Reveló la Virgen María a santa Brígida lo siguiente: «Yo soy la Madre de todas las almas que estén en el purgatorio, y todas las penas que tienen que purgar por las faltas cometidas, constantemente son aliviadas y mitigadas por mis plegarias».

En tiempos de santa Brígida hubo un hombre noble y rico, pero entregado enteramente a la disolución y demás vicios. (Auriem t, 1, pág. 182). Le dio la última enfermedad, y sin embargo en todo pensaba menos en disponerse para la muerte.

Súpolo Santa Brígida, y al instante se puso a pedir eficazmente al Señor que ablandase el pecho de aquel pecador obstinado, y le convirtiese; y tantas veces y con tal insistencia llamó a las puertas de la divina misericordia, que al fin le habló su Majestad, diciéndole que fuese a un sacerdote a exhortar al enfermo a penitencia. Hízolo tres veces uno muy celoso, pero por mas que le dijo fue todo en vano, hasta que la cuarta vez ayudado de la gracia divina, logró compungirle y trocarle el corazón, de suerte que exclamó el enfermo: “Hace setenta años que no me he confesado, habiendo sido en tan largo tiempo esclavo del demonio, guardándole fidelidad, y aun tratando estrechamente con él; pero ahora me siento enteramente mudado, pido confesión, y espero que Dios me ha de perdonar”. Esto dicho con abundantes lágrimas, se confesó cuatro veces aquel mismo día, al siguiente recibió el Viático, y pasados otros seis murió con extraordinario compunción. Apenas había espirado se apareció el Señor a santa Brígida, y le dijo que su alma había ido al purgatorio, y que no tardaría en estar en el cielo. Quedó la santa admirada sobre manera de que un hombre que tan mal había vivido, hubiese al fin muerto en gracia, y el Señor le declaró el motivo con estas palabras: “Sabe, hija, que la devoción de mi querida Madre le ha cerrado las puertas del infierno, porque aunque él nunca la amó de veras, tenía devoción a sus dolores, y siempre que los consideraba, o solo de oír su nombre mostraba compasión; por esto ha encontrado un atajo para salvarse”.

DEL LIBRO DE LAS REVELACIONES

Libro 6, Capítulo 5  Incomparable poder y misericordia de la Virgen María. Siete espantosos tormentos padecidos por el alma de un príncipe en el purgatorio, y eficacia de la limosna, del sacrifico de la misa y de la sagrada comunión, para librarle de ellos. 

Yo soy la Reina del cielo, dice la Virgen a la Santa; yo soy Madre de la misericordia; yo soy la alegría de los justos y la intercesora de los pecadores para con Dios. En el fuego del purgatorio no hay pena alguna que por mí no se haga más suave y llevadera de lo que de otro modo sería; tampoco hay ningún mortal tan desventurado, que mientras vive, carezca de mi misericordia, pues por mi causa, tientan los demonios menos de lo que en otro caso tentarían; ni hay ninguno tan apartado de Dios, a no ser que del todo estuviere maldito, que si me invocare, no vuelva a Dios y no alcance misericordia.

Y porque soy misericordiosa y he alcanzado de mi Hijo misericordia, quiero manifestarte cómo ese difunto amigo tuyo, de quien te compadeces, podrá librarse de los siete castigos de que mi Hijo te ha hablado. Y en primer lugar, se libertará del fuego que por la incontinencia padece, si con arreglo a las tres órdenes que en la Iglesia hay de casadas, viudas y doncellas, hubiese alguien que por el alma de este difunto proporcionara la dote para casar una doncella, para que otra entrase en religión, y para que una viuda pudiese vivir según su estado; porque en cuanto a la incontinencia, pecó tu amigo, excediéndose en las cosas que aun en su estado le fueran lícitas.

En segundo lugar, porque en la gula pecó de tres modos: comiendo y bebiendo opípara y excesivamente; teniendo muchos manjares por ostentación y soberbia; y estando mucho tiempo a la mesa, omitiendo a la par las obras de Dios. Y así, el que quisiere satisfacer por estos tres linajes de gula, ha de recoger, en honra de Dios que es trino y uno, tres pobres durante un año entero, y les ha de dar de comer los mismos manjares y tan buenos como los que él tenga en su propia mesa, y no ha de comer hasta que viere comer a esos tres, a fin de que por esta corta tardanza, se borre aquella larga demora que tenía tu amigo cuando se sentaba a la mesa. A esos tres pobres se les ha de proporcionar también los correspondientes vestidos y camas.

Lo tercero, por la soberbia que de muchos modos tuvo, debe el que quisiere, reunir siete pobres y una vez a la semana por todo un año lavarles los pies con humildad, diciendo entre tanto en su corazón: Señor mío Jesucristo, que fuísteis preso por los judíos, tened misericordia de él. Señor mío Jesucristo, que estuvísteis atado a la columna, tened misericordia de él. Señor mío Jesucristo, que siendo vos inocente, fuísteis condenado por los inicuos, tened misericordia de él. Señor mío Jesucristo, que fuísteis despojado de vuestras propias vestiduras, y revestido por burla con unos andrajos, tened misericordia de él. Señor mío Jesucristo, que fuísteis azotado tan cruelmente, que se veían todas vuestras costillas, sin que hubiese en vos cosa sana, tened misericordia de él.

Señor mío Jesucristo, que fuisteis extendido en la cruz, horadados con clavos vuestros pies y manos, atormentada la cabeza con crueles espinas, anegados en lágrimas vuestros ojos, y vuestra boca y oídos llenos de sangre, tened misericordia de él. Y después de lavarles los pies a esos pobres, les dará de comer, y les suplicará humildemente que pidan por el alma del difunto.

Lo cuarto, pecó en la pereza de tres modos: fue perezoso para ir a la iglesia; perezoso para aprovechar las indulgencias, y perezoso para visitar los sepulcros y reliquias de los Santos.

El que quisiere satisfacer por lo primero, ha de ir a la iglesia una vez al mes por espacio de un año, y mandar decir una misa de difunto por el alma de ese tu amigo: por lo segundo, irá siempre que pueda y quiera, y especialmente por dicha alma, a los templos donde hay concedidas indulgencias, y por lo tercero, por medio de persona de confianza envíe su ofrenda a los principales Santos de este reino de Suecia, donde por causa de las indulgencias suele acudir mucha gente devota, como san Erico, san Sigfrido y otros, y el que llevare la ofrenda, ha de ser remunerado por su trabajo.

Lo quinto, porque el difunto pecó en vanagloria y alegría; el que quiera satisfacer por él, ha de reunir por espacio de un año una vez al mes los pobres que haya en su distrito o en los inmediatos, y los llevará a una casa, y hará decir delante de ellos una misa de difuntos, y antes de comenzar ésta, el sacerdote suplicará y amonestará a los pobres que rueguen por el alma del finado. Después de la misa se les dará de comer a todos los pobres, de modo que se levanten complacidos de la mesa, para que el difunto se alegre con las oraciones de ellos, y los pobres con la comida.

Lo sexto, porque deberá pagar cuanto debe hasta el último maravedí, y mientras estará penando, has de saber, hija mía, que antes de morir y a su muerte tuvo deseo, aunque no tan ardiente como debiera, de pagar todas sus deudas, y por este deseo se halla en estado de salvación; en lo cual puede el hombre ver cuánta es la misericordia de mi Hijo, quien por tan poca cosa da el descanso eterno, y si no hubiese tu amigo tenido ese deseo, se hubiera condenado para siempre.
Por tanto, los parientes que le han sucedido en sus bienes, deben tener deseo de pagar, y en efecto satisfacer sus créditos a todos cuantos supiere les debía el difunto, y al tiempo de pagarles les suplicarán humildemente, que perdonen al alma del difunto, si por la larga demora han sufrido algún perjuicio; pero si no pagaren dichos parientes, tomarán a su cargo la responsabilidad del difunto.

A cada monasterio de este reino se ha de enviar también una ofrenda y mandar decir una misa pública, y antes de que se comience se ha de pedir por el alma del finado, para que se aplaque el Señor. Después se dirá una misa de difuntos en cada iglesia parroquial donde tu amigo tuvo sus bienes, y antes de cantarla, el sacerdote, y hallándose presente todo el pueblo, le ha de decir a éste: La presente misa se va a celebrar por el alma de tal príncipe, y en nombre de Jesucristo os ruego, que si en algo os ofendió ese difunto en palabras, obras o por sus órdenes, se lo perdonéis, y ensegnida se acerque al altar.

Lo séptimo, porque fue juez, y confió su cargo a vicarios inicuos, por lo cual aunque se halla en el purgatorio, está en manos de los demonios. No obstante, como contra la voluntad de él obraban aquéllos inicuamente, aunque no vigilaba ni atendía como debiera, puede ser libertado de esta pena, si tuviere el auxilio del santísimo cuerpo de mi Hijo, que diariamente es ofrecido en el altar. Pues el pan que en el altar se pone, antes de decir las palabras: Este es mi Cuerpo, es meramente pan; pero después de dichas estas palabras de la consagración, se convierte en el cuerpo de mi Hijo, el cual lo recibió de mí sin mancha alguna, y el cual fue crucificado. Entonces es en espíritu honrado y adorado el Padre por los miembros del Hijo, alegrase el Hijo con el poder y majestad del Padre, y yo que soy su Madre y lo engendré, soy honrada por todo el ejército celestial. Todos los ángeles se vuelven a él y lo adoran, y las almas de los justos denle gracias, porque por él fueron redimidas. ¡Qué horrorosa abominación la de los miserables, que toman en sus indignas manos a tan grande y tan digno Señor!

Este cuerpo que murió por amor a los hombres, es el que puede libertar de la pena al difunto. Y así deberá decirse una misa de cada solemnidad de mi Hijo, a saber: una de la Natividad, otra de la Circuncisión, otra de Epifanía, otra del Corpus Christi, una de Pasión, otra de Pascua, otra de la Ascensión y una de Pentecostés. Dirase también una misa de cada solemnidad que en mi honor se celebre. Se dirán también nueve misas en honor de los nueve coros de los ángeles; y cuando se vayan a celebrar estas misas, se han de reunir nueve pobres, a quienes se les dará de comer y vestir, para que los ángeles a cuya custodia fué encargado el difunto y a los cuales ofendió de muchas maneras, puedan aplacarse con esta pequeña ofrenda, y presentar su alma a Dios. Dígase además una misa por todos los difuntos, a fin de que con ella obtengan el eterno descanso, y lo alcancen también para el alma de tu amigo.

Fue este un príncipe misericordioso, que después de muerto se apareció a santa Brígida y le dijo: Nada alivia tanto mis penas en el purgatorio, como la oración de los justos y el Sacramento del altar. Pero como fuí príncipe y juez, y encomendé este cargo a los que amaban poco la justicia, me hallo todavía en este destierro, aunque me libertaría de él, si los que debieran ser amigos míos y lo fueron, fuesen más celosos por mi salvación. 

Libro 6, Capitulo 14. Vio santa Brígida que un alma del purgatorio recibía muy poco alivio en sus penas, por la ostentación y orgullo con que sus hijos y albaceas le ofrecían los sufragios. 

Bendito sea tu nombre, Hijo mío, dice la Virgen. Tú eres el Rey de la gloria y el Señor poderoso que tiene justicia con misericordia. Tu amantísimo Cuerpo que se formó sin pecado y se alimentaba en mis entrañas, ha sido hoy consagrado en favor del alma de ese difunto. Te ruego, amadísimo Hijo, que le sirva de socorro a su alma, y ten compasión de ella.

Bendita seas, Madre mía, respondió el Hijo, bendigante todas las criaturas, porque tu misericordia es inagotable. Yo soy como el que por muy subido precio compró un pequeño campo de cinco pies, en el cual estaba escondido oro purísimo. Este campo de cinco pies es este hombre, a quien compré y redimí con mi preciosísima sangre, y en el cual había oro purísimo, que es el alma criada por mi Divinidad, la que está ya separada del cuerpo, y queda en este sola la tierra. Sus sucesores son como el hombre poderoso que presentándose en el tribunal, le dice al verdugo: Separa del cuerpo con la cuchilla su cabeza, y no permitas que viva más tiempo, ni economices su sangre. Así hacen esos: van al tribunal, cuando trabajan decorosamente en favor del alma de su padre, pero dicen al verdugo: Separa del cuerpo su cabeza.

¿Quién es este verdugo, sino el demonio, que separa de su Dios el alma que con él consiente? A este le dicen los hijos del difunto: Separa, cuando despreciando la humildad, las buenas obras que practican, las hacen por soberbia y honra del mundo más bien que por amor de Dios. Por la soberbia se aparta del hombre la cabeza, que es Dios, y se une a el por la humildad. Dan voces para que el padre no viva más tiempo, cuando no sienten su muerte, con tal de alcanzar sus bienes; y dicen que no se ahorre la sangre, cuando no se cuidan de la amarga pena del difunto, ni cuánto tiempo ha de estar en ella, con tal que puedan hacer su propia voluntad: solamente piensan en el mundo, y poco les importa mi Pasión.

Hijo mío, respondió la Virgen, he visto tu severa justicia, pero no acudo a ella, sino a tu piadosísima misericordia; y así, por mis ruegos, ten compasión de ese que diariamente leía en honra mía mi Oficio, y no le pongas en cuenta la soberbia que respecto a él tienen sus sucesores, porque mientras ellos ríen, éste llora, y es castigado de un modo inconsolable.

Bendita seas, amadísima Madre, respondió el Hijo. Tus palabras están llenas de mansedumbre y son más dulces que la miel; salen de tu corazón que está lleno de misericordia; y así, tus palabras indican misericordia. Este por quien pides, alcanzará por tus ruegos tres clases de misericordia. Se librará, en primer lugar, de las manos de los demonios, quienes como cuervos lo están afligiendo incesantemente.

Pues como las aves de rapiña cuando oyen algún terrible sonido, dejan por temor la presa que tienen en las uñas, del mismo modo dejarán por tu nombre esa alma los demonios, y no la tocarán ni la molestarán más. En segundo lugar, del fuego más grave será trasladado al más leve. Lo consolarán, por último, los santos ángeles. Pero todavía no será librado enteramente de las penas, y aún necesita auxilio: conoces y ves en mí toda la justicia, y que nadie puede entrar en la bienaventuranza, si no estuviere limpio como el oro purificado por el fuego. Por consiguiente, por tus ruegos se librará del todo, cuando llegare el tiempo de la misericordia y de la justicia. 
 

Libro 6, Capitulo 29. Visión del juicio de un alma contra la que el demonio opone gravísimas acusaciones; la Virgen María la defiende, y habiéndole alcanzado amor de Dios en el último instante de la vida, la salva pero con gravísima pena en el purgatorio. Léase con detención, que es de mucha doctrina y de grande enseñanza. 

Vio santa Brígida que se presentó en el tribunal de Dios un demonio, el cual tenía asida el alma de cierto difunto, la cual estaba temblando como un corazón que palpita. Y el demonio dijo al Juez: Aquí está la presa. Tu ángel y yo estábamos siguiendo esta alma desde su principio hasta el fin; él para defenderla, y yo para hacerle daño, y ambos la acechábamos como cazadores. Más al fin cayó en mis manos, y para alcanzarla soy tan ávido e impetuoso como el torrente que cae desde arriba, al cual nada resiste sino algún fuerte estribo, esto es, tu justicia, la que todavía no ha decidido en este juicio, y, por tanto, aún no la poseo con seguridad. Por lo demás, la deseo con tanto afán, como el animal que se halla tan consumido por la abstinencia, que de hambre se comería hasta sus propios miembros. Y así, puesto que eres justo Juez, da tocante a ella justa sentencia.

Y respondió el Juez: ¿Por qué cayó más bien en tus manos, y por qué te acercaste a ella más que mi ángel? Y contestó el demonio: Porque sus pecados fueron más que sus buenas obras. Y dijo el Juez: Muestra cuáles son. Respondió el demonio: Un libro tengo lleno con sus pecados. Y dijo el Juez: ¿Qué nombre tiene ese libro? Su nombre es inobediencia, respondió el demonio, y en ese libro hay siete libros, y cada uno de ellos tiene tres columnas, y cada columna tiene más de mil palabras, pero ninguna menos de mil, y algunas muchas más de mil. Respondió el Juez: Dime los nombres de esos libros, pues aunque yo todo lo sé, quiero, no obstante que hables, para que conozcan otros tu malicia y mi bondad. El nombre del primer libro, dijo el demonio, es soberbia, y en él hay tres columnas.

La primera, es la soberbia espiritual en su conciencia, porque estaba ensoberbecido con la buena vida que creía tener mejor que la de los otros; y ensoberbeciese también por su inteligencia y conciencia que creía más prudente que la de los demás.

La segunda columna era, porque estaba soberbio con los bienes que se le habían concedido, con los criados, con los vestidos y demás cosas.

La tercera columna era, porque se ensoberbecía con la hermosura de los miembros, con su ilustre nacimiento y con sus obras. En estas tres columnas hay infinitas palabras, según muy bien sabes.

El segundo libro es su codicia: este tiene tres columnas. La primera es espiritual, porque pensó que sus pecados no eran tan graves como se decía, e indignamente deseó el reino de los cielos, que no se da sino al que está perfectamente limpio. La segunda es, porque deseó del mundo más de lo necesario, y su deseo se encaminó únicamente a exaltar su nombre y su descendencia, a fin de criar y ensalzar sus herederos, no a honra tuya, sino según la honra del mundo.

La tercera columna es, porque estaba soberbio con la honra del mundo y con ser más que los otros. Y en estas columnas, según bien sabes, hay innumerables palabras, con que buscaba el favor y la benevolencia, y adquiría bienes temporales.

El tercer libro es la envidia, y tiene tres columnas. La primera fue mental o en su ánimo, porque ocultamente envidiaba a los que tenían más que él, y prosperaban más. La segunda columna es, porque por envidia recibió cosas de los que tenían menos que él, y más lo necesitaban. La tercera, porque por envidia perjudicó a su prójimo ocultamente con sus consejos, y aún públicamente, tanto de palabra como de obra, tanto por sí como por los suyos, y hasta incitó a otros a que lo hicieren.

El cuarto libro es la avaricia, y en él hay tres columnas. La primera es la avaricia mental, porque no quiso decir a otros lo que sabía, con lo cual hubieran los otros tenido consuelo y adelanto, y pensaba consigo de esta manera: ¿Qué provecho me resulta, si doy ese consejo a este o al otro? ¿Qué recompensa tengo, si le fuere a otro útil ese consejo o palabra? Y así, cualquiera se apartaba de él muy afligido, no edificado ni instruido, como hubiera podido ser, si hubiese él querido.

La segunda columna es, porque cuando podía pacificar los disidentes, no quiso hacerlo, y cuando podía consolar los afligidos, no se cuidó de ello. La tercera columna es la avaricia en sus bienes, en términos, que si debía dar un maravedí en tu nombre, se angustiaba y se le hacía penoso, y por honra del mundo daba ciento de buena gana. En estas columnas hay infinitas palabras, como muy bien te consta. Todo lo sabes y nada se te puede ocultar; mas por tu poder me obligas a hablar, porque quieres que esto sirva de provecho a otros.

El quinto libro es la pereza, y tiene tres columnas. Primera, porque fue perezoso en hacer buenas obras por honra tuya, esto es, en cumplir tus mandamientos; pues por el descanso de su cuerpo perdió su tiempo, y le eran muy deleitables el provecho y placer de su cuerpo. La segunda columna es porque fue perezoso en pensar, pues siempre que tu buen espíritu infundía en su corazón el arrepentimiento, o alguna buena idea espiritual, pareciale aquello demasiado difuso, y apartaba su mente del pensamiento espiritual, y tenía por grato y suave todo gozo del mundo.

La tercera columna es porque fue perezoso de boca, esto es, en orar y en hablar lo que era de provecho a los otros y en honra tuya; pero era muy aficionado a palabras chocarreras. Cuántas palabras hay en estas columnas, y cuán innumerables son, tú sólo lo sabes.

El sexto libro es la ira, y tiene tres columnas. La primera, porque irritabase con su prójimo por cosas que no le interesaban. La segunda columna es, porque con su ira dañó de obra a su prójimo, y a veces por ira destrozaba sus cosas. La tercera es, porque por ira molestaba a su prójimo.

El séptimo libro era su sensualidad, y tiene también tres columnas. La primera es, porque de una manera indebida y desordenada deleitabase carnalmente; pues aunque era casado, y no se mezclaba con otras mujeres, con todo pecó impúdicamente de un modo ilícito con ademanes, con palabras y obras inconvenientes. La segunda columna es, porque era demasiado atrevido en hablar, y no sólo estimulaba a su mujer a hablar con libertad, sino que muchas veces con sus palabras atrajo también a otros, para que oyesen y pensasen liviandades. La tercera columna es, porque mantenía su cuerpo con excesiva delicadeza, haciendo preparar para sí en abundancia las más exquisitas viandas para mayor placer de su cuerpo, y para que los hombres lo alabasen y lo apellidasen espléndido.

Más de mil palabras hay en estas columnas, porque se sentaba a la mesa más despacio de lo justo, sin considerar la pérdida del tiempo; hablaba muchas cosas inoportunas, y comía más de lo que pedía la naturaleza. Aquí tienes, oh Juez, todo mi libro: adjudícame, pues, esa alma.

Guardó silencio entonces el Juez, y acercándose la Madre, que estaba más lejos, dijo: Yo quiero disputar con ese demonio sobre la justicia. Y respondió el Hijo: Amadísima Madre, cuando al demonio no se le niega la justicia, ¿cómo se te podrá negar a ti, que eres mi Madre y la Señora de los ángeles? Tú todo lo puedes y todo lo sabes en mí, pero sin embargo, habla, para que otros sepan el amor que te tengo.

En seguida dijo la Virgen al demonio: Te mando, diablo, que me respondas a tres cosas que te pregunto, y aunque lo hicieres a la fuerza, estás obligado por justicia, porque soy tu Señora. Dime, ¿conoces tú, por ventura, todos los pensamientos del hombre? Y respondió el demonio: No, sino solamente aquellos que puedo juzgar por las operaciones exteriores del hombre y por su disposición, y los que yo mismo le sugiero en su corazón, pues aunque perdí mi dignidad, sin embargo, por lo sutil de mi naturaleza, me quedó tanta penetración, que por la disposición del hombre puedo entender el estado de su mente; pero sus buenos pensamientos no puedo conocerlos.

Entonces le volvió a hablar al demonio la bienaventurada Virgen, y le dijo: Dime, diablo, aunque sea a la fuerza: ¿Qué es aquello que puede borrar lo escrito en tu libro? Nada puede borrarlo, respondió el demonio, sino una cosa, que es el amor de Dios; y el que lo tuviere en su corazón, por pecador que sea, al punto se borra lo que acerca de él estaba escrito en mi libro. Dime, diablo, le preguntó por tercera vez la Virgen: ¿Hay, por ventura, algún pecador tan inmundo y tan apartado de mi Hijo que no pueda alcanzar perdón mientras vive? Y respondió el demonio: Nadie hay tan pecador que, si quisiere, no pueda volver a la gracia mientras vive. Siempre que cualquiera, por gran pecador que sea, mude su voluntad mala en buena, tiene amor de Dios y quiere permanecer en él, todos los demonios no son bastantes para arrancarlo.

En seguida la Madre de la misericordia dijo a los circunstantes: Al final de su vida se volvió a mí esta alma, y me dijo: Vos sois la Madre de la misericordia y el auxilio de los infelices. Yo soy indigno de suplicar a vuestro Hijo, porque mis pecados son graves y muchísimos, y en gran manera lo he provocado a ira, porque he amado más mi placer y el mundo que a Dios mi Creador. Os ruego, pues, tengáis misericordia de mí, Vos, que no la negáis a ninguno que os la pide, y por tanto, me vuelvo a Vos y os prometo, que si viviere, quiero enmendarme y volver mi voluntad a vuestro Hijo, y no amar ninguna otra cosa sino a él.

Pero sobre todo me pesa y siento no haber hecho nada para honra de vuestro Hijo, mi Creador; y así os ruego tengáis misericordia de mí, piadosísima Señora, porque a nadie sino a vos tengo a quien acudir. Con tales palabras y con este propósito vino a mí esta alma al final de su vida. ¿Y no debía yo oírla? ¿Quién hay, que si de todo corazón y con propósito de la enmienda hace una súplica a otro, no merezca ser oído? ¿Y cuanto más yo, que soy la Madre de la misericordia, no debo oir a todos los que me claman?

Y respondió el demonio: Nada sé acerca de ese propósito; pero si es según dices, pruébalo con razones manifiestas. Eres indigno de que yo te responda, dijo la Virgen; sin embargo, porque esto se hace para provecho de otros, te voy a contestar. Tú, miserable, tienes ya dicho, que nada de lo escrito en tu libro puede borrarse sino por amor de Dios. Y volviéndose entonces la Virgen al Juez, dijo: Hijo mío, haz que abra el diablo ese libro y lea, y vea si todo está allí escrito por completo, o si se ha borrado algo.

Entonces dijo el Juez al demonio: ¿Dónde está tu libro? En mi vientre, respondió el demonio. Y le dijo el Juez: ¿Cuál es tu vientre? Mi memoria, respondió el diablo; porque como en el vientre está toda inmundicia y hedor, así en mi memoria está toda perversidad y malicia, que como pésimo hedor huelen en tu presencia. Pues cuando por mi soberbia me aparté de ti y de tu luz, entonces hallé en mí toda malicia, y obscurecióse mi memoria respecto a las cosas buenas de Dios, y en esta memoria está escrita toda la maldad de los pecados. Dijole entonces el Juez al demonio: Te mando, que veas con esmero y busques en tu libro qué es lo que hay escrito y qué borrado respecto a los pecados de esta alma, y dilo públicamente. Y respondió el demonio: Miro mi libro, y veo escritas cosas diferentes de las que creí. Veo que han sido borrados aquellos siete catálogos, y nada queda de ellos en mi libro sino los excesos y demasías.

En seguida dijo el Juez al ángel bueno que se hallaba presente: ¿Dónde están las buenas obras de esta alma? Y respondió el ángel: Señor, todas las cosas están en vuestra presciencia y conocimiento, las presentes, las pasadas y las futuras. Todo lo sabemos y lo vemos en Vos, y Vos en nosotros, ni necesitamos hablaros, porque todo lo sabéis. Pero porque queréis mostrar vuestro amor, manifestáis vuestra voluntad a quienes os place. Desde que en un principio se unió esta alma en el cuerpo, estuve yo siempre con ella, y tengo también escrito un libro de sus buenas obras. Y si quisierais ver ese libro, está en vuestro poder.

Y dijo el Juez: No conviene juzgar sino después de oir y entender lo bueno y lo malo, y examinado todo bien, debe entonces sentenciarse con arreglo a justicia, ya sea para la vida, ya para la muerte. Mi libro, respondió el ángel, es la obediencia, con que os obedeció, y en él hay siete columnas. La primera, es el bautismo; la segunda, es su abstinencia ayunando, y el contenerse en las obras ilícitas, en los pecados, y hasta en el placer y tentaciones de la carne; la tercera columna es la oración y el buen propósito que respecto a Vos tuvo; la cuarta columna son sus buenos hechos en limosnas y otras obras de misericordia; la quinta, es la esperanza que en Vos tenía; la sexta, es la fe que tuvo como cristiano; la séptima, es el amor de Dios. Oyendo esto el Juez, volvió a decir al ángel bueno: ¿Dónde está tu libro? Y él respondió: En vuestra visión y amor, Señor mío. Entonces en tono de reconvención, dijo la Virgen al diablo: ¿Cómo custodiaste tu libro, y cómo se borró lo que en él estaba escrito? Y respondió el demonio: ¡Ay! ¡Ay!, porque tú me engañaste.

En seguida dijo el juez a su piadosísima Madre: En este particular te ha sido en razón favorable la sentencia, y con justicia has ganado esa alma. Después daba voces el demonio, y decía: Perdí, y he sido vencido; pero dime, Juez: ¿Hasta cuándo he de tener esta alma por sus excesos y demasías? Yo te lo manifestaré, respondió el Juez; abiertos y leídos están los libros. Pero dime, diablo, aunque yo todo lo sé, dime si con arreglo a justicia debe esta alma entrar o no en el cielo. Te permito que ahora veas y sepas la verdad de la justicia. Y respondió el demonio: Es justicia en ti, que si alguien muriere sin pecado mortal, no entrará en las penas del infierno, y todo el que tiene amor de Dios, de derecho puede entrar en el cielo. Y como esta alma no murió en pecado mortal y tuvo amor de Dios, es digna de entrar en el cielo, después que purgue lo que deba.

Y dijo el Juez: Ya que te he abierto el entendimiento y te he permitido ver la luz de la verdad y de la justicia, di para que lo oigan quienes yo quiero: ¿cuál debe ser la sentencia de esta alma? Respondió el demonio: Que se purifique de tal modo, que no quede en ella una sola mancha; porque aun cuando por justicia se te ha adjudicado, con todo, está todavía inmunda, y no puede llegar a ti, sino después de purificarse. Y como tú, ¡oh, Juez!, me preguntaste, ahora también pregunto: ¿Cómo debe purificarse y hasta cuándo ha de estar en mis manos? Respondió el Juez: Te mando, diablo, que no entres en ella, ni la absorbas en ti; pero debes purificarla hasta que esté limpia y sin mancha, pues según su culpa padecerá su pena.

De tres modos pecó en la vista, de tres modos en el oído y de otros tres modos en el tacto. Por consiguiente, debe ser castigada de tres modos. En la vista: primero, debe ver personalmente sus pecados y abominaciones; segundo, debe verte en tu malicia; tercero, debe ver las miserias y terribles penas de las demás almas.

Igualmente se ha de afligir de tres modos en el oído. Primero, oirá un horrible ¡Ay!, porque quiso oír su propia alabanza y lo deleitable del mundo: segundo, debe oír los horrorosos clamores y burlas de los demonios: tercero, oirá oprobios e intolerables miserias, porque oyó más y con más gusto el amor y el favor del mundo, que el de Dios, y sirvió con más empeño al mundo que a su Dios.

De tres modos también se ha de afligir en el tacto. Primero, ha de arder en abrasadísimo fuego interior y exteriormente, de manera que en ella no quede ni la menor mancha, que no se purifique en el fuego: segundo, ha de padecer grandísimo frío, porque ardía en su codicia y era frío en mi amor: tercero, estará en manos de los demonios, para que no haya ni el menor pensamiento ni la más leve palabra que no se purgue, hasta que se ponga como el oro, que se purifica en el crisol y en la fragua, a voluntad de su dueño.

Entonces preguntó el demonio: ¿Hasta cuándo estará esa alma en esta pena? Y respondió el Juez: Puesto que su voluntad fué vivir en el mundo, y era tal esta voluntad, que de buena gana hubiera vivido en el cuerpo hasta el fin del mundo, esta pena ha de durar hasta el fin del mundo. Justicia mía es, que todo el que me tiene amor divino, y con todo empeño me desea y anhela por estar conmigo y separarse del mundo, éste sin pena debe obtener el cielo, porque la prueba de la vida presente es su purificación. Mas el que teme la muerte por causa de la acerba pena futura, y quisiera tener más tiempo para enmendarse, éste debe tener una pena leve en el purgatorio. Pero el que olvidándose de mí, desea vivir hasta el día del juicio, aunque no peque mortalmente, sin embargo, por el perpetuo deseo de vivir que tiene, debe tener pena perpetua hasta el día del juicio.

Entonces dijo la piadosísima Virgen María: Bendito seas, Hijo mío, por tu justicia, que es con toda misericordia. Aunque nosotros lo veamos y sepamos todo en ti, di no obstante, para inteligencia de los demás, qué remedio deba tomarse que disminuya tan largo tiempo de pena, y cuál otro para que se apague un fuego tan cruel, y cómo también pueda esta alma librarse de las manos de los demonios. Y respondió el Hijo: Nada se te puede negar, porque eres la Madre de la misericordia, y a todos proporcionas y buscas consuelo y misericordia.

Tres cosas hay que hacen disminuir tan largo tiempo de pena, y que se apague el fuego, y que esa alma se libre de las manos de los demonios. La primera es, si alguien devuelve lo que él injustamente tomó o arrancó de otros, o está obligado a devolverles en justicia; pues el alma debe purgarse, o por los ruegos de los santos, o por limosnas y buenas obras de los amigos, o por una suficiente purificación. Lo segundo es una cuantiosa limosna, pues por ella se borra el pecado, como con el agua se apaga la sed. Lo tercero es, la ofrenda de mi cuerpo hecha por él en el altar, y las súplicas de mis amigos.

Estas tres cosas son las que lo libertarán de aquellas tres penas. Entonces dijo la Madre de la misericordia: ¿Y de qué le sirven ahora las buenas obras que por ti hizo? Y respondió el Hijo: No preguntas, porque lo ignores, pues todo lo sabes y ves en mí, sino que lo investigas para mostrar a los otros mi amor. A la verdad, no quedará sin remuneración la más insignificante palabra, ni el más leve pensamiento que en honra mía tuvo; pues todo cuanto por mí hizo, está ahora delante de él y dentro de su misma pena, y le sirve de refrigerio y de consuelo, y por ello siente menos ardor del que sufriría de otro modo. Y volvió la Virgen a decirle a su Hijo: ¿Por qué esa alma está inmóvil, como quien no mueve manos ni pies contra su enemigo y no obstante vive?

Y respondió el Juez: De mí escribió el Profeta, que fui como un cordero que enmudece delante de quien lo trasquila; y a la verdad, yo enmudecí delante de mis enemigos: por tanto, es justicia, que por no haberse tomado interés por mi muerte esa alma y por haberla considerado de poca importancia, esté ahora como el niño que en las manos de los homicidas no puede dar voces. Bendito seas, dulcísimo Hijo mío, que nada haces sin justicia, dijo la Madre. Tú dijiste antes, Hijo mío, que tus amigos podían socorrer a esta alma, y bien sabes que ella me sirvió de tres modos. Primero, con la abstinencia, pues ayunaba las vigilias de mis festividades y en ellas se abstenía en mi nombre; segundo, porque leía mi Oficio; y tercero, porque cantaba por honra mía. Y así, Hijo mío, puesto que oyes a tus amigos que te dan voces en la tierra, te ruego, que también te dignes oírme a mí.

Y respondió el Hijo: Siempre se oyen con mayor benevolencia las súplicas de la persona predilecta de algún señor; y como tú eres lo que yo más amo sobre todas las cosas, pide cuanto quieras, y se te dará. Esta alma, dijo la Madre, padece tres penas en la vista, tres en el oído, y otras tres en el tacto. Te ruego, pues, amadísimo Hijo mío, que le disminuyas una pena en la vista, y es que no vea los horribles demonios, aunque sufra las otras dos penas, porque tu justicia así lo exige según la justicia de tu misericordia, a la cual no puedo oponerme. Te suplico, en segundo lugar, que en el oído le disminuyas una pena, y es que no oiga su oprobio y confusión. Te ruego, por último, que en el tacto le quites una pena, y es que no sienta ese frío mayor que el hielo, el cual lo merece tener, porque era frío en tu amor.

Y respondió el Hijo: Bendita seas, amadísima Madre, a ti nada se te puede negar: hágase tu voluntad, y sea, según lo has pedido. Bendito seas tú, dulcísimo Hijo mío, dijo la Madre, por todo tu amor y misericordia.

En aquel instante apareció un santo con gran acompañamiento, y dijo: Alabado seáis, Señor, Dios nuestro, Creador y Juez de todos. Esta alma fue en su vida devota mía, ayunó en honra mía, y me alabó haciéndome súplicas, de la misma manera que a estos amigos vuestros que se hallan presentes. Así, pues, os ruego de parte de ellos y mía, que tengáis compasión de esta alma, y por nuestras súplicas le deis descanso en una pena, y es que los demonios no tengan poder para obscurecer su conciencia; pues si no se les contiene, la obscurecerán de tal modo, que nunca había de esperar esa alma el término de su desdicha y alcanzar la gloria, sino cuando fuese tu voluntad mirarla especialmente con tu gracia; y este es un suplicio mayor que todo otro. Por tanto, piadosísimo Señor, concededle por nuestras súplicas, que en cualquiera pena en que estuviere, sepa positivamente que ha de acabar aquella pena, y que ha de alcanzar la gloria perpetua.

Y respondió el Juez: Así lo exige la verdadera justicia, porque esa alma apartó muchas veces su conciencia de los pensamientos espirituales y de la inteligencia de las cosas eternas, y quiso obscurecer su conciencia, sin temer obrar contra mí, y por tanto, justo es, repito, que los demonios obscurezcan su conciencia. Mas porque vosotros, amadísimos amigos míos, oísteis mis palabras y las pusisteis por obra, no se os debe negar nada, y así haré lo que pedís. Entonces respondieron todos los santos: Bendito seáis, Dios, en toda vuestra justicia, que juzgáis justamente, y nada dejáis sin castigo.

En seguida dijo al Juez el ángel custodio de aquella alma: Desde el principio de la unión de esta alma con su cuerpo, estuve yo con ella, y la acompañé por providencia de vuestro amor, y algunas veces hacía mi voluntad. Os ruego, pues, Dios y Señor mío, que tengáis misericordia de ella. Y respondió el Señor: Sí, bien está; pero acerca de esto, queremos deliberar. Entonces desapareció la visión.
 
Fue éste un caballero bondadoso y amigo de los pobres, y dio por él cuantiosas limosnas su esposa, la cual falleció en Roma, como lo tenía anunciado el espíritu de Dios, por medio de santa Brígida, a la que dijo: Ten entendido que esa señora regresará a su patria, pero no morirá allí. Y así fue, porque segunda vez volvió a Roma, donde murió y fue enterrada. 

Libro 4, Capitulo 91. Hay un lugar en el purgatorio, donde no se padece otra pena que del deseo.

Estaba santa Brígida haciendo oración por un anciano sacerdote ermitaño, amigo suyo, que acababa de morir, y había tenido un vida ejemplar, llena de grandes virtudes, y ya estaba puesto en la iglesia en un féretro para enterrarlo.

Hallándose en esta oración se le apareció a la Santa la Virgen María y le dijo: Sabrás, hija mía, que el alma de este ermitaño amigo tuyo, hubiera entrado en el cielo al punto de salir del cuerpo, a no ser porque en el instante de su muerte no tuvo deseo de presentarse a la presencia de Dios y de verlo. Y por esta razón se halla detenido en el purgatorio del deseo, donde no hay ninguna pena, sino solamente el deseo de llegar a ver a Dios. Con todo, antes que sea sepultado su cuerpo, su alma entrará en la gloria. 

Libro 6, Capítulo 38.  Indecibles y horribilísimas penas de abuela y nieta, una en el infierno y otra en el purgatorio, por el orgullo y vanidad de sus vidas, con mucha doctrina y enseñanza que sobre esto da la Virgen María a santa Brígida. Léase con detención y pidiendo a Dios su santa gracia, pues es muy bastante para convertir a cualquier alma. 

Alabado seáis, Dios mío, dijo la Santa, por todas las cosas que han sido creadas; honrado seáis por todas vuestras virtudes, y todos os tributen homenaje por vuestro amor. Yo, criatura indigna y pecadora desde mi juventud, os doy gracias, Dios mío, porque a ninguno de cuantos pecan, negáis la gracia si os la piden, sino que de todos os compadecéis y los perdonáis. ¡Oh dulcísimo Dios! es admirable lo que conmigo hacéis, que cuando os place, adormecéis mi cuerpo con un letargo espiritual, y despertáis mi alma para que vea, oiga y sienta las cosas espirituales.

¡Oh Dios mío! ¡Cuán dulces son vuestras palabras a mi alma, que las recibe como sabrosísimo manjar! Entran con alegría en mi corazón, y cuando las oigo, estoy satisfecha y hambrienta: satisfecha, porque nada me debilita sino vuestras palabras; y hambrienta, porque con mayor empeño deseo oirlas. Dadme, pues, auxilio, bendito Dios mío, para que yo haga siempre vuestra voluntad.

Y respondió Jesucristo: Yo soy sin principio ni fin, y todo cuanto existe ha sido creado por mi poder. Todo está dispuesto por mi sabiduría, y todo se rige por mi juicio. Todas mis obras están ordenadas por amor, y así, nada me es imposible. Pero es demasiado duro el corazón que ni me ama ni me teme, siendo yo el Gobernador y Juez de todos, y el hombre hace más bien la voluntad del demonio, que es traidor y su verdugo, el cual extiende por toda la tierra su veneno, con el cual no pueden vivir las almas y son sumergidas en los abismos del infierno.

Este veneno es el pecado, que les sabe dulcemente, aunque es amargo al alma, y por mano del demonio se esparce sobre muchos todos los días. Mas ¿quién ha oído cosa tan extraña, como el que a los hombres se les ofrezca la vida y escojan la muerte? Sin embargo, yo, Dios de todos, soy sufrido, me compadezco de su miseria y hago como aquel rey, que al enviar con sus criados el vino, les dijo: Dadlo a muchos, porque es saludable; a los enfermos da salud, a los tristes alegría, y a los sanos corazón varonil. Pero no se envía el vino sino en un vaso conveniente. Del mismo modo mis palabras, que se comparan al vino, las envíe a mis siervos por medio de ti, cuyo corazón es como un vaso, el cual quiero llenar y agotar según me plazca. Mi Espíritu Santo te enseñará a dónde has de ir y qué has de hablar. Por consiguiente, di con valor y alegría lo que mando, porque nadie prevalecerá contra mí.

Entonces dijo la Santa: ¡Oh Rey de toda gloria, inspirador de toda sabiduría y dador de todas las virtudes! ¿Por qué me elegís para tamaña obra a mí, que he consumido mi vida en los pecados? Yo soy ignorante como un jumento, desnuda de virtudes, en todo he delinquido y no me he enmendado nada.

Y respondió el Espíritu: ¿Quién se admiraría, si un señor cualquiera, con las monedas o barras de plata que le diesen, mandara hacer coronas, anillos o vasos pará su uso? Así, tampoco es de admirar si yo recibo los corazones de mis amigos que se me presentan, y hago en ellos mi voluntad; y puesto que uno tiene más entendimiento y otro menos, me valgo de la conciencia de cada cual, según conviene a mi honra, porque el corazón del justo es moneda mía. Por tanto, permanece firme y pronta a mi voluntad.

Enseguida dijo la Virgen a la Santa: ¿Qué dicen las mujeres soberbias de tu reino? Y contestó la Santa: Yo soy una de ellas, y así me avergüenzo de hablar en vuestra presencia. Y dijo la Virgen: Aunque yo sé todo eso mejor que tú, sin embargo, quiero oírtelo decir. Respondió la Santa: Cuando se nos predicaba la verdadera humildad, decíamos que nuestros mayores nos dejaron vastas posesiones y grandiosas costumbres, ¿por qué, pues, no debemos imitarlos? También nuestra madre ocupaba su puesto entre las principales señoras, vestía magníficamente, tenía muchos criados y nos criaba con suntuosidad, ¿por qué no he de dejar a mis hijas lo que aprendí, que es a portarse con magnificencia, vivir con alegría corporal y morir también con gran pompa y fausto del mundo?

Dijo entonces la Madre de Dios: Toda mujer que pusiere en práctica esas ideas, va al infierno por el camino más derecho, y esta es la severa respuesta que debe dárseles. ¿De qué les servirán semejantes ideas, cuando el Creador de todas las cosas consintió que su cuerpo estuviese siempre en la tierra con la mayor humildad, desde que nació hasta su muerte, y jamás lo cubrió el vestido de la soberbia? No consideran estas mujeres el rostro de mi Hijo mientras vivía, ni cómo estuvo muerto en la cruz cubierto de sangre y pálido con los tormentos, ni se cuidan de las injurias y oprobios que El mismo oyó, ni de la afrentosa muerte que quiso escoger.

Tampoco recuerdan el lugar donde mi Hijo exhaló su postrer aliento, porque donde los ladrones y salteadores recibieron su pena, allí mismo fué castigado, y también me hallé presente yo, que soy su Madre, que entre todas las criaturas soy la que El más quiere y en mí reside toda humildad. Por consiguiente, los que se conducen con semejante pompa y soberbia, y dan ocasión a otros para que los imiten, son como el hisopo, que si se moja en un licor inflamado, los quema a todos y mancha a los que rocía. Del mismo modo los soberbios dan ejemplo de soberbia y orgullo, y con este mal ejemplo abrasan en gran manera las almas.

Quiero, pues, hacer como la buena madre, que para amedrantar a sus hijos les enseña la vara, que igualmente ven sus criados. Y al verla los hijos, temen ofender a la madre, y le dan gracias, porque los amenazaba sin castigarlos. Pero los criados temen ser azotados si delinquen; y así, por ese temor a la madre hacen los hijos muchas más cosas buenas que antes, y los criados menor número de cosas malas. Y puesto que soy la Madre de la misericordia, quiero manifestarte cuál es el pago del pecado, a fin de que los amigos de Dios se hagan más fervorosos en el amor del Señor, y conociendo los pecadores su peligro huyan del pecado a lo menos por temor, y de esta suerte me compadezco de buenos y malos: de los buenos para que alcancen mayor corona en el cielo; de los malos, para que incurran en menor pena; pues no hay pecador, por grande que sea, a quien no esté yo dispuesta a ayudar y mi Hijo a darle su gracia, si pidiere misericordia con amor de Dios.

Acto continuo aparecieron tres mujeres: madre, hija y nieta. La madre y la nieta aparecieron muertas, pero la hija apareció viva. La difunta madre salía como arrastrando del cieno de un tenebroso lago; tenía arrancado el corazón y cortados los labios, temblábale la barba, y los dientes muy blancos y largos, chocaban unos contra otros, las narices estaban corroídas y los ojos saltados, colgábanle dos nervios hasta las mejillas; la frente hundida y en lugar de ella un enorme y tenebroso abismo; faltábale en la cabeza el cráneo y bullíale el cerebro como plomo derretido y derramábase como pez hirviendo; al cuello, como al madero que se trabaja en el torno, rodeábale un agudísimo hierro que lo destrozaba sin consuelo; el pecho estaba abierto y lleno de gusanos de todos tamaños dando vueltas unos sobre otros; eran los brazos como mangos de piedra, y las manos como mazas nudosas y largas; las vértebras de la espalda estaban todas sueltas y subían y bajaban sin parar; una larga y gran serpiente venía arrastrando desde la parte baja a la alta del estómago, y uniendo como un arco su cabeza y cola, ceñía continuamente las vísceras como una rueda; eran las piernas como dos bastones cubiertos de agudísimas púas, y los pies como de sapo.

Entonces esta madre difunta le dijo a su hija que aún vivía: Oye tú, lagarta y venenosa hija. ¡Ay de mí, porque fuí tu madre! Yo fui la que te puse en el nido de la soberbia, donde bien abrigada crecías hasta que llegaste a la juventud, y te gustó tanto, que en él has invertido toda tu vida. Te digo, por tanto, que cuantas veces vuelves los ojos con las miradas de soberbia que te enseñé, otras tantas echas en mis ojos un veneno hirviendo con intolerable ardor; siempre que dices las palabras soberbias que de mí aprendiste, tomo una amarguísima bebida; todas las veces que se llenan tus oídos con el viento de la soberbia movido por las tempestades de la arrogancia, tal como oir elogiar tu cuerpo y desear las honras del mundo, todo lo cual lo aprendiste de mí, otras tantas veces viene a mis oídos un sonido terrible con viento impetuoso y abrasador.

¡Ay de mí, pobre y miserable! pobre, porque no tengo ni siento nada bueno; y miserable, porque abundo en todos los males. Pero tú, venenosa hija, eres como la cola de la vaca que anda por sitios fangosos, y siempre que mueve la cola, mancha y rocía a los circunstantes: así tú, eres como la vaca, porque no tienes sabiduría divina, y andas según las obras y movimientos de tu cuerpo. Por tanto, siempre que haces lo que yo acostumbraba, que son los pecados que te enseñé, se renueva al punto mi pena y se hace más cruel. ¿Y por qué te ensoberbeces con tu linaje, viperina hija? ¿Te sirve acaso de honra y esplendor el que la inmundicia de mis entrañas fué tu reclinatorio? Saliste de mi impuro vientre, y la inmundicia de mi sangre fué tu vestidura al nacer; y ahora mi vientre, en el cual estuviste, se halla todo corroido por gusanos.

Mas ¿por qué me quejo de ti, cuando con mayor motivo debería quejarme de mí misma? Tres son las cosas que más me afligen el corazón. Primera, que siendo creada por Dios para los goces del cielo, abusaba de mi conciencia y me abrí el camino para los tormentos del infierno. Segunda, que Dios me creo hermosa como un ángel, y me he afeado en términos, que me parezco más al demonio que al ángel; y tercera, que el tiempo que tuve de vida, lo empleé muy mal, porque me fuí en pos de lo transitorio, que es el deleite del pecado, por el cual siento ahora un mal infinito, cual es la pena del infierno.

Y volviéndose en seguida a la Santa, le dice: Tú que me estás mirando, no me ves sino por comparaciones corporales; pues si me vieras en la forma en que estoy, morirías de terror, porque todos mis miembros son demonios: y así, es cierto lo que dice la Escritura, que como los justos son miembros de Dios, así los pecadores son miembros del demonio. De esa manera estoy experimentando ahora que los demonios están fijos en mi alma, porque la voluntad de mi corazón me preparó para tamaña fealdad. Pero oye más todavía. Parécete que mis pies son de sapo, lo cual es porque estuve firme en el pecado, y por eso ahora están firmes en mí los demonios, y me muerden sin saciarse nunca.

Mis piernas son como bastones espinosos, porque tuve mi voluntad según mi placer y deleite carnal. Las vértebras de la espalda están sueltas y moviéndose unas contra otras, porque la alegría de mi espíritu unas veces subía por el consuelo del mundo, y otras bajaba con la excesiva tristeza e ira por las contradicciones del mundo. Y como la espalda se mueve según lo hace la cabeza, así debería yo haber sido estable y movediza según la voluntad de Dios; mas por no haberlo hecho, padezco justamente lo que ves.

Una serpiente viene arrastrándose desde la parte baja del estómago hasta la alta, y puesta en forma de arco, da vueltas como una rueda; lo cual es porque mi placer y deleite fue desordenado, y mi voluntad quería poseerlo todo, y gastar de muchas maneras y sin discreción, y por esto da ahora vueltas por mi interior la serpiente y me muerde de un modo inconsolable y sin misericordia. Tengo abierto mi pecho y roído por gusanos, lo cual manifiesta la verdadera justicia de Dios, porque amé las cosas pútridas más que a Dios, y el amor de mi corazón estaba en las cosas transitorias; y como de gusanos chicos se crían otros mayores, así mi alma está llena de los pútridos demonios.

Mis brazos parecen mangos, porque mi deseo tuvo como dos brazos; pues deseé larga vida y vivir mucho tiempo en el pecado. Deseé también y anhelaba, porque el juicio de Dios fuese más suave de lo que dice la Escritura, aunque bien me dijo mi conciencia que mi vida era breve y el juicio de Dios intolerable. Pero mi deseo de pecar me sugirió que mi vida era larga, y muy fácil el juicio de Dios, y con semejantes ideas trastornábase mi conciencia, y de esta suerte mi voluntad y mi razón seguían el placer y deleite; y por esto mismo el demonio se mueve ahora en mi alma contra mi voluntad, y mi conciencia entiende y conoce que es justo el juicio de Dios. Son mis manos como dos mazas largas, porque no me fueron agradables los preceptos de Dios; y así, mis manos me sirven de peso, sin serme de ningún uso.

Mi cuello está dando vueltas como un madero que se tornea con un hierro agudo, porque las palabras de Dios no fueron gratas para entrar en la caridad de mi corazón, sino muy amargas, porque se oponían al deleite y placer de mi corazón, y por eso está ahora puesto contra mi garganta un hierro agudo. Mis labios están cortados, porque era pronta para decir expresiones soberbias y chocarreras, pero indolente y perezosa para hablar palabras de Dios. La barba está trémula y los dientes chocando unos contra otros, porque tuve cumplida voluntad de dar sustento a mi cuerpo para parecer hermosa, incitante, sana y fuerte para todos los placeres del cuerpo, y por esto tiembla sin consuelo mi barba; y los dientes chocan unos con otros, porque fue inútil para el provecho del alma el uso y trabajo de los dientes.

Las narices están cortadas, porque como suele hacerse entre vosotros con los que en semejante caso delinquen para su mayor vergüenza, así a mí se me ha hecho para siempre el cauterio de mi pudor. Cuelgan los ojos de dos nervios que llegan hasta las mejillas; y esto es justo, porque como los ojos se alegraban de la hermosura de las mejillas para ostentar soberbia, así ahora, con el mucho llorar han saltado y con vergüenza cuelgan hasta las mejillas. Con justicia, también, está sumergida la frente y en su lugar hay excesivas tinieblas, porque rodeé mi frente con el velo de la soberbia, y quise gloriarme y parecer hermosa, y por esto se halla ahora mi frente tenebrosa y deforme.

Bulle, como es muy justo, el cerebro, y vierte fuera plomo y pez, porque como el plomo es movedizo y flexible a voluntad del que lo usa, así mi conciencia, que residió en mi cerebro, movíase según la voluntad de mi corazón, aunque entendía yo bien lo que debía hacer. Pero la Pasión del Hijo de Dios, nunca se fijó en mi corazón, sino vertíase, como lo que se aprende y se deja. Y en cuanto a la sangre que corrió del cuerpo del Hijo de Dios, no me cuidaba de ella más que si hubiera sido pez, y como se huye del pez, huía de las palabras de amor de Dios, para que no me molestasen ni me apartaran de los deleites del cuerpo. Por causa de los hombres, oí, sin embargo, algunas veces las palabras divinas, pero me entraban por un oído y me salían por otro; y por esto derrama mi cerebro pez ardiente con vehementísimo hervor.

Tapados con duras piedras están mis oídos, porque con gusto entraban en ellos las palabras soberbias, y bajaban suavemente hasta el corazón, porque de éste se hallaba excluido el amor de Dios; y porque por el mundo y por soberbia hice cuanto pude, por esto ahora están excluidas de mis oídos las palabras alegres.

Y si me preguntas si hice algunas obras meritorias, te diré que hice como el contraste que corta la moneda y la devuelve a su dueño. Si yo ayunaba y daba limosnas y hacía otras cosas, las hacía solamente por puro temor del infierno y por huir de las desgracias corporales; pero como en ninguna obra mía hubo nada de amor de Dios y las hacía en su desgracia, esas cosas no me valieron para alcanzar el cielo, aunque no quedaron sin recompensa. Si me preguntares, además, cual es mi voluntad interiormente, cuando tengo tanta fealdad por de fuera, te diré, que mi voluntad es como la del homicida y la del matricida, que de buena gana mataría a su progenitora; y así yo también deseo el peor mal a Dios mi Criador, el cual, fué conmigo excelente y piadosísimo.

Habla en seguida la difunta nieta de la abuela que estaba en el infierno, con su propia madre que aún vivía, y le dice: Oye, madre mía y mejor que madre escorpión. ¡Ay de mí, porque me engañaste! Me manifestaste semblante alegre y en cambio me heriste gravemente en el corazón. Con tus mismos labios me diste tres consejos, con tus obras aprendí, y con tus pasos me manifestaste tres caminos. El primer consejo fué amar carnalmente, para obtener la amistad carnal: el segundo fue gastar pródigamente por honra del mundo los bienes temporales, y el tercero, tener descanso por el placer del cuerpo. Pero semejantes consejos me han sido muy perjudiciales, pues porque amé carnalmente, obtuve la vergüenza y la envidia espiritual; porque gasté con prodigalidad los bienes temporales, fui privada de los dones de la gracia de Dios en la vida, y he conseguido la ignominia después de la muerte; y porque durante mi vida me deleitaba en el descanso de mi cuerpo, en la hora de la muerte comenzó para mi alma una inquietud sin consuelo.

Tres cosas aprendí también de ti, y fueron: hacer algunas buenas obras, sin dejar el pecado que me deleitaba; por lo cual experimento tanta angustia y tribulación, como quien mezclara miel con veneno y lo presentara a un juez, e irritado éste, lo derramase sobre quien se lo ofrecía. Me enseñaste además a cubrir los ojos con un lienzo, a llevar sandalias en los pies, sortijas preciosas en las manos y el cuello todo desnudo exteriormente. El lienzo que obscurecía mis ojos, significaba la hermosura de mi cuerpo, la cual obscurecía mis ojos espirituales de manera, que no atendía yo a la hermosura de mi alma.

Las sandalias que defendían los pies por debajo y no por encima, significan la fe santa de la Iglesia que guardé fielmente, aunque sin acompañarla con ninguna obra de provecho; y como las sandalias ayudan los pies, así mi conciencia, permaneciendo en la fe, ayudó a mi alma; pero como no acompañaban buenas obras, mi conciencia estaba como desnuda. Las sortijas preciosas en las manos significan la vana esperanza que tuve; porque las obras mías entendidas por las manos, las juzgué contando con una misericordia de Dios poderosa y amplia, la cual se significa en las sortijas; y porque cuando toqué con la mano la justicia de Dios, no la sentí ni atendí a ella, fuí por tanto muy atrevida para pecar.

Al acercarse la muerte cayó de mis ojos el lienzo sobre la tierra, esto es, sobre mi cuerpo, y entonces el alma se vio a sí misma y conoció que estaba desnuda, porque pocas obras mías fueron buenas y los pecados muchísimos, y de vergüenza no pude estar en el palacio del Rey eterno, porque fuí vestida ignominiosamente, y entonces me llevaron arrastrando los demonios a un castigo riguroso, donde era yo objeto de burla y afrenta.

Lo tercero que de ti aprendí, madre cruel, fué a vestir al siervo con las vestiduras del Señor, y colocado en la silla del Señor, honrarlo como si fuera éste, y darle al Señor los desechos del siervo y todo lo despreciable. Este Señor es el amor de Dios, y el siervo es la voluntad de pecar. Y así, pues, en mi corazón donde debió reinar el amor Divino, estaba siempre colocado el siervo, esto es, el deleite y el placer del pecado, al cual vestí cuando me valí para mi placer de todo lo criado y temporal, y solamente di a Dios los despojos, lo impuro y lo más despreciable, y no por amor sino por temor. De esta manera alegrábase mi corazón con el éxito del placer de mi liviandad, porque hallábase excluido de mí el amor de Dios y el Señor bueno, y tenía acogido al mal siervo. Estas son, madre, las tres cosas que con tus obras aprendí.

También con tus pasos me enseñaste tres caminos. El primero fué luminoso para el mal, y así que entré por él, me quedé ciega con tan maldita luz: el segundo era corto y resbaladizo como el hielo, y me caí, así que hube andado un paso: el tercero fué muy largo, y como eché a andar por él, vino por detrás de mí un torrente impetuoso y me trasladó a un profundo hoyo debajo de un monte. En el primer camino está significado el progreso de mi soberbia, la cual fue muy luminosa, porque la ostentación que nace de la soberbia, resplandeció tanto en mis ojos, que no pensé su fin, y por consiguiente, quedé ciega. En el segundo camino está significada la desobediencia; pero el tiempo de la inobediencia en esta vida no es largo, porque después de la muerte se ve el hombre obligado a obedecer.

No obstante, fué largo para mí, porque cuando daba un paso, esto es, una confianza humilde, me resbalaba al punto, porque quería que se me perdonara el pecado confesado; pero después de la confesión no quería dejar de pecar, y por consiguiente, no fuí constante en la obediencia, sino que recaía en los pecados, como quien se resbala en la nieve; porque mi voluntad fué fría, y no quería apartarme de lo que me deleitaba. De esta suerte, así que daba un paso y confesaba los pecados, volvía a recaer al punto, porque quería reiterar los pecados confesados y que me agradaban.

El tercer camino fue que esperaba yo lo imposible, esto es, poder pecar y no tener larga pena; poder también vivir mucho tiempo y no acelerar la hora de la muerte; y así que eché a andar por este camino, vino detrás de mí un torrente impetuoso, esto es, la muerte, que cogiéndome de uno a otro año, derribó mis pies con la pena de la flaqueza. ¿Qué eran mis pies, sino que al acercarse la enfermedad, muy poco pude atender al provecho del cuerpo, y menos a la salud del alma? Caí, pues, en un hoyo profundo, cuando reventó mi corazón, que estaba engreído con la soberbia y endurecido en pecar, y el alma cayó a la honda caverna donde se castigan los pecados. Este camino fué muy largo, porque después de concluir la vida carnal, empezó al punto un largo castigo. ¡Ay de mí, madre, y no buena, porque todo cuanto de ti aprendí alegremente, ahora lo estoy pagando con llanto.

La misma hija difunta dijo después a santa Brígida, que veía todo esto: Oye tú, que me estás mirando: mi cabeza y rostro están interior y exteriormente como el trueno y el rayo abrasador; mi cuello y pecho se hallan en una dura prensa sujetos con largas puntas de hierro; mis pies son como largas serpientes; mi vientre está golpeado con fuertes martillos, y mis piernas como el agua que de los canales cae congelada. Pero todavía tengo una pena interior más amarga que todas éstas. Porque al modo que estaría una persona que tuviese obstruidos todos los respiraderos de la vida, y llenas de viento todas las venas, se comprimiesen hacia el corazón, el que a causa de la violencia y poder del viento estuviera para reventar; tan miserablemente estoy yo por el viento de la soberbia que tanto quise.

Me hallo, no obstante, en el camino de la misericordia, porque en mi gravísima enfermedad me confesé lo mejor que supe, aunque por temor; pero al acercarse la muerte, me puse a considerar la Pasión de mi Dios, esto es, que aquella era mucho más dura y más amarga que la mía, la que por mis culpas merecía yo padecer. Con esta consideración alcancé lágrimas y deploré que siendo tan grande el amor de Dios hacia mí, fuese tan escaso el mío para el Señor.

Miré entonces a Dios con los ojos de mi conciencia, y dije: Señor, creo que sois mi Dios, tened misericordia de mí, Hijo de la Virgen, por vuestra amarguísima Pasión, que de buena gana enmendaría yo ahora mi vida si tuviese tiempo. Y en aquel instante encendióse en mi corazón una centellita de amor de Dios, por la cual parecíame la Pasión de Jesucristo más amarga que mi muerte, y estaba yo de esta suerte, cuando reventó mi corazón, y mi alma vino a parar a manos de los demonios para ser presentada en el tribunal de Dios. Y vine a parar a manos de los demonios, porque fué indigno que los hermosísimos ángeles se acercaran a un alma de tanta fealdad. En el tribunal de Dios clamaban contra mí los demonios, porque mi alma fuese condenada al infierno, pero respondió el Juez: Veo en su corazón una centellita de amor divino, la cual no debe apagarse, sino venir a mi presencia, y así, condeno a esta alma al purgatorio, hasta que purificada, merezca alcanzar el perdón.

Y si me preguntares si soy participante de todas las buenas obras que por mí se hacen, te contestaré con una comparación. A la manera que si vieses los dos platillos de una balanza colgando, y en una hubiese plomo que naturalmente tirase hacia abajo, y en otra algo ligero que propendiera hacia arriba, y cuanto más se fuera echando en este último platillo, más pronto subiría el otro que está muy cargado, igualmente acontece conmigo; porque cuanto más alta estuve en pecar, más baja estoy en el castigo; y por consecuencia, me levanta de la pena todo lo que se hace por mí en honra de Dios, especialmente la oración y buenas obras hechas por varones justos y amigos de Dios, y los socorros que se dan con bienes legítimamente adquiridos y las obras de amor de Dios. Todo esto es lo que cada día me hace ir acercándome al Señor.

Después dijo la Virgen a la Santa: Te admiras, hija mía, de que hablemos reunidos, yo, que soy la Reina del cielo, tú que vives en el mundo, esa alma que está en el purgatorio y la otra del infierno; pues voy a explicártelo. Yo no me aparto jamás del cielo, porque nunca me separo de la presencia de Dios, ni el alma que está en el infierno se aparta de sus penas, ni tampoco la otra del purgatorio antes de ser purificada, ni tú vienes a nosotros antes de la separación de la vida corporal. Mas por virtud del espíritu de Dios, elévase tu alma con tu inteligencia para oir las palabras de Dios en los cielos, y se te permite saber varias penas del infierno y del purgatorio, para que les sirvan de aviso a los malos, y de consuelo y provecho a los buenos. Ten, no obstante, entendido, que tu cuerpo y tu alma permanecen unidos en la tierra, pero el Espíritu Santo que está en los cielos, te dará inteligencia para comprender su voluntad.
 
Háblase aquí de tres mujeres, de las cuales la tercera, que aún vivía, entró en un monasterio, donde pasó el resto de su vida en ejercicios de gran perfección. 

 
Libro 6, Capitulo 50. Dice Jesucristo que el alma es su esposa, y añade quiénes sean espiritualmente los criados y las esclavas del alma Revela también a santa Brígida las terribles penas que padecía un alma en el purgatorio, y cómo podía ser aliviada en ellas. 

Cierto señor, dice Jesucristo, tenía una mujer, para la cual edificó una casa, le proporcionó criado, criadas y víveres, y se marchó a un largo viaje. A su vuelta encontró el señor difamada a su mujer, inobedientes a sus criados, y deshonradas las criadas, e irritado con esto, entregó la mujer a los tribunales, los criados a los verdugos, y mandó azotar a las criadas. Yo, Dios, soy este Señor, que tomé por esposa el alma del hombre, criada por el poder de mi divinidad, deseando tener con ella la indecible dulzura de mi misma divinidad. Me desposé con ella mediante la fe, el amor y la perseverancia de las virtudes. Edifíquele a esta alma una casa cuando le di el cuerpo mortal para que en él se probase y se ejercitara en las virtudes.

Esta casa, que es el cuerpo, tiene cuatro propiedades, es noble, mortal, mudable y corruptible. El cuerpo es noble, porque fue criado por Dios, participa de todos los elementos, y resucitará para la eternidad en el último día; pero es innoble comparado con el alma, porque es de tierra, y el alma es espiritual. Por tanto, por tener el cuerpo cierta nobleza, debe estar engalanado con virtudes, para que pueda ser glorificado en el día del juicio. Es también el cuerpo mortal por ser de tierra, por lo que debe resistir las seducciones de los deleites, porque si sucumbiere a ellas, pierde a Dios. Es igualmente mudable, por lo que ha de hacerse estable por medio del alma, pues si sigue sus impulsos, es semejante a los jumentos. Es, por último, corruptible, y por esto debe siempre estar limpio, pues el demonio busca la impureza, la cual huye de la compañía de los ángeles.

Habitadora de esta casa, es decir, del cuerpo, es el alma, y en él mora como en una casa, y vivifica al mismo cuerpo; pues sin la presencia del alma es el cuerpo horroroso, fétido y abominable a la vista. Tiene también el alma cinco criados, que sirven de consuelo al cuerpo. El primero es la vista, que debe ser como el buen vigía, para distinguir entre los enemigos y los amigos que llegan. Vienen los enemigos, cuando los ojos desean ver rostros hermosos, y todo lo deleitable a la carne y lo que es perjudical y deshonesto: y vienen los amigos, cuando se deleita en ver mi Pasión, las obras de mis amigos y todo lo que es en honra de Dios.

El segundo criado es el oído, el cual es como el buen portero, que abre la puerta a los amigos y la cierra a los enemigos. La abre a los amigos, cuando se deleita en oír las palabras de Dios, las pláticas y obras de los amigos del Señor; y la cierra a los enemigos, cuando se abstiene de oír murmuraciones, chocarrerías y necedades.

El tercer siervo es el gusto de comer y beber, el cual es como el buen médico, que ordena la comida para la necesidad, no para lo superfluo y deleitable; porque los alimentos han de tomarse como si fueran medicinas, y así deben observarse dos reglas: no comer mucho, ni demasiado poco; porque la mucha comida es causa de enfermedades, y si, por otra parte, se come menos de lo debido, se adquiere un hastío en el servicio de Dios.

El cuatro criado es el tacto, el cual es como el hombre laborioso, que trabaja para sustentar su cuerpo, y al mismo tiempo doma con prudencia los apetitos de la carne y desea ardientemente conseguir la salvación eterna.

El quinto siervo es el olor de las cosas deleitables, el cual puede no existir en muchos a fin de obtener mayor recompensa eterna; y por tanto, debe ser este siervo como el buen mayordomo, y pensar si ese deleite le conviene al alma, si adquiere merecimiento, y si puede subsistir el cuerpo sin él. Pues si considera que el cuerpo puede de todos modos estar y vivir sin ese olor deleitable, y por amor de Dios se abstiene de él, merece que el Señor le dé gran recompensa, porque es virtud muy grata a Dios, cuando el hombre se priva aun de las cosas lícitas.

A más de tener el alma estos criados, debe también tener cinco criadas muy aptas, para custodiar a la señora y guardarla de sus peligros. La primera ha de ser timorata y cuidadosa de que el esposo no se ofenda con la inobservancia de sus mandamientos, o de que la señora se haga negligente. La segunda ha de ser fervorosa en no buscar nada sino la honra del esposo y el provecho de su señora. La tercera debe ser modesta y estable, para que su señora no se engría con la prosperidad, ni se abata con la desgracia. La cuarta debe ser sufrida y prudente, para poder consolar a la señora en los males que le sobrevengan. La quinta ha de ser tan púdica y casta, que en sus pensamientos, palabras y obras no haya nada indecoroso o libertino.

Si, pues, el alma tiene la casa que hemos dicho, unos criados tan dispuestos y las criadas honradas, sienta muy mal que la misma alma, que es la señora, no sea hermosa y esté llena de abnegación. Quiero, por consiguiente, manifestarte el ornato y atavío del alma.

Ha de ser esta equitativa en discernir lo que debe a Dios y lo que debe al cuerpo, porque juntamente con los ángeles participa de la razón y del amor de Dios. Por tanto, debe el alma mirar la carne como si fuera un jumento, darle moderadamente lo necesario para la vida, estimularla al trabajo, corregirla con temor y abstinencia, y observar sus impulsos, no sea que por condescender con la flaqueza de la carne, peque el alma contra Dios. Lo segundo, el alma debe ser celestial, porque tiene la imagen del Señor de los cielos, y por tanto, nunca ha de entretenerse ni deleitarse en cosas carnales, a fin de no hacerse imagen del mismo demonio. Lo tercero, ha de ser fervorosa en amar a Dios, porque es hermana de los ángeles, inmortal y eterna. Debe, por último, ser hermosa en todo linaje de virtudes, porque eternamente ha de ver la hermosura del mismo Dios: mas si consiente con los deseos de la carne, será horrorosa por toda la eternidad.

Conviene también, que la señora, que es el alma, tenga su comida, la cual es la memoria de los beneficios de Dios, la consideración de sus terribles juicios y la complacencia en su amor y en guardar sus mandamientos. Debe, pues, el alma evitar con empeño el no ser jamás gobernada por la carne, porque entonces todo se desordena, y sucede que los ojos quieren ver cosas deleitables y peligrosas, los oídos quieren oir vaciedades; agrada también gustar cosas suaves y trabajar inútilmente por causa del mundo; entonces es seducida la razón, domina la impaciencia, disminúyese la devoción, auméntase la tibieza, palíase la culpa, y no son consideradas las cosas futuras; entonces mira el alma con desprecio el manjar espiritual, y le parece penoso todo lo que es del servicio de Dios.

¿Cómo puede agradar la continua memoria de Dios, donde reina el placer de la carne? ¿Ni cómo puede el alma conformarse con la voluntad de Dios, cuando solamente le agradan las cosas carnales? ¿Ni cómo puede distinguir lo verdadero de lo falso, cuando le es molesto todo lo que pertenece a Dios? De semejante alma, afeada de este modo, puede decirse, que la casa de Dios se ha hecho tributaria del demonio amoldándose a él.

De tal suerte es el alma de este difunto que estás viendo, pues el demonio la posee por nueve títulos. Primero, porque voluntariamente consintió en el pecado; segundo, porque despreció su dignidad y lo prometido en el santo bautismo; tercero, porque no cuidó de la gracia de su confirmación dada por el obispo; cuarto, porque no hizo caso del tiempo que se le hubo concedido para penitencia; quinto, porque en sus obras no me temió a mí, su Dios, ni tampoco mis juicios, sino que de intento se apartó de mí; sexto, porque menospreció mi paciencia como si yo no existiese, o como si yo no pudiera condenarlo; séptimo, porque se cuidó menos de mis consejos y preceptos que de los de los hombres; octavo, porque no daba gracias a Dios por sus beneficios, porque tenía su corazón fijo en el mundo; y noveno, porque toda mi Pasión estaba como muerta en su corazón, y por consiguiente, padece ahora nueve penas.

La primera, es porque todo lo que padece, lo sufre por justo juicio de Dios, por precisión y a la fuerza; la segunda, porque dejó al Criador y amó la criatura, y por tanto, lo detestan todas las criaturas; la tercera, es el dolor, porque dejó y perdió todo cuanto amó y todo esto está contra él; la cuarta, es el ardor y sed porque deseaba más las cosas perecederas que las eternas; la quinta, es el terror y poderío de los demonios, porque mientras pudo no quiso temer al benignísimo Dios; la sexta, es carecer de la vista de Dios, porque en su tiempo no vió la paciencia del Señor; la séptima, es una horrorosa ansiedad, porque ignora cuándo han de acabar sus tormentos; la octava, es el remordimiento de su conciencia, porque omitió lo bueno e hizo lo malo; la novena, es el frío y el llanto porque no deseaba el amor de Dios.

Sin embargo, porque tuvo dos cosas buenas: primera, creer en mi Pasión y oponerse en cuanto pudo a los que hablaban mal de mí; y segunda, amar a mi Madre y a mis santos, y guardar sus vigilias, te diré ahora cómo por las súplicas de mis amigos que por él ruegan, podrá salvarse.

Se salvará lo primero, por mi Pasión, porque guardó la fe de mi Iglesia; segundo, por el sacrificio de mi Cuerpo, porque este es el antídoto de las almas; tercero, por los ruegos de mis escogidos que en el cielo están; cuarto, por las buenas obras que se hacen en la santa Iglesia; quinto, por los ruegos de los buenos que viven en el mundo; sexto, por las limosnas hechas de los bienes justamente adquiridos, y si se restituyen los que se sabe están mal adquiridos; séptimo, por las penalidades de los justos que trabajan por la salvación de las almas; ; octavo, por las indulgencias concedidas por los Pontífices; noveno por varias penitencias hechas en beneficio de las almas, que los vivos no acabaron cumplidamente.

Esta revelación, hija mía, te la ha merecido el patrono san Erico, a quien sirvió esta alma, porque llegará tiempo en que decaerá la maldad de esta tierra, y en los corazones de muchos resucitará el celo de las almas.
 
 

Ella me ha arrebatado injustamente el alma que comparece ante Vos

Después de la muerte de su hijo, Santa Brígida fue llevada a un palacio magnífico. Ahí vio a Jesús sentado en su tribunal y rodeado de una corte innumerable de ángeles y santos, a su lado estaba la Santísima Virgen, que seguía con atención el juicio.

A los pies del Juez, vio bajo la forma de un recién nacido, el alma del difunto, que  temblaba y no lograba ver ni oír lo que ocurría. A la derecha del Juez, cerca del alma, estaba un ángel, el demonio estaba a su izquierda, pero ninguno de los dos tocaba al alma.

El demonio, entonces, se puso a gritar:«Escucha, Juez todopoderoso, yo debo quejarme de una mujer que es a la vez mi Soberana y Vuestra Madre, a quien vuestro amor le ha dado todo poder sobre el cielo y sobre la tierra, y sobre nosotros, los demonios del infierno. Ella me ha arrebatado injustamente el alma que comparece ante Vos, pues en verdad, a mí me correspondía apoderarme de ella en el momento de separarse del cuerpo y llevarla con mis compañeros ante Vuestro tribunal. Ahora bien, Juez Justo, el alma no había terminado de salir del cuerpo, cuando Vuestra Madre, la tomó consigo y la cubrió con su poderosa protección hasta presentarla ante Vos.»

La bienaventurada Virgen María, le respondió así: «Escucha, Satanás, cuando saliste de las manos del Creador, tenías la inteligencia de la justicia que vive en Dios por la eternidad. Tuviste la libertad de actuar a tu voluntad y aunque hayas preferido odiar a Dios antes que entregarle tu corazón, sabes bien lo que la justicia exige. Yo te digo que a mí me corresponde más que a ti presentar esta alma ante Dios, su Juez; ya que durante su estancia en la tierra, ella me demostró un gran afecto, ella se complacía en recordarse que Dios se dignó escogerme como su Madre y que quiso exaltarme por encima de todas las criaturas.»

« Tú has visto, Satanás, en qué condiciones ha muerto este hombre. ¿Qué te parece, entonces? ¿No era justo que yo tomara su alma bajo mi protección para presentarla ante el tribunal de Dios, antes que dejarla entre tus manos para compartir tus suplicios?»

Y Satanás preguntó de nuevo: «¿Por qué, Oh Reina, a la hora de la agonía de esta alma, nos has mandado huir de manera que ninguno de nosotros pudo ni asustarla ni perturbarla?

La Virgen replica: «Lo hice por el amor ardiente que en vida ella me había dedicado.»  

Fuente: http://www.tenesperanza.org

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