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Como la exégesis ha enmarcado a la inmaculada en el amplio cuadro de la historia de la salvación, así la teología debe insertarla en la visión global del misterio cristiano. En efecto, desde el punto de vista histórico, la inmaculada concepción ha sido vista intuitivamente por los fieles en el amplio horizonte de los datos revelados, entre los cuales hay que enumerar la santidad de María, la redención operada por Cristo y el pecado original.

Al aislar la verdad mariana se corre el riesgo de no comprenderla, e incluso de darle una interpretación herética, como ocurrió a Pelagio y a Julián de Eclana, los cuales consideraron a María sin pecado, pero separándola del influjo del único mediador y alterando radicalmente el significado profundo de la inmaculada concepción en el sentido de la autosalvación.

Diversos motivos de orden teológico, ecuménico y pastoral (como el primado de la perspectiva cristocéntrica sobre la amartiológica, la exigencia de una formulación en términos más bíblicos y positivos, la instancia de proponer la fe en expresiones a tono con la cultura contemporánea…) mueven a una presentación actualizada de la inmaculada concepción. Sin rechazar nada del contenido del dogma definido, hay que encuadrarlo no solo en el conjunto de la vida de María, sino también armonizarlo con los diversos elementos de la historia de la salvación, y sobre todo con su centro vivo, que es Cristo.

 

SIGNO MANIFESTATIVO DEL AMOR GRATUITO DEL PADRE

Seria grave error presentar la inmaculada concepción ante todo como un privilegio o una excepción, como una condición totalmente diversa y aislada de todo el resto de la humanidad. Según la Escritura, cualquier acontecimiento ocurrido en el tiempo es una realización del plan divino de salvación trazado por el amor misericordioso y sabio del Padre «antes de la creación del mundo» (cf Ef 1,4).

También la inmaculada concepción forma parte del designio salvífico de Dios, del «único e idéntico decreto» -dirá en términos más jurídicos la bula Ineffabilis Deus- por el cual Dios dispuso la encarnación redentora. Todas las confesiones cristianas están de acuerdo -más allá de las afirmaciones bíblicas favorables a las tesis escotista o tomista de la encarnación de Cristo incluso sin darse el pecado de los hombres- acerca de la eterna elección salvífica de los hombres en Cristo, que históricamente comporta la victoria sobre el pecado.

Se trata para todos de elección gratuita: ninguna obligación por parte de Dios, ninguna pretensión por parte del hombre. Pero es un hecho que Dios realiza su alianza de amor superando la ruptura operada por el hombre; más aún, justamente entonces -afirma K. Barth- «la gracia se hace aún más fuerte, no es anulada, ni reducida, ni debilitada» cuando se hace redención y reconciliación.

También en el caso de María Dios sólo justifica gratuitamente, fiel a su proyecto de salvación, mediante un veredicto de gracia redentora en Cristo. Por encima del modo preservativo o liberativo de la redención, la salvación es ante todo un acto libre y soberano de Dios, que excluye toda autojustificación: «Todos… son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención, la de Cristo Jesús» (Rom 3,24). Puesto que en la inmaculada concepción no es cuestión de fe o de libre aceptación por parte de María respecto a la salvación, ésta constituye un signo luminoso de la gratuidad del amor de Dios, que actúa antes ya de la respuesta responsable de la criatura.

La Inmaculada proclama, a la cabeza de la falange de los salvados: Soli Deo gloria! La preservación del pecado y la plenitud de gracia no son fruto de su fe o libertad orientada a Dios, y tampoco de sus obras; éstas, al igual que cada uno de los actos de justificación, se inscriben en la elección salvífica del Padre, que decide desde la eternidad amar a los hombres gratuitamente más allá del pecado y de los méritos. La inmaculada concepción manifiesta la absoluta iniciativa del Padre y significa que «desde el comienzo de su existencia María estuvo envuelta en el amor redentor y santificador de Dios».

 

EXPRESIÓN PERFECTA DE LA REDENCIÓN OPERADA POR CRISTO

Relacionar el hecho de la inmaculada concepción con el designio salvífico de Dios significa enlazarlo necesariamente con Cristo, que es el punto focal de tal designio. Los textos bíblicos, sobre todo paulinos, hacen resaltar ya el primado de Cristo respecto a toda la creación (Col 1,15.17; Ef 1,10.21; Jn 1,1-3; Ap 1,8), ya su misión redentora y reconciliadora como cabeza de la iglesia (Col 1,18-20 Ef 1,3-14, Rom 8,3239; Ap 1,5-6), mostrando la solidez de las perspectivas exegéticas de F. Prat: «El centro está en Jesucristo. Todo converge hacia ese punto, todo proviene de aquí y todo conduce ahí. Cristo es el principio, el centro y el fin de todo… Todo intento de comprender un pasaje cualquiera abstrayendo de la persona de Jesucristo terminaría en un fracaso seguro».

La necesidad de armonización entre la intuición de fe acerca de la santidad originaria de María y la verdad básica de la redención universal operada por Cristo la vio claramente Agustín, ofreciendo no la solución, sino el contexto teológico en el que insertar el dato mariano. Desde entonces, dado el peso de la autoridad agustiniana, la inmaculada concepción no se hubiera podido imponer a la conciencia de la iglesia más que a condición de presentarse como un caso de verdadera redención. En otros términos, el honor del Señor, primer argumento favorable a la inmaculada concepción, incluía no sólo la exención de María de toda culpa, sino también, antes aún, el dogma central del cristianismo: Jesucristo, único mediador y redentor.

Es justa, por tanto, la exigencia, advertida también en el campo del pecado original y desviada hacia la mariología con D. Fernández y A. de Villalmonte, de establecer como punto de partida de la teología de la inmaculada concepción no a Adán o el pecado, sino a Cristo. La prioridad de la perspectiva cristológica sobre la amartiológica implica el procedimiento a Christo ad Mariam, en el sentido de que, como afirma K. Rahner, «se puede comprender a María sólo partiendo de Cristo».

Si Cristo es el único mediador y redentor del mundo, si en su muerte y resurrección se ha producido de una vez para siempre e irrevocablemente la reconciliación de la humanidad con Dios (2cor 5,18-21), se sigue que él en su misterio pascual es el salvador también de su madre. La teología, elaborada en los siglos cristianos y que desembocó en la Ineffabilis Deus, precisa que María fue preservada del pecado original «en vista de los méritos de Jesucristo, salvador del género humano», y que ha sido por tanto «redimida del modo más alto»  (sublimiori modo redemptam).

La inmaculada concepción es un caso de redención anticipada y perfecta, en virtud del valor retroactivo del misterio pascual de Cristo y de su máxima aplicación a la madre del Señor. Lejos de ser excepción o negación de la universal necesidad de redención por obra de Cristo, la inmaculada concepción implica que María «está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados» (LG 53) y ha recibido, en su radical incapacidad de autosalvación, la gracia redentora más poderosa que se puede imaginar. Así lo entendió y expresó Duns Scoto en el argumento del perfecto mediador, que muestra la potencia salvífica de Cristo en cuanto que previene del pecado en vez de borrarlo una vez ocurrido. María «es la más grande perdonada; ha recibido una remisión tan plena que la puso al resguardo de toda culpa. La inmaculada concepción es el más grande perdón de Dios.

Siglos y siglos más tarde, santa Teresa de Lisieux llegará a ver como perdón también la ausencia del pecado actual. El inocente es aquel que ha sido perdonado en la eternidad de los pecados que no cometerá en el tiempo porque el amor divino los ha destruido. La razón última de la inmaculada concepción es el amor gratuito de Dios; el fundamento próximo de la misma es la prerrogativa de la madre de Jesús, que histórica y lógicamente incluye una santidad proporcionada a su unión íntima con el Hijo, Sin ser una exigencia ineludible, la ausencia de pecado en María desde el primer instante fue percibida por el sentido de los fieles como el único dato armonizable tanto con la santidad de Cristo como con la persona y misión de María.

Es más que conveniente que aquella que había de engendrar al Verbo de Dios según la naturaleza humana y acogerlo ejemplarmente en la fe, e incluso cooperar con él a la salvación de los hombres, estuviese del todo exenta de pecado.

No se trata de una cuestión temporal o de instantes, sino del misterio de la predestinación de María porque solamente ella, «en virtud de su misión y por sus cualidades personales, está situada exactamente en el punto en que Cristo inauguraba triunfante la definitiva redención de la humanidad. Por ello el dogma de la inmaculada concepción de la Virgen es un capítulo de la doctrina misma de la redención y su contenido constituye la manera más perfecta y radical de nuestra redención». Quedan por especificar los aspectos positivo y negativo incluidos necesariamente en la redención.

 

CREACIÓN EN LA GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO

Aun dentro de la diversidad de descripción del hecho salvífico, el NT entiende fundamentalmente la salvación como «participación que Dios hace de sí en Cristo y en el Espíritu». En particular, el Espíritu es la suma de todos los efectos de la redención, porque en él se realiza la comunión con el Padre y la nueva vida en Cristo (Jn 6,63 7,39; 16,7; 2Cor 5,15. 19). Él es el don más importante otorgado por el Padre y por el Hijo para hacer desaparecer la vida según la carne, y es el principio dinámico de la nueva vida en la gracia, en el amor y la libertad filial (Rm 8,1-17).

Esta óptica positiva de la salvación ha de tener la precedencia también cuando se trata de la inmaculada concepción. La bula Ineffabilis Deus, aunque define el dogma mariano en términos negativos, no ignora, sino que valoriza el aspecto positivo que supone: la plenitud de inocencia y de santidad que se deriva de la singular predilección divina hace de María una criatura «adornada de los resplandores de la perfectísima santidad».

Si es fácil comprender, observa L. Galot, el intento de la bula pontificia de definir de modo decisivo el objeto de la histórica controversia, esta presentación negativa del dogma adolece de la tendencia latina a caracterizar a María en relación al pecado y debe completarse con la perspectiva de los padres griegos, más favorable a poner de relieve la perfección de la Toda santa. Precisamente en esta linea se ha colocado el Vat II, que apela a los santos padres para presentar a María «inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura, enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular…» (LC 56).

Los padres citados, todos orientales, son Germán de Constantinopla, Anastasio de Antioquía, Andrés de Creta y Sofronio, que ensalzan la santidad de la llena de gracia, en esta misma linea se ha colocado, entre otros, el teólogo bizantino Nicolás Cabasilas, el cual llama a María «nueva tierra y nuevo cielo… que no ha heredado nada del antiguo fermento…, nueva pasta e inicio de una nueva estirpe». Por motivos ecuménicos de encuentro con los cristianos ortodoxos y por razones de fidelidad al concepto bíblico de salvación «debemos ver el misterio de María en su verdadera dimensión teológica: como un misterio de elección divina, de santidad, de plenitud de gracia y de fidelidad al plan de Dios».

Los mismos motivos empujan a estudiar a la Inmaculada en su relación con el Espíritu Santo, el cual se comunicó a María desde el comienzo de su existencia. En esta perspectiva se situó la cotidiana reflexión de san Maximiliano Kolbe (+ 1941), que afrontó el significado de la inmaculada concepción en un clima de oración y de consciencia del misterio. A la pregunta: «¿Quién eres, Inmaculada Concepción?», responde refiriéndose al Espíritu Santo, que es «una concepción increada, eterna, prototipo de cualquier concepción de vida en el universo…, una concepción santísima, infinitamente santa, inmaculada».

Puesto que María «está unida de modo inefable con el Espíritu Santo, por el hecho de ser su esposa, se sigue que la Inmaculada Concepción es el nombre de aquella en la cual él vive con un amor fecundo en toda la economía sobrenatural». El Espíritu Santo, por consiguiente, «mora en ella, vive en ella, y esto desde el primer instante de su «existencia»; pero esto ocurre de modo tan íntimo e inefable, que lleva al p. Kolbe a hablar de «casi encarnación» del Espíritu Santo en la Inmaculada. Esta audacia teológica -a diferencia de la hipótesis de L. Boff acerca de la unión hipostática del Espíritu Santo en María- se mantiene en la ortodoxia, ya que el p. Kolbe tiene cuidado de precisar: «En Jesús hay dos naturalezas (la divina y la humana) y una única persona (la divina), mientras que aquí hay dos naturalezas, y dos son también las personas, el Espíritu Santo y la Inmaculada, sin embargo, la unión de la divinidad con la humanidad supera cualquier comprensión».

La Inmaculada, en cuanto reflejo del Espíritu Santo, constituye una dimensión rica en desarrollo teológico: enlaza con el tema bíblico del corazón nuevo, con la catarsis de María tal como es presentada por la tradición oriental y occidental, con la respuesta de la Virgen en su vida moral y con la redención escatológica de María actuada por el Espíritu Santo.

 

INMUNIDAD DEL PECADO ORIGINAL

Lutero, en un sermón de 1527, afirmó que «ante todo debemos ver qué es el pecado original para comprender cómo la santa Virgen estuvo exenta de él». Hoy, en cambio, no solamente se propone justamente partir de Jesucristo para comprender a la Inmaculada, sino que se llega a negar la relación intrínseca que tiene con el pecado original y a exigir que tal prerrogativa mariana sea liberada de la ganga maculinista.

Semejante propuesta nos parece inaceptable porque desquicia el sentido obvio del dogma definido, reduce la historia plurisecular del mismo a una estéril o insignificante polémica y contrasta con la concepción bíblico-tradicional de la salvación, que implica reconciliación, justificación y liberación de la condición de pecado. No se puede, por tanto, vaciar los dos dogmas del pecado original (definido por el concilio de Trento) y de la inmaculada concepción (definido por Pio IX), ni considerarlos en una perspectiva de autonomía y separación.

Basándose en la analogía de le fe y en la unidad fundamental de los datos revelados los dos dogmas están directamente enlazados y deben ejercer su función de una recíproca verificación. Toda interpretación que anule o falsee uno u otro ha de considerarse a priori errada.

DIVERSAS TEORIAS

Sin lugar a dudas, las modernas teorías sobre el pecado original, surgidas bajo el impulso de los progresos científicos, exegéticos y teológicos, son generalmente reductivas. Sin embargo, contienen elementos válidos y estimulantes, que enriquecen y dan un carácter de actualidad al contenido de la inmaculada concepción Las expondremos brevemente, catalogándolas en una triple corriente y poniendo de manifiesto sus directas consecuencias con el dogma mariano.

a) Corriente evolucionista.

La visión evolutiva del universo impuesta por las ciencias repercute en la teología del pecado original, que está inserto en el movimiento del mundo hacia la perfección y la unificación. Puesto que el desorden físico y moral pertenece necesariamente al sistema evolutivo, «el pecado original, considerado en su fundamento cósmico (si no en su actualidad histórica en los primeros hombres), tiende a confundirse con el propio mecanismo de la creación, donde representa la acción de las fuerzas negativas de contraevolución (Theilhard de Chardin). Cristo, por el contrario, es el fin, el motor y el ambiente vital del universo: no sólo expía el pecado del mundo, sino que supera la resistencia a la ascensión espiritual inherente a la materia. Es el unificador y catalizador del máximo grado de ser.

Acerca de la presencia de la Inmaculada en este universo evolutivo, ni Teilhard de Chardin ni sus epígonos, como Huisboch y Lengsfeld, han avanzado una teoría sistemáticamente elaborada. Se encuentra en ellos algún punto significativo derivado de su visión teológica, p. ej., de Teilhard de Chardin, el cual saluda a María como «perla del cosmos» y habla de la Inmaculada en estos términos: «La inmaculada concepción para mí, es la fiesta de la acción inmóvil, quiero decir, la que se ejercita con la simple transmisión de la energía divina a través de nosotros…

En nuestro Señor todos los modos de actividad inferior y agitada desaparecen en esta sola y luminosa función de atraer, recibir y dejar pasar a Dios. Para ser activa de este modo y en este grado, la Virgen santa hubo de recibir su ser en el seno mismo de la gracia, puesto que ninguna justificación secundaria, por muy acelerada que fuera, hubiera podido sustituir a esta perfección constitutiva y nativa de una pureza que presidió la aparición misma del alma». La Inmaculada es considerada aquí en una óptica positiva, que no menciona siquiera el pecado; en compensación aparece ella como el antipecado, como la criatura incapaz de oponer resistencia o de ser una rémora a la acción divina. En virtud de su función de llevar a Dios a las esferas humanas, María es toda pureza y transparencia activa.

Valorando críticamente esta corriente evolucionista, hay que observar que no salva suficientemente ni el carácter libre del pecado ni la gratuidad de la salvación. Pecado y Cristo entran necesariamente en la evolución natural del fenómeno humano, en contra de la Escritura, que presenta el pecado como una anomalía que no hubiera debido existir, y la venida de Cristo redentor como un don gratuito de la iniciativa divina. No obstante, es válido cuanto afirma acerca del movimiento de crecimiento y unificación traído por Cristo; por lo cual también María inmaculada aparece como elemento no de freno, sino catalizador de la dirección positiva de la historia. Ella no se introduce en los callejones ciegos y abortivos de la involución, porque representa un impulso o un empuje que orienta el movimiento histórico hacia la justa dirección, que es Cristo.

b) Corriente sociológica.

Otros autores, como H. Rondel y sobre todo P. Schoonenberg, parten de la situación histórica marcada y gravada por los pecados desde los tiempos del homicidio de Abel hasta el rechazo de Jesús, con el cual se colma la medida de los padres (Mt 23 29-36; Lc 11,47-51). El pecado original es el estar situado en el «pecado del mundo» (Jn 1,29), es decir, una situación de perdición que hace imposible el amor de Dios sobre todas las cosas y la exención de los pecados personales. Es el influjo de los pecados históricos añadido al desorden de nuestra naturaleza. La admisión de este estar situados en el pecado va unida a la confesión de nuestra salvación en Jesucristo, en el cual «estamos redimidos de nuestras acciones pecaminosas y de nuestra actitud básica pecadora. Pero también lo estamos de un pecaminoso estar situados, de una sumisión al poder del pecado, aunque éste llegue a nosotros desde fuera… Desde nuestro origen estamos situados por la caída y la redención».

Schoonenberg no ofrece un tratado especifico sobre María, sino únicamente alguna alusión. Admite con el concilio tridentino que la universalidad del pecado original «deja espacio para la inmaculada concepción de María», que es una excepción a él. Presenta a la inmaculada concepción como no inserción en el pecado del mundo; pero inspirándose en el simul iustus et peccator, añade que «la idea de que uno puede venir ya al mundo en la salvación de Cristo puede aclarar al protestantismo el hecho de que aceptar la concepción inmaculada de María no significa necesariamente desconocer que María fue también redimida».

El influjo de la teoría de Schoonenberg se revela en el párrafo del catecismo holandés acerca de la inmaculada concepción: «María no conoció la culpa. Fue concebida inmaculada. Viviendo en un mundo de pecado, la tocó ciertamente el dolor, pero no su maldad. Es hermana nuestra en el dolor, pero no en la culpa. Ella venció enteramente al mal por el bien; victoria que debe naturalmente a la redención de Cristo».

La teoría de Schoonenberg es utilizable «no como alternativa de !a teología clásica, sino como una valorización de aspectos del misterio de la perdición y de la salvación, hasta ahora demasiado descuidados»; p. ej., el influjo ejercido por el mal ejemplo y por las estructuras cerradas a Dios, es decir, bíblicamente por el «pecado del mundo» (1Jn 2,15s, 5,19…). Ver en la Inmaculada la impermeabilidad al mal estructural es acertado, al menos si se lo considera como efecto de una gracia que la santifica desde el principio de su existencia.

La teoría de Schoonenberg aplicada a la Inmaculada no convence a causa de la ambigüedad con que se afirma el privilegio de María. Mientras que en el contexto de la universalidad del pecado la inmaculada concepción de María aparece como una excepción, en el contexto de la salvación deja de ser tal y se convierte en el paradigma de todo redimido: «La inmaculada concepción nos dice que la redención no es solamente una liberación del pecado, sino que es, sobre todo, una preservación del pecado, lo cual es importante para una doctrina de la gracia orientada hacia el futuro».

Parece que Schoonenberg coloca a la inmaculada concepción en el mismo plano del bautismo, en cuanto que también éste es una curación preventiva, que se conserva en una gracia nunca perdida (además de borrar el pecado en que el hombre está inserto). La crítica formulada por O’Connor y repetida por Alonso, que reprocha haber transformado la gracia de la inmaculada concepción de preservadora en protectora, no tiene en cuenta la interpretación articulada de Schoonenberg.

c) Corriente existencial.

Partiendo del agudo sentido de la libertad, propio de la época contemporánea, los autores contemplan el pecado original en armonía con el personalismo dialogal.

A. Vanneste, en una serie de estudios histórico-dogmáticos, llega a la conclusión de que «el pecado original es la necesidad que tiene el niño de ser liberado y salvado por Cristo, porque este niño ha rechazado ya virtualmente la gracia divina y por ello debe convertirse a Cristo».

Dada la universalidad del pecado actual, que hace históricamente pecadores a todos los hombres, hay que decir que ello depende de una culpa virtual, que los orienta hacia el pecado personal si no interviene la gracia. El pecado original es el pecado virtual, es decir, la condición de inevitable sujeción a la culpa en que se encuentran también los niños. En esta óptica «el privilegio de la inmaculad
a concepción se identifica con el de la inmunidad de todo pecado actual». María ha recibido una gracia poderosa que la ha preservado de modo completo y total de los pecados personales. Se trata de un verdadero milagro realizado por Cristo.

La posición de Vanneste es loable entre otras cosas por la conexión entre el pecado original y el actual, según las exigencias personalistas de la cultura. Pero no es aceptable la identificación del pecado original con el personal, bien porque anula la definición tridentina, bien porque no se ve cómo basta un pecado futuro para constituir pecadores: ¿puede Dios considerar al hombre pecador sólo por lo que hará?

En cuanto a María es justo poner de relieve su falta de pecado o impecabilidad, pero esto constituye una consecuencia de la inmaculada concepción, y no se identifica con ella. Con esta reducción, la inmaculada concepción «pierde su supuesto fundamental, y las controversias que duraron siglos aparecen como un error tragicómico».

Teniendo en cuenta los aspectos óntico, personal e histórico-comunitario, M. Flick y Z. Alszeghy definen el pecado original «la alienación dialogal de Dios y de los hombres, determinada por la falta de participación de la vida divina, que a su vez es producida por una libre iniciativa humana, precedente a toda toma de posición de cada uno de los miembros de la humanidad actual».

Por la valoración de los diversos elementos del pecado original, la teoría de Flick-Alszeghy se presenta como una de las más completas que se han elaborado recientemente. Se la clasifica en la perspectiva existencial porque su elemento central es el personalista, a saber: «la incapacidad de amar a Dios sobre todas las cosas y, consiguientemente, de evitar los pecados graves personales». Especificando más, M. Flick describe el pecado original como «una inevitable necesidad de pecar…; una disposición psicológica del hombre, que virtualmente contiene todos los pecados personales, los cuales, a causa de esto, se hacen inevitables»…; la pérdida de una virtualidad que bajo el impulso de la gracia hubiera podido llevar al hombre al desarrollo de sus facultades, no en oposición a Dios.

Desgraciadamente, Flick y Als zeghy no se detienen en todo el volumen en el dogma de la inmaculada concepción. Esta laguna sorprende, sobre todo si se piensa que ellos se proponían proceder adoptando «una de las principales reglas de la metodología teológica»: la analogía de la fe, que hace evitar el aislamiento del pecado original del resto del mensaje cristiano. La falta de verificación mariana priva al pecado original de una ulterior garantía e iluminación: por otra parte, la inmaculada concepción de María no ha recibido de estos autores una actualización que hubiera podido hacer surgir nuevos aspectos del misterio.

En el ámbito de esta teoría, la inmaculada concepción se presenta en todo caso como capacidad radical de dialogar con Dios y de opción fundamental derivada de la participación de la vida divina, recibida desde el principio mediante preservación del influjo deletéreo del pecado de la humanidad. En particular es importante subrayar la dimensión personalista, que hace ininteligible el pecado original sin relación al pecado personal; en este sentido, la inmaculada concepción es un privilegio dado por Dios con vistas a una vida santa e inmaculada, en consonancia con la misión de María en la historia de la salvación.

 

SÍNTESIS FINAL

Historia, teología, espiritualidad y cultura ofrecen varias pistas para una representación actualizada de la inmaculada concepción de María.

A pesar de la tardía explicitación del dogma, la argumentación pro Inmaculata encuentra su firme certeza en la definición de Pío IX, que, sostenida por el consenso de los obispos y de los fieles, corona una batalla secular.

La inmaculada concepción es, pues, un hecho eclesial, porque ha madurado en la conciencia de los creyentes a lo largo de los siglos cristianos y se ha impuesto en la iglesia superando obstáculos de orden teológico y la oposición de los más prestigiosos teólogos medievales. No se puede negar que la atribución de la concepción inmaculada a María armoniza con su maternidad divina y santa lo mismo que con su función de colaboradora en la obra del Hijo único redentor.

Por su intima comunión de vida y de destino con Cristo, María se ha visto rodeada desde el primer momento de su existencia por el amor del Padre, por la gracia del Hijo y por los esplendores del Espíritu. Consiguientemente, ha sido preservada de toda sumisión o connivencia con el mal, tanto interior como estructural.

La Inmaculada es un ejemplo de justificación por pura gracia, que sin embargo no permanece inerte en ella, sino que provoca una respuesta de fe total al Dios santo que la ha santificado. Ella manifiesta la plenitud y perfección del amor redentor de Cristo, porque muestra su eficacia retroactiva y preservativa. Precisamente por eso la Inmaculada no obstaculiza el movimiento de la historia hacia la unificación y la perfección en Cristo, sino que lo promueve, convirtiéndose a su vez en comunicadora de salvación.

La inmaculada concepción es el comienzo de un mundo nuevo animado por el Espíritu: es plenitud de amor, superávit de realidad cristiana, nostalgia del paraíso perdido y vuelto a encontrar. María «es el fruto no envenenado por la serpiente, el paraíso ya concretado en el tiempo histórico, la primavera cuyas flores no experimentarán ya el peligro de la contaminación y la putrefacción» (L. Boff).

En ella la iglesia encuentra su utopía, su imagen más santa después de Cristo, su ser y deber ser de «esposa inmaculada». El privilegio de María no la separa de la humanidad ni de la iglesia, porque la Inmaculada tiene una función tipológica para la comunidad cristiana y cada uno de sus miembros. La inmaculada concepción es un privilegio no aristocrático, sino popular y, en alguna manera, participable. Ciertamente, incluso dentro del esplendor del Espíritu, María permanece anclada en la tierra, en la historia, en la concreción de la condición humana.

Si se ha visto inmune del pecado y de la concupiscencia que conduce al mal, la Inmaculada no ha estado exenta de los sentimientos humanos más intensos y vitales, de los límites y condicionamientos culturales, del sufrimiento, del camino de la maduración y de la peregrinación en la fe. A diferencia de nosotros, pecadores, María bajo el influjo de la gracia ha puesto sus impulsos y tendencias al servicio de un proyecto santo.

S. DE FIORES NUEVO DICCIONARIO DE MARIOLOGIA Págs. 927-935

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