Judíos notorios convertidos a la Fe Católica

La conversión es un encuentro personal con Cristo, en el que se compromete toda la persona y toda la vida futura. Eso supone dejar muchos valores, muchas cosas preciosas por otras que se descubre que son mejores. A veces, supone un proceso mental largo y doloroso en el que hay que reajustar todos los valores y esquemas mentales con los que uno ha vivido tranquilamente durante años. Con frecuencia, se dan muchos casos de personas que llegan a convencerse de la verdad de la fe católica, pero no son capaces de renunciar a sus comodidades y seguridades.

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Convertirse, en una palabra, puede significar dejarlo todo y comenzar una vida nueva, lo que da un poco de miedo, sobre todo, cuando uno ya ha llegado a la madurez, y es más difícil cambiar de vida. Por eso, para convertirse hace falta mucha dosis de fe y de confianza en Dios para dar el salto al vacío sin importar el qué dirán, sino queriendo obedecer la voluntad de Dios. Porque llevar una doble vida y disimular las propias ideas religiosas sería un martirio del corazón y una infidelidad a Dios.

Ciertamente, la fuerza de Dios y su gracia son poderosas para poder superar todas las dificultades. Por eso, hay muchos que, a pesar de todo, se arriesgan y se convierten, aunque este paso, en algunos casos, requiere años de reajuste y de convencimiento gradual.

Evidentemente, cada conversión es un caso particular. No hay dos conversiones iguales. En algunos casos, la irrupción de Dios es de un modo excepcional y milagroso. Las personas se convierten instantáneamente. En otros el proceso es lento y doloroso.

Presentamos algunos testimonios significativos de judíos convertidos al catolicismo. Ellos, mejor que nadie, pueden ayudarnos a comprender que el cristianismo es la plenitud del judaísmo y que el judío que se hace cristiano, no pierde nada, sino que encuentra todo lo que Dios quiso dar a su pueblo en el Mesías prometido por medio de Jesús.

Podemos decir que el judaísmo es el padre del cristianismo. Los cristianos hemos heredado del judaísmo el Antiguo Testamento y muchas cosas de su auténtica espiritualidad. Un judío, que se hace cristiano, no es un renegado de su patria o de su fe. Más bien, podríamos decir, que es un judío en plenitud, pues Jesucristo lleva al judaísmo a la plenitud, y es el Mesías prometido durante siglos al pueblo de Israel.

Un verdadero judío debe sentirse orgulloso de que Jesucristo fue judío y lo mismo la Virgen María y san José. Los apóstoles y los primeros cristianos, con tantos santos y mártires, fueron judíos en su mayoría.

Los de raza judía, superando el nacionalismo, deben abrirse a todos los pueblos. Ser judío de verdad debe significar ser universal. Ser judío, en sentido auténtico, significa ahora haber sido llamado desde Abrahám para formar un pueblo universal, en el que lo judío llega a su plenitud. Los judíos deben sentirse orgullosos de haber sido llamados, en sus antepasados, para dar luz al nuevo pueblo cristiano, que salió de sus entrañas.

Por eso, cuando un judío se convierte y se hace cristiano, debe sentirse como en su propia casa. No debe irse lejos, no debe renunciar a su vocación ancestral de ser pueblo de Dios; simplemente, debe aceptar en su casa a otros pueblos y a otras gentes sin cerrarse en sí mismo, como si la salvación de Dios fuera exclusivamente para ellos.

Ser judío de verdad es ser judío en plenitud, de acuerdo al plan de Dios, es decir, significa hacerse cristiano para vivir con Cristo, el Mesías, y con todos los pueblos la salvación, que Dios vino a traer al mundo por medio del pueblo de Israel. Esto lo comprendieron muy bien muchos judíos que, a lo largo de la historia, se han convertido al cristianismo. Ellos han podido decir en conciencia: El judaísmo era la promesa y el cristianismo es el cumplimiento de la promesa. No nos alejamos de casa, sino que descubrimos todo lo que teníamos en casa, asumiendo la fe judía hasta sus últimas consecuencias en Cristo y con Cristo, nuestro hermano común.

HERMANN COHEN (1820-1871) fue un famoso músico y pianista judío, nacido en Hamburgo (Alemania), aunque vivió casi toda su vida en Francia. Desde niño fue considerado como un niño prodigio de la música, pero sus triunfos musicales hicieron de él un joven caprichoso e inmoral. Escribe en su Diario: Las lecciones de música me proporcionaban dinero y el dinero me proporcionaba placeres. Mi vida fue entonces el abandono completo a todos los caprichos y a todas las fantasías ¿Era más feliz? No, Dios mío, la sed de felicidad que me abrasaba no se saciaba con esto.

Me permitía a mí mismo toda licencia… Esta era la vida de casi todos los jóvenes de la buena sociedad, de las tertulias elegantes y del mundo artístico. No exagero, todos los jóvenes que conocía vivían como yo, buscando el placer dondequiera que se ofreciere, deseando la riqueza con ardor, a fin de poder seguir todas sus inclinaciones y satisfacer cualquier capricho. En cuanto al pensamiento de Dios, no se presentaba jamás a la mente.

Pero Dios lo estaba esperando. Tenía veintiséis años. Un viernes de mayo de 1847 fue a la iglesia de santa Valeria de París, situada en la calle Borgoña, cercana a su domicilio. Tenía que dirigir el coro de la iglesia, porque su amigo, el príncipe de la Moscowa, le había pedido que lo reemplazara, ya que él no podía asistir. Y, en el momento de la bendición con el Santísimo Sacramento, sintió una gran emoción y una gran paz. Volvió los viernes siguientes y, en el momento de la bendición con el Santísimo, sentía la misma emoción con una paz inmensa.

Pasado el mes de mayo, volvió cada domingo a la misa a la iglesia de santa Valeria, como si un fuerte instinto lo guiara hasta allí. Buscó un sacerdote, el Padre Legrand, para que le hablara de la religión católica y dice: La benévola acogida del sacerdote me impresionó vivamente e hizo caer de un golpe uno de los prejuicios más sólidamente arraigados en mi mente: Tenía miedo a los sacerdotes. Sólo los conocía por las novelas, que los representaban como hombres intolerantes, que sin cesar tenían en los labios las amenazas de la excomunión y las llamas del infierno. Y me encontré con un hombre instruido, modesto, bueno, franco, que lo esperaba todo de Dios.

A principios de agosto de ese año 1847, tuvo que hacer un viaje a Alemania y el domingo 8 de agosto fue a misa a la parroquia de Ems. Allí la presencia invisible, pero sentida por mí, de un poder sobrehumano, empezaron a agitarme. La gracia divina se complacía en derramarse sobre mí con toda su fuerza. En el acto de la elevación (de la hostia y del cáliz) a través de mis párpados sentí, de pronto, brotar un diluvio de lágrimas, que no cesaban de correr… ¡Oh momento por siempre jamás memorable para la salud de mi alma! Te tengo presente en mi mente con todas las sensaciones celestiales que me trajiste de lo Alto… Experimenté, entonces, lo que sin duda san Agustín debió sentir en su jardín de Casicíaco al oír el famoso Toma y lee… De pronto y espontáneamente, como por intuición, empecé a manifestar a Dios una confesión general interior y rápida de todas las enormes faltas cometidas desde mi infancia… Y, al mismo tiempo, sentía también una calma desconocida, que pronto vino a extenderse sobre mi alma como bálsamo consolador… Al salir de la iglesia de Ems, era ya cristiano. Sí, tan cristiano como es posible serlo, cuando no se ha recibido aún el santo bautismo.

A partir de ese día, estaba hambriento de la comunión eucarística. Regresó a París y el día 15 de ese mes de agosto, asistió en la capilla de la calle Regard al bautismo de cuatro judíos convertidos. El bautismo lo administraba el Padre Teodoro de Ratisbona, también judío convertido. Para él la ceremonia fue de gran emoción y le hizo suspirar por su propio bautismo, que se realizó el 28 de agosto, fiesta de san Agustín. Y en el momento de la ceremonia, dice él mismo:

Mi cuerpo se estremeció y sentí una conmoción tan viva y tan fuerte que no sabría compararla mejor que al choque de una máquina eléctrica. Los ojos de mi cuerpo se cerraron, al mismo tiempo que los del alma se abrían a una luz sobrenatural y divina. Me encontré como sumido en un éxtasis de amor y me pareció participar de los gozos del paraíso y beber el torrente de delicias con las que el Señor inunda en la tierra a sus elegidos .

Su entrega a Jesús era total. Por eso, entró en el convento de los Padres carmelitas descalzos, tomando el nombre religioso de fray Agustín del Santísimo Sacramento. Y se ordenó de sacerdote el 20 de abril de 1851. A partir de ese día, toda su actividad sacerdotal la enfocó en fomentar el culto a Jesús Eucaristía. Por eso, se le llama el apóstol de la Eucaristía. Se había comprometido ante Dios con voto a predicar siempre sobre la Eucaristía. Toda su vida fue amar y hacer amar a Jesús Eucaristía, lo que no quiere decir que no amara también a María… Precisamente, decía después de convertido: Todos los pasos, todos los adelantos, los debo de manera bien evidente a nuestra Madre común, a la buena y santa Virgen María, refugio de pecadores, a quien cada día he implorado con fervor.

Una de sus grandes obras fue la fundación de la Adoración nocturna a Jesús Eucaristía. Murió el 20 de enero de 1871 en Spandau, cerca de Berlín, atendiendo a los prisioneros franceses allí confinados, durante la guerra franco-prusiana.

TEODORO DE RATISBONA nació en 1802. Era hijo de un banquero judío de Estrasburgo y consideraba al cristianismo como una especie de idolatría. Escribe:

¡Cuántos combates tuve que sostener contra mis prejuicios y mis repugnancias anticristianas! ¡Más que dificultades de orden intelectual eran las torturas de una conciencia judaica las que había de superar! ¡Yo creía en Jesucristo, pero no podía invocarlo ni pronunciar su Nombre! ¡Tan profunda e inveterada es la aversión que sienten los judíos hacia Él!

Estando enfermo, no me atrevía a invocar al Dios de la fe cristiana por temor de ofender al Dios de Abraham. La oscuridad era terrible, pero triunfó la gracia. El nombre de Jesús brotó de mi boca como un grito de angustia. Esto era en la  tarde, a la mañana siguiente, mi fiebre había desaparecido y estaba totalmente restablecido. Desde entonces, me fue dulce invocar el Nombre de Jesús. También me atreví a invocar a la Virgen santa y llamarla mi Madre.

Oh, ¡cómo suspiraba por ser cristiano! ¡Cómo temblaba de gozo al asistir a una solemnidad católica! ¡No puedo olvidar la impresión primera que recibí en la celebración de una misa, cuando oí los cánticos sagrados, cuyos acordes resonaban en mi alma, colmándola de paz y recogimiento!.

Teodoro de Ratisbona se convirtió y se ordenó sacerdote, trabajando incansablemente en la conversión de muchos otros judíos, por medio de la Congregación de Nuestra Señora de Sión, que él mismo fundó.

ALFONSO MARÍA DE RATISBONA (1814-1884) es hermano del anterior y es otro gran judío convertido. A los quince años había sufrido al ver convertirse a su hermano Teodoro, que al poco tiempo se hizo sacerdote. A los veintiocho años, siendo un banquero exitoso, anticristiano y sólo preocupado de las cosas y placeres del mundo, acepta el reto de su amigo católico, Teodoro de Bussières, de llevar la llamada medalla milagrosa y rezar cada día la oración Acordaos a la Virgen María (compuesta por san Bernardo). En esos días, estaba en Roma a punto de casarse. Entra con su amigo a la iglesia Sant’Andrea delle Fratte de Roma y ocurre el milagro. Mientras miraba la iglesia, desde un punto de vista artístico, se le aparece la Virgen María.

Dice así: Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos… En seguida, el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡Oh Dios mío, vi una sola cosa! ¿Cómo sería posible explicar lo que es inexplicable? Cualquier descripción, por sublime que fuera, no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussières me devolvió a la vida.

Al fin, tomé la medalla, que había colgado sobre mi pecho, besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia… ¡Oh, era, sin duda, Ella! No sabía dónde estaba; si yo era Alfonso u otro distinto; sentí un cambio tan total que me creía otro yo mismo… Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo. La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma… Sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote. Se me condujo ante él y, sólo después de recibir su positiva orden, hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o por analogía, con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día; ve, pero no puede definir la luz que le ilumina y en cuyo ámbito contempla los objetos de su admiración. Si no se puede explicar la luz física ¿cómo podría explicarse la luz que, en el fondo, es la verdad misma? Creo permanecer en la verdad, diciendo que yo no tenía ciencia alguna de la letra, pero “entreveía el sentido y el espíritu de los dogmas”. Sentía, más que veía, esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior; y esas impresiones, mil veces más rápidas que el pensamiento, no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto al revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida. A partir de ese momento, mis prevenciones contra el cristianismo se borraron sin dejar rastro, lo mismo que los prejuicios de mi infancia. El amor de Dios ocupaba el lugar de cualquier otro amor.

A su amigo Teodoro, que escribió un libro sobre su conversión, le pudo decir al salir de la iglesia:

La he visto, la he visto. Todo el edificio desapareció de mi vista, vi un gran resplandor y en medio de aquel resplandor sobre el altar, se me apareció erguida, espléndida, llena de majestad y de dulzura la Virgen María y me sonrió, no me dijo nada, pero yo1 lo comprendí todo.

Tal como su hermano Teodoro, se hizo un sacerdote ejemplar y hoy es un santo conocido como san Alfonso de Ratisbona. En la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte hay una inscripción que recuerda el milagro y donde se leen estas palabras en la capilla de la Virgen: El 20 de enero de 1842, Alfonso de Ratisbona de Estrasburgo, vino aquí judío empedernido. La Virgen se le apareció como la ves. Cayó judío y se levantó cristiano. Extranjero, lleva contigo este preciso recuerdo de la misericordia de Dios y de la Santísima Virgen.

HENRI BERGSON (1859-1941) ha sido el mejor filósofo francés. Su camino hacia la Iglesia lo hizo desde el materialismo científico y ateo hasta encontrar a Cristo como plenitud de la fe judía en la Iglesia. Sus libros La evolución creadora y Las dos fuentes de la moral y de la religión, marcaron su descubrimiento de la existencia del alma y de lo espiritual. No llegó a ser bautizado públicamente por no querer traicionar a sus hermanos judíos en tiempos de persecución, pero era totalmente católico de corazón. En su testamento, escrito el 8 de febrero de 1937, dice así: ¡Mis reflexiones me han llevado cada vez más cerca del catolicismo, donde yo veo el cumplimiento total del judaísmo. Me habría convertido, si no hubiera visto que se prepara una formidable ola de antiseminismo. Yo he querido quedarme entre los que serán perseguidos. Pero yo espero que un sacerdote católico querrá, si el cardenal arzobispo de París lo autoriza, venir a orar ante mis restos. En caso de que no sea posible esta autorización, habría que dirigirse a un rabino sin ocultarle y sin ocultar a nadie mi adhesión moral al catolicismo así como el deseo manifestado por mí de tener en primer lugar las oraciones de un sacerdote católico.

EDITH STEIN (1891-1948) nació en Breslau, Alemania, en 1891. Era de familia judía. Destacó en el colegio y fue a Göttingen a estudiar filosofía. Allí conoció a Husserl y quedó deslumbrada por la nueva fenomenología. En 1914, en tiempo de la primera guerra mundial, se apuntó como enfermera voluntaria. La enviaron a un hospital austríaco. Atendió a soldados con tifus y heridas de toda clase, recibiendo la medalla al valor por su trabajo en el hospital. Con el tiempo, algunas conversiones de amigos suyos le impresionaron y empezó a leer obras sobre el cristianismo.

Cuando murió su profesor de filosofía Adolfo Reinach, fue a visitar a la viuda, de la que era amiga, y al ver su fortaleza espiritual, dice: Allí encontré por primera vez la cruz y el poder divino que comunica a los que la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En ese momento, mi incredulidad se derrumbó; el judaísmo palideció ante la aurora de Cristo, Cristo en el misterio de la cruz.

Su fe en Cristo se acrecentó de forma decisiva al leer la Vida de santa Teresa de Jesús, escrita por la misma santa. Dice: Empecé a leer y fui cautivada inmediatamente, sin poder dejar de leer hasta el fin. Cuando cerré el libro, me dije: Ésta es la verdad.

A la mañana siguiente, se compró un catecismo católico y un misal y se puso a estudiarlos rápidamente. Después, se decidió a asistir en Bergzabern a la misa parroquial por primera vez. He aquí sus impresiones: Nada me parecía extraño. Gracias al estudio que había hecho previamente, seguía todas las ceremonias hasta el último detalle. Un sacerdote venerable se llegó al altar y celebró el santo sacrificio con profundo fervor. Terminada la misa, esperé que acabara su acción de gracias. Luego, le seguí hasta la casa parroquial. Allí le pedí el bautismo… El sacerdote me hizo un examen. Mis contestaciones eran perfectas. Pasó revista a toda la doctrina católica. El buen sacerdote, lleno de admiración, ya no se atrevía a rechazar mi bautismo.

El 1 de enero de 1922 renacía a una nueva vida con el bautismo y recibía la comunión. Su madrina Hedwig Conrad-Martius, recuerda aquel día con estas palabras: Lo más bello de todo era su alegría radiante, una alegría infantil.

A partir de ese día, con permiso, pudo comulgar todos los días. Pero fue tanto su entusiasmo por su nueva fe, que se decidió a entregar su vida totalmente a Dios y entró en las carmelitas descalzas de Colonia el 15 de octubre de 1933, a los 42 años de edad, con el nombre de Sor Teresa Benedicta de la Cruz. Así terminaba su itinerario, desde la filosofía fenomenológica de Husserl hasta el Carmelo.

Pero la situación de los judíos de Alemania se hacía cada vez más difícil, así que salió de su convento de Colonia para ir al Carmelo de Echt, en Holanda. Cuando, en la primavera de 1940, Holanda fue ocupada por los nazis, la jerarquía católica holandesa escribió una carta al comisario del Reich, Seyss Inquart, protestando contra el trato vejatorio a los judíos. Se oyeron protestas en los púlpitos como la del obispo de Utrecht. Las SS. alemanas reaccionaron con represalias, deteniendo a todos los católicos de origen hebreo. El 2 de agosto de 1942, se presentaron al convento de Echt en busca de Edith Stein y su hermana Rosa, refugiada allí. Se las llevaron de Holanda con destino desconocido. Más tarde se supo que el destino final de Edith fue las cámaras de gas en el campo de Auschwitz. Allí entregó su alma a Dios el 9 de agosto de 1942.

MAX JACOB (1876-1944) fue un gran pintor y poeta de familia judía. Su juventud estuvo llena de desórdenes y placeres, pero en el interior de su alma estaba insatisfecho consigo mismo y buscaba, como por intuición, un mundo espiritual. Y Dios le sale al encuentro. Dice así:

Era el 7 de setiembre de 1909. Al volver de la Biblioteca nacional, he dejado mi cartera, he buscado mis zapatillas y, al volver la cabeza, había alguien delante de la pared. Sí, había alguien. Mi carne se ha desplomado en tierra. El cuerpo celeste estaba sobre la pared de la alcoba. ¿Por qué, Señor? ¡Oh, perdóname! Se hallaba en un paisaje que yo había dibujado hace tiempo… pero Él ¡qué belleza, qué elegancia y dulzura! ¡Sus hombros, su andar! Llevaba una túnica de seda amarilla con adornos azules. ¡Se ha vuelto y he visto su rostro apacible, resplandeciente!.

Él aseguró haber visto a Jesucristo. Y presentó siempre este acontecimiento como la causa de su conversión. Al día siguiente, va a la iglesia a pedir el bautismo, pero fue despachado con buenas palabras.

El pobre Max no había llegado al extremo de sus penas y desilusiones. La ruta de la conversión era más ardua de lo que él pensaba. No bastaba creer, hacía falta también reajustar su vida entera, lo que no le resultaba fácil, pero el 17 de diciembre de 1914, otra vez se le presenta la aparición en un cine. Él dice: ¿Por qué a mí y no a los otros? ¡Es imposible y con todo es verdad! En el cine, de repente, estoy seguro que era Él, con su túnica blanca, sus largos cabellos negros y ondulados, recogidos un poco en la nuca, ¡Oh Dios mío, yo os amo! .A partir de ese día, insiste tanto en el bautismo que el 18 de febrero de 1915 recibe este sacramento. Como todo convertido, tenía una gran devoción a María, en cuyo honor compuso una letanía.

El 24 de febrero de 1944 era detenido por los alemanes y llevado al campo de concentración de Drancy. Murió el 5 de marzo. En su bolsillo le encontraron un rosario.

RAPHAEL SIMON, siquíatra judío, nacido en 1907 en Nueva York. En el escrito sobre su conversión, titulado The road to Damascus (El camino a Damasco), dice:

Un día, abrí el Nuevo Testamento y leí: “No os inquietéis por vuestra vida, qué comeréis ni por vuestro cuerpo con qué os vestiréis. Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan ni tienen graneros y vuestro Padre celestial las alimenta… Buscad primero el reino de Dios y su justicia que todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 24-34). Aquí estaba la respuesta de Dios a mis atormentadas preguntas. Una gran paz me invadió. Y decidí dedicar todos los días cierto tiempo para la lectura del Nuevo Testamento… Se me habían abierto los ojos del alma, al descubrir cuán digno de amor es Jesús. Él era verdaderamente el hijo de Dios y había venido a la tierra en forma carnal, habiendo tomado la naturaleza humana en el seno de la Virgen María. Yo había llegado al convencimiento de la divinidad de Jesucristo. Mi origen judío no era ningún obstáculo. ¿No fue su fundador Jesucristo, un judío? ¿No fueron judíos su madre y sus apóstoles? ¿No se formó con judíos la primera comunidad de Jerusalén?… Después de recibir mi bautismo el 6 de noviembre de 1936, encontré en abundancia todo aquello que había esperado. En la Iglesia hallé lo que faltaba en el moderno judaísmo. Dios vivía en medio de su pueblo, los semitas espirituales.

Al final de su vida, se hizo sacerdote y religioso cisterciense.

KENNETH SIMON, médico y científico judío, nació en 1909. Escribió su historia y conversión en el libro The glory of the people (La gloria del pueblo). Se hizo sacerdote en la Trapa de Nuestra Señora del Valle en el estado norteamericano de Rhode Island.

RENÉ SCHWOB (1895-1946) escribió su conversión en el libro Yo judío. En su otro libro Lourdes, ciudad de oración habla de su gran amor a María.

JEAN JACQUES BERNARD (1888-1972), escritor y dramaturgo francés de familia judía. Cuando fue detenido en diciembre de 1941, no era todavía católico, pero en el campo de concentración encontró a Cristo a través de auténticos cristianos y, entonces, se dio cuenta de que Cristo es la culminación del judaísmo, que, en vez de alejarlo de su pueblo, lo había acercado más a él. Dice: Un judío es un hombre de la raza de Cristo, de la raza de la madre de Cristo. Y démonos cuenta también de que un cristiano es un hombre que lleva a Cristo en sí. Cristo se perpetúa sobre la tierra en cada cristiano. Así, un judío que llega a ser cristiano, completa en sí toda una evolución; compensa en cierta medida, la ceguera de aquellos que no han reconocido al Dios anunciado. Y esto exige que un judío hecho cristiano, hecho Cristo sobre la tierra, podrá ser crucificado por los hermanos aún extraviados, aunque él, en su corazón cristiano, no dejará de amarles y de rezar por ellos… Nunca repetirá bastante que el Dios de Israel es nuestro Dios, los profetas de Israel son nuestros profetas y los salmos de Israel impregnan toda nuestra liturgia. El cristianismo se asienta en el judaísmo; igual que una encina echa raíces en el suelo donde fue plantada su simiente…

Antes de mi conversión, iba hacia la Iglesia sin sospechar que iba, al mismo tiempo, hacia Israel. La Iglesia e Israel son una misma y única religión. La religión madre y el complemento. El Antiguo y el Nuevo Testamento. ¡Un mismo Dios! ¡Una misma fe! Después de esto, el sentimiento de mi deuda respecto a los judíos no ha cesado de aumentar… Sé bien lo que venimos a buscar los hijos de Israel en la Iglesia. Por encima de todos los errores, las cegueras, las incomprensiones y las deformaciones, por encima también de los olvidos y de las rutinas, de la pereza y de las somnolencias, venimos a buscar la palabra verdadera de nuestro común hermano, de Jesús, que siempre está vivo.

EUGENIO ZOLLI (1881-1956) nació en 1881 en Polonia. En 1904 va a Viena a seguir la carrera de rabino, fiel a la tradición familiar, ya que por vía materna se habían sucedido rabinos por más de dos siglos. En 1913 se casa con Adela Litwak, una judía polaca muy religiosa, que muere en 1917, dejando una hija: Dora. En 1920 es nombrado jefe rabino de Trieste (Italia) y, ese mismo año, se casa con Emma Majonica, de la que tuvo otra hija: Myriam. En 1933 adquiere la ciudadanía italiana y se cambia el apellido Zoller por Zolli. Fue nombrado profesor de lengua y literatura hebraica en la Universidad de Padua.

En 1935 escribió una carta al rabino jefe de Roma sobre los actos inhumanos cometidos contra los hebreos en Alemania, para que informara a Mussolini. En 1938, ante las leyes racistas, introducidas en Italia, Zolli protestó públicamente. Pero el gobierno italiano le quitó la nacionalidad italiana. En 1940 recibió el cargo de rabino jefe de Roma. Los judíos de Roma estaban divididos entre filofascistas y sionistas. En Roma, durante los primeros meses de su cargo, procuró defender a los hebreos de las leyes antisemitas. Pero la situación empeoró con la llegada de los alemanes a Roma en setiembre de 1943.

El 26 de setiembre, el comandante Herbert Kappler impone a los judíos de Roma el pago de cincuenta kilos de oro para no deportar a 300 de ellos, que estaban fichados. La comunidad judía reúne 35 kilos. Zolli acude al Vaticano para pedir el resto y la respuesta es positiva. Al final, los quince kilos del Vaticano no harán falta, porque se habían conseguido por otros medios. Pero el oro no sirvió de nada, pues las deportaciones comenzaron. Sólo se frenaron por intervención del Papa Pío XII. Por eso, dice él que el hebraísmo mundial tiene una gran deuda de gratitud con el Papa Pío XII.

En 1944, presentó su renuncia al cargo de rabino de Roma por motivos personales. ¿Qué había pasado? Había decidido convertirse al catolicismo. Su conversión no fue cosa de un día, sino un largo proceso, que fue madurando a lo largo de los años. Él cuenta en su Autobiografía algunos de estos momentos importantes, en su camino hacia su conversión o hacia la plenitud de su amor a Jesús.

Hacia fines de 1917 o principios de 1918, una tarde, estaba en casa solo, escribiendo uno de los acostumbrados artículos para la Lehrerstime. De pronto, dejé la pluma sobre la mesa y, como arrobado, comencé a invocar el nombre de Jesús, encontrando mucha paz. Entonces, apareció Jesús en un gran cuadro sin marco, en el ángulo oscuro de la habitación. Lo contemplé durante largo tiempo sin ningún nerviosismo, con perfecta serenidad de espíritu. Ni entonces ni ahora, después de más de treinta años, sabría decir qué pasó en mi alma para producir un fenómeno semejante. ¿De qué se trataba? Ni entonces ni ahora me hago problemas. Para mí, me bastaba saber que era la presencia cercana de Jesús. Entonces, no se me presentó el deseo de hablar de ello con nadie y tampoco me planteé el problema de mi conversión… Jesús había entrado en mi vida interior como un dulce huésped, invocado y bien acogido. El amor de Jesús no significaba renegar de mi fe judía ni abrazar al cristianismo… Yo me sentía judío, naturalmente judío, y amaba naturalmente a Jesucristo. Y, en este amor mío por Jesús, no debían entrar ni el judaísmo ni el cristianismo. Yo con Jesús y Jesús en mí.

Una vez invoqué a Jesús y a María para pedirles la curación de mi esposa, gravemente enferma. Delante de una imagen de la Piedad, dije: “Tú eres madre, madre toda santa, toda santa en el dolor y en el amor. La mujer enferma es madre. Y callé. Vuelto hacia Jesús, le dije: Señor, tú sabes todo. ¿Me ayudarás? Sí, me dijo”. Me sentía con deseos de correr a casa para ver a la enferma. Pero tenía que trabajar y hasta me olvidé de haber rezado. Olvidé hasta el sí del Señor.

Al llegar a casa, la fiebre y el delirio estaban llegando a su grado máximo y yo hacía de enfermero, porque estábamos solos. Pero, a medianoche, de un momento al otro, todo cambió de improviso. No podía creerme a mí mismo. Toqué la mano de la enferma y era una ex-enferma. Comenzamos a hablar… y razonaba perfectamente. Me sentí inquieto, como si me faltara algo, descubriendo que era el Sí de Jesús.

Yo amaba a Jesús y lo amaba cada vez más. Por muchos años, me parecía que se podía unir el judaísmo y el cristianismo. ¿Era esto una ilusión?, ¿una idea absurda? Yo amaba a ambos. ¿Qué podía hacer? El “Día de la Expiación” (Yom Kippur), de otoño de 1944, estaba presidiendo las liturgias religiosas en el Templo (sinagoga de Roma). Estaba en medio de una multitud de personas y comencé a sentir como una niebla espesa en mi alma, y perdiendo contacto con las personas y cosas que me rodeaban… Era la última función litúrgica y yo estaba con dos asistentes, uno a mi derecha y el otro a mi izquierda; pero les dejé recitar a ellos solos las oraciones y el canto. No sentía ni alegría ni dolor. Y, de pronto, vi con los ojos de la mente un prado con hierba luminosa, pero sin flores. En ese prado, vi a Jesucristo, vestido con un manto blanco y sobre su cabeza el cielo azul. Entonces, experimenté una inmensa paz interior. Si tuviera que dar una imagen del estado de mi alma, diría que era un límpido lago cristalino entre altas montañas. Dentro de mi corazón, escuché las palabras: “Tú estás aquí por última vez”. Las tom?
? en consideración con la más grande serenidad de espíritu. Y yo respondí. Amén. Así es, así será, así debe ser.

Al llegar a casa, mi esposa me dijo: “Hoy mientras estabas delante del Arca de la Ley, me pareció, como si la blanca figura de Jesús, te impusiera las manos sobre tu cabeza, como si te estuviera bendiciendo”. Yo me quedé sorprendido, pero muy tranquilo. E hice como si no hubiera entendido. Y ella volvió a repetírmelo palabra por palabra. En ese momento, nuestra hija Myriam, que estaba en su habitación, nos llamó y nos dijo: “Esta noche estaba soñando y veía a Jesús muy alto, blanco, pero no recuerdo nada más”. Unos días después, renuncié a mi cargo de rabino de la Comunidad judía y busqué un sacerdote (Padre Dezza) para que me preparara para el bautismo. Mi conversión fue motivada por el amor a Jesucristo, un amor que vino, poco a poco, por mis meditaciones de la Escritura.

En su libro Mi encuentro con Cristo, dice claramente: Yo había llegado hasta los confines extremos del reino de la Sagrada Escritura del Antiguo Pacto. Yo me dije: ¿no era Jesucristo un hijo de mi pueblo? ¿No era espíritu de mi mismo espíritu? Volví a emprender el difícil camino, camino sembrado de zarzas, que herían la planta del pie e iba dejando a lo largo de todas las sendas huellas de mi sangre bermeja, sangre que brotaba de heridas antiguas no cicatrizadas y de otras que se iban abriendo. Y yo no sabía que ésta era la sangre del Pacto Nuevo, que gracias a esta sangre yo encontraría el camino y la vida en un lejano mañana.

Toda mi vida pasada, ahora lo comprendo, no era más que un fatigoso, largo y doloroso camino hacia la gran luz de Jesucristo y yo doy gracias a Dios por su caridad infinita.

Jesucristo es el camino y el guía sublime. ¡Qué dulzura! ¡Qué suave es nuestro Señor! ¡Soy tan feliz en este mi amor hacia Jesús! Lo quiero y lo debo decir: “Yo amo mucho a Jesús. Yo quisiera que todos lo amaran. ¡Qué hermosa sería la vida! ¡Oh, si el amor de Jesús encendiese e iluminase todos los corazones! En un mundo así, todos serían felices. Los hombres se amarían todos. Todos seríamos hermanos y más que hermanos. ¡Dulce Jesús, difunde el amor! Tú, que eres la Bondad, haznos dignos de amarte y concédenos el don celestial de tu amor. Jesús mío, yo te amo. Te amo siempre más, siempre mejor. Acoge, acoge, acoge este pobre corazón. Es tuyo, es todo tuyo. El mismo amor con que te amo, es tuyo. Soy todo tuyo. Soy feliz de ser tuyo. Quiero serlo siempre, ahora y siempre, ahora y en la hora de la muerte”.

El Padre Dezza, jesuita, rector de la Universidad gregoriana de Roma, fue quien tomó a su cargo prepararlo para el bautismo. Fue bautizado con su esposa Emma por Mons. Traglia el 13 de febrero de 1945 con el nombre de Eugenio en honor del Papa Pío XII. El padre Dezza le dio la primera comunión.

Su hija Myriam se convirtió y se bautizó un año después. Pero, a raíz de su conversión, llovieron sobre él toda clase de amenazas y calumnias. Los judíos lo excomulgaron y declararon apóstata; guardaron ayuno varios días y llevaron luto, como si hubiese muerto. Algunos judíos americanos hasta le ofrecieron dinero para que regresara a su antigua fe. Pero él decía: Después del santo bautismo, no soy capaz de odiar a nadie. Perdono a todos. Perdono, como Cristo me ha enseñado.

Algunos protestantes también se le acercaron para ofrecerle dinero, si con su estudio de la Escritura, encontraba una justificación de las tesis protestantes contra el primado del Papa. Oscar Cullmann, teólogo protestante, en una entrevista al periódico 30 días, declaró que le hubiera gustado poder ofrecerle una cátedra en la Universidad de Basilea. Zolli no sólo rechazó la idea sino que se puso a escribir un libro para probar el primado del Papa, titulado La confesión y el drama de Pedro, que quedó inconcluso a su muerte.

Cuando le preguntaron algunos por qué no se había hecho protestante, respondió: Protestar no es testimoniar. ¿Para qué han esperado 1500 años para protestar? La Iglesia católica fue reconocida por el mundo cristiano como la verdadera Iglesia durante quince siglos seguidos. Después de estos quince siglos nadie puede decir que la Iglesia católica no es la Iglesia de Cristo sin plantearse serios problemas. Yo admito la autenticidad de una sola Iglesia, aquella que fue anunciada a todos por mis propios antepasados, los doce apóstoles, que, como yo, han salido de la Sinagoga.

El Padre Dezza le ofreció alojamiento a él y a su familia dentro de la Universidad gregoriana y allí se desempeñó, varios años, como profesor del Instituto bíblico. El mismo Padre Dezza dice que, siendo profesor, cada mañana asistía a la misa en la capilla, comulgaba y se quedaba largo tiempo en oración. Cuando, una vez, le dije que era hora de desayunar, me dijo: “Se está tan bien en la capilla con el Señor que no quisiera salir jamás”. Y les decía a los católicos: Vosotros, que habéis nacido en la religión católica, no sois conscientes de la riqueza que habéis recibido desde la infancia por la fe y la gracia de Cristo, pero yo, que he llegado a la fe después de un largo trabajo de años y años, aprecio la grandeza del don de la fe y siento toda la alegría de ser cristiano.

Murió el 2 de marzo de 1956 a los 75 años y sus restos descansan en el cementerio de Verano de Roma. El gran mensaje que nos deja a todos es: El judaísmo es la promesa y el catolicismo el cumplimiento de la promesa; el Mesías, prometido al pueblo judío, ya vino en la persona adorable de Jesús, nuestro Dios y Señor; a quien él tanto amó, incluso antes de convertirse.

KARL STERN (1905-1975), de familia judía, nació en Alemania, pero pudo huir, cuando comenzaron las persecuciones contra los judíos por los nazis. Su proceso de conversión comenzó poco a poco, cuando estaba trabajando en el Instituto de Siquiatría de Munich. Por las noches, se reunía a estudiar la Biblia con una mujer católica, Frau Flamm, y una pareja de esposos japoneses, los Yamagiwa, que eran protestantes. Un día de diciembre de 1933 fue por primera vez a una iglesia católica a oír el tema Judaísmo y cristianismo, que iba a ser dictado por el cardenal de la ciudad. Esto tuvo un efecto muy positivo.

Dice: El sermón me vino como especialmente pensado y dicho para mí y dejó una huella imborrable en mi alma. Recuerdo que las ligeras alusiones al pensamiento paulino con respecto al judaísmo postcristiano, descubrieron ante mi vista un mundo nuevo.

Debo confesar aquí, anticipadamente, que me costó mucho tiempo (aproximadamente diez años) el aceptar la divinidad de Jesucristo. Cuanto más creía en Él como Mesías, más me veía arrastrado hacia una especie de arrianismo, considerándolo simplemente como el personaje histórico o el profeta, que cumplía y rebasaba todas las profecías.

Fue una sensación dolorosísima para mí el ver que, precisamente, cuando acababa de redescubrir al judaísmo, cuando comenzaba a sentir en mi corazón el inmenso orgullo de mi rica herencia espiritual, en medio de un mundo de vulgar estupidez, cuando apenas había logrado la posesión de una verdad absoluta, tenía que abandonar lo que había hallado. Hoy día veo que, realmente, no tenía que abandonar nada. En el plano espiritual, el cristianismo es judaísmo, judaísmo llevado a su consumación. No hay una sola verdad esencial del Antiguo Testamento que rechace el cristianismo.

Vi, entonces, que la suerte de mi pueblo estaba estrechamente asociada a la suerte de Cristo en el mundo, que había gentes en torno mío que llevaban en su corazón al Dios de Israel, aunque no eran judíos; y, en la intensidad y profundidad de sus vidas, vi cumplida la profecía mesiánica de Isaías. Esto fue para mí el principio de una nueva perspectiva de la vida.

Se había roto en pedazos algo de lo antiguo, aunque yo me empeñaba en que no era así, y había brotado algo nuevo. No veía aún claro adónde era conducido, pero sentía que nuevas luces significaban nuevos deberes y barruntaba que llegaría la hora en que tendría que dar el tremendo salto hacia lo desconocido.

Empecé a pensar: Si fuera cierto que Dios se hizo hombre por nosotros y que su vida y muerte tienen sentido personal para cada uno de los millones de seres humanos que se gastan en la hediondez de los tugurios, en un mundo sin horizontes, en sofocante angustia de odio, enfermedades y muerte; si fuera eso cierto, aún habría algo que da a la vida un valor infinito. ¡Pensar que llama a las puertas de esos millones de oscuras moradas, quien puede ofrecer promesas seguras a cada uno de sus habitantes! Cristo salva el caos de la historia y, al mismo tiempo, salva la mezquindad de cada existencia personal.

Un día de 1938, estando ya en Londres, entré a una iglesia católica a orar. Era la iglesia de los padres dominicos de Hampstead, cerca de nuestra casa. Iba todas las mañanas antes del trabajo. Oraba en el altar derecho. No tenía idea exacta de ello, pero creía, de algún modo, en el poder de la oración. No recuerdo de qué forma había llegado a esa convicción, pero aceptaba la eficacia de la oración como una verdad incuestionable. Y ponía en ella mucha fuerza, por no saber qué otro socorro práctico podía ofrecer a mi padre y a mi hermano (lejanos).

La providencia me había hecho judío. Me sentía tal con todas las fibras de mi corazón. Sentía en el judaísmo el calor protector de la sangre. ¿Cómo podría dudar nunca de que mi deber estaba entre ellos? Sin embargo, lejos, a mi espalda, oía voces apagadas que me recordaban otra lealtad.

Aquellos cristianos de Munich, que habían sufrido por nosotros en la noche de la aniquilación y con los cuales había visto, por primera vez, un Israel supranacional, parecían hacerme señas de que no los traicionara. También aquello me imponía una obligación. Sabía que había sacerdotes y ministros en los campos de concentración; sabía que, entre tanta ruindad y brutalidad, había infinidad de inestimables sacrificios anónimos, que se llevaban a cabo en nombre de Jesús de Nazaret, el ungido de Israel; sacrificios realizados por quienes no pertenecían a nosotros por la carne… Durante bastante tiempo pensé que me sería posible permanecer judío, conservando el secreto de Jesús… Imposible que Cristo exigiera de nosotros la deserción en el momento preciso en que nuestro pueblo se debatía entre espasmos de agonía. La mayor parte de los judíos, que se mantienen con el pie en el umbral de la Iglesia, creen que ni Jesús hubiera abandonado la comunidad judía del dolor en un momento tan crítico de la historia. Sin embargo, había algo oscuro en este pensamiento y es que, por primera vez en la historia desde Cristo, en esta persecución nazi, no se acosaba a los judíos a causa de su religión, sino únicamente a causa de su raza.

En rigor, había visto que los cristianos judíos de Alemania lo pasaban, frecuentemente, peor que los judíos de religión, repudiados por los cristianos por judíos, y por los judíos por renegados. Participaban en esto de la suerte de Cristo, de quien dice Pascal que era, igualmente, indeseado por paganos y por judíos. Por este tiempo, pasé muchas tardes en conversación con una monja del Sagrado Corazón.

La Iglesia católica está formada por la masa de la humanidad y de aquí que, el extraño que se acerca a ella, tropiece con una espesa corteza de mediocridad… Nos costó también a nosotros tiempo y trabajo el ver el inmenso tesoro escondido de santidad anónima, que hay en la Iglesia; el poder espiritual que fluye y refluye a diario en millones de almas desconocidas, los ríos de sacrificios que hacen por motivos sobrenaturales multitudes de humildes obreros, religiosos de comunidad, sacerdotes y laicos juntamente. Bajo un aspecto superficial, hay otra vez aquí una extraña semejanza entre el judaísmo y la Iglesia: la mala conducta de un miembro se hace más pública que la santidad de cien.

En Londres escuché a predicadores no católicos de diversas denominaciones. Varias cosas me causaron sorpresa en ellos. No les oí jamás nada positivo, incompatible con la doctrina católica. Todos, me parecía, que recalcaban ideas que había ya encontrado en la Iglesia. Los únicos puntos en que no se expresaban como católicos eran negaciones. Lo que en sus orígenes fueron anhelos de libertad los ha conducido a un extraordinario subjetivismo… la Iglesia refleja facetas diversas de la historia. El Evangelio es siempre el mismo, pero la vida del Evangelio, en la barahúnda del siglo IV se echa de ver en san Agustín. La vida del Evangelio en las alturas de los siglos medievales, se contempla en santo Tomás de Aquino. En el siglo XIX, la Iglesia comenzó a exaltar el caminito (de infancia espiritual de santa Teresita), la vida mística de las almas humildes. Ésta era la única respuesta apropiada a la amenaza de la época de los negocios. Cristo tiene siempre la respuesta más propia a flor de labios y nos la da por medio de sus santos… La Iglesia no hace más que reafirmar un aspecto de su doctrina eterna. Cada siglo, la Iglesia toma un lápiz rojo en la mano y subraya ciertas palabras del Evangelio, que resultan ser las más a propósito para las circunstancias del momento.

No olvidaré jamás la mañana de mi bautismo y primera comunión (21 de diciembre de 1943). Exteriormente todo parecía igual que todas las mañanas de diciembre. Al entrar en la iglesia de los padres franciscanos de Montreal, afuera era todavía oscuro. Dentro estaba la aglomeración de pueblo que uno encuentra siempre en todas las iglesias católicas en los distritos más poblados de las grandes ciudades. Eran hombres y mujeres de las pequeñas viviendas contiguas a los andenes del tren y de las vecindades del núcleo comercial de la ciudad. Algunos parecían empleados de un hospital vecino. Iban a misa temprano, después de trabajar toda la noche. Nuestras vidas, la de mi esposa y de mis amigos, habían llevado una marcha convergente con la de aquellos desconocidos, que nos rodeaban. También sentí como si estuvieran con nosotros: mis padres, Kaspar Russ, Jacques Maritain, Dorothy Day y las piadosas sirvientas de casa de nuestra infancia. Sobre una cosa no tenía la menor duda: nosotros habíamos corrido acercándonos o alejándonos de Cristo, pero Él había estado siempre en el punto céntrico de los acontecimientos.

Karl Stern, gran siquíatra canadiense de origen alemán, que encontró en Cristo al Mesías prometido al pueblo judío durante siglos.

BERNARD NATHANSON, considerado el rey del aborto, porque había dirigido la clínica abortista más grande del mundo en Nueva York, era de familia judía, aunque había perdido la fe y era prácticamente ateo.

En su libro autobiográfico La mano de Dios, nos cuenta su conversión.

He trabajado como nadie para hacer el aborto legal y disponible a petición (en USA). En 1968 fui uno de los tres fundadores de la liga de acción nacional por el derecho al aborto. Dirigí la mayor clínica abortista de Estados Unidos y, como director, supervisé decenas de miles de abortos (más de 70.000).

Nuestra línea de conducta favorita era achacar a la Iglesia cada muerte producida por abortos caseros. Se daban cada año unas trescientas muertes por abortos delictivos en los años sesenta en USA, pero Naral y sus notas de prensa afirmaban tener datos que apoyaban la cifra de cinco mil… Cuando la nueva normativa (del aborto legal) entró en vigor el 1 de julio de 1970, organicé y puse en escena un amplio simposio sobre técnicas abortistas en el centro médico de la Universidad de Nueva York… El negocio se disparó. En seis meses, la clínica, cuyo nombre oficial era “Centro para la salud reproductora y sexual”, pero se conocía vulgarmente como Servicios a mujeres, aumentó su cuenta diaria de abortos pasando de 10 a 120.

Yo mismo realicé el aborto de mi propio hijo… A mitad de los años sesenta, dejé en cinta a una mujer que me quería mucho. Me rogó seguir adelante con el embarazo y tener a nuestro hijo… Yo ya había tenido dos matrimonios fracasados, ambos destruidos, sobre todo por mi narcisismo egoísta y mi incapacidad de amar… No veía salida a la situación y le dije que no me casaría con ella y que, de momento, tampoco me llegaba para mantener un hijo y no sólo exigí que acabara con el embarazo como condición para continuar nuestras relaciones, sino que también le informé fríamente que yo mismo realizaría el aborto. Y lo hice.

Había realizado muchos miles de abortos a niños inocentes y había fallado a mis seres queridos. De mi segundo y tercer matrimonio no puedo escribir en detalle, todavía es demasiado doloroso para mí. Cuando escribo esto, yo he pasado por toda la panoplia de remedios seculares: alcohol, tranquilizantes, libros de autoasistencia, consejeros. Incluso me he permitido cuatro años de psicoanálisis a principios de los setenta… Yo me despreciaba a mí mismo. Quizás había llegado por fin al principio de la búsqueda de la dignidad humana. Había empezado a hacer un autoexamen serio… Yo sabía que la enfermedad principal consistía en cortar los lazos entre el pecado y la culpa… Necesitaba ser llamado al orden y educado.

Cuando a principios de los años setenta, los ultrasonidos me mostraron a un embrión en el vientre materno, sencillamente perdí la fe en el aborto a petición… Quedé estremecido hasta el fondo del alma por lo que vi. Las cintas eran asombrosas. Algunas no eran de mucha calidad, pero seleccioné una de mejor calidad que el resto y empecé a ponerla en encuentros pro-vida por todo el país… Don Smith quiso convertir mi video en una película y así es como acabó haciéndose “El grito silencioso”, que tanto furor había de causar… El grito silencioso mostraba cómo se despedazaba en el útero un feto de doce semanas con una combinación de succión e instrumental de aplastamiento por parte del abortista… El grito silencioso era un arma poderosa. No consiguió cambiar la mente de los legisladores, pero creo, y lo digo humildemente, que ha salvado la vida de algunos bebés. Al menos, espero que así haya sido.

Y, por primera vez, en toda mi vida adulta, empecé a considerar seriamente la noción de Dios, un Dios que me había conducido inexplicablemente por todos los intricados círculos del infierno, sólo para enseñarme el camino de la redención y la misericordia a través de su gracia… No experimenté una instantánea epifanía cegadora ni empecé a rezar Avemarías… En mi caso, fui llevado a una búsqueda, revisando las literaturas de las conversiones, incluyendo “El pilar de fuego” de Karl Stern. También leí a Malcolm Muggeridge, Walter Percy, Graham Greene, C.S. Lewis, al cardenal Newman y a otros más.

Por fin se bautizó en la catedral de San Patricio de Nueva York, el 9 de diciembre de 1996. Fue un momento muy difícil. Estaba completamente emocionado. Y, después, cayó esa fría agua purificadora sobre mí y voces suaves y un inexpresable sentimiento de paz… Soy optimista ante el futuro, independientemente, de lo que puede traer consigo, porque he vuelto mi vida hacia Cristo. Ya no tengo control de mi vida ni quiero tenerlo. Nadie puede hacerlo peor de lo que yo lo hice. Ahora estoy, simplemente, en las manos de Dios.

Bernard Nathanson se dedicó hasta su muerte a practicar la ginecología en las zonas más pobres de Nueva York para ayudar a los más necesitados. Un hombre que nació de nuevo por el bautismo y a quien Dios dio una nueva oportunidad de ser feliz, como te la da también a ti.

JERI WESTERSON, periodista, escritora y novelista. Dice sobre su conversión: Yo era judía, pero sólo de nombre. Me consideraba atea y actuaba como tal, pero crecí en la tradición del judaísmo americano…

Yo quería ser novelista y estaba escribiendo mi última novela sobre los monjes de la Edad Media. Por eso, fui a entrevistar a monjes reales a un monasterio benedictino. Yo no sabía si sería bien recibida como mujer y como judía… Tenía muchos prejuicios y equivocadas ideas sobre la Iglesia como muchos no-católicos. En el monasterio me dieron una habitación para alojarme. Sobre mi cama, había en la pared un crucifijo. Algunos años antes, la presencia de tal símbolo me habría vuelto nerviosa, pero ahora no estaba nerviosa. ¿Era familiaridad? ¿Era otra cosa?

Pero en medio de mis reflexiones sobre la vida de los monjes, aquella primera noche sucedió algo. Es difícil describirlo con palabras, aunque lo he intentado varias veces. Yo sentí, de repente, una presencia inmensa, que venía de fuera y que me rodeó y llegó a lo más profundo de mi ser. Y una voz, que no era voz, dijo dos simples palabras: “Wake up” (Despierta). Yo me sentía como un vaso vacío que es llenado al instante. En aquel momento, la atea judía se dio cuenta de que aquella voz no era imaginación, sino que era la verdadera voz del Espíritu de Dios… ¿Era aquello una experiencia cristiana? ¿Estaba aceptando a Dios y a Jesucristo?

Decidí intentar dormir, pero, después de una noche sin dormir, me levanté a las 4,45 a.m., la hora en que los monjes van a rezar… En la misa, fui de nuevo tocada por una emoción que no podía comprender. Me senté y lloré sin comprender la gran magnitud de lo que el Espíritu Santo estaba haciendo en mí.

En mi camino a casa, mientras manejaba mi coche, me preguntaba qué pensaría mi esposo de estos sentimientos que estaba teniendo. Yo pensaba que estos sentimientos podrían desaparecer en un mes y los olvidaría como un sueño agradable. Pero, para mi sorpresa, después de un mes, los sentimientos eran aún más intensos, hasta que le dije a mi esposo que estaba pensando en convertirme a la Iglesia católica… Tuve que rehacer toda la novela y comencé a leer los Evangelios y a ir a misa… Busqué hablar con un sacerdote, Fr. Gerard McGuinness, quien me llevó a su oficina y escuchó toda mi historia.

Empecé a leer libros sobre la Iglesia, pues no podía aceptar todo fácilmente. Escuchaba misa todos los días… Después de varios meses de oír misa todos los días, comenzó mi preparación llamada “Iniciación cristiana de adultos”. Algunas doctrinas, como la Trinidad o la Eucaristía, no fueron difíciles de aceptar, pero la devoción a María y rezar rosarios fue algo más duro… Fui bautizada en Pentecostés, y ese día recibí la Eucaristía. Yo me emocioné muchísimo… Mi hijo fue bautizado seis meses después de mí y, dos años más tarde, mi esposo. En mi primer año de católica, fui lectora y ministro de la Eucaristía, me uní al coro y llegué a ser profesora de educación religiosa. En mi segundo año, me nombraron directora del coro y ahora soy coordinadora y enseño en el programa de Iniciación cristiana de adultos. Me siento muy agradecida de haber vuelto a casa en la Iglesia católica.

JEAN MARIE LUSTIGER, nacido en París en 1926 de familia judía, originaria de Polonia, relata en su libro La elección de Dios los recuerdos de su infancia y juventud hasta su conversión al catolicismo. También responde a una serie de preguntas que le hacen los periodistas, Missika y Wolton, escéptico uno y agnóstico el otro respectivamente.

Cuenta Lustiger la desesperación de sus padres, cuando quiso hacerse católico y los esfuerzos que hicieron para desanimarlo de esta decisión, que tomó junto con su hermana. Había comenzado hacía tiempo a leer a escondidas el Evangelio y algunos libros cristianos. También influyeron en su decisión algunos amigos católicos. Él cuenta así el momento clave: Entré un día en la catedral (de Orleans). Era un día que hoy sé que era Jueves Santo. Me detuve en el crucero sur, donde brillaban un amontonamiento ordenado de flores y luces. Permanecí un buen rato absorto. Yo ignoraba el significado de lo que veía. No sabía qué fiesta se celebraba ni qué hacía aquella gente allí en silencio. Volví a mi habitación. No dije nada a nadie. Al día siguiente, volví a la catedral. Quería volver a ver aquel lugar. La iglesia estaba vacía. Espiritualmente vacía también. Sufrí la prueba de aquel vacío: no sabía que era viernes santo. No hago más que describir la materialidad de las cosas y, en aquel momento, fue cuando pensé: quiero que me bauticen… La persona de la casa, donde nos hospedábamos, me dirigió al obispo de Orleans, Monseñor Courcoux. Era un oratoriano muy culto; me instruyó en la doctrina cristiana mediante clases particulares. Desde el comienzo de nuestros encuentros, me aconsejó que pidiera permiso a mis padres. El día que hablé con mis padres fue una escena muy dolorosa, totalmente insoportable. Al final, aceptaron… Yo no tenía en absoluto la sensación de traicionar (la condición judía) ni de esconderme ni de abandonar algo, sino, por el contrario, de haber descubierto el alcance, el significado de lo que había recibido al nacer. Pero a ellos les parecía incomprensible, absurdo, era lo peor de todo, la peor desgracia que podía haberles sucedido…

Para ser exacto, creí en Jesucristo, el Mesías de Israel. Cristalizó en mí algo que llevaba dentro desde hacía años y que no había explicado a nadie. Supe que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios.

A su madre la deportaron y murió en el campo de concentración de Auschwitz. Él empezó a ir a misa todos los días. Y en 1946, a los veinte años, ingresa al Seminario, porque quiere ser sacerdote. Es ordenado sacerdote en 1954 y, durante quince años, se dedica a trabajar como capellán de universitarios. En 1969, es nombrado párroco. En 1979 es nombrado obispo de Orleans y dice:

El hecho de encontrarme en la catedral de Orleans, exactamente en el mismo lugar en el que por primera vez tuve la intuición del Mesías sufriente, la ofrenda del cuerpo y la sangre derramada, y su presencia en la Eucaristía, aquello daba a mi existencia en Orleans una intensidad extraordinaria… El despacho donde el obispo Monseñor Courcoux me había instruido en la doctrina cristiana, se convertía en mi despacho; celebraba la misa en la misma capilla donde me habían bautizado. Me encontraba con sacerdotes y laicos que habían sido mis compañeros de clase y ahora era yo su pastor. Dios me pedía que les diera lo que yo había recibido de ellos.

Al año y tres meses de ser obispo de Orleans, lo nombraron arzobispo de París y después cardenal.

Jean Marie Lustiger, un hombre de gran cultura y mucha apertura a todas las culturas, que vivió en propia carne la discriminación por ser judío y que aprendió que el Mesías prometido al pueblo de Israel era un Mesías sufriente, que se nos presentó en la persona de Jesús.

MARTIN K. BARRACK escribe sobre su conversión: Yo nací en una familia judía. Cristo y los católicos eran las cosas más lejanas de mi mente. Conocí a Irene, una católica fervorosa, y me casé con ella. Durante los siguientes veinte años, ella vivió como católica y yo como judío. Yo la llevaba a misa los domingos, cuando hacía mal tiempo, y ella me preparaba cariñosamente comidas judías en las fiestas. Un día, cuando yo tenía 43 años, caminaba hacia un centro comercial, cuando sentí una paz muy grande según me acercaba a la iglesia católica cercana, y una voz interior me decía: “Yo te amo, siempre te he amado. Ven a casa…” Cuando pasé la iglesia, el sentido de paz disminuyó.

Yo lo atribuí todo eso a mi imaginación y no le di importancia, pues desapareció al llegar al centro comercial. Pero lo mismo sucedió al regresar. Según me acercaba a la iglesia, tenía el mismo sentimiento de paz. Unas semanas más tarde, hice el mismo recorrido. Ya había olvidado lo ocurrido y me sucedió lo mismo, y vino a mí la misma voz interior. Entonces, empecé a pensar que Dios me llamaba para algo.

Una noche, Irene y yo vimos un documental sobre la Sábana Santa de Turín. Estudié el asunto y me convencí de que allí, en la Sábana Santa, había estado el cuerpo de Jesús y que su imagen se había grabado en el momento de la resurrección, según decían también algunos científicos.

Entonces, empecé a pensar: Si Jesús resucitó, Jesús es Dios. Así empecé a pensar seriamente en hacerme cristiano. Leí el catecismo de la Iglesia con todas las enseñanzas de la fe católica y comencé a asistir a clases para la formación cristiana de adultos. Así comprendí que el catolicismo completa al judaísmo, y que hacerse católico era llegar a casa.

La Vigilia de Pascua de 1989 fue el día más grande de mi vida. Recibí los tres sacramentos: bautismo, confirmación y comunión. A mi familia judía les decía que aceptaba a Jesús como el Mesías prometido y, aceptaba toda la herencia judía. Que así como en la sinagoga hay un tabernáculo con la Palabra de Dios escrita, así en la Iglesia católica hay un tabernáculo con la Palabra de Dios hecha carne, Jesús Eucaristía.

PADRE JOSÉ CUPERSTEIN es un amigo personal. Él me manifestaba así su testimonio:

Yo soy de familia judía y practicaba la religión judía. Estaba casado y tengo dos hijos. Después de algunas desavenencias con mi esposa, decidimos divorciarnos y yo le di el libelo de repudio según nuestra religión. El 24 de setiembre de 1982, fui a cenar a un restaurante en compañía de mis padres. Este restaurante Agua viva estaba dirigido por unas laicas consagradas. A la entrada, me impactó una linda imagen de María y, por un impulso interior, le pedí que ayudara a mi padre enfermo. Al final de la cena, las hermanas cantaron el Ave María y esto me emocionó. Aquí comenzó el proceso de mi conversión, pues la Virgen Santísima me concedió lo que le pedí y, a partir de entonces, todos los meses le llevaba flores para su imagen.

En febrero de 1983 tuve un sueño decisivo. Soñé que me perseguían y me refugié en una casa antigua colonial. Llegué a un salón grande, donde había un crucifijo. Me postré ante el Cristo crucificado y vi cómo desaparecieron mis enemigos. Sentí tanta paz al despertar que, desde entonces, comencé a amar a Jesús. Ese mismo año pedí que me prepararan en la iglesia de San Pedro, del centro de Lima, y me bauticé. Después de mi bautismo, acostumbraba a ir a esa misma iglesia a rezar el rosario, oír misa y comulgar todos los días, después del trabajo. Era mi encuentro diario y personal con Jesús. Así, sin darme cuenta, empezó mi deseo de ser sacerdote. Por supuesto que no fue fácil, tuve que dejarlo todo. Mis hijos ni me hablan. Pero mi amor a Cristo fue más fuerte y me preparé en el Seminario hasta que el 7 de octubre de 1993 me ordené de sacerdote.

El Padre Cuperstein, como muchos otros convertidos, llegó a Cristo por medio de María. Y ha hecho de la Eucaristía el centro de su vida. Actualmente, es párroco en una parroquia de la periferia de Lima.

SOR MARY OF CARMEL me contaba su conversión en una carta personal. Me escribía así: Yo nací en Londres, en una familia judía. A los 11 años, mis padres me enviaron a estudiar a una escuela, regentada por unas religiosas católicas. Un día, una amiga católica me invitó a visitar la capilla del colegio y, al entrar, instantáneamente, sin pensarlo, sentí, con una fuerte claridad, que allí en el sagrario, que yo llamaba Box (caja), allí estaba Dios. No sabría explicarlo, pero esto mismo me pasó en las dos siguientes iglesias católicas que visité. Entonces, me di cuenta de que la Iglesia católica tenía la presencia de Dios y que yo debía hacerme católica y ser religiosa como las hermanas de mi colegio.

Me bauticé a los 14 años. Al día siguiente, hice mi primera comunión. Mis padres se bautizaron y se casaron por la Iglesia cuatro años más tarde. Yo, por mi parte, decidí ser religiosa carmelita descalza, después de leer la Autobiografía de santa Teresita.

Sor Mary of Carmel me sigue escribiendo desde Up Holland, Inglaterra, donde vive en su convento. Ya tiene 80 años, pero es feliz en su vida religiosa, amando a Jesús, que siempre la sigue esperando en la Eucaristía.

REFLEXIONES

Los convertidos del judaísmo han visto en Cristo al Mesías de Israel, al Dios hecho hombre que vino a cumplir las esperanzas de Israel. Esto lo explica muy bien san Pablo de sí mismo: Circuncidado al octavo día, de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos, y según la Ley un fariseo; por el celo de ella, perseguidor de la Iglesia y, según la justicia de la Ley, intachable. Pero lo que tenía como ganancia, ahora lo tengo por Cristo como pérdida y todo lo tengo por pérdida a causa del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo (Fil 3,5-8).

Para Pablo, una vez convertido, Cristo es el centro de su vida. Todo lo demás no vale nada, es como basura. Si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa (Gál 3,29). Por eso, la Iglesia es la continuación del Israel de Dios, el cristiano es un judío en plenitud, y Cristo es el Mesías prometido a través del cual Dios da la salvación al mundo entero. De ahí que, cuando un judío se convierte, no tiene que dejar de ser judío sino asumir su herencia y vivirla plenamente en Cristo y por Cristo. Todos los católicos somos espiritualmente judíos y participamos de la herencia espiritual del pueblo judío.

Ojalá aprendamos nosotros de los judíos convertidos ese amor a Jesucristo como Mesías, como Dios y Señor, a quien debemos entregar nuestra vida entera con todo lo que somos y tenemos. Jesús quiere transformarnos en sus testigos y predicadores de su Palabra a través del mundo. ¿Estás dispuesto? Él te necesita.

Fuente: “Ateos y Judíos convertidos a la Fe Católica” del Padre Ángel Peña O.A.R. Lima Perú 2005

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