La Virgen María fue solemnemente proclamada como «Madre de la Iglesia» en el Concilio Vaticano II el 21 de noviembre de 1964. El Papa Pablo VI, dirigiéndose a los padres conciliares del Vaticano II, declaró que María Santísima es Madre de la Iglesia.
¿Por qué María es Madre de la Iglesia?
María es Madre de la Iglesia porque, al ser Madre de Cristo, es también madre de los fieles y de los pastores de la Iglesia, que forman con Cristo un solo Cuerpo Místico…
«Jesús, habiendo visto a su Madre, le dice: Mujer, he ahí a tu hijo!. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre!» (Jn 19, 26-27)
La Iglesia celebraba la festividad de la Presentación de la Stma. Virgen María. Era el día de la clausura de la tercera etapa del Concilio Vaticano. II, y en esa ocasión se iban a promulgar tres Documentos Conciliares: el decreto sobre las Iglesias Orientales Católicas; el decreto sobre el Ecumenismo; y sobre todo, la Constitución Dogmática sobre la Iglesia «Lumen Gentium».
El estudio y la reflexión que el CVII hizo sobre el misterio de María en el plan de salvación, no fue promulgado en un documento propio y particular, sino que providencialmente, bajo la inspiración del ES, fue integrado como el último capítulo de la Constitución sobre la Iglesia. Este capitulo VIII, cuyo título es: «La Stma. Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia» fue llamado por Pablo VI «vértice y corona» de esa Constitución.
Fue la primera vez que un concilio Ecuménico presentó una «extensa síntesis de la doctrina católica sobre el puesto que María Stma. ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia» (Pablo VI)
El propósito del Concilio fue manifestar el rostro de la Santa Iglesia, a la que María esta íntimamente unida, y de la cual ella es «la parte mayor, la parte mejor, la parte principal y mas selecta» (S. Ruperto). Pablo VI, a nombre de toda la Iglesia, expreso una profunda satisfacción al decir: «podemos afirmar que esta sesión se clausura como himno incomparable de alabanza en honor de María».
CATEQUESIS DE JUAN PABLO II (17-IX-97)
1. El concilio Vaticano II, después de haber proclamado a María «miembro muy eminente», «prototipo» y «modelo» de la Iglesia, afirma: «La Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, la honra como a madre amantísima con sentimientos de piedad filial» (Lumen gentium, 53).
A decir verdad, el texto conciliar no atribuye explícitamente a la Virgen el título de «Madre de la Iglesia», pero enuncia de modo irrefutable su contenido, retornando una declaración que hizo, hace más de dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bullarium romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento, mi venerado predecesor, describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia, que reconoce en María a su madre amantísima, la proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido más bien raro, pero recientemente se ha hecho más común en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y en la piedad del pueblo cristiano. Los fieles han invocado a María ante todo con los títulos de «Madre de Dios», «Madre de los fieles» o «Madre nuestra», para subrayar su relación personal con cada uno de sus hijos.
Posteriormente, gracias a la mayor atención dedicada al misterio de la Iglesia y a las relaciones de María con ella, se ha comenzado a invocar más frecuentemente a la Virgen como «Madre de la Iglesia».
La expresión está presente, antes del concilio Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII, donde se afirma que María ha sido «con toda verdad madre de la Iglesia» (Acta Leonis XIII, 15, 302). Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias veces en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo VI.
3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se ha atribuido tarde a María, expresa la relación materna de la Virgen con la Iglesia, tal como la ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento.
María, ya desde la Anunciación, está llamada a dar su consentimiento a la venida del reino mesiánico, que se cumplirá con la formación de la Iglesia.
María, en Caná, al solicitar a su Hijo el ejercicio del poder mesiánico, da una contribución fundamental al arraigo de la fe en la primera comunidad de los discípulos y coopera a la instauración del reino de Dios, que tiene su «germen» e «inicio» en la Iglesia (cf. Lumen gentium, 5).
En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su contribución materna, que asume la forma de un parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.
Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», el Crucificado proclama su maternidad no sólo con respecto al apóstol Juan, sino también con respecto a todo discípulo. El mismo Evangelista, afirmando que Jesús debía morir «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52), indica en el nacimiento de la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que María está maternalmente asociada.
El evangelista san Lucas habla de la presencia de la Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad de Jerusalén (cf. Hch 1,14). Subraya, así, la función materna de María con respecto a la Iglesia naciente, en analogía con la que tuvo en el nacimiento del Redentor. Así, la dimensión materna se convierte en elemento fundamental de la relación de María con respecto al nuevo pueblo de los redimidos.
4. Siguiendo la sagrada Escritura, la doctrina patrística reconoce la maternidad de María respecto a la obra de Cristo y, por tanto, de la Iglesia, si bien en términos no siempre explícitos.
Según san Ireneo, María «se ha convertido en causa de salvación para todo el género humano» (Adv. haer., III, 22, 4: PG 7, 959), y el seno puro de la Virgen «vuelve a engendrar a los hombres en Dios» (Adv. haer., IV, 33, 11: PG 7, 1.080). Le hace eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha dado la vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL 16, 1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre de la salvación» (Severiano de Gabala, Or. 6 de mundi creatione, 10: PG 54, 4; Fausto de Riez, Max Bibl. Patrum VI, 620-621).
En el medievo, san Anselmo se dirige a María con estas palabras: «Tú eres la madre de la justificación y de los justificados, la madre de la reconciliación y de los reconciliados, la madre de la salvación y de los salvados» (Or. 52, 8: PL 158, 957), mientras que otros autores le atribuyen los títulos de «Madre de la gracia» y «Madre de la vida».
5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por tanto, la profunda convicción de los fieles cristianos, que ven en María no sólo a la madre de la persona de Cristo, sino también de los fieles. Aquella que es reconocida como madre de la salvación, de la vida y de la gracia, madre de los salvados y madre de los vivientes, con todo derecho es proclamada Madre de la Iglesia.
El Papa Pablo VI habría deseado que el mismo concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores». Lo hizo él mismo en el discurso de clausura de la tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964), pidiendo, además, que, «de ahora en adelante, la Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título» (AAS 56 [1964], 37).
De este modo, mi venerado predecesor enunciaba explícitamente la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la Lumen gentium, deseando que el título de María, Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más importante en la liturgia y en la piedad del pueblo cristiano.
ORACIÓN DE PABLO VI
«Virgen María, Madre de la Iglesia, le recomendamos toda la Iglesia. Socorro de los Obispos, protege y asiste a los Obispos en su misión apostólica y a todos aquellos, sacerdotes, religiosos y seglares que con ellos colaboran en su arduo trabajo.
Tú, que por tu mismo divino Hijo, en el momento de su muerte redentora fuiste presentada como Madre del discípulo predilecto, acuérdate del pueblo cristiano que en ti confía.
Acuérdale de todos tus hijos; avala sus preces ante Dios; conserva sólida su fe; fortifica su esperanza, aumenta su caridad.
Acuérdate de aquellos que viven en la tribulación, en las necesidades, en los peligros.
Templo de luz sin sombra y sin mancha, intercede ante tu Hijo Unigénito, Mediador de nuestra reconciliación con el Padre para que sea misericordioso con nuestras faltas y aleje de nosotros la desidia, dando a nuestros ánimos la alegría de amar.
Encomendamos a tu Corazón Inmaculado o todo el género humano: condúcelo al conocimiento del único y verdadero Salvador, Cristo; aleja de él el flagelo del pecado, concede a todo el mundo paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor».
(Pablo VI, Discurso en la sesión de clausura de la tercera etapa conciliar, 21 noviembre 1964.)