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Las apariciones de la Virgen son las que atraen más gente: Guadalupe (se habla de veinte millones de peregrinos al año), Lourdes (cuatro millones y medio al año), la Aparecida (Brasil, varios millones), etc.

A pesar de esta importancia innegable, el estatuto de las apariciones dentro de la iglesia es muy modesto y está puesto en discusión.

Cuando se manifiestan, son generalmente mal acogidas, sofocadas y al final muchas de ellas son toleradas, aunque no reconocidas oficialmente.

Se llama aparición la manifestación visible de un ser, cuya visión en aquel lugar o en aquel momento es insólita e inexplicable según el curso natural de las cosas.

En la perspectiva de Marc Oraison, sacerdote-médico francés fallecido en 1980, toda aparición que se define como tal sería una alucinación, ya que se trataría de una visión sin objeto material.

Esta conclusión, aparentemente obvia, desconoce no solamente la posible diversidad de los modos de percepción y de comunicación, que no se reducen necesariamente a la percepción común de los cinco sentidos, sino también la naturaleza misma del conocimiento caracterizado por su intencionalidad, es decir, su capacidad de entrar en contacto con una realidad, comenzando por informaciones o por estímulos que impresionan al sujeto cognoscente en su subjetividad.

La percepción sensible más común presenta un carácter subjetivo: el choque de las vibraciones que afectan a la retina, luego la transmisión psicoquímica del estímulo que alcanza al cerebro, tienen un fuerte efecto sobre el sujeto cognoscente, que es posible caracterizar de subjetivo. El conocimiento mismo es el mecanismo mental a través del cual el sujeto que conoce descodifica la combinación incolora de estas informaciones y distingue el color.

En otras palabras, el conocimiento sensible no puede reducirse a los mecanismos subjetivos. Es el acto intencional del sujeto, que alcanza el objeto a través de un proceso cuya esencia sigue siendo misteriosa. Por tanto, son posibles otros caminos de conocimiento y sería artificial oponer la aparición a la visión como conocimiento objetivo al subjetivo.

Todo conocimiento implica correlativamente, en diversos grados, un aspecto objetivo y un aspecto subjetivo. Del mismo modo sería simplista afirmar que las apariciones de seres de suyo invisibles, como Dios o los ángeles, son necesariamente subjetivas.

Está claro que esos seres no podrían manifestarse en su forma propia, extraña a la visibilidad. Pero pueden comunicarse por medio de un signo, adaptado de varias maneras, que permite entrar en contacto objetivamente con Dios.

Moisés y Pascal lo conocieron semejante a un fuego; Abrahán se encontró con él bajo el ropaje de tres visitantes; para Elías la percepción se purificó: no estaba ni en el fuego, ni en el huracán, ni siquiera -como se traduce de modo imperfecto- en una «brisa ligera», sino que era semejante a la «voz de un leve silencio».

Aquí el signo ronda con lo invisible y con la teología negativa. Las manifestaciones visibles de lo invisible pertenecen a la teoría del sueño y no a la percepción normal de los objetos materiales. La elección de estos signos guarda necesariamente relación con el ambiente cultural que la recibe.

Para la Virgen, que es lo que aquí nos interesa, el caso es diferente: se trata de un cuerpo glorificado. Puede ser percibido en su forma propia; pero el estado de los cuerpos gloriosos, cuyo carácter misterioso puso ya de relieve san Pablo, pertenece al espacio-eternidad, extraño a nuestro espacio-tiempo.

El modo con que un ser perteneciente al espacio-eternidad (definido como la duración de Dios) puede estar en relación con el espacio-tiempo es realmente misterioso con todo derecho. Implica ciertos aspectos desconcertantes, ya que a los apóstoles les costó trabajo reconocer a Cristo resucitado.

Otra singularidad es la que se manifiesta en el hecho de que la Virgen se manifiesta tomando un vestido, una estatura y hasta una edad diferente, en conformidad con los videntes.

La adaptación pedagógica a cada uno de ellos, a su ambiente, a su cultura, es la explicación más clásica de esta diversidad.

Así pues, afrontaremos estos fenómenos intentando evitar dos errores opuestos: el uno, que rechaza a priori y sistemáticamente el valor y la posibilidad de toda comunicación sobrenatural en la comunión de los santos, de forma sensible, reduciéndola a puro subjetivismo; y otro, que reduciría con ingenua simplicidad estas comunicaciones a los encuentros comunes de cada día.

Es un hecho que los millares de personas que rodeaban a Bernadette durante las apariciones no vieron a la Virgen, perfectamente visible en la cavidad de la roca en donde Bernadette la distinguía.

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