Cuando entran en danza los derechos humanos, las discusiones son inevitables y los análisis serenos parecen imposibles. ¿Alguien quiere ser considerado como un enemigo de la humanidad? ¿Alguien piensa que no hay que defender la salud de las mujeres o proteger a los niños? Hasta ahora, sólo algunos estudiosos perspicaces se han atrevido a romper la superficie de la convicción general y genérica para sondear el subsuelo y descubrir por fin verdades desconocidas, ocultas o simplemente ignoradas.
Por ejemplo, en muchos programas de agencias internacionales, el concepto de salud de la mujer «contiene» el control de la natalidad, que a su vez prevé la interrupción del embarazo. Por supuesto, no se trata sólo de esto, pues muchas de las acciones previstas son muy serias, pero también esto hay que tenerlo en cuenta. Pero todos estos aspectos se entrelazan, de modo que resulta casi imposible separar unos de otros, como bien saben los que trabajan en los grandes organismos mundiales.
Alguien ha afirmado que todo esto ha implicado un cambio léxico: individuo sustituye a persona, varias combinaciones («unión afectiva») han ocupado el lugar de las familias, ya no se habla de sexo sino de género, y así sucesivamente. No se trata de cambios inofensivos y todos se han realizado en nombre de los derechos humanos. Un principio multiusos, que tanto vale para bombardear Libia (aunque no Siria) como para protestar contra la persecución de los cristianos en Oriente, criticar a Italia por su política con los inmigrantes ilegales… Vale para todo, seguramente para demasiado. Y así una reconocida tribuna internacional, como es el semanario británico-global The Economist, plantea una sospecha: ¿no nos estaremos volviendo locos por exceso de derechos humanos?
En su nombre, en Francia se «ignoran» las prácticas polígamas y de mutilación genital que se dan en ciertas comunidades de inmigrantes. Desde el punto de vista personal, serían un delito, pero desde el punto de vista del grupo y de su cultura, no está tan claro y por tanto la justicia se hace más confusa. En Gran Bretaña se acepta que en algunos ámbitos de la vida comunitaria islámica se juzgue según la sharía. En Canadá se ha llegado a una auténtica paradoja: los pescadores de tribus nativas pueden disfrutar de una serie de privilegios que han llevado a los pescadores «individuales» blancos a demandar al Estado no sólo por competencia desleal sino también por normativas «racistas». Empiezan a crear más problemas que ventajas debido a leyes difusas, sobre todo en Estados Unidos, donde reciben el nombre de Affirmative Action, que nacieron para tutelar a los negros y hoy se han convertido para muchos en un instrumento para conseguir privilegios, con sus programas específicos de contratación, cuotas y tratamientos preferenciales. Por no hablar del caos producido en España por el corpus legislativo en el campo «moral» impuesto por Zapatero.
Debemos empezar a mirar con preocupación el fenómeno de grupos y comunidades de todo tipo que asedian a los tribunales de justicia y a los parlamentos de todos los países occidentales, y a las sedes de los organismos mundiales para pedir, reclamar, conseguir, siempre ondeando la bandera de los derechos humanos. Es difícil resolver esta cuestión, pues ciertamente garantizar la libertad religiosa para los cristianos en ciertos países es parte fundamental de los derechos humanos, pero por lo que respecta a los sistemas occidentales, corremos el riesgo de que se desmorone el pilar que sostiene nuestra vida civil: la igualdad del individuo ante la ley. Lobbies, asociaciones y congregaciones varias exigen ser «más iguales» que el ciudadano común, y no tienen siquiera que esforzarse en argumentarlo, les basta con pronunciar las palabras mágicas.
Fuente: Paginas Digitales
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