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El final de la Cristiandad no es brusco, por supuesto, sino que se produce gradualmente a lo largo de siglos. Aunque las divisiones cronológicas sean inevitablemente no poco arbitrarias, puede decirse que después del milenio de Cristiandad (500-1500), y ya en los últimos siglos de la Edad Media (XIV-XV), se inicia en Europa una crisis del cristianismo, que se agudiza en el Renacimiento y más aún por causa del Protestantismo. Son éstos los pasos primeros hacia la Ilustración, la Revolución francesa y la Descristianización de las naciones de occidente, la que actualmente estamos sufriendo en fase muy avanzada.

Entre 1500 y 1700, más o menos, halla­mos una época que a sí misma se llamóEdad Moderna. En ella la fe cristiana está aún pro­fundamente viva en los pueblos, al menos en algunos, como puede verse, por ejemplo, en la evangelización de América e incluso, aunque en formas más ambiguas, en el mismo Renacimiento. Pero ya en ese tiempo no pocos de los miembros más distinguidos de la socie­dad –y de la Iglesia– inician un distan­ciamiento de la tradición precedente, la an­tigua y la medieval, orientándose con entu­siasmo hacia novedades a veces incompatibles con el Evangelio y la Tradición católica.

El Renacimiento rechaza la austeridad penitencial de la Edad Media, inicia una ruptura con la Tradición católica anterior, y favorecido por la prosperidad económica y los descu­brimientos científicos y geográficos, va a dar en una cierta mundanización y en un optimismo antropológico y vitalista.

Así lo entiende, por ejemplo, Juan Pablo II, cuando afirma que «el hombre moderno, en un gigantesco desafío, desde el Renacimiento, se ha levantado con­tra el mensaje de salvación, y ha rechazado a Dios en nombre mismo de su dignidad de hombre. El ateísmo, reservado primero a un pequeño número de personas, esa inteligentsia que se consideraba una élite, se ha convertido hoy en un fenómeno de masas que pone a las Iglesias en estado de sitio» (Evangelización y ateísmo 10-X-1980).

Una apertura al mundo cada vez más in­condicional y gozosa, sin las reservas que la humildad tradicional cristiana im­ponía a las costumbres, caracteriza al Renacimiento. Y como consecuencia de esa mundanización y antropocentrismo, se va dando

un entendimiento de la gracia al modo semipelagiano, como el que se expone en la doctrina teológica del P. Luis de Molina, S. J. (1535-1600). Según ella el hombre, por sí mismo, es quien se autodetermina al bien; a un bien que luego reali­zará, eso sí, con el auxilio de la gracia. Ir más o menos adelante por el camino de la perfección cristiana depende, pues, fundamentalmente de la voluntad humana. Querer es poder, pues la gracia de Dios, que nunca se deja ganar en generosidad, asiste las buenas intenciones del hombre.

Las grandes síntesis filosóficas y teológicas medievales, con la mundaniza­ción y el semipelagianismo, se van erosionando en el Renacimiento, y ciertos rebrotes de averroísmo y nominalismo van amalgamando los grandes errores que conducirán al ateísmo de masas de nuestros días.

Una admiración nueva hacia la antigüedad pagana greco-romana caracteriza también al Renacimiento. Sin duda alguna, la Edad Media conocía y apreciaba la antigua cultura greco-romana, y es ella la que salva sus documentos y obras principales, transmitiéndolos a la Edad Moderna. Pero, aunque la cultura medieval asume en buena parte el clasicismo de la antigüedad, lo con­sidera superado por las grandes síntesis de la Cristiandad poste­rior. El Renacimiento, en cambio, es­tima la antigüedad como una edad de oro, al mismo tiempo que devalúa la Edad Media. Y así comienza entonces a creerse y a decirse que «habría habido dos épocas luminosas, Antigüedad y Rena­cimiento –los tiempos clásicos– y, entre ellas, una edad media, un pe­ríodo interme­dio, un bloque uniforme, una serie de “siglos groseros”, de “tiempos oscuros”» (Régine Pernaud, ¿Qué es la Edad Media?, Magisterio, Madrid 1986, 2ª ed., pgs. 55-56).

La crisis del cristianismo europeo en el Renacimiento es una crisis previsible, que lejos de producirse en forma inesperada y brusca, se inicia ya al final de la Edad Media, cuando el poder ci­vil se va emancipando de la autoridad reli­giosa, la ra­zón comienza a independizarse de la fe, y la filosofía de la teología. Es toda la unidad caracte­rística del mundo medieval la que se disgrega más y más en el Renacimiento.

Efectivamente, es a partir del Renacimiento cuando se agudizan mucho las disociaciones que van a terminar rom­piendo la unidad profunda que caracteriza la Cristiandad: disocia­ciones entre razón-fe, tierra-cielo, vida presente-vida eterna, gracia-li­bertad, laicos-religiosos, rey-Papa, oración-trabajo, natural-sobrenatural, política-mo­ral, vida personal-social… La Europa renacentista, en efecto, se va divi­diendo más y más: en naciones cada vez más cerradas en sí mismas; en las lenguas vernacúlas que se desarrollan, mientras retrocede el latín, la lengua común del Occi­dente cristiano; los pen­samientos, cada vez más críti­cos y subjeti­vos, van derivando hacia escuelas filosóficas y teológicas irrecon­ciliables. Y lo que es más grave y decisivo: en el Renacimiento todo va pasando del teocen­trismomedieval al antropocentrismo de los tiempos nuevos. Éstos son, como ya he dicho, los pasos iniciales hacia el ateísmo actual de masas, que analizaremos en su día.

La falsificación de la Edad Media se inicia en el Renacimiento, con gran virulencia en la Reforma protestante, pero también en ciertos ambientes socialmente altos de la Iglesia Católica. Se va haciendo predominante un distanciamiento crítico ha­cia la Edad Media –es decir, hacia la tradición cristiana, la vida mo­nástica y religiosa, la austeridad de costumbres en los laicos, el pensamiento filosófico y teológico de la escolás­tica, la primacía del Papa y de los Obispos, la conciencia de «el pecado del mundo», la ne­cesidad de la gracia y su absoluta primacía, etc.–. Ese distanciamiento, todavía tímido, llegará a ha­cerse una abierta repulsa en la apostasía del siglo XX, cuando se afirma culturalmente un rechazo consciente y sistemático de la tradición católica. Pero ya en este período, en la Edad Mo­derna, podemos observar ese menosprecio de la tradición católica precedente, que lleva consigo ne­cesariamente una falsificación peyora­tiva del milenio medieval, que, como digo, sólo alcan­zará formas extremas en la apostasía de nuestro siglo. Trataré de indicar en unos pocos trazos los principales rasgos antimedievales del Renacimiento, señalando al mismo tiempo su condición errónea.

Descubrimiento de la Antigüedad. No es cierto que en el XV-XVI, con ocasión de los viajes comerciales, se descubrieran las obras de la Antigüedad clá­sica, pues casi todas eran ya conocidas en la Edad Media. Lo que cambia en el Renacimiento es la ac­titud ha­cia ellas, pasándose ahora a una canonización admirativa de las mismas.

«En las letras como en las artes, la Edad Media no había cesado de inspirarse en la antigüedad, pero no consi­deraba por eso sus obras como arquetipos o modelos. Fue en el siglo XVI cuando se im­puso en este te­rreno, como en todos, la ley de la imitación» (Pernaud 83). A partir del Renacimiento las obras de arte son bellas en la medida en que se aproximan a los cáno­nes clásicos greco-romanos. El arte románico y el gótico, por tanto, es un arte bárbaro que, en lo posible, debe ser sustituído por la corrección impecable del arte nuevo, es decir, del antiguo. Así se llega al neoclásico en la segunda mitad del XVIII. El arquitecto Ventura Rodríguez, por ejemplo, destruye en la catedral de Pamplona su fachada románica y la sustituye por una plenamente clásica y academicista (1783). Dios le haya perdonado.

Uniformización de todo. También a partir del Renacimiento, la variedad medie­val de los derechos regionales, que recono­cen a costumbres, fueros y usatges una im­portancia principal, cede el paso progresi­vamente a un Derecho Romano uniformiza­dor. La mujer, con eso, pierde derechos cí­vicos ante el poder monárquico del paterfa­miliæ. Las pequeñas comunidades señoria­les, formadas por lazos atados con pactos personales, van quedando devaluadas ante la política de los nuevos Estados centralizados, orientados ya hacia el ab­solutismo y la uniformidad de súbditos y regiones. La diversidad estética de los estilos ar­tísticos medievales se va unificando también bajo los rigurosos cánones clásicos del arte an­tiguo. Y la variedad de las tradiciones litúrgicas cede también ante la universalidad de la liturgia romana, que en Trento se establece como casi la única de toda la Iglesia.

Sujeción de la Iglesia al poder civil. El nombramiento de Obispos y abades por los re­yes y señores, que durante toda la Edad Media, con excepción del período carolin­gio, constituyó unabuso cuando se produjo, se convirtió en el siglo XVI en práctica ha­bitual y norma de derecho.

Si bien en for­mas pactadas con la autoridad de la Iglesia, es entonces cuando nace el Patronato de los reyes de España y Portugal, o el Concordato por el cual en Francia, durante cuatro siglos, todos los Obispos y aba­des eran nombrados por el rey, primero, o por el presidente de la república, después (1516-1904).

–Rebrotan ahora los males que la Cris­tiandad medieval disminuyó o hizo desapa­recerEl aborto y el suicidio, vistos con ho­rror por el pueblo cristiano medieval, se irán multipli­cando en uncrescendo siempre continuo, que llega hasta nuestros días. La brujería, que al final de la Edad Media comienza a ser un grave problema social perseguido, se multiplica más y más en los siglos XV hasta el XVII, cuando se inicia ya la reacción contraria. La esclavi­tud, prácticamente extinguida en la Cris­tiandad medieval, asoma de nuevo en la Eu­ropa del XV, aumenta a partir del XVI, sobre todo en América, y se multiplica espanto­samente en el XVIII y primera mitad del XIX, cuando termina.

En punto a guerras, ha de afirmarse que la belicosidad de las edades moderna y contemporánea es incomparablemente mayor que la del milenio medie­val. Aparte de la guerra llamada de los «Cien años» (1340-1453), que tuvo alcan­ces regionales, la paz en la Edad Media predomina entre los reyes cristianos. Y es que Renacimiento y Reforma rompen la unidad espiritual y social de Europa, y abren las puertas a una época en la que guerras y disputas serán casi continuas entre las naciones de la Cristiandad, antes her­manas.

Y en fin, durante los siglos modernos la intolerancia religiosa se agu­diza en términos an­tes no conocidos. Dejando muy lejos los tiempos de San Fernando III de Castilla y León, que en el siglo XIII pudo llamarse el «rey de las tres religiones» (judía, cristiana y musul­mana), es en los siglos XV y XVI, cuando se mul­tiplican por toda Europa las expulsiones de judíos y moros. Pero en los tiempos modernos y contemporáneos han de producirse aún extremos de intolerancia social y religiosa indeciblemente mayores, como los procedentes de las ideas de Locke (Ensayo sobre la tolerancia, 1667; Carta sobre la tolerancia, 1689), Rousseau, Voltaire, Marx, Lenin, Hitler, etc.

Una profesora ayudante de la doctora Régine Pernaud incurrió una vez en un lapsus tan grave como signifi­cativo, aludiendo al caso Galileo como a algo característico del oscurantismo de la Edad Media. Fue preciso recordarle que «el affaire Galileo, atribuído por ella a los siglos oscuros del medioevo, había tenido lugar en la Edad Moderna, en 1633, exactamente. Galileo [1564-1642] fue contemporáneo de Descartes [1596-1650]. El affaire Galileo sucedió cien años después del nacimiento de Montaigne (1533) y más de un siglo después de la Reforma (1520)» (Pernaud 157-158).

–Resurge el culto pagano del mundo visible. En fin, por los siglos XVI y XVII se inicia una época, ya apuntada en el otoño de la Edad Media, en que no pocos cristianos van orientándose más y más a la posesión go­zosa de este mundo visible. Todavía en ese tiempo perdura con fuerza, lo veremos en seguida, el espíritu de la tradición cristiana. Todavía ésta es la sa­via que vivifica gran parte del árbol eclesial, como puede comprobarse sobre todo en el XVI español, tanto en España como en la evangelización de His­panoamérica. Pero la paganiza­ción del cris­tianismo se inicia en el Renacimiento, sobre todo en el mundo de los altos personajes civiles y ecle­siásticos, y va logrando que la bautismal renuncia al mundo, la que abre la puerta a la vida nueva cristiana, se quede en nada. La norma que va ganando vigencia es ésta: «busquemos primero de todo los bienes de este mundo, que ya la bon­dad de Dios nos dará por añadidura la vida eterna».

La Virgen Sixtina, de Rafael Sanzio (1483-1520), cuya imagen va al comienzo de este artículo, es una de sus obras más hermosas y puede ayudarnos a conocer el Renacimiento. El cuadro, realizado al final de la vida del maestro por encargo de los monjes de la iglesia de San Sixto, en Placencia (1513-1518 ?), une la tierra (las cortinas) y el cielo (las nubes) en una composición de excepcional belleza. La Virgen María con el Niño aparece al centro en una especie de elipse vertical; a su izquierda, San Sixto; a su derecha, Santa Cecilia (o Santa Bárbara, según el Vasari). Posteriormente, el mismo Rafael acrecentó todavía la gracia del cuadro añadiendo en la base dos angelitos, entre aburridos y contemplativos.

El rostro de la Virgen es sagrado, misterioso, bellísimo. Su expresión es a un tiempo humana y sobrehumana, serena y asombrada (¿al saberse madre de un Niño divino?), majestuosa y como asustada (¿qué harán con mi Niño?). Una vez visto este rostro, ya no se olvida.

Pero quizá la inquietud de ese rostro puede significar otra cosa: «¿Cómo yo, siendo pecadora, la amante de Rafael, podré prestar mi imagen al rostro de la Santísima Virgen María?». Porque en efecto, Margarita Luti, notable por su gran belleza, llamada la Fornarina, hija de un panadero (fornaio) del Trastévere romano, fue durante años la amante de Rafael y su modelo más frecuente, sobre todo en las imágenes de la Virgen María, que son numerosas, como ésta. El maestro, un hombre sinceramente religioso, poco antes de morir, alejó a la Fornarina de su alcoba, y a los treinta y siete años, «confeso y contrito», falleció el 6 de abril de 1520, un Viernes Santo.

Belleza, pecado, cristianismo sincero, pero enfermo de mundo. La Virgen Sixtina de Rafael. La Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Puro Renacimiento.

Fuentes: P. José María Iraburu, (186) Final de la Cristiandad. El Renacimiento


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