Skip to main content

Quien está en el camino de la fe sabe que no es tan simple la curación de los pecados.

Que el perdón sacramental por la confesión no borra todo.

No elimina las consecuencias de nuestros pecados.

Ni repara las relaciones.

Ni nos hace tener la tranquilidad de que “aquí no pasó nada”.

Tal vez has llegado a la conclusión de que eres un pecador y sigues dolido por eso.
.
Has examinado tu conciencia.
Confesaste tus pecados. Has solicitado ser perdonado.
.
Sin embargo, esos pecados simplemente parecen estar dando vueltas y parecen afectar a tu familia y tu vida.

Tú y yo podríamos decir ¿Cuál es el problema?

Pienso que Dios perdona. Jesús pagó el precio por mis pecados.

He confesado mis pecados y obtenido la absolución de un sacerdote.

¿Por qué se siente como todavía estoy siendo castigado?

¿Estoy siendo tentado por el demonio para no sentir una liberación total?

Posiblemente el demonio magnifique las consecuencias del pecado.

Pero debemos pensar que la absolución de los pecados no cambia totalmente la realidad.

Y sus consecuencias puede ser que nos sigan persiguiendo por mucho tiempo.

Probablemente esto te causa malestar, pero debes comprenderlo bien cómo funciona.

 

PRIMERO

En primer lugar, si estás leyendo esto es porque quieres averiguar cómo los «pecadores» tienen que lidiar con sus vidas.

Todos debemos hacerlo aunque la apariencia no sea esa.

Incluso santos, papas, sacerdotes y aquellos de entre nosotros que parecen ser los más virtuosos son feos pecadores.

Tienes un gran problema si:

Has estado tratando de ignorar esta realidad.

Si ves que los fantasmas de los pecados vuelven una y otra vez a tu mente, a pesar que el sacerdote te dio la absolución.

Y si no te das cuenta que debes quitarte de la cabeza la idea de que las consecuencias de los pecados desaparecerán por arte de magia.

No estás en contacto con tu conciencia, o tienes una deformación de todos estos años alimentado con el estiércol de una sociedad que no se siente pecadora.

 

EN SEGUNDO LUGAR

Puedes pensar ¿quién puede juzgarme?

Esto se ha popularizado hoy y pareciera incluso, por declaraciones de sacerdotes y obispos que se leen, como que la absolución no requiere un genuino arrepentimiento por los pecados.

E incluso la intención de reforma de vida.

A veces hasta pareciera que cuando se habla con algún católico modernista nos está diciendo “Dios es tan misericordioso que me deja hacer lo que yo quiera”.

Y si quisiéramos que fuera así estamos en un problema.

Si tenemos nuestra propia brújula moral y pensamos que “estoy bien donde estoy”, no hemos admitido del todo que debemos ser serios con el alcance de nuestros pecados.

Dios me ha hecho dar cuenta de algo de esto en los últimos años.

Y me he unido a muchos de ustedes en darse cuenta de que yo soy más pecador que lo que quería admitir.

Dios me golpeó muy duro para despertarme.

Y eso fue el comienzo de una sanación progresiva, real y profunda.

Ahora me doy cuenta de una gran cantidad de pecados que pensé que había barrido debajo de la alfombra o hecho en la oscuridad, para que nadie más supiera de ellos.

Ahora estoy tratando de limpiarme. Admitir los pecados.

Confesarlos a Dios en oración y en el Sacramento de la Reconciliación.

Eliminar todas las cosas que pueda. Arrepentirme realmente de haber pensado así.

Mantener un ojo vigilante y examinar mi conciencia.

Comprender lo que la Iglesia enseña y por qué.

Esto es un primer gran paso, pero no soluciona todo.

 

EN TERCER LUGAR

A pesar de mis intentos, mis pecados del pasado todavía parecen perseguirme.

Simplemente no parece justo a veces.

“¿Jesús, no puedes hacer que todo esto desaparezca?”

“Después de todo, me he convertido en una persona mucho mejor y dije sobre mis pecados”.

“¿No podemos simplemente seguir adelante con una vida mejor y más feliz y poner estos pecados detrás de mí?”

“Si Dios es tan misericordioso, ¿por qué no está cuidando de mí ahora para que deje atrás todos estos pecados?”

Digamos que tú y yo hemos hecho algunas cosas que tal vez no deberíamos haber hecho.

Algunas cosas que no quieres que tu mamá o cualquier otra persona conozcan.

Incluso puede ser que desees llamar a algunas de estas cosas «pecados».

Tal vez fuiste a un lugar que no deberías, visto algo que no debías, hacer cosas a tu familia que no debías haber hecho, y cosas en el trabajo que incluso hubieran sido castigadas si salían a la luz.

Yo no sé de ti, pero yo he hecho un montón de estas cosas, cientos de veces.

Y en la mayoría de esos cientos de veces no vi una consecuencia inmediata.

He hecho algunas cosas que fueron bastante irresponsables y podrían haber daño a mí o a otros, y en muchos casos lo hicieron.

Dios podría haber hecho que pagara los platos rotos en ese mismo momento.

Pero Él me dejo seguir adelante muchas veces.

Sin embargo hay un precio para todos de estos pecados.

Los estamos pagando todo el tiempo

Nos gusta pensar que cuando lo confesamos hemos tirado lejos el pecado o simplemente se evaporó.

Pero no lo hace.

No pecamos en un vacío y los pecados no se evaporan cuando el sacerdote nos da la absolución en el confesionario.

A menudo olvidamos o esperamos no tener que hacer frente a las consecuencias desagradables de lo que hemos hecho.

Y a veces nos defendemos considerando que quienes piensan en sus pecados son masoquistas.

Sin embargo, aunque pienses que el mero pensar en un pecado es un acto masoquista, experimentarás su consecuencia tarde o temprano.

 

DOS EJEMPLOS

Vamos a dar un ejemplo real de un hombre que observa un poco de pornografía en un sitio web.

Se da cuenta de que está mal, se siente mal, confiesa a Dios en sus oraciones y va al Sacramento de la Reconciliación.

El sacerdote perdona el pecado.

Pero algunas de las posibles consecuencias no desaparecen misteriosamente:

La culpa por la relación con la esposa porque la traicionó.

La culpa por sus hijos porque él es un hipócrita y les ha dicho que no lo hicieran.

Tener una visión desordenada de otras mujeres u hombres en su cabeza.

Tentación de hacerlo de nuevo.

Es como si toda una economía del pecado y del mal reverberara sobre él.

Otro ejemplo tal vez incluso más cerca de casa.

Un padre pierde los estribos en una comida familiar debido a algo que su esposa e hijos dijeron o hicieron.

Él grita a su esposa, critica su forma de cocinar, le reclama algo a los niños

Se va de la casa y vuelve horas más tarde.

Se da cuenta de que estuvo equivocado.

Pide perdón a su esposa y confiesa el pecado más tarde a un cura.

Algunas de las posibles consecuencias:

La esposa perdona, pero no puede olvidar lo humillada que se sintió.

Ella odia la forma en que hizo que se sintieran sus hijos.

Los niños piensan que su padre es horrible por la forma en que trató a su madre. Y guardan el resquemor constantemente.

Algunos de los niños se sintieron bajo ataque y se preguntan si hay algo mal con ellos.

Los niños tienen su concepto degradado de su padre. Incluso cuestionan a Dios ya que suponen que Él es Padre Nuestro, también.

Uno de los hijos hace lo mismo a su familia 20 años después.

El padre no puede perdonarse a sí mismo y piensa que no ha sido buen padre.

En estos ejemplos puedes ver que todo pecado tiene una consecuencia, un efecto secundario, la otra cara de la transacción, un dolor que sigue haciendo daño.

 

LA PEOR CONSECUENCIA

Pero a decir verdad, la peor consecuencia es lo que el pecado hace al alma.

Estos pecados simplemente se acumulan en el alma. Se vuelve más sucia.

Nos separamos de Dios por nuestros pecados y nos afecta profundamente en nuestros corazones.

Nos preguntamos por qué simplemente no sentimos una sensación de alegría permanente o de plenitud.

Porque hemos dañado la relación más importante con nuestro Dios.

Por eso que tenemos depresiones, desolaciones y malestar profundo en nuestra alma.

Y esto afecta la forma en que hacemos nuestro trabajo diario y como nos relacionamos con los demás

No somos tan amorosos o pacientes como deberíamos ser.

Decimos y hacemos cosas que no nos hubieran gustado.

Pecamos contra otros, contra nosotros mismos, y lo más importante, contra Dios.

Queremos que todo se vaya y simplemente no podemos hacerlo.

Tenemos que vivir con los frutos que llevamos, algunos buenos y algunos malos.

Pero por otro lado, supongamos que de alguna manera, limpias todo lo que has hecho y haces tu mejor esfuerzo para hacerlo bien mediante el arrepentimiento y la disculpa.

Esto elimina el pecado y recibes el perdón de Dios y los otros.

Pero incluso si haces todo eso, la vida probablemente no va a ser de la forma que deseas.

Debido a que vivimos con otros seres humanos en esta tierra. Y todos somos pecadores.

Por lo tanto van a pecar en contra ti, tu familia y tu comunidad.

Eso podría traerte dolor y sufrimiento que no mereces.

Recibirás el fruto, te guste o no.

Entonces te preguntas: ¿Jesús pagó el precio por nuestros pecados? Puedes apostar lo hizo.

Es por eso que tenemos la oportunidad de estar con Él eternamente en el cielo.

Ese es el regalo que recibimos.

Los pecados de esta tierra tienen que ser pagados aquí o cuando nuestras almas se purifiquen en el Purgatorio.

A veces tenemos que pagar por los pecados de otros, y a veces hacemos que otros pagan por los nuestros.

 

DOS ERRORES QUE COMETEMOS

En la medida que vemos que la consecuencia de nuestros pecados nos persigue la tentación de hacer a Dios responsable.

Por un lado podemos pensar que Dios aún tiene ira contra nosotros por lo que le hicimos a Él y a otras personas.

Es más, podemos pensar que si bien él nos perdonó mediante nuestra confesión al sacerdote, hay aún algo de resquemor de parte de él, que no nos liberó de los efectos negativos del pecado.

Pero no debemos pensar a Dios como atado a las pasiones humanas.

Cuando Dios amenaza y castiga a los pecadores, no lo hace con pasión, a la manera de los hombres, sino con una calma perfecta y por el puro amor a la justicia.

Su justicia siempre es equitativa, pura y universal.

Y el otro error que cometemos es pensar que nuestras oraciones no le llegan, porque si Él es tan misericordioso, debería hacer cesar todas las consecuencias de nuestros pecados una vez que nos perdona.

Esta es la herejía de moda actualmente, pensar en el Hiper Misericordismo de Dios, que excluye la justicia.

Pero Dios es Misericordioso y justo a la vez.

Dios castiga a los pecadores, no como castigan los hombres cuando están con ira u odio.

En lugar de hacerlo con pasión, lo hace por puro amor al bien, para convertirlos.

 

QUÉ PODEMOS HACER

Entonces, ¿qué podemos hacer acerca de las consecuencias de nuestros propios pecados?

En primer lugar se necesita comprender lo que hacen los pecados y su pregnancia.

Y no estar molesto con Dios por la forma en que, naturalmente, nos deja con la consecuencia de nuestros pecados, a pesar de ser perdonados.

Obviamente debemos confesar los pecados y tal vez preguntar al sacerdote lo que se puede hacer para que se ablanden las consecuencias.

Es necesario reconocer los pecados y pedir disculpas y perdón a otras personas.

Tal vez hay reparaciones tales como dinero para pagar.

Tal vez un corazón roto pueda empezar a sanar con amor humilde y consolador.

Debemos orar unos por otros para pecar menos.

Y trabajar duro para disminuir el efecto de los pecados de los demás.

Es una cuestión de tiempo y perseverancia en admitir realmente con humildad que somos pecadores.

Y que debemos sanarnos de nuestras conductas desordenadas y nuestras relaciones.

Pero lo más difícil es esto último, recomponer las relaciones.

Porque pudiera suceder que la persona que recibió la consecuencia de nuestro pecado haya quedado tan herida que no admita la recomposición.

Esto suele suceder cuando la otra persona no tiene fe, no comprende lo que es el perdón de los pecados ni se siente pecadora.

Prima en ella la cultura de la estigmatización frente a los demás antes que la cultura del perdón.

En estos casos, primero comprender lo que sucede en la relación.

Y segundo orar por la otra persona y por la recomposición de la relación.

 

ES DIFÍCIL OLVIDAR LOS PECADOS COMETIDOS

No todos, algunos.

Tal vez aquellos de los que más nos sentimos avergonzados.

Aunque los hayamos confesado y hayamos recibido la absolución por ellos.

Y es que algo se rompió con nuestro pecado.

En nosotros o lo que es peor, en alguna otra persona.

Yo no puedo olvidarme, hoy, casi seis décadas después, que le negué la invitación para la fiesta de mis 15 años a una compañerita de clase.

Aún no sé cómo pude hacerlo.

Con los años, lo olvidé. Y un buen día, ya grande, ya adulta, lo recordé, con gran dolor.

Lo confesé arrepentidísima, casi llorando, y no me alivió escuchar la voz del sacerdote que me consolaba.

Señora, eso ya está sanado. Pasó mucho tiempo.

Sí. Pasó mucho tiempo. Pero esa chica sigue siendo en mi mente una niña de quince años a la que yo lastimé y el dolor que yo le causé, no pudo, no puede ser subsanado.

Porque hubo una herida. Y ella tal vez lo habrá superado, pero en sus quince años recibió un dolor que no merecía.

Aunque mi pecado fue perdonado por el Señor, soy yo la que no me perdono a mí misma.

Porque no puedo volver atrás en el tiempo y pedirle perdón a esa compañera por mi torpe estupidez, por mi alevosa maldad sin motivo.

Aunque lo hubo. Un chisme malévolo endureció mi corazón.

Nunca más tuve una actitud así y aún hoy me pregunto cómo fui capaz de hacer eso.

Y vuelvo a pedir perdón y dejo de preguntarme por temor a que esa pregunta sea un atisbo de orgullo en mí.

Yo, ¿pude no ser perfecta?

Pude y lo fui. El Señor permitió que lo fuera, tal vez para que esa culpa hiciera de mí una persona más humilde.

Perdí contacto con esa compañera. Espero con toda la fuerza de mi corazón que su vida haya sido todo lo feliz y bendecida que pude desear para mí. Y pido con lágrimas en los ojos que me haya perdonado.

Sé que no estoy sola en este camino de purga constante.

Los dos Apóstoles más importantes de la Iglesia Católica pasaron por lo mismo.

Pedro negó al Señor tres veces.

Pablo sostuvo la ropa de los que mataron a pedradas a Esteban, el primer mártir cristiano, que murió perdonando.

Los dos tuvieron que enfrentar el dolor por su pecado y los dos, aunque se supieron perdonados, quizás llevaron toda su vida la pena del pecado cometido.

Y así fue que Pedro, el primer Vicario de Cristo se supo toda su vida tan indigno, que frente a la condena de cruz, pidió ser crucificado con la cabeza para abajo.

Pablo murió bajo la espada del verdugo. El martirio de ambos probó el tamaño del amor que tenían por el Maestro, que brilló en sus vidas a pesar de sus pecados.

Y para no olvidarme de que fui perdonada por el amor de Dios, cada día rezo junto con Santa Brígida las 15 oraciones que el propio Jesús creó:

La última dice:

“Oh Dulce Jesús, herid mi corazón para que mis lágrimas de amor y penitencia me sirvan de pan día y noche. Haced que mi corazón sea vuestra habitación perpetua y que mi conversación os sea agradable.

Que el fin de mi vida os sea de tal suerte loable, que después de m muerte pueda merecer vuestro Paraíso y alabaros para siempre en el Cielo, con todos vuestros Santos. Amén.”

Porque se trata de eso, ¿verdad?

De no desesperar aunque nos sepamos indignos y pecadores y perseverar en el camino que Jesús nos marcó para llevarnos al Padre.

Fuentes:



María de los Ángeles Pizzorno de Uruguay, Escritora, Catequista, Ex Secretaria retirada

¿Te gustó este artículo? Entra tu email para recibir nuestra Newsletter, es un servicio gratis: