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LA CASA DONDE MARÍA VIVÓ SUS ÚLTIMOS AÑOS EN EFESO

En base a esta visión es que se descubrió la Casa de María en Éfeso, Ver…

María no moraba en Éfeso, sino en las cercanías, donde se habían establecido ya varias mujeres. Su casa estaba situada a tres leguas y media de ahí, en la montaña que se veía a la izquierda viniendo de Jerusalén, y que descendía en pendiente hacia la ciudad. Cuando se viene del Sur-Este, Éfeso parece reunida al pié de la montaña; pero a medida que se avanza, se la ve desplegarse todo alrededor. Ante Éfeso se ven hileras de arboles bajo los cuales frutos amarillos se encuentran por el suelo. Un poco hacia el mediodía estrechos senderos conducen sobre la montaña, cubierta de un verdor agreste. La cumbre presenta una planicie ondulada y fértil de una media legua de contorno: es ahí donde se estableció la Santa Virgen. Es un lugar muy solitario, con muchas colinas agradables y fértiles, y algunas grutas excavadas en la roca, en medio de pequeños lugares arenosos. El país es agreste, sin ser estéril; hay por aquí y por allí muchos árboles en forma piramidal, cuyo tronco es liso y cuyas ramas dan una amplia sombra.

Antes de conducir a la santa Virgen a Éfeso, Juan había hecho construir para ella una casa en ese lugar, donde ya muchas santas mujeres y varias familias cristianas se habían establecido, antes incluso de que la gran persecución estallara. Permanecían en tiendas o en grutas, hechas habitables con la ayuda de algunos entablados. Como se habían utilizado las grutas y otros emplazamientos tal y como la naturaleza los ofrecía, sus habitáculos estaban aislados, y a menudo alejadas un cuarto de legua unas de otras; esta especie de colonia presentaba el aspecto de una villa cuyas casas estuvieran dispersas a grandes intervalos. Tras la casa de María, la única que era de piedra, la montaña no ofrecía hasta la cumbre, más que una masa de rocas desde donde se veía, más allá de las copas de los arboles, la villa de Éfeso y el mar con sus numerosas islas (…). El lugar estaba más cercano al mar que Éfeso mismo, que estaba a una cierta distancia. El entorno era solitario y poco frecuentado. Había en las cercanías un castillo donde residía un personaje que era, si no me equivoco, un rey desposeído. San Juan lo visitaba a menudo, y él le convirtió. Este lugar fue más tarde un obispado. Entre esta residencia de la Virgen y Éfeso, serpenteaba un río que hacía innumerables meandros.

La casa de María era cuadrada; la parte posterior se terminaba en redondo o en ángulo; las ventanas estaban hechas a una gran altura; el tejado era plano. Estaba separada en dos partes por el hogar que se situaba en medio. Se encendía el fuego frente a la puerta, en la excavación de un muro, terminado por los dos lados por una especie de escalones que se elevaban hasta el tejado de la casa. En el centro de este muro, corría, a partir del hogar hasta arriba, una excavación semejante a un medio cañón de chimenea, donde el humo subía y se escapaba después por una apertura practicada en el tejado. Encima de esta apertura, vi y tubo de cobre oblicuo que sobrepasaba el tejado.

Esta parte anterior de la casa estaba separada de la parte que estaba tras el hogar por cortinas ligeras en encañado. En esta parte, cuyos muros estaban bastante groseramente construidos y un poco ennegrecidos por el humo, vi a los dos lados pequeñas celdas formadas por tabiques hechos de ramas entrelazadas (cuando se quería hacer una gran habitación, se deshacían estos tabiques que eran poco elevados y se los ponía a un lado. Era en esas celdas en cuestión donde dormían la sierva de María y otras mujeres que le visitaban.

A derecha y a izquierda del hogar, pequeñas puertas conducían a la parte posterior de la casa, que estaba poco iluminada, terminada circularmente o en ángulo, estaba muy limpia y agradablemente dispuesta. Todos los muros estaban revestidos de madera, y el techo formaba una bóveda. Las vigas que la sostenían, unidas entre ellas por otros solivos y recubiertas de follaje, tenían una apariencia simple y decente.

La extremidad de esta pieza, separada del resto por una cortina, formaba la habitación de dormir de María. En el centro de la pared se encontraba, en un nicho, una especie de tabernáculo que se hacía girar sobre si mismo por medio de un cordón, según se quisiera abrir o cerrar. Había una cruz de la largura aproximada de un brazo, con la forma de una Y, así he visto yo siempre la cruz de Nuestro señor Jesucristo. No tenía ornamentos particulares, y a penas estaba entallada, como las cruces que vienen hoy en día de Tierra Santa. Creo que san Juan y María la habían dispuesto ellos mismos. Ella estaba hecha de diferentes especies de madera. Se me dijo que el tronco, de color blanquecino era ciprés; uno de los brazos, de color oscuro, en cedro; el otro brazo tirando a amarillo, en palmera; finalmente, la extremidad, con la tablilla, en madera de olivo amarilla y pulida. La cruz estaba plantada en un soporte de tierra o en piedra, como la cruz de Jesús en la roca del Calvario. A sus pies se encontraba un escrito en pergamino donde estaba escrito algo: eran, creo yo, palabras de Nuestro Señor. Sobre la cruz misma, estaba la imagen del Salvador, trazada simplemente con líneas de color oscuro, con el fin de que se la pudiera distinguir bien. Tuve también conocimiento de las meditaciones de María sobre las diferentes especies de madera de la cual estaba hecha esta cruz. Desgraciadamente, he olvidado estas bellas explicaciones. No se tampoco si la cruz de Cristo estaba realmente hecha de estas diversas especies de madera; o si esta cruz de María había sido hecha así para proveer un alimento a la meditación. Estaba situada entre dos vasos llenos de flores naturales.

Vi también un paño posado cerca de la cruz, y tuve la sensación de que era aquel con el que la Virgen, tras el descendimiento de la cruz, había limpiado la sangre que cubría el sagrado cuerpo del Salvador. Tuve esta impresión, porque a la vista de ese paño, este acto de santo amor maternal me fue presentado ante mis ojos. Sentí, al mismo tiempo, que era como el paño con el que los sacerdotes purifican el cáliz cuando han bebido la sangre del Redentor en el santo sacrificio; María, limpiando las heridas de su Hijo, me pareció que hacía algo semejante; y, por lo demás, en esta circunstancia ella había tomado y plegado de la misma manera el paño con el que se servía. Tuve la misma impresión viendo este paño cerca de la cruz.

A la derecha de este oratorio, estaba la celda donde reposaba la santa Virgen y, frente a esta, a la izquierda del oratorio, otro pequeño reducto donde estaban dispuestos sus vestidos y sus enseres. De una a otra de las celdas, se había extendido una cortina que ocultaba el oratorio situado entre ellas. Era ante esta cortina donde María tenía la costumbre de sentarse cuando leía o trabajaba.

La celda de la santa Virgen se apoyaba por detrás en un muro recubierto de un tapiz; los tabiques laterales eran de encañado ligero, que semejaba a una obra de marquetería. En medio del tabique anterior, que estaba cubierto de una tapicería, se encontraba una puerta liviana, con dos batientes, que se abrían hacia el interior. El techo de esta celda era también un encañado que formaba como una bóveda en el centro de la cual se hallaba suspendida un lámpara con varios brazos. La cama de María era una especie de cofre vacío, de un pie y medio de altura, de la largura y anchura de una cama ordinaria de pequeñas dimensiones. Los lados estaban cubiertos de telas que descendían hasta el suelo y que estaban bordadas con franjas y borlas. Un cojín redondo servía de almohada, y un paño marrón con cuadros de cubierta. La casita estaba al lado de un bosque y rodeada de árboles con forma piramidal. Era un lugar solitario y tranquilo. Los habitáculos de otras familias se encontraban a alguna distancia. Estaban dispersados y formaban como un pueblo.

 

LA ASUNCIÓN DE MARÍA

Después de la Muerte, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor, María vivió algunos años en Jerusalén, tres en Betania y nueve en Éfeso. En esta última ciudad, la Virgen habitaba sola y con una mujer más joven que la servía y que iba a buscar los escasos alimentos que necesitaban.

Vivían en el silencio y en una paz profunda. No había hombres en la casa y a veces algún discípulo que andaba de viaje, venía a visitarla. Vi entrar y salir frecuentemente a un hombre, que siempre he creído que era San Juan; mas ni en Jerusalén ni en Éfeso demoraba mucho en la vecindad; iba y venía.

La Sma. Virgen se hallaba más silenciosa y ensimismada en los últimos años de su vida; ya casi no tomaba alimento, parecía que solo su cuerpo estaba en la Tierra y que su Espíritu se hallaba en otra parte. Desde la Ascensión de Jesús todo su ser expresaba un anhelo siempre creciente y que la consumía más y más.

En cierta ocasión Juan y la Virgen se retiraron al Oratorio, ésta tiró un cordón y el Tabernáculo giró y se mostró la Cruz; después de haber orado los dos cierto tiempo de rodillas, Juan se levantó, extrajo de su pecho una caja de metal, la abrió por un lado, tomó un envoltorio de lana finísima sin teñir y de éste un lienzo blanco doblado y sacó el Santísimo Sacramento en forma de una partícula blanca cuadrada. Enseguida pronunció ciertas palabras en tono grave y solemne, entonces dio la Eucaristía a la Santa Virgen.

A alguna distancia detrás de la casa, en el camino que lleva a la cumbre de la montaña, la Santa Virgen había dispuesto una especie de Camino de la Cruz o Vía Crucis. Cuando habitaba en Jerusalén, jamás había cesado de andar la Vía Dolorosa y de regar con sus lágrimas los sitios donde El había sufrido. Tenía medido paso por paso todos los intervalos y su amor se alimentaba con la contemplación incesante de aquella marcha tan penosa.

Poco tiempo después de llegar a Éfeso la vi a entregarse diariamente a meditar la Pasión, siguiendo el camino que iba a la cúspide de la montaña. Al principio hacía sola esta marcha y según el número de pasos tantas veces contados por Ella, medía las distancias entre los diversos lugares en que se había verificado algún especial incidente de la Pasión del Salvador. En cada uno de los sitios, erigía una piedra o si se encontraba allí un árbol, hacía en él una señal. El camino conducía a un bosque donde un montecillo representaba el Calvario, lugar del sacrificio y una pequeña gruta el Santo Sepulcro. Cuando María hubo dividido en doce Estaciones el Camino de la Cruz, lo recorrió con su sirvienta sumida en contemplación. Separaba en cada lugar que recordaba un episodio de la Pasión, meditaba sobre él, daba gracias al Señor por su amor y la Virgen derramaba lágrimas de compasión.

Después de tres años de residencia en Éfeso, María tuvo gran deseo de volver a Jerusalén; la acompañaron Juan y Pedro y creo que muchos apóstoles se hallaban allí reunidos. A la llegada de María y de los apóstoles en Jerusalén, los vi que antes de entrar en la ciudad, visitaron el Huerto de los Olivos, el Monte Calvario, el Santo Sepulcro y todos los Santos Lugares en torno a Jerusalén. La madre de Dios se hallaba tan enternecida y llena de compasión, que apenas podía ponerse de pié, Juan y Pedro la conducían sosteniéndola de los brazos. Pasado algún tiempo, María regresó a su morada de Éfeso en compañía de San Juan.

A pesar de su avanzada edad, la Santa Virgen no manifestaba otras señales de vejez que la expresión del ardiente deseo que la consumía y la impulsaba en cierto modo a su transfiguración. Tenía una gravedad inefable, jamás la vi reírse, únicamente sonreírse con cierto aire arrebatador. Mientras más avanzada en años, su rostro se ponía más blanco y diáfano. Estaba flaca pero sin arrugas, ni otro signo de decrepitud, había llegado a ser un puro Espíritu.

Por último llegó para la Madre de Jesús, la hora de abandonar este mundo y unirse a su Divino Hijo. En su alcoba encortinada de blanco, la vi tendida sobre una cama baja y estrecha; su cabeza reposaba sobre un cojín redondo. Se hallaba pálida y devorada por un deseo vehemente. Un largo lienzo cubría su cabeza y todo su cuerpo, y encima había un cobertor de lana obscura.

Pasado algún tiempo, vi también mucha tristeza e inquietud en casa de la Santa Virgen. La sirvienta estaba en extremo afligida, se arrodillaba con frecuencia en diversos lugares de la casa y oraba con los brazos extendidos y sus ojos inundados de lágrimas. La Santa Virgen reposaba tranquila en su camastro, parecía ya llegado el momento de su muerte. Estaba envuelta en un vestido de noche y su velo se hallaba recogido en cuadro sobre su frente, solo lo bajaba sobre su rostro cuando hablaba con los hombres. Nada le vi tomar en los últimos días, sino de tiempo en tiempo una cucharada de un jugo que la sirvienta exprimía de ciertas frutas amarillas dispuestas en racimos.

Cuando la Virgen conoció que se acercaba la hora, quiso conforme a la Voluntad de Dios, bendecir a los que se hallaban presentes y despedirse de ellos. Su dormitorio estaba descubierto y Ella se sentó en la cama, su rostro se mostraba blanco, resplandeciente y como enteramente iluminado. Todos los amigos asistentes se hallaban en la parte anterior de la sala. Primero entraron los Apóstoles, se aproximaron uno en pos del otro al dormitorio de María y se arrodillaron junto a su cama. Ella bendijo a cada uno de ellos, cruzando las manos sobre sus cabezas y tocándoles ligeramente las frentes. A todos habló e hizo cuanto Jesús le hubo ordenado. Ella habló a Juan de las disposiciones que debería de tomar para su sepultura, y le encargó que diese sus vestidos a su sirvienta y a otra mujer pobre que solía venir a servirla. Tras de los Apóstoles, se acercaron los discípulos al lecho de María y recibieron de ésta su bendición, lo mismo hicieron las mujeres. Vi que una de ellas se inclinó sobre María y que la Virgen la abrazó.

Los Apóstoles habían formado un altar en el Oratorio que estaba cerca del lecho de Santa Virgen. La sirvienta había traído una mesa cubierta de blanco y de rojo, sobre la cual brillaban lámparas y cirios encendidos. María, pálida y silenciosa, miraba fijamente el cielo, a nadie hablaba y parecía arrobada en éxtasis. Estaba iluminada por el deseo, yo también me sentí impelida de aquel anhelo que la sacaba de sí. ¡Ah! Mi corazón quería volar a Dios juntamente con el de Ella. Pedro se acercó a Ella y le administró la Extremaunción, poco más o menos como se hace en el presente, enseguida le presentó el Santísimo Sacramento. La Madre de Dios se enderezó para recibirlo y después cayó sobre su almohada. Los Apóstoles oraron por algún tiempo, María se volvió a enderezar y recibió la sangre del Cáliz que le presentó Juan. En el momento en que la Virgen recibió la Sagrada Eucaristía, vi que una luz resplandeciente entraba en Ella y que la sumergía en éxtasis profundo. El rostro de María estaba fresco y risueño como en su edad florida. Sus ojos llenos de alegría miraban al Cielo.

Entonces vi un cuadro conmovedor; el techo de la alcoba de María había desaparecido y a través del cielo abierto, vi la Jerusalén Celestial. De allí bajaban dos nubes brillantes en la que se veían innumerables ángeles, entre los cuales llegaban hasta la Sma. Virgen una vía luminosa. La Santa Virgen extendió los brazos hacia ella con un deseo inmenso, y su cuerpo elevado en el aire, se mecía sobre la cama de manera que se divisaba espacio entre el cuerpo y el lecho. Desde María vi algo como una montaña esplendorosa elevarse hasta la Jerusalén Celestial; creo que era su Alma porque vi más claro entonces una figura brillante infinitamente pura que salía de su cuerpo y se elevaba por la Vía Luminosa que iba hasta el Cielo. Los dos coros de ángeles que estaban en las nubes, se reunieron más abajo de su Alma y la separaron de su cuerpo, el cual en el momento de la separación, cayó sobre la cama con los brazos cruzados sobre el pecho.

Mis abiertos ojos que seguían el Alma purísima e inmaculada de María, la vieron entrar en la Jerusalén Celestial y llegar al Trono de la Santísima Trinidad. Vi un gran número de almas entre las cuales reconocí a los Santos Joaquín y Ana, José, Isabel, Zacarías y Juan Bautista venir al encuentro de María con un júbilo respetuoso. Ella tomó su vuelo a través de ellos hasta el Trono de Dios y de su Hijo, quien haciendo brillar sobre todo lo demás la Luz que salía de sus llagas, la recibió con un Amor todo Divino, la presentó como un cetro y le mostró la Tierra bajo sus pies como si confiriese sobre Ella algún Poder Celestial. Así la vi entrar en la Gloria y olvidé todo lo que pasaba en torno de María sobre la Tierra.

Después de ésta visión, cuando miré otra vez a la Tierra, vi resplandeciente el cuerpo de la Sma. Virgen. Reposaba sobre el lecho, con el rostro luminoso, los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su pecho. Los Apóstoles, discípulos y santas mujeres, estaban arrodillados y oraban en derredor del cuerpo. Después vi que las santas mujeres extendieron un lienzo sobre el Santo Cuerpo y los Apóstoles con los discípulos se retiraron en la parte anterior de la casa. Las mujeres se cubrieron con sus vestidos y sus velos, se sentaron en el suelo y ya arrodilladas o sentadas, cantaban fúnebres lamentaciones. Los Apóstoles y los discípulos se taparon la cabeza con la banda de tela que llevaban alrededor del cuello y celebraron un oficio funerario; dos de ellos oraban siempre alternativamente a la cabeza y a los pies del Santo Cuerpo.

Luego las mujeres quitaron de la cama el Santo Cuerpo con todos sus vestidos y lo pusieron en una larga canasta llena de gruesas coberturas y de esteras, de suerte que estaba como levantado sobre la canasta. Entonces dos de ellas pusieron un gran paño extendido sobre el cuerpo y otras dos la desnudaron bajo el lienzo, dejándole solo su larga túnica de lana. Cortaron también los bellos bucles de los cabellos de la Santa Virgen y los conservaron como recuerdo. Enseguida el santo Cuerpo fue revestido de un nuevo ropaje abierto y después por medio de lienzos puestos debajo, fue depositado respetuosamente sobre una mesa y sobre la cual se habían colocado ya los paños mortuorios y las bandas que se debían de usar. Envolvieron entonces el Santo Cuerpo con los lienzos desde los tobillos hasta el pecho y lo apretaron fuertemente con las fajas. La cabeza, las manos y los pies, no fueron envueltos de esa manera; enseguida depositaron el Cuerpo Santo en el ataúd y lo colocaron sobre el pecho una Corona de flores blancas, encarnadas y celestes como emblema de su Virginidad.

Entonces los Apóstoles, los discípulos y todos los asistentes, entraron para ver otra vez antes de ser cubierto el Santo Rostro que les era tan amado. Se arrodillaron y lloraron alrededor del Santo Cuerpo, todos tocaron las manos atadas de Nuestra Madre María como para despedirse y se retiraron. Las mujeres le dieron también los últimos adioses, le cubrieron el rostro, pusieron la tapa en el ataúd y le clavaron fajas de tela gris en el centro y en las extremidades. Enseguida colocaron el ataúd en unas andas, Pedro y Juan lo condujeron en hombros fuera de la casa. Creo que se relevaban sucesivamente, porque más tarde vi que el féretro era llevado por seis Apóstoles. Llegados a la sepultura, pusieron el Santo Cuerpo en tierra y cuatro de ellos, lo llevaron a la caverna y lo depositaron en la excavación que debía de servirle de lecho sepulcral. Todos los asistentes entraron allí uno por uno, esparcieron aromas y flores en contorno, se arrodillaron orando y vertiendo lágrimas y luego se retiraron.

Por la noche muchos Apóstoles y santas mujeres, oraban y cantaban cánticos en el jardincito delante de la tumba. Entonces me fue mostrado un cuadro maravillosamente conmovedor: Vi que una muy ancha vía luminosa bajaba del cielo hacia el sepulcro y que allí se movía un resplandor formado de tres esferas llenas de ángeles y de almas bienaventuradas que rodeaban a Nuestro Señor y el Alma resplandeciente de María. La figura de Jesucristo con sus rayos que salían de sus cicatrices, ondeaban delante de la Virgen. En torno del Alma de María, vi en la esfera interior, pequeñas figuras de niños, en la segunda, había niños como de seis años y en la tercera exterior, adolescentes o jóvenes; no vi distintamente más que sus rostros; todo lo demás se me presentó como figuras luminosas resplandecientes.

Cuando ésta visión que se me hacía cada vez más y más distinta hubo llegado a la tumba, vi una vía luminosa que se extendía desde allí hasta la Jerusalén Celestial. Entonces el Alma de la Santísima Virgen que seguía a Jesús, descendió a la tumba a través de la roca y luego uniéndose a su Cuerpo que se había transfigurado, clara y brillante se elevó María acompañado de su Divino Hijo y el coro de los Espíritus Bienaventurados hacia la Celestial Jerusalén. Toda esa Luz se perdió allí, ya no vi sobre la Tierra más que la bóveda silenciosa del estrellado Cielo.

Como Santo Tomás no llegó a tiempo a despedirse de la Madre y tampoco pudo asistir al Santo Entierro; él tenía en su mente y corazón, llegar a tiempo. Pero al enterarse del desenlace por medio de los demás Apóstoles, él se puso triste y lloroso y se lamentaba no haber llegado a tiempo. El, interiormente tenía el deseo vehemente de verla por última vez y así se los hizo saber a los demás. Ya habían pasado varios días de lo del entierro; todos querían volver al Sepulcro y acceder a la petición de Tomás. Tomaron una resolución y al día siguiente muy de mañana, emprendieron el camino al Sepulcro de Nuestra Santa Madre. Estando enfrente del Sepulcro, quitaron la piedra-sello de la entrada y ¡Oh! Maravilla de Maravillas, de la bóveda salía un suave aroma de perfume de Rosas frescas; todos al sentir ese perfume, se sintieron conmovidos y perplejos; se miraron unos a otros preguntándose en silencio, con la mirada y con señas en las manos: “¿Entramos?” y aún mirándose entre ellos, todos asintieron con la cabeza y traspasando la bóveda, entraron al Santo Sepulcro hacia el sitio donde depositaron el ataúd que contenía el Cuerpo Santísimo de la Virgen María y más enorme fue la emoción y sorpresa entre ellos al ver que en el sitio solo habían Rosas frescas, fragantes y olorosas y significaban que el Señor había venido a buscar a su Santísima Madre para llevarla a su Gloria Celestial y Su Cuerpo no sufra la corrupción.

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