CAPÍTULO VIII. – LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA
I.- INTRODUCCIÓN
La Santísima Virgen María en el misterio de Cristo
52. El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, «cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer… para que recibiésemos la adopción de hijos» (Gal 4,4-5). «El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen».
Este misterio divino de salvación se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el Señor constituyó como su Cuerpo, y en ella los fieles, unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos sus Santos, deben también venerar la memoria, «en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo».
La Santísima Virgen y la Iglesia
53. En efecto, la Virgen María, que según el anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su corazón y en su cuerpo y entregó la vida al mundo, es conocida y honrada como verdadera Madre de Dios Redentor. Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas.
Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima.
Intención del Concilio
54. Por eso, el Sacrosanto Sínodo, al exponer la doctrina de la Iglesia, en la cual el Divino Redentor, realiza la salvación, quiere aclarar cuidadosamente tanto la misión de la Bienaventurada Virgen María en el misterio del Verbo Encarnado y del Cuerpo Místico, como los deberes de los hombres redimidos hacia la Madre de Dios, Madre de Cristo y Madre de los hombres, en especial de los creyentes, sin que tenga la intención de proponer una completa doctrina de María, ni tampoco dirimir las cuestiones no llevadas a una plena luz por el trabajo de los teólogos. Conservan, pues, su derecho las sentencias que se proponen libremente en las Escuelas católicas sobre Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros.
II.- OFICIO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA ECONOMÍA DE LA SALVACIÓN
La Madre del Mesías en el Antiguo Testamento
55. La Sagrada Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento y la venerable Tradición, muestran en forma cada vez más clara el oficio de la Madre del Salvador en la economía de la salvación y, por así decirlo, lo muestran ante los ojos. Los libros del Antiguo Testamento describen la historia de la Salvación en la cual se prepara, paso a paso, el advenimiento de Cristo al mundo. Estos primeros documentos, tal como son leídos en la Iglesia y son entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, cada vez con mayor claridad, iluminan la figura de la mujer Madre del Redentor; ella misma, bajo esta luz es insinuada proféticamente en la promesa de victoria sobre la serpiente, dada a nuestros primeros padres caídos en pecado (cf. Gen 3,15). Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel (Is 7,14; Miq 5,2-3; Mt 1,22-23). Ella misma sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación. En fin, con ella, excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la primera, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne.
María en la Anunciación
56. El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como «llena de gracia» (cf. Lc 1,28), y ella responde al enviado celestial: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estima a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero». Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe» ; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: «La muerte vino por Eva; por María, la vida».
La Santísima Virgen y el Niño Jesús
57. La unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte; en primer término, cuando María se dirige a toda prisa a visitar a Isabel, es saludada por ella a causa de su fe en a salvación prometida, y el precursor saltó de gozo (cf. Lc 1,41-45) en el seno de su Madre; y en la Natividad, cuando la Madre de Dios, llena de alegría, muestra a los pastores y a los Magos a su Hijo primogénito, que lejos de disminuir consagró su integridad virginal. Y cuando, ofrecido el rescate de los pobres, lo presentó al Señor en el Templo, oyó al mismo tiempo a Simeón que anunciaba que el Hijo sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el alma de la Madre para que se manifestasen los pensamientos de muchos corazones (cfr. Lc 2,34-35). Al Niño Jesús perdido y buscado con dolor, sus padres lo hallaron en el templo, ocupado en las cosas que pertenecían a su Padre, y no entendieron su respuesta. Mas su Madre conservaba en su corazón, meditándolas, todas estas cosas (cf. lc., 2,41-51).
La Santísima Virgen en el ministerio público de Jesús
58. En la vida pública de Jesús, su Madre aparece significativamente; ya al principio durante las nupcias de Caná de Galilea, movida a misericordia, consiguió por su intercesión el comienzo de los milagros de Jesús Mesías (cf. Jn 2,1-11). En el decurso de su predicación recibió las palabras con las que el Hijo (cf. Lc 2,19-51), elevando el Reino de Dios sobre los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que oían y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía fielmente (cf. Mc 3,35; Lc 11, 27-28). Así también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cf. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: «¡Mujer, he ahí a tu hijo!» (Jn19,26-27).
La Santísima Virgen después de la Ascensión de Jesús
59. Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los Apóstoles antes del día de Pentecostés «perseverar unánimemente en la oración con las mujeres, y María la Madre de Jesús y los hermanos de éste» (Act 1,14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la Anunciación. Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejará más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap19,16) y vencedor del pecado y de la muerte.
III.- LA SANTÍSIMA VIRGEN Y LA IGLESIA
María, esclava del Señor, en la obra de la redención y de la santificación
60. Unico es nuestro Mediador según la palabra del Apóstol: «Porque uno es Dios y uno el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a Sí mismo como precio de rescate por todos» (1 Tim 2,5-6). Pero la misión maternal de María hacia los hombres, de ninguna manera obscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen en favor de los hombres no es exigido por ninguna ley, sino que nace del Divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla, fomenta la unión inmediata de los creyentes con Cristo.
Maternidad espiritual de María
61. La Santísima Virgen, predestinada, junto con la Encarnación del Verbo, desde toda la eternidad, cual Madre de Dios, por designio de la Divina Providencia, fue en la tierra la esclarecida Madre del Divino Redentor, y en forma singular la generosa colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre, padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia.
María, Mediadora
62. Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el momento en que prestó fiel asentimiento en la Anunciación, y lo mantuvo sin vacilación al pie de la Cruz, hasta la consumación perfecta de todos los elegidos. Pues una vez recibida en los cielos, no dejó su oficio salvador, sino que continúa alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación. Con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz. Por eso, la Santísima Virgen en la Iglesia es invocada con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora. Lo cual, sin embargo, se entiende de manera que nada quite ni agregue a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador.
Porque ninguna criatura puede compararse jamás con el Verbo Encarnado nuestro Redentor; pero así como el sacerdocio de Cristo es participado de varias maneras tanto por los ministros como por el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en formas distintas en las criaturas, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en sus criaturas una múltiple cooperación que participa de la fuente única. La Iglesia no duda en atribuir a María un tal oficio subordinado: lo experimenta continuamente y lo recomienda al corazón de los fieles para que, apoyados en esta protección maternal, se unan más íntimamente al Mediador y Salvador.
María, como Virgen y Madre, tipo de la Iglesia
63. La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, con la que está unida al Hijo Redentor, y por sus singulares gracias y dones, está unida también íntimamente a la Iglesia. la Madre de Dios es tipo de la Iglesia, orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Porque en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como una nueva Eva, practicando una fe, no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios. Dio a luz al Hijo a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos hermanos (Rom 8,29), a saber, los fieles a cuya generación y educación coopera con amor materno.
Fecundidad de la Virgen y de la Iglesia
64. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también ella es hecha Madre por la palabra de Dios fielmente recibida: en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo conserva virginalmente la fe íntegra, la sólida esperanza, la sincera caridad.
Virtudes de María que debe imitar la Iglesia
65. Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por la que se presenta sin mancha ni arruga (cf. Ef 5,27), los fieles, en cambio, aún se esfuerzan en crecer en la santidad venciendo el pecado; y por eso levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos, como modelo de virtudes. La Iglesia, reflexionando piadosamente sobre ella y contemplándola en la luz del Verbo hecho hombre, llena de veneración entra más profundamente en el sumo misterio de la Encarnación y se asemeja más y más a su Esposo. Porque María, que habiendo entrado íntimamente en la historia de la Salvación, en cierta manera en sí une y refleja las más grandes exigencias de la fe, mientras es predicada y honrada atrae a los creyentes hacia su Hijo y su sacrificio hacia el amor del Padre. La Iglesia, a su vez, buscando la gloria de Cristo, se hace más semejante a su excelso tipo, progresando continuamente en la fe, la esperanza y la caridad, buscando y bendiciendo en todas las cosas la divina voluntad. Por lo cual, también en su obra apostólica, con razón, la Iglesia mira hacia aquella que engendró a Cristo, concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen, precisamente para que por la Iglesia nazca y crezca también en los corazones de los fieles. La Virgen en su vida fue ejemplo de aquel afecto materno, con el que es necesario estén animados todos los que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan para regenerar a los hombres.
IV.- CULTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN EN LA IGLESIA
Naturaleza y fundamento del culto
66. María, que por la gracia de Dios, después de su Hijo, fue ensalzada por encima todos los ángeles y los hombres, en cuanto que es la Santísima Madre de Dios, que intervino en los misterios de Cristo, con razón es honrada con especial culto por la Iglesia. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos la Santísima Virgen es venerada con el título de Madre de Dios, a cuyo amparo los fieles en todos sus peligros y necesidades acuden con sus súplicas. Especialmente desde el Sínodo de Efeso, el culto del Pueblo de Dios hacia María creció admirablemente en la veneración y en el amor, en la invocación e imitación, según palabras proféticas de ella misma: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque hizo en mí cosas grandes el que es poderoso» (Lc 1,48). Este culto, tal como existió siempre en la Iglesia, aunque es del todo singular, difiere esencialmente del culto de adoración, que se rinde al Verbo Encarnado, igual que al Padre y al Espíritu Santo, y contribuye poderosamente a este culto. Pues las diversas formas de la piedad hacia la Madre de Dios, que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la doctrina santa y ortodoxa, según las condiciones de los tiempos y lugares y según la índole y modo de ser de los fieles, hacen que, mientras se honra a la Madre, el Hijo, por razón del cual son todas las cosas (cf. Col 1,15-16) y en quien tuvo a bien el Padre que morase toda la plenitud (Col 1,19), sea mejor conocido, sea amado, sea glorificado y sean cumplidos sus mandamientos.
Espíritu de la predicación y del culto
67. El Sacrosanto Sínodo enseña en particular y exhorta al mismo tiempo a todos los hijos de la Iglesia a que cultiven generosamente el culto, sobre todo litúrgico, hacia la Santísima Virgen, como también estimen mucho las prácticas y ejercicios de piedad hacia ella, recomendados en el curso de los siglos por el Magisterio, y que observen religiosamente aquellas cosas que en los tiempos pasados fueron decretadas acerca del culto de las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los Santos.
Asimismo exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la divina palabra que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración, como también de una excesiva estrechez de espíritu, al considerar la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección de Magisterio, ilustren rectamente los dones y privilegios de la Santísima Virgen, que siempre están referidos a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad, y, con diligencia, aparten todo aquello que sea de palabra, sea de obra, pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otros acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes.
V. MARÍA, SIGNO DE ESPERANZA CIERTA Y CONSUELO PARA EL PUEBLO DE DIOS PEREGRINANTE
María, signo del pueblo de Dios
68. Entre tanto, la Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cf., 2 Pe 3,10), antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo.
María interceda por la unión de los cristianos
69. Ofrece gran gozo y consuelo para este Sacrosanto Sínodo, el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los orientales, que corren parejos con nosotros por su impulso fervoroso y ánimo devoto en el culto de la siempre Virgen Madre de Dios. Ofrezcan todos los fieles súplicas insistentes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que ella, que asistió con sus oraciones a la naciente Iglesia, ahora también, ensalzada en el cielo sobre todos los bienaventurados y los ángeles en la comunión de todos los santos, interceda ante su Hijo para que las familias de todos los pueblos tanto los que se honran con el nombre de cristianos, como los que aún ignoran al Salvador, sean felizmente congregados con paz y concordia en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad.
Todas y cada una de las cosas contenidas en esta Constitución han obtenido el beneplácito de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, en virtud de la potestad apostólica recibida de Cristo, juntamente con los Venerables Padres, las aprobamos, decretamos y establecemos en el Espíritu Santo, y mandamos que lo así decidido conciliarmente sea promulgado para gloria de Dios.
Lumen Gentium. Roma, en San Pedro, 21 de noviembre de 1964.