El país de Jesús es la Tierra Santa por antonomasia, por eso no es de extrañar que hayan sido precisamente los Santos lugares los que, desde tiempos inmemoriales, fueron la morada de muchos cristianos de todo el mundo que, deseosos de consagrar su vida totalmente a Dios, abrazaron la vida monástica.
Tierra Santa, por su dignidad incomparable, siempre atrajo fuertemente las almas. Por esta razón ya, desde los principios del cristianismo, los desiertos de oriente medio (especialmente de Palestina y Jordania) se vieron poblados por anacoretas y cenobitas procedentes de todo el mundo cristiano.
Si bien algunos eran monjes veteranos provenientes de otros monasterios, los cuales se acercaban con el ideal de continuar en Tierra Santa el camino religioso y ascético, hay que decir que la mayoría de ellos eran peregrinos deseosos de venerar los Santos Lugares. Éstos, movidos por la Gracia de Dios que interiormente obra en los corazones, pero también por la intensa experiencia religiosa vivida, descubrieron la vocación de su vida y, consiguientemente, allí se quedaron.
Por esta razón toda una multitud, ya desde los primeros siglos del cristianismo, se dirigió a la más santa de las tierras. “De la India, de Persia y Etiopía recibimos diariamente turbas de monjes” escribía San Jerónimo a Leta, desde su monasterio de Belén. El mismo santo cuando describe los funerales de Santa Paula habla de “enjambres de monjes” que “entonaban himnos en diversas lenguas”.
A lo largo de los siglos IV y V, Palestina se fue cubriendo de ermitas, pequeñas colonias de anacoretas, cenobios y lauras, hasta alcanzar una población tan densa como variada y políglota. Como arriba hemos afirmado, muchos peregrinos decidían abrazar el estado de vida monástica, movidos por la Gracia Divina y el ejemplo de vida de los monjes, pues veían concretizada en ellos la vida del evangelio, o mejor: el evangelio hecho vida.
Había una estrecha relación entre los peregrinos y los monasterios, no sólo en razón de las vocaciones sino también porque éstos se edificaron cercanos a las vías de acceso a los lugares santos, (Jerusalén, por ejemplo). Por otro lado, los monjes estaban allí, pues, seguían a Jesús… y lo mismo intentaban hacer los peregrinos. No es para nada extraño que haya existido una fluida relación entre ambos.
¿Cuáles eran estas vías de acceso y por qué eligieron establecer allí, los monjes, sus monasterios?
A la primera pregunta respondemos lo siguiente: por dos itinerarios llegaban los peregrinos a los Santos Lugares.
Unos venían de la costa, conocían Jerusalén y luego continuaban hacia el Jordán, para venerar el lugar del bautismo de Jesús.
Otros, preferían el camino de Damasco: bordeando las riveras del Jordán llegaban a Jericó y después a Jerusalén. De estas dos formas de llegar a tan ansiado lugar, la última era la más usada puesto que seguía las huellas que expresamente relatan los evangelios hizo Jesús.
¿Por qué eligieron establecer allí sus monasterios? Por una sola razón: la caridad. Ellos ofrecían asistencia a los peregrinos, material y espiritual. Era ésta una nueva oportunidad que Dios les brindaba para hacer que esas almas se acercasen a Él… acercándosele, le conociesen… conociéndole, le amasen.
Si tenemos en cuenta lo dicho, se entiende, pues, que la mayoría de los monasterios que surgieran en Palestina, se erigiesen en lugares cercanos a las vías de peregrinación. El más antiguo monasterio del desierto de la Judea, el monasterio de San Caritón, es un claro ejemplo de cuánto hemos afirmado. En efecto, el santo, fundó su primer laura en Faran, a poca distancia del lugar en el cual, tiempo atrás, había sido capturado por un banda de ladrones mientras se dirigía a Jerusalén.
Otro ejemplo es el monasterio del “Canneto”(Calamon) a las riveras del Jordán, al sur del valle por donde la vía atravesaba el río y donde más tarde fue localizado el lugar del Bautismo de Jesús y fundada la Iglesia de San Juan Bautista. A estos dos monasterios hay que sumar el segundo del desierto de Judea, conocido como laura de Duka, (segunda fundación de San Caritón) el cual surgió en las cercanías de Jericó, también íntimamente relacionado con los peregrinos.
Tiempo seguido, debido a la tremenda inseguridad que reinaba en esos parajes tan expuestos a los bandidos, se hizo necesario que los nuevos monasterios se estableciesen en las cercanías de lugares poblados. Por eso, después de las primeras fundaciones monásticas en los desiertos de Tierra Santa, debido a las bandas de forajidos y sarracenos que acechaban continuamente a los habitantes del desierto, los nuevos monasterios de Palestina se erigieron en las inmediaciones de Belén y Jerusalén principalmente.
Esto fue así hasta los comienzos del siglo V, cuando el monaquismo recibió un nuevo impulso con San Eutimio. Si bien el santo vivió en las lauras de Faran, tiempo después, en el año 411, se internó en el desierto fundando su primer monasterio en un canal en el desierto de Zif, al sur de la Judea; allí fundó un cenobio.
San Eutimio suspiraba por la soledad y por eso, su primera fundación (el cenobio de Teoctisto en el Wadi Mukellik) es, en cierto sentido, un paso en busca de la soledad que tanto ansiaba. Sin embargo, la santidad de vida habitualmente atrae multitudes: una zona de descanso a unos pocos metros de la entrada del cenobio, con una cisterna, asientos de piedra y numerosos grafitos griegos atestiguan cuán frecuentado fue este monasterio por los peregrinos.
También la laura que lleva su nombre fundada en la llanura, a poca distancia de la vía de los peregrinos, fue frecuentemente visitada por ellos. No deja de admirar que precisamente Eutimio, que tanto anhelaba la soledad, fundase la laura allí, en zona tan próxima a las vías de peregrinación, pues bien, ya lo hemos dicho, una sola razón movía a los solitarios a esto: el ardor de la caridad. Probablemente San Eutimio, que tiempo atrás, tanto había trabajado pastoralmente para convertir a sarracenos (en su primera sede) y a maniqueos (en la segunda), al erigir la laura en un lugar tan transitado, pretendía convertir a malintencionados que frecuentaban esta vía.
No debemos pensar que fuesen pocos los visitantes del monasterio, Cirilo de Escitópolis narra que en una oportunidad un grupo de cuatrocientos peregrinos armenios llegados a inmediaciones del lugar, decidieron visitar la laura y en aquella ocasión San Eutimio recomendó vivamente a sus monjes practicar la más generosa hospitalidad. El mismo autor dice que en una oportunidad, S. Eutimio apareció en sueños al sarraceno Terebon para indicarle cómo llegar al monasterio para poder ser curado: “Yo soy Eutimio, quien habita en el desierto oriental de Jerusalén, a diez millas de la ciudad, en la garganta que está al sur del camino a Jericó”.
A pocos metros de la laura de San Eutimio, Augusta Eudocia, gran admiradora suya, construyó una cisterna para refrigerio de peregrinos y una Iglesia dedicada a San Pedro, para asegurar que cada viajante se detuviese a contemplar el panorama que tanto gozo había traído a su alma al punto de arrancar la exclamación: “¡Cuán bella son tus tiendas, Jacob, tu morada, Israel!” (Nm 24,15).
Pero estos monasterios no fueron los únicos que estuvieron fuertemente relacionados con los peregrinos: a poca distancia al oeste de la laura de Eutimio (tiempo después transformada en cenobio), en un lugar fácilmente accesible desde el camino principal que utilizaba la generalidad de los peregrinos, se encontraba el monasterio de Martirio (un capadocio que llegó a Palestina en el año 457 proveniente de Nitria, Egipto) Primeramente, Martirio, habitó en la laura de San Eutimio y después se retiró a una caverna a unos 15 estadios de la laura, donde, con el tiempo, se formó una comunidad que floreció especialmente cuando Martirio fue patriarca de Jerusalén (478-486).
De frente, al norte del camino, estaba el eremitorio de Gabriel, discípulo de Eutimio, el cual cuando empezó a ser miembro del clero jerosolimitano, allí buscó el retiro y soledad para mejor vivir el tiempo de cuaresma.
“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó” dicen los evangelios, en la parábola del buen samaritano. Existe aún hoy un gran desnivel entre las dos ciudades. Los peregrinos, para poder superar la fatigosa subida (a la cual se sumaba la adversidad del clima desértico), necesitaban de lugares apropiados para el descanso y refrigerio.
Pues bien, estos generalmente fueron atendidos por monjes del desierto. El paraje más occidental de ellos, o sea el más próximo a Jerusalén era, la ya mencionada, Iglesia de San Pedro con su pequeño monasterio adjunto. A unos 8 Km. al este surgía la Iglesia de San Adán, también ella con un monasterio anexo; estuvo tan estrechamente relacionado con los peregrinos que aún hoy conserva el nombre de “posada de cristianos”, en árabe: Khan Saliba.
Unos kilómetros más hacia el este se halla, en la garganta de Wadi Il-Kelt, el monasterio de Khoziba. Fue erigido en la primera mitad del siglo V
; comenzó con unas ermitas, pero que después, en el año 480, se transformó en todo un cenobio. En las cercanías de Jericó nos encontramos, además del ya nombrado cenobio de Khoziba, con la laura de San Saba, el monasterio de San Eutimio, y el de Teodosio Cenobiarca, (el cual contaba también con un hospital), todos ellos son de la segunda mitad del siglo V y todos ellos fueron erigidos en el desierto de Judea.
Los monasterios del desierto en Palestina se erigieron en dos zonas bien marcadas: una es la llamada por las fuentes bizantinas: “desierto oriental” (se entiende: zona al este de Jerusalén. Zona más bien montañosa caracterizada por profundos canales que bruscamente descienden hacia el Mar Muerto); la otra es la denominada “desierto del Jordán” (la cual, por el contrario, es una llanura. Esta limitada al oeste por la muralla montañosa sobre las cuales se construyeron fortalezas de tiempos asmoneos y herodianos, y al este por los márgenes del río en el cual fue bautizado Jesús).
También en el siglo V surgieron una docena de monasterios en el camino que, descendiendo por el Jordán, se une con la Vía Trajana. El más antiguo es probablemente la laura de Calamón. No tenemos noticia cierta del tiempo de su fundación, pero tradiciones aseguran que habrían existido ermitas ya antes de la paz alcanzada por la Iglesia. Calamón surgió muy cercano a la fuente de Ain Hajla.
Otros monasterios nacieron en esta zona: por ejemplo, el de San Gerzimo.
Fue fundado pocos años después del Concilio de Calcedonia, en un lugar muy cercano al de Calamón. Otros que podemos nombrar son aquellos dos monasterios gemelos que instituyó Elías, patriarca de Jerusalén (494-516) en los años sesenta del siglo V. También es para destacar aquí, el monasterio de San Juan Bautista, el cual, a fines del siglo V o en los primeros años del siguiente, el emperador Anastasio (491-518) el cual no sólo contribuyó a la construcción de la Iglesia y monasterio en el lugar del Bautismo del Señor, sino que también asignó una pensión anual de seis monedas de oro para cada uno de a los monjes.
La paz y prosperidad del siglo VI dieron un gran impulso a las peregrinaciones y los emperadores, especialmente Justiniano, contribuyeron ampliamente a la construcción y mejora de los monasterios de la región.
Muchas fuentes e investigaciones arqueológicas indican que los monasterios de este período fueron tantos que, edificados uno al lado de otro, llegaron a constituir una verdadera ciudad monástica.
Un ejemplo de lo que venimos diciendo muy bien lo narra Leoncio de Neapolis en su obra “Vida de Gerásimo”: dos peregrinos sirios salen de la ciudad de Jericó… de pronto, llenos de estupor ante la imponente vista de los monasterios edificados a orillas del Jordán, se detienen… encantados por el panorama exclaman: “es la ciudad de los Ángeles de Dios”… abandonan su destino y encaminan sus pasos hacia la laura de Gerasimo… una vez allí, llenos de gozo, reciben el habito monástico, signo de su consagración total a Dios.
Fuente: P. Jorge Cortés, IVE