del don de Entendimiento, para penetrar las verdades reveladas, y así aumentar mi fe; distinguiendo con su luz lo que es del buen, o del mal espíritu.

Espíritu Sempiterno, te ruego me llenes del don de Ciencia, para sentir con la Iglesia en la estima de las cosas terrenas, y así aumentar mi esperanza; viviendo para los valores eternos.

Espíritu de Amor, te ruego me llenes del don de Sabiduría, para que saboree cada día más con qué infinito Amor soy amado, y así aumente mi caridad a Dios y al prójimo; actuando siempre movido por ella.

Espíritu Santificador, te ruego me llenes del don de Consejo, para obrar de continuo con prudencia; eligiendo las palabras y acciones más adecuadas a la santificación mía y de los demás.

Espíritu de Bondad, te ruego me llenes del don de Piedad, para practicar con todos la justicia; dando a cada uno lo suyo: a Dios con gratitud y obediencia, a los hombres con generosidad y amabilidad.

Espíritu Omnipotente, te ruego me llenes del don de Fortaleza, para perseverar con constancia y confianza en el camino de la perfección cristiana; resistiendo con paciencia las adversidades.

Espíritu de Majestad, te ruego me llenes del don de Temor de Dios, para no dejarme llevar de las tentaciones de los sentidos, y proceder con templanza en el uso de las criaturas.

Divino Espíritu, por los méritos de Jesucristo y la intercesión de tu Esposa, María Santísima, te suplico que vengas a mi corazón y me comuniques la plenitud de tus dones, para que, iluminado y confortado por ellos, viva según tu voluntad, muera entregado a tu Amor y así merezca cantar eternamente tus infinitas misericordias. Amén.

 

 Oración III

 Amor infinito y Espíritu Santificador:

Contra la necedad, concédeme el Don de Sabiduría, que me libre del tedio y de la insensatez.

Contra la rudeza, dame el Don de Entendimiento, que ahuyente tibiezas, dudas, nieblas, desconfianzas.

Contra la precipitación, el Don de Consejo, que me libre de las indiscreciones e imprudencias.

Contra la ignorancia, el Don de Ciencia, que me libre de los engaños del mundo, demonio y carne, reduciendo las cosas a su verdadero valor.

Contra la pusilanimidad, el Don de Fortaleza, que me libre de la debilidad y cobardía en todo caso de conflicto.

Contra la dureza, el Don de Piedad, que me libre de la ira, rencor, injusticia, crueldad y venganza.

Contra la soberbia, el Don de Temor de Dios, que me libre del orgullo, vanidad, ambición y presunción.

 
 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES Galería

Oración a María Santísima para pedir alguna gracia al Espíritu Santo

¡Oh María, Hija humildísima del Padre, Madre Purísima del Hijo, Esposa amadísima del Espíritu Santo! Yo te amo y te ofrezco todo mi ser para que lo bendigas. Madre admirable, Consuelo del que llora, Abogada dulcísima de los pecadores, ten piedad de todos aquellos a quienes amo; y por tu Inmaculado Corazón, Sagrario de la Santísima Trinidad, Asiento de tu poder, Trono de Sabiduría y Piélago de bondad, alcánzanos que el Espíritu Santo forme en nuestro corazón un nido en que repose para siempre,

Alcánzame lo que con todo el fervor de mi alma te pido, por los merecimientos de Jesús y los tuyos, si es para gloria de la Trinidad Santísima y bien de mi alma, ¡Virgen Santa, Esposa del Espiritu Santo, acuérdate de que eres mi Madre! Amén.

 
 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES

Consagración al Espíritu Santo

Recibid ¡oh Espíritu Santo!, la consagración perfecta y absoluta de todo mi ser, que os hago en este día para que os dignéis ser en adelante, en cada uno de los instantes de mi vida, en cada una de mis acciones, mi Director, mi Luz, mi Guía, mi Fuerza, y todo el amor de mi Corazón.

Yo me abandono sin reservas a vuestras divinas operaciones, y quiero ser siempre dócil a vuestras santas inspiraciones.

¡Oh Santo Espíritu! Dignaos formarme con María y en María, según el modelo de vuestro amado Jesús.

Gloria al Padre Creador. Gloria al Hijo Redentor. Gloria al Espíritu Santo Santificador. Amén.

CONSAGRACIÓN DE LA «OBRA DEL ESPÍRITU SANTO»

¡Oh Amor, centro y vida de la Trinidad Espíritu Santo!, ven a mí con tus dones y con tu Amor; me consagro totalmente a Ti para que obres en mí tu «Misterio de AMOR», el que empezaste a realizar el día de mi bautismo y que ahora quiero renovar en cada instante de mi vida.

Que tu gracia acompañe siempre todas mis acciones y las transforme en ofrenda permanente para gloria del Padre y bien de todos los hombres mis hermanos. Amen.

 

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Al Espíritu Santo DEVOCIONES Y ORACIONES

Decenario al Espíritu Santo

De Francisca Javiera del Valle

La víspera de empezar este Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.[1]

Comienza el jueves de la semana anterior a Pentecostés.

 

PRIMER DIA

Oración[2]

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración[3]

Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo
descendió sobre los discípulos del Señor

Los Hechos de los Apóstoles, al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con el que la Iglesia inició su camino entre las naciones. La victoria que Cristo —con su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su divina claridad.

Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera comprender todas las cosas. Sabían que sólo en Jesús podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba, huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.

Los hombres y las mujeres que, venidos de las más diversas regiones, pueblan en aquellos días la ciudad, escuchan asombrados. Partos, medos y elamitas, los moradores de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y del Asia, los de Frigia, de Pamfilia y de Egipto, los de Libia, confinante con Cirene, y los que han venido de Roma, tanto judíos como prosélitos, los cretenses y los árabes, oímos hablar las maravillas de Dios en nuestras propias lenguas. Estos prodigios, que se obran ante sus ojos, les llevan a prestar atención a la predicación apostólica. El mismo Espíritu Santo, que actuaba en los discípulos del Señor, tocó también sus corazones y los condujo hacia la fe.

Nos cuenta San Lucas que, después de haber hablado San Pedro proclamando la Resurrección de Cristo, muchos de los que le rodeaban se acercaron preguntando: —¿qué es lo que debemos hacer, hermanos? El Apóstol les respondió: Haced penitencia, y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Aquel día se incorporaron a la Iglesia, termina diciéndonos el texto sagrado, cerca de tres mil personas.

La venida solemne del Espíritu en el día de Pentecostés no fue un suceso aislado. Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana: Él es quien inspira la predicación de San Pedro, quien confirma en su fe a los discípulos, quien sella con su presencia la llamada dirigida a los gentiles, quien envía a Saulo y a Bernabé hacia tierras lejanas para abrir nuevos caminos a la enseñanza de Jesús. En una palabra, su presencia y su actuación lo dominan todo.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

SEGUNDO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

Vigencia y actualidad de la Pentecostés

La fuerza y el poder de Dios iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios. Por grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz que Dios nos depara.

También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos.

La experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda: ¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de procurar que sea más firme nuestra fidelidad.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

TERCER DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

La Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo, es el Cuerpo Místico de Cristo

Permitidme narrar un suceso de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón, pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue: el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento de tristeza: es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como si no lo conocieran.

Pero esa sensación duró sólo un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención, por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.

Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras fuertes de San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia.

Vale la pena jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

CUARTO DIA

Oración

Ven ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras…

Consideración

Nuestra fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta

Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

Por eso, la tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador de las gracias, luz de los corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es Él quien lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la salvación y del gozo eterno.

Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de ser plena y completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es una aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad —anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. El Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la santificación que Él nos mereció en la tierra.

No puede haber por eso fe en el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario, al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

QUINTO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

El Espíritu Santo está en medio de nosotros

Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme, respondo: a tus pecados y a los míos.

Todo eso es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.

Podemos llegar a desconfiar de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos, es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del Espíritu Santo.

Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La ausencia del Espíritu Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron: ¿dónde está ahora el Espíritu Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está también ahora entre nosotros…

Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3). Si no existiera el Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos: Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).

Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración. Si no existiera el Espíritu Santo, no habría en la Iglesia palabra alguna de sabiduría o de ciencia, porque está escrito: es dada por el Espíritu la palabra de sabiduría (1 Corintios XII, 8)… Si el Espíritu Santo no estuviera presente, la Iglesia no existiría. Pero, si la Iglesia existe, es seguro que el Espíritu Santo no falta.

Por encima de las deficiencias y limitaciones humanas, insisto, la Iglesia es eso: el signo y en cierto modo —no en el sentido estricto en el que se ha definido dogmáticamente la esencia de los siete sacramentos de la Nueva Alianza— el sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo. Ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación. Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la época apostólica.

Porque ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

SEXTO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

Dar a conocer el camino de la correspondencia
a la acción del Espíritu Santo

Veo todas las incidencias de la vida —las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes encrucijadas de las historia— como otras tantas llamadas que Dios dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos.

Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio.

No es verdad que toda la gente de hoy —así, en general y en bloque— esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan ideologías —y personas que las sustentan— que están cerradas, hay en nuestra época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer inmersas en el error.

A todos esos hombres y a todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

SEPTIMO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

El don de la sabiduría nos permite conocer a Dios y gozarnos en su presencia

Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor.

No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano.

La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.

Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo.

Hemos de vivir de fe, de crecer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental: de la misma manera que los cuerpos transparentes nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios.

La conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria.

¿Me atreveré a decir: soy santo? —se preguntaba San Agustín. Si dijese santo en cuanto santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio y mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se lee en el Levítico: sed santos, porque yo, Dios, soy santo; entonces también el cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la tierra y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo.

Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas —esos alientos, esos reproches—, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

OCTAVO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

Vivir según el Espíritu Santo

Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.

Fue así como vivieron aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.

Es doctrina que se aplica a cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad.

Podemos, por tanto, tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido: un nombre que se pronuncia, pero que no es Alguno —una de las tres Personas del único Dios—, con quien se habla y de quien se vive.

Hace falta —en cambio— que lo tratemos con asidua sencillez y con confianza, como nos enseña a hacerlo la Iglesia a través de la liturgia. Entonces conoceremos más a Nuestro Señor y, al mismo tiempo, nos daremos cuenta más plena del inmenso don que supone llamarse cristianos: advertiremos toda la grandeza y toda la verdad de ese endiosamiento, de esa participación en la vida divina, a la que ya antes me refería.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

NOVENO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

Docilidad, oración y unión con la Cruz

Porque el Espíritu Santo no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si Él fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina; sino que Él mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo divino y restituye al hombre la imagen de Dios.

Para concretar, aunque sea de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al Espíritu Santo —y, con Él, al Padre y al Hijo— y a tener familiaridad con el Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad —repito—, vida de oración, unión con la Cruz.

Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.

Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor. Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios.

Vida de oración, en segundo lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.

Acostumbremos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas. Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia —y cada cristiano— que se dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para siempre.

Unión con la Cruz, finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano: somos —nos dice San Pablo— coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados. El Espíritu Santo es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos.

Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo.

Es entonces también cuando vienen al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican con la gracia del Espíritu Santo. Los frutos del Espíritu son caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad: y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

 

DECIMO DIA

Oración

¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras….

Consideración

La vida del cristiano consiste en empezar una y otra vez

En medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz de destruir su esperanza.

Es en esa hora, además y al mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.

Tal es, en un resumen breve, que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe, la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno del otro.

Oración

¡Espíritu Divino!
Por los méritos de Jesucristo
y la intercesión de tu esposa, Santa María,
te suplicamos vengas a nuestros corazones
y nos comuniques la plenitud de tus dones,
para que, iluminados y confortados por ellos,
vivamos según tu voluntad y,
muriendo entregados a tu amor,
merezcamos cantar eternamente tus infinitas misericordias. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

[1] F. J. del Valle. Decenario al Espíritu Santo, Madrid: Rialp, 1954.

[2] Cf. Postulación para la Causa de Beatificación y Canonización de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer: Registro Histórico del Fundador [del Opus Dei] , 20172, p. 145.

[3] Las consideraciones de este Decenario están tomadas de la homilía El Gran Desconocido en Es Cristo que Pasa por San Josemaría Escrivá de Balaguer.

Fuente: Encuentra.com

 

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