Visión de Jesús en el Monte de los Olivos, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: «¡Montes, cubridnos!». Les dijo también: «Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea».

Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús. Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: «Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré». El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: «Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré». Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más. Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación.

Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales. Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.

Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. «Mi alma está triste hasta la muerte», respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles. Entonces dijo a los tres Apóstoles: «Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación». Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto.

Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo. A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos.

Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda. Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: «¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?».

Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: «¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!». Después se recogió y dijo: «Que vuestra voluntad se haga y no la mía». Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte.

Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos. Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue adonde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud. Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: «Simón, ¿duermes?». Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: «¿No podíais velar una hora conmigo?». Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: «Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?». Jesús respondió: «Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil».

Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad. Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: «¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?». Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?». Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.

Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.

Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo.

Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.

Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: «¿Cuál será el fruto de este sacrificio?». Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles.

Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos. Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: «Estad quietos: yo voy a Él». Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: «Maestro, ¿qué tenéis?» . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: «Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!».

En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba.

Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios. Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior.

Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse.

Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.

Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo.

En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: «¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo».

Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte.

Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo. Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Lo aceptó todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.

Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena. En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en la boca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.

Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor.

Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. «Ved aquí a hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido». Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: «Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos». Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: «Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos». Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.

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