No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males. No es concepto político sino ultraterreno pero real. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina. Revestida de poder real nos ayuda. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo. Plegaria de Pío XII a María Reina.
1. No es una novedad, sino antigua doctrina, remedio de males.
Los testimonios de homenaje y devoción hacia la Madre de Dios, que el universo católico ha multiplicado en los pasados meses, han probado espléndidamente tanto en las manifestaciones públicas, como en las más modestas acciones de la piedad privada, su amor a la Virgen María y la fe en sus incomparables privilegios. Pero con el fin de coronar todas estas manifestaciones con una solemnidad particularmente significativa del Año Mariano, hemos querido instituir y celebrar la Fiesta de la Realeza de María.
Ninguno de vosotros, queridos hijos e hijas, se maravillará ni pensará que se haya tratado de decretar a la Virgen un nuevo título. ¿No repiten acaso los fieles cristianos desde hace siglos, en las Letanías Lauretanas, las invocaciones que saludan a María con el nombre de Reina? Y el rezo del Santo Rosario proponiendo para la piadosa meditación la memoria de los gozos, los dolores y las glorias de la Madre de Dios, ¿no termina acaso con el recuerdo radiante de María recibida en el cielo por su Hijo y adornada por Él con regia corona?
2. No es concepto político sino ultraterreno pero real.
Menos aún que la de su hijo, la realeza de María no debe concebirse como analógica con las realidades de la vida política moderna. Las maravillas del cielo no se pueden representar sin duda sino mediante las palabras y expresiones, aunque imperfectas, del lenguaje humano; pero esto no significa en manera alguna que, para honrar a María, se deba dar adhesión a una determinada forma de gobierno o a una particular estructura política. La realeza de María es una realeza ultraterrena, la cual sin embargo, al mismo tiempo, penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tiene de espiritual y de inmortal.
3. Fundamento de su poder es la Maternidad Divina.
Los orígenes de las glorias de María, el momento cumbre que ilumina toda su persona y su misión, es aquel en que, llena de gracia, dirigió al Arcángel Gabriel el Fiat, que manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma Ella se convertía en Madre de Dios y Reina, y recibía el oficio real de velar por la unidad y la paz del género humano. Por Ella tenemos la firme confianza en que la humanidad se encaminará poco a poco en esta vía de salvación; Ella guiará los jefes de las naciones y los corazones de los pueblos hacia la concordia y la caridad.
4. Revestida de poder real nos ayuda.
¿Qué podrían hacer por consiguiente los cristianos en la hora presente, en la que la unidad y la paz del mundo, y aún las fuentes mismas de la vida están en peligro, sino volver la mirada hacia Aquella que aparece entre ellos revestida del poder real?. De la misma forma que Ella envolvió en su manto al Divino Niño, primogénito de todas las criaturas y de toda la creación, dígnese ahora proteger a todos los hombres y a todos los pueblos con su vigilante ternura; dígnese, como Sede de la Sabiduría, hacer que refulja la verdad de las palabras inspiradas, que la Iglesia aplica a Ella:
«Por mí reinan los reyes y los jueces administran la justicia; por mí mandan los príncipes y gobiernan los soberanos de la tierra».
Si el mundo en la actualidad lucha sin tregua por conquistar su unidad, por asegurar la paz, la invocación del reino de María es, por encima de todos los medios terrenos y de todos los designios humanos deficientes siempre de algún modo, la voz de la fe y de la esperanza cristiana, sólida y segura de las promesas divinas y de las ayudas inagotables que este imperio de María ha difundido para la salvación de la humanidad.
5. Otros beneficios, especialmente la decisión cristiana.
Sin embargo, Nos esperamos también la inagotable bondad de la beatísima Virgen, que hoy invocamos como la real Madre del Señor, otros beneficios no menos preciosos.
Ella debe no solamente aniquilar los tétricos planes y las inicuas obras de los enemigos de una humanidad unida y cristiana, sino que ha de comunicar igualmente a los hombres de hoy algo de su espíritu.
Con esto nos referimos a la voluntad valiente e incluso audaz, que, en las circunstancias difíciles, de frente a los peligros y obstáculos, sabe tomar sin vacilar las resoluciones que se imponen, y procurar su ejecución con una energía indefectible de forma que arrastre detrás de sus huellas a los débiles, a los cansados, a los que dudan, a los que ya no creen en la justicia y en la nobleza de la causa que deben defender.
¿Quién no ve en que grado ha actuado María en sí misma este espíritu y ha merecido las alabanzas debidas a la «Mujer fuerte»? Su Magnificat, este canto de alegría y de confianza invencible en la potencia divina, con la cual Ella comienza a realizar las obras, la llena de santa audacia, de una fuerza desconocida a la naturaleza.
6. Con audacia sacudan el abatimiento los dirigentes y gobernantes.
¡Cómo querríamos que todos aquellos que hoy tienen la responsabilidad de los asuntos públicos imitasen este luminoso ejemplo de sentimiento real! Por el contrario ¿ no se nota acaso también alguna vez en sus filas una especie de cansancio, de resignación, de pasividad, que les impide afrontar con firmeza y perseverancia los arduos problemas del momento presente? Algunos de ellos ¿no dejan acaso que a veces los acontecimientos corran a merced de la corriente, en vez de dominarlos con una acción sana y constructiva?
¿No urge por consiguiente movilizar todas las fuerzas vivas ahora en reserva, estimular a aquellos que no tienen aun plena conciencia de la peligrosa depresión psicológica en que han caído? Si la realeza de María tiene un símbolo muy apropiado en la acies ordinata, en el ejército ordenado para la batalla, nadie querrá por ello pensar ciertamente en ninguna intención belicosa, sino únicamente en la fuerza de ánimo que admiramos en grado heroico en la Virgen, y que procede de la conciencia de obrar poderosamente por el orden de Dios en el mundo.
¡Ojalá que nuestra invocación a la realeza de la Madre de Dios pueda obtener para los hombres conscientes de sus responsabilidades la gracia de vencer el abatimiento y la indolencia en un momento en que nadie puede permitirse un instante de descanso cuando en tantas regiones la justa libertad está oprimida, la verdad ofuscada por los ardides de una propaganda engañadora y las fuerzas del mal desencadenadas sobre la tierra!
7. Derrama sus bendiciones sobre todo el pueblo.
Si la realeza de María pude sugerir a los conductores de las naciones actitudes y consejos que corresponden a las exigencias de la hora presente, Ella no cesa de derramar sobre todos los pueblos de la tierra y sobre todas las clases sociales la abundancia de sus gracias.
Después del atroz espectáculo de la Pasión al pie de la Cruz, en que había ofrecido el más duro de los sacrificios que se pueden pedir a una madre, Ella continuó difundiendo sobre los primeros cristianos, sus hijos adoptivos, sus cuidados maternales. Reina más que ninguna otra por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones divinos, Ella no cesa de conceder todos los tesoros de su afecto y de sus dulces premuras a la mísera humanidad. Lejos de estar fundado sobre las exigencias de sus derechos y de un altivo dominio, el reino de María no tiene más que una aspiración: la plena entrega de sí en su mas alta y total generosidad.
8. Plegaria de Pío XII a María Reina.
Así pues ejerce María su realeza: acogiendo nuestros homenajes y no desdeñando escuchar incluso las más humildes e imperfectas plegarias. Por esto, deseosos como estamos de interpretar los sentimientos de todo el pueblo cristiano, Nos dirigimos a la bienaventurada Virgen esta ferviente súplica:
«Desde lo hondo de esta tierra de lágrimas, en que la humanidad dolorida se arrastra trabajosamente; en medio de las olas de este nuestro mar perennemente agitado por los vientos de las pasiones; elevamos los ojos a vos, oh María amadísima, para reanimarnos contemplando vuestra gloria y para saludaros como Reina y Señora de los cielos y de la tierra, como reina y Señora nuestra.
Con legítimo orgullo de hijos queremos exaltar esta vuestra realeza y reconocerla como debida por la excelencia suma de todo vuestro ser, dulcísima y verdadera Madre de Aquel, que es Rey por derecho propio, por herencia y por conquista.
Reinad, Madre y Señora, señalándonos el camino de la santidad, dirigiéndonos, a fin de que nunca nos apartemos de él.
Lo mismo que ejercéis en lo alto del Cielo vuestra primacía sobre las milicias angélicas, que os aclaman como soberana suya, sobre las legiones de los Santos, que se deleitan con la contemplación de vuestra fúlgida belleza; así también reinad sobre todo el género humano, particularmente abriendo las sendas de la fe a cuantos todavía no conocen a vuestro hijo divino.
Reinad sobre la Iglesia, que profesa y celebra vuestro suave dominio y acude a vos como a remedio seguro en medio de las adversidades de nuestros tiempos. Mas reinad especialmente sobre aquella parte de la Iglesia que está perseguida y oprimida, dándole fortaleza para soportar las contrariedades, constancia para no ceder a injustas presiones; luz para no caer en las asechanzas del enemigo; firmeza para resistir a los ataques manifiestos y en todo momento fidelidad inquebrantable a vuestro Reino.
Reinad sobre las inteligencias, a fin de que busquen solamente la verdad; sobre las voluntades, a fin de que persigan solamente el bien; sobre los corazones a fin de que amen únicamente lo que vos misma amáis.
Reinad sobre los individuos y sobre las familias, al igual que sobre las sociedades y naciones; sobre las asambleas de los poderosos, sobre los consejos de los sabios, lo mismo que sobre las sencillas aspiraciones de los humildes.
Reinad en las calles y en las plazas, en las ciudades y en las aldeas, en los valles y en las montañas, en el aire, en la tierra y en el mar; y acoged la piados plegaria de cuantos saben que vuestro reino es reino de misericordia, donde toda súplica encuentra acogida, todo dolor consuelo, toda desgracia alivio, toda enfermedad salud, y donde, como a una simple señal de vuestras suavísimas manos, de la muerte misma brota alegre vida.
Obtenednos que quienes ahora os aclaman en todas partes del mundo y os reconocen como Reina y Señora, puedan un día en el cielo gozar de la plenitud de vuestro Hijo divino, el cual con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Así sea».