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El siguiente es un trabajo del padre Horacio Bojorge SJ, publicado en Colección Sentir en la Iglesia N° 8, en Tacuarembó, en 1989.  

Conversión y Apostasía son términos correlativos. Si convertirse es volverse a, hacia, apostatar es apartarse de. Volverse a Dios es convertirse. Apartarse de Dios después de haberse convertido a Él, es apostatar.  

Convertirse y apostatar son dos acciones que sólo se entienden respecto de Dios; del Dios real, presente. Por eso para hablar de conversión y apostasía es necesario establecer lo que es la presencia de Dios, Dios presente. Esta presencia es la que anuncia el mensaje evangélico y por la cual merece el nombre de Buena Noticia. Parecería superfluo decirlo. Pero a veces las cosas más obvias son las que se tienen menos en cuenta, de modo que por obvias caen en el silencio y por fin en el olvido. A quienes estas cosas, por demasiado obvias, nunca les fueron dichas, se dirigen estas páginas.  

 

1. PRESENCIA DE DIOS

El Evangelio se llama así porque en el idioma griego en que fue escrito, la palabra euangélion quiere decir buena noticia. Lo que anuncia el Evangelio como buena noticia es la presencia de Dios. La venida de Dios en persona había sido anunciada por los profetas en el Antiguo Testamento.

En el Nuevo Testamento, Jesucristo se presenta a sí mismo como la realización de esa venida preanunciada. Desde Jesucristo Dios se hace presente en persona, inaugurando así la nueva era de la historia humana: el Nuevo Testamento. Eso es lo que anunció Juan el Bautista y eso es lo que anunciamos en la Iglesia.

Anuncio de la venida de Dios en el Antiguo Testamento

Si tomamos como ejemplo el libro del profeta Isaías, encontramos en él numerosas frases que aluden a la venida de Dios y a una pre­sencia suya sin intermediarios. Citemos algunas:

-«Fue El su Salvador en todas sus angustias. No fue un mensajero ni un ángel, El mismo en persona los liberó» (63,9)

-«¡Ah! si rompieses los cielos y descendieses» (63,19)

-«Su presencia es pavorosa para los malos» (2,10.19-21)

-«Vendrá el Señor» (4,3); 

-«El Señor mismo” (7,14);

-«Al Rey Señor de los Ejércitos han visto mis ojos» (6,4);

-“Aguardaré al que esconde su rostro» (8,17);

-«la tierra se llenará de su conocimiento» (11,9);

«El volverá a mostrar su mano» (11,11);

-«He aquí a Dios mi salvador» (12,2);

-«Ahí tenéis a vuestro Dios» (25,9);

-«Ahí está vuestro, Dios, ahí viene el Señor con poder» (40,9-10);

-«No he dicho que me  busquen en vano» (45,19);

-«Con sus propios ojos ven el retorno del Señor» (52,8);

-«Me he dejado encontrar y hallar por quienes no me buscaban» (65,1);

-«Tú te haces el encontradizo» (64,4).

 Ante esta insistencia en el tema de la venida de Dios en persona, se explica que el libro de Isaías se abra con la famosa profecía: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no conoce … me ha dado la espalda» (Isaías 1,3-4).

Venida anunciada a Moisés

Esta venida de Dios en persona de la que habla Isaías es la misma que le había sido anunciada a Moisés en respuesta a su oración insis­tente: «habitaré en medio de vosotros… me pasearé en medio de vosotros» (Levítico 26,11-12). «Yo mismo iré contigo y te daré tranqui­lidad» -respondió Dios a la súplica de Moisés. Y Moisés le repitió: «Si no vienes Tú mismo, no nos hagas partir» (Éxodo 33,14-15).

Personalización

Los Salmos claman por esa manifestación de presencia y cercanía; por ejemplo: «haga brillar su rostro sobre nosotros!» (Salmo 67,2); «los rectos morarán en tu presencia» (Salmo 140,14).

Pero no sólo preanuncian la presencia de la encarnación ciertos textos aislados, aún siendo numerosos, tanto que no, podemos soñar con elencarlos aquí. Todo el Antiguo Testamento, en su conjunto ofrece no solamente el uso universal de los antropomorfismos, sino una per­sonalización gradual y creciente de los atributos divinos, como son su Palabra, Sabiduría, Justicia, Fidelidad, Amor, Nombre. En esos usos del Antiguo Testamento, han visto los hagiógrafos del Nuevo y ha visto la Iglesia, prenuncios de la Encarnación.

Un Dios que besa y abraza

Queremos poner un solo ejemplo, refiriéndonos a un texto que pasa generalmente inadvertido debido a las traducciones corrientes. El SaImo 85 (el que comienza con las palabras «Señor has sido propi­cio a tu tierra. . . «) es todo él una petición de esa Presencia benéfica, por a cual el salmista clarna y suspira: «Muéstranos tu amor y tu sal­vación» (v. 8); «quiero escuchar lo que dice Dios» (v. 9) La oración de deseo de presencia y encuentro, se transforma de pronto en una prolecía de la venida de DiGs en persona, a partir de¡ versículo décimo: «Su Gloria habitará en nuestra tierra…». Y continúa «Amor y Lealtad son encontrados; Justicia y Paz besan; Lealtad germina de la tierra; Justicia se asoma desde el cielo». Estos dos versículos (11-12) contie­nen una serie de nombres de atributos divinos personificados y con­vertidos en nombres de Dios. Las acciones que se atribuyen a estas personificaciones son elocuentes en el original hebreo. Los verbos en hebreo están en activa y pasiva y no tienen el sentido recíproco que sugieren algunas versiones castellanas: «amor y lealtad se encuentran, justicia y paz se besan»; como si los atributos se saludaran entre sí, o se ecnciliaran ideas opuestas o mal avenidas. Amor y Lealtad se encuentran, ha de entenderse en el sentido de son encontrados, en voz pasiva. Y este encuentro se expresa en hebreo con un verbo (pagash) que sólo se usa para el encuentro entre personas. Justicia y paz, besan, con un verbo en voz activa.

Esta traducción fiel y literal del hebreo que proponemos siguiendo la interpretación de la antigua versión siriaca Peshitta y comentaristas antiguos y modernos, muestra al salmista describiendo proféticamente la encarnación: el encuentro de Dios en persona con los hombres.

Justicia y Fidelidad, Amor y Lealtad, no son ideas, como tampoco Dios lo es. Son, Es Alguien. Alguien que uno se encuentra, que se toca, que te besa y te abraza: Presencia de Dios real y en persona.

 

1.2. JESUS: DIOS HECHO HOMBRE, DIOS PRESENTE

Estos antecedentes del Antiguo Testamento eran referencias indis­pensab!es para comprender ahora el contenido de la predicación de Jesús.

Tal como se nos narra en los evangelios, la predicación de Jesús es de una laconicidad impresiorlantemente y a la vez intrigantemente escueta. San Marcos la resume en su evangelio en dos versículos: «Marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: el

tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se aproximó, convertíos y creed en el evangelio» (Marcos 1,14-15).

Jesús puede rermitirse ser tan breve porque lo que quiere no es tanto comunicar una doctrina, cuanto señalar una presencia. Dios está presente. Dios, en persona, está aquí. La proclamación de este aconte­cimiento es el evangelio: buena noticia, buena nueva.

«El tiempo se ha cumplido»: es decir, ha llegado la hora que anun­ciaban los profetas, el día que ellos llamaron «Día de Yavé». Dios mis­mo ha venido. Se ha hecho próximo: prójimo. Dios se aprojimó.

«El Reino Oe Dios», es una circunlocución por «Dios Rey». Esto puede comprenderse a la luz de lo que gritan quienes reciben a Jesús en su entrada triunfal en Jerusalén. Recibiendo al Rey que viene le gritan: Bendito el Reino que viene…» (Marcos 11,9). Cuando viene el Rey, es su reinado el que llega junto con él. Por lo tanto, Rey y Reino son nombres intercambiables. Y en este caso son nombres de Dios, quien, como es sabido es llamado Rey (Cfr. Isaías 6,4; «Al Rey Yavé Sebaot han visto mis ojos»). Cuando Jesús anuncia que se ha aproximado el reino de Dios, está diciendo que Dios-Rey se ha apro­ximado. Por eso, la presencia de Dios, su Reino, podemos entenderla en el sentido de Realidad de Dios. «Reino de Dios», indica, como dicen los exegetas: 1) la realeza o dignidad regia de Dios;

2) el reinado o espacio de tiempo que abarca el gobierno de un rey;

3) el reino o estado, nación y territorio sobre el cual reina. Pero además de reino, reinado y realeza, la expresión Reino de Dios, designa a Dios-Rey mis­mo; a Dios en persona. Podríamos decir: la realidad de Dios, Dios mismo.

Pero no basta que Dios se haga presente. Su presencia debe ser advertida y reconocida por los hombres. Y para esto son necesarias do,s cosas que Jesús pasa a ímperar a continuación: «convertíos y creed». Jesús las exige porque son necesarias para reconocer la presencia de Dios. Dios está presente. ¿Quieres verlo? ¿Quieres reconocerlo? con­viértete y cree, La conversión y la fe merecen por lo tanto que nos de­tengamos un momento ante cada una de ellas y veamos porqué son ne­cesarias ante la Presencia de Dios.

 

2. LA CONVERSION Y LA FE

Conversión

Conversión se dice en griego metanoia, palabra que se suele tradu­cir como cambio de mente. Convertirse es en efecto cambiar de mente.

Cambiar nuestros pensamiento,3, pero renovar también la facultad misma de pensar. Cambiar los contenidos habituales de nuestra facultad de pensar: aprendidos, heredados, recibidos por tradición. Están en juego aquí -en primer lugar- todos aquellos contenidos mentales que se re­fieren a Dios. Ideas e imágenes relativas a Dios y a lo que podría ser su estar o hacerse presente entre los hombres.

Cuando Dios se hace presente, va a ser su realidad presente la que paute y se convierta en norma de toda idea. Debe abandonarse toda idea previa y volverse de las ideas de Dios, hacia la realidad de Dios. Metanoia es el término griego que traduce la palabra hebrea shub, volverse, con que se denota la conversión. Volverse, de las ideas, al Dios vivo. De los ídolos al Dios real, no imaginado. Los ídolos son materializaciones de ideas de Dios. La metanoia exige un volverse a la realidad de Dios, abandonando no sólo los ídolos sino también toda idea preconcebida. Especialmente las que impiden reconocerlo presen­te. La mente debe cambiar para abrir paso, concretamente, a la per­cepción de la encarnación y la presencia espiritual del Resucitado, cuya presencia percibe y afirma la fe. cristiana. Cuando la realidad de Dios se muestra, las ideas preconcebidas (concebidas antes de su manifes­tación) deben cambiarse a la medida y según la norma de la realidad del Dios que se muestra. Cuando Dios se muestra, las ideas acerca de él deben corregirse. El Ser de Dios tal como se muestra y elige mos­trarse ha de convertirse desde ahora en la norma de lo que el hombre sabe, piensa y dice acerca de Dios.

De lo contrario, pasa lo que pasó de hecho con Jesucristo: que los hombres no reconocen (re?conocen: no conocen de nuevo) a Dios presente y lo rechazan. No lo re?conocen debido a sus prejuicios acer­ca de Dios; a causa de sus ideas previas acerca de lo que Dios es; de lo que Dios debe ser, de lo que Dios puede ser; de lo que Dios debe hacer; de lo que puede o no puede hacer…

0 sea que el hombre, teniendo a Dios delante, si no cambia sus modos de pensar y sus ideas acerca de Dios y acerca de la manera de estar y de hacerse presente -si no amolda y somete su razón al hecho de la revelación- es capaz de desconocer a Dios presente. Por eso Jesús reclama: convertíos -metanoeite: cambiad de ideas y volveos a la realidad.

Volverse

Dijimos que la palabra griega metanoeite, traduce el hebreo shub: volverse. Shub tiene en hebreo el sentido de volverse para recorrer un camino en sentido contrario, o también el de volverse, darse vuelta, para mirar al que está a las espaldas.

El genio de la lengua hebrea, mucho más concreto, diríase que más material, que el de la lengua griega, obliga al hebreo a valerse de me­táforas y simbolismos, tomando sus términos de la realidad material para expresar las realidades espirituales. El verbo shub hebreo, ex­presa la acción de volverse atrás en el camino. Es una metáfora vial. El camino y el caminar son en hebreo, como son en inglés el way of life y en chino el Tao, símbolos de la manera de pensar y de vivir, sinónimos de la conducta (con tal de abarcar con la palabra conducta, no sólo el obrar exterior sino también los principios interiores de la acción). Camino podría traducirse bastante exactamente por Cultura.

Pero en el mundo bíblico, los caminos conducen hacia el Dios de Israel o hacia los dioses e ídolos de las naciones vecinas. Ser fieles a Dios implica seguirlo por el camino de una Alianza y una conducta. Apartarse tras dioses e ídolos extraños, es actuar según ideas y cos­tumbres ajenas. Volverse de los ídolos a Yavé es convertirse. La con­versión se expresará en términos de seguimiento de Dios. Y volverse de detrás de Yavé para seguir a los ídolos, será apostatar. Un par de ejemplos: «Recuerdo aquél seguirme tú por el desierto… ¿qué en­contraron tus padres en mí de torcído que se apartaron de mí y se fue­ron en seguimiento de la Vanidad y se hicieron idolos?»  (Jeremías 2,2-5) , «Vuelve, Israel apóstata» (Jeremías 3,1.11-14); «Si volvieras a mí, si quitaras tus monstruos abdomiables y de mí no huyeras» (Jeremías 4,1).

También en el Nuevo Testamento la metanoia será una invitación a un cambio de cultura: de la incredulidad a la fe. Por eso no deben extrañarnos luego las páginas evangélicas que reclaman con radicalis­mo el dejar padre, madre, heri?nanos (Marcos 10, 28-31 y paralelos) y no amoldarse a este mundo presente (Romanos 12,2).

Cuando Dios aparece, como Jesús lo anuncia, no hay instrumental cultural heredado que pueda servir. Corno dice Pedro? a los creyentes: habéis sido rescatados de vuestra manera vacía de vivír, recibida de vuestros padres» (1 Pedro 1, 17). Se reclama una nueva actitud, una vida nueva, recibida de Dios: la fe. Al hacerse El presente nos salva y al reconocerlo presente por la fe somos reengendrados.

Hermosamente ha tratado entre nosotros el tema de 1-9 vida cris­tiana como un camino, el Pbro. Dr. Miguel A. Barriola en su libro: «El Espíritu Santo y In Praxis cristiana. El tema M camino en la Teo­logía de San Pablo» (ITUMS, Montevideo, 1977).

Fe

La segunda actitud imperada por Cristo ante la presencia y proji­midad de Dios, es la fe. Pistéuete: creed, dice el texto griego.

Que Dios se muestre al hombre como hombre y le diga aquí estoy, es algo que nunca ha sucedido antes. La encarnación es un hecho his­tórico enteramente nuevo y único. Por eso comporta la división de la historia humana entre un antes y un después. Antes y después no sólo en la historia universal sino también en la historia misma de la reve­lación: Antiguo y Nuevo Testamento.

No, había un instrumental cultural y teológico adecuado para enfren­tarse por sí solo y sin fe, con ese modo de manifestación y de presen­cia enteramente nueva de Dios. Un modo que no reconocía antecedente histórico alguno, aunque a posterior¡ y desde el hecho, se lo pudiera reconocer en los preanuncios proféticos. Pero ni estos preanuncíos eran suficientes solos y por sí mismos, sin la fe. Israel era el pueblo de Dios y como tal, depositarío, de la revelación y de¡ conocimiento más sublime acerca de Dios. Pero ante el Dios encamado debía recibirlo con fe. Tampoco él poseía instrumentos aptos para verificar esa pre­sencia real de Dios en persona, aunque las Profecías y las metáforas bíblicas cobran, para quien cree en la encarnación de Dios en Cristo, una realidad impresionante y permiten comprenderlas e interpretarlas como descripciones previas del hecho.

Fe en el Encarnado

La situación del Dios hecho hombre, al cual los hombres no le creen, es dramática: «Tú das testimonio de ti mismo, tu testimonio no vale» le dicen (Juan 8,13). Dios da testimonio de sí mismo y su testi­monio no vale. ¿Quién dará. pues testimonio de Dios?

La fe, es la actitud de! hombre que acepta la autoevildencia y el testimonio que de sí mismo da Dios, al presentarse en persona, en­carnado en Jesucristo. Es la autGridad que se le concede a Jesucristo por lo que es, hace y dice. Si bien es cierto que las profecías calzan en la realidad de Cristo, es la realidad de Cristo la que las autoriza y las muestra en su plena prolundidad inspirada. Pero al mismo tiempo, las excede. Las profecías hablaban de Cristo, pero no son ellas las que ¡e dan a Cristo la razón. Es Cristo el que las muestra dignas de fe. Es Cristo quien le da la razón a las profecías: Escudriñad las Escritu­ras ya que creéis que tenéis en ellas la vida eterna. Ellas hablan de mí… pero vosotros no queréis venir a mí (=no queréis creer) para tener vida» (Juan 5,39-40) Dios, el absoluto, aún en su situación de Verbo encarnado, no puede someterse a un criterio de verificación contingente por parte del hombre. La contingencia que asume, encar­nándose, se transforma ahora en normativa. Desde ella, Dios solicita la libertad del hombre para que, sin violencia, reconozca la evidencia espiritual, que aún mediando la encarnación, es la presencia de Dios.

El Juez de todas las creaturas, aún cuando asume la condición de una creatura, no puede ser juzgado por ninguna. Siendo Juez de todas por la autoevidencia de su amor, no coactivo, no violento. Sólo desde la libertad del amor, sólo desde la fe, puede ser reconocido. Por eso la fe es el camino. La fe es la aceptación de la autoevidencia de Dios, tal como se muestra en Cristo (y después de El en su Iglesia animada por el Espíritu). La fe es la certeza que se apoya en esa autoevidencia aceptada, de la múltiple presencia del resucitado: eclesial, ministerial, sacramental, eucarística, mística …

Ni las ideas, ni los conocimientos teológicos -y el pueblo de Israel tenía los más elevados conocimientos teológicos entre todas las culturas y pueblos de la época acerca de Dios- pueden sustituir la fe. A partir de sus ideas y de sus conocimientos teológicos, la élite intelectual y religiosa del pueblo de Israel, dice, ante el Dios que se autopresenta: «según nuestra ley, debe morir» (Juan 18,7). En otras palabras: «según nuestro mejor y leal saber y entender, según nuestra teología, éste debe morir».

Terrible decisión. Porque «éste», era Dios. En su juicio, el más alto tribunal teológico, mostraba, en su sentencia, qué necesitada de redención estaba la humanidad entera. Qué alejado estaba el hombre del conocimiento de Dios.

Ni las ideas, pues, ni los conocimientos teológicos, ni siquiera la visión y el tacto a lo Tomás incrédulo, son modos o instrumentos ade­cuados para captar, para reconocer la autoevidencia de Dios. ¿Qué dice Dios?: «Bienaventurados los que sin verme, creen» (Juan 20,29).

Fe en el Resucitado

La fe, era, en tiempos de la vida terrena y mortal de Jesucristo y sigue siendo, también ahora, el modo adecuado de captar su presen­cia real. No la del solo hombre, sino la del Hombre?Dios. Y la misma fe que se exigía durante su vida terrena, es el camino único y adecuado para reconocer ahora su presencia real, actual, de resucitado. Esa pre­sencia es espiritual: pneumática.

Para referirnos al modo de estar presente del resucitado, tene­mos que cambiar también nuestras ideas preconcebidas acerca de lo que es estar presente alguien.

La presencia de Jesucristo Resucitado es múltiple y adelantábamos ya los nombres de esa pluriformidad. Sacramental, en cada sacramen­to, pero particularmente en la Eucaristía. Ministerial, en los ministros ordenados para las acciones litúrgicas; en el obispo que visibiliza la unión, que gobierna e instruye; en el sacerdote que preside en nombre del obispo en ¡as comunidades la eucaristía. Litúrgica en la asamblea de los fieles orantes; mística en el interior de cada creyente; eclesial en su cuerpo místico; jerárquica en el Sucesor de Pedro y los de los Apóstoles; hablando en las Escrituras, pastoreando y enseñando en el magisterio. . . Una presencia múltiple, rnuitiforme y activa: «Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20).

Así es Dios, así quiere estar presente, así quiere ser captado por la fe en su ser, su actuar y estar presente. Sin la fe, no tengo modo de reconocer su presencia y lo estoy desconociendo. Si quisiera en­contrarlo al margen de la fe, por otro camino, le estaría dictando un debe ser a partir de mi mentalidad, mis ideas, mi cultura, mi teología inconversas y por lo tanto aún irredentas y pre?evangélicas o post­cristianas y apostáticas.

Cambiar de modo de pensar: convertirse y creer, son, por lo tanto, dos acontecimientos correlativos. Están tan íntimamente imbricados que sin un cambio crítico de las propias ideas recibidas, la fe es im­posiblie o se hace, a la larga, insostenible.

Abraham: Conversión y fe como exilio crítico

Esta compleja dinámica espiritual que venimos bosquejando, está pre­figurada en la narración bíblica de la elección y ele la vocación de Abraham: «Yavé dijo a Abraham: vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Génesis 12,1).

El relato bíblico no nos dice nada acerca del modo cómo Abraham experimentó la presencia de Dios; ni del modo cómo oyó su mensaje; ni de como Dios se lo comunicó y le habló. La comunicación, la elo­cución (Yavé dijo) es, como palabra dicha, como comunicación, algo que presupone una cierta forma de presencia. Pero a pesar del silencio del texto acerca del modo de presentarse Dios a Abraham, el mismo texto nos pone -aunque sea indirectamente- sobre la pista de una forma de presencia totalmente inusual e irreductible a lo que Abraham podía haber recibido por tradición de sus antepasados o haber tomado de la cultura circundante. Sin duda que Abraham había recibido de sus antepasados y de su patria cultural, ideas acerca de Dios: sus ante­pasados ?nos dice la Escritura? «servían a otros dioses» (Josué 24,14).

Pero la evidencia de Dios que tiene Abraham es ahora tal, que hace que este hombre cambie las evidencias del universo religioso que lo rodea, de las tradiciones que lo acunaron en el pasado y lo sostienen en el presente. Si advertimos bien, el relato bíblico nos muestía a Abraham no sólo emprendíendo una peregrinación, un viaje, un desplazamiento geográfico, sino también un exilio en el tiempo. Porque Dios lo induce a dejar las evidencias inmediatas y presentes, por una promesa; por algo futuro: «una tierra que yo te mostraré”.

Por algo tan incierto como es un futuro desconocido y una tierra que está por verse y cuya ubicación no se conoce, Abraham deja las certiclumbres en las que podría considerarse radicado. Esto podría lla­marse el exilio crítico de Abraham. El Exilio crítico de Abraham es una conversión, es un cambio de mente. Una metanola. Un volverse a Dios y dar la espalda al mundo en el que vive: con su economía, sus vinculaciones, su cultura y sus dioses. Se trata de un trastoca­miento de las evidencias por las cua!es uno opta y se rige. Es un trueque de un universo de certezas por otro. Y los dos componentes de este exilio, el espacial y el temporal, que nos revela el análisis del texto, nos a’ertan para advertir que, cuando decimos presencia, esta­mos in, plícando subconscienternente, esas dos coordenadas: la espa­cial (aquí-allá) y la temporal (ahora-después).

Dios se le hace preserte a Abraham en espacio y tiempo. Pero el Dios que se le autoevidencia, se autodefine como no atado a un determinado lugar y como Señor del futuro. Dios se le hace presente a Abraham en un lugar y le habla en un presente, es cierto. Pero tarn­bién se le hace presente como quien está en relación a un lugar lejano y aún desconocido y en relación a un tiempo no presente sino futuro.

(La palabra castellana presente, refieja precisamente esas dos coorde­nadas de espacio y tiempo. Hablamos del tiempo presente y de estar presente en un lugar).

Dios le habla a Abraham »aquí y ahora» de un «allá y un después». Y la fe, tal como se muestra en Abraham, Padre de todos los creyen­tes, se presenta ya desde el principio, unida a la conversión: al exilio crítico. Actitud adecuada del hombre ante la automanifestación de Dios.

 

3. LA APOSTASIA: ABANDONO DE LA FE Y RECONVERSION A LAS IDEAS

Estos análisis que hernos venido haciendo han preparado el terre­no para comprender mejor la naturaleza del fenómeno de la apostasia. Un fenómeno de todos los tiempos y también del nuestro, a pesar de ciertas reticencias para nombrarlo que quizás provengan de equívocos acerca de su verdadera naturaleza.

Comenzaremos relevando los datos de la Escritura acerca de la Apostasía. Esperamos que ello nos ayudará a ubicarnos como creyentes ante fenómenos oscuros del mundo y de los tiempos en que vivimos.

Fenómenos cuya verdadera naturaleza no se comprende y son motivo

de escándalo y de tropiezo para nuestra propia fe. Me refiero a una serie de fenómenos que pueden reducirse al denominador común que define la apostasía: apartarse de Dios, abandonando la fe para volver­se a las ideas.

Después de resumir la doctrina de la Escritura acerca de la apos­tasía, analizaremos algunos aspectos o vertientes de esa síntesis ini­cial apuntando reflexiones sobre esos fenómenos actuales.

La Apostasía según las Sagradas Escrituras

Encuentro en la Escritura tres puntos o enseñanzas más importan­tes acerca de la Apostasía.

1) La Apostasía tiende a permanecer anónima y a no manifestarse; 2) la Apostasía se mantiene en el anonimato mediante mecanismos de impostura, haciéndose pasar por fe y piedad; 3) Dios y sólo Dios puede provocar su manifestación o descubrir sus ficciones.

Puestas estas tres tesis, recorramos algunos textos de las que ellas surgen.

Apostasía según San Pablo

San Pablo nos dice que ha pasado «peligros entre falsos hermanos» (2 Corintics 11,26; Gálatas 2,4). Habla de los que «tienen las aparien­cias de la piedad, pero niegan su eficacia» (2 Timoteo 3,5). Pone en guardia contra los falsos maestros, doctores, ministros o apóstoles; a este género parecen pertenecer los que «con suaves palabras y lison­jas seducen los corazones de los sencillos» (Romanos 16,18). Estos son muchos, a juzgar por el pasaje de la Segunda Carta a los Corin­tios 2,17: «no somos como la mayoría que negocian con la Palabra de Dios». (Así traduce la Biblia de Jerusalén. La expresión griega: hoi pólloi, puede traducirse también como los más o los muchos). En la misma carta, Pablo los denuncia a éstos como: «unos falsos apóstoles, unos operarios engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo». (Corintios 11,13). Y desentraña la razón teológica de este hecho: «Y nada tiene de extraño (que ellos actúen como impostores) ya que el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. Por tanto, no es (cosa) grande que también los ministros de él se disfracen de ministros de justicia» (2 Corintios 11,14-15),

Pablo pone en guardia a Timoteo contra una falsa ciencia que ha apartado a los que la profesaban, de la verdadera fe: «¡Oh Timoteo! guarda el depósito. Evita Ias locuacidades profanas y las objeciones de la falsa ciencia; algunos que se jactaban de ella se extraviaron de la fe» (1 Timoteo 6,20).

Por fin, en una de sus primeras cartas y uno de los escritos cronológicamente más antiguos del Nuevo Testamento, Pablo se refiere al «Hombre de la Apostasía» (2 tesalonicenses 2,3). Esta expresión la entendemos como un epíteto. U Hombre de la Apostasía es un tipo de hombre, un modelo cultural Así como se habla del Hombre de hoy, o del Hombre de la civilización técnica, o del Hombre de los viajes a la luna, el Hombre de ciencia, el Hombre de negocios. Así como existen esas categorías humanas, así existe para San Pablo «el Hom­bre de la Apostasía», el apóstata típico.

A este tipo de hombre lo define y lo caracteriza San Pablo como alguien que usurpa el lugar de Dios y se hace rendir el culto debido a Dios. Es la humanidad que se autodiviniza. Autodivínización que no necesariamente hay que imaginarse en forma grotesca, sino que puede suceder por mecanismos sutiles de impostura, ya que, por definición, esta apostasía no es reconocible hasta que Dios no provoca su mani­festación o desenmascaramiento (2 Tesalonicenses 2,3-12).

San Juan

En sus siete cartas a las Iglesias, Juan pone en guardia a los fie:es que parecen estar satisfechos consigo mismo, revelándoles sus conductas desagradables a Dios: su decaimiento del amor primero, su tolerancia indebida respecto de abusos y herejías (Apocalipsis, capí­tulos 2 y 3).

San Juan habla en su Primera Carta, “de los que no eran de los nuestros, pero estaban entre nosotros» y que, finalmente, salieron de entre nosotros para que se manifestara que no todos son de los nuestros» (11 Juan 2,19). No somos todos los que estamos. Con lo cual Juan nos invita a la humildad y no a la suspicacia. Pues parece ser en efecto, que los que se han ido de la comunidad han salido con pre­textos de mayor conocimiento de Dios, mayor santidad y pureza; de ser mejores que la comunidad eclesial.

Evangelios

Ya en los Evangelios, Jesús mismo advierte que la cizaña y el trigo crecen mezclados y que es necesario que sea así (Mateo 13,24-30), que los peces buenos y ma!os se arrastran en la misma red hasta el tiempo de separarlos por el juicio (Mateo 13,47-50).

Jesús habla de los lobos vestidos de piel de oveja y pone a sus discípulos en guardia contra ellos (Mateo 7,15); sabe que los envia como ovejas entre lobos (Mateo 10,16). Jesús habla de los árboles que sólo pueden conocerse al tiempo de dar fruto (Mateo 7,16-20); pues los impostores y usurpadores, los falsos hermanos o falsos apóstoles no se reconocen por lo que dicen, sino por lo que hacen. Su lenguaje, por ser hipócrita, es ocultador y engañoso.

Carta a los Hebreos

La Carta a los Hebreos merece una mención especial entre los demás escritos del Nuevo Testamento. Toda ella obedece al intento de poner en guardia a una comunidad otrora fervorosa y esforzada hasta el heroísmo martirial, contra una insidiosa y solapada forma de incredulidad que comienza a afectarla insensiblemente. El autor no acude a la denuncia acre ni al reproche duro, pero, como médico que diagnostica, describe el mal oculto: una indiferencia incipiente, entre fieles otrora tan fervorosos que, por la fe y por su solidaridad con los perseguidos, habían perdido hasta sus bienes y se habían expuesto heroicamente a peligros de muerte. Ahora, sin embargo están en tren de desertar sus asambleas y deslizarse insensiblemente en una apos­tasía práctica, anónima, escondida aún, pero ya incoada.

Ángel de Luz

La tendencia de la apostasía es a mantenerse oculta. Ella no se hace abierta y desembozada en virtud de un dinamismo propio. Se mantiene anónima revistiéndose de «ángel de luz». Para mantenerse oculta, sus mecanismos son los de la usurpación y la impostura. La falsificación puede ser burda. Pablo se ve obligado a autenticar de propia mano una de sus cartas (2 Tesalonicenses 3,17). Por lo visto ya tan tempranamente corrían cartas falsas atribuidas a él.

Pero la falsificación puede ser mucho más sutil e indetectable. Puede revestir (=disfrazarse de) las formas de la fe y de la piedad. Ese es propiamente el engaño del Anticristo.

Anticristo

El nombre de Anticristo (1 Juan 2,18-22) no significa -ni solamen­te, ni en primer lugar- aquél o aquéllos que se oponen abiertamente a Cristo, mediante la persecución frontal y desembozada. No designa tanto al perseguidor abierto, a lo Nerón, o como el judaísmo oficial de la primera época cristiana. El Anticristo es más bien y primariamen­te, un opositor por impostura. Es el que se hace pasar por Cristo.

El peligro de engaño es tanto más grande cuanto mayor es el pa­recido. «Mírad que nadie os engañe. Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo Yo soy, y engañarán a muchos» (Marcos 13,5; Lu­cas 21,8); «vendrán muchos diciendo Yo soy el Cristo» (Mateo 24,4). «Entonces, si aguno os dice: mira, el Cristo ahí, míralo allí, no lo creáis. Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas y realizarán seña­les y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, a los ele­gidos. Vosotros pues, estad sobre aviso, mirad que os lo he predicho» (Marcos 13,21-23; Mateo 24,23-24).

La capacidad de disimulación, impostura y engaño, es tan grande que sería capaz de embaucar a los elegidos, si no fuera por una par­ficular asistencia e intervención divina. En la cual -dicho sea de paso- se manifiesta su presencia.

Este anticristo, no es un individuo en particular. Se trata de un tipo de hombre, como ya hernos dicho. Es un cierto tipo cultural que diviniza lo humano y apela al lcriguaje y a las formas religiosas cris­tianas, pues tiene un deliberado propósito de engañar a los creyentes sin inquietarlos en lo posible. El punto focal de este engaño es -notémoslo de paso- precisamente el lugar y la forma de presencia de Cristo y de Dios: »miradlo aquí, o allí»,

La trampa

Los textos que hemos aducido señalan también que la manifestación o desenmascaramiento de la apostasía, es una obra divina. El embau­cador podría engañar incluso a los elegidos, si Dios no lo impidiese. Pero Dios desenmascara la impostura, desenquista la apostasía anóni­ma, poniéndole el nombre y provocando la separación, llegado el mo­mento. Dios hace esto con su juicio, con su venida, con el soplo de su boca (2 Tesalonicenses 2,7-8). En una palabra, con su presencia.

En el pasaje citado de la carta a los Tesalonicenses, Pablo se refiere a un obstáculo que impide la revelación o desenmascaramiento de la apostasía anónima. Cuando el obstáculo sea quitado de en medio -explica Pablo- el Sin Ley (en griego: hoánomos) será descubierto (2 Tesalonicenses 2,7-8). El obstáculo -acerca del que discuten los intérpretes- es a mi parecer, obviamente, una trampa. Así puede tra­ducirse en efecto la palabra griega hokatejon: lo que retiene, el lazo, la atadura, la trampa. El obstáculo tramposo que impide al creyente descubrir el engaño y contra el cual sólo está protegido por: «el amor de la verdad» (2,10).

San Juan dice que Dios hizo que algunos salieran para que se revelara que no todos los que están son de los nuestros. De suyo habrían tendido a permanecer dentro. incluso con la pretensión de ser precisamente ellos los auténticos creyentes, frente al resto de la co­munidad joánica, de la cual Dios, finalmente, los hizo salir.

San Pablo, explica que Dios permite esta seducción; «A los que se han de condenar pcr no haber aceptado el amor de la verdad, que los hubiera salvado, Dios les envía un poder seductor que les hace creer en la mentira» (2 Tesalonicenses 2,10-11). En este texto, Pablo opone la fe de los creyentes, que aman a Cristo, por un lado, con la gnosis de los que aman ideas en sustitución de Cristo, por otro lado.

En este sentido, la trampa más engañosa es la de las ideas cristianas, erigidas en sustituto de la fe. Esta sustitución la ha expresado con ingenua trasparencia y franqueza David Friedrich Strauss: «Esta es la lleve de toda Cristología: que como sujeto de los predicados que la Iglesia le atribuye a Cristo, se coloque una idea, en lugar de un individuo» ( … ) «¿Qué puede tener todavía de especial un individuo? Nuestro tiempo quiere una Cristología que lo lleve desde el hecho a la Idea, desde el individuo a la Especie. Una dogmática que se quede en Cristo como individuo no es ¡una dogmática sino una prédica» (Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet. Tübingen 1836, págs. 734 y 738). Pero cuando se sustituye la presencia y la realidad de Dios, por la idea de] Dios real y presente, el hGmbre es el dueño de sus ideas de Dios. Y ya no el Dios?presente el Dueño del Hombre.

 

4. APOSTASIA: CONCEPTO JURIDICO Y CONCEPTO BIBLICO

Concepto jurídico

El Código de Derecho Canónico define la apostasía: «apostasía es el rechazo total de la fe crístiana» (Canon 751) y la enumera entre los delitos contra la religión y la unidad de la Iglesia castigados por excomunión latae sententiae (Canon 1364).

El derecho canónico distinaue netamente la apostasía de la here­jía. Herejía es la «negación pertinaz después del bautismo de una ver­dad que ha de creerse». Apostasía es el rechazo total de la fe.

La noción teológica

Teológicamente, el distingo canónico ya no es suficiente. Según Santo Tomás, al que niega una de las verdades o artículos del credo, aunque afirme las demás, ya no lo hace por fe, sino por opinión. Por lo tanto el hereje, es un apóstata anónimo. (Ver: Suma Teológica Parte Segunda-Segunda, Cuestión 5, Art. 3). Respondiendo a una pri­mera objeción, Santo Tomás se expresa así: «diremos que los demás artículos de la fe, en los que no yerra el hereje, no los admite del mismo modo que el fiel, esto es adhiriéndose en absoluto a la primera verdad, para lo cual necesita el hombre ser ayudado por el hábito de la fe; sino que admite las cosas que son de fe por su propia voluntad y juicio». Y en el cuerpo del artículo: Es notorio también que aquél que se adhiere a la dectrina de la Iglesia como a regla infalible, asien­te a todas las cosas que la Iglesia enseña, pues de otra manera, si de las cosas que ésta enseña admitiera las que quiere y rechazara otras que no quiere, no se adheriría ya a la doctrina de la Iglesia como a re­gla infalible, sino a su propia voluntad. Y de este modo, es evidente que el hereje, que tenazmente no cree en un artículo de la fe, no está dispuesto a seguir en todos los demás la doctrina de la Iglesia; pero sí no lo cree obstinadamente, ya no es hereje, sino estará solamente en el error. Por lo cual es evidente que tal hereje acerca de un artículo no tiene fe (ni formada ni informe) en los demás artículos, sino cierta opinión, conferme su propia voluntad».

Propiamente: apostasía oculta, anónima.

Recuperación pastoral del concepto de apostasía

Adviértase cómo el concepto jurídico, juscanónico, de apostasía no se recubre con su noción teológica y tampoco con su descripción bíblica.

El concepto juscanánico de Apostasía es mucho más restringido que el concepto bíblico y no da razón de toda su verdad teológica. El Derecho Canónico, en efecto, se refiere a la apostasía abierta y declarada. A su momento terminal. A la etapa en la cual la intervención medicinal de Dios ha abierto el abceso y ha provocado la manifesta­ción en el foro externo, poniéndola como problema disciplinar del que el derecho canónico puede ocuparse.

Pero como problema pastoral, la apostasía merece atención (como lo muestra la Carta a los Hebreos) desde mucho antes de ese grado terminal definible canónicamente en el fuero externo, como delito pa­sible de penas canónicas. A esa altura, la medicina penal canónica llega algo tarde con el remedio.

En cambio, la doctrina bíblica acerca de la apostasía, tal como la hemos explorado y esbozado, rápidamente a través de los textos, po­sibilita una clínica pastoral, enseñándonos acerca de la naturaleza, las formas y ¡as causas. Si queremos manejarnos pastoralmente con el fenómeno de la apostasía, se impone recuperar la doctrina bíblica y hacerla operativa. No sólo para enfrentar el problema de almas aisla­das, sino para comprender fenómenos culturales y de la entera civili­zación actual en la coyuntura de nuestros tiempos.

La recuperación de ese saber bíblico nos es absolutamente nece­saria para orientarnos en la coyuntura actual del catolicismo. Para orientarnos en la metamorfosis de las ideologías que operan a menudo por impostura.

Una de las dificultades mayores la constituyen las formas nuevas de las idolatrías: las Ideo-latrías, o adoración de las ideas. A ese or­den de criptoreligiones modernas pueden adscribirse las Ideologías.

Por desviaciones imperceptibles y ocultas es posible «oponerse a Cris­to en nombre de Cristo» como advertía el entonces Cardenal Wojtyla, hoy Juan Pablo II, en Signo de Contradicción: «Esta oposición a Cristo que se simultanea con un apelar a El, procedente incluso de aquellos que se llaman sus discipulos, es un síntoma característico de los tiempos que vivimos» (p. 254).

Culto de la Presencia Real

Así como las ideologías se caracterizaron en otro tiempo por su acción desde fuera de la Iglesia y en oposición a ella, hoy en día, lo que les es más característico es que han creado formas rniméticas que les permiten morar sin mayor problema en los ámbitos eclesiales y obrar desde dentro de la Iglesia en las forrrias de impostura y seduc­ción de las que nos precaven las Escrituras.

Hay, por supuesto, muchas formas de apostasía anónima. No es desconocida la de un formalismo, incluso moral, litúrgico, piadoso y eclesíal. Es que, en el fondo, las ideologías son también formalism os Formalismo e ideología se tocan. Idea y forma, se dicen en griego con la misma palabra: eidós. Y de ella deriva la palabra idolatría, cuya ver­sión moderna son las ideolatrías. La adoración de ¡as formas conoce dos vertientes: una exterior, que adora formas vacías de interioridad; la segunda interior, que adora ideas, o sea formas interiores sin rela­ción a la presencia real.

La Fe y el Culto católico no es una liturgia de ideas, ni siquiera puede reducirse a la liturgia de la palabra. Es un culto de la Presencia Real. Apartarse de e!la para volverse a la idea es una de las formas de la apostasía

Un fenómeno primitivo

La Segunda carta a los Tesalonicenses, escrita probablemente ape­nas quince o veinte años después de la muerte del Señor, ya contiene -como vimos- una doctrina perfectamente desarrollada acerca de la apostasia anónima, así como de sus modos y de sus motivos teológicos.

En una Iglesia tan joven como la de Tesalónica y en una carta que se le dirige casi enseguida de su fundación, ya aparece ínsito el peli­gro de la apostasia anónima. Esto sugiere que se trata de un hecho que, a juzgar también por los dichos de Jesús, pertenece y es inheren­te al hecho del ser creyente y al vivir en Iglesia.

Hay que notar también que el lugar teológico de la doctrina pau­lina sobre la apostasía, es el de la doctrina acerca de la Venida de Jesucristo. Esa Venida (en griego: parousía), está naturalmente rela­cionada con la doctrina acerca del modo de presencia del Resucitado. A este respecto estaban circulando, por lo visto, doctrinas que inquie­taban a los creyentes y se le btribuían a Pablo.

Fue la pesadilla de San Pablo en sus comunidiades, el triste hecho de que, apenas fundadas, se veían expuestas a la invasión de ministros que tironeaban y tergiversaban el evangelio predicado por Pablo. La doctrina sobre la apostasía anónima formaba parte del anuncio mismo del evangelio de Pablo: «¿No os acordáis que ya os dije estas cosas cuando estuve entre vosotros?» (2 Tesalonicenses 2,5).

Resistencia a nombrarla

Siendo la apostasía un hecho temprano en la Iglesia primitiva y que parece pertenecer a la vicisitud histórica de la revelación y de la fe, hay una cierta resistencia a usar la palabra. Creemos sin embargo que hay que recuperarla para nuestros diagnósticos pastorales y nues­tra acción pastoral.

La palabra apostasía pertenece al género de las palabras quemadas por los abusos, del lenguaje o de la disciplina. Palabras cuyas conno­taciones negativas, imponen una autocensura dentro del ámbito lin­güistico eclesial (y extraeclesial) debido a su íntima asociación con el recuerdo de abusos. Pero antes de que se prestara a abusos, la pa­labra apostasía estaba en el Nuevo Testamento para ser entendida en el Espíritu Santo y sirvió a los cristianos para su vida.

Monseñor Pablo Galimbertí, examinó el fenómeno en su estudio: ¿Oue Pasa cuando nos apartamos de Dios? (Colección «Sentir en la Iglesia», 3, Montevideo, 1983).

Para algunas sensibilidades aún marcadas por resabios de otros tiempos, sólo escuchar la palabra apostasía puede ocasionarles una reacción alérgica e inducirlos a suponer fácilmente intención agresiva o polémica en quien la usa. Exponerse a ello no ha de impedir la buena conciencia de quien acude a ella como un instrumento lingüístico váli­do y apto para fines pastorales.

En el Uruguay

Dada la peculiar situación de los creyentes en el Uruguay, y dada la precocidad histórica, así como la celeridad, del proceso de laiciza­ción en el Uruguay, no es de extrañar encontrar en autores católicos uruguayos una peculiar percepción del fenómeno de la apostasía, ya en su forma larvaria de apatia, indiferencia o tibieza. Precursores de las observaciones de Monseñor Galimberti son los testimonios de otros agudos observadores de la realidad religiosa uruguaya. Valga un par de ejemplos.

Un laico uruguayo, Dimas Antuña, decía en 1942: «No se trata de apostasías alocadas ni de vicios que degraden … El que se desentiende de las virtudes teologales no tiene por qué ceder, por eso, en las vir­tudes morales y políticas … creyentes sin fe, cristianos sin Cristo. . . ¿dónde está nuestro bautismo?» (El Testimonios, Ed. San Rafael, Bs. As. 1945, p. 149). Otro laico uruguayo, Horacio Terra Arocena, es­cribía a sus amigos en una carta-testamento-espiritual que está aún inédita: «Afirmo como un hecho la apostasía de la civilización occiden­tal … pero no es el mundo lo que alarma, sino la indiferencia y la insensible adaptación de los cristianos…»

Apostasía anónima y criptorelígiones laicas

«Es posible que el hombre no quiera renunciar a la religión ni siquiera cuando está empeñado en abandonarla, y que, por lo tanto, quiera conservar su forma cuando ya ha abandonado o traicionado su esencia» dice Bernhard WeIte en su Filosofía de la Religión (Herder 1982, pp. 253-254).

Pero también inversamente, es posible que el hombre no quiera llamar dios al que él adora y que -por lo tanto- practique una relí­gión no confesada, una criptoreligión. Observa otro filósofo de la religión, Albert Lang, en su Introducción a la Filosofía de la Religión, que: «Muchos no se dan cuenta, o mejor, quieren ocultarse a sí mismos el hecho de que, una vez negada la adhesión a la antigua fe, han ve­nido a ser esclavos de una religión de sustitución» (Club de Lectores, Bs. As. 1967, p. 171). Según este mismo autor: «la descristianización y la secularización de la vida -que comenzaron con el lluminismo-­ ( … ) de ninguna manera han conducido fuera de la órbita de lo reli­gioso… sino al contrario sólo a un cambio dentro del ámbito de la fe. En realidad, el hombre moderno se ha «apartado» (comillado nuestro) extremadamente de su religión originaria, pero ha caído en cambio en formas variadas y múltiples, en el dominio de los sucedáneos de la religión-, se ha puesto al servicio, no de Dios, sino de un ídolo al que tributa culto y devoción» (Obra citada, pp. 170-171).

La doctrina bíblica nos permite ir más allá que estos filósofos y adelantarnos a prever el próximo paso, en que las religiones sucedá­neas, de sustitución o criptoreligiones, quieran volver a revestirse del lenguaje y los simbolismos cristianos. Y hasta presentarse como la verdadera y auténtica presencia de Cristo.

El enfriamiento de la caridad

Lo característico de estos tiempos, según la Escritura, es el en­friamiento de la caridad (Mateo 24,12). Esto tiene lugar cuando Jesu­cristo ya no importa y el hombre impío (desde Judas a nosotros). Es capaz de cambiarlo por treinica valores, o por treinta ideas, aunque sean valores e ideas «cristianos». En esto descubrimos que Judas era un arquetipo. El prototipo del discípulo que considera que lo que alguien le hace a Jesucristo -derramar sobre él el perfume costoso­ es un derroche.

Cuando Cristo ya no cuenta como prójimo, ha tenido lugar el enfriamiento de la caridad de que habla Mateo y del que se queja San Pablo: “todos buscan su interés y no el de Cristo» (Filipenses 2,21). Cuando Cristo ya no cuenta como prójimo, ha habido enfriamiento de la caridad, aunque se esgrima el amor a los demás prójimos como pretexto. Precisamente, en sacar a Dios de su condición de prójimo, que él ha querido asumir al encarnarse, consiste la negativa a recono­cerle su realidad y presencia: la negativa a creer.

Formas de apostasía

Existencialmente las causas y las formas de la apostasía son múl­tiples. Monseñor Galimberti ha esbozado una tipología en el estudio antes citado.

Históricamente, muchas veces la apostasía sobrevino a causa de la persecución. La cobardía ante la oposición desembocó en abandono de la fe, de la Iglesia y de Dios.

En la actualidad, a pesar de las metamorfosis de la persecución, ella sigue siendo muchas veces la causa de la apostasía. Hay una apostasía que podría llamarse juvenil, en la que predominan las cau­sales de respeto humano. Hay una apostasía intelectual por conversión a las criptoreligiones científicas. La ambición profesional da lugar a veces a la apostasía de los profesionales, sobre todo de los que se mueven en ambientes donde no se reconocen los principios cristianos de conducta. Hay apostasías debidas al bienestar y al tren de vida de los ambientes sociales mundanos y adinerados. Así corro por el extre­mo opuesto, apostasías por rebeldía existencial, ante el infortunio, el venir a menos o la enfermedad.

Uno de los componentes de la doctrina sobre la apostasía es la vergüenza. Avergonzarse de Cristo y de su evangelio ante los hombres o de los que sufren por permanecerle fieles en un mundo adverso (Marcos 8,38; 2 Tirnoteo 1,8-12) es comienzo u ocasión de apostasía.

Cultura de la apostasía

Los creyentes vivimos inmersos en un mundo que viene aposta­tando desde hace cuatro siglos. En una cultura postcristiana y por lo tanto apóstata que viene creando refinados métodos e instrumentos de inducir a la apostasía. Métodos intelectuales, filosofías, supersti­ciones, múltiples sucedáneos para apartar del Dios de la revelación cristiana no sólo a las personas, sino a los pueblos, las naciones, estados y culturas. Esta cultura apóstata y apostatogénica, está en condiciones de suministrar la apostasía indolora. Es capaz de ofrecer al que se aparta del culto cristiano verdadero, al que se aparta de la relación con Cristo y de la piedad y el amor cristianos, un certificado de autenticidad cristiana. Nada de traumas dramáticos, ni escandalosos.

Cuando la apostasía llega a suceder en esta forma anónima e im­perceptible y a la vez masiva, creo que se impone el deber pastoral de poner sobre el tapete el tema de la apostasía. Y es eso lo que, dentro de mis modestas posiblidades, he querido hacer.

5. DOCUMENTO: ENTREVISTA DE CÉSAR DI CANDIA A EDUARDO GALEANO.

Publicada en el semanario Búsqueda Montevideo, Uruguay), Jueves 22 de Octubre 1987, página 32-33. El re­portaje aparece bajo el título «Eduardo Galeano: Tengo fe en el oficio de escribir, la certeza de que es posible hacerlo sin venderse ni alqui­larse». Trascribimos a continuación fragmentos.

-Yo te conozco a partir de tus veinte años pero no sé nada de tí de los veinte hacia atrás. Presumo, por lo que he oído, que no tuvis­te infancia muy feliz.

-Te diría que no es cierto. En un librito mío que anda por ahí «Días y noches de amor y de guerra» hay algunas evocaciones de la infancia que no son tristes sino jubilosas. Yo tuve una infancia vulgar y silvestre, salvo el hecho de que fue muy marcada por el misticismo. Era un católico fervoroso y solía ir mucho más allá de lo que se supo­nía debía ser. Mis padres eran católicos los dos pero nunca pensaron que yo me lo iba a tomar tan en serio.

-¿A qué se debía esa exacerbación religiosa?

-Quizás a una necesidad de trascendencia, no sé bien a qué motivo. En la pared de atrás de mi cama se mezclaba la imagen de Jesús con la de los jugadores de Nacional y dentro de mí coexistían ambas pasiones. A veces, cuando todos dormían, me ponía a rezar sobre piedritas como forma de penitencia. En esa época yo estaba se­guro que iba a ser cura. Lo curioso es que el mismo tiempo era un niño normalísimo. Futbolero como todos los niños uruguayos. Vivíamos en el barrio La Mondiola, una zona denominada así que quedaba entre Pocitos y el Buceo, más o menos donde está hoy Pocitos nuevo. Ahora está muy construida pero entonces tenía grandes espacios vacíos que eran de libertad y de combate porque andábamos siempre organizados en bandas y reventándonos a golpes entre nosotros.

-¿Cuánto te duró la crisis mística?

-Hasta los trece años. A esa edad perdí a Dios, como si hubie­ra tenido un agujerito en el bolsillo y se me hubiera caído. Sin embargo esa especie de búsqueda medio desesperada de respuestas para ciertas interrogantes siguió sobre todo en la adolescencia.

-¿Hiciste la primera Comunión? Porque si voy a serte franco, no te veo con el trajecito azul y la cinta en el brazo.

-Por supuesto, con mis dos hermanos. Además no fue solo una ceremonia ritual. Yo creía fervientemente en todo eso. Todavía me indignan las misas sin Dios, la gente que cumple con el ceremonial sin creer de verdad.

-¿Colegio católico?

-No. Fui al Erwy School hasta segundo año de liceo. Después no estudié más nada.

-En la época era el típico colegio de la burguesía.

-Mi hogar fue clase media venida a menos.

-Clase media tirando a un cuarto como dice Quino.

 -Sí (se ríe). En casa había una situación económica mala, pero con algunos fulgores de viejos proceratos. Por el lado de los Hughes se supone que soy medio pariente de Leandro Gómez y por el lado de los Muñoz, se supone que soy medio pariente de Rivera. Mi familia era como una especie de museo de glorias pasadas. Sin ir más lejos el edificio donde hoy está el Museo Romántico ahí en la calle 25 de Mayo, era la casa de mis bisabuelos. Nunca quise volver a ella porque prefería guardarla dentro de mí tal como había quedado en la memo­ria. Un mundo de estatuas y gobelinos, una cama muy alta donde vi agonizar a mi bisabuela con rodajas de papas en la frente, que era lo que se usaba para el dolor de cabeza y la fiebre (se ríe).

-El apellido Hughes siempre ha pertenecido a la más rancia aristocracia nacional.

-Sí, pero papá venía de una rama pobre. En todas las familias hay árboles que tienen ramas más floridas que otras. Papá no tuvo económicamente mucha suerte. Yo alcancé a vivir algunos de los días más felices de mi infancia cabalgando en pelo por la estancia «La Paz» que había sido poderosa pero la que cuando la conocí no era más que un casco medio abandonado con una capilla a la que se entraba con una llave enorme. Yo iba a la capilla a escondidas y me quedaba horas recibiendo la luz de los vitrales y escuchando el canto de los pájaros en medio de los pastos que lo invadían todo.

-¿Dónde quedaba la estancia «La Paz»?

-En Paysandú, cerca del arroyo Negro. Era un viejo estableci­miento familiar, ya en decadencia.

  • Ni Dios, ni secundaría

Me dijiste que abandonaste los estudios en segundo año de liceo.

-Empecé a trabajar. En realidad no me gustaba estudiar.

-Así que junto con la pérdida de Dios, perdiste contacto con la enseñanza.

-Más o menos coincidió con un período de convulsiones, de cam­bios. Y empecé a trabajar. Trabajé en mil cosas. Fui mensajero, dibujan­te de letras, obrero en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo.

www.horaciobojorge.org/

 

 

Horacio Bojorge nació en Montevideo en 1934, de padres católicos pero no practicantes. Fue a la escuela y al liceo laicos del Estado uruguayo. Como liceal militó en la Acción Católica de Estudiantes. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1953. Cursó las Humanidades Clásicas en Padre Hurtado, Chile, cuando era aún palpable la impronta espiritual del recién fallecido beato (1955-56). Se licenció en Filosofía en el Colegio Máximo, San Miguel (1959). Enseñó Idioma Español y Literatura en el Colegio Sgdo. Corazón, Montevideo (1960-62). Completó sus estudios en Europa en los años del Concilio y postconcilio. Se licenció en Teología en la Facultad Canisianum, Maastricht, Holanda (1966) y ordenóse allí de sacerdote, en la basílica de San Servasio (1965). Pasó a Roma y se licenció en Sagrada Escritura en el Pontificio Inst. Bíblico (1969). Visitó Tierra Santa en 1967.

Enseñó Escritura en el Seminario Arquidiocesano del Uruguay (1970-79) y en el Instituto Mater Ecclesiae para formación de religiosas (1970-82). Fué profesor invitado en Sâo Leopoldo y Asunción. Fué miembro activo de la Soc. Argentina de Profs. de Sgda. Escritura (SAPSE). Es socio de la Novi Testamenti Studiorum Societas (Londres). Profesor emérito de Sagrada Escritura en la Fac. de Teol. del Colegio Máximo (San Miguel) y de Cultura y lenguas bíblicas en el Departamento de Filología Clásica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad de la República (Montevideo).

Es autor de un método para el aprendizaje rápido del hebreo bíblico. Ha publicado numerosos libros, artículos y reseñas en diversas revistas, entre las cuales, Revista Bíblica (Arg.) y Stromata. Fue corresponsal del Internationale Zeitschriftenschau f. Bibelwissenschaft (Tübingen). Hizo periodismo de Iglesia en revistas extranjeras, como Hechos y Dichos y El Ciervo. Estuvo ligado, en nuestro medio, al consejo de redacción de Víspera hasta su cierre por el gobieno de facto.

Ha escrito diversos libros: “La Figura de María a través de los evangelistas” (1975) (3 ediciones castellanas y traducciones al portugués, inglés, holandés, japonés, coreano). “Los Salmos. Introducción y salmos comentados” (1976) (Premio ensayo del Ministerio de Cultura del Uruguay, y aprobado por el Consejo Nacional de Enseñanza Secundaria como obra de consulta para los liceos). “Signos de su Victoria” (1983) (teología bíblica de la vida religiosa); “Siguiendo a Cristo por el camino de José” (1985); “Aspectos bíblicos de la Teología del Laicado”. Los más recientes y exitosos han sido “En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia. Ensayo de Teología Pastoral” (19992) y “Mujer ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia”(1999). Se encuentran en prensa: “Pecados y Virtudes. El lazo se rompió y volamos” y “Teologías deicidas”.

Desempeña toda clase de ministerios sacerdotales entre los fieles -predicación de retiros y novenas, confesiones, dirección espiritual, formación bíblica – en casas religiosas, contemplativas o activas, y en parroquias del interior del Uruguay, de algunas Provincias Argentinas y del Paraguay.

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