El día 14 de mayo de 1733, en la iglesia de San Ambrosio, de la ciudad de Valladolid, el Sagrado Corazón hizo al jesuita Padre Bernardo de Hoyos, la tan conocida Gran Promesa: “Reinaré en España -le dijo- y con más veneración que en otras partes”. Y el P. Hoyos manifestó a uno de los primeros apóstoles de la devoción al Sagrado Corazón en España lo siguiente: “Si se echa tarde la semilla de esta devoción, no importa. Aunque España comience la última en su carrera, podrá su alentado fervor alcanzar y, por ventura, pasar con el favor divino a los primeros”. Y completaba su profecía, diciendo: “Espero que se ha de introducir, qué digo introducir, que se ha de entronizar en España el Corazón adorable de Jesús”.
Y cuando en el plan de la Divina Providencia llegó el día de levantar el trono desde el cual el Corazón de Jesús, en cumplimiento de su promesa, había de reinar sobre España y elegir el lugar para entronizar en la Nación su sagrada imagen, la elección recayó sobre el Cerro de los Ángeles, en Getafe y a 13 kilómetros de Madrid, capital.
La idea partió de don Francisco Belda y Pérez de Nueros, quien en una carta abierta con fecha 13 de junio de 1900 dirigida al director de la revista “La Semana Católica”, de Madrid, y que fue publicada en el número 17 del mismo mes y año, proponía la elección de dicho lugar para el emplazamiento del Monumento Nacional al Sagrado Corazón de Jesús y a la Inmaculada, delante de la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles. La iniciativa estaba lanzada, pero su plan, sin duda, por las circunstancias adversas de entonces, quedó como desterrado y casi condenado al olvido.
Dos lustros más tarde, el solemne Congreso Eucarístico de Madrid en el año 1911, con aquel inesperado final de la consagración de España, con texto del P. Postíus, en el salón del trono de palacio y ante los Reyes, dio nuevo impulso al deseo de levantar, pese a que ya se estaba construyendo el Tibidabo en Barcelona, un Templo Nacional consagrado al Corazón de Jesús en Madrid. La idea prendió con fuerza y entusiasmo en la “Unión de Damas Españolas” junto con la infanta María Teresa y el Obispo de Madrid-Alcalá D. José María Salvador y Barrera, quienes apadrinaban la idea de dedicar la catedral de la Almudena, -en obras-, como dicho Templo Nacional, ratificando la consagración efectuada pocos días antes en el Palacio Real. Por lo que en la cripta de la Almudena, con nueva fórmula del P. Oliver Copóns, volvió a repetirse la ofrenda de España, de sus instituciones, de sus leyes, de sus hogares y de sus habitantes al Corazón de Jesús, logrando así establecer un nexo entre la consagración nacional y el templo nacional, imitando el ejemplo parisino de Monmartre.
Pero, poco después, sería otro seglar, don Ramón García Rodrigo de Nocedal, fervoroso miembro de la Adoración Nocturna y terciario franciscano de la iglesia de San Fermín de los Navarros quien daría el empujón definitivo a la propuesta primera de D. Francisco Belda, para la erección del Monumento al Sagrado Corazón en Madrid. Él también, desconociendo la iniciativa de éste, eligió el Cerro de los Ángeles por estas razones: por estar situado en el centro geográfico de España, significando también el deseo de que el Sagrado Corazón ocupara el centro de la vida del país y por estar próximo a la Corte, centro oficial de la Nación. Y esta idea se la transmitió al peruano Mateo Crawley, religioso de los Sagrados Corazones, y al ya santo jesuita P. José María Rubio, entonces director de las “Marías de los Sagrarios” de Madrid.
Desde 1914, el Padre Crawley había establecido su obra de entronizaciones en Madrid con el placet del Primado, Cardenal Guisasola, creando el “Secretariado Central de Entronizaciones” como una sección de la “Unión de Damas Españolas”, cuya presidencia la ostentaba doña María de la Natividad Quindos de Tejada y Villarroel, Duquesa de la Conquista, y quien tenía por director espiritual al P. José de Calasanz Baradat. Y ante el ingente número de entronizaciones en los hogares se comenzó a hablar también de realizar una entronización solemne y nacional del Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles. Los padres Crawley, Baradat y Rubio junto con las “Damas Españolas” se dedicaron por su cuenta a promover la iniciativa de los señores Belda y Rodrigo de Nocedal.
En ese mismo año de 1914, tuvo lugar otro hecho de importancia corazonista: se inició el proceso de beatificación del P. Bernardo de Hoyos.
El 30 de junio de 1916, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, fue colocada la primera piedra del monumento por el obispo de Madrid-Alcalá Mons. Salvador y Barrera, acompañado de una amplia representación de sus promotores, autoridades civiles y militares, clérigos y de numeroso público, según consta en acta. Y en agosto de ese mismo año, el papa Benedicto XV concedía indulgencias a todos aquellos que ayudasen en la construcción.
El costo de la obra fue sufragada por suscripción popular. Miles de personas, desde el propio Papa, la Familia Real, los Cardenales, Arzobispos y Obispos, el Protectorado Español de Marruecos, América… hasta gente de todas las clases sociales, contribuyeron ilusionada y generosamente a la recaudación de fondos para la construcción del Monumento. Se recaudó más de medio millón de pesetas y el sobrante se le entregó al Obispo de Madrid-Alcalá para fines determinados. La estatua del Corazón de Jesús fue costeada, con una aportación de 50.000 pesetas, por el señor Conde de Guaquí, paisano del P. Mateo y embajador del Perú en el Vaticano, quien, en carta particular, expresaba su propósito con estas palabras: “Es mi intención, ciertamente, honrar al Sagrado Corazón. Pero también manifestar así muy solemnemente la gratitud del Perú a aquella España católica que nos civilizó con la fe de Cristo y la moral del Evangelio”.
El proyecto les fue encomendado al arquitecto Carlos Maura y Nadal y al escultor Aniceto Marinas. Las dimensiones del Monumento eran 28 metros de altura, por 31,50 de ancho y 16 de fondo.
La imagen de Jesús medía 9 metros, constaba de 45 piezas, y para labrarla se precisaron 37 metros cúbicos de piedra. El material empleado era piedra arenisca de Almorquí, y en la totalidad del Monumento se invirtieron 882 toneladas.
La inauguración, en principio, estaba prevista para el día 10 de noviembre de 1918, pero la epidemia que asolaba el país obligó a posponerla, fijándose el acto para el 30 de mayo de 1919, fiesta de san Fernando Rey y aniversario de boda de los Reyes.
Sólo una semana antes, el 24 de mayo, el nuevo Obispo de Madrid-Alcalá, don Prudencio Melo Alcalde, – en un número extraordinario del Boletín Oficial del Obispado – dirigió una circular al Clero y Fieles de su Diócesis acerca de la inauguración del Monumento al S. C. de Jesús en el Cerro de los Ángeles , en la que, entre otras cosas dijo: “… porque el Monumento, oración esculpida en piedra, profesión de fe y de amor de un pueblo cristiano, se levanta gallardo sobre el Cerro de los Ángeles, y, Dios mediante, el día 30 de los corrientes, festividad del Santo Rey Fernando III, hemos de celebrar su inauguración.
La fórmula de la Consagración, muy breve, rezaba así: “Corazón de Jesús Sacramentado, Rey de Reyes y Señor de los que dominan: ante vuestro augusto trono de gracia y de misericordia se postra España entera, hija muy amada de vuestro Corazón. Somos vuestro pueblo que de nuevo se consagra hoy a Vos. Reinad sobre nosotros. Que vuestro imperio se dilate por los siglos de los siglos. Amén.
Y, por fin, llegó el 30 de mayo de 1919, el día soñado y señalado para la bendición del Monumento y la Consagración de España al Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles.
Principalmente utilizaremos como hilo conductor, para conocer con todo lujo de detalles lo allí vivido en tan fervorosa e histórica fecha, el artículo-crónica que el jesuita P. Remigio Vilariño, eminente testigo presencial, escribió en el mensajero del año 1919 (pág. 520-534), complementado con algunos párrafos de la prensa de aquellos días.
“Llegado, pues, el día de San Fernando – escribe el P. Vilariño –, aniversario de la boda del Rey, a media mañana, una no interrumpida fila de autos y coches de varias clases, de cabalgaduras y hasta de carros se dirigía al Cerro de los Ángeles, distante de Madrid unos quince kilómetros. Por el tren, en distintos viajes, llegaron también bastantes a Getafe, desde donde tenían que andar hasta el Cerro algo más de dos kilómetros.
A poco de salir de Madrid se presentaba el Cerro como un altar gigante en medio de la llanura. Acercándose un poco más se veía la ermita de la Virgen de los Ángeles. Acercándose más todavía se distinguía bien el monumento y la estatua de Nuestro Señor. Extendida por el viento hacia ella una gran bandera española presentaba el emblema de la patria que miraba a Jesucristo y se extendía hacia Él como deseando besarle y envolverle y abrazarle.
El silencio aumentaba en el corazón envolviendo mil vagos pensamientos.
La subida se hizo con mucho orden gracias a las acertadas disposiciones que se tomaron. Llegó toda la gente, que se fue replegando en las sillas que en número de tres mil se había dispuesto ordenadamente. Llegó la nobleza, los caballeros con sus uniformes, los Grandes con sus insignias, los Prelados con sus capisayos, Comisionados y Representantes de muchas asociaciones, los Ministros todos menos el de Hacienda que estaba enfermo. Llegó para hacer guardia y presentar honores el Regimiento del Rey que se situó al lado del monumento
A las once y media en punto se izó en la tribuna regia, formada por tapices, el pendón morado de Castilla, y aparecieron los reyes en medio de aclamaciones y vivas al rey cristiano que venía entonces como nunca en nombre de la Nación. Estaba el rey vestido de capitán general de media gala, cruzado el pecho por la banda de Mérito militar roja, y por el Toisón de Oro, el gran collar de Carlos III y la venera de las Órdenes militares. La Reina Victoria Eugenia traje gris con abrigo de seda negro y sombrero del mismo color.
El Rey pasó revista a la compañía, situándose después en la tribuna con las demás Reales Personas – las Reinas, los Infantes e Infantas – y séquito. El Gobierno del Sr. Maura en pleno y el Cardenal Primado recibieron a los Soberanos a la puerta de la tribuna.
“Al punto, el Nuncio de Su Santidad, Monseñor Francesco Ragonesi, revestido de Pontifical y asistido por canónigos de la S. I. Catedral de Madrid, bendijo el Monumento. Luego el señor Obispo de Madrid-Alcalá, D. Prudencio Melo Alcalde comenzó la Santa Misa. El Orfeón del Círculo de San José y el del Sindicato Obrero femenino de María Inmaculada entonaron durante el Santo Sacrificio el “Gloria in excelsis Deo” y el “O salutaris Hostia”, de Gayoso. Imponente fue el acto de la elevación por vez primera en aquel altar colocado al pie del monumento, mientras la banda saludaba con la marcha real al “Rey de Reyes”, que no ya en imagen, sino realmente presidía desde entonces nuestra reunión y venía a recibir nuestra Consagración”
Antes de la bendición final, fue leído el siguiente telegrama de su Santidad: “El Santo Padre ha sabido con particular satisfacción la inauguración del Monumento Nacional dedicado al Sagrado Corazón de Jesús en el Cerro de los Ángeles, de esa Diócesis. Concede de muy buen grado a V. E. la facultad de dar la Bendición Papal, con indulgencia plenaria, en las condiciones ordinarias, a todos los que asistan a la ceremonia religiosa” –Cardenal Gasparri –. Y terminada la misa, Mons. Melo impartió la Bendición Papal concedida por S. S. Benedicto XV.
Y llegó el momento más augusto de toda la ceremonia, el momento por el cual estábamos allí todos congregados en medio de España: Su Consagración al Sagrado Corazón de Jesús.
Cuando, en su día, se le preguntó al Rey Alfonso XIII si asistiría a la inauguración del Monumento, él contestó: “No hay dificultad”. Y cuando se le volvió a preguntar si leería el acto de Consagración, respondió. “Sí, por cierto”. De ahí que, cuando, posteriormente, el P. Mateo le felicitó por haber asumido esa responsabilidad, el propio Rey le contestó: “No merezco tantos parabienes, Padre, pues no he hecho sino cumplir con un deber de conciencia. Era preciso probar que, si soy oficialmente católico, no lo soy menos íntima y privadamente”.
Acabada la misa, en el centro del altar se expuso en rica custodia al Señor en hostia consagrada en la misma misa, y el Duque del Infantado y el señor Obispo de Sión se dirigieron a la tribuna real para acompañar a su Majestad hacia el altar. Siguió al Rey toda la real familia, que quedó de rodillas junto al altar. Alfonso XIII, lleno de serena majestad, subió las gradas del Monumento hasta el pie del altar donde recibió el pergamino que le ofreció el Duque del Infantado con la fórmula de la Consagración.
Sobre la fórmula de la Consagración hemos de consignar que es innegable su relación con otras ya usadas en dos ocasiones extraordinarias anteriores: al terminar la procesión del Congreso Eucarístico Nacional de Valencia, noviembre de 1893, y la del Congreso Eucarístico Internacional de Madrid en junio de 1911 Ambas fórmulas le fueron presentadas al Rey, quien escogió una adaptación de la de Valencia con algunos retoques personales compatibles con otras sugerencias aducidas por algunos.
El Monarca, puesto de rodillas al lado de la Epístola y apoyado en su sable, presenció reverente la Exposición del Santísimo Sacramento. Terminado el “Pange lingua”, permaneciendo todos de rodillas, alzóse únicamente el Rey y vuelto hacia el Santísimo y ligeramente también a su pueblo que le rodeaba y le escuchaba, con voz pausada y serena, pero marcada y firme, pronunció el Acto de Consagración con estas palabras:
“Corazón de Jesús Sacramentado, Corazón del Dios – Hombre, Redentor del Mundo, Rey de Reyes y Señor de los que dominan:
España, pueblo de tu herencia y de tus predilecciones, se postra hoy reverente ante ese trono de tus bondades que para Ti se alza en el centro de la Península.
Todas las razas que la habitan, todas las regiones que la integran, han constituido en la sucesión de los siglos, y a través de comunes azares y mutuas lealtades, esta gran Patria Española, fuerte y constante en el amor a la Religión y en su adhesión a la Monarquía.
Sintiendo la tradición católica de la realeza española y continuando gozosos la historia de su fe y de su devoción a Vuestra Divina Persona, confesamos que Vos vinisteis a la tierra a establecer el Reino de Dios en la paz de las almas redimidas por vuestra sangre y en la dicha de los pueblos que se rijan por vuestra santa Ley. Reconocemos que tenéis por blasón de vuestra divinidad conceder participación de vuestro poder a los príncipes de la tierra, y que de Vos reciben eficacia y sanción todas las leyes justas, en cuyo cumplimiento estriba el imperio del orden y de la paz. Vos sois el camino seguro que conduce a la posesión de la vida eterna; luz inextinguible que alumbra los entendimientos para que conozcan la verdad y el principio propulsor de toda vida y de todo legítimo progreso social, afianzándose en Vos y en el poderío y suavidad de vuestra gracia todas las virtudes y heroísmos que elevan y hermosean el alma.
Venga, pues, a nosotros Vuestro Santísimo Reino, que es Reino de justicia y de amor. Reinad en los corazones de los hombres, en el seno de los hogares, en la inteligencia de los sabios, en las aulas de las ciencias y de las letras y en nuestras leyes e instituciones patrias.
Gracias, Señor, por habernos librado misericordiosamente de la común desgracia de la guerra, que a tantos pueblos ha desangrado. Continuad con nosotros la obra de vuestra amorosa providencia.
Desde estas alturas que para Vos hemos escogido como símbolo del deseo que nos anima de que presidáis todas nuestras empresas, bendecid a los pobres, a los obreros, a los proletarios, para que en la pacífica armonía de todas las clases sociales encuentren justicia y caridad que haga más suave su vida, más llevadero su trabajo.
Bendecid al Ejército y a la Marina, brazos armados de la Patria, para que en la lealtad de su disciplina y en el valor de sus armas sean siempre salvaguardia de la nación y defensa del derecho.
Bendecidnos a todos los que aquí reunidos en la cordialidad de unos mismos santos amores de la Religión y de la Patria, queremos consagraros nuestra vida pidiéndoos como premio de ella el morir en la seguridad de vuestro amor y en el regalado seno de vuestro Corazón adorable. Así sea”.
Al acabar, el público prorrumpió en vítores y aclamaciones. El jesuita P. Zacarias García Villada, posteriormente asesinado en julio de 1936, comentaba que se trató de un “acto de acatamiento, por el que nuestro Rey, humillando su cabeza, reconocía a Jesucristo por Rey de Reyes y Señor de los que dominan”. Desde ese momento, aseguraba, “se puede decir con verdad que se ha cumplido la promesa que el Corazón divino hizo al P. Hoyos, de que reinaría en España con más veneración que en otras partes”. Hoy, desde lo alto del Cerro de los Ángeles, puede decir el Sagrado Corazón de Jesús las palabras esculpidas en el fuste de aquel grandioso monumento: “REINO EN ESPAÑA”.
Y desde este día el Cerro de los Ángeles empezó a ser para los españoles algo íntimamente unido e inseparable de la Nación, porque, como en aquella fecha escribía el cronista de la revista “Ciencia Tomista”, “España se había consagrado allí al Salvador del mundo, como en tiempos de Recaredo y de Pelayo, de Alfonso VIII, de Fernando III el Santo y de Felipe II”.
“La primera parte del texto consagratorio – escribe Luis Cano en su excelente y documentada obra “Reinaré en España”, concatenando diversas citas de varios autores – resaltaba el papel de la monarquía y de la religión en la constitución de España como patria. Desde ese momento Alfonso XIII contaría con una adhesión entusiasta de un gran sector del catolicismo español, que creía en la unión del trono y del altar y veía en él la encarnación de la monarquía católica que haría posible un resurgimiento nacional. La fórmula reconocía también el origen divino del poder político, algo que reforzaba todavía más esa misión providencial del Monarca”.
“Los grandes problemas nacionales se reflejaban también en la fórmula, aunque veladamente: el anhelo del orden y de la paz social; la búsqueda de una pacífica armonía de las clases sociales; la situación del ejército, que en esos momentos sufría la tentación de la indisciplina y la desmoralización por culpa de la desastrosa guerra de Marruecos.
“También se mencionaba la Primera Guerra Mundial en la que España había conseguido mantener la neutralidad. El acto del Cerro de los Ángeles constituía un agradecimiento a Dios por la especial protección de la Providencia, que a través del Sagrado Corazón – el símbolo por excelencia de la paz – había preservado al país de ese flagelo. Los comentaristas señalaron que éste había sido uno de los principales motivos del acto del Cerro”
La consagración se vivió con fervor en toda España, como se había pedido a través de la carta pastoral del Obispo de Madrid, Mons. Melo Alcalde: las misas de comunión general en todas las iglesias en acción de gracias por la paz; la recitación de la breve fórmula de consagración ante el Santísimo expuesto, a las doce de la mañana, como signo de unión a la consagración general que en esos momentos se realizaba en el Cerro de los Ángeles; el repique de campanas, los adornos, luces y colgaduras en balcones y fachadas contribuyeron a dar a ese día el regocijo de un gran acontecimiento festivo. El P. García Villada decía que la consagración fue “un acto de agradecimiento a Dios y de reparación, una profesión de fe pública, valiente y alentadora… y una de las páginas más trascendentales de la historia contemporánea de nuestra patria”. Fue, sobre todo, una afirmación de la realeza de Cristo y de su soberanía sobre la nación española.
Pero, como advertía el P. Vilariño, no bastaba proclamar oficialmente que Cristo reina en España para que ese reinado fuera ya efectivo. El jesuita invitaba a los lectores del “Mensajero” a que no se duerman en la almohada de la confianza, que es la almohada de los desengaños. El reinado de Cristo en España estaba por hacer: el acto del Cerro de los Ángeles era la señal de partida para ponerse en marcha, pero lo importante era trabajar para que “ reine el amor de Cristo en los corazones de los hombres, en las familias españolas, en las inteligencias de los sabios, en las cátedras, en las letras, en las leyes, y en todas las instituciones patrias. Eso, eso, hay que procurar a toda costa. En definitiva, una presencia de la religión cristiana que no se quedara en meras manifestaciones exteriores o triunfalistas. Un catolicismo que informara a la vez la vida colectiva y personal”.
El P. Antonio Madariaga consideró a la consagración como “todo un programa de regeneración social; justicia y amor”. Justicia no sólo en el sentido jurídico-moral, sino también como “adaptación del hombre a las normas de rectitud y de la honestidad” y como el ajustamiento “al ideal de perfección, que no es otro que la ley evangélica, que, supuesta la ley natural escrita por Dios en los corazones de los hombres, añade los preceptos y consejos dados por Jesucristo y que constituyen la ascética cristiana”.
En contraste con el entusiasmo del pueblo sinceramente católico que se siente unido al acto de su Rey, surgió el grito furioso de las sectas, que escupían su rabia contra aquel acto que era calificado de “delirio y loco desafío”. Consta con toda certeza que primero quisieron disuadir al Rey de llevarlo a efecto, y luego forzarle a su anulación (por compromisos masónicos) para garantizar su trono.
Ciertamente, el significado del paso que Alfonso XIII había dado y su trascendencia eran muy claros y levantó contra él una oleada de protestas , a la vez que se difundía el rumor de que iba a ser destronado en cuestión de pocos años.
Apenas inaugurado, el partido liberal disparó el primer tiro del combate que terminaría con la destrucción del Monumento en agosto de 1936. “El acto realizado por el Rey – se dijo – encierra una trascendencia inmensa y es un reto para el liberalismo” y la fórmula de consagración empleada por el Monarca “es vergüenza de España y escándalo para Europa”.
En un mitin electoral celebrado aquellos días, Miguel Morayta calificó de bochornoso el espectáculo de Madrid engalanado para celebrar la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús; Roberto Castrovido dijo que el acto del Cerro de los Ángeles era “dogmáticamente una herejía y estéticamente una aberración”; Julián Besteiro afirmó que era “un acto bochornoso y peligroso”, y Pablo Iglesias terminó su diatriba contra el Cerro de los Ángeles diciendo: “La locura ha hecho presa en la cabeza de nuestros gobernantes”.
Tras haber expuesto el acto y la fórmula de la Consagración y la disparidad de criterios y pareceres sobre el hecho, vamos a concluir la narración de lo que se vivió en aquel histórico día en el Cerro de los Ángeles con el colofón final: la Procesión Eucarística.
“España estaba consagrada al Corazón de Jesús. Había hecho su besamanos –escribe el P. Vilariño – ante el Rey del Universo en el altar del trono erigido en medio de España, y ya el Señor iba a retirarse de entre nosotros. Le acompañaron en la procesión los más nobles de la concurrencia, y recogiendo nuestras amantes miradas, pasó en medio de todos por la larga calle del Cerro, desde el monumento hasta la ermita.
Sencillo, pero solemne paso. Portaba el ostensorio de oro de la Casa Real el Sr. Cardenal Primado. Llevaban las varas del palio el infante don Carlos, el Ministro de la Guerra, el Duque del Infantado, el Marqués de Aguilafuente, el Vizconde del Val de Erro y el Duque de Vistahermosa. El palio era de tisú de oro, propiedad el Convento de las Reparadoras de Madrid.
Seguían, -con velas encendidas-, los Prelados, la Familia Real, el Gobierno, las Órdenes Militares, representantes de la Guarnición de Madrid, una Comisión de Artillería de Getafe y de la Junta de Acción Católica, presidida por el Marqués de Comillas.
La ondulada procesión cubría el Cerro. Por un lado resonaba el “Tantum ergo”, por otro el “Pange lingua”, por otro la “Marcha Real”, por otro el “Himno Eucarístico”. Y en todos los corazones el himno de acción de gracias y el aleluya del gozo religioso y patriótico.
Desde la altura de la ermita se nos dio la bendición con el Santísimo a los ecos lejanos de la Marcha Real.
– Su Majestad puede ya retirarse – cuentan que le dijeron al Rey.
– No, -respondió Alfonso XIII-, le acompañaremos hasta que quede reservado en su Sagrario. Y le siguió hasta la iglesia como antes.
“Todo estaba hecho, y hecho con felicidad, sigue diciendo el padre Remigio Vilariño. El desfile se hizo primero de sus Majestades y Altezas con aclamaciones y vivas mucho más entusiastas y sinceros que antes de la fiesta. Luego de todo el público por su orden con íntima satisfacción y alegría”
Hemos pasado un día hermoso. Para todo aquel que ame a Nuestro Señor Jesucristo, y que conozca algo de los tesoros de amor que nuestro Redentor se merece por el amor que Él nos tiene y por el amor que ha tenido a España en los tiempos pasados, ha sido un día hermoso, magnífico… inolvidable.
En la Crónica ofrecida por el diario madrileño “El Universo” leemos lo siguiente : “… en aquel marco inolvidable, la voz sonora y potente de un Monarca valiente y gallardo, que hace pública y solemne manifestación de la fe que dio sobrenombre glorioso a sus antecesores, y a él mismo, en ceremonia que trae el recuerdo, conmovido, las gestas de los Recaredos, de los Fernandos, de los Jaimes, grandes como guerreros, inmortales como legisladores, amados como padres de sus pueblos, de lo que nosotros somos continuadores”.
El acto, único en su clase y como no se había visto quizás en España, fue calificado años más tarde por Su Santidad el Papa Pío XI de “gesto inmortal de verdadera y soberana caballerosidad, digno en todo de la historia y de la hidalguía del pueblo español, caballeroso por excelencia”.
Podemos resumirlo todo, según las informaciones de la Prensa, con estas palabras: Celebración con inusitada solemnidad y extraordinaria brillantez la inauguración del Monumento, en un marco inolvidable y con esplendores de un culto único en lo de acercar el arte a la divinidad. Prodigio de orden y excelente organización del acto de un modo insuperable en todos sus detalles, sin dar lugar a confusión alguna en la colocación de los invitados y asistentes a la ceremonia.
Participaron en tan solemne, masivo, piadoso y emotivo acto los Reyes, la Reina Madre María Cristina, los Infantes, los Príncipes, El Gobierno de la Nación , el Sr. Nuncio, Cardenal Primado, veintidós Prelados, Cabildo y Clero de Madrid, Órdenes Militares (Alcántara, Montesa y Calatrava) Duques, Marqueses, Condes, Gentilhombres, toda la Aristocracia de la Capital, un sinfín de Autoridades civiles y militares y más de quince mil personas que llegaron en trenes especiales, coches, autos, carros y a pié, formando filas interminables a lo largo de las carreteras desde Getafe, pueblos circunvecinos y desde el propio Madrid, quienes conservarán un recuerdo indeleble de tan hermosa y espléndida ceremonia.
“En suma, ha sido una fiesta grandiosa, imponente, de una incomparable grandeza imposible de ser reflejada en estas líneas, de acertar con la referencia ni dar con el acertado comentario, pues reseñarla tal como fue es una empresa superior a las fuerzas humanas”.
Y terminamos con unas palabras de D. Emiliano Aníbarro Espeso, quien fue Director de la Obra Nacional del Cerro de los Ángeles y Rector del Santuario durante mucho años, tomadas del Librito “Ayer y Hoy del Cerro de los Ángeles”, que dice así: “El centro geográfico de España, el día 30 de mayo de 1919 se convirtió en centro de atracción espiritual de todos los españoles. Allí, al pie del Monumentos del Sagrado Corazón de Jesús, convergían los pensamientos, los sentimientos de amor, de fe y de entusiasmo de todos los pueblos de la nación española, y de allí irradiaban palpitaciones de alegría, afecto, gratitud y bendición, que se extendieron por todas las tierras de España anunciando la buena nueva del advenimiento del reinado del Sagrado Corazón de Jesús en el pueblo de sus predilecciones”.
Fuente: Vicente Lorenzo Sandoval. Director de la Obra Nacional del Cerro de los Ángeles y Rector del Santuario del Sagrado Corazón de Jesús.Getafe, “Cerro de los Ángeles”, 15 de Junio de 2009