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Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación en el Catecismo de la Iglesia Católica

1422 «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra El y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones» (LG 11).

 

I. EL NOMBRE DE ESTE SACRAMENTO

1423 Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (cf Mc 1,15), la vuelta al Padre (cf Lc 15,18) del que el hombre se había alejado por el pecado.

Se denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

1424 Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una «confesión», reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente «el perdón […] y la paz» (Ritual de la Penitencia, 46, 55).

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: «Ve primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,24).

 

II. POR QUÉ UN SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN DESPUÉS DEL BAUTISMO

1425 «Habéis sido lavados […] habéis sido santificados, […] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que «se ha revestido de Cristo» (Ga 3,27). Pero el apóstol san Juan dice también: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: «Perdona nuestras ofensas» (Lc 11,4) uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

1426 La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho «santos e inmaculados ante Él» (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es «santa e inmaculada ante Él» (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf DS 1545; LG 40).

 

III. LA CONVERSIÓN DE LOS BAUTIZADOS

1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.

1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores» y que siendo «santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito» (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1 Jn 4,10).

1429 De ello da testimonio la conversión de san Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: «¡Arrepiéntete!» (Ap 2,5.16).

San Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, «en la Iglesia, existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Epistula extra collectionem 1 [41], 12).

 

IV. LA PENITENCIA INTERIOR

1430 Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores «el saco y la ceniza», los ayunos y las mortificaciones, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella, las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia (cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17; Mt 6,1-6. 16-18).

1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis (arrepentimiento del corazón) (cf Concilio de Trento: DS 1676-1678; 1705; Catecismo Romano, 2, 5, 4).

1432 El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,10).

«Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento» (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 7, 4).

1433 Después de Pascua, el Espíritu Santo «convence al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, 27-48).

 

V. DIVERSAS FORMAS DE PENITENCIA EN LA VIDA CRISTIANA

1434 La penitencia interior del cristiano puede tener expresiones muy variadas. La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el ayuno, la oración, la limosna (cf. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con relación a los demás. Junto a la purificación radical operada por el Bautismo o por el martirio, citan, como medio de obtener el perdón de los pecados, los esfuerzos realizados para reconciliarse con el prójimo, las lágrimas de penitencia, la preocupación por la salvación del prójimo (cf St 5,20), la intercesión de los santos y la práctica de la caridad «que cubre multitud de pecados» (1 P 4,8).

1435 La conversión se realiza en la vida cotidiana mediante gestos de reconciliación, la atención a los pobres, el ejercicio y la defensa de la justicia y del derecho (cf Am 5,24; Is 1,17), por el reconocimiento de nuestras faltas ante los hermanos, la corrección fraterna, la revisión de vida, el examen de conciencia, la dirección espiritual, la aceptación de los sufrimientos, el padecer la persecución a causa de la justicia. Tomar la cruz cada día y seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (cf Lc 9,23).

1436 Eucaristía y Penitencia. La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo; «es el antídoto que nos libera de nuestras faltas cotidianas y nos preserva de pecados mortales» (Concilio de Trento: DS 1638).

1437 La lectura de la sagrada Escritura, la oración de la Liturgia de las Horas y del Padre Nuestro, todo acto sincero de culto o de piedad reaviva en nosotros el espíritu de conversión y de penitencia y contribuye al perdón de nuestros pecados.

1438 Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia (cf SC 109-110; CIC can. 1249-1253; CCEO 880-883). Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

1439 El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito maravillosamente por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo», cuyo centro es «el padre misericordioso» (Lc 15,11-24): la fascinación de una libertad ilusoria, el abandono de la casa paterna; la miseria extrema en que el hijo se encuentra tras haber dilapidado su fortuna; la humillación profunda de verse obligado a apacentar cerdos, y peor aún, la de desear alimentarse de las algarrobas que comían los cerdos; la reflexión sobre los bienes perdidos; el arrepentimiento y la decisión de declararse culpable ante su padre, el camino del retorno; la acogida generosa del padre; la alegría del padre: todos estos son rasgos propios del proceso de conversión. El mejor vestido, el anillo y el banquete de fiesta son símbolos de esta vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios y al seno de su familia, que es la Iglesia. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza.

 

VI. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN

1440 El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia, que es lo que expresa y realiza litúrgicamente el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación (cf LG 11).

Sólo Dios perdona el pecado

1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.

1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20).

Reconciliación con la Iglesia

1443 Durante su vida pública, Jesús no sólo perdonó los pecados, también manifestó el efecto de este perdón: a los pecadores que son perdonados los vuelve a integrar en la comunidad del pueblo de Dios, de donde el pecado los había alejado o incluso excluido. Un signo manifiesto de ello es el hecho de que Jesús admite a los pecadores a su mesa, más aún, Él mismo se sienta a su mesa, gesto que expresa de manera conmovedora, a la vez, el perdón de Dios (cf Lc 15) y el retorno al seno del pueblo de Dios (cf Lc 19,9).

1444 Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: «A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19). «Consta que también el colegio de los Apóstoles, unido a su cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro (cf Mt 18,18; 28,16-20)» LG 22).

1445 Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

El sacramento del perdón

1446 Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación. Los Padres de la Iglesia presentan este sacramento como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia» (Concilio de Trento: DS 1542; cf Tertuliano, De paenitentia 4, 2).

1447 A lo largo de los siglos, la forma concreta según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha variado mucho. Durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados particularmente graves después de su Bautismo (por ejemplo, idolatría, homicidio o adulterio), estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer penitencia pública por sus pecados, a menudo, durante largos años, antes de recibir la reconciliación. A este «orden de los penitentes» (que sólo concernía a ciertos pecados graves) sólo se era admitido raramente y, en ciertas regiones, una sola vez en la vida. Durante el siglo VII, los misioneros irlandeses, inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica «privada» de la Penitencia, que no exigía la realización pública y prolongada de obras de penitencia antes de recibir la reconciliación con la Iglesia. El sacramento se realiza desde entonces de una manera más secreta entre el penitente y el sacerdote. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración del sacramento y abría así el camino a una recepción regular del mismo. Permitía integrar en una sola celebración sacramental el perdón de los pecados graves y de los pecados veniales. A grandes líneas, esta es la forma de penitencia que la Iglesia practica hasta nuestros días.

1448 A través de los cambios que la disciplina y la celebración de este sacramento han experimentado a lo largo de los siglos, se descubre una misma estructura fundamental. Comprende dos elementos igualmente esenciales: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción; y por otra parte, la acción de Dios por el ministerio de la Iglesia. Por medio del obispo y de sus presbíteros, la Iglesia, en nombre de Jesucristo, concede el perdón de los pecados, determina la modalidad de la satisfacción, ora también por el pecador y hace penitencia con él. Así el pecador es curado y restablecido en la comunión eclesial.

1449 La fórmula de absolución en uso en la Iglesia latina expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia:

«Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Ritual de la Penitencia, 46. 55 ).

 

VII. LOS ACTOS DEL PENITENTE

1450 «La penitencia mueve al pecador a soportarlo todo con el ánimo bien dispuesto; en su corazón, contrición; en la boca, confesión; en la obra, toda humildad y fructífera satisfacción» (Catecismo Romano 2,5,21; cf Concilio de Trento: DS 1673) .

La contrición

1451 Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es «un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar» (Concilio de Trento: DS 1676).

1452 Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se llama «contrición perfecta»(contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).

1453 La contrición llamada «imperfecta» (o «atrición») es también un don de Dios, un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el sacramento de la Penitencia (cf Concilio de Trento: DS 1678, 1705).

1454 Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de los evangelios y de las Cartas de los Apóstoles: Sermón de la montaña y enseñanzas apostólicas (Rm 12-15; 1 Co 12-13; Ga 5; Ef 4-6).

La confesión de los pecados

1455 La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

1456 La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: «En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos» (Concilio de Trento: DS 1680):

«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. «Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora»  (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).

1457 Según el mandamiento de la Iglesia «todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez la año, fielmente sus pecados graves» (CIC can. 989; cf. DS 1683; 1708). «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental (cf DS 1647, 1661) a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes» (CIC can. 916; CCEO can. 711). Los niños deben acceder al sacramento de la Penitencia antes de recibir por primera vez la Sagrada Comunión (CIC can. 914).

1458 Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf Concilio de Trento: DS 1680; CIC 988, §2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf Lc 6,36):

«Quien confiesa y se acusa de sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú haces lo mismo, te unes a Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras buenas, porque repruebas las tuyas malas. […] Practicas la verdad y vienes a la luz» (San Agustín, In Iohannis Evangelium tractatus 12, 13).

La satisfacción

1459 Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe «satisfacer» de manera apropiada o «expiar» sus pecados. Esta satisfacción se llama también «penitencia».

1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Único, expió nuestros pecados (Rm 3,25; 1 Jn 2,1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, «ya que sufrimos con él» (Rm 8,17; cf Concilio de Trento: DS 1690):

«Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda «del que nos fortalece, lo podemos todo» (Flp 4,13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda «nuestra gloria» está en Cristo […] en quien nosotros satisfacemos «dando frutos dignos de penitencia» (Lc 3,8) que reciben su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre y gracias a Él son aceptados por el Padre (Concilio de Trento: DS 1691).

 

VIII. EL MINISTRO DE ESTE SACRAMENTO

1461 Puesto que Cristo confió a sus Apóstoles el ministerio de la reconciliación (cf Jn 20,23; 2 Co 5,18), los obispos, sus sucesores, y los presbíteros, colaboradores de los obispos, continúan ejerciendo este ministerio. En efecto, los obispos y los presbíteros, en virtud del sacramento del Orden, tienen el poder de perdonar todos los pecados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

1462 El perdón de los pecados reconcilia con Dios y también con la Iglesia. El obispo, cabeza visible de la Iglesia particular, es considerado, por tanto, con justo título, desde los tiempos antiguos, como el que tiene principalmente el poder y el ministerio de la reconciliación: es el moderador de la disciplina penitencial (LG 26). Los presbíteros, sus colaboradores, lo ejercen en la medida en que han recibido la tarea de administrarlo, sea de su obispo (o de un superior religioso) sea del Papa, a través del derecho de la Iglesia (cf CIC can 844; 967-969, 972; CCEO can. 722,3-4).

1463 «Ciertos pecados particularmente graves están sancionados con la excomunión, la pena eclesiástica más severa, que impide la recepción de los sacramentos y el ejercicio de ciertos actos eclesiásticos (cf CIC can 1331; CCEO can 1420), y cuya absolución, por consiguiente, sólo puede ser concedida, según el derecho de la Iglesia, por el Papa, por el obispo del lugar, o por sacerdotes autorizados por ellos (cf CIC can 1354-1357; CCEO can. 1420). En caso de peligro de muerte, todo sacerdote, aun el que carece de la facultad de oír confesiones, puede absolver de cualquier pecado y de toda excomunión» (cf CIC can 976; para la absolución de los pecados, CCEO can. 725).

1464 Los sacerdotes deben alentar a los fieles a acceder al sacramento de la Penitencia y deben mostrarse disponibles a celebrar este sacramento cada vez que los cristianos lo pidan de manera razonable (cf CIC can. 986; CCEO, can 735; PO 13).

1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

1466 El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo (cf PO 13). Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor.

1467 Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas (CIC can. 983-984. 1388, §1; CCEO can 1456). Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.

 

IX. LOS EFECTOS DE ESTE SACRAMENTO

1468 «Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad» (Catecismo Romano, 2, 5, 18). El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, «tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual» (Concilio de Trento: DS 1674). En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios (Lc 15,32).

1469 Este sacramento reconcilia con la Iglesia al penitente. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (cf 1 Co 12,26). Restablecido o afirmado en la comunión de los santos, el pecador es fortalecido por el intercambio de los bienes espirituales entre todos los miembros vivos del Cuerpo de Cristo, estén todavía en situación de peregrinos o que se hallen ya en la patria celestial (cf LG 48-50):

«Pero hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por así decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio et paenitentita, 31).

1470 En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte, y sólo por el camino de la conversión podemos entrar en el Reino del que el pecado grave nos aparta (cf 1 Co 5,11; Ga 5,19-21; Ap 22,15). Convirtiéndose a Cristo por la penitencia y la fe, el pecador pasa de la muerte a la vida «y no incurre en juicio» (Jn 5,24).

 

X. LAS INDULGENCIAS

1471 La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del sacramento de la Penitencia.

Qué son las indulgencias

«La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos» (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, normas 1).

«La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente» (Indulgentiarum doctrina, normas 2). «Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias» (CIC can 994).

Las penas del pecado

1472 Para entender esta doctrina y esta práctica de la Iglesia es preciso recordar que el pecado tiene una doble consecuencia. El pecado grave nos priva de la comunión con Dios y por ello nos hace incapaces de la vida eterna, cuya privación se llama la «pena eterna» del pecado. Por otra parte, todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la «pena temporal» del pecado. Estas dos penas no deben ser concebidas como una especie de venganza, infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que brota de la naturaleza misma del pecado. Una conversión que procede de una ferviente caridad puede llegar a la total purificación del pecador, de modo que no subsistiría ninguna pena (cf Concilio de Trento: DS 1712-13; 1820).

1473 El perdón del pecado y la restauración de la comunión con Dios entrañan la remisión de las penas eternas del pecado. Pero las penas temporales del pecado permanecen. El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del pecado; debe aplicarse, tanto mediante las obras de misericordia y de caridad, como mediante la oración y las distintas prácticas de penitencia, a despojarse completamente del «hombre viejo» y a revestirse del «hombre nuevo» (cf. Ef 4,24).

En la comunión de los santos

1474 El cristiano que quiere purificarse de su pecado y santificarse con ayuda de la gracia de Dios no se encuentra solo. «La vida de cada uno de los hijos de Dios está ligada de una manera admirable, en Cristo y por Cristo, con la vida de todos los otros hermanos cristianos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, como en una persona mística» (Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina, 5).

1475 En la comunión de los santos, por consiguiente, «existe entre los fieles, tanto entre quienes ya son bienaventurados como entre los que expían en el purgatorio o los que que peregrinan todavía en la tierra, un constante vínculo de amor y un abundante intercambio de todos los bienes» (Ibíd). En este intercambio admirable, la santidad de uno aprovecha a los otros, más allá del daño que el pecado de uno pudo causar a los demás. Así, el recurso a la comunión de los santos permite al pecador contrito estar antes y más eficazmente purificado de las penas del pecado.

1476 Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia, «que no es suma de bienes, como lo son las riquezas materiales acumuladas en el transcurso de los siglos, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y los méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos para que la humanidad quedara libre del pecado y llegase a la comunión con el Padre. Sólo en Cristo, Redentor nuestro, se encuentran en abundancia las satisfacciones y los méritos de su redención » (Indulgentiarum doctrina, 5).

1477 «Pertenecen igualmente a este tesoro el precio verdaderamente inmenso, inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de la Bienaventurada Virgen María y de todos los santos que se santificaron por la gracia de Cristo, siguiendo sus pasos, y realizaron una obra agradable al Padre, de manera que, trabajando en su propia salvación, cooperaron igualmente a la salvación de sus hermanos en la unidad del Cuerpo místico» (Indulgentiarum doctrina, 5).

La indulgencia de Dios se obtiene por medio de la Iglesia

1478 Las indulgencias se obtienen por la Iglesia que, en virtud del poder de atar y desatar que le fue concedido por Cristo Jesús, interviene en favor de un cristiano y le abre el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos para obtener del Padre de la misericordia la remisión de las penas temporales debidas por sus pecados. Por eso la Iglesia no quiere solamente acudir en ayuda de este cristiano, sino también impulsarlo a hacer a obras de piedad, de penitencia y de caridad (cf Indulgentiarum doctrina, 8; Concilio. de Trento: DS 1835).

1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también miembros de la misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados.

 

XI. LA CELEBRACIÓN DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

1480 Como todos los sacramentos, la Penitencia es una acción litúrgica. Ordinariamente los elementos de su celebración son: saludo y bendición del sacerdote, lectura de la Palabra de Dios para iluminar la conciencia y suscitar la contrición, y exhortación al arrepentimiento; la confesión que reconoce los pecados y los manifiesta al sacerdote; la imposición y la aceptación de la penitencia; la absolución del sacerdote; alabanza de acción de gracias y despedida con la bendición del sacerdote.

1481 La liturgia bizantina posee expresiones diversas de absolución, en forma deprecativa, que expresan admirablemente el misterio del perdón: «Que el Dios que por el profeta Natán perdonó a David cuando confesó sus pecados, y a Pedro cuando lloró amargamente y a la pecadora cuando derramó lágrimas sobre sus pies, y al publicano, y al pródigo, que este mismo Dios, por medio de mí, pecador, os perdone en esta vida y en la otra y que os haga comparecer sin condenaros en su temible tribunal. El que es bendito por los siglos de los siglos. Amén» (Eulógion to méga [Atenas 1992] p. 222).

1482 El sacramento de la Penitencia puede también celebrarse en el marco de una celebración comunitaria, en la que los penitentes se preparan a la confesión y juntos dan gracias por el perdón recibido. Así la confesión personal de los pecados y la absolución individual están insertadas en una liturgia de la Palabra de Dios, con lecturas y homilía, examen de conciencia dirigido en común, petición comunitaria del perdón, rezo del Padre Nuestro y acción de gracias en común. Esta celebración comunitaria expresa más claramente el carácter eclesial de la penitencia. En todo caso, cualquiera que sea la manera de su celebración, el sacramento de la Penitencia es siempre, por su naturaleza misma, una acción litúrgica, por tanto, eclesial y pública (cf SC 26-27).

1483 En casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general. Semejante necesidad grave puede presentarse cuando hay un peligro inminente de muerte sin que el sacerdote o los sacerdotes tengan tiempo suficiente para oír la confesión de cada penitente. La necesidad grave puede existir también cuando, teniendo en cuenta el número de penitentes, no hay bastantes confesores para oír debidamente las confesiones individuales en un tiempo razonable, de manera que los penitentes, sin culpa suya, se verían privados durante largo tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión. En este caso, los fieles deben tener, para la validez de la absolución, el propósito de confesar individualmente sus pecados graves en su debido tiempo (CIC can 962, §1). Al obispo diocesano corresponde juzgar si existen las condiciones requeridas para la absolución general (CIC can 961, §2). Una gran concurrencia de fieles con ocasión de grandes fiestas o de peregrinaciones no constituyen por su naturaleza ocasión de la referida necesidad grave. (cf  CIC can 962, §1, 2)

1484 «La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión» (Ritual de la Penitencia, Prenotandos 31). Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: «Hijo, tus pecados están perdonados» (Mc 2,5); es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de él (cf Mc 2,17) para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna. Por tanto, la confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

 

Resumen

1485 En la tarde de Pascua, el Señor Jesús se mostró a sus Apóstoles y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

1486 El perdón de los pecados cometidos después del Bautismo es concedido por un sacramento propio llamado sacramento de la conversión, de la confesión, de la penitencia o de la reconciliación.

1487 Quien peca lesiona el honor de Dios y su amor, su propia dignidad de hombre llamado a ser hijo de Dios y el bien espiritual de la Iglesia, de la que cada cristiano debe ser una piedra viva.

1488 A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.

1489 Volver a la comunión con Dios, después de haberla perdido por el pecado, es un movimiento que nace de la gracia de Dios, rico en misericordia y deseoso de la salvación de los hombres. Es preciso pedir este don precioso para sí mismo y para los demás.

1490 El movimiento de retorno a Dios, llamado conversión y arrepentimiento, implica un dolor y una aversión respecto a los pecados cometidos, y el propósito firme de no volver a pecar. La conversión, por tanto, mira al pasado y al futuro; se nutre de la esperanza en la misericordia divina.

1491 El sacramento de la Penitencia está constituido por el conjunto de tres actos realizados por el penitente, y por la absolución del sacerdote. Los actos del penitente son: el arrepentimiento, la confesión o manifestación de los pecados al sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia.

1492 El arrepentimiento (llamado también contrición) debe estar inspirado en motivaciones que brotan de la fe. Si el arrepentimiento es concebido por amor de caridad hacia Dios, se le llama «perfecto»; si está fundado en otros motivos se le llama «imperfecto».

1493 El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerda tras examinar cuidadosamente su conciencia. Sin ser necesaria, de suyo, la confesión de las faltas veniales está recomendada vivamente por la Iglesia.

1494 El confesor impone al penitente el cumplimiento de ciertos actos de «satisfacción» o de «penitencia», para reparar el daño causado por el pecado y restablecer los hábitos propios del discípulo de Cristo.

1495 Sólo los sacerdotes que han recibido de la autoridad de la Iglesia la facultad de absolver pueden ordinariamente perdonar los pecados en nombre de Cristo.

1496 Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son: 

— la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia;
— la reconciliación con la Iglesia;
— la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales;
— la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado;
— la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual;
— el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.

1497 La confesión individual e integra de los pecados graves seguida de la absolución es el único medio ordinario para la reconciliación con Dios y con la Iglesia.

1498 Mediante las indulgencias, los fieles pueden alcanzar para sí mismos y también para las almas del Purgatorio la remisión de las penas temporales, consecuencia de los pecados.

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REFLEXIONES Y DOCTRINA Sacramentos y sacramentales

El sacramento de la penitencia en la historia

La penitencia es «un Sacramento de la Nueva Ley instítuida por Cristo donde es otorgado perdón por los pecados cometidos luego del bautismo a través de la absolución del sacerdote a aquellos que con verdadero arrepentimiento confiesan sus pecados y prometen dar satisfacción por los mismos. Es llamado un ‘sacramento’ y no una simple función o ceremonia porque es un signo interno instituido por Cristo para impartir gracia al alma. Como signo externo comprende las acciones del penitente al presentarse al sacerdote y acusarse de sus pecados, y las acciones del sacerdote al pronunciar la absolución e imponer la satisfacción» [1].

Es importante hacer notar que «la confesión no es realizada en el secreto del corazón del penitente tampoco a un seglar como amigo y defensor, tampoco a un representante de la autoridad humana, sino a un sacerdote debidamente ordenado con la jurisdicción requerida y con el poder de llaves es decir, el poder de perdonar pecados que Cristo otorgó a Su Iglesia» [2] La finalidad del presente estudio consiste en profundizar en el sustento bíblico e histórico del Sacramento, analizar a la luz de esta evidencia los errores introducidos a raíz de la Reforma Protestante, así como las distorsiones históricas que se manejan en las denominaciones surgidas de esta, al punto de llegar a convertirse en una historia alternativa completamente diferente a la real.

 

EL FUNDAMENTO BÍBLICO

La facultad que tiene la Iglesia para conceder en nombre de Dios el perdón de los pecados proviene del mismo Cristo quien confirió esta facultad a sus apóstoles al decirles «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.» Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» [3] También dijo a Pedro «A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» [4] y a los apóstoles «Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.» [5]

El significado de atar y desatar no se limita a la autoridad de definir que es lícito y que no en cuando a doctrina, sino también a la facultad de conceder el perdón de los pecados, ya que el poder otorgado aquí no es limitado: «todo lo que atéis», «todo lo que desatéis», poder que a su vez es confirmado explícitamente por Cristo al permitir perdonar o retener los pecados.

 

OBJECIONES PROTESTANTES

Existen numerosas objeciones de parte de las diferentes denominaciones protestantes respecto al Sacramento de la Penitencia. El protestantismo en general declara que no es necesaria la intervención humana para que Dios perdone el pecado y que este debe ser confesado en privado sólo a Dios.

Un ejemplo lo he tomado del Manual Práctico Para la Obra del Evangelismo Personal donde se afirma:

«no hallamos en las Santas Escrituras ni una sola línea en que ordene al cristianismo confesar sus pecados ante un hombre» [6]

Otro ejemplo lo tenemos en los comentarios de uno de los numerosos apologistas aficionados del protestantismo en el Internet, quien escribe con más entusiasmo que sapiencia:

«Jesucristo admitió implícitamente que el único que perdona los pecados es Dios (Marcos 2, 7 y Lucas 5, 21). Y el mismo apóstol Juan afirma que Dios es fiel y justo para perdonar los pecados—Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad—(1 Juan 1, 8-9). Ni en este texto ni en ningún otro de la Escritura está registrado que algún apóstol obró de confesor o absolvió de pecados a algún cristiano.» [7]

Este tipo de objeción comete el error de confundir a quien concede el perdón (Dios), con el medio que Dios utiliza para administrarlo (el sacerdote). El texto citado no entra en contradicción con la confesión del pecado ante el sacerdote o la iglesia, sino que lo deja implícito (parte de algo que ya se sabía—que a la Iglesia le fue otorgada la facultad de perdonar pecados—para darnos a entender que Dios es fiel y justo para perdonar a quien reconozca sus faltas. Esto se hace más claro si se analiza el contexto entero. El versículo anterior dice: «Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» lo que complementa el siguiente «[pero] si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos». El texto es en sí una exhortación al reconocimiento de las propias faltas (en vez de negarlas) y nunca una excusa o aval para confesar nuestros pecados directamente a Dios.

También es incorrecto afirmar que Cristo admitió que sólo Dios perdona el pecado. La Escritura señala que Él tiene facultad para hacerlo, sin entrar en polémica sobre su divinidad: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados» [8] Luego, prueba a través de un milagro físico (el signo externo de la curación del paralítico) lo que es un verdadero milagro espiritual (la realidad interna del perdón del pecado). Así, en la conclusión de esta enseñanza se nos declara: «Y al ver esto, la gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres [9]. Es obvio que esto no se refiere a la sanidad física, que era la prueba tangible de un milagro mucho más portentoso, sino al milagro en sí de la curación espiritual del enfermo a través del perdón de sus pecados. Y aunque Cristo en ese momento hubiese querido reconocer eso implícitamente (cosa que no concedemos) esto tampoco tendría por qué impedir que Cristo posteriormente pudiera transmitir ese poder a sus apóstoles, tal como queda firmemente atestiguado en la Escritura.

Tampoco es cierto que ni ningún apóstol o ningún otro obró de confesor, o no existe en la Escritura la mención de confesar pecados a hombre alguno. Existen referencias bíblicas explícitas que echan por tierra estas afirmaciones demostrando que los pecadores arrepentidos no se limitaban a la confesión interior. El evangelio de Marcos narra cómo quienes acudían a Juan Bautista para ser bautizados le confesaban sus pecados «Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados [10] Lo mismo se afirma de aquellos que, al convertirse, acudían a los apóstoles «Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas [11] Existe evidencia también de que el pecador no solamente debía confesar su pecado a Dios, sino a la Iglesia: «Confesaos, pues, mutuamente vuestros pecados y orad los unos por los otros, para que seáis curados.» [12]

Aunque no vemos en estos textos una confesión auricular como la conocemos hoy, podemos ver dos hechos claves: Cristo concedió a los apóstoles la facultad de perdonar pecados, y que el pecador no se limitaba a la confesión interior. ¿Cómo pudieran los apóstoles perdonar pecados secretos a menos que los fieles se los confesaran?

Es incorrecta también la objeción de que cuando en la Escritura se ordena confesar los pecados se refiere a pedir perdón a los hermanos que hemos ofendido. Si bien una ofensa es un pecado, no todos los pecados son ofensas al prójimo y reducir así el significado del texto es desvirtuar su significado real y completo del texto.

Cuando la Escritura habla de confesión de pecados no se refiere a pedir perdón a algún hermano por haberle ofendido. Compárese esta interpretación con Marcos 1, 5: «Acudía a él gente de toda la región de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados» ¿Deberíamos interpretar que toda la gente de Judea y Jerusalén había ofendido a Juan el bautista?. Si lo aplicamos a Hechos 19, 18 «Muchos de los que habían creído venían a confesar y declarar sus prácticas» ¿deberíamos interpretar que todos los nuevos conversos habían ofendido a los apóstoles? Note que el texto aquí es particularmente claro, porque habla de confesar y declarar «sus prácticas», no sus ofensas. Recordemos también que el primer ofendido por nuestros pecados es Dios, pues todo pecado es primeramente una violación de la justicia divina.

 

EVIDENCIA DE LA RECONCILIACIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La realidad sacramental de la Iglesia es precedida en la historia por su modelo profético, la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí es una admisión pública por el pecado. El ejercicio de estas ceremonias no solo era público y además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia del pecado: la muerte. El animal que se sacrificaba moría en lugar del pecador. El modo de ejecución de dichos sacrificios es un equivalente del Sacramento de la Reconciliación que no se puede negar y en el que tanto el sacerdote como el fiel tienen una participación claramente definida.

Si es una persona del pueblo la que peca inadvertidamente y se ha hecho culpable, cometiendo una falta contra alguna de las prohibiciones contenidas en los mandamientos del Señor, una vez que se le haga conocer el pecado que ha cometido, presentará como ofrenda por la falta cometida, una cabra hembra y sin defecto. Impondrá su mano sobre la cabeza de la víctima y la inmolará en el lugar del holocausto. Después el sacerdote mojará su dedo en la sangre, la pondrá sobre los cuernos del altar de los holocaustos y derramará el resto de la sangre sobre la base del altar. Luego quitará toda la grasa de la víctima, como se hace en los sacrificios de comunión, y la hará arder sobre el altar, como aroma agradable al Señor. De esta manera, el sacerdote practicará el rito de expiación en favor de esa persona, y así será perdonada. Si lo que trae como ofrenda por el pecado es un cordero, deberá ser hembra y sin defecto. Impondrá su mano sobre la cabeza de la víctima y la inmolará en el lugar donde se inmolan los holocaustos. Luego el sacerdote mojará su dedo en la sangre de la víctima, la pondrá sobre los cuernos del altar de los holocaustos, y derramará toda la sangre sobre la base del altar. Después quitará toda la grasa del animal, como se quita la grasa del cordero en los sacrificios de comunión, y la hará arder sobre el altar, junto con las ofrendas que se queman para el Señor. De esta manera, el sacerdote practicará el rito de expiación en favor de esa persona, por el pecado que cometió, y así será perdonada. (Levítico 4, 27-35)

 

EVIDENCIA HISTÓRICA

Existe una gran variedad de distorsiones históricas respecto al sacramento de la penitencia entre las denominaciones protestantes. Algunos ven la confesión auricular (componente importante del Sacramento) como un invento del segundo milenio. Un ejemplo de este tipo de distorsiones lo tenemos en el «Manual práctico para la obra del evangelismo personal» ya citado el cual a este respecto afirma:

«La confesión auricular a los sacerdotes fue oficialmente establecida en la Iglesia romana en el año de 1215. Más tarde en el Concilio de Trento, en 1557, pronunció maldiciones sobre todos aquellos que habían leído la Biblia lo suficiente para hacer a un lado la confesión auricular.» [13].

Es importante aclarar que las definiciones dogmáticas de los concilios no pueden interpretarse como que de alguna manera se está introduciendo una nueva doctrina. Estas suelen ocurrir cuando alguna verdad fundamental es cuestionada o necesita ser definida claramente para bien de los fieles.

Es importante aclarar que aunque la confesión auricular como la conocemos hoy pudo haber ido desarrollándose en su forma exterior a través del tiempo. Veremos que su esencia, radica en el hecho reconocido de la reconciliación del pecador por medio de la autoridad de la Iglesia. Y que ese hecho es parte del legado de la Iglesia, habiendo existido desde que Cristo otorgó dicho poder a los apóstoles. Comprobaremos que la disciplina penitencial, incluída la confesión de los pecados ante el sacerdote y ante la Iglesia, existe desde tiempos apostólicos.

Examinemos la Didajé (60-160 d.C) considerada uno de los más antiguos escritos cristianos no-canónicos y que antecede por mucho a la mayoría de los escritos del Nuevo Testamento. Estudios recientes señalan una posible fecha de composición anterior al 160 d.C. Es un excelente testimonio del pensamiento de la Iglesia primitiva. Dicho documento es particularmente insistente en requerir la confesión de los pecados antes de recibir la Eucaristía.

«En la reunión de los fieles confesarás tus pecados y no te acercarás a la oración con conciencia mala.»[14]

En la Didajé tenemos un temprano testimonio histórico opuesto a la posición protestante de confesar los pecados directamente a Dios.

 

ENSEÑAZAS DE LA IGLESIA

TESTIMONIO DE ORÍGENES (185-254 D.C)

Orígenes fue padre de la Iglesia, teólogo y comentarista bíblico. Vivió en Alejandría hasta el 231, pasó los últimos veinte años de su vida en Cesárea del Mar, Palestina y viajando por el Imperio Romano. Fue el mayor maestro de la doctrina cristiana en su época y ejerció una extraordinaria influencia como intérprete de la Biblia.

Afirma que luego del bautismo hay medios para obtener el perdón de los pecados cometidos luego de este. Entre ellos enumera la penitencia.

Además de esas tres hay también una séptima [razón] aunque dura y laboriosa: la remisión de pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador lava su almohada con lágrimas, cuando sus lágrimas son su sustento día y noche, cuando no se retiene de declarar su pecado al sacerdote del Señor ni de buscar la medicina, a la manera del que dice «Ante el Señor me acusaré a mi mismo de mis iniquidades, y tú perdonarás la deslealtad de mi corazón.» [15]

Así Orígenes admite una remisión de pecados a través de la penitencia y la confesión ante un sacerdote. Afirma que es el sacerdote quien decide si los pecados deben ser confesados también en público.

«Observa con cuidado a quién confiesas tus pecados; pon a prueba al médico para saber si es débil con los débiles y si llora con los que lloran. Si él creyera necesario que tu mal sea conocido y curado en presencia de la asamblea reunida, sigue el consejo del médico experto.» [16]

También reconoce que todos los pecados pueden ser perdonados:

«Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, si dan pruebas suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos» [17]

DECLARACIONES DE TERTULIANO

Estrictamente hablando Tertuliano no es considerado un padre de la Iglesia, sino un apologeta y escritor eclesiástico, ya que al final de su vida cae en herejía abrazando el montanismo. Sin embargo fue muy leído antes de su abandono de la Iglesia Católica. Tanto en su periodo ortodoxo como en su periodo herético tenemos en Tertuliano un testigo sin igual que nos informa sobre la práctica primitiva de la penitencia en la Iglesia.

Cuando escribe De paenitentia (aproximadamente en el año 203 d.C. siendo todavía católico). Habla aquí de una segunda penitencia que Dios «ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda» [18]

En los textos de Tertuliano se ve un entendimiento diáfano de cómo el creyente que ha caído en pecado luego del bautismo tiene necesidad del Sacramento de la Penitencia y expresa el temor de que éste sea mal entendido por los débiles como un medio para seguir pecando y obtener nuevamente el perdón:

» ¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar» [19] Tertuliano habla de «pedir» la penitencia, descartando la posibilidad de limitarse a una confesión directa con Dios. Esto lo explica

Tertuliano detalladamente cuando afirma que para alcanzar el perdón el penitente debe someterse a la confesión pública, y adicionalmente cumplir los actos de mortificación (capítulos 9-12).

El Testimonio de Tertuliano prueba también que la penitencia terminaba tal como hoy en día como una absolución oficial, luego de haber confesado el pecado:

«rehúyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro»«¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?» En el capítulo XII habla de la eterna condenación que sufren quienes no quisieron usar esta segunda «planca salutis».

En su periodo montanista Tertuliano niega a la Iglesia el poder de perdonar los pecados graves (adulterio y fornicación) afirmando que dicho perdón lo obtuvo sólo Pedro y negando que éste lo trasmitiera a la Iglesia. Las razones de esta negativa no son las razones de los protestantes de hoy, sino mas bien el carácter riguroso de la doctrina montanista que afirmaba que dichos pecados eran imperdonables.

Es así como se retracta de lo escrito por el mismo escribiendo De Pudicitia (Sobre la Modestia) cuando se ve impelido al enfrentarse a un obispo al que llama Pontifex Maximus y Episcopus Episcoporum (muy posiblemente el Papa Calixto) en virtud a un edicto donde escribe «Perdono los pecados de adulterio y fornicación a aquellos que han cumplido penitencia» confirmando así el poder de la Iglesia de perdonar pecados aun si se trata de adulterio y fornicación. Este edicto es otra evidencia de la posición oficial de la Iglesia que tiene conciencia del poder recibido de Cristo para otorgar el perdón los pecados.

Deja así Tertuliano su testimonio hostil sobre la práctica de la Iglesia pre-nicena:

«Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la «Iglesia.» Sí, porque el Señor dijo a Pedro: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, « «a ti te he dado las llaves del reino de los cielos, « o bien: «Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado»; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro!» [20]

REGISTRO DE SAN CIPRIANO (258 D.C)

San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246 d.c. Poco después, en 248 d.C., fue elegido obispo de Cartago.

San Cipriano es un claro expositor de la conciencia de la Iglesia de haber recibido de Cristo el poder de perdonar pecados. Combate así la herejía de Novaciano, quien negaba que hubiera perdón para quienes en tiempo de persecución hubieran renegado de la fe (los lapsi). Así, en De opere et eleemosynis dice que quienes han pecado luego de haber recibido Bautismo pueden volver a obtener el perdón cualquiera que sea el pecado.

También deja un testimonio claro del deber de confesar el pecado mientras haya tiempo y mientras esta confesión pueda ser recibida por la Iglesia:

«Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios» [21]

ENSEÑANZA DE SAN HIPÓLITO MÁRTIR (CA. 235 D.C.)

Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque se sabe fue discípulo de San Ireneo de Lyon. Su gran conocimiento de la filosofía y los misterios griegos, su misma psicología, indica que procedía del Oriente. Hacia el año 212 d.C. era presbítero en Roma, donde Orígenes—durante su viaje a la capital del Imperio—le oyó pronunciar un sermón.

Con ocasión del problema de la readmisión en la Iglesia de los que habían apostatado durante alguna persecución, estalló un grave conflicto que le opuso al Papa Calixto, pues Hipólito se mostraba rigorista en este asunto, aunque no negaba la potestad de la Iglesia para perdonar los pecados. Tan fuerte fue el enfrentamiento que Hipólito se separó de la Iglesia y, elegido obispo de Roma por un reducido círculo de partidarios, conviertiéndose así en el primer antipapa de la historia. El cisma se prolongó tras la muerte de Calixto, durante el pontificado de sus sucesores Urbano y Ponciano. Terminó en el año 235 d.C., con la persecución de Maximiano, que desterró al Papa legítimo (Ponciano) y a Hipólito a las minas de Cerdeña, donde se reconciliaron. Allí los dos renunciaron al pontificado, para facilitar la pacificación de la comunidad romana, que de este modo pudo elegir un nuevo Papa y dar por terminado el cisma. Tanto Ponciano como Hipólito murieron en el año 235 d.C.

Hipólito es un excelente testimonio cómo la Iglesia estaba conciente de su propia autoridad de perdonar pecados, ya que, aun siendo intransigente, no llega a negar la facultad de la Iglesia para la absolución. Evidencia de esto la hay en La Tradición Apostólica, donde nos deja un testimonio indiscutible cuando reproduce allí la oración para la consagración de un obispo:

«Padre que conoces los corazones, concede a este tu siervo que has elegido para el episcopado… que en virtud del Espíritu del sacerdocio soberano tenga el poder de «perdonar los pecados» (facultatem remittendi peccata) según tu mandamiento; que «distribuya las partes» según tu precepto, y que «desate toda atadura» (solvendi omne vinculum iniquitatis), según la autoridad que diste a los Apóstoles»

Particularmente importante este testimonio, ya que La Tradición apostólica es la fuente de un gran número de constituciones eclesiásticas orientales, lo que confirma que dicha conciencia estaba extendida a lo largo de la Iglesia.

LAS CONSTITUCIONES APOSTÓLICAS DEL SIGLO IV

Al igual que en la Tradición Apostólica de San Hipólito, las constituciones apostólicas escritas en Siria el siglo IV incluyen una oración similar en la ordenación del obispo:

«Otórgale, Oh Señor todopoderoso, a través de Cristo, la participación en Tu Santo Espíritu para que tenga el poder para perdonar pecados de acuerdo a Tu precepto y Tu orden, y soltar toda atadura, cualquiera sea, de acuerdo al poder el cual Has otorgado a los Apóstoles» [22]

SAN BASILIO EL GRANDE (330-379 D.C.)

Obispo de Cesárea, y preeminente clérigo del siglo IV. Es santo de la Iglesia Ortodoxa y contado entre los Padres de la Iglesia.

Quasten comenta que aunque K. Holl opina que fue San Basilio quien introdujo la confesión auricular en el sentido católico, como confesión regular y obligatoria de todos los pecados, aun de los más secretos [23]. Añade tambien: «Su error, empero, está en identificar la Confesión Sacramental con la «confesión monástica» que era simplemente un medio de disciplina y de dirección espiritual y no implicaba reconciliación ni absolución sacramental. En su Regla [24] San Basilio ordena que el monje tiene que descubrir su corazón y confesar todas sus ofensas, aun sus pensamientos más íntimos, a su superior o a otros hombres probos «que gozan de la confianza de los hermanos.» En este caso, el puesto del superior puede ocuparlo alguno que haya sido elegido como representante suyo. No hay la menor indicación de que el superior o su sustituto tengan que ser sacerdotes. Se puede decir, pues, que Basilio inauguró lo que se conoce bajo el nombre de «confesión monástica» pero no así la confesión auricular, que constituye una parte esencial del Sacramento de la Penitencia.»

Comenta también Quasten:

«De sus cartas canónicas (cf. supra, p.234) se deduce que seguía todavía en vigor la disciplina que había existido en las iglesias de Capadocia desde los tiempos de Gregorio Taumaturgo. La expiación consistía en la separación del penitente de la asamblea cristiana (Capítulo VII).. En la Epistola canónica menciona cuatro grados: el estado de «los que lloran,» cuyo puesto estaba fuera de la iglesia, el estado de «los que oyen», que estaban presentes para la lectura de la Sagrada Escritura y para el sermón, el estado de «los que se postran», que asistían de rodillas a la oración, por último, el estado de quienes «estaban de pie» durante todo el oficio, pero no participaban en la comunión

SAN AMBROSIO DE MILÁN (340-396 D.C.)

Es uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia latina. Nació hacia 340 d.c. en Tréveris, pero fue criado en Roma. Fue elegido obispo de Milán en 374 d.c. En el 387 D.c. bautizó a San Agustín de Hipona. Se hizo popular por la firmeza de que diera pruebas en 390 d.C. ante el emperador Teodosio, a quien prohibió el acceso a sus iglesias después de las matanzas de Tesalónica, hasta que el emperador hizo pública penitencia. Murió en Milán en 396 d.C.

Compuso entre el 384 d.C. y el 394 d.C. , De Paenitentia, que es un tratado no homilético en dos libros, en el cual Ambrosio refuta las afirmaciones de los novacianos acerca de la potestad de la Iglesia de perdonar pecados y facilita noticias de particular interés para conocer la practica penitencial de la Iglesia de Milán en el siglo IV.

«Profesan mostrando reverencia al Señor reservando sólo a El el poder de perdonar pecados. Mayor error no puede ser que el que cometen al buscar rescindir de Sus órdenes echando abajo el oficio que El confirió. La Iglesia Lo obedece en ambos aspectos, al ligar el pecado y al soltarlo; porque el Señor quiso que ambos poderes deban ser iguales» [25]

Enseña que este poder es una función del sacerdocio y que este puede perdonar todos los pecados:

«Pareciera imposible que los pecados deban ser perdonados a través de la penitencia; Cristo otorgó este (poder) a los apóstoles y de los Apóstoles ha sido transmitido al oficio de los sacerdotes» [26]

«El poder de perdonar se extiende a todos los pecados: «Dios no hace distinción; Él prometió misericordia para todos y a Sus sacerdotes les otorgó la autoridad para perdonar sin ninguna excepción» [27]

SAN AGUSTÍN DE HIPONA (354-430 D.C.)

Considerado como uno de los más grandes padres de la Iglesia por su notable y perdurable influencia en el pensamiento de la Iglesia. Nacido en el año 354 d. C. llegó a ser, no sólo obispo de Hipona, sino uno de los más grandes teólogos que el mundo ha conocido y uno de los primeros doctores de la Iglesia. Intervino en las controversias que los cristianos sostuvieron con los maniqueos, donatistas, pelagianos, arrianos y paganos. Muere el 430 d.C., dejando tras de sí una gran cantidad de obras, parte de un legado que perdura hasta hoy.

Escribe contra aquellos que niegan quela Iglesia hubiera recibido el poder de perdonar pecados:

«No escuchemos a aquellos que niegan que la Iglesia de Dios tiene poder para perdonar todos los pecados» [28]

Para finalizar citaremos brevemente otros testimonios claros. San Pacián, Obispo de Barcelona (m. 390 d.C.) escribe respecto al perdón de los pecados:

«Este que tú dices, sólo Dios lo puede hacer. Bastante cierto: pero cuando lo hace a través de Sus sacerdotes es Su hacer de Su propio poder» [29]. San Atanasio (295-373 d.C.) escribe «Así como el hombre bautizado por el sacerdote es iluminado por la Gracia del Espíritu Santo, así también aquel quien en penitencia confiesa sus pecados, recibe a través del sacerdote el perdón en virtud de la gracia de Cristo» [30]

Estas evidencias demuestran que la Iglesia ha tenido siempre la conciencia plena de haber recibido de Cristo la facultad de perdonar pecados y considera este don como parte del depósito de la fe. Sorprendentemente tanto los padres de Oriente como de Occidente interpretan las palabras de Cristo tal como lo hacemos los católicos casi veinte siglos después. Es evidente, por lo tanto, que el Concilio de Trento solamente se hace eco de lo que ya la Iglesia enseñaba en contra de los herejes de los primeros siglos, los cuales, en su gran mayoría, ni siquiera defendían la posición protestante de hoy, ya que la gran mayoría de ellos no rechazaba que la Iglesia hubiera recibido tal facultad.

REFERENCIAS

[1] Enciclopedia Católica
[2] Enciclopedia Católica
[3] Juan 20, 21-23
[4] Mateo 16, 19
[5] Mateo 18, 18
[6] Manual Práctico para la Obra del Evangelismo Personal, pub. Iglesia de Dios (Israelita)
[7] La confesión auricular, D. Sapia, pub. www.conocereislaverdad.org
[8] Mateo 9, 6
[9] Mateo 9, 8
[10] Mateo 3, 6
[11] Hechos 19, 18
[12] Santiago 5, 16
[13] Manual Práctico para la Obra del Evangelismo Personal, pub. Iglesia de Dios (Israelita)
[14] Didajé IV, 14. Padres Apostólicos, Daniel Ruiz Bueno, pag. 82. pub. B.A.C 65
[15] «… dura et laboriosa per poenitentiam remissio peccatorum, cum lavat peccator in lacrymis stratum suum et fiunt ei lacrymae suae panes die ac nocte, et cum non erubescit sacerdoti domini indicare peccatum suum et quaerere medicinam.» Citado en inglés en «The Faith of the Early Fathers», Vol. 1 pp. 207. William A. Jurgens. Publ. Liturgical Press, 1970. Collegeville, Minnesota. Homilías Sobre los Salmos 2, 4.
[16] Homilías Sobre los Salmos 37, 2, 5.
[17] Contra Celsum 3, 50: EH 253.
[18] De Paenitentia (c.7).
[19] De Paenitentia (c.7).
[20] De Pudicitia (c.21).
[21] De Lapsi 28; Epistolae 16, 2.
[22] Constitutione Apostolica VIII, 5 p. i., 1. 1073.
[23] Enthusiasmus p.257; 2.a ed. 267
[24] Regulae fusius tractae 25, 26 y 46
[25] De poenitentia, I, ii, 6.
[26] Op.cit., II, ii, 12.
[27] Op.cit., I, iii, 10
[28] De agonia Christi, III.
[29] Epistola I ad Simpron, 6 en P.L., XIII, 1057.
[30] Fragmentum contra Novatum pag. XXVI, 1315.
 por José Miguel Arráiz

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REFLEXIONES Y DOCTRINA Sacramentos y sacramentales

Reflexiones sobre la Confesión

A la mayoría de los que no son católicos les incomoda un poco la sola idea del Sacramento de la Confesión. A menudo exclaman «¡Pero nadie puede perdonar los pecados sino sólo Dios!» Piensan que esta práctica de la Iglesia Católica es, en el mejor de los casos, una perversa presunción y en el peor de los casos una grotesca blasfemia. Así es que, los siguientes pensamientos tienen como finalidad ayudar a aclarar exactamente qué enseña la Iglesia y por qué lo enseña.

Comenzamos por el principio. Definitivamente, sólo Dios puede perdonar pecados. Punto. No hay vueltas que darle al asunto. El Catecismo de la Iglesia Católica lo confirma en el párrafo 1441 en el que leemos: «Sólo Dios perdona los pecados».

En segundo lugar: nuestro perdón depende completamente de la labor salvífica de Cristo en la Cruz. Es Su Preciosa Sangre la que nos limpia del pecado. Él pagó la deuda que nosotros no podríamos pagar (gracias a Dios). En tercer lugar: debemos identificar la verdadera cuestión subyacente -en otras palabras el camino mediante el cual Dios perdona nuestros pecados-. O sea ¿cómo y cuándo se usa la Sangre de Cristo en nuestras almas para que tenga lugar su purificación? ¿Recibimos perdón en el momento en que recitamos simplemente una «oración de arrepentimiento»? ¿o viene cuando caminamos al interior de una iglesia en respuesta a la llamada del altar? ¿O acaso ocurre cuando nos paramos de cabeza y citamos a Juan 3:16?

El punto es este: Dios pudo habernos ordenado algún procedimiento (o ninguno) en orden a obtener el perdón. La pregunta entonces es ésta: ¿qué medios escogió Dios para que la Sangre de Cristo sea útil a nuestras almas y como resultado nuestros pecados sean perdonados? Bueno, nosotros vemos en las Escrituras (y en la enseñanza constante de la Iglesia) que nuestro perdón y purificación original vienen a través del Sacramento del Bautismo. En el Bautismo, la Sangre de Cristo lava nuestras almas y nuestros pecados son perdonados (Por ejemplo Hechos 22:16, en donde San Pablo había dicho que «Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados invocando su nombre»). Sin embargo, ¿qué sucede con los pecados serios cometidos después del bautismo? ¿Tenemos de bautizarnos de nuevo?

No precisamente. La Iglesia ha creído siempre y así lo ha enseñado que el Bautismo válido es un evento irrepetible. Siendo así el caso, la pregunta subsiste: ¿cómo es que somos perdonados de los pecados serios cometidos después del Bautismo? Primero, permítame hacer los siguientes comentarios aclaratorios. He utilizado el término pecado «serio», y éste requiere una explicación. Por supuesto, en un sentido, todo pecado es serio. Pero, la Iglesia Católica utiliza la designación «serio» para referirse a aquellos que son conocidos como pecados mortales o pecados graves. En otras palabras, pecados que causan una herida mortal al alma, que pone el alma, por decirlo así, en estado de gravedad… lo cual es algo serio. Mientras todo pecado es malo, no todo pecado mata a la vida de la gracia en el alma. Esta distinción es vista en 1 Juan 5:16-17 donde existe una distinción entre el pecado que provoca la muerte y el pecado que no la produce. Definición: no todo pecado tiene la misma gravedad.

Pecado que es libremente elegido y que es entendido como un asunto serio es llamado pecado «serio», «mortal» o «grave», que mata la vida de la gracia en el alma. Esos pecados deben ser purificados por un perdón para que uno pueda entrar al Cielo. Inicialmente todo tipo de pecado es perdonado en el Bautismo. Sin embargo, la pregunta que aún permanece es ésta: ¿Cómo son perdonados esta clase de pecados después del Bautismo? Es aquí donde el Sacramento de la Confesión aparece en escena (nota: este sacramento también es conocido como el Sacramento de la Penitencia y el Sacramento de la Reconciliación).

En el Sacramento de la Confesión es Dios quien perdona al pecador, pero lo hace a través del sacerdote (quien está actuando en el lugar de Cristo). Ahora, la pregunta es ésta: ¿Dónde encontramos apoyo para ésta práctica en las Escrituras? Para responder a esta pregunta, por favor considere lo siguiente: Marcos 2:1-12: En este pasaje de la Escritura, encontramos el relato familiar del paralítico que fue descendido desde el techo por sus amigos. Lo interesante de este pasaje es el hecho de que los judíos inicialmente protestaron contra Jesús cuando él perdonó los pecados de aquél hombre. Ellos dijeron: «Está blasfemando, ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (versículo siete). Jesús respondió diciendo: «El Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados» (versículo diez) .Y, como para validar lo que había dicho, Él procedió a curar al hombre. Ahora, Jesucristo — Hijo de Dios e Hijo del Hombre -dijo que como «el Hijo del Hombre»- Él tenía autoridad en la tierra para perdonar los pecados. Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pero es bajo la designación de «Hijo del Hombre» que Él perdonó los pecados del paralítico.

El punto al que estoy tratando de llegar es éste: Jesucristo -el Hijo del Hombre- subsecuentemente delegó la misma autoridad a otros hombres, especialmente elegidos. Esto se ve en Juan 20:21-23. «Entonces Jesús les dijo otra vez: ‘la paz con vosotros: así como mi padre me ha enviado, así también os envío yo’ . Y dicho ésto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid al Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados; y a quienes se los retengáis les quedarán retenidos'» (Biblia de Jerusalén) He escuchado muchos intentos de racionalizar el significado aparente de estos versículos, pero invariablemente todas ellas terminan vaciando las palabras de su significado esencial. Si las palabras significan algo, vemos a Nuestro Señor delegando a hombres especialmente seleccionados (en este caso los apóstoles, y por correspondencia, sus sucesores) la autoridad para perdonar los pecados en el nombre de Jesús. Y esto es exactamente lo que la Iglesia Católica enseña.

En el párrafo 1441 del Catecismo (párrafo citado al inicio de este ensayo), leemos: «Sólo Dios perdona los pecados. Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: ‘El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra’ y ejerce ese poder divino: ‘Tus pecados están perdonados’. Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres para que lo ejerzan en su nombre». Así que, es Dios quien perdona los pecados, usando en el Sacrificio de Cristo en la Cruz, por medio del Bautismo (en nuestro perdón inicial cuando nacemos de nuevo a la familia de Dios) y el Sacramento de la Confesión (para los pecados serios cometidos después del Bautismo).

Esto ha sido enseñado y practicado por la Iglesia desde el principio y es atestiguado por las Escrituras como demuestran las citas de arriba. Y todo esto está relacionado con en el tremendo misterio de la Encarnación y el correspondiente misterio de la Iglesia. En otras palabras, en nuestra Bendita Encarnación del Señor (cuando Él toma para sí mismo una naturaleza humana santificada para rescatarnos), Él, en efecto, hizo la más simple de las acciones humanas y santificó la más común de las sustancias materiales.

Por treinta y tres años Él caminó esta tierra haciendo cosas que cualquiera realiza: comer, trabajar, dormir, conversar, reír, etc. En todas esas cosas Él fue Dios -Dios en la Carne- quien estaba actuando, de tal modo haciendo todas esas acciones santas. En otras palabras, la máxima bendición que se haya concedido a la Creación es la Encarnación, para que, por medio de ésta, Dios mostrara su complacencia en el universo material. En primer lugar, Dios no sólo se complació en crearlo, sino que se ha complacido de participar en él asumiendo para Sí mismo la naturaleza humana. Ahora, la Iglesia -como el Cuerpo Místico de Cristo- es, en efecto, una extensión de la Encarnación a través del tiempo y del espacio.

Cuando nosotros -como miembros de la Iglesia de Cristo- tocamos, confortamos, alimentamos o curamos, es -en realidad- Cristo quien está haciendo esas cosas en nosotros (para eso somos Su Cuerpo). En ninguna parte es este misterio realizado más profundamente que en la administración de los Sacramentos. Los Sacramentos, como canales de gracia especialmente ordenados por Dios, utilizan el universo material para hacernos llegar «mercancías» espirituales. (gracias de Dios), Y, como extensiones de la Encarnación de Cristo, se observa que Cristo es el principal administrador detrás de cada Sacramento. Es Él quien bautiza. Él es quien nos da el Sagrado Cuerpo y la Preciosa Sangre en la Eucaristía. Él es quien une a un hombre y una mujer en Santo Matrimonio. Y Él es quien perdona nuestros pecados en el Sacramento de la Confesión. Pero, notemos algo importante: en todos estos Sacramentos nuestro Señor utiliza un agente humano. Por esto nuestro Señor le dijo a los Apóstoles, «Como el Padre Me ha enviado, así también os envío Yo» (Juan 20:21).

Podemos especular interminablemente sobre por qué Dios ha escogido extendernos la Salvación por este camino (por medio de los Sacramentos). Y esta especulación puede producir su fruto, el fruto de una comprensión más profunda. Sin embargo, baste por ahora decir que las Escrituras y la enseñanza constante de la Iglesia (desde el principio) atestiguan que nuestro Señor, por su divina autoridad, ha ordenado una «economía» Sacramental de Salvación. De modo que, en el Sacramento de la Confesión, nosotros gozamos la misma increíble bendición que el paralítico en Marcos 2:1-12 disfrutó: Nosotros escuchamos la voz de Cristo a través de su sacerdote decirnos: «Tus pecados te son perdonados…levántate toma tu camilla y anda».

Demos entonces, gracias a Dios

Por Bruce SullivanTomado de Voxfidei.com

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