Este es un material del sacerdote español José María Iraburu, que ha publicado originalmente en junio del 2009 en su blog llamado Reforma o Apostasía.

  

APOSTASÍAS EN LA IGLESIA

Herejía, apostasía y cisma. Dice el Código de Derecho Canónico que «se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos» (c. 751). Según esto, pudiera pensarse que en no pocas Iglesias descristianizadas la mayoría de los bautizados son herejes o apóstatas o cismáticos o las tres cosas a la vez. Pero vayamos por partes y precisando más.

La definición de la apostasía viene ya sugerida por la etimología del término: ap-oikhomai, apartarse, alejarse. Recordemos que el sacramento del Bautismo lleva consigo una apotaxis, una ruptura del cristiano con Satanás y su mundo, y una syntaxis, una adhesión personal a Cristo y a su Iglesia. Pues bien, por la apostasía el bautizado se separa de Dios y de la Iglesia.

En este sentido, Santo Tomás entiende la apostasía como «algo que entraña una cierta separación de Dios (retrocessionem quandam a Deo)». Por la apostasia a fide se renuncia a la fe cristiana, por la apostasia a religione se abandona la familia religiosa en la que se profesó con votos perpetuos, por la apostasia ab ordine se abandona la vida sacerdotal sellada por el Orden sagrado. Y «también puede uno apostatar de Dios oponiéndose con la mente a los divinos mandatos [pero a pesar de ello] todavía puede el hombre permanecer unido a Dios por la fe. Ahora bien, si abandona la fe, ya se retira o aleja de Él totalmente. Por eso la apostasía en sentido absoluto y principal es la de quien abandonó la fe, y se llama apostasía de perfidia» (STh II-II,12,1).

Herejía y apostasía. Es, pues, apóstata aquel que abandona totalmente la fe cristiana después de haberla recibido en el bautismo. Según esto, ¿el que abandona la fe parcialmente, es decir, solo en algunos dogmas concretos, es hereje, pero no apóstata? No hay en esta cuestión, que yo sepa, enseñanza del Magisterio apostólico. Pero creo que acierta Suárez cuando afirma que la herejía es una especie de la apostasía, y que consiguientemente, en el fondo, todos los herejes son apóstatas (De fide, disp. XVI, sec.V,3-6). Como veremos en seguida, ése parece ser el pensamiento de Santo Tomás.

Veamos la cuestión en alguien concreto. ¿Lutero fue solamente hereje o también apóstata? Sabemos bien que Lutero destroza todas las convicciones fundamentales de la Iglesia: los dogmas, negando su posibilidad; la fe, devaluándola a mera opinión personal; las obras buenas, negando su necesidad; la Escritura, desvinculándola de Tradición y Magisterio; la vida religiosa profesada con votos, la ley moral objetiva, el culto a los santos y a la Virgen, el Episcopado apostólico, el sacerdocio y el sacrificio eucarístico, y todos los sacramentos, menos el bautismo…

Pero Lutero, ante todo y sobre todo, destroza la roca que sostiene todo el edificio de la Iglesia, ya que estando los cristianos «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas, siendo la piedra angular el mismo Cristo Jesús» (Ef 2,20), niega la fe en la divina autoridad apostólica del Papa y de los Obispos, sucesores de los apóstoles. Por eso todo el mundo de la fe se le viene abajo. No estamos, pues, solamente ante la herejía, o ante un conjunto innumerable de herejías; más propiamente parece que estamos ante la apostasía. Lo explico más.

Fe católica y opinión personal. La fe teologal cristiana es algo esencialmente diferente de la opinión personal que un hombre pueda formarse considerando en libre examen la Escritura revelada. Como enseña el Catecismo, «por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios… La Sagrada Escritura llama “obediencia de la fe” a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26)».

La fe cristiana es, por tanto, una «obediencia», por la que el hombre, aceptando ser enseñado por la Iglesia apostólica, Mater et Magistra, se hace discípulo de Dios, y así recibe Sus «pensamientos y caminos», que son muy distintos de los pensamientos y caminos de los hombres (Is 55,8). Así lo enseña Santo Tomás:

«El objeto formal de la fe es la verdad primera revelada en la Sagrada Escritura y en la doctrina de la Iglesia. Por eso, quien no se conforma ni se adhiere, como a regla infalible y divina, a la doctrina de la Iglesia, que procede de la verdad primera, manifestada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la fe, sino que las cosas de fe las retiene por otro medio diferente», es decir, por la opinión subjetiva. No puede dar más de sí el libre examen protestante.

«Es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a todo lo que ella enseña. De lo contrario, si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y en cambio otras las rechaza libremente, no da entonces su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad. Por tanto, el hereje que pertinazmente rechaza un solo artículo no se halla dispuesto para seguir en su totalidad la doctrina de la Iglesia. Es, pues, manifiesto que el hereje que niega un solo artículo no tiene fe respecto a los otros, sino solamente opinión, según su propia voluntad» (STh II-II, 5,3).

Santo Tomás, por tanto, si no le entiendo mal, enseña que todos los herejes son apóstatas de la fe católica. Lo que enseñará más tarde Suárez de modo explícito. Y Lutero no era sólamente hereje, era también apóstata.

Apostasía explícita o apostasía implícita. Se da una apostasía explícita cuando un cristiano declara abiertamente que rechaza la fe católica, o cuando públicamente se adhiere a otra religión, o cuando por palabras o acciones se declara ateo. Pero también se da una apostasía implícita, pero cierta, real, cuando un cristiano, sin renunciar expresamente a su fe, incluso queriendo mantener socialmente su condición de cristiano, por sus palabras y obras está afirmando claramente que se ha desvinculado del mundo de la fe, es decir, de la Iglesia.

Un ejemplo. Si un cristiano durante muchos años no va a Misa, y no tanto por simple desidia, sino por su manifiesta convicción –bien conocida por sus familiares y amigos– de que la Eucaristía no es propiamente necesaria, al menos para todos los cristianos, está negando abiertamente la fe católica y rechazando el mandamiento de Dios y de la Iglesia. Parece que en este supuesto puede apreciarse una apostasía implícita. Ésta, en cambio, no se da propiamente en aquel cristiano que, manteniendo la fe en la Eucaristía y en su necesidad, vive sin embargo durante muchos años distante de ella por negligencia, por las presiones del mundo en que vive, por su condición de pecador público o por otros motivos.

Preguntas peligrosas. Vamos adelante, sin inhibiciones. ¿Hoy en la Iglesia católica, en nuestras parroquias, serán quizá apóstatas, explícitos o implícitos, una gran parte de los bautizados? ¿Y en nuestros Seminarios y Facultades no serán también apóstatas una parte no exigua de los docentes de teología? Quedan, con el favor de Dios, muchos post por delante en este blog, y no es cuestión de adelantarse en los comentarios a numerosas cuestiones que han de ser analizadas con orden, precisión y cuidado. Pero tampoco los comentarios, por ser prematuros, si se producen, van a causar perjuicios excesivos.

Hacerse preguntas como éstas, ya se comprende, resulta hoy sumamente peligroso. Por eso la inmensa mayoría de cristianos, incluidos muchos Pastores sagrados, lo evitan. Pero aquí, con el favor de Dios, no vamos a ponernos límites a la hora de buscar la verdad de la santa Iglesia católica, para afirmarla con toda la lucidez y fuerza que el Señor nos dé. La reforma más fundamental y urgente, la que nos puede librar de una apostasía siempre creciente, es la metanoia, es decir, «el cambio de mente». Y éste no puede producirse si, cerrándonos a ciertas cuestiones, no le dejamos al Espíritu Santo «conducirnos hacia la verdad completa» (Jn 16,13).

 

LA APOSTASÍA, EL MÁXIMO PECADO

Judas es el primero de todos los apóstatas. Él creyó en Jesús, y dejándolo todo, le siguió (en Caná «creyeron en Él sus discípulos», Jn 2,11). Pero avanzando el ministerio profético del Maestro, y acrecentándose de día en día el rechazo de los judíos, el fracaso, la persecución y la inminencia de la cruz, abandonó la fe en Jesús y lo entregó a la muerte.

La apostasía es el mal mayor que puede sufrir un hombre. No hay para un cristiano un mal mayor que abandonar la fe católica, apagar la luz y volver a las tinieblas, donde reina el diablo, el Padre de la Mentira. Corruptio optimi pessima. Así lo entendieron los Apóstoles desde el principio:

«Si una vez retirados de las corrupciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo se enredan en ellas y se dejan vencer, su finales se hacen peores que sus principios. Mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de conocerlo, abandonar los santos preceptos que les fueron dados. En ellos se realiza aquel proverbio verdadero: “se volvió el perro a su vómito, y la cerda, lavada, vuelve a revolcarse en el barro”» (2Pe 2,20-22). De los renegados, herejes y apóstatas, dice San Juan: «muchos se han hecho anticristos… De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,18-19).

La apostasía es el más grave de todos los pecados. Santo Tomás entiende la apostasía como el pecado de infidelidad (rechazo de la fe, negarse a creer) en su forma máxima, y señala la raíz de su más profunda maldad:

«La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres» (STh II-II,10, 1 ad3m). «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. Ahora bien, la infidelidad es lo que más aleja de Dios… Por tanto, consta claramente que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral» (ib. 10,3). Y la apostasía es la forma extrema y absoluta de la infidelidad (ib. 12, 1 ad3m).

Las mismas consecuencias pésimas de la apostasía ponen de manifiesto el horror de este pecado. Santo Tomás las describe:

«“El justo vive de la fe” [Rm 1,17]. Y así, de igual modo que perdida la vida corporal, todos los miembros y partes del hombre pierden su disposición debida, muerta la vida de justicia, que es por la fe, se produce el desorden de todos los miembros. En la boca, que manifiesta el corazón; en seguida en los ojos, en los medios del movimiento; y por último, en la voluntad, que tiende al mal. De ello se sigue que el apóstata siembra discordia, intentando separar a los otros de la fe, como él se separó» (ib. 12, 1 ad2m).

El fiel cristiano no puede perder la fe sin grave pecado. El hábito mental de la fe, que Dios infunde en la persona por el sacramento del Bautismo, no puede destruirse sin graves pecados del hombre. Dios, por su parte, es fiel a sus propios dones: «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11,29). Así lo enseña Trento, citando a San Agustín: «Dios, a los que una vez justificó por su gracia, no los abandona, si antes no es por ellos abandonado» (Dz 1537). Por eso, enseña el concilio Vaticano I, «no es en manera alguna igual la situación de aquellos que por el don celeste de la fe se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos que, llevados de opiniones humanas, siguen una religión falsa. Porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Dz 3014).

Hubo apóstatas ya en los primeros tiempos de la Iglesia. Como vimos, son aludidos por los apóstoles. Pero los hubo sobre todo con ocasión de las persecuciones, especialmente en la persecución de Decio (249-251). Y a veces fueron muy numerosos estos cristianos lapsi (caídos), que para escapar a la cárcel, al expolio de sus bienes, al exilio, a la degradación social o incluso a la muerte, realizaban actos públicos de idolatría, ofreciendo a los dioses sacrificios (sacrificati), incienso (thurificati) o consiguiendo certificados de idolatría (libelatici). Y en esto ya advertía San Cipriano que «es criminal hacerse pasar por apóstata, aunque interiormente no se haya incurrido en el crimen de la apostasía» (Cta. 31).

La Iglesia asigna a los apóstatas penas máximas, pero los recibe cuando regresan por la penitencia. Siempre la Iglesia vio con horror el máximo pecado de la apostasía, hasta el punto que los montanistas consideraban imperdonables los pecados de apostasía, adulterio y homicidio, y también los novacianos estimaban irremisible, incluso en peligro de muerte, el pecado de la apostasía. Pero ya en esos mismos años, en los que se forma la disciplina eclesiástica de la penitencia, prevalece siempre el convencimiento de que la Iglesia puede y debe perdonar toda clase de pecados, también el de la apostasía (p. ej., Concilio de Cartago, 251). San Clemente de Alejandría (+215) asegura que «para todos los que se convierten a Dios de todo corazón están abiertas las puertas, y el Padre recibe con alegría cordial al hijo que hace verdadera penitencia» (Quis dives 39).

La Iglesia perdona al hijo apóstata que hace verdadera penitencia. Siendo la apostasía el mayor de los pecados, siempre la Iglesia evitó caer en un laxismo que redujera a mínimos la penitencia previa para la reconciliación del apóstata con Dios y con la Iglesia. De hecho, como veremos, las penas canónicas impuestas por los Concilios antiguos a los apóstatas fueron máximas.

Y siguen siendo hoy gravísimas en el Código de la Iglesia las penas canónicas infligidas a los apóstatas. «El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latæ sententiæ» (c. 1364,1). Y «se han de negar las exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna señal de arrepentimiento, 1º a los notoriamente apóstatas, herejes o cismáticos» (c. 1184).

El ateísmo de masas es hoy un fenómeno nuevo en la historia. El concilio Vaticano II advierte que «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo» (GS 19a). «La negación de Dios o de la religión no constituyen, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presentan no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y de la misma legislación civil» (ib. 7c). Y eso tanto en el mundo marxista-comunista, más o menos pasado, como en el mundo liberal de Occidente. Pero se da hoy un fenómeno todavía más grave.

La apostasía masiva de bautizados es hoy, paralelamente, un fenómeno nuevo en la historia de la Iglesia; la apostasía, se entiende, explícita o implícita, pública o solamente oculta. El hecho parece indiscutible, pero precisamente porque habitualmente se silencia, debemos afrontarlo aquí directamente. Vamos, pues, derechos al asunto. Imagínense ustedes a un profesor católico de teología –imagínenlo sin miedo, que no les va a pasar nada–, que, en un Seminario o en una Facultad de Teología católica, después de negar la virginidad perpetua de María, los relatos evangélicos de la infancia, los milagros, la expulsión de demonios, la institución de la Eucaristía en la Cena, la condición sacrificial y expiatoria de la Cruz, el sepulcro vacío, las apariciones, la Ascensión y Pentecostés, afirma que Jesús nunca pretendió ser Dios, sino que fue un hombre de fe, que jamás pensó en fundar una Iglesia, etc. Y pregúntense ustedes, si les parece oportuno: ¿estamos ante un hereje o simplemente ante un apóstata de la fe? Y tantos laicos, sacerdotes y religiosos –todos ellos bien ilustrados–, que reciben y asimilan esas enseñanzas ¿han de ser considerados como fieles católicos o más bien como herejes o apóstatas? La pregunta, deben ustedes reconocerlo, tiene su importancia. ¿O no?

Fuente http://infocatolica.com/blog/reforma.php/empezamos-bien

 

 

José María Iraburu, sacerdote (Pamplona, 1935-), estudió en Salamanca y fue ordenado sacerdote (Pamplona, 1963). Primeros ministerios pastorales en Talca, Chile (1964-1969). Doctorado en Roma (1972), enseñó Teología Espiritual en Burgos, en la Facultad de Teología (1973-2003), alternando la docencia con la predicación de retiros y ejercicios en España y en Hispanoamérica, sobre todo en Chile, México y Argentina. Con el sacerdote José Rivera (+1991) escribió Espiritualidad católica, la actual Síntesis de espiritualidad católica. Con él y otros establecieron la Fundación GRATIS DATE (1988-). Ha colaborado con RADIO MARIA con los programas Liturgia de la semana, Dame de beber y Luz y tinieblas (2004-2009).

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis: