Skip to main content

Las apariciones se presentan como una manifestación sensible de lo sobrenatural.

Los signos se sitúan dentro de esa ley constante de la historia bíblica y cristiana: Dios invisible se manifiesta a través de un conjunto de signos visibles, ya que el hombre no puede alcanzar lo invisible sin la mediación del signo. Hay signos rituales: sacramentos que se celebran en nombre y en la persona misma de Cristo; hay también sacramentales; otros signos tienen la función de manifestar a Dios, de revelar su presencia, sus intenciones, a fin de vivificar la fe, de edificar a las comunidades cristianas, de alimentar los vínculos de la comunión de los santos.

 

APARICIONES Y REVELACIONES

Este género de comunicación, normal en la época de la revelación, presenta ciertas dificultades, ya que la revelación acabó con la generación apostólica (según el criterio que se reconoce generalmente). Según san Pablo, cualquier nueva revelación que tuviese la pretensión de ofrecer «otro evangelio», cambiar o completar la revelación precedente, incurre en el anatema (Gál 1,8). Sin embargo, Dios no ha dejado de comunicarse con su pueblo. Pentecostés fue reconocido por el apóstol Pedro como el comienzo de un florecimiento profético en que «los jóvenes tendrán visiones y los viejos tendrán sueños» (He 2,17, citando Jl 3,1-5).

La solución teórica del problema consiste en admitir que una revelación privada puede tener la función de actualizar, recordar, vivificar, explicar o aclarar la primera revelación. Sin embargo, este problema crea cierto malestar que se expresa en una terminología incierta e inadecuada. Por ejemplo, la teología clásica contrapone habitualmente las revelaciones actuales, en cuanto revelaciones privadas, a las revelaciones públicas. Pero esta distinción queda superada por los hechos, ya que las apariciones llamadas privadas tienen a menudo un carácter totalmente público y una gran repercusión en la iglesia, como las de Guadalupe, Lourdes o Fátima. Establecer una distinción entre revelación objetiva y subjetiva no sería muy satisfactorio.

El vocabulario más completo y perfeccionado establecería una distinción entre la revelación fundante y las revelaciones particulares, que continúan según la diversidad de los tiempos y de los lugares. Tomás de Aquino y Cayetano han puesto de relieve que éstas tienen un carácter más bien práctico que especulativo. «Comunican ciertas reglas de conducta más bien que nuevas verdades», subrayaba Juan XXIII en su mensaje para clausurar el centenario de Lourdes (18 de febrero de 1959): «Los romanos pontífices, guardianes e intérpretes de la revelación divina (…), sienten la obligación de recomendar a la atención de los fieles, cuando lo juzguen oportuno para el bien general, después de un maduro examen, las luces sobrenaturales que Dios se complace en conceder libremente a algunas almas privilegiadas, no para proponer doctrinas nuevas, sino para dirigir nuestra conducta: non ad novam doctrinam fidei depromendam, sedad humanorum ac tuum directiones.

También se ha dicho que las apariciones y revelaciones privadas apelan más bien a la esperanza que a la fe. La idea de contraponer las apariciones antiguas a las de nuestros días no deja de mostrar cierta rigidez, ya que, si la autoridad de Dios no se manifiesta en ellas en el mismo orden, sus modalidades psicológicas no presentan diferencias significativas.

 

PÉRDIDA DE VALOR DE LAS APARICIONES

Con L. Volken es necesario constatar que las apariciones y revelaciones han ido perdiendo crédito de modo sistemático.

La teología dogmática define las revelaciones privadas o apariciones de forma negativa en cuanto accesorias, no necesarias, conjeturales, gratuitas, arriesgadas, etc., en oposición a la revelación.

La teología fundamental las coloca igualmente en el último lugar; Melchor Cano ni siquiera las cuenta entre sus «diez lugares teológicos» ni tampoco entre los lugares secundarios que son los últimos para él, como la filosofía, el derecho, la historia; por tanto figuran como un no-lugar teológico.

La exégesis contrapone la revelación bíblica, la palabra inspirada que tiene como autor a Dios, a las revelaciones ulteriores.

La teología moral procura alejarse de este terreno ambiguo, a pesar de que entra dentro de sus dominios, tanto en el tratado de la fe como en el tratado de las profecías.

La mística, a pesar de que debería ocuparse de ellos, desconfía de estos fenómenos, tratándolos más bien como epifenómenos transitorios y arriesgados.

La espiritualidad desconfía de estos carismas de excepción, ya que existe el peligro de que asuman el papel de nuevos evangelios o nuevos pentecostés y ofusquen lo esencial en vez de iluminarlo.

La historia de la iglesia toca este tema como un pariente pobre.

El antiguo Derecho canónico lo trataba en una perspectiva limitativa y represiva, como se verá más adelante.

Estas devaluaciones y estas críticas no hacen más que prolongar los conflictos entre los profetas del AT con las instituciones reales y sacerdotales de aquella época; sin olvidar los conflictos esenciales entre los verdaderos y los falsos profetas a lo largo de todo el AT.

Este género de conflicto puede volver a surgir continuamente entre el magisterio -una de cuyas funciones específicas es la conservación y la salvaguardia del depósito- y el profetismo, que tiene como misión la renovación, la reforma, el camino hacia el futuro. De este modo el profetismo corre siempre el riesgo de presentarse como un magisterio paralelo. Solamente la caridad y la obediencia a Dios pueden vencer la tensión entre el profetismo y la autoridad, que siempre ha existido en la historia de la iglesia, en la medida en que la autoridad no era profética y el profetismo se presentaba al margen de la autoridad.

A esta contención institucional se ha añadido la intensificación del freno racionalista. El racionalismo se había ensañado contra los signos y los símbolos ya desde el nacimiento mismo de la razón, entre los griegos, hace tres milenios. La cultura constituyó por mucho tiempo la lucha reductiva de la razón abstracta en contra del mundo de lo imaginario, considerado como inferior y menospreciable: el mundo de las sombras, de lo irracional, de la «folle du logis» 23. Llegó luego la oleada de otro racionalismo: el de la crítica y el de los maestros de la duda, que intentó interpretar el mundo de los símbolos en función de los impulsos de la subjetividad.

Fuente: “Apariciones” por René Laurentín


Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis: