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Una Iglesia orientada a los pobres.
El 3 de junio de 2013 se cumplió medio siglo de la muerte del beato Juan XXIII, “il papa buono”, mientras que el 13 de marzo fue elegido Francisco, nuevo obispo de Roma. Ambos manifiestan la Iglesia del amor y muchos ven en Francisco una continuación de Juan XXIII, de ahí que se ha recordado mucho la fecha.

 

juan xxiii y francisco

 

Juan fue elegido para ser un “Papa de transición”, parecido a Francisco. “Y fue una verdadera transición”, escribe L’Osservatore Romano. Hoy, en San Pedro, Francisco dijo:

“A cincuenta años de su muerte, la guía sapiente y paterna del Papa Juan, su amor por la tradición de la Iglesia y la consciencia de su constante necesidad de actualización, la intuición profética de la convocación al Concilio Vaticano II y la oferta de la propia vida para su éxito, seguirán siendo una piedra angular en la historia de la Iglesia del siglo XX y un faro luminoso para el camino que nos espera”.

Juan fue Papa de 1958 a 1963. El 11 de octubre de 1962, al inaugurar el Concilio Vaticano II (1962-1965), invitó a emplear la medicina de la misericordia. Por la noche dijo a la multitud: «Vayan a sus casas, hagan una caricia a sus niños y díganles: ésta es la caricia del Papa». El 17 de marzo de 2013, en su primer Ángelus, Francisco llamó a descubrir la ternura de Dios. Cada vez que recorre la Plaza San Pedro bendice a los niños y abraza a los enfermos.

Ambos fueron elegidos a los 76 años. Nacieron en familias sencillas: uno en Sotto il Monte, pueblo rural de Bérgamo, Italia; otro en una capital del Sur poblada de inmigrantes. Se acercaron a sus pueblos: Roncalli en Venecia (1953-1958), Bergoglio en Buenos Aires (1998-2013). Sus nombres trazan programas. Ángelo tomó el nombre de Juan Bautista, el precursor, y de Juan Evangelista, el discípulo. Jorge se animó a llamarse Francisco por el pobre de Asís.

Ambos escucharon la palabra de Jesús bendito: «Estuve preso y me visitaron». En la Navidad de 1958, Juan visitó la cárcel romana; el Jueves Santo, Francisco lavó los pies a jóvenes internados. En el radiomensaje del 11 de septiembre de 1962, Juan afirmó que, en los pueblos subdesarrollados, la Iglesia es de todos, en especial de los pobres. El 20 de marzo, ante periodistas, Francisco postuló una Iglesia pobre para los pobres. La pobreza -humildad, austeridad, servicio- es signo de credibilidad. La vida sencilla de ambos convalida su autoridad.

Juan inició el Concilio Vaticano II, gran don de Dios a la Iglesia del siglo XX y brújula para el siglo XXI. El Vaticano II volvió a las fuentes y orientó una oportuna puesta al día. Renovó la vida del pueblo de Dios e impulsó el diálogo con la modernidad. Sirvió a los fieles las mesas de la palabra de Dios y de la liturgia renovada. Después del Concilio los niños reciben el Evangelio en la catequesis y participan de la eucaristía en castellano. Francisco, un obispo conciliar, llama a volver al Evangelio y lidera la reforma para una nueva evangelización.

En cada década ambos papas impulsan el intercambio ecuménico por la unión de los cristianos; el diálogo interreligioso con el judaísmo, el islam y las religiones; la causa de la paz. Roncalli fue representante pontificio en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia. Fomentó el encuentro entre las culturas. Desde Estambul ayudó a salvar a muchos judíos de la Shoá. Lo ha documentado la Raoul Wallernberg Foundation, que hace días lo propuso como «justo entre las naciones».

En aquel tiempo, Juan recibió el Premio Balzan de la Paz porque buscó la distensión entre las superpotencias de Kennedy y Kruschev. Afirmó que toda guerra es injusta en la era nuclear. Su última encíclica se tituló Paz en la Tierra, un eco del canto navideño «gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres». Su secretario, don Loris Capovilla, contó que fue gestada en 1962 ante la crisis de los misiles en Cuba. Fue el primer documento dirigido no sólo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad. Juan confiaba en la capacidad de razón y de bien de todo ser humano. Se envío a jefes de Estado y al secretario general de la ONU.

La Pacem in terris enseñó que la paz se edifica sobre cuatro pilares: verdad, libertad, justicia y amor. La convivencia nacional e internacional se funda en la verdad, debe respetar íntegramente las libertades, requiere el orden de la justicia, exige ser animada por la solidaridad. Analizó tres signos de esta época: el protagonismo de las mujeres, los derechos de los trabajadores, la emancipación de los pueblos. Anticipó cuestiones globales: el respeto a las identidades, la reciprocidad entre los Estados, los intercambios libres de bienes, servicios y capitales, la crítica al equilibro armamentista del terror, la necesidad de instituciones mundiales, la solidaridad internacional. Afirmó la dignidad de la persona como base de la sociedad, los derechos humanos, el equilibrio entre derechos y deberes en una ciudadanía responsable, el derecho natural de los migrantes a circular libremente, el control de los actos de gobierno en la democracia, el equilibrio republicano entre los tres poderes.

La encíclica llamó a colaborar entre los partidos para forjar políticas de Estado. Distinguió entre teorías filosóficas y movimientos históricos cuando en Italia surgía la cohabitación entre la Democracia Cristiana y el Partido Socialista. Ese mensaje sigue vigente para los argentinos de buena voluntad. La paz social pide respeto por la verdad pasada y presente, diálogo ciudadano en libertad, justicia social y judicial, amor para querernos más. En cambio, una política de muerte, que suprime de forma real o simbólica al adversario, es la muerte de la política.

En 1963, el papa bueno dejó la escena del mundo. Desde ese año hay una capilla dedicada a él en Flores, hoy barrio papal. En 1964, Jorge, un joven jesuita, comenzó a enseñar literatura. Tal vez haya comentado la frase «los hermanos sean unidos», del poema nacional. En 2002, siendo arzobispo, escribió una pastoral desde el Martín Fierro, símbolo de la cultura del encuentro. Desde el 13 de marzo se llama Francisco.

En 1959, Juan XXIII imaginó el Concilio como un nuevo Pentecostés del espíritu de Dios. Dijo: «La Iglesia no es un museo arqueológico que debamos conservar, sino un jardín abierto. Es la fuente de agua fresca en medio de la plaza del pueblo para que todos puedan beber en ella». Hoy, Francisco, renueva la fuente del agua viva en la gran plaza del mundo.

Fuentes: Carlos María Galli para LA NACIÓN en Valores Religiosos, Signos de estos Tiempos 

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