Categories
Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

Novísimos es el campo de la teología que trata de las “cosas últimas” que acaecerán al hombre

¿QUE PASA DESPUES DE LA MUERTE?. Después de la muerte será el juicio. 

Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han dicho que debemos hablar del cielo y del infierno 

Benedicto XVI, durante un encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Roma el 7 de febrero del 08 dijo que las prédicas sobre la realidad del Cielo y del infierno deberían retomarse para bien de los fieles.

Palabras del Papa: «quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno». «También por este motivo, he querido tocar el tema del Juicio Universal en la encíclica Spe salvi. Quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra».  «El nazismo y el comunismo afirmaron que solo querían cambiar el mundo y sin embargo lo destruyeron».

Juan Pablo IILa Vida Eterna: ¿Todavía existe? ¿Estamos perdidos?
Así se titula uno de los capítulos del libro del Papa Juan Pablo II, «Cruzando el Umbral de la Esperanza«. 

Las prédicas antes del Concilio solían recordar nuestro futuro después de la muerte: «Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serás juzgado no sólo por tus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos». Según Juan Pablo II, «Se puede decir que tales prédicas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesionario, producían en él una profunda acción salvífica» (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).

«El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo». (JP II, Cruzando el Umbral de la Esperanza, 1994).

Con todo lo expuesto a lo largo de estos capítulos, hemos tratado de dar a nuestra vida en la tierra su justa significación y su justa medida para no «estar perdidos» ni en el tiempo, ni en el espacio. Decíamos en uno de los capítulos iniciales que los hombres y mujeres de hoy parecemos andar por esta vida sin rumbo y sin medida del tiempo, ya que no sabemos hacia dónde vamos al final de esta vida en la tierra y, además, no sabemos medir el tiempo de aquí con reloj de eternidad.

En efecto, la vida en la tierra es sólo una preparación para la otra Vida, la que nos espera después. Y esa preparación es muy corta, cortísima, si la comparamos con la medida de la eternidad, la cual es infinita. Y como preparación que es esta vida, debe servirnos justamente para eso: para prepararnos. Y estar preparados significa, como decía San Francisco de Sales: vivir cada día como si fuera el último día de nuestra vida en la tierra. Pensar que en cualquier momento de cualquier día, puede sobrevenirnos el final: el momento de presentarnos ante Dios a dar cuenta de los pensamientos, palabras, obras y omisiones que tuvimos durante nuestra vida aquí en la tierra.

Nuestra esperanza es llegar al Cielo y a la resurrección para la Vida, prometida por Cristo para aquéllos que le amen y hagan la Voluntad del Padre. Debemos, entonces, vivir cada día haciéndonos merecedores de esa esperanza de Cielo y de resurrección, de manera que cuando nos llegue el día más importante de nuestra vida -aquél de nuestro encuentro definitivo con el Señor- podamos ser contados entre sus elegidos. Que así sea.

Entre los predicadores de las cosas últimas han habido muchos Santos.
Por ejemplo:

San Vicente Ferrer, a fines del siglo XIX tomó el tema del Juicio Final como centro de su predicación y con ello conmovió a Europa entera.

San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, a mediados del siglo XVI predicaba también en Europa sobre el final y sus predicaciones fueron recogidas por escrito en un libro titulado «Las últimas cuatro cosas: muerte, juicio, cielo e infierno».

San Alfonso María de Ligorio, libro: Preparación para la Muerte: «Mas ya comienza el Juicio, se abren los procesos, que serán la conciencia de cada uno. Sentóse a juzgar -dice Daniel- y se abrieron los libros (Dn. 7, 10) … Testigo será, finalmente el mismo Juez, que ha presenciado todos los ultrajes que le ha hecho el pecador. Yo soy Juez y también testigo, dice el Señor (Jer. 29, 23). Y San Pablo añade que el Señor en aquel momento sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas (1 Cor. 4, 5). Hará público delante de todos los hombres los pecados de los condenados, aun los más secretos y vergonzosos … Descubriré tus infamias ante tu misma cara (Nah. 3, 5). Opina el Maestro de las Sentencias (Pedro Lombardo, siglo XII) y con él otros teólogos, que los pecados de los elegidos no serán entonces declarados, sino que permanecerán ocultos, como dice David: «Bienaventurados aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos pecados han sido encubiertos (Sal. 31, 1)».

El autor de Imitación de Cristo trata así el tema del Juicio: «Mira al fin en todas las cosas, y de qué suerte estarás delante de aquel Juez justísimo, al cual no hay cosa encubierta, ni se amansa con dádivas, ni admite excusas, sino que juzgará justísimamente. ¡Oh ignorante y miserable pecador! ¿Qué responderás a Dios, que sabe todas tus maldades?».

El Concilio Vaticano II (1960-1965) no se queda atrás al tocar las realidades últimas. La cita del Concilio que el Papa menciona a Messori se titula «Indole Escatológica de la Iglesia Peregrinante y su unión con la Iglesia Celestial» (LG 48). De este capítulo extraemos algunas líneas: «La Iglesia … no alcanzará su consumada plenitud sino en la gloria celeste, cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cr. Hech. 3, 21) y cuando, junto con el género humano, también la creación entera … será perfectamente renovada en Cristo (cf. Ef. 1, 10; Col. 1, 20; 2 Pe. 3, 10-13) … Y como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor que velemos constantemente, para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cf. Heb. 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cf. Mt. 25, 31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cf. Mt. 25, 26), ir al fuego eterno (cf. Mt. 25, 41) a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes (Mt. 22, 13 y 25, 30). Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el Tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal (2 Cor. 5, 10); y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien para la resurrección de vida; los que obraron mal para la resurrección de condenación (Jn. 5, 29; cf. t. 25, 46)».

Sin embargo, a pesar de lo claro que ha sido el último Concilio con respecto de las cosas últimas, el Papa Juan Pablo II no duda en afirmar lo siguiente: «El hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las ‘cosas últimas’ … La escatología se ha convertido, en cierto modo, en algo extraño al hombre contemporáneo».

«Novísimos» se llaman en los Libros Santos las cosas postreras que acaecerán al hombre. Los Novísimos o Postrimerías del hombre son cuatro: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria.

Los Novísimos se llaman Postrimerías del hombre, porque la muerte es la cosa postrera que sucede al hombre en este mundo; el Juicio de Dios es el último de los juicios que hemos de sufrir; el Infierno es el mal extremo que tendrán los malos, y la Gloria, el sumo bien que poseerán los buenos.

Conviene pensar todos los días en nuestras Postrimerías, y sobre todo en la oración de la mañana al despertarnos, a la noche antes de acostarnos, y siempre que nos sintiéremos tentados, porque este pensamiento es eficacísimo para hacernos huir del pecado (Catecismo Mayor de San Pío X, Ed. Magisterio Español, Vitoria, 1973, p. 128).    

Fuente: corazones.org

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA notorio REFLEXIONES Y DOCTRINA

Sobre los Novísimos, el pensamiento de Joseph Ratzinger

Este es el Capítulo X – Sobre los Novísimos, de un Informe sobre la Fe, de Escritos de Su Santidad Benedicto XVI en la etapa anterior a ser proclamado papa. Puede verse completo en http://www.conoze.com.

 

 

El demonio y su cola

Entre los muchos temas sobre los que departió ampliamente el cardenal Ratzinger, anticipados ya en el reportaje periodístico que precedió a este libro, hay un aspecto marginal que parece haber centrado la atención de muchos comentaristas. Como era de prever, muchos artículos, con su correspondiente titulación, estaban dedicados no precisamente a los profundos análisis teológicos, exegéticos o eclesiológicos del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino más bien a las referencias (algunos párrafos entre decenas de cuartillas) a aquella realidad que la tradición cristiana designa con los nombres de Diablo, Demonio, o Satanás.

¿Por el atractivo de lo pintoresco? ¿Por la divertida curiosidad hacia eso que muchos (incluso cristianos) consideran como una «supervivencia folklórica», como un aspecto «inaceptable para una fe que ha llegado a la madurez»? ¿O acaso se trata de algo más profundo, de una inquietud que se oculta detrás de la burla? ¿Serena tranquilidad, o exorcismo revestido de ironía?

No vamos a responder a esto. Nos contentaremos con registrar el hecho objetivo: no hay tema como el del «Diablo» para suscitar el revuelo de los mass-media de la sociedad secularizada.

Es difícil olvidar el eco —inmenso, y no sólo irónico, sino a veces hasta rabioso— que suscitó Pablo VI con su alocución durante la audiencia general del 15 de noviembre de 1972. En ella volvía sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro refiriéndose a la situación de la Iglesia: «Tengo la sensación de que por algún resquicio ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y había añadido entonces que «si en el Evangelio, en los labios de Cristo, se menciona tantas veces a este enemigo de los hombres», también en nuestro tiempo él, Pablo VI, creía «en algo preternatural que había venido al mundo para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpa en el himno de júbilo, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción» [13].

Ya ante aquellas primeras alusiones se levantaron en el mundo murmullos de protesta. Pero ésta explotó de lleno —durante meses y en los medios de comunicación del mundo entero— en aquel 15 de noviembre de 1972 que se ha hecho famoso: «El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehusa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» [14].

Tras añadir algunas citas bíblicas en apoyo de sus palabras,

Pablo VI continuaba: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas aciones sociales, para introducir en nosotros la desviación… »[15].

El Papa lamentaba luego la insuficiente atención al problema por parte de la teología contemporánea: «El tema del Demonio y la influencia que puede ejercer sería un capítulo muy importante de reflexión para la doctrina católica, pero actualmente es poco estudiado» [16].

Sobre este tema, y obviamente en defensa de la doctrina repetidamente expuesta por el Papa, intervino también la Congregación para la Doctrina de la Fe con su documento de junio de 1975: «Las afirmaciones sobre el Diablo son asertos indiscutidos de la conciencia cristiana»; si bien, «la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una declaración dogmática», es precisamente porque parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia «para la fe constante y universal de la Iglesia, basada sobre su principal. fuente, la enseñanza de Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vivida, que ha insistido siempre en la existencia de los demonios y en la amenaza que éstos constituyen»[17].

Un año antes de su muerte, Pablo VI volvió sobre este tema en otra audiencia general: «No hay que extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura nos advierta con toda crudeza que «todo el mundo (en el sentido peyorativo del término) yace bajo el poder del Maligno», de aquel al que la misma Escritura llama «el Príncipe de este mundo».

Una y otra vez surgieron los clamores y protestas; y curiosamente por parte de aquellos periódicos y comentaristas a los que parece que no debería importarles nada la reafirmación de un aspecto de la fe que dicen recusar en su totalidad. En esta perspectiva, la ironía puede justificarse, pero ¿por qué se desata tanto furor?

Un pensamiento siempre actual

Lo mismo exactamente ha ocurrido ahora con el reportaje anticipado sobre el pensamiento del cardenal Ratzinger. Hablando de una cierta caída de la tensión misionera, como consecuencia de que algunos autores ponen lo que él llama «un énfasis excesivo sobre los valores de las religiones no cristianas» (se refería en aquel momento especialmente a África), el cardenal afirmaba: «Por lo demás, hay que precaverse de romanticismos sobre las religiones animistas, que, naturalmente, encierran «gérmenes de verdad», pero en su forma concreta crearon un mundo de terror, donde Dios estaba lejos y la tierra a merced de espíritus veleidosos.

Como ya sucedió en la cuenca del Mediterráneo en tiempo de los apóstoles, también en África el mensaje de Cristo que puede vencer las fuerzas del mal (Ef 6,12) ha constituido una experiencia de liberación del terror. La serenidad y la inocencia en el paganismo son uno de los numerosos mitos de nuestros días».

Y Ratzinger añadía después: «Digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal. Y es una realidad poderosa («el Príncipe de este mundo», como le llama el Nuevo Testamento, que nos recuerda repetidamente su existencia), una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios; así nos lo muestra una lectura realista de la historia, con su abismo de atrocidades continuamente renovadas y que no pueden explicarse meramente con el comportamiento humano. El hombre por sí solo no tiene fuerza suficiente para oponerse a Satanás; pero éste no es otro dios; unidos a Jesús, podemos estar ciertos de vencerlo. Es Cristo, el «Dios cercano», quien tiene el poder y la voluntad de liberarnos; por esto, el Evangelio es verdaderamente la Buena Nueva. Y por esto también debemos seguir anunciándolo en aquellos «regímenes» de terror que son frecuentemente las religiones no cristianas. Y diré todavía más: la cultura atea del Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del terror de los demonios que le trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología, el mundo volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos de este retorno de las fuerzas oscuras, al tiempo que rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos».

Me siento en el deber de informar de que tales afirmaciones encajan plenamente en el marco de la doctrina tradicional de la Iglesia. El mismo Concilio Vaticano II la repite insistentemente, mencionando a «Satanás», «Demonio», «Maligno», «antigua serpiente», «poder de las tinieblas» hasta 17 veces; incluso el texto más optimista de todo el Concilio, la Gaudium et spes, lo menciona cinco veces. En este documento, los Padres no dudan en escribir: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS n.37).

En cuanto a las religiones no cristianas, y a Cristo libertador también del terror, es verdad que el Vaticano II abre afortunadamente una nueva fase, de auténtico diálogo, con las religiones no cristianas («La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» [Nostra aetate n.2]). Pero en el mismo Concilio, en el Decreto sobre la actividad misionera, repite, tres veces en el texto y otra más en una nota, la doctrina tradicional, que es directamente bíblica, como el mismo Concilio nos recuerda con abundantes citas de la Escritura: «Dios (…) envió a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por El a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Col 1,13; Act 10,38)» (Ad gentes n.3). «Cristo derroca el imperio del diablo y aleja la multiforme maldad de los pecados» (Ad gentes n.9). «Somos liberados del poder de las tinieblas gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana»; y aquí, «acerca de esta liberación de la esclavitud del demonio y de las tinieblas», como dice el texto, una nota oficial nos remite a cinco pasajes del Nuevo Testamento y a la liturgia del Bautismo romano (n. 14).

Hemos traído a colación estos datos para proporcionar una información objetiva, aunque conscientes de que siempre supone un cierto riesgo (y a veces resulta descaminado) el ir recogiendo citas fuera de su contexto.

En cuanto a la referencia que hace Ratzinger a la actualidad («rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos»), toda persona bien informada sabe muy bien que lo que va surgiendo en la actualidad y aparece en los diarios es ya inquietante, pero no es más que la punta de un iceberg que tiene su base precisamente en las zonas del mundo más avanzadas tecnológicamente, comenzando por California y por el norte de Europa.

Todas las precisiones y las constataciones que hemos hecho son necesarias, pero al mismo tiempo son inútiles, ya que son ignoradas a priori por los comentaristas para quienes cualquier alusión a estas realidades inquietantes resulta algo «medieval». Y lo medieval se entiende, naturalmente, en el sentido que tiene para el hombre de la calle, quien de aquella «edad intermedia» tiene todavía la visión que le han impuesto los libelistas y los novelistas europeos de los siglos XVIII y XIX.

«Un adiós» sospechoso

Joseph Ratzinger, fortalecido por sus amplios conocimientos teológicos, no es hombre que se deje impresionar por las reacciones ni de los periodistas ni de algunos «especialistas». En un documento firmado por él se lee esta exhortación tomada de la Escritura: «Es necesario resistir, fuertes en la fe, al error, incluso cuando se manifiesta bajo apariencia de piedad, para poder abrazar a los extraviados con la caridad del Señor, profesando la verdad en la caridad».

Ciertamente que no pone como centro de su reflexión el tema del Diablo (consciente de que en todo caso lo verdaderamente importante es la victoria sobre él que nos ha proporcionado Cristo). Sin embargo, este tema le parece clarificador, porque le permite poner de manifiesto en este ejemplo los métodos de reflexión teológico que considera inaceptables. Dado su carácter de «ejemplaridad», no parece excesivo el espacio dedicado a este tema. Por otra parte, aquí, como veremos, está en juego también la escatología, la irrenunciable fe cristiana en la existencia de un más allá. Por esto mismo, uno de sus libros más conocidos —Dogma y predicación— introduce una reflexión sobre la doctrina tradicional acerca del Demonio entre los «temas básicos de la predicación». Y por esto mismo, a nuestro parecer —siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe—, ha prologado el libro de un colega suyo en el cardenalato, León Joseph Suenens, que se propone reafirmar la fe católica en el Diablo como «realidad no simbólica, sino personal».

El Prefecto de la Sagrada Congregación me ha hablado también de un célebre librito de un colega suyo, profesor de exégesis en la Universidad de Tubinga, que quiso, ya desde el mismo título, decirle«adiós al Diablo». (Por cierto que al contarme esta anécdota se reía con gusto: aquel librito le fue regalado por el mismo autor con ocasión de una pequeña fiesta entre los profesores para felicitarle tras su designación por el Papa para el arzobispado de Munich; y la dedicatoria del libro decía así: «A mi querido colega el profesor Joseph Ratzinger, al que decirle adiós me cuesta muchísimo más que decirle adiós al Diablo… »).

La amistad personal con este colega no le impidió entonces, ni le impide ahora, seguir su línea de acción: «Debemos respetar las experiencias, los sufrimientos, las opciones humanas, incluso las exigencias concretas que se hallan detrás de ciertas teologías. Pero debemos impugnar con entera resolución el que puedan considerarse todavía como teologías católicas».

Para él, aquel librito escrito para despedirse del Diablo (y que toma como ejemplo de toda una serie que desde hace algunos años va apareciendo en las librerías) no es «católico» porque «es superficial la afirmación en la que se resume toda la argumentación: «En el Nuevo Testamento, el concepto del ‘diablo’ está simplemente en lugar del concepto de pecado del que el diablo no es más que una imagen, un símbolo». Recuerda Ratzinger que «cuando Pablo VI puso de relieve la existencia real de Satanás y condenó los intentos de disolverlo en un concepto abstracto, fue ese mismo teólogo quien —proclamando en voz alta la opinión de muchos colegas recriminó al Papa el caer en una visión arcaica del mundo, el confundir lo que en la Escritura es estructura de la fe (el pecado) con lo que no es más que una expresión histórica y transitoria (Satanás)».

Por el contrario, el Prefecto (apelando a lo que ya había escrito como teólogo) observa que «si se leen con atención estos libros que pretenden desembarazarse de la perturbante presencia diabólica, al final queda uno convencido de todo lo contrario: los evangelistas hablan muy frecuentemente del diablo, y no lo hacen ciertamente en sentido simbólico. Al igual que el mismo Jesús, estaban convencidos —y así querían enseñarlo— de que se trata de una potencia concreta, y no ciertamente de una abstracción. El hombre está amenazado por ella y es liberado por obra de Cristo, porque sólo El, en su calidad de «más fuerte» puede atar al «fuerte», según la misma expresión evangélica (Lc 11,22)».

«¿Biblistas o sociólogos?»

Ahora bien, si la enseñanza de la Escritura parece tan clara, ¿cómo justificar la sustitución con el abstracto «pecado» del concreto «Satanás»?

Precisamente aquí es donde Ratzinger descubre un método utilizado en muchas exégesis y por muchas teologías contemporáneas, y que él desea rechazar expresamente: «En este caso específico, se admite —y no podría ser de otra manera— que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas demoníacas. Pero, al mismo tiempo, se da por descontado que en tal creencia eran «víctimas de las formas de pensamiento judío de su época». Pero, como se da por descontado que «aquellas formas de pensamiento no son ya conciliables con nuestra imagen del mundo», he aquí que, por una especie de prestidigitación, lo que se considera incomprensible para el hombre medio de hoy día queda simplemente cancelado».

Y continúa: «Esto significa que, para decir «adiós al Diablo», este autor no se basa en la Escritura (la cual afirma precisamente lo contrario), sino que apela a nosotros, a nuestra visión del mundo. Para despedirse de este o de cualquier otro aspecto de la fe que resulte incómodo para el conformismo contemporáneo, no se actúa como exégeta, como intérprete de la Escritura, sino como hombre de nuestro tiempo».

De estos métodos se deduce, según él, una consecuencia grave: «En definitiva, la autoridad sobre la que estos especialistas de la Biblia fundamentan su juicio no es la misma Biblia, sino la visión del mundo predominante en la época del biblista. Por tanto, éste habla como filósofo o como sociólogo, y su filosofía no consiste más que en una banal y acrítica adhesión a las siempre cambiantes directrices de cada época».

Si he comprendido bien, esto sería precisamente lo contrario del método tradicional de la reflexión teológica: ya no sería la Escritura la que juzga al «mundo», sino el «mundo» el que juzga a la Escritura.

«En efecto —me responde—. Se trata de la búsqueda continua de un anuncio que manifieste lo que ya conocemos, o que al menos resulte grato a quien lo escuche. Y en lo que respecta al Diablo, la fe, ahora como siempre, afirma su realidad misteriosa, pero objetiva e inquietante. El cristiano por su parte, sabe que quien teme a Dios no tiene nada que temer: el temor de Dios es fe, y es algo muy distinto a cualquier temor servil, al terror ante los demonios. Pero tampoco se crea que el temor de Dios es como una audacia jactanciosa que cerrara los ojos a la seriedad de la realidad. Por el contrario, es propio del verdadero valor el no engañarse sobre las dimensiones del peligro, sino apreciarlo con todo realismo».

Según el cardenal, la pastoral de la Iglesia debe «encontrar el lenguaje apropiado para un contenido permanentemente válido: la vida es algo extremadamente serio, y hemos de estar atentos para no rechazar la oferta de vida eterna, de eterna amistad con Cristo, que se le hace a cada uno. No debemos adormecernos en la mentalidad de tantos creyentes de hoy, quienes piensan que basta comportarse más o menos como se comporta la mayoría, y necesariamente todo tendrá que resultar bien».

«La catequesis —continúa— no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino que debe volver a ser una certeza sobre la fe cristiana con sus propios contenidos, que sobrepasan con mucho a la opinión reinante. Por el contrario, en tantas catequesis modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la cuestión de la muerte apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver cómo retardar su llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido para muchos cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado arrinconada por el silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla. Durante siglos, la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos sorprenda de improviso, que nos dé tiempo para prepararnos; ahora, por el contrario, es el morir de improviso lo que es considerado como gracia. Pero el no aceptar y el no respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar tampoco a la vida».

Del purgatorio al limbo

Parece —le digo— que la escatología cristiana (cuando al menos se habla de ella) queda reducida solamente al «paraíso»; aunque este mismo nombre ya presenta sus problemas y es escrito entre comillas, e incluso tampoco faltan quienes lo diluyen en cualquier mito oriental. Ciertamente que todos estaríamos muy satisfechos si en nuestro futuro no fuera posible nada más que la felicidad eterna. Y, realmente, al leer el Evangelio resalta ante todo la Buena Nueva por excelencia, el anuncio consolador del amor sin límites y sin término del Padre. Pero, junto a esto, encontramos también en los evangelios un claro aviso de que es posible el fracaso, de que no es imposible que rechacemos el amor. Precisamente por ser «veraces», ¿no son los evangelios, a un mismo tiempo, textos que consuelan y que comprometen, una oferta dirigida a hombres libres, abiertos a diversos destinos? Por ejemplo, el purgatorio. ¿Qué hay del purgatorio?

Mueve la cabeza con desaprobación: «¡Hoy todos nos creemos tan buenos que no podemos merecer otra cosa sino el paraíso! Esto proviene ciertamente de una cultura que, a fuerza de atenuantes y coartadas, tiende a borrar en el hombre el sentimiento de su propia culpa, de su pecado. Alguien ha observado que las ideologías que predominan actualmente coinciden todas en un dogma fundamental: la obstinada negación del pecado, de la realidad que la fe vincula al infierno y al purgatorio. Pero en el silencio acerca del purgatorio hay también alguna otra responsabilidad».

¿ Cuál?

«El escriturismo de origen protestante que ha penetrado también en la teología católica. Según esta tendencia, no serían suficientes, ni suficientemente claros, los textos explícitos de la Escritura sobre el estado que la Tradición ha denominado «purgatorio» (quizás el término sea tardío, pero la realidad aparece muy pronto en la creencia de los cristianos). Pero este escriturismo —ya he tenido ocasión de decirlo— tiene muy poco que ver con el concepto católico de Escritura, cuya lectura se hace en el seno de la Iglesia y con su fe. Yo digo que si no existiera el purgatorio, habría que inventarlo ».

¿Por qué?

«Porque hay pocas cosas tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente extendidas —en todo tiempo y en toda cultura— como la oración por los propios allegados difuntos».

Calvino, el reformador de Ginebra, hizo azotar a una mujer sorprendida orando sobre la tumba de su hijo, y por lo tanto, según él, culpable de «superstición».

«La Reforma, en teoría, no admite el purgatorio ni, por consiguiente, las oraciones por los difuntos. Pero en la práctica, al menos los luteranos alemanes han vuelto a ellas justificándolas con algunas consideraciones teológicas. Las oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado espontáneo para que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad de aquel que me fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener necesidad de mi amor».

Sin embargo, el concepto de «indulgencias», que pueden obtenerse para sí mismo en vida o para algún difunto, parece haber desaparecido de la práctica y quizás también de la catequesis oficial.

«Yo no diría que ha desaparecido, sino que se ha debilitado, porque no goza de evidencia en el pensamiento actual. No obstante, la catequesis no tiene derecho a omitir este concepto. No hay que avergonzarse de reconocer que —en ciertos contextos culturales— la pastoral tiene dificultades para hacer comprensible una verdad de la fe. Quizá sea éste el caso de las «indulgencias». Pero los problemas de una retraducción al lenguaje contemporáneo no significan ciertamente que la verdad de la que se trata ya no sea tal. Y esto mismo vale para muchos otros aspectos de la fe».

Siguiendo con el tema de la escatología, también ha desaparecido el «limbo», aquel lugar intermedio en el que se encontrarían los niños muertos sin bautismo, y por tanto sólo con el pecado original como única «mancha». No queda la menor alusión a él, por ejemplo, en los catecismos oficiales del episcopado italiano.

«El limbo no ha sido nunca definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema, que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica. Se trataba de una tesis secundaria al servicio de una verdad que es absolutamente primaria para la fe: la importancia del bautismo. Por decirlo con las mismas palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos» (Jn 3,5). Puede abandonarse el concepto del «limbo» si parece necesario (por lo demás, los mismos teólogos que lo mantenían afirmaban al mismo tiempo que los padres podían evitarlo para sus hijos con el deseo de su bautismo y con la oración); pero que no se renuncie a la preocupación subyacente. El bautismo nunca ha sido para la fe algo meramente accesorio, y ni ahora ni nunca podrá ser considerado como tal».

Un servicio al mundo

El tema del bautismo remite al del pecado, y éste al incómodo tema del que habíamos partido.

Dice, para completar su pensamiento: «Cuanto más se comprenda la santidad de Dios, tanto más se comprenderá la oposición a lo Santo, es decir, las falaces máscaras del Demonio. El mejor ejemplo de esto es el mismo Cristo: junto a Él, el Santo por excelencia, no podía permanecer oculto Satanás, y su realidad se veía obligada a manifestarse. Por esto podríamos quizá decir que la desaparición de la conciencia de lo demoniaco pone de manifiesto un descenso paralelo de la santidad. El Diablo puede refugiarse en su elemento preferido, el anonimato, cuando no resplandece para descubrirlo la luz de quien está unido a Cristo».

Mucho me temo, cardenal Ratzinger, que con estas afirmaciones le van a tachar todavía más violentamente de «oscurantismo».

«No sé qué otra cosa puedo hacer. Sólo se me ocurre que un teólogo tan «libre de prejuicios», tan «moderno» como Harvey Cox, escribió —y precisamente en su época secularizante, desmitificadora— que «los mass-media (espejo de nuestra sociedad), al presentar determinados modelos de comportamiento, al proponer determinados ideales humanos, apelan a los demonios no exorcizados que están dentro de nosotros y a nuestro alrededor». Hasta el punto de que, para el mismo Cox, por parte de los cristianos «sería necesario volver a unas expresiones claras de exorcismo».

¿Un redescubrimiento del exorcismo como una especie de «servicio social»?, me aventuro a decir. «El que ve con lucidez los abismos de nuestra era —me responde— ve en ellos la acción de potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los hombres. El cristiano puede descubrir entonces que su misión de exorcista debe reconquistar aquella actualidad que poseyó en los inicios de la fe. La palabra «exorcismo» no ha de entenderse aquí, por supuesto, en su sentido técnico. Se refiere sencillamente a la actitud de la fe en general, que «vence al mundo» y «arroja a los príncipes del mundo». El cristiano sabe —si llega verdaderamente a divisar el abismo— que debe prestar un servicio al mundo. No nos dejemos contagiar por la mentalidad predominante que cree que «con un poco de buena voluntad podemos resolver todos los problemas». En realidad, aunque no tuviéramos fe, pero fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos cuenta de que sin la ayuda de una fuerza superior —que para el cristiano es solamente el Señor— estamos prisioneros de una historia irremediable».

Todo esto, ¿no será considerado «pesimista»?

«Ciertamente, no —me responde—. Si permanecemos unidos a Cristo, estamos seguros de obtener la victoria. Nos lo repite el mismo Pablo: «Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo…» (Ef 6,10s). Si nos fijamos atentamente en la cultura laica más moderna, observaremos cómo el optimismo fácil, ingenuo, se está trastocando en su contrario, en el pesimismo radical, en el nihilismo desesperado. Puede llegar el momento en que los cristianos, que han sido acusados hasta ahora de ser «pesimistas», tengan que ayudar a sus hermanos a salir de esta desesperación, proponiéndoles el optimismo radical —y ciertamente no engañoso— cuyo nombre es Cristo».

No olvidar a los ángeles

«Sobre el Diablo —se ha dicho— se acaba siempre o por hablar demasiado, o demasiado poco».

Una vez denunciado el demasiado poco de la época actual, el cardenal vuelve sobre el peligro contrario, el del demasiado: «El misterio de la iniquidad tiene que encuadrarse en la perspectiva cristiana fundamental, centrada en la Resurrección de Jesucristo y su victoria sobre las potencias del Mal. En esta visión destaca con todo su vigor la libertad del cristiano y su serena seguridad, «que echa afuera el temor» (1 Jn 4,18); la verdad excluye al temor, Y. por esto mismo, permite reconocer el poder del Maligno. Puesto que la ambigüedad es la característica del fenómeno demoníaco, la mejor arma del cristiano contra el Demonio consiste en vivir cada día en la claridad de la fe».

Hay que recordar asimismo a los creyentes —para no desequilibrar la verdad católica— la otra vertiente que la Iglesia ha mantenido siempre, de acuerdo con la Sagrada Escritura: la existencia de los ángeles fieles a Dios, seres espirituales que viven en comunión con los hombres para ayudarles en sus luchas.

Desde luego que todo esto resulta «escandaloso» para una mentalidad moderna que presume de abarcar toda la realidad con su propio conocimiento. Pero la fe es un conjunto plenamente integrado y no se puede aislar o quitar ningún elemento de su complejo entramado. junto a los ángeles misteriosamente «caídos», que recibieron un misterioso papel de tentadores, resplandece «la visión luminosa de un pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad. Un mundo que tiene un gran espacio en la liturgia tanto del Occidente como del Oriente cristianos; en él arraiga la confianza en esa nueva prueba de solicitud de Dios por los hombres cual es «el ángel de la guarda», que ha sido asignado a cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una presencia benéfica que la conciencia del pueblo de Dios ha acogido siempre como una nueva muestra de la Providencia, del interés del Padre por sus hijos».

El cardenal subraya, sin embargo, que «la Realidad diametralmente opuesta a las categorías de lo demoníaco es la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo». Y lo explica: «Satanás es esencialmente el disgregador, el destructor de toda relación: la del hombre consigo mismo o con los demás. Por lo tanto, es exactamente lo contrario al Espíritu Santo, el «Intermediario» absoluto que establece la relación sobre la que se fundamentan, y de la que se derivan, todas las demás relaciones: la relación trinitaria, mediante la cual el Padre y el Hijo constituyen una sola cosa, el Dios único en la unidad del Espíritu».

El retorno del Espíritu

Actualmente —le comento— se está produciendo un redescubrimiento del Espíritu Santo, que quizás estaba demasiado olvidado en la teología occidental. Y se trata de un redescubrimiento no sólo teórico, sino que arrastra cada vez a mayor número de gente mediante los movimientos denominados «Renovación carismática» o «en el Espíritu».

«Ciertamente es así —me confirma—. El período posconciliar no parece haber correspondido mucho a las esperanzas de Juan XXIII, quien se prometía un «nuevo Pentecostés». Sin embargo, su oración no ha sido desoída: en medio del corazón de un mundo desertizado por el escepticismo racionalista ha surgido una nueva experiencia del Espíritu Santo que ha alcanzado las proporciones de un movimiento de renovación a escala mundial. Lo que nos narra el Nuevo Testamento sobre los carismas que se manifestaron como signos visibles de la venida del Espíritu Santo no es mera historia antigua, concluida ya para siempre; esta historia se repite hoy bullente de actualidad».

Y no es una casualidad —añade subrayando y reforzando su visión del Espíritu Santo como antítesis de lo demoníaco— el que «mientras una teología reduccionista trata al demonio y al mundo de los espíritus malos como si fueran meras etiquetas, por el contrario en el ámbito de la Renovación ha surgido una nueva y concreta toma de conciencia sobre las potencias del Mal, aunque, claro está, unida a la serena certeza sobre el poder de Cristo al que todo ha sido sometido».

Por su propia misión institucional, el cardenal —en este punto al igual que en otros— se detiene a examinar las otras posibles caras de la medalla. En lo que respecta al movimiento carismático advierte: «Ante todo hay que salvar el equilibrio, evitar un énfasis exclusivo en el Espíritu, que, como nos dice el mismo Jesús, no «habla por si mismo», sino que vive y actúa dentro de la vida trinitaria». Tal énfasis «podría llevar a establecer una oposición entre la Iglesia organizada sobre la jerarquía (fundada a su vez sobre Cristo) y una Iglesia «carismática», basada solamente en la «libertad del Espíritu», una Iglesia que se considerara a sí misma como un «acontecer» continuamente renovado».

«Salvar el equilibrio —continúa— significa mantener la justa proporción entre institución y carisma, entre la fe común de la Iglesia y la experiencia personal. Una fe dogmática sin experiencia personal sería algo vacío; una mera experiencia que no estuviera vinculada a la fe de la Iglesia sería algo ciego. En fin, no es el «nosotros» del grupo el que vale, sino el gran «nosotros» de la gran Iglesia universal; la cual, y sólo ella, puede darnos el cuadro adecuado para «no despreciar al Espíritu y retener todo lo que es bueno», según la exhortación del Apóstol».

Más aún —completando el panorama de los «peligros»—, «hay que guardarse de un ecumenismo demasiado fácil —y es algo que se da claramente en América—, ya que de ese modo algunos grupos carismáticos católicos pueden perder de vista su propia identidad y unirse de una manera crítica a formas de pentecostalismo de origen protestante, y esto en nombre del «Espíritu» visto como opuesto a la institución». Los grupos católicos de Renovación en el Espíritu deben, por lo tanto, «ahora más que nunca, sentiré cum Ecclesia, actuar siempre y en todo caso en comunión con el obispo, incluso para evitar los daños que se producen cada vez que la Escritura es desarraigada de su contexto comunitario: el fundamentalismo, el esoterismo y el sectarismo».

Después de haber llamado la atención sobre los peligros, ¿ve el Prefecto de la Sagrada Congregación como algo positivo la salida al proscenio de la Iglesia de este movimiento de Renovación en el Espíritu?

«Ciertamente —afirma—. Se trata de una esperanza, de un buen signo de los tiempos, de un don de Dios a nuestra época. Es el redescubrimiento del gozo y de la riqueza de la oración en contraposición a las teorías y prácticas cada vez más entumecidas y resecadas por el racionalismo secularizado. Yo mismo he podido constatar personalmente su eficacia: en Munich surgieron algunas vocaciones al sacerdocio procedentes de este movimiento. Como ya he dicho, al igual que toda realidad humana, también ésta queda expuesta a equívocos, a malentendidos, a exageraciones. Pero el verdadero peligro estaría en ver solamente los peligros y no el don que nos es ofrecido por el Espíritu. Así, pues, la necesaria cautela no cambia el juicio fundamentalmente positivo».

Notas

[13] Pablo VI, Alocución en la audiencia general del 29 de junio de 1972.

[14] Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[15] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[16] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.

[17] Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe (junio de 1975).

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Doctrina Foros de la Virgen María FOROS DE LA VIRGEN MARÍA REFLEXIONES Y DOCTRINA

La Escatología del Individuo: Muerte, Juicio Particular, el Cielo, el Infierno, el Purgatorio

1. LA MUERTE

1. Origen de la muerte

La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia punitiva del pecado (de fe).

En su decreto sobre el pecado original nos enseña el concilio de Trento que Adán, por haber transgredido el precepto de Dios, atrajo sobre sí el castigo de la muerte con que Dios le había amenazado y transmitió además este castigo a todo el género humano ; Dz 788 s ; cf. Dz 101, 175.

Aunque el hombre es mortal por naturaleza, ya que su ser está compuesto de partes distintas, sabemos por testimonio de la revelación que Dios dotó al hombre, en el paraíso, del don preternatural de la inmortalidad corporal. Mas, en castigo de haber quebrantado el mandato que le había impuesto para probarle, el Señor le infligió la muerte, con la que ya antes le había intimidado ; Gen 2, 17: «El día que de él comieres morirás de muerte» (= echarás sobre ti el castigo de la muerte) ; 3, 19: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado ; ya que polvo eres y al polvo v?lverás.»

San Pablo enseña terminantemente que la muerte es consecuencia del pecado de Adán ; Rom 5, 12 : «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos Ios hombres, por cuanto todos habían pecado» ; cf. Rom 5, 15; 8, 10; 1 Cor 15, 21 s.

San Agustín defendió esta clarísima verdad revelada contra los pelagianos, que negaban los dones del estado original y, por tanto, consideraban la muerte exclusivamente como consecuencia de la índole de la naturaleza humana.

Para el justo, la muerte pierde su carácter punitivo y no pad de ser una mera consecuencia del pecado (poenalitas). Para Cristo y Maria, la muerte no pudo ser castigo del pecado original ni mera consecuencia del mismo, pues ambos estuvieron libres de todo pecado. La muerte para ellos era algo natural que respondía a la índole de su naturaleza humana; cf. S.th. 2 si 164, 1;111 14,2.

2. Universalidad de la muerte  

Todos los hombres, que vienen al mundo con pecado original, están sujetos a la ley de la muerte (de fe; Dz 789).

San Pablo funda la universalidad de la muerte en la universalidad del pecado original (Rom 5, 12) ; cf. Hebr 9, 27: «A los hombres les está establecido morir una vez.»

No obstante, por un privilegio especial, algunos hombres pueden ser preservados de la muerte. La Sagrada Escritura nos habla de que Enoc fue arrebatado de este mundo antes de conocer la muerte (Hebt 11, 5; cf. Gen 5, 24; Eccli 44, 16), y de que Elías subió al cielo en un torbellino (4 Reg 2, 11; 1 Mac 2, 58). Desde Tertuliano son numerosos los padres y teólogos que, teniendo en cuenta el pasaje de Apoc 11, 3 ss, suponen que Elías y Enoc han de venir antes del fin del mundo para dar testimonio de Cristo, y que entonces sufrirán la muerte. Pero tal interpretación no es segura. La exégesis moderna entiende por los «dos testigos» a Moisés y Elías o a personas que se les parezcan.

San Pablo enseña que, al acaecer la nueva venida de Cristo, los justos que entonces vivan no «dormirán» (= morirán), sino que serán inmutados ; 1 Cor 15, 51: «No todos dormiremos, pero todos seremos inmutados.» (La variante de la Vulgata [«Omnes quidem resurgemus, sed non omnes immutabimur»] no tiene sino valor secundario.) Cf. 1 Thes 4, 15 ss. Parece exegéticamente insostenible la explicación que da SANTO Tomás (S.th. t ti 81, 3 ad 1), según la cual el Apóstol no pretende negar la universalidad de la muerte, sino únicamente la universalidad de un sueño de muerte un tanto prolongado.

3. Significación de la muerte

Con la llegada de la muerte cesa el tiempo de merecer y desmerecer y la posibilidad de convertirse (sent. cierta).

A esta enseñanza de la Iglesia se opone la doctrina originista de la «apocatástasis», según la cual los ángeles y los hombres condenados se convertirán y finalmente lograrán poseer a Dios. Es también contraria a la doctrina católica la teoría de la transmigración de las almas (metempsícosis, reencarnación), muy difundida en la antigüedad (Pitágoras, Platón, gnósticos y maniqueos) y también en los tiempos actuales (teosofía), según la cual el alma, después de abandonar el cuerpo actual, entra en otro cuerpo distinto hasta hallarse totalmente purificada para conseguir la bienaventuranza.

Un sínodo de Constantinopla del año 543 reprobó la doctrina de la apocatástasis ; Dz 211. En el concilio del Vaticano se propuso definir como dogma de fe la imposibilidad de alcanzar la justificación después de la muerte; Coll. Lac. vii 567.

Es doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que la retribución que se reciba en la vida futura dependerá de los merecimientos o desmerecimientos adquiridos durante la vida terrena. Según Mt 25, 34 ss, el soberano Juez hace depender su sentencia del cumplimiento u omisión de las buenas obras en la tierra. El rico epulón y el pobre Lázaro se hallan separados en el más allá por un abismo insuperable (Le 16, 26). El tiempo en que se vive sobre la tierra es «el día», el tiempo de trabajar; después de la muerte viene «la noche, cuando ya nadie puede trabajar» (Ioh 9, 4). San Pablo nos enseña : «Cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por el cuerpo [ = en la tierra], bueno o malo» (2 Cor 5, 10). Y por eso nos exhorta el Apóstol a obrar el bien «mientras tenemos tiempo» (Gal 6, 10; cf. Apoc 2, 10).

Si exceptuamos algunos partidarios de Orígenes (San Gregorio Niseno, Didimo), los padres enseñan que el tiempo de la penitencia y la conversión se limita a la vida sobre la tierra. SAN CIPRIANO comenta: «Cuando se ha partido de aquí [= de esta vida], ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí se pierde o se gana la vida» (Ad Demetrianum 25) ; cf. SEUDO-CLEMENTE, 2 Cor. 8, 2 s ; SAN AFRAATES, Demonstr. 20, 12; SAN JERÓNIMO, In ep. ad Gal. III 6, 10; SAN FULGENCIO, De fide ad Petrum 3, 36.

El hecho de que el tiempo de merecer se limite a la vida sobre la tierra se basa en una positiva ordenación de Dios. De todos modos, la razón encuentra muy conveniente que el tiempo en que el hombre decide su suerte eterna sea aquel en que se hallan reunidos el cuerpo y el alma, porque la retribución eterna caerá sobre ambos. El hombre saca de esta verdad un estímulo para aprovechar el tiempo que dura su vida sobre la tierra ganándose la vida eterna.

 

2. EL JUICIO PARTICULAR

Inmediatamente después de la muerte tiene lugar el juicio particular en el cual el fallo divino decide la suerte eterna de los que han fallecido (sent. próxima a la fe).

Se opone a la doctrina católica el quiliasmo (milenarismo), propugnado por muchos padres de los más antiguos (Papías, Justino, Ireneo, Tertuliano y algunos más). Esta teoría, apoyándose en Apoc 20, 1 ss, y en las profecías del Antigua Testamento sobre el futuro reino del Mesías, sostiene que Cristo y los justos establecerán sobre la tierra un reinado de mil años antes de que sobrevenga la resurrección universal, y sólo entonces vendrá la bienaventuranza definitiva.

Se opone también a la doctrina católica la teoría enseñada por diversas sectas antiguas y modernas según la cual las almas, desde que se separan del cuerpo hasta que se vuelvan a unir a él, se encuentran en un estado de inconsciencia o semiinconsciencia, el llamado «sueño anímico» (hipnopsiquistas), o incluso mueren formalmente (muerte anímica) y resucitan con el cuerpo (tnetopsiquistas) ; cf. Dz 1913 (Rosmini).

La doctrina del juicio particular no ha sido definida, pero es presupuesto del dogma de que las almas de Ios difuntos van inmediatamente después de la muerte al cielo o al infierno o al purgatorio. Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los justos que se hallan libres de toda pena y culpa son recibidas en seguida en el cielo, y que las almas de aquellos que han muerto en pecado mortal, o simplemente en pecado original, descienden en seguida al infierno ; Dz 464, 693. El papa BENEDICTO XII definió, en la constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas de los justos que se encuentran totalmente purificadas entran en el cielo inmediatamente después de la muerte (o después de su purificación, si tenían algo que purgar), antes de la resurrección del cuerpo y del juicio universal, a fin de participar de la visión inmediata de Dios, siendo verdaderamente bienaventuradas ; mientras que las almas de los que han fallecido en pecado mortal van al infierno inmediatamente después de la muerte para ser en él atormentadas ; Dz 530 s. Esta definición va dirigida contra la doctrina enseñada privadamente por el papa Juan XXII según la cu\l las almas completamente purificadas van al cielo inmediatamente después de la muerte, pero antes de la resurrección no disfrutan de la visión intuitiva de la esencia divina, sino que únicamente gozan de la contemplación de la humanidad glorificada de Cristo; cf. Dz 457, 493a, 570s, 696. El Catecismo Romano (I 8, 3) enseña expresamente la verdad del juicio particular.

La Sagrada Escritura nos ofrece un testimonio indirecto del juicio particular, pues enseña que las almas de los difuntos reciben su recompensa o su castigo inmediatamente después de la muerte ; cf. Eccli 1, 13; 11, 28 s (G 26 s). El pobre Lázaro es llevado al seno de Abraham (= limbus Patrum) inmediatamente después de su muerte, mientras que el rico epulón es entregado también inmediatamente a los tormentos del infierno (Lc 16, 22 s). El Redentor moribundo dice al buen ladrón : «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Le 23, 43). Judas se fue «al lugar que le correspondía» (Act 1, 25). Para San Pablo, la muerte es la puerta de la bienaventuranza en unión con Cristo; Phil 1, 23: «Deseo morir para estar con Cristo» ; «en el Señor» es donde está su verdadera morada (2 Cor 5, 8). Con la muerte cesa el estado de fe y comienza el de la contemplación (2 Cor 5, 7; 1 Cor 13, 12).

Al principio no son claras las opiniones de Ios padres sobre la suerte de los difuntos. No obstante, se supone la existencia del juicio particular en la convicción universal de que los buenos y los malos reciben, respectivamente, su recompensa y su castigo inmediatamente después de la muerte. Reina todavía incertidumbre sobre la índole de la recompensa y del castigo de la vida futura. Bastantes de los padres más antiguos (Justino, Ireneo, Tertuliano, Hilario, Ambrosio) suponen la existencia de un estado de espera entre la muerte y la resurrección, en el cual los justos recibirán recompensa y los pecadores castigo, pero sin que sea todavía la definitiva bienaventuranza del cielo o la definitiva condenación del infierno. TERTULIANO supone que los mártires constituyen una excepción, pues son recibidos inmediatamente en el «paraíso», esto es, en la bienaventuranza del cielo (De anima 55; De carnis resurr. 43). SAN CIPRIANO enseña que todos los justos entran en el reino de los cielos y se sitúan junto a Cristo (De inmortalitate 26). SAN AGUSTÍN duda si las almas de los justos, antes de la resurrección, disfrutarán, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consiste en la contemplación de Dios (Retr. I 14, 2).

Dan testimonio directo de la fe en el juicio particular: SAN JUAN CRISÓSTOMO (fin Matth. hom. 14, 4), SAN JERÓNIMO (In Ioel 2, 11), SAN MUSTÍN (De anima et eius origine II 4, 8) y SAN CESÁREO DE ARLÉS (Sermo 5, 5).

La Iglesia ortodoxa griega, por lo que respecta a la suerte de los difuntos, sigue estancada en la doctrina, todavía oscura, de los padres más antiguos. Admite un estado intermedio que se extiende entre la muerte y la resurrección, estado que es desigual para los justos y para los pecadores y al que precede un juicio particular; cf. la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p. 1, q. 61.

 

3. EL CIELO

1. La felicidad esencial del cielo

Las almas de los justos que en el instante de la muerte se hallan libres de toda culpa y pena de pecado entran en el cielo (de fe).

El cielo es un lugar y estado de perfecta felicidad sobrenatural, la cual tiene su razón de ser en la visión de Dios y en el perfecto amor a Dios que de ella resulta.

El antiguo símbolo oriental y el símbolo apostólico en su redacción más reciente (siglo v) contienen la siguiente confesión de fe: «Creo en la vida eterna» ; Dz 6 y 9. El papa BENEDICTO xii declaró, en su constitución dogmática Benedictus Deus (1336), que las almas completamente purificadas entran en el cielo y contemplan inmediatamente la esencia divina, viéndola cara a cara, pues dicha divina esencia se les manifiesta inmediata y abiertamente, de manera clara y sin velos ; y las almas, en virtud de esa visión y ese gozo, son verdaderamente dichosas y tienen vida eterna y eterno descanso ; Dz 530; cf. Dz 40, 86, 693, 696.

La escatología de los libros más antiguos del Antiguo Testamento es todavía imperfecta. Según ella, las almas de los difuntos bajan a los infiernos (seol), donde llevan una existencia sombría y triste. No obstante, la suerte de los justos es mejor que la de los impíos. Más adelante se fue desarrollando la idea de que Dios retribuye en el más allá, idea que ya aparece con mayor claridad en los libros más recientes. El salmista abriga la esperanza de que Dios libertará su alma del poder del abismo y será su porción para toda la eternidad (Ps 48, 16; 72, 26). Daniel da testimonio de que el cuerpo resucita para vida eterna o para eterna vergüenza y confusión (12, 2). Los mártires del tiempo de los Macabeos sacan consuelo y aliento de su esperanza en la vida eterna (2 Mac 6, 26; 7, 29 y 36). El .libro de la Sabiduría nos describe la felicidad y la paz de las almas de los justos, que descansan en las manos de Dios y viven eternamente cerca de Él (3, 1-9; 5, 16 s).

Jesüs representa la felicidad del cielo bajo la imagen de un banquete de bodas (Mt 25, 10; cf. Mt 22, 1 ss; Lc 14, 15 ss), calificando esta bienaventuranza de «vida» o «vida eterna» ; cf. Mt 18, 8 s ; 19, 29; 25, 46; Ioh 3, 15 ss; 4, 14; 5, 24; 6, 35-59; 10, 28; 12, 25 ; 17, 2. La condición para alcanzar la vida eterna es conocer a Dios y a Cristo: «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo» (Ioh 17, 3). A los limpios de corazón les promete que verán a Dios : «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dias» (Mt 5, 8).

San Pablo insiste en el carácter misterioso de la bienaventuranza futura: «Ni el ojo vio, y ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los r.füe le aman» (1 Cor 2, 9 ; cf. 2 Cor 12, 4). Los justos reciben como recompensa la vida eterna (Rom 2, 7; 6, 22 s) y una gloria que no tiene proporción con los padecimientos de este mundo (Rom 8, 18). En lugar del conocimiento imperfecto de Dios que poseemos aquí en esta vida, entonces veremos a Dios inmediatamente (1 Cor 13, 12; 2 Cor 5, 7).

Una idea fundamental de la teología de San Juan es que por la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios, se consigue la vida eterna ; cf. loh 3, 16 y 36; 20, 31; 1 Ioh 5, 13. La vida eterna consiste en la visión inmediata de Dios; 1 Ioh 3, 2: «Seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es.» E’l Apocalipsis nos describe la dicha de los bienaventurados que se hallan en compañía de Dios y el Cordero, esto es, Cristo glorificado. Todos los males físicos han desaparecido; cf. Apoc 7, 9-17; 21, 3-7.

SAN AGUSTÍN estudia detenidamente la esencia de la felicidad del cielo y la hace consistir en la visión inmediata de Dios; cf. De civ. Dei xxii 29 s. I.a escolástica insiste sobre el carácter absolutamente sobrenatural de la misma, y exige una especial iluminación del entendimiento, la llamada luz de gloria (lumen gloriae; cf. Ps 35, 10; Apoc 22, 5), es decir, un don sobrenatural y habitual del entendimiento que le capacita para el acto de la visión de Dios, cf. S.th. i 12, 4 y 5; Dz 475. Véase el tratado acerca de Dios, § 6, 3 y 4.

Los actos que integran la felicidad celestial son de entendimiento (visio), de amor (amor, caritas) y de gozo (gaudium, fruitio). El acto fundamental es — según la doctrina tomista — el de entendimiento, y — según la doctrina escotista — el de amor.

A propósito del objeto de la visión beatífica, véase el tratado acerca de Dios, § 6, 2.

2. Felicidad accidental del cielo  

A la felicidad esencial del cielo que brota de la visión inmediata de Dios se añade una felicidad accidental procedente del natural conocimiento y amor de bienes creados (sent. común).

Es motivo de felicidad accidental para los bienaventurados el hallarse en compañía de Cristo (en cuanto a su humanidad) y la Virgen, de los ángeles y los santos, el volver a reunirse con los seres queridos y con los amigos que se tuvieran durante la vida terrena, el conocer las obras de Dios. La unión del alma con el cuerpo glorificado el día de la resurrección significará un aumento accidental de gloria celestial.

Según doctrina de la escolástica, hay tres clases de bienaventurados que, además de la felicidad esencial (corona aurea), reciben una recompensa especial (aureola) por las victorias conseguidas. Tales son : los que son vírgenes, por su victoria sobre la carne, según dice Apoc 14, 4; los mártires, por su victoria sobre el diablo, padre de la mentira, según Dan 12, 3, y Mt 5, 19. Conforme enseña SANTO TOMÁS, la esencia de la «aureola» consiste en el gozo por las hazañas realizadas por cada uno en la lucha contra los enemigos de la salvación (Suppl. 96, 1). A propósito del término «aurea (sc. corona)», véase Apoc 4, 4; y sobre la expresión «aureola», véase Ex 24, 25.

3. Propiedades del cielo

a) Eternidad

La felicidad del cielo dura por toda la eternidad (de fe).

El papa Benedicto xii declaró : «Y una vez que haya comenzado en ellos esa visión intuitiva, cara a cara, y ese goce, subsistirán continuamente en ellos esa misma visión y ese mismo goce sin interrupción ni tedio de ninguna clase, y durará hasta el juicio final, y desde éste, indefinidamente, por toda la eternidad» ; Dz 530.

Se opone a la verdad católica la doctrina de Orígenes sobre la posibilidad de cambio moral en los bienaventurados. En tal doctrina se incluye la posibilidad de la disminución o pérdida de la bienaventuranza.

Jesús compara la recompensa por las buenas obras a Ios tesoros guardados en el cielo, donde no se pueden perder (Mt 6, 20; Lc 12, 33). Quien se ganare amigos con el injusto Mammón (= riquezas) será recibido en los «eternos tabernáculos» (Lc 16, 9). Los justos irán a la «vida eterna» (Mt 25, 46 ; cf. Mt 19, 29; Rom 2, 7; Ioh 3, 15 s). San Pablo habla de la eterna bienaventuranza empleando la imagen de «una corona imperecedera» (1 Cor 9, 25); San Pedro la llama «corona inmarcesible de gloria» (1 Petr 5, 4).

SAN AGUSTÍN deduce racionalmente la eterna duración del cielo de la idea de la perfecta bienaventuranza: «Cómo podría hablarse de verdadera felicidad si faltase la confianza de la eterna duración?» (De civ. Dei xii 13, 1; cf. x 30; xi 13).

La voluntad de los bienaventurados se halla de tal modo confirmada en el bien por una íntima unión de caridad con Dios, que le es moralmente imposible apartarse de Él por el pecado (impecabilidad moral).

b) Desigualdad

El grado de la felicidad celestial es distinto en cada uno de los bienaventurados según la diversidad de sus méritos (de fe).

El Decretum pro Graecis del concilio de Florencia (1439) declara que las almas de los plenamente justos «intuyen claramente al Dios Trino y Uno, tal cual es, aunque unos con más perfección que otros según la diversidad de sus merecimientos» ; Dz 693. El concilio de Trento definió que el justo merece por sus buenas obras el aumento de la gloria celestial ; Dz 842.

Frente a la verdad católica está la doctrina de Joviniano (influida por el estoicismo), según la cual todas las virtudes son iguales. Se opone también al dogma católico la doctrina luterana de la imputación puramente externa de la justicia de Cristo. Tanto de la doctrina de Lutero como de la de Joviniano se sigue la igualdad de la bienaventuranza celestial.

Jesús nos asegura: «El [el Hijo del hombre] dará a cada uno según sus obras» (Mt 16, 27). San Pablo enseña : «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su trabajo» (1 Cor 3, 8), «El que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largura, con largura cosechará» (2 Cor 9, 6) ; cf. 1 Cor 15, 41 s.

Los padres citan con frecuencia la frase de Jesús en que nos habla de las muchas moradas que hay en la casa de su Padre (Ioh 14, 2). TERTULIANO comenta : «¿Por qué hay tantas moradas en la casa del Padre, sino por la diversidad de merecimientos?» (Scorp. 6). SAN AGUSTÍN considera el denario que se entregó por igual a todos los trabajadores de la viña, a pesar de la distinta duración de su trabajo (Mt 20, 1-16), como una alusión a la vida eterna que es para todos de eterna duración; y en las muchas moradas que hay en la casa del Padre celestial (Ioh 14, 2) ve el santo doctor los distintos grados de recompensa que se conceden en una misma vida eterna. Y a la supuesta objeción de que tal diversidad engendraría envidias, responde: «No habrá envidias por los distintos grados de gloria, ya que en todos los bienaventurados reinará la unión de la caridad» (In loh., tr. 67, 2); cf. SAN JERÓNIMO, Adv. Iovin. ti 18-34; S.th. 112, 6.

 

4. EL INFIERNO

1. Realidad del infierno

Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal van al infierno (de fe).

El infierno es un lugar y estado de eterna desdicha en que se hallan las almas de los réprobos.

La existencia del infierno fue impugnada por diversas sectas, que suponían la total aniquilación de los impíos después de su muerte o del juicio universal. También la negaron todos los adversarios de la inmortalidad personal (materialismo).

El símbolo Quicumque confiesa : «Y los que obraron mal irán al fuego eterno» ; Dz 40. BENEDICTO XII declaró en su constitución dogmática Benedictus Deus: «Según la común ordenación de Dios, las almas de los que mueren en pecado mortal, inmediatamente después de la muerte, bajan al infierno, donde son atormentadas con suplicios infernales» ; Dz 531; cf. Dz 429, 464, 693, 835, 840.

El Antiguo Testamento no habla con claridad sobre el castigo de los impíos, sino en sus libros más recientes. Según Dan 12, 2, los impíos resucitarán para «eterna vergüenza y oprobio». Según Iudith 16, 20 s (G 16, 17), el Señor, el Omnipotente tomará venganza de los enemigos de Israel y los afligirá en el día del juicio : «El Señor omnipotente los castigará en el día del juicio, dando al fuego y a los gusanos sus carnes, para que se abrasen y lo sientan (G : para que giman de dolor) para siempre» ; cf. Is 66, 24. Según Sap 4, 19, los impíos «serán entre los muertos en el oprobio sempiterno», «serán sumergidos en el dolor y perecerá su memoria» ; cf. 3, 10; 6, 5 ss.

Jesús amenaza a los pecadores con el castigo del infierno. Le llama gehenna (Mt 5, 29 s ; 10, 28; 23, 15 y 33; Mc 9, 43, 45 y 47 [G] ; originariamente significa el valle Ennom), gehenna de fuego (Mt 5, 22; 18, 9), gehenna donde el gusano no muere ni el fuego se extingue (Mc 9, 46 s [G 47 s]), fuego eterno (Mt 25, 41), fuego inextinguible (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]), horno de fuego (Mt 13, 42 y 50), suplicio eterno (Mt 25, 46). Allí hay tinieblas (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30), aullidos y rechinar de dientes (Mt 13, 42 y 50; 24, 51; Lc 13, 28). San Pablo da el siguiente testimonio: «Esos [los que no conocen a Dios ni obedecen el Evangelio] serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder» (2 Thes 1, 9) ; cf. Rom 2, 6-9; Hebr 10, 26-31. Según Apoc 21, 8, los impíos «tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre» ; allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (20, 10) ; cf. 2 Petr 2, 6; Iud 7.

Los padres dan testimonio unánime de la realidad del infierno. Según SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, todo aquel que «por su pésima doctrina corrompiere la fe de Dios por la cual fue crucificado Jesucristo, irá al fuego inextinguible, él y Ios que le escuchan» (Eph. 16, 2). SAN JUSTINO funda el castigo del infierno en la idea de la justicia divina, la cual no deja impune a los transgresores de la ley (Apol. II 9); cf. Apol. 18, 4; 21, 6; 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. Iv 28, 2.

2. Naturaleza del suplicio del infierno

La escolástica distingue das elementos en el suplicio del infierno : la pena de daño (suplicio de privación) y la pena de sentido (suplicio para los sentidos). La primera corresponde al apartamiento voluntario de Dios que se realiza, por el pecado mortal ; la otra, a la conversión desordenada a la criatura.

La pena de daño, que constituye propiamente la esencia del castigo del infierno, consiste en verse privado de la visión beatífica de Dios ; cf. Mt 25, 41: «¡ Apartaos de mí, malditos!»; Mt 25, 12: «No os conozco» ; 1 Cor 6, 9 : « No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios ?» ; I,c 13, 27; 14, 24; Apoc 22, 15 ; SAN AGUSTÍN, Enchir. 112.

La pena de sentido consiste en los tormentos causados externamente por medios sensibles (es llamada también pena positiva del infierno). La Sagrada Escritura habla con frecuencia del fuego del infierno, al que son arrojados los condenados; designa al infiemo como un lugar donde reinan los alaridos y el crujir de dientes… imagen del dolor y la desesperación.

El fuego del infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos padres (como Orígenes y San Gregorio Niseno) y algunos teólogos posteriores (como Ambrosio Catarino, J. A. Möhler y H. Klee), los cuales interpretaban la expresión «fuego» como imagen de los dolores puramente espirituales — sobre todo, del remordimiento de la conciencia — que experimentan los condenados. El magisterio de la Iglesia no ha condenado esta sentencia, pero la mayor parte de Ios padres, los escolásticos y casi todos los teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico o agente de orden material, aunque insisten en que su naturaleza es distinta de la del fuego actual. La acción del fuego físico sobre seres puramente espirituales la explica SANTO TOMÁS — siguiendo el ejemplo de San Agustín y San Gregorio Magno — como sujeción de los espíritus al fuego material, que es instrumento de la justicia divina. Los espíritus quedan sujetos de esta manera a la materia, no disponiendo de libre movimiento; Suppl. 70, 3. A propósito de una declaración de la Penitenciaría Apostólica sobre la cuestión del fuego del infierno (Cavallera 1466), editada el 30 de abril de 1890, véase H. LANGE, Schol 6 (1931) 89 s.

3. Propiedades del infierno

a) Eternidad

Las penas del infierno duran toda la eternidad (de fe).

El capítulo Firmiter del concilio iv de Letrán (1215) declaró : «Aquéllos [los réprobos] recibirán con el diablo suplicio eterno» ; Dz 429; cf. Dz 40, 835, 840. Un sínodo de Constantinopla (543) reprobó la doctrina origenista de la apocatástasis ; Dz 211.

Mientras que Orígenes negó, en general, la eternidad de las penas del infierno, H. Schell (+ 1906) restringió la duración eterna a aquellos condenados que pecan «con la mano levantada», es decir, movidos por odio contra Dios, y que en la vida futura perseveran en dicho odio.

La Sagrada Escritura pone a menudo de relieve la eterna duración de las penas del infierno, pues nos habla de «eterna vergüenza y confusión». (Dan 12, 2; cf. Sap. 4, 19), de «fuego eterno» (Iudith 16, 21; Mt 18, 8; 25, 41; Iud 7), de «suplicio eterna» (Mt 25, 46), de «ruina eterna» (2 Thes 1, 9). El epíteto «eterno» no puede entenderse en el sentido de una duración muy prolongada, pero a fin de cuentas limitada. Así lo prueban los lugares paralelos en que se habla de «fuego inextinguible» (Mt 3, 12; Mc 9, 42 [G 43]) o de la «gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue» (Mc 9, 46 s [G 47 s]), e igualmente lo evidencia la antítesis «suplicio eterno vida eterna» en Mt 25, 46. Según Apoc 14, 11 (19, 3), «el humo de su tormento [del de los condenados] subirá por los siglos de los siglos», es decir, sin fin ; cf. Apoc 20, 10.

La «restauración de todas las cosas», de la que se nos habla en Act 3, 21, no se refiere a la suerte de los condenados, sino a la renovación del mundo que tendrá lugar con la segunda venida de Cristo.

Los padres, antes de Orígenes, testimoniaron con unanimidad la eterna duración de las penas del infierno; cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Eph. 16, 2, SAN JUSTINO, Apol. i 28, 1; Martyrium Polycarpi 2, 3; 11, 2; SAN IRENEO, Adv. haer. iv 28, 2; TERTULIANO, De poenit. 12. La negación de Orígenes tuvo su punto de partida en la doctrina platónica de que el fin de todo castigo es la enmienda del castigado. A Orígenes le siguieron San Gregorio Niseno, Didimo de Alejandría y Evagrio Póntico. SAN AGUSTÍN sale en defensa de la infinita duración de las penas del infierno, contra los origenistas y los «misericordiosos» (San Ambrosio), que en atención a la misericordia divina enseñaban la restauración de los cristianos fallecidos en pecado mortal; cf. De civ. Dei xxi 23; Ad Orosium 6, 7; Enchir. 112.

La verdad revelada nos obliga a suponer que la voluntad de los condenados está obstinada inconmoviblemente en el mal y que por eso es incapaz de verdadera penitencia. Tal obstinación se explica por rehusar Dios a los condenados toda gracia para convertirse; cf. S.th. i II 85, 2 ad 3; Suppl. 98, 2, 5 y 6.

b) Desigualdad

La cuantía de la pena de cada uno de los condenados es diversa según el diverso grado de su culpa (sent. común).

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia declararon que las almas de los condenados son afligidas con penas desiguales («poenis tamen disparibus puniendas») ; Dz 464, 693. Probablemente esta fase no se refiere únicamente a la diferencia específica entre el castigo del solo pecado original (pena de daño) y el castigo por pecados personales (pena de daño y de sentido), sino que también quiere darnos a entender la diferencia gradual que hay entre los castigos que se dan por los distintos pecados personales.

Jesús amenaza a los habitantes de Corozaín y Betsaida asegurando que por su impenitencia han de tener un castigo mucho más severo que los habitantes de Tiro y Sidón ; Mt 11, 22. Los escribas tendrán un juicio más severo; Lc 20, 47.

SAN AGUSTÍN nos enseña : «La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros» (Enchir. III). La justicia exige que la magnitud del castigo corresponda a la gravedad de la culpa.

 

5. EL PURGATORIO

1. Realidad del purgatorio

a) Dogma

Las almas de los justos que en el instante de la muerte están gravadas por pecados veniales o por penas temporales debidas por el pecado van al purgatorio (de fe).

El purgatorio (= lugar de purificación) es un lugar y estado donde se sufren temporalmente castigos expiatorios.

La realidad del purgatorio la negaron los cátaros, los valdenses, los reformadores y parte de los griegos cismáticos. A propósito de la doctrina de Lutero, véanse los Artículos de Esmalcalda, pars II, art. II, §§ 12-15; a propósito de la doctrina de Calvino, véase Instit. iii 5, 6-10; a propósito de la doctrina de la Iglesia ortodoxa griega, véase la Confessio orthodoxa de PEDRO MOGILAS, p 1, q. 64-66 (refundida por Meletios Syrigos) y la Confessio de DOSITEO, decr. 18.

Los concilios unionistas de Lyón y Florencia hicieron la siguiente declaración contra los griegos cismáticos, que se oponían principalmente a la existencia de una lugar especial de purificación, al fuego del purgatorio y al carácter expiatorio de sus penas : «Las almas que partieron de este mundo en caridad con Dios, con verdadero arrepentimiento de sus pecados, antes de haber satisfecho con verdaderos frutos de penitencia por sus pecados de obra y omisión, son purificadas después de la muerte con las penas del purgatorio» ; Dz 464, 693; cf. Dz 456, 570 s.

Frente a los reformadores que consideraban como contraria a las Escrituras la doctrina del purgatorio (cf. Dz 777) y que la rechazaban como incompatible con su teoría de la justificación, el concilio de Trento hizo constar la realidad del purgatorio y la utilidad de los sufragios hechos en favor de las almas que en él se encuentran : «purgátorium esse animasque ibi detentas fidelium suffragiis… iuvari» ; Dz 983; cf. Dz 840, 998.

b) Prueba de Escritura

La Sagrada Escritura enseña indirectamente la existencia del purgatorio concediendo la posibilidad de la purificación en la vida futura.

Según 2 Mac 12, 42-46, los judíos oraron por los caídos en quienes se habían encontrado objetos consagrados a los ídolos de Jamnia, a fin de que el Señor les perdonara sus pecados; para ello enviaron dos mil dracmas de plata a Jerusalén para que se hicieran sacrificios por el pecado. Estaban, pues, persuadidos de que a los difuntos se les puede librar de su pecado por medio de la oración y el sacrificio. El hagiógrafo aprueba esta conducta : «También pensaba [Judas] que a los que han muerto piadosamente les está reservada una magnífica recompensa. ¡ Santo y piadoso pensamiento ! Por eso hizo que se ofrecieran sacrificios expiatorios por los muertos para que fueran absueltos de sus pecados» (v 45, según G).

Las palabras del Señor en Mt 12, 32: «Quien hablare contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el venidero», parecen admitir la posibilidad de que otros pecados se perdonen no sólo en este mundo, sino también en el futuro. SAN GREGORIO MAGNO comenta: «En esta frase se nos da a entender que algunas culpas se pueden perdonar en este mundo y algunas también en el futuro» (Dial, iv 39) ; cf. SAN AGUSTÍN, De civ. Dei xxi 24, 2 ; Dz 456.

San Pablo expresa en 1 Cor 3, 10-15, la siguiente idea con relación a la labor misionera de la comunidad de Corinto : la obra del predicador de la fe cristiana, el cual sigue edificando sobre el fundamento que es Cristo, será sometida a una prueba como de fuego en el día del Juicio. Si la obra resiste la prueba, el autor recibirá su recompensa, mas si no la resiste «sufrirá los perjuicios», es decir, perderá la recompensa. Sin embargo, aquel cuya obra no resista la prueba, es decir, haya trabajado mal, «será ciertamente salvo, aunque como a través del fuego», es decir, alcanzará la vida eterna en el caso de que su paso a través del fuego demuestre que es digno de la vida eterna (J. Gnilka). La mayoría de los comentaristas católicos entienden el paso a través del fuego como un castigo purificador, pasajero y, probablemente, consistente, en las grandes tribulaciones que el mal constructor tendrá que padecer el día del juicio final. De ello se deduce que todo aquel que muere con pecados veniales o penas temporales merecidas por el pecado debe pasar, después de muerto, por un transitorio castigo de purificación. Los padres latinos, tomando la palabra demasiado literalmente, interpretan el fuego como un fuego físico purificador, destinado a cancelar después de la muerte los pecados veniales que no han sido expiados ; cf. SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 37, 3; SAN CESÁREO DE ARLÍS, Sereno 179; SAN GREGORIO MAGNO, Dial. Iv 39.

La frase que leemos en Mt 5, 26: «En verdad te digo que no saldrás de allí [de la cárcel] hasta que pagues el último ochavo», es una amenaza, en forma de parábola, para todo aquel que no cumpla el precepto de la caridad cristiana, de un justo castigo por parte del Juez divino. Los intérpretes, «utilizando sobre la exégesis de la parábola, creyeron ver significada en esa pena temporal de cárcel un estado de castigo temporal en la vida futura. TERTULIANO interpretaba la cárcel como los infiernos, y el último ochavo como «las pequeñas culpas que habrá que expiar allí por ser dilatada la resurrección» (para el reino milenario; De anima 58); cf. SAN CIPRIANO, Ep. 55, 20.

c) Prueba de tradición

El punto esencial del argumento en favor de la existencia del purgatorio se halla en el testimonio de los padres. Sobre todo los padres latinos emplean los argumentos escriturísticos citados anteriormente como pruebas del castigo purificador transitorio y del perdón de los pecados en la vida futura. SAN CIPRIANO enseña que los penitentes que fallen después de recibir la reconciliación tienen que dar en la vida futura el resto de satisfacción que tal vez sea necesario, mientras que el martirio representa para los que lo sufren una completa satisfacción: «Es distinto sufrir prolongados dolores por los pecados y ser limpiado y purificado por fuego incesante, que expiarlo todo de una vez por el martirio» (Ep. 55, 20). SAN AGUSTÍN distingue entre las penas temporales que hay que aceptar en esta vida como penitencia y las que hay que aceptar después de la muerte : «Unos solamente sufren las penas temporales en esta vida, otros sólo después de la muerte, y otros, en fin, en esta vida y después de la muerte, pero todos tendrán que padecerlas antes de aquel severísimo y último juicio» (De civ. Dei xxi 13). Este santo doctor habla a menudo del fuego «corrector y purificador» («ignis emendatorius, ignis purgatorius» ; cf. Enarr. in Ps. 37, 3; Enchir. 69). Según su doctrina, los sufragios redundan en favor de todos aquellos que han renacido en Cristo pero que no han vivido de tal manera que no tengan necesidad de semejante ayuda. Constituyen, por tanto, un grupo intermedio entre los bienaventurados y los condenados (Enchir. 110; De civ. Dei xxx 24, 2). Los epitafios paleocristianos desean a los muertos la paz y el refrigerio.

La existencia del purgatorio se prueba especulativamente por la santidad y justicia de Dios. La santidad de Dios exige que sólo las almas completamente purificadas sean recibidas en el cielo (Apoc 21, 27) ; su justicia reclama que se paguen los reatos de pena todavía pendientes y, por otra parte, prohíbe que las almas unidas en caridad con Dios sean arrojadas al infierno. Por eso hay que admitir la existencia de un estado intermedio que tenga por fin la purificación definitiva y sea, por consiguiente, de duración limitada ; cf. SANTO ToM Ás, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 1; S.c.G. Iv 91.

2. Naturaleza del suplicio del purgatorio

En el purgatorio se distingue, de manera análoga al infierno, una pena de daño y otra de sentido.

La pena de daño consiste en la dilación temporal de la visión beatífica de Dios. Como ha precedido ya el juicio particular, el alma sabe que la exclusión es solamente de carácter temporal y posee la certeza de que al fin conseguirá la bienaventuranza ; Dz 778. Las almas del purgatorio tienen conciencia de ser hijos y amigos de Dios y suspiran por unirse íntimamente con Él. De ahí que esa separación temporal sea para ellos tanto más dolorosa.

A la pena de daño se añade — según doctrina general de los teólogos — la pena de sentido. Teniendo en cuenta el pasaje de 1 Cor 3, 15, los padres latinos, los escolásticos y muchos teólogos modernos suponen la existencia de un fuego físico como instrumento externo de castigo. Pero notemos que las pruebas bíblicas ad,,idas en favor de esta sentencia son insuficientes. Los concilios, en sus declaraciones oficiales, solamente hablan de las penas del purgatorio, no del fuego del purgatorio. Lo hacen así por consideración a los griegos separados, que rechazan la existencia de fuego purificador; Dz 464, 693; cf. SANTO TOMÁS, Sent. Iv, d. 21, q. 1, a. 1, qc. 3.

3. Objeto de la purificación

En la vida futura, la remisión de los pecados veniales todavía no perdonados se efectúa — según doctrina de SANTO TOMÁS (De malo 7, 11) — de igual manera que en esta vida: por un acto de contrición perfecta realizado con ayuda de la gracia. Este acto de arrepentimiento, que se suscita inmediatamente después de entrar en el purgatorio, no causa la supresión o aminoramiento de la pena (en la vida futura ya no hay posibilidad de merecer), sino únicamente la remisión de la culpa.

Las penas temporales debidas por los pecados son cumplidas en el purgatorio por medio de la llamada «satispasión» (o sufrimiento expiatorio), es decir, por medio de la aceptación voluntaria de los castigos purificativos impuestos por Dios.

4. Duración del purgatorio

El purgatorio no subsistirá después de que haya tenido lugar el juicio universal (sent. común).

Después de que el soberano Juez haya pronunciado su sentencia en el juicio universal (Mt 25, 34 y 41), no habrá más que dos estados : el del cielo y el del infierno. San Agustín afirma : «Se ha de pensar que no existen penas purificativas sino antes de aquel último y tremendo juicio» (De civ. Dei xxi 16; cf. xxi 13).

Para cada alma el purgatorio durará hasta que logre la completa purificación de todo reato de culpa y pena. Una vez terminada la purificación será recibida en la bienaventuranza del cielo; Dz 530, 693.

Fuente : TRATADO DE LOS NOVÍSIMOS O DE LA CONSUMACIÓN DE ESCATOLOGÍA) de Ludwig Ott,  Capítulo primero

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis: