Todos tenemos conciencia de que somos libres, de que «podemos» elegir. Y si obramos mal, sentimos el peso de nuestra culpa. Pero también es cierto que todos tenemos conciencia de que no somos libres, de que nuestra libertad está enferma, atada, impotente para hacer el bien que quiere y evitar el mal que aborrece (Rm 7,15).
Pues bien, en Pelagio prevaleció el primer convencimiento –somos libres: podemos–, hasta oscurecer la necesidad de la gracia. Y en Lutero, después de luchas morales angustiosas, predominó el segundo, hasta negar la necesidad de obrar el bien –no somos libres: no podemos–; no podemos ni siquiera con la ayuda de la gracia.
La doctrina teológica de Lutero (1483-1545) tiene unas profundas raíces biográficas, que conviene conocer. De los agustinos de Erfurt había recibido una mala formación filosófica, nominalista, y una mala teología de la gracia, voluntarista o semipelagiana. La morbosidad de su vivencia espiritual consecuente queda reflejada en confesiones personales como ésta: «Yo, aunque mi vida fuese la de un monje irreprochable, me sentía pecador ante Dios, con una conciencia muy turbada, y con mi penitencia no me podía creer en paz; y no amaba, incluso detestaba a Dios como justo y castigador de los pecadores; me indignaba secretamente, si no hasta la blasfemia, al menos con un inmenso resentimiento respecto a Dios» (Weimarer Augsgabe 54,185). «Al solo nombre de Jesucristo, nuestro Salvador, temblaba yo de pies a cabeza» (44,716). «Yo recuerdo muy bien qué horriblemente me amedrentaba el juicio divino y la vista de Cristo como juez y tirano» (44, 775)
Así, desde luego, no se puede vivir. ¿Qué salida hay para escapar de esta idea nefasta de Dios y de sí mismo?… El remedio de Lutero fue casi peor que la enfermedad, fue un inmenso y múltiple error.
Lutero dice:
El hombre está totalmente corrompido por el pecado, y lo mejor es reconocerlo con todas sus consecuencias. «El hombre peca siempre, aun cuando intente obrar el bien. El hombre está tan corrompido que ni siquiera Dios puede rescatarle de su podredumbre: lo único que es posible a Dios es no tener en cuenta sus pecados, no imputárselos legalmente» (L. F. Mateo Seco, Martín Lutero: sobre la libertad esclava, Madrid 1978, 18).
El hombre no es libre, perdió su libertad al corromperse. Es inútil, pues, que siga atormentándose la conciencia con la ilusión psicológica de su pretendida libertad. Lutero, en sus primeras obras, aún creía en la libertad del hombre (4,295); comenzó a ponerla en duda a partir de 1516, y vino a negarla furiosamente en 1525, en una de sus obras preferidas, De servo arbitrio, polemizando con Erasmo.
La libertad humana es incompatible –con Dios, que todo lo preconoce y predetermina;
–con Satanás, porque él tiene cautivo al hombre, y domina verdaderamente sobre él;
–con la realidad del pecado original, que corrompió todo lo que es el hombre, también su libertad;
–y es inconciliable con la redención de Cristo, que sería superflua si el hombre fuera libre (18,786).
Consiguientemente, la misma expresión libre arbitrio debiera desaparecer del lenguaje humano; sería «lo más seguro y lo más religioso» (18,638). Ya Lúcido negó antes la libertad, y su error fue condenado en el concilio de Arlés (473: Denz 331).
Sola fides. Por tanto el cristiano se salva por la fe, no por las obras. La justificación cristiana es necesariamente sólo declarativa, pasiva, «imputativa» (WA 56,287). Simplemente, por la fe en el Salvador, no tiene Dios en cuenta el pecado del creyente.
Y aunque las buenas obras son convenientes, como expresión de la fe, en modo alguno han de considerarse como necesarias para la salvación. Incluso pueden ser peligrosas, cuando debilitan la fe fiducial, y la persona, esforzándose por conseguir obras buenas, trata entonces de apoyarse en su propia justicia.
El cristiano, pues, debe aprender a vivir en paz con sus pecados. Debe reconocer que es «simultáneamente pecador y justo (simul peccator et iustus): pecador en realidad y justo en la reputación de Dios» (WA 56,272).
En efecto, «en nada daña ser pecadores, con tal que deseemos con todas nuestras fuerzas ser justificados».
Pero el diablo, con mil artificios, tienta a los hombres «a que trabajen neciamente esforzándose por ser puros y santos, sin ningún pecado, y cuando pecan o se dejan sorprender de alguna cosa mala, de tal manera atormenta su conciencia y la aterroriza con el juicio de Dios, que casi les hace caer en desesperación…
Conviene, pues, permanecer en los pecados y gemir por la liberación de ellos en la esperanza de la misericordia de Dios» (56,266-267).
Sola gratia. No es posible que las buenas obras sean necesarias para la salvación. Si fueran necesarias, todos los hombres se condenarían, pues todos son pecadores y han de pecar inevitablemente.
Notemos bien que el error de esta herejía de Lutero, sola gratia, no está, como se ha afirmado tantas veces en el catolicismo postridentino, en «atribuir todo a la gracia divina», pues, efectivamente, a Dios hay que atribuirle toda la gracia y la salvación.
Lo contrario, pretender que la salvación viene realizada en parte por la misericordia de la gracia divina, y en parte por la fuerza de la libertad humana, que viene a completar lo que le falta a la acción gratuita de Dios, es puro semipelagianismo.
EL ERROR DE LUTERO
Aunque parezca paradójico, el error que subyace al pensamiento de Lutero es el mismo que con frecuencia ha contaminado de naturalismo semipelagiano a sus oponentes católicos: el error de pensar que la acción de la gracia es extrínseca a la acción buena del hombre; es decir, es el enorme error de ignorar que precisamente la acción de la gracia divina es la causa íntima de la acción libre del hombre, y así produce en él y con él la obra buena, salvífica y meritoria de vida eterna.
Atribuir, pues, todo a la gracia de Dios no deja excluida en modo alguno la libertad humana, pues ésta se ve precisamente causada por aquélla. La voluntad se mueve movida por la gracia de Cristo.
Un correcto diálogo ecuménico exige tener bien en cuenta estas verdades. Según esto, cuando los luteranos acusan a los católicos de ser semipelagianos, y de que no atribuimos a la misericordia de la gracia divina toda la salvación del hombre, sino parte de ella, sería un error muy grave contestarles que atribuir toda la salvación a la misericordia divina equivale a anular la libertad humana. Diciendo tal cosa les confirmaremos en su convencimiento de que somos semipelagianos.
Por el contrario, desde la fe católica
–hemos de afirmar al luterano que, efectivamente, todo es gracia, pero que precisamente la misericordia de Dios es mayor cuando su gracia renueva verdaderamente al hombre en su ser, y cuando potencia realmente sus facultades, haciéndole instrumento activo y operante de obras sobrenaturales;
y
–hemos de afirmar igualmente al católico temeroso de que una acentuación de la gracia implique la anulación de la libertad, que la gracia divina no actúa en la naturaleza humana desde fuera, extrínsecamente, sino desde dentro, sanándola, inclinándola y potenciándola activamente en su misma entidad natural hacia las obras buenas.
UNA HEREJÍA PERMANENTE
Lo mismo que el pelagianismo, el luteranismo es una herejía permanente, que, desde luego, extiende su tentación más allá del campo protestante. Ya señalé la «protestantización» actual que amenaza por muchos lados a la Iglesia Católica.
Pero fijándome únicamente en el tema gracia-libertad, que ahora nos ocupa, conviene advertir que
–la pérdida actual de la fe en la libertad del hombre, y la casi anulación consiguiente de la conciencia de pecado, partiendo de unas premisas muy diversas de las de Lutero, conducen finalmente a un efecto semejante. Como señala G. Piovene, «entre la diversidad de las filosofías actuales [y lo mismo sucede en las escuelas principales de psicología] se descubre una constante: ninguna se presenta como una filosofía de la libertad. Se intenta sobre todo establecer los mecanismos por los que el hombre está condicionado: económicos, psicológicos, derivados de la estructura del lenguaje o de la situación histórica en que vive» (Elogio della libertà, Milán 1970,287). Esto luteraniza la cultura de hoy.
–La eliminación en el cristianismo de la soteriología, salvación-condenación, realizada prácticamente por Lutero con su «sola fides», afecta también a muchos católicos, pues consideran increíble que los actos cumplidos en la vida presente puedan determinar una vida eterna de premio o de castigo.
Como ya vimos, no hay ya propiamente una cuestión de salvación/ condenación (08-09). Basta la fe en Cristo Salvador, y no son propiamente necesarias las buenas obras. Así es el «catolicismo luterano».
Cuando un católico tiene por irremediable su atadura al pecado, se cierra a la gracia del arrepentimiento efectivo, y luteraniza así su experiencia cristiana de pecado y salvación. En esta actitud espiritual, si va, por ejemplo, al sacramento de la penitencia, busca en Cristo una justificación al estilo luterano: «soy pecador, y como inevitablemente lo seguiré siendo, ni siquiera hago propósito de enmendarme; pero pongo toda mi fe en Cristo, y así Dios me perdona, y me seguirá perdonando siempre». Y basta con eso.
ENTRE PELAGIO Y LUTERO
La tentación predominante del catolicismo actual está en Pelagio, en el voluntarismo antropocéntrico, que no quiere reconocer la necesidad de la gracia, de la ayuda sobre-natural de nuestro Señor Jesucristo, «que es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).
Pero también está vigente hoy la tentación de Lutero. En realidad, hay que decir que el pueblo católico hoy experimenta al mismo tiempo las dos tentaciones.
De este modo, en ciertos ambientes, hallamos la extraña especie híbrida de un cristianismo pelagiano-optimista ante la multitud, es decir, ante la juventud, los obreros, la cultura moderna, el progreso y la técnica, y luterano-pesimista ante el individuo, pues no cree en las posibilidades reales que tiene la persona, ni siquiera con el auxilio de la gracia, para salir efectivamente de su pecado y vivir santamente.
Cualquier sacerdote comprueba esto como ministro del sacramento de la penitencia. Estamos, pues, aunque parezca increíble, ante un pelagianismo luterano o bien un luteranismo pelagiano. Cualquier cosa se puede esperar de quienes se alejan de la doctrina católica de la Iglesia.
EL QUIETISMO
Consideremos brevemente otro grave error.
El quietismo no niega la libertad, como el luteranismo, pero propugna que se esté quieto, que no actúe.
En la historia de la espiritualidad se registran tendencias quietistas de muy diverso estilo –maniqueos y gnósticos, cátaros y fraticelli, hermanos del libre espíritu, beguardos y beguinas, alumbrados españoles del XVI–, pero el más caracterizado quietismo, el que aquí considero, es el que se produce a fines del siglo XVII en torno a Miguel de Molinos (+1696; Denz 2201-2268; +2181-2192), Fenelón (+1715), el padre Lacombe (+1715) y Madame Guyon (+1717; Denz 2351-2373). El camino interior de Molinos no es idéntico al amor purísimo de Fenelón, pero coinciden en algunas orientaciones.
La Iglesia, al condenar el quietismo radical y típico, lo esquematizó en sus rasgos más propios:
Pasividad total. «Querer obrar activamente es ofender a Dios, que quiere ser él el único agente; por tanto es necesario abandonarse a sí mismo todo y enteramente a Dios» (Denz 2202). «La actividad natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» (2204).
Quietud en la oración, nada de devociones activas. «El que en la oración usa de imágenes, figuras, especies y conceptos propios, no «adora a Dios en espíritu y en verdad» (Jn 4,23)» (2218). La concepción quietista de la oración recuerda al zen: «En la oración hay que permanecer en fe oscura y universal, en quietud y olvido de cualquier pensamiento particular…, sin producir actos, porque Dios no se complace en ellos» (2221).
Aniquilación personal, muerte mística. «No conviene a las almas de este camino interior que hagan operaciones, aun virtuosas, por propia elección y actividad; pues en otro caso, no estarían muertas» (2235).
Indiferencia total. El alma no debe interesarse ni por cielo o infierno (2207), ni por su propio estado espiritual, «sino que debe permanecer como un cadáver exánime» (2208). «Resignado en Dios el libre albedrío, al mismo Dios hay que dejar el pensamiento y cuidado de toda cosa nuestra, y dejarle que haga en nosotros sin nosotros su divina voluntad» (2213).
Impecabilidad. «Con ocasión de las tentaciones, por furiosas que sean, no debe el alma hacer actos explícitos de las virtudes contrarias, sino que debe permanecer en el sobredicho amor y resignación» (2237). Las caídas que sobrevinieren «no son pecado, porque no hay consentimiento en ellas» (2241), ni es conveniente confesarlas (2248, 2260).
Tanto el luteranismo como el quietismo parten de una pésima teología de la relación entre naturaleza y gracia.
La Iglesia afirma que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y eleva, con la colaboración libre del hombre.
Pero el quietismo piensa que la gracia, para divinizar al hombre, necesita aniquilar sus actos.
Felizmente, el quietismo del XVII no dejó muchas huellas en la espiritualidad cristiana. Lo que habrá siempre entre los cristianos es la pereza, la indolencia, la resistencia a la gracia de Dios cuando mueve a algo que es penoso. Pero el quietismo no es eso; es otra cosa.
LA DOCTRINA CATÓLICA
El papá y su niño, entre los dos, escriben una carta. Voy a partir de esta imagen. El papá, acercándose a una mesa, sienta en sus rodillas al pequeño –por supuesto, analfabeto total–, y tomando la mano del niño, que sostiene el lápiz, se dispone a escribir: «vamos a escribirle una carta a la Virgen María».
Atención: la carta, efectivamente, va a ser escrita entre los dos, padre e hijo. El objeto pretendido, escribir una carta, queda absolutamente fuera de las posibilidades del niño, ya que no sabe ni leer ni escribir. Pero este hecho no es impedimento alguno para que se realice esa obra, siempre, claro está, que la mano infantil se deja guiar continuamente por la mano de su padre. Y aquí se dan tres alternativas:
1.– El niño deja que el movimiento de su mano sea completamente dócil al movimiento de la mano conductora de su padre. Y sale un texto inteligible y quizá precioso. Aunque la letra, debemos reconocerlo, no será un modelo perfecto de caligrafía. Esa carta la han escrito los dos, no solo el padre, sino también el niño. Son con-causa de una obra, el padre como causa principal, el niño como causa instrumental. El niño mueve su mano movida por su padre.
2.– El niño mueve su mano desde su propia voluntad y gusto. Y resulta un garabato ininteligible, que no vale para nada. Ha resistido la moción de su padre. El sitio propio de ese papel es la papelera.
3.– El niño mantiene rígida su mano, sin dejarle a su padre que la mueva. No sale nada. Ha resistido la moción de su padre. El papel queda en blanco.
Éstas son las tres posibilidades que el hombre tiene bajo la acción de la gracia, y no hay más: aceptarla (1) o resistirla (2 y 3). Las dos últimas opciones son pecado, resistencia a la gracia, más o menos grave según el objeto de la acción, y según el grado de conciencia y consentimiento voluntario que se dé en la persona.
La primera opción, la única buena, es ciertamente meritoria, porque el niño se ha fiado de su padre y ha obedecido dócilmente su guía, pudiendo resistirla: no es un lápiz inerte, incapaz de resistir.
Él realmente «ha escrito» la carta, ha producido la obra buena; eso sí, su voluntad se ha movido movida por el padre.
Y no se han coordinado las dos causas, poniendo el niño la parte suya y el padre su parte. Por el contrario, la causalidad del niño se ha subordinado totalmente con la causalidad paterna principal. Se ha producido, pues, una feliz sinergía, que ha posibilitado en el niño una obra buena, para la que era completamente incapaz. Pues bien, así es siempre toda la vida cristiana. Por eso nuestro Maestro nos enseña: «si no os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3).
Volviendo al ejemplo anterior –sería ridículo que el niño estuviera orgulloso de la preciosa carta escrita, como si fuera una obra sóla o principalmente suya; –sería igualmente ridículo pensar que si ha realizado esa obra, que queda por encima totalmente de sus posibilidades, «ha sido cuestión de generosidad». Son palabras sin sentido… –y también sería absurdo que el niño, al colaborar con su padre, estuviera preocupado y lleno de ansiedades: «¿y qué le diremos a la Virgen?… Bueno, hasta ahora parece que vamos bien. ¿Pero qué escribiremos en la página siguiente del cuaderno?»…
ANTECEDENTES DE ESTA IMAGEN
El niño que escribe bajo la moción de su padre es una buena imagen, pero imperfecta, pues no expresa que en realidad el padre no sólo mueve la mano de su hijo, sino su voluntad.
Pero ya se sabe que las imágenes, como las parábolas, tienen “un lado” elocuente, y otros que no valen. Y por otra parte, con buena voluntad podemos completar la imagen que he propuesto, pensando que el padre habla al oído del niño, y por su palabra le comunica el espíritu bueno, que le permite dejar su mano dócil a la guía paterna.
Es ésta una imagen que tiene muchos antecedentes análogos, aunque no tan buenos como mi ejemplo. Solo cito a dos:
Jean-Pierre de Caussade, S. J.(1675-1751) enseña que el Espíritu Santo, en la plenitud de los tiempos, ha escrito los Evangelios; «pero ahora el Espíritu Santo escribe los Evangelios sólamente en los corazones. Todas las acciones y momentos de los santos son Evangelio del Espíritu Santo… El Espíritu Santo, por la pluma de su acción [de gracia], va escribiendo un Evangelio vivo, que solamente podrá ser leído en el día de la gloria, cuando, después de salir de la prensa de esta vida, será publicado» (El abandono en la divina Providencia, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2000, 75).
Santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), Doctora de la Iglesia, cuando describe la obra de Dios en los hombres, acentúa también la primacía absoluta de la gracia divina, acudiendo a la imagen del artista que, sirviéndose de un pincel, produce un cuadro maravilloso. El pincel sin el artista no puede nada.
«Si el lienzo pintado por un artista pudiera pensar y hablar, ciertamente no se quejaría de ser tocado y retocado por el pincel; ni tampoco envidaría la suerte de este instrumento, pues conocería que no al pincel sino al artista que lo maneja debe él la belleza de que está revestido» (Manuscrito autobiográfico C, 20 rº).
SIEMPRE LA VOLUNTAD DE DIOS
«En Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Esta grandiosa verdad, muy pocas veces predicada, con el paso del teocentrismo al antropocentrismo, es ignorada por gran parte de los cristianos modernos. Se captan a sí mismos como si fueran causa de su ser y de su propio actuar. Ignoran que si Dios es causa primera y continua del ser y del obrar natural de las criaturas, a fortiori es Él la causa primera y continua que por la iluminación y moción de su gracia hace posible la vida sobrenatural cristiana en cada una de sus obras.
La sagrada Liturgia, la principal catequesis de la Iglesia, enseña maravillosamente esta verdad de la fe: «Concédenos, Señor, la gracia de conocer y practicar siempre el bien, y, pues sin ti no podemos ni siquiera existir, haz que vivamos siempre según tu voluntad. Por Jesucristo, Nuestro Señor» (jueves I Cuaresma).
El hombre no está hecho para obrar según su propia voluntad, sino para hacer siempre en todo la voluntad de Dios. Todo el universo de criaturas está hecho para cumplir siempre la voluntad de su Creador, y lo hace necesariamente. Y el hombre, la única criatura libre del mundo visible, está creado para cumplir libremente la voluntad del Señor. Ahora bien, en el obrar humano la línea causal del bien y la del mal son totalmente asimétricas. Consideremos esta verdad, que es también fundamental para penetrar el misterio gracia-libertad.
El hombre sólo puede producir el bien con la ayuda de Dios, asistido por la causalidad divina, que es universal, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia. El Creador da a su criatura el ser y el obrar continuamente. Como enseña el Catecismo: «Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que obra en y por las causas segundas» (318). Y esto, como ya he dicho, se da a fortiori en el orden de la gracia: «sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13).
Lo que el hombre puede producir él solo es el mal. Lo explica bien Jacques Maritain, apoyándose en la enseñanza de Santo Tomás:
Es inevitable aquí el lenguaje paradójico: cuando el hombre causa el mal «tiene una iniciativa, pero es una iniciativa de no-acción. La voluntad creada “produce” entonces la nada, produce el no-ser. Y eso es todo lo que puede hacer ella sola… Se substrae –no por una acción, sino por un libre no-hacer o des-hacer– al influjo portador de ser y de bondad de la Causa primera… Eso nos explica aquella frase de Santo Tomás: la causa primera del defecto de la gracia está en nosotros» (STh I-II, 112, 3 ad 2m) «pero la causa primera de la donación de la gracia está en Dios, según la Escritura: “la perdición es tuya, Israel; tu auxilio solo de Mí procede”, Os 13,9]).
Hay algo, pues, una línea en la que la criatura es causa primera, pero es la línea de la nada y del mal». Y añade en nota: «Cuando se desvía de la moción divina, la del bien, el hombre no es más libre que cuando deja obrar esa moción y obra bien; pero está más solo… El hombre no puede estar solo más que en el mal» (Sto. Tomás de Aquino y el problema del mal, en la obra de varios autores, El mal está entre nosotros, Fom. de Cultura, Valencia 1959, 351-352).
La acción cristiana del hombre es, pues, siempre pasiva-activa: pasiva, en el sentido filosófico del término, en cuanto que recibe el don gratuito de Dios: iluminación, atracción, moción; y activa, pues recibir libremente ese auxilio divino le concede querer y obrar un bien que por sí solo no alcanzaría.
Veámoslo en tres ejemplos máximos.
La Virgen María fué católica. No fué pelagiana o semipelagiana, tampoco fue quietista o luterana, ni jansenista: fue católica. La Llena-de-gracia, es decir, la Inmaculada, la Virgen fiel, no tiene planes propios que sacar adelante, no es capaz de querer nada por sí misma. Su voluntad solo puede moverse a querer algo movida por la voluntad de su Señor. La Bienaventurada Virgen María expresa con toda perfección cómo entiende ella la vida de la gracia.
Mira a su pasado y dice: «el Poderoso ha hecho en mí grandes obras». Y mirando a su presente y futuro, dice: «yo soy la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
En las dos frases los verbos van en pasiva. Ella entiende perfectamente que toda su vida, pasado, presente y futuro, es pasiva-activa, es providencia amorosa de Dios que, por su gracia, actúa en su mente, en su voluntad y en sus obras, con la real colaboración de su fiat permanente.
Ni cuestión de generosidad, ni otras historias o cuentos. En Ella hay únicamente docilidad absoluta, alabanza y gratitud infinitas, en una humildad total y perfecta: «mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado con bondad la pequeñez de su esclava».
San Juan Bautista fue también un católico practicante. Él nunca se autorizó a sí mismo a querer nada, por alto y santo que fuera, por sí mismo, desde su propia voluntad. Nunca quiso moverse sino movido por la voluntad de Dios, por su gracia.
Juan el Bautizador fué como un niño analfabeto, que dejando que la mano de su padre guíe la suya, escribe en el libro de su propia vida un poema de celestial belleza y santidad.
Y supo también, iluminado por Dios, expresar con perfección este misterio: «no debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo» (Jn 3,27). Nada: ni más, ni menos, ni esto, ni aquello. Debe hacer todo, solo y aquello que Dios quiera hacer en él y con él…
El don de Dios es gratuito, libre, imprevisible: no puede, pues, tomarse, como se toma una manzana de un árbol; sólo se puede recibir, pedir, esperar, procurar y realizar.
Es significativo que esta frase, «no debe el hombre tomarse nada, si no le fuere dado del cielo», una de las más luminosas de los Evangelios, sea tan poco citada. Pero se comprende que así suceda en ambientes voluntaristas, pelagianos o semipelagianos, porque es antitética a sus planteamientos errados.
Jesucristo, nuestro Señor, es también católico y Autor de todos los católicos. No hay en Él ni sombra de quietismo o de voluntarismo. «El hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5), desde toda la eternidad, en una predestinación única, infinitamente gratuita, es el Elegido del Padre. Y el Verbo divino, siendo el Hijo eterno del Padre eterno, una vez encarnado y nacido de la Virgen María, mantiene en toda su vida terrenal una fisonomía absolutamente filial. Él no se mueve sino movido por el Padre.
Su continua relación personal con el Padre se revela muy especialmente en los escritos del evangelista San Juan. En él declara Jesús: «Yo vivo por el Padre» (6,57), y «el Padre que mora en mí, hace sus obras… Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (14,10-11). Él entiende siempre sus obras como «las obras que mi Padre me dio hacer, esas obras que yo hago…» (5,36); «las obras que yo hago en nombre de mi Padre» (l0,25; cf. 10,37-38). Y por eso dice: «mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y realizar su obra» (4,34). «Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (6,38).
Nuestro Señor Jesucristo es, por tanto, psicológica y moralmente incapaz de querer nada por su propia voluntad. Se mueve siempre movido por el Padre: «en verdad, en verdad os digo que no puede el Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre: lo que éste hace, lo hace igualmente el Hijo» (5,19). Nada, no puede hacer nada: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (5,30). «Yo no hago nada por mí mismo» (8,28); «como me mandó mi Padre, así hago» (14,12).
Y esa identificación plena entre la voluntad de Cristo y la del Padre se da normalmente con inmenso gozo, porque está hecha con infinito amor: «en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque» etc. (Lc 10,31). Aunque otras veces se da con pavor y angustia, sudando sangre: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (22,42).
Fuente: Gracia y Libertad del Padre José María Iraburu, en apologeticacatolica.org