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El modernismo, en su sentido estricto e histórico, designa una crisis del pensamiento dentro del catolicismo que se manifestó a finales del siglo xix y comienzos del XX. A cierta distancia, muchos historiadores se han sentido inclinados a considerar el modernismo en una unidad y una cohesión que jamás tuvo. El modernismo no formó un todo más que por su condenación de conjunto por el decreto Lamentabili (17 de julio de 1907) y la encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907).

Se pueden, sin embargo, señalar algunas tendencias comunes en cierto número de autores de este período: un esfuerzo por superar cierta teología esclerotizada, un intento de reformulación de la fe adaptada al hombre moderno, una verificación de los fundamentos del cristianismo con la ayuda de los nuevos métodos críticos e históricos. Movido por el deseo de devolverle a la Iglesia su influjo espiritual sobre los contemporáneos, el modernismo constituye un intento de renovación de la exégesis, de la historia y de la teología en el surco de un pensamiento que sospechaba de todo dogmatismo y que estaba familiarizado con los nuevos métodos de interpretación de los textos.

Los contornos del modernismo no son fáciles de definir, ya que es difícil aislarlo del movimiento intelectual de aquel período, que intentaba colmar el retraso de las «ciencias eclesiásticas». En Alemania, a lo largo de todo el siglo xix, se desarrolló una corriente de liberalismo universitario y de reformismo católico, pero muy al margen del modernismo. Para Inglaterra hay que mencionar a G. Tyrrel (1861-1909). En Italia el modernismo existió sobre todo en el terreno de la acción social y de la cultura religiosa con R. Murri (1870-1904), S. Minocchi (18691903) y E. Buonaiuti (1881-1946). En Francia fue donde el modernismo encontró su terreno predilecto con Alfred Loisy (1$57-1940), E. Le Roy (1870-1954) y J. Turmel (1859-1942); salió a la luz pública con la aparición del pequeño «livre rouge» de Loisy L’Evangile et l’Église (París 1902), que se presentaba como una apología histórica, no ya del sistema romano, sino del catolicismo ilustrado, en respuesta a A. Harnack, que acababa de publicar su Das Wesen des Christentums, apología histórica del protestantismo liberal. La obra de Loisy fue juzgada peligrosa para la fe, y más aún las explicaciones que siguieron en Autour d’un petit livre (París 1903). Por el número de sus publicaciones y también por el interés que suscitaron sus posturas en exégesis y en teología, no es exagerado decir que Loisy es «el modernista por excelencia». No conviene situar entre los modernistas a los autores de este período, que fueron ciertamente renovadores, pero que mantuvieron sus distancias respecto a las orientaciones doctrinales del modernismo: M. Blondel, L. Laberthonniére, M.-J. Lagrange. Ni hay que atribuir de forma demasiado rápida la paternidad del modernismo a Kant, Schleiermacher, Renan e incluso a Newman.

Hay varias posiciones de Loisy que interesan a la teología fundamental, ya que su empresa modernista se basa en una teología de la revelación y de su desarrollo en la Iglesia.

LA REVELACIÓN COMO CONCIENCIA ADQUIRIDA

Loisy intenta despojar a la revelación de toda representación antropomórfica que consistiera en concebirla como la comunicación hecha al hombre por Dios de unas verdades ya acabadas e inmutables. Describe el acontecimiento revelador primero en términos de «experiencia religiosa», de «percepción», de «contacto con lo divino». Esta experiencia religiosa primordial se expresa por medio de unas afirmaciones de fe y de unas interpretaciones doctrinales que formula el creyente a lo largo de la historia, tomando conciencia del don de Dios. Esta conciencia, en la que Dios actúa, es adquirida por el creyente y participa de las condiciones y de los límites de todo conocimiento humano. De esta manera Loisy fundamenta el desarrollo de la revelación en el hecho de que el don divino reviste nuevas expresiones que guardan siempre una relación estrecha con la cultura de los hombres que van evolucionando.

Para interpretar correctamente la fórmula tan discutida «la revelación no pudo ser más que la conciencia adquirida de su relación con Dios» (Autour d ún petit livre, p. 195), que fue condenada textualmente en el decreto Lamentabili, hay que comprenderla respecto a una distinción que pone Loisy entre «revelación viva» y «revelación formulada en lenguaje humano». La revelación viva se reduce a la realización en la humanidad del misterio divino, que tiene su expresión principal en la religión. La conciencia progresiva de la relación con Dios es la revelación en su realización humana, que toma la forma de un lenguaje simbólico y de una doctrina. La revelación no puede existir sin que el hombre la comprenda y la exprese. Loisy se empeña en subrayar el papel activo e indispensable del hombre, para quien «la verdad no entra ya hecha en su cerebro ni está nunca acabada». La verdad de la revelación no escapa, por tanto, a las condiciones de toda verdad humana, marcada por la historicidad y la relatividad.

Loisy da a Cristo el título de «gran revelador», no tanto debido al misterio de su persona, sino porque es el que tuvo la «percepción» más clara e inteligible de las relaciones entre Dios y el hombre. En efecto, el papel de Cristo consiste en desvelar lo que existe en el fondo de todo hombre, haciéndole comprender mejor lo que Loisy llama la «revelación primitiva» o la «revelación inexplicada», es decir, la que el hombre lleva escrita con caracteres indistintos en el fondo de su conciencia religiosa. En su persona, su vida y su enseñanza, Jesús manifestó lo que el hombre ha comprendido vagamente desde siempre: «Dios se revela al hombre en el hombre y la humanidad entra con Dios en una sociedad divina» (L’Evangile et l’Église, p. 268).

G. Tyrrell, en Through Scylla and Charybdis (Londres 1907), insiste más aún que Loisy en el lugar de la experiencia en la revelación. Según él, la revelación no comporta una comunicación de verdades, ya que es un acto de Dios con quien el creyente entra en contacto místico. Este contacto no formulado y no conceptual con Dios se expresa en una especie de «conocimiento profético», cuyos elementos están sacados de la cultura del profeta que recibe la revelación. La experiencia religiosa, que es el corazón de la revelación, es un don que Dios puede conceder a todos los hombres. Pero la experiencia-tipo, que sirve de norma para los creyentes, es la de Jesús y la de los apóstoles en contacto directo con él. Las expresiones de su experiencia tienen un poder de evocación que pueden suscitar en nosotros una experiencia análoga a la que ellos tuvieron. Para Tyrrell, las expresiones de la fe no poseen ningún valor de realidad. Son símbolos condicionados por una situación cultural de una época, pero útiles para provocar en nosotros la experiencia de revelación y de fe.

Reduciendo demasiado exclusivamente la revelación a una experiencia de lo divino, los modernistas no ponen de relieve el hecho de la comunicación de Dios mismo, que se realiza en una historia de salvación y de una manera especial y definitiva en Jesucristo. Sin embargo, ponen de manifiesto un problema real, que es la distancia entre la verdad en sí misma y la verdad tal como la posee el espíritu humano.

EL ACCESO A JESÚS

Loisy se dedicó a considerar los fundamentos del cristianismo mediante un proceso histórico, desvinculado de la fe y del dogma. Creyó que era posible llegar a la historia de Jesús en su materialidad a través de los textos, sin pasar por la fe y por la intencionalidad religiosa que subyacen a la producción de estos textos. Loisy subraya el género literario de los evangelios: no son obras de historia, sino testimonios y expresiones de la fe de los primeros discípulos, que intentan expresar unos datos reales y su experiencia religiosa. Aunque son inevitables una idealización y una sistematización de las palabras y de los hechos, está convencido de que puede alcanzar algo consistente sobre la forma inicial y concreta de la obra y del mensaje de Jesús. Para llegar a Cristo y a su evangelio, el historiador tiene que consultar, además de los textos bíblicos toda la historia del cristianismo: «Lo que ha salido del evangelio nos revela la fuerza infinita que había en la obra de Jesús». Loisy distingue entre el «Jesús histórico» y el «Cristo de la fe»; pero esta distinción no supone que el conocimiento de Jesús histórico no tenga ningún papel que representar en la fe, como pretendió más tarde Bultmann.

Loisy hizo mucho por defender la realidad histórica de Jesús; pero hemos de reconocer que no profundizó suficientemente en la naturaleza de la intervención de Jesús en la historia y que no mostró suficientemente la originalidad de su mensaje y el misterio trascendente y único de su persona. No vio en el dogma de la divinidad de Jesús más que la expresión sabia, helenista, o también la determinación filosófica de la relación trascendente y única que existe entre Dios y la persona histórica de Jesús.

JESÚS Y LA IGLESIA

Loisy relaciona la fundación de la Iglesia con «una voluntad del Cristo inmortal, no con una intención manifestada por Jesús antes de su pasión» (Autour d’un petit livre, p.163). Jesús no previó explícitamente una sociedad que tuviera la misión de dar a conocer el evangelio durante los siglos venideros. Predicaba la venida del reino, que debería tomar una cierta forma de sociedad. En este contexto es donde importa situar las palabras de Loisy, recordadas tantas veces para ilustrar su escatologismo: «Jesús anunciaba el reino, y vino la Iglesia» (L’Évangile et l’Église, p. 155). La Iglesia vino para continuar la misión de Jesús en la fase de espera de la llegada definitiva del reino; la acomodación al tiempo permitió su nacimiento y su evolución. Aunque ella pretende que no cambia, la Iglesia ha cambiado siempre, muchas veces a su pesar, para poder responder a las necesidades de los hombres. Loisy justifica la existencia de la Iglesia como servicio al evangelio, un servicio tal como se ha realizado durante siglos. Su autoridad no es diferente de la de cualquier maestro y de la de cualquier sociedad. La Iglesia hace que la revelación sea siempre contemporánea; y el conjunto de su historia constituye la revelación permanente, que se produce en la serie de los siglos. Como historiador, Loisy no puede mostrar que Jesús haya fundado la Iglesia; pero la Iglesia no es ni mucho menos extraña a su pensamiento. Le sigue en el servicio al evangelio, que ella tiene que adaptar a las condiciones cambiantes de la vida humana. Ella realiza esta adaptación del evangelio mediante su enseñanza y con la formulación de los dogmas, que sirven para mantener la armonía entre la creencia religiosa y el desarrollo científico de la humanidad. Loisy explicó el desarrollo de la práctica sacramental y de la institución eclesiástica por el método histórico. Muchos de los lectores se sintieron extrañados de constatar que los orígenes y la historia de las prácticas eclesiales y de los dogmas fueran más frágiles y oscuros de lo que enseñaba la teología tradicional. Esta entrada de la historia en la teología católica representa sin duda un aspecto fundamental del modernismo.

BALANCE DEL MODERNISMO

El modernismo no se puede reducir a los elementos de desviación que aisló la Pascendi, en oposición al pensamiento católico tradicional; al contrario, no tiene sentido ni realidad más que, dentro del movimiento mismo del pensamiento cristiano, que no acaba nunca de dar cuenta de sus acontecimientos fundadores. El modernismo intentó situar la fe cristiana sobre un telón de fondo más amplio que el de la enseñanza tradicional de la Iglesia, queriendo encontrar para esta fe un lenguaje adaptado a las transformaciones del espíritu humano, del que el desarrollo de las ciencias modernas era un síntoma y un agente. Al oír hablar después de treinta años de la renovación de la exégesis y de la teología, no parece que el proyecto modernista fuera a priori inaceptable. Ha sido sin duda el punto de partida de unas investigaciones y de unas soluciones que fueron ciertamente condenadas, pero que siguen siendo cuestiones del programa de la teología fundamental. El interés del modernismo, y más en concreto de Loisy, no está tanto en las soluciones que propuso como en las cuestiones válidas que suscitó y que formuló: el carácter relativo de las expresiones de la verdad, la verdad de la Escritura, la relación entre la historia y el dogma, el empleo de los métodos críticos en exégesis, el desarrollo de los dogmas; la entrada de la historia en teología. Hemos de reconocer que no pocas afirmaciones que entonces fueron consideradas como escandalosas y condenadas se admiten o se toleran actualmente. Sin embargo, el modernismo fue una empresa de pioneros, que no se libró de extrapolaciones y de errores. Se aventuró en el empleo de los nuevos métodos críticos e históricos, heredados de la joven historia de las religiones, sin realizar un esfuerzo epistemológico suficiente que le hubiera impedido caer en las redes de cierta mentalidad positivista y subjetivista. Desde entonces, la conciliación de la fe y de la razón se ha hecho posible, ya que los métodos históricos y las ciencias de la religión, en su conjunto, se han criticado a sí mismos y han encontrado el sentido de sus límites; de esta manera han percibido mejor lo que tiene la fe de irreductible, de específico y de trascendente. Y la fe, por su parte, comprende mejor cómo las ciencias, y especialmente la historia, pueden permitirle desplegar sus riquezas y ser significante para el mundo moderno.

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Fuentes: Mercaba


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