Estas visiones están contenidas en el libro “Vida de la Virgen María”.
María de Jesús de Ágreda O.I.C. (Ágreda, 2 de abril de 1602 – Ágreda, 24 de mayo de 1665), abadesa del convento de las Madres Concepcionistas de Ágreda, Soria.
También conocida como La Venerable, Sor María, o Madre de Ágreda, fue una escritora y monja concepcionista española.
Confidente y consejera de Felipe IV, se llamaba en el mundo María Coronel y Arana. Perteneció a una familia hidalga y de extremada religiosidad, hasta tal punto que, cuando María tenía dieciséis años, padres e hijos abandonan el mundo y abrazan la vida religiosa; su propia casa quedó convertida en convento y en ella continúa con su madre y su hermana.
Fue adquiriendo fama de santidad y de ser favorecida con revelaciones sobrenaturales y, antes de cumplir los veinticinco años, era elegida abadesa, dispensándole el Papa la falta de edad. Con recursos de la caridad fundó en las afueras de la villa el monasterio de la Inmaculada Concepción, al que se traslada la comunidad en 1633.
CAPITULO VII: PREPÁRASELA ENCARNACIÓN. ADORNOS SIMBÓLICOS DE MARÍA
Grandes son las obras del Altísimo, porque todas fueron y son hechas con plenitud de ciencia y de bondad, en equidad y mesura. Ninguna es manca, inútil ni defectuosa, superflua ni vana: todas son exquisitas y magníficas, como el mismo Señor con la medida de su voluntad quiso hacerlas y conservarlas; y las quiso como convenían, para ser, en ellas conocido y magnificado. Pero todas las obras de Dios ad extra, fuera del misterio de la Encarnación, aunque son grandes, estupendas y admirables, y más admirables que comprensibles, no son más de una pequeña centella despedida del inmenso abismo de la Divinidad. Sólo este gran sacramento de hacerse Dios hombre pasible y mortal es la obra grande de todo el poder y sabiduría infinita, y la que excede sin medida a las demás obras y maravillas de su brazo poderoso; porque en este misterio, no una centella de la Divinidad, pero todo aquel volcán del infinito incendio que Dios es, bajó y se comunicó a los hombres, juntándose con indisoluble y eterna unión a nuestra terrena y humana naturaleza.
Si esta maravilla y sacramento del Rey se ha de medir con su misma grandeza, consiguiente era que la mujer, de cuyo vientre había de tomar forma de hombre, fuese tan perfecta y adornada de todas sus riquezas, que nada le faltase de los dones y gracias posibles, y que todas fuesen tan llenas, que ninguna padeciese mengua ni defecto alguno. Pues como esto era puesto en razón, y convenía a la grandeza del Omnipotente, así lo cumplió con María Santísima, mejor que el rey Asuero con la graciosa Esther, para levantarla al trono de su grandeza. Previno el Altísimo a nuestra Reina María con tales favores, privilegios y dones nunca imaginados de las criaturas, que cuando salió a vista de los cortesanos de este gran Rey de los siglos inmortal, conocieron todos y alabaron el poder divino; y que si eligió una mujer para Madre, pudo y supo hacerla digna para hacerse Hijo suyo. Llegó el día séptimo y vecino de este misterio, y fue llamada y elevada en espíritu la divina Señora, llevada corporalmente por mano de sus santos ángeles al cielo empíreo, quedando en su lugar uno de ellos que la representase en cuerpo aparente. Puesta en aquel supremo cielo, vio la Divinidad con abstractiva visión como otros días; pero siempre con nueva y mayor luz, y misterios más profundos, que aquel objeto voluntario sabe, y puede ocultar y manifestar.
Vistieron luego dos serafines por mandato del Señor a MaríaSantísima una tunicela o vestidura larga, que como símbolo de, su pureza y gracia era tan hermosa y de tan rara candidez y belleza refulgente, que sólo un rayo de luz de los que sin número despedía, si apareciera al mundo, le diera mayor claridad sólo él que todo el número de las estrellas, si fueran soles; porque en su comparación toda luz que nosotros conocemos pareciera obscuridad. Al mismo tiempo que la vestían los serafines, le dio el Altísimo profunda inteligencia de la obligación en que la dejaba aquel beneficio de corresponder a Su Majestad con la fidelidad y amor, y con un alto y excelente modo de obrar, que en todo conocía; pero siempre se le ocultaba el fin que tenía el Señor de recibir carne en su virginal vientre. Todo lo demás reconocía nuestra gran Señora, y por todo se humillaba con indecible prudencia, y pedía el favor divino para corresponder a tal beneficio y favor.
Sobre la vestidura la pusieron los mismos serafines una cintura (símbolo del temor santo que se le infundía) :era muy rica, como de piedras varias en extremo refulgentes, que la agraciaban y hermoseaban mucho. Y al mismo tiempo la fuente de la luz que tenía presente la divina Princesa la iluminó e ilustró para que conociese y entendiese altísimamente las razones por que debe ser temido Dios de toda criatura. Y con este don de temor del Señor quedó ajustadamente ceñida, como convenía a una criatura pura que tan familiarmente había de tratar y conversar con el mismo Criador, siendo verdadera Madre suya.
Conoció luego que la adornaban de hermosísimos y dilatados cabellos recogidos con un rico apretador; y ellos eran más brillantes que el oro subido y refulgente. Y en este adorno entendió se le concedía que todos sus pensamientos de toda la vida fuesen altos y divinos, inflamados en subidísima caridad significada por el oro. Y junto con esto se le infundieron de nuevo hábitos de sabiduría y ciencia clarísima, con que quedas, en ceñidos y recogidos varia y hermosamente estos cabellos en una participación inexplicable de los atributos de ciencia y sabiduría del mismo Dios. Concediéronla también para sandalias o calzado que todos los pasos y movimientos fuesen hermosísimos, y encaminados siempre a los más altos y santos fines de la gloria del Altísimo. Y cogieron este calzado con especial gracia de solicitud y diligencia en el bien obrar para con Dios y con los prójimos, al modo que sucedió cuando con festinación fue a visitar a Santa Isabel y San Juan, con que esta hija del Príncipe salió hermosísima en sus pasos.
Las manos la adornaron con manillas, infundiéndola nueva magnanimidad para obras grandes, con participación del atributo de la magnificencia; y así las extendió siempre para cosas fuertes. En los dedos la hermosearon con anillos, para que con los nuevos dones del Espíritu divino, en las cosas menores o materias más inferiores obrase superiormente con levantado modo, intención y circunstancias, que hiciesen todas sus obras grandiosas y admirables. Añadieron juntamente a esto un collar o banda que le pusieron lleno de inestimables y brillantes piedras preciosas, y pendiente una cifra de tres más excelentes, que en las tres virtudes, fe, esperanza y caridad, correspondía a las tres divinas Personas. Renováronle con este adorno los hábitos de estas nobilísimas virtudes para el uso que de ellas había menester en los misterios de la Encarnación y Redención.
En las orejas le pusieron unas arracadas de oro con gusanillos de plata, preparando sus oídos con este adorno para la embajada que lue go había de oír del santo arcángel Gabriel, y se le dio especial ciencia para que la oyese con atención y respondiese con discreción, formando razones prudentísimas y agradables a la voluntad divina; y en especial para que del metal sonoro y puro de la plata de su candidez resonase en los oídos del Señor, y quedasen en el
pecho de la Divinidad aquellas deseadas y sagradas palabras: Fiat mihi secundum, verbum tuum. Sembraron luego la vestidura de unas cifras que servían como de realces o bordaduras de finísimos matices y oro, que algunas decían:
María, Madre de Dios; y otras, María, Virgen y Madre; mas no se le manifestaron ni descifraron entonces estas cifras misteriosas a ella, sino a los ángeles santos: y los matices eran los hábitos excelentes de todas las virtudes en eminentísimo grado, y los actos que a ellas correspondían sobre todo lo que han obrado todas las demás criaturas intelectuales. Y para complemento de toda esta belleza, la dieron por agua de rostro muchas iluminaciones, que se derivaron en esta divina Señora de la vecindad y participación del infinito ser y perfecciones del mismo Dios: que para recibirle real y, verdaderamente en su vientre virginal, convenía haberle recibido por gracia en el sumo grado posible a pura criatura.
Con este adorno y hermosura quedó nuestra princesa María tan bella y agradable, que pudo el Rey supremo codiciarla.
El último y noveno día de los que más de cerca preparaba el Altísimo, su tabernáculo para santificarle con su venida, determinó renovar sus maravillas y multiplicar las señales, recopilando los favores y beneficios que hasta aquel día había comunicado a la princesa María. Pero de tal manera obraba en ella el Altísimo, que cuando sacaba de sus tesoros infinitos cosas antiguas, siempre añadía muchas nuevas; y todos estos grados y maravillas caben entre humillarse Dios a ser hombre y levantar a una mujer a ser su Madre. Para descender Dios al otro extremo de ser hombre, ni se pudo en sí mudar, ni lo había menester, porque quedándose inmutable en sí mismo, pudo unir a su persona nuestra naturaleza; mas para llegar una mujer de cuerpo terreno a su misma substancia, con que se uniese Dios y fuese hombre, parecía necesario pasar un infinito espacio, y venir a ponerse tan distante de las otras criaturas, cuanto llegaba a avecindarse con el mismo Dios.
CAPITULO VIII: BELLEZA DEL ARCÁNGEL. RETRATO DE MARÍA. JÚBILO DE LA NATURALEZA. SALUTACIÓN ANGÉLICA
Determinado estaba por infinitos siglos, pero escondido en el secreto pecho de la Sabiduría eterna, el tiempo y hora conveniente en que oportunamente se había de manifestar en la carne el gran sacramento de piedad, justificado en el espíritu, predicado a los hombres, declarado a los ángeles y creído en el mundo. Llegó, pues, la plenitud de este tiempo, que hasta entonces, aunque lleno de profecías y promesas, estaba muy vacío; porque le faltaba el lleno de María Santísima, por cuya voluntad y consentimiento habían de tener todos los siglos su complemento, que era el Verbo humanado, pasible y reparador.
Estaba predestinado este misterio antes de los siglos, para que en ellos se ejecutase por mano de nuestra divina Doncella; y estando ella en el mundo no se debía dilatar la redención humana y venida del Unigénito del Padre: pues ya no andaría como de prestado en tabernáculos o ajenas casas; mas viviría de asiento en su templo y casa propia, edificada y enriquecida con sus mismas anticipadas expensas, mejor que el templo de Salomón con las de su padre David.
En esta plenitud de tiempo prefinito determinó el Altísimo enviar su Hijo unigénito al mundo. Y confiriendo (a nuestro modo de entender y de hablar) los decretos de su eternidad con las profecías y testificaciones hechas a los hombres desde el principio del mundo, y todo esto con el estado y santidad a que había levantado a María Santísima, juzgó convenía todo esto así para la exaltación de su santo nombre, y que se manifestase a los santos ángeles la ejecución de esta su eterna voluntad y decreto, y por ellos se comenzase a poner por obra. Habló Su Majestad al santo arcángel Gabriel con aquella voz o palabra que les intima su santa voluntad. Y aunque en el orden común de ilustrar Dios a sus divinos espíritus es comenzar por los superiores, y que aquellos purifiquen e iluminen a los inferiores por su orden hasta llegar a los últimos, manifestando unos a otros lo que Dios reveló a los primeros; pero en esta ocasión no fue así, porque inmediatamente recibió este santo Arcángel del mismo Señor la embajada.
A la insinuación de la voluntad divina estuvo presto San Gabriel, como a los pies del trono, y atento al ser inmutable del Altísimo; y Su Majestad por sí le mandó y declaró la legacía que había de hacer a María, y las mismas palabras con que la había de saludar y hablar: de manera que su primer autor fue el mismo Dios, que las formó en su mente divina, y de allí pasaron al Arcángel, y por él a María purísima. Reveló junto con estas palabras el Señor muchos y ocultos sacramentos de la Encarnación al príncipe Gabriel: y la Santísima Trinidad le mandó fuese y anunciase a la divina Doncella cómo la elegía entre las mujeres para que fuese Madre del Verbo eterno, y en su virginal vientre le concibiese por obra del Espíritu Santo, y quedando ella siempre virgen; y todo lo demás que el paraninfo divino había de manifestar y hablar con su Reina.
Obedeciendo con especial gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo cielo, acompañado de muchos millares de ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. La de este Príncipe y legado era como de un mancebo elegantísimo y de rara belleza; su rostro tenía refulgente y despedía muchos rayos de resplandor; su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces, y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella forma. Llevaba diadema de singular resplandor, y sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y brillantes; y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la Encarnación, a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la Reina.
Todo este celestial ejército con su cabeza y príncipe San Gabriel encaminó su vuelo a Nazareth, ciudad de la provincia de Galilea, y a la morada de María Santísima, que era una casa humilde, y su retrete un estrecho aposento desnudo de los adornos que usa el mundo para desmentir sus vilezas y desnudez de mayores bienes. Era la divina Señora en esta ocasión de edad de catorce años, seis meses y diez y siete días: porque cumplió los años a 8 de Septiembre, y los seis meses y diez y siete días corrían desde aquel hasta en que se obró el mayor de los misterios.
La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más altura que la común de aquella edad en otras mujeres; pero muy elegante del cuerpo con suma proporción y perfección, el rostro más largo que redondo, pero gracioso, y no flaco ni grueso; el color claro y tantico moreno, la frente espaciosa con proporción, las cejas en arcos perfectísimas, los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y columbino agrado, el color entre negro y verde obscuro; la nariz seguida y perfecta, la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo delgados ni gruesos; y toda ella en estos dones de naturaleza era tan proporcionada y hermosa, que ninguna otra criatura humana lo fue tanto. El mirarla causaba a un mismo tiempo alegría y reverencia, afición y temor reverencial: atraía el corazón y le detenía en una veneración suave; movía para alabarla, y enmudecía su grandeza y muchas gracias y perfecciones: y causaba en todos divinos efectos que no se pueden fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influjos y movimientos que encaminaban a Dios.
Su vestidura era humilde, pobre y limpia, de color plateado, obscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesta y aliñado sin curiosidad, pero con suma modestia y honestidad.
Cuando se acercaba la embajada del cielo (ignorándolo ella) estaba en altísima contemplación sobre los misterios que habla renovado el Señor en ella con tan repetidos favores.
Al tiempo de descender a sus virginales entrañas el Unigénito del Padre, se conmovieron los cielos y todas las criaturas. Y por la unión inseparable de las tres divinas Personas, bajaron todas con la del Verbo, que sólo había de encarnar. Y con el Señor y Dios de los ejércitos salieron todos los de la celestial milicia, llenos de invencible fortaleza y resplandor. Y aunque no era necesario despejar el camino, porque la Divinidad lo llena todo y está en todo lugar y nada le puede estorbar; con todo eso, respetando, los cielos materiales a su mismo Criador, le hicieron reverencia, y se abrieron y dividieron todos once con los elementos inferiores: las estrellas se innovaron en su luz, la luna y sol con los demás planetas apresuraron el curso al obsequio de su Hacedor, para estar presentes a la mayor de sus obras y maravillas.
En las demás criaturas hubo también su renovación y mudanza. Las aves se movieron con cantos y alborozo extraordinario; las plantas y los árboles se mejoraron en sus frutos y fragancia, y respectivamente todas las demás criaturas sintieron o recibieron alguna oculta vivificación y mudanza. Pero quien la recibió mayor fueron los Padres y santos que estaban en el limbo, adonde fue enviado el arcángel San Miguel para que les diese tan alegres nuevas, y con ellas los consoló y dejó llenos de júbilo y nuevas alabanzas. Sólo para el infierno hubo nuevo pesar y dolor; porque al descender el Verbo eterno de las alturas sintieron los demonios una fuerza impetuosa del poder divino, que les sobrevino como las olas del mar, y dio con todos ellos en lo más profundo de aquellas cavernas tenebrosas, sin poderlo resistir ni levantarse.
Para ejecutar el Altísimo este misterio entró el santo arcángel Gabriel en el retrete donde estaba orando María Santísima, acompañado de innumerables ángeles en forma humana visible, y respectivamente todos refulgentes con incomparable hermosura. Era jueves a las siete de la tarde, al obscurecer la noche.
Vióle la divina Princesa, y miróle con suma modestia y templanza, no más de lo que bastaba para reconocerle por ángel del Señor.
Saludó el santo Arcángel a nuestra Reina y suya, y la dijo: Ave, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus. Turbóse sin alteración la más humilde de las criaturas oyendo esta nueva saluta ción del ángel. Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una, su profunda humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales, y oyendo, al mismo tiempo que juzgaba de sí tan bajamente, saludarla y llamarla bendita entre todas las mujeres, le causó novedad. La segunda causa fue que al mismo tiempo, cuando oyó la salutación y la confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más, por el concepto que de si tenía formado. Y por esta turbación prosiguió el ángel declarándole el orden del Señor y diciéndola: No temas, María, porque hallaste gracia en el Señor: advierte que concebirás un hijo en tu vientre, y le parirás, y le pondrás por nombre Jesús; será grande, y será llamado Hijo del Altísimo.
Sola nuestra humilde Reina pudo dar la ponderación y magnificencia debida a tan nuevo y singular sacramento: y como conoció su grandeza, dignamente se admiró y turbó. Pero convirtió su corazón al Señor, que no podía negarle sus peticiones, y en su secreto le pidió nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio; porque la dejó el Altísimo para obrar este misterio en el, estado común de la fe, esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y elevaciones interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición replicó y dijo a San Gabriel lo que refiere San Lucas:¿Cómo ha de ser esto de concebir y parir hijo, porque ni conozco varón ni lo puedo conocer? Al mismo tiempo representaba en su interior al Señor el voto de castidad que había hecho, y el desposorio que Su Majestad habla celebrado, con ella. Respondióla el santo príncipe Gabriel: Señora, sin conocer varón, es fácil al poder divino haceros madre.
Consideró y penetró profundamente esta gran Señora el campo tan espacioso de la dignidad de Madre de Dios para comprarle con un fiat: vistióse de fortaleza más que humana, y gustó y vio cuán buena era la negociación y comercio de la Divinidad. Entendió las sendas de sus ocultos beneficios, adornóse de fortaleza y hermosura. Y habiendo conferido consigo misma y con el paraninfo celestial Gabriel la grandeza de tan altos y divinos sacramentos; estando muy capaz de la em bajada que recibía, fue su purísimo espíritu absorto y elevado en admiración, reverencia y sumo intensísimo amor del mismo Dios: y con la fuerza de estos movimientos y afectos soberanos, como con efecto connatural de ellos, fue su casto corazón casi prensado y comprimido con una fuerza que le hizo destilar tres gotas de su purísima sangre, y puestas en el natural lugar para la concepción del cuerpo de Cristo Señor nuestro, fue formado de ellas por la virtud del divino y santo Espíritu; de suerte que la materia de que se fabricó la humanidad del Verbo para nuestra redención, la dio y administró el corazón de María a fuerza de amor, real y verdaderamente. Y al mismo tiempo, con humildad nunca; harto encarecida, inclinando un poco la cabeza y juntas las manos, pronunció aquellas palabras que fueron el principio de nuestra reparación: Ecce ancilla Domini, fiati mihi secundum verbum tuum.
Sucedió esto en viernes a 25 de Marzo al romper del alba, o a los crepúsculos de la luz, a la misma hora que fue formado nuestro primer padre Adán, y en el año de la creación del mundo de 5199, como lo cuenta la Iglesia romana en el Martirologio, gobernada por el Espíritu Santo. Esta cuenta es la verdadera y cierta; y así se me ha declarado, preguntándolo por orden de la obediencia. Y conforme a esto el mundo fue criado por el mes de Marzo, que corresponde a su principio de la creación: y porque las obras del Altísimo todas son perfectas y acabadas; las plantas y los árboles salieron de la mano de Su Majestad con frutos, y siempre los tuvieran sin perderlos, si el pecado no hubiera alterado a toda la naturaleza.