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Santo Tomás de Aquino, al formular la teología de la perfección, consideró aspectos importantes de la relación entre el cristianismo y el mundo secular. El nacimiento de las Órdenes mendicantes trajo consigo graves disputas teológicas en torno a la pobreza y a los estados de perfección. Y esto dió ocasión a que Santo Tomás (1225-1274) tratara de estos te­mas con particular interés. Es en el siglo XIII, especialmente, cuando se alzan grandiosas las Catedrales y las Sumas teológicas, las mayores maravillas de la Edad Media.

Para lo que a nosotros nos importa aquí, conviene destacar entre sus obras: Contra impugnantes Dei cultum et religionem(contra Gui­llermo de Saint-Amour) (1256);Summa Theologiæ II-II, 179-189 (1261-1264); De perfectione vitæ spiritualis (contra Gerardo de Abbeville) (1269), y Contra pestiferam doctrinam retrahentium homines a religionis ingressu(1270).

Tratado sobre la perfección. Las cuestiones finales de la Summa Theologiæ nos ayudan a or­denar muchas ideas importantes sobre la vida espiritual de religiosos y laicos (II-II, 179-189). Las re­sumo.

–La vida humana se divide en activa y contemplativa, según que la dedicación principal en la persona (179-181). –La vida contemplativa es supe­rior a la activa por razón de su principio, las facultades intelectuales, elevadas por las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo; por suobjeto principal, Dios; y por su fin, que es el bien honesto, más que el bien útil. Es «la mejor parte» de María, siendo buena también la parte de Marta.

La vida contemplativa es de suyo más meritoria que la vida activa, pues se dedica inmediatamente al amor de Dios, aunque a veces la ac­tiva, por distintas causas, puede ser de hecho más meritoria. En un sentido, la acción es obstáculo para la contemplación; pero en otro, la vida activa, dando ocasión al ejercicio de las virtudes, ordena las pasiones del hombre, y de este modo favorece la contemplación. La vida activa es anterior a la contemplativa, en cuanto que dispone a ésta; aunque en otro sentido, la vida contemplativa es anterior a la activa, como la razón es anterior a la voluntad (182).

–Dios providente ha dado a los hombres distintas vocaciones específicas, diversos oficios y estados, y todos son necesarios para el bien común (183).

–La perfección cristiana en sí misma consiste espe­cialmente en la caridad, e integralmente en todas las virtudes bajo el imperio de la caridad. Puede cre­cer indefinida­mente, pues es un amor que crece hacia la totalidad, y consiste esencialmente en los pre­ceptos, aunque instrumentalmente en los consejos, como enseguida veremos. Por tanto, estado de perfección y per­fección personalcristiana no se identifican. El estado de perfección favo­rece la perfección personal. Pero ésta es posible sin aquél. Y también es posible que un cristiano, que vive en estado de perfección –un religioso, por ejemplo–, sea personalmente imperfecto (184-185).

–La profesión religiosa introduce en un verdadero estado de per­fección, que facilita tender a la perfección por los consejos evangélicos: pobreza, celibato y obediencia, obligándose a ellos con voto. En principio, es pecado más grave el de un religioso que el de un seglar (186-187).

–Conviene, para esplendor y utilidad de la Igle­sia, que haya Ordenes diversas, unas más dedicadas a la acción, otras a la contemplación. Puede incluso haber algunas dedicadas a una milicia defensiva, y debe haberlas para la predicación y los sacramentos o para el estudio de la verdad. La mayor o menor excelencia de las Ordenes religiosas, compa­radas entre sí, procede ante todo del fin al que prima­riamente se dedican, y secundariamente de las prácti­cas y observan­cias a que se obligan. Según esto, el grado 1º de perfección corresponde a la vida mixta, pues «contemplar y comunicar a los otros lo contemplado es más que sólo con­templar»; el 2º a la vida contemplativa, y –el 3º a la vida activa (188).

De este armonioso cuadro doctrinal am­pliaré ahora solamente lo que se refiere a preceptos y consejos, pues es aquí donde está en juego el tema central de nuestro estudio: en qué medida y en qué sentido dejar el mundo por los consejos evangélicos es medio necesario para la perfeccióncristiana.

Comienzo por recordar los errores que Santo Tomás hubo de combatir, y que hoy siguen vigentes. Los profesores seculares de París, condu­cidos por Gerardo de Abbeville (+1272), arremetieron contra las Ordenes mendicantes recién naci­das, incurriendo en dos errores fundamentales.

–1º. El menosprecio de los consejos evangéli­cos lleva a pensar que la perfección no está en modo alguno vinculada al estado de perfección. Grande fue, por ejemplo, la santidad de Abraham, y el patriarca tuvo esposa y grandes riquezas (Gerardo de Abbeville, Quodli­beto 14, a.1). Por el contrario, Santo Tomás niega tajantemente que los consejos evan­gélicos sean indiferentes en orden a conse­guir la perfección (STh II-II, 186, 4 ad2m). «Si quieres ser perfecto, déjalo todo y sígueme».

–2º. El menosprecio del estado de los religio­sos es otro error intrínsecamente vinculado al primero.Dicen algunos que la vida religiosa no tiene un origen divino, no existió al comienzo de la Iglesia, sino que procede solamente de sus fundadores concretos. Por el contrario, Santo Tomás enseña con la Iglesia que quienes profesan celibato, pobreza y obediencia «siguen lo instituído por Je­sucristo. Los que siguen a los santos fundadores de órdenes no ponen la atención en ellos, sino en Jesu­cristo, cuyas enseñanzas proclaman» (Contra retrahentium 16).

La doctrina espiritual sobre los preceptos y consejos se desarrolla escasamente en los siglos martiriales, cuando prácticamente todo cristiano, a causa de las persecuciones, se veía obligado a «dejar el mundo» en el que malvivía. Ya lo vimos en su momento (177). Es en el siglo XIII cuando esa doctrina, ya apuntada por los Padres, alcanza en Santo Tomás su enseñanza más perfecta, la misma que hoy da la Iglesia (cfCatecismo, n.1973):

–«De suyo y esencialmente la perfección cristiana consiste en la caridad, considerada en primer término como amor a Dios y en segundo lugar como amor al prójimo; sobre esto se dan los preceptos principales de la ley divina. Y adviértase aquí que el amor a Dios y al prójimo no caen bajo precepto se­gún alguna limitación, como si lo que es más que eso ca­yera bajo consejo. La forma misma del precepto expresa claramente la perfección, pues dice “amarás a tu Dios con todo tu corazón”, y todo y perfecto se iden­tifican; y «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cada uno se ama a sí mismo con todas sus fuerzas. Y esto es así porque “el fin del precepto es la caridad” (1Tim 1,5); ahora bien, para el fin no se señala medida, sino sólo para los medios : así el médico, por ejemplo, no mide la salud [el fin], sino la medi­cina o la dieta [los medios] que han de usarse para sanar. Por tanto, es evidente que la perfec­ción consiste esencialmente en la observancia de los mandamientos».

–«Secundaria e instrumentalmente la perfección consiste en el cumplimiento de los con­sejos, todos los cuales, como los pre­ceptos, se ordenan a la caridad, pero de ma­nera dis­tinta. En efecto, los preceptos se or­denan a quitar lo que es contrario a la cari­dad, es decir, aquello con lo que la caridad es incompatible [por ejemplo, “no mata­rás”]. Los consejos [por ejemplo, celibato, pobreza], en cambio, se ordenan a quitar los obstáculos que dificul­tan los actos de la ca­ridad (ad removendum impedimenta actus caritatis), pero que, sin em­bargo, no la contrarían, como el matrimonio, la ocupa­ción en negocios seculares, etc.» (STh II-II, 184,3).

Según esto, lo que determina la perfección cristiana no es el dejarlo todo (renuncia-con­sejos), sino el seguir a Cristo (amor-preceptos). Pero los consejos, instrumentalmente, facilitan mucho ese seguimiento en caridad. En este sentido, los apóstoles no son perfectos porque lo dejaron todo, sino porque siguieron totalmente a Cristo. Esto ha de aplicarse, por ejemplo, a la pobreza, que por ser un medio, no será tanto más perfecta cuanto más ex­trema. O a la virginidad, cuyo mérito procede no tanto de su abstención del matrimonio, sino de su especial consagración a Dios.

A la luz de esta doctrina, no conviene pues, consi­derar que los preceptos pueden cumplirse con llegar solamente a un límite, y que en cambio el seguimiento de los con­sejos implica ir más allá de lo exigido por los preceptos –«una cosa te falta» (Mc 10,21)–. Esta con­cepción, sugerida por las expresiones imprecisas de algunos Padres, y que todavía hoy mantiene sus ecos en los ambientes católico-semipelagianos, es falsa. Los preceptos, especialmente el de la caridad, impulsan a una en­trega total, y por tanto llevan hasta el final, es decir, conducen a la perfección. No es posible ir más allá de lo que elprecepto de la caridad promueve.

Sobre la primacía de la caridad, en orden a la plena santidad y perfección cristiana, da Santo Tomás tres aclaraciones muy iluminadoras.

–1. Primacía del afecto. Al hablar aquí del afecto no nos referimos al plano sentimental y sensible, sino a la ac­titud personal y volitiva más verdadera. Santo Tomás ve en ese afecto personal la verdad más profunda de la persona: su amor, «el hábito perfecto de la caridad» (De perfec. 23). Pues bien, «cuando el espíritu de alguien, quienquiera que sea, está afectado interior­mente de tal manera que por Dios se des­precia a sí mismo y todas sus cosas… ese hombre es per­fecto, ya sea religioso o secu­lar, clérigo o laico, y también el que está unido en matrimonio» (Quodlib. 3,17).

Es, pues, siempre la caridad la que da valor y mérito a todas y cada una de las vocaciones específicas, superándolas a todas y cada una, cualquiera que éstas sean. Y así dice Santo Tomás, comentando lo del joven rico, «es evidente que la perfección de la vida cristiana consiste, sobre todo, en el afecto de la caridad para con Dios» (Contra re­trah. 6). Y en este sentido, por ejemplo, Abraham, aún teniendo esposa, hijos y riquezas, tiene todo su afecto puesto en Dios, y por él está dispuesto a sacrificarlo todo, también a Isaac, su único hijo. Y por tanto es espiritualmente perfecto (De perfec. 8).

–2. Primacía de la disposición del ánimo. Santo Tomás afirma que «la perfección de la caridad consiste so­bre todo en la disposición de ánimo» (De perfec. 27). Ya vimos cómo San Agustín enseñaba esta verdad con toda claridad (177). En esa disposición del co­razón está lo fundamental. Y a la inversa: la perfección del amor al Señor es lo que da a la persona una disposición de ánimo totalmente libre: dispuesta a todo, a tener o a no-tener. Y en este sentido, «la perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a practicar estos consejos siempre que sea necesa­rio» (ib. 21).

¿Pero esto, en concreto, en cuanto a vivir realmente los consejos, compromete de verdad a algo?… Compromete a todo. Veámoslo si no, aplicando este principio a tres sectores fundamentales de la vida cristiana:

Las riquezas. «La renuncia a los propios bienes puede ser entendida de dos modos. Primero, en cuanto practicada de hecho, y así no constituye esen­cialmente la perfección, sino que es un cierto instru­mento de per­fección… En segundo lugar, puede ser considerada en cuanto a la disposición del ánimo, o sea, en cuanto a que el hombre esté dispuesto a aban­donar o a distribuir todos sus bienes, si fuere necesa­rio. Y esto pertenece directamente a la perfección» (STh II-II 184, 7 ad1m).

El matrimonio. Los casados tienen que estar dispuestos para la continencia, absoluta o temporal, si ésta viene requerida en determinadas circunstancias (ausencia del cónyuge, enfermedad, conveniencia de demorar las posibles concepciones, etc.). Esto, que ya aparece cla­ramente expuesto en San Agustín (De coniugiis adul­terinis 2,19), verifica si es una realidad que «tienen mujer como si no la tuvieran» (1Cor 7,29). Cuando es así, el matrimo­nio se hace camino de perfección. Cuando no es así, es camino de mediocridad o de perdición.

El martirio. Todo cristiano, en afecto, en espíritu, en disposición de ánimo, ha de estar preparado incon­dicionalmente para el martirio, si la Providencia divina permite que llegue el caso (STh II-II, 124,3), pues el Evangelio deja bien claro que todo cristiano –sacerdote, religioso o laico– debe estar dispuesto a perder la vida antes que sepa­rarse de Cristo (Lc 9,23-24; 14,26-27.33; Jn 12,24-25). Y al hablar del posible martirio de los laicos, por ejemplo, no es preciso que pensemos en fusilamientos o de­portaciones. Cuidar durante años un pariente pa­rapléjico; permanecer fiel al cónyuge que abandonó el hogar; vivir en un nivel económico precario, renunciando por fidelidad a la pro­pia conciencia a otro mucho más confortable, etc., son situaciones que, en una u otra forma, se dan con relativa frecuencia a lo largo de toda vida laical que tienda a la perfección. Y en este sentido martirial, en esta real y verdadera disposición del ánimo, todos los cris­tianos viven en estado de per­fección.

–3. Primacía de lo interior y personal. «Hay dos tipos de perfección. Una exte­rior, que consiste en actos externos, los cuales son signo de los internos, como la virginidad y la pobreza voluntaria; y a esta perfección no to­dos está obligados. Otra es interior, y consiste en el amor a Dios y al prójimo. La posesión efectiva de esta per­fección no es obligatoria para todos, pero todos están obligados atender a ella» con el afecto (In ep. ad Hebr. 6, lect.1). Esta doctrina equivale a aquella que distingue la per­fección en sí misma, es decir, la caridad, y el estado de perfección, que consiste en el seguimiento de los consejos evangéli­cos.

Así se entiende, pues, que «en el estado de perfección hay quienes tienen una caridad sola­mente imper­fecta o en absoluto nula, como muchos obispos y religiosos que viven en pe­cado mortal… Mientras que hay muchos laicos, también casados, que poseen la perfección de la caridad, de tal modo que están dis­puestos [dispositio animi] a dar su vida por la sal­vación de los prójimos» (De perfec. 27). Nótese que Santo Tomás afirma que esto se da en muchos. Ya se en­tiende, pues, que la perfección cristiana está siempre vinculada a la per­fecta caridad, pero no lo está necesariamente a un cierto estado de vida.

Vemos esto, por ejemplo, en la pobreza: «el abandono de las propias riquezas no es la perfección, sino un instru­mento [medio] de perfección, porque es posible que alguien alcance la perfección [fin] sin abandonar de hecho las riquezas propias» (De perfec. 21). Y lo vemos igualmente en la virginidad: aunque en principio la virginidad es superior al matrimonio, en or­den a facilitar la perfección, «nada impide que para alguno en concreto este último sea mejor» (C. Gentiles III, 136, n.3113: cf. STh II-II 152, 4 ad2m).

La Iglesia tiene sumo aprecio por la vida religiosa, en la que los consejos evangélicos se siguen efectiva y afectivamente. Santo Tomás, que con tanta firmeza reco­noce en la perfección cristiana una primacía del afecto, de la disposición del ánimo y de la in­terioridad, deja, sin embargo, bien clara su con­vicción de que, si se quiere ser perfecto, es mejor dejarlo todo, esposa y casa, pro­piedades y ocupaciones seculares, para de este modo seguir a Cristo más fácilmente, «quitando así los obstáculos que dificultan [de hecho, no en principio] los ac­tos de la caridad».

Es ésta la doctrina de Cristo y de los Santos –Pablo, Agustín, Benito, Tomás, Juan de la Cruz–; es la fe tradicional de la Iglesia. Por eso Santo Tomás enseña que «de la posesión [efectiva] de las cosas mundanas nace el apego [afectivo] del alma a ellas». Y que como las posesiones suelen «arrastrar el afecto y distraerlo», por eso «es difícil conservar la caridad en medio de las posesiones» (STh II-II, 186,3), y por tanto, en principio, no tener es preferible a tener como si no se tuviera (1Cor 7).

Todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y laicos, están llamados a la santidad, todos han de tender con esperanza a la perfección evangélica. Ordeno la doctrina hasta aquí recordada: –La perfección está en la caridad, que es de precepto. –Los consejos facilitan la perfección de la caridad, pues, por el camino de la renun­cia y la pobreza, quitan ciertos bienes de este mundo (familia, trabajos seculares), que siendo de suyo medios de perfección, de hecho son frecuentemente, dada la fragilidad del corazón humano, dificultades para el perfecto desarrollo de la caridad. –En todo caso, una es la perfección de estado y otra la perfección personal. Y no pocas veces son imperfectas personas que viven estado de perfección, y son perfectas personas que viven en camino imperfecto. –Todos los cristianos están llamados a la perfección: no todos están llamados a la perfección exterior, pero sí están todos llamados a la interior, que consiste en la per­fecta caridad. –No hay, pues, contradicción alguna en­tre la valoración de la vida religiosa y la estima de la vida laical. De hecho, la verdadera doctrina católica en estas cuestiones hace florecer los seminarios, los noviciados y los hogares cristianos. Y las doctrinas falsas acaban por cerrar seminarios y noviciados, y por mundanizar completamente los hogares cristianos.

Todas las vocaciones cristianas son heroicas. Tender hacia la perfecta santidad –la plena configuración a Cristo, la incondicional docilidad al Espíritu Santo, la perfección evangélica–, exige una actitud heroica tanto en los religiosos como en los laicos, aunque en modos diversos.

–La vida religiosa, según los consejos de Cristo, no puede seguirse sin el heroismo de una renuncia total (familia, posesiones, mundo) fielmente mantenida al paso de los años; pero facilita, sin duda, y asegura diariamente el ejercicio de las virtudes y el crecimiento en la santidad.

–La vida laical, en cambio, no puede tender hacia la santidad plena, dadas las condiciones tan desfavorables del mundo, sin ejercitarse frecuentemente en actos intensos de la virtud. Concretamente, cualquier acto religioso –Misa diaria, confesión frecuente, vida de austeridad y pobreza, modestia en el vestir y en las costumbres, lectura asidua de libros santos, dedicación a la oración y el apostolado–, que en la vida religiosa se cumple con relativa facilidad, exige en los laicos actos muy intensos de fe, abnegación y caridad. Ahora bien, ya sabemos que precisamente son los actos intensos de las virtudes las que les hacen crecer (STh I-II, 52,3; II-II, 24,6). Y Dios, que llama a los laicos a la vida laical, les asiste diariamente con su gracia para que el mundo de la familia y del trabajo sea de hecho para ellos como un gimnasio espiritual continuo donde cada día se ejercitan intensamente y se desarrollan los músculos espirituales (virtus, fuerza) de las virtudes cristianas. En otro lugar lo explico más ampliamente (Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2008, 3ª ed.).

Y en este sentido, caracterizar la vocación religiosa por «el radicalismo evangé­lico», según hacen hoy algunos autores, como lo hizo el padre Jean-Marie Roger Tillard, O.P., no parece conveniente y puede fácilmente ser mal entendido. Es verdad que el radicalismo evangélico ha de ser vivido por los religiosos si verdaderamente tienden a la perfección; pero también ese radicalismo evangélico ha de ser afirmado, ¡y con qué intensidad y heroísmo!, por aquellos laicos que entienden su vida cristiana en el mundo como una progresiva transfiguración en Cristo y como la continua construcción de un templo doméstico en honor de la Santísima Trinidad.

Fuentes: P. José María Iraburu(185) La Cristiandad. Santo Tomás y la perfección cristiana

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