Características de los milagros de Jesús

Existen muchas características reveladoras de los milagros de Cristo que, si aceptamos las descripciones de estos como son presentados en el Nuevo Testamento, les dan un aura de credibilidad.

Primero, las maravillas que Jesús hizo fueron sometidas a la percepción del sentido. El agua que el Señor cambió en vino podía ser probada (Juan 2:9). Tomás pudo haber tocado las heridas en las manos y el costado del Señor resucitado (Juan 20:27). La oreja restaurada (amputada por Pedro) del siervo del sumo sacerdote podía ser vista (Lucas 22:51). Las señales del ministerio de Jesús tuvieron la forma de demostraciones objetivas, ¡no especulaciones subjetivas!

Segundo, los milagros de Cristo fueron ejecutados en la presencia de una gran variedad de testigos. Habían varones y mujeres, educados e ineducados, amigos y enemigos, etc. Las maravillas fueron realizadas en las sinagogas, en las calles públicas, durante los festivales importantes, etc. Cuando el Señor multiplicó los panes y los peces, es probable que algo de diez mil personas presenciaran el evento (vid. Juan 6:10). Repetidamente, se dijo que los milagros fueron hechos en la presencia de grandes multitudes (Mateo 4:23 et.seq.; Marcos 3:7 et.seq.; Juan 5:8 et.seq.).

Tercero, las señales de Cristo fueron independientes de cualquier causa secundaria. Con esto queremos decir que no hay manera posible de explicar estos fenómenos por medio de algún fundamento naturalista. Ningún tratamiento médico, ni sugestión mental es suficiente para explicar cómo a un hombre congénitamente ciego se le pudo haber restaurado la vista (Juan 9:1-7), o cómo un hombre, muerto por cuatro días, pudo haber salido de su tumba (Juan 11:39).

Cuarto, los milagros de Cristo produjeron resultados instantáneos, y sus efectos fueron completos. Cuando Jesús sanó a la suegra de Pedro, ella se levantó y “al instante” comenzó a servirles (Lucas 4:39). Una mujer, quien sufría de hemorragias continuas por doce años, fue sanada por Cristo y “en seguida la fuente de su sangre se secó” (Marcos 5:29). Aunque Lázaro estaba “enfermo” (griego, astheneo, “débil, frágil”) antes de su muerte (Juan 11:1-6), cuando el Señor le resucitó de la muerte, pudo salir de la tumba por su propia fuerza, aunque tenía “atadas las manos y los pies con vendas” (11:44). Él resucitó no solamente a vida, ¡sino a una vida vigorosa!

Quinto, no existe ni la más pequeña evidencia de que Cristo fallara alguna vez en Su intento de obrar un milagro. Sus enemigos nunca le acusaron de esto. El Nuevo Testamento clarifica que: Su índice de éxito siempre fue el cien por ciento. “y con la palabra echó fuera a los demonios y sanó a todos los enfermos” (Mateo 8:16, énfasis añadido; cf. 12:15). Algunos claman que Marcos 8:22 et.seq. es un ejemplo de que Cristo fue incapaz de efectuar una cura instantánea y completa de un hombre ciego. Sin embargo, ese no es el caso. Esto puede ser llamado un milagro de dos-fases. J.W. McGarvey ha comentado:

Jesús adoptó este método de sanar para dar variedad a las manifestaciones de su poder al mostrar que podía sanar en parte y por pasos progresivos, tal como por su método más usual de efectuar una cura perfecta en una palabra. Esta sanidad no fue menos milagrosa que las otras, sino más; ya que fue la efectuación de dos milagros, realizando instantáneamente cada uno de estos todo lo que les fue proyectado hacer (1875, p. 314).

Sexto, los milagros de Cristo siempre fueron caracterizados por una dignidad majestuosa; nunca olieron a extraño. Además, constantemente mostraron un motivo digno. Nunca fueron realizados para satisfacer las necesidades del Señor; en cambio, siempre fueron realizados por el interés fundamental de otros. Contraste esto, por ejemplo, a la leyenda católica antigua del “Santo” Eloy, de quien se dice que en una ocasión estaba herrando un caballo que no quería quedarse quieto. Para evitar el problema, él simplemente le sacó la pierna, herró la pata, y le restauró el miembro—sin que el caballo empeorara a causa del procedimiento. ¡Por eso Eloy llegó a ser el “santo patrón” de los herreros!

Séptimo, las señales de Jesús no fueron negadas por Sus contemporáneos, o por otros, por mucho tiempo después del primer siglo. Por ejemplo, los fariseos—quienes fueron evidentes enemigos de Cristo—reconocieron que Él expulsaba demonios; sin embargo, ellos racionalizaron y sugirieron que estas acciones eran hechas por el poder del príncipe de los demonios (Mateo 12:24). Aunque ese argumento fue destruido cuando el Señor señaló que si tal era el caso, ¡Satanás estaría realmente dividido contra sí mismo! Note el testimonio frustrado de los principales sacerdotes y fariseos en Juan 11:47: “¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales”. Además, como ha observado Thomas Horne, mientras que los hechos eran demasiado recientes como para ser disputados, los enemigos post-apostólicos del cristianismo—e.g., Celso, Porfirio, Hierocles, Julián, y otros—admitieron que Cristo hizo algunos milagros inexplicables. Aunque ellos simplemente los caracterizaron como mágicos y, naturalmente, negaron la comisión divina de el que los ejecutó. Sin embargo, “independientemente de la causa a la cual los atribuyeran, su admisión de la realidad de estos milagros es una confesión involuntaria de que existía algo preternatural en estos” (1841, p. 103).

Finalmente, podemos notar que en ningún momento encontramos a un discípulo de Jesucristo que desertare y luego hiciera una exposición de la “falsificación” involucrada en los milagros del Salvador. Judas, quien traicionó al Señor, tenía toda oportunidad para hacerlo. Él estaba en el círculo íntimo de discípulos, incluso como tesorero de la banda apostólica (Juan 12:6). Seguramente, por un espacio de tres años y medio, si Cristo estaba perpetrando un engaño, Judas lo sabría. Y él podría haber provisto tal información a las autoridades judías. Pero no lo hizo. De hecho, como es bien conocido, devolvió las piezas de plata y confesó “Yo he pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27:4). ¿Es este el testimonio de una persona, al borde del suicidio, concerniente a alguno conocido como un charlatán? ¡Absolutamente no!

 

¿ES EL REGISTRO HISTÓRICO FIDEDIGNO?

Ya que no estuvimos presentes al principio del primer siglo para ver realmente los milagros de Jesús, es obvio que dependemos en los registros históricos para nuestra fe en su validez. ¿Podemos confiar en el testimonio de aquellos que afirmaron que habían visto los milagros de Cristo?

Vamos a considerar la credibilidad de los cuatro escritores de los relatos del evangelio. Dos de estos, Mateo y Juan, eran apóstoles de Cristo que estuvieron con Él casi cada día por tres años y medio. Ellos fueron testigos oculares de los hechos del Señor. Marcos, quien escribió como un protegido de Pedro (vid. el comentario de Ireneo [ca. 140-203 d.C.], Against Heresies—Contra Herejías III,i,1), probablemente registró el testimonio de ese eminente apóstol, y posiblemente también escribió de algún conocimiento de primera mano. Finalmente, Lucas (conocido como un historiador excelente) afirmó que había “investigado con diligencia todas las cosas desde su origen” (Lucas 1:3). Aparte de las suposiciones de la parcialidad escéptica, no existe razón para cuestionar estas constancias. Estos hombres declararon firme y armoniosamente que Jesús de Nazaret ejecutó numerosos milagros, y así autenticó Su afirmación de ser el Hijo de Dios (vid. Juan 20:30,31). Si sus narraciones deben ser rechazadas, ¿sobre qué fundamento debe ser hecho? Existen solo pocas posibilidades.

¿Fueron éstos, hombres sinceros e inteligentes que simplemente ignoraban los hechos reales? ¿Fueron “ingenuos engañados”, incapaces de juzgar los eventos que observaron? ¿O fueron charlatanes deshonestos deseosos de perpetrar una decepción? En realidad, ninguna de estas teorías armonizan con la evidencia—y la evidencia es lo único importante. ¿Cuáles son los hechos?

(1) Uno no puede sostener que ellos estaban mal informados de las circunstancias del primer siglo. Ellos estuvieron allí. Entonces, ellos estaban en una mejor posición que los críticos infieles modernos (los cuales están separados de la escena por milenios) como para evaluar la situación.

(2) No existe justificación para sugerir que ellos eran histéricos y no fiables como historiadores. Al registrar estos eventos extraordinarios—los cuales fueron vistos personalmente por ellos—escribieron con una tranquilidad y un comportamiento imparcial que desafía completamente cualquier explicación.

(3) Sus documentos son precisos en detalles históricos innumerables. Ya que estos son en muchas maneras variados, ¿por qué se debería suponer que son incorrectos en sus narraciones acerca de las señales de Jesús?

(4) El hecho de que los escritores del evangelio sean tan armoniosos en sus testimonios acerca de los milagros del Señor sostiene la fidelidad de sus relatos. [NOTA: Aunque las narraciones del evangelio a veces se complementan el uno al otro, nunca se contradicen. El hecho es que las diferencias reflejadas por los varios autores muestran una falta de colusión].

(5) Sus escritos indican una honradez escrupulosa que hace a las producciones extremadamente creíbles. Por ejemplo, Mateo, con candor incriminatorio, declaró que cuando el Señor fue arrestado “todos los discípulos [incluyendo Mateo—WJ] dejándole, huyeron” (Mateo 26:56).

(6) La integridad de los escritores del evangelio es mostrada por el hecho de que estuvieron listos a sufrir las consecuencias de su testimonio. No tenían nada que ganar (y mucho que perder, desde un punto de vista físico/material) al insistir que Jesús hizo milagros genuinos. Ellos sufrieron el odio de sus contemporáneos. Fueron sujetos a tortura e incluso a muerte, no simplemente por una creencia llevada emocionalmente, sino por su testimonio acerca de los milagros que presenciaron personalmente. Aunque nunca se retractaron. Este nivel de dedicación expresa la prueba más alta de autenticidad.

Cuando todos los hechos son vistos, y cuando estos son analizados con una objetividad honesta, la conclusión es clara. Jesús realmente hizo milagros, y por ende fue Quien clamó ser—el Mesías, el Hijo de Dios.
Fuente: Wayne Jackson, M.A.

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