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De un tiempo a esta parte se ha puesto sobre el tapete de las discusiones teológicas la existencia del limbo de los niños. Esto, si se lo considera bien, no consiste en otro ejercicio que sacar de los textos conciliares –que en esto, como ya se supo decir, son bombas de efecto retardado– las consecuencias lógicas y necesarias.

Lo que más nos llama la atención en alguna que otra referencia hecha sobre este tema por medio de la prensa, es oír decir por parte de ciertos especialistas frases tales como “esta teoría está hoy en crisis”, sugiriendo así que el Limbo, en realidad, nunca ha dejado de ser un postulado de teología ficción; o bien, “los teólogos ahora piensan que”, como si no hubiesen enseñanzas que forman parte del patrimonio teológico de la Iglesia, y que no pueden abandonarse sin, al mismo tiempo, negar otras verdades, muchas de ellas igual o aún más ciertas que el Limbo mismo, y con ello, ponerlo todo en tela de juicio.

Por eso es importante conocer claramente qué es lo que la Iglesia siempre, constantemente y en todas partes ha enseñado sobre esta materia, de modo que nadie sea ni sorprendido ni engañado prestando oídos a lo que ya San Pablo llamaba «profanas y vanas palabrerías, y argumentos de la falsamente llamada ciencia» (Timoteo 6, 20).

 

PRESUPUESTOS

No se puede hablar del Limbo sin antes ilustrar el tema con algunas nociones previas. La primera de todas ellas es, sin duda, la que se refiere a la naturaleza misma del orden sobrenatural.

Dios elevó gratuitamente al hombre a un estado sobrenatural. Como tal, alcanzar ese estado está absolutamente fuera de las exigencias, posibilidades o alcances de la naturaleza humana. Sin embargo, Dios dio al hombre el medio para pasar de un estado al otro: la gracia santificante.

Según el primer plan de Dios, el hombre debía transmitir a sus descendientes, en el mismo acto que comunica la vida, la vida natural y la vida sobrenatural: naturaleza humana y gracia santificante. Ahora bien, por el pecado original, no sólo la naturaleza del hombre quedó deformada –su inteligencia, sujeta a error; su voluntad, proclive al mal; sus pasiones, desordenadas–, sino que perdió también los llamados dones preternaturales, la gracia santificante y la posibilidad de transmitirla, aunque la recuperase, a su descendencia por y en el acto generador.

Así, pues, desde Abel en adelante, ningún hombre –excepto la Santísima Virgen María– es concebido en el seno materno con la gracia santificante.

 

REALIDAD DEL LIMBO

Con la palabra “Limbo” se designa el lugar o estado de las almas de los que mueren con sólo el pecado original.

Tales almas:

1. privadas de la gracia, no pueden entrar al cielo;

2. carentes de pecados graves personales, porque nunca tuvieron uso de razón, no pueden ir al infierno de los condenados;

3. tampoco al Purgatorio, porque allí se limpian las almas antes de entrar al cielo, lo cual supone la posesión de la gracia;

4. tampoco pueden ir al “seno de Abraham” o “limbo de los padres”, que era donde estaban las almas de los salvados antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo, y que después quedó vacío;

5. luego, tiene que haber un quinto lugar para ellas, y ese es, en efecto, el “limbo de los niños”.

La consecuencia, si se quiere, no puede ser más lógica.

 

EXISTENCIA DEL PURGATORIO

Las Sagradas Escrituras, fuera de la idea del “seno de Abraham”, nada dicen al respecto. Los Santos Padres, acaso por el mismo silencio de la Escritura, no fueron más explícitos.

Las alusiones más tibias acerca de este tema van a aparecer recién en el siglo XI, más concretamente, en la profesión de fe de Miguel Paleólogo propuesta por el Papa Clemente IV y sometida después al Segundo Concilio de Lyon, y que habría de ser reproducida en el Concilio de Florencia, y en la carta “Nequaquam” de 1321 del Papa Juan XXII.

Cupo, en cambio, a los teólogos, desarrollar más propiamente la noción del Limbo un poco más adelante en el tiempo, arribando a la conclusión que afirma su existencia, pasando de allí en más a formar parte del complejo, y a la vez, armónico orden de la teología de la Iglesia.

Si así no fuera, un par de siglos más adelante –en 1794– Pío VI no hubiese condenado como falsa, temeraria e injuriosa la proposición de los herejes jansenistas que tenía por “fábula” la doctrina relativa al limbo.

En esta evolución doctrinal homogénea, se llegó a tal consenso teológico sobre el Limbo, que el Concilio Vaticano I (1869-1870) tenía previsto fijar un canon estableciendo que “los que mueren con sólo el pecado original se ven privados de la visión beatífica”, a diferencia de los que mueren en pecado mortal, que son atormentados con las penas del infierno.

En conclusión, pues, es cierto que el Limbo no es de fe católica porque nada ha sido definido; sin embargo, era tan cierta y común en teología, y constantemente afirmada, que en los liminares del Vaticano I era ya próxima a la fe. Y de hecho, si el Concilio no se hubiese interrumpido, el mencionado canon habría sido aprobado.

 

LA POBLACIÓN DEL LIMBO

Por regla general se dice, y con razón, que el lugar en donde están las almas a las que nos estamos refiriendo se denomina “limbo” o “limbo de los niños” pues muy probablemente la mayoría de quienes estén en él sean, efectivamente, infantes.

Sin embargo, no están allí sólo los niños que murieron sin el bautismo, que es un sacramento de la nueva ley; además, se cuentan:

-los niños muertos durante la antigua ley sin la circuncisión1;

– los adultos perpetuamente dementes, insanos, que no pueden ser bautizados;

– los adultos que, por la causa que fuese, no hayan tenido el suficiente uso de razón para pecar mortalmente y no hayan sido bautizados.

 

NATURALEZA DEL LIMBO

Una de las cosas que a un católico más puede impresionar sobre el Limbo, es que las almas de los niños nunca podrán experimentar el gozo y la dicha de la visión beatífica. Más aún: sabiendo que el cielo existe y que no pueden acceder a él, ¿no sufrirán una inmensa tristeza por su suerte?

La teología nos enseña claramente que las almas de estos niños no sufren –ni pueden sufrir– el menor atisbo de tristeza.

Cierto que para nosotros, porque lo sabemos o podemos saberlo, existe una diferencia abismal entre lo que es una felicidad natural y lo que es una felicidad sobrenatural.

Sucede, empero, que estos niños ignoran la existencia del cielo: no saben que existe. Por un lado, su razón natural no puede ni siquiera sospechar la existencia de un orden sobrenatural; y por otro, es una verdad pacífica que aquello que se ignora por completo en modo alguno puede ser deseado. ¿Cómo podría, pues, sentirse tristeza de verse privado de algo cuya existencia se desconoce?

Muy distinta es la situación de los condenados: ellos saben perfectamente que el orden sobrenatural existe; ven claramente que se han condenado por su propia y voluntaria culpa, es decir, debido a sus pecados personales; conocen que están irremisiblemente privados de Dios; y, por tanto, experimentan un sufrimiento indecible.

Así, pues, quienes están en el Limbo, lejos de padecer cualquier sufrimiento corporal, moral o espiritual, experimentan lo que se llama felicidad natural, bienaventuranza natural, que no es menos real, y que hace que –como hombres– sean felices y dichosos en el estado en que están.

Ciertamente, ellos están separados de Dios por la privación de los bienes sobrenaturales; pero están unidos a Él por los bienes naturales que poseen y que han recibido de Él, y eso basta para gozar de Dios por el conocimiento y el amor natural, con lo cual sacian perfectamente su deseo de felicidad.

Finalmente, tal como lo ha escrito el Padre L. Garriguet en su obra “El buen Dios”, quienes se encuentran en el Limbo «son más felices que lo hubieran podido ser jamás acá en la tierra y bendicen a los que les han dado el ser. Reverencian el poder de Dios, que los llamó de la nada a la existencia, y se inclinan ante su providencia, que ordena todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que acaso no haya permitido su muerte tan temprana, sino para impedir que se perdieran eternamente».

1 La circuncisión no es ningún sacramento, pero era “ocasión de que” Dios, al practicarla, infundiese la gracia como posteriormente se haría con el bautismo. Con las niñas, se piensa que ello tenía lugar en la ceremonia de presentación en el templo.

Fuente: R. P. Jerónimo Gervasi  en Revista “Iesus Christus” Nº 108 Noviembre/Diciembre de 2006

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