Desde el encarcelamiento de Jesús a su condena a muerte, visiones de la beata Ana Catalina Emmerick

Iglesia de la Flagelacion en Tierra Santa

JESÚS EN LA CÁRCEL

Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo de bóveda, del cual se conserva todavía una parte, bajo la sala de juicios de Caifás. Dos de los cuatro esbirros se quedaron con él, pero pronto fueron relevados por otros.

No le habían devuelto aún sus vestidos y seguía cubierto con la capa ridícula que le habían puesto. Le habían atado de nuevo las manos.

Cuando el Salvador entró en prisión, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los ultrajes, insultos y golpes que había sufrido y que tenía aún que sufrir como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que en sus padecimientos se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera. Los enemigos de Nuestro Señor no le dieron ni un solo instante de reposo. Lo ataron a un pilar en medio del calabozo y no le permitieron que se apoyara en él, de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies, cansados, heridos e hinchados. Es imposible describir todo lo que estos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos, porque su vista me afectaba de tal modo que me sentía verdaderamente enferma, como a punto de morir. ¡Qué vergonzoso, en efecto, que nuestra flaqueza nos impida contar sin repugnancia los innumerables ultrajes que el Redentor padeció por nuestra salvación! Jesús lo sufría todo sin abrir la boca, y fueron los hombres pecadores quienes perpetraron todos los ultrajes contra quien era su Hermano, su Redentor y su Dios. Jesús en su prisión, seguía rogando por sus enemigos, y cuando al fin le dieron un instante de reposo, le vi apoyado sobre el pilar y todo rodeado de luz. Estaba llegando el amanecer del día de su Pasión, del día de nuestra Redención, y se anunciaba con un tembloroso rayo de luz que entraba por el respiradero del calabozo, sobre nuestro cordero pascual cubierto de heridas. Jesús levantó sus manos atadas hacia la luz y dio gracias a su Padre en voz alta por el don de ese día deseado por los patriarcas y profetas y por el cual él mismo había suspirado con tanto ardor desde su llegada a la tierra, y respecto al cual había dicho a sus discípulos: «Debo ser bautizado con otro bautismo, y viviré esperando que se cumpla.» Jesús saludaba el día con una acción de gracias tan conmovedora en medio de sus sufrimientos que yo me sentía enormemente emocionada e intentaba repetir cada una de sus palabras como un niño. Era un espectáculo que rompía el corazón verlo acoger así el primer rayo de luz del gran día de su sacrificio. Los esbirros, que parecían haberse dormido un instante, se despertaron y lo miraron con sorpresa, pero no lo interrumpieron. Estaban trastornados y asustados. Jesús debió de estar todavía más o menos una hora en esa prisión.

 

JUDAS EN EL TRIBUNAL

Mientras Jesús estaba en el calabozo, Judas, que había estado vagabundeando de acá para allá, como un desesperado, por el valle de Hinón, se acercó al Tribunal de Caifás. Llevaba todavía colgada a su cintura la bolsa con las treinta monedas, el precio de su traición. Todo estaba en el mayor silencio, y preguntó a los guardias de la casa, sin darse a conocer, qué harían con el Galileo. Ellos le dijeron: «Ha sido condenado a muerte y será crucificado.» Fue oyendo aquí y allí hablar de las crueldades ejercidas contra Jesús, de su paciencia y de la solemne declaración que había pronunciado al amanecer delante del Gran Consejo. Judas se retiró detrás del edificio para no ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación dominaba cada vez más su alma. Pero el sitio adonde había ido a parar, era donde habían estado construyendo la cruz; las diversas piezas de que ésta se componía estaban colocadas en orden, y los obreros dormían junto a ellas. Judas se sintió lleno de horror al ver todo aquello y huyó; había visto el instrumento del cruel suplicio, al que había entregado a su Dios y Maestro. Vagó atenazado por la angustia y finalmente se escondió en los alrededores esperando la conclusión del juicio de la mañana.

 

EL JUICIO DE LA MAÑANA

Tan pronto como amaneció, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se reunieron de nuevo en la sala grande del Tribunal para celebrar un juicio según las normas, pues no era conforme a la ley que los delitos se juzgasen de noche. Debido a la urgencia, podía haber sólo una instrucción previa. La mayor parte de los miembros del Consejo habían pasado el resto de la noche en casa de Caifás, en donde les habían preparado camas. La asamblea era numerosa y se veía en todos los gestos gran precipitación. Deseaban condenar a Jesús a muerte, pero Nicodemo, José y algunos otros se opusieron a sus demandas y pidieron que se difiriera el juicio hasta después de la fiesta, alegando que una sentencia no podía basarse en las acusaciones presentadas ante el Tribunal porque todos los testigos se habían contradicho entre sí. El Sumo Sacerdote y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que se les oponían, que siendo ellos mismos sospechosos de haber favorecido la doctrina del Galileo, este juicio les disgustaba porque no les resultaba conveniente. Excluyeron incluso del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús. Estos últimos protestaron la decisión y finalmente dijeron que se lavaban las manos de todo lo que allí pudiera decidirse y, abandonando la sala, se retiraron al Templo. Desde aquel día nunca más volvieron a ocupar sus asientos en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de sus jueces y que estuviesen listos para conducirlo ante Pilatos inmediatamente después. Los esbirros se precipitaron a la cárcel, desataron las manos de Jesús, le arrancaron la capa vieja con que le habían cubierto, lo obligaron a ponerse su túnica cubierta de inmundicias, le rodearon el cuerpo con cuerdas y lo sacaron del calabozo. Todo esto lo hicieron precipitadamente y con una horrible brutalidad. Jesús fue conducido entre la multitud, ya reunidos enfrente de la casa y, cuando lo vieron tan horriblemente desfigurado por los malos tratos dispensados, vestido sólo con su túnica manchada, en lugar de sentir compasión, lo miraron con disgusto, y el desagrado les inspiró nuevas crueldades; pues la piedad era algo desconocido por el duro corazón de estos judíos.

Caifás, que no hacía el más mínimo esfuerzo por disimular su rabia contra Jesús, que se presentaba delante de él en un estado tan deplorable, le dijo: «Si tú eres el Cristo, si eres el Mesías, dínoslo.» Jesús levantó la cabeza y dijo con gran dignidad y calma: «Si os lo digo, no me creeréis, y si os lo pregunto a vosotros no me responderéis ni me dejaréis marchar; pero desde hoy el Hijo del Hombre estará sentado a la derecha de Dios Todopoderoso.» Se miraron unos a otros y con desdeñosa sonrisa, preguntaron a Jesús: «¿Eres tú, pues, el Hijo de Dios?» Y Jesús respondió: «Tú lo has dicho, lo soy.» Al oír estas palabras exclamaron: «¿Para qué necesitamos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca.» Mandaron atar de nuevo a Jesús y poner una cadena a su cuello, como se hacía con los condenados a muerte, para conducirlo ante Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle de que iban a llevarle a un criminal, para que lo juzgara, pues era preciso darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban entre sí con indignación de la obligación que tenían de ir al gobernador romano para que éste legalizase la sentencia; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del Templo, no podían ejecutar las sentencias de muerte sin su consentimiento. Uno de los cargos que iban a presentar ante Pilatos era que Jesús era enemigo del Emperador y bajo este aspecto la condena era competencia de Pilatos. Los soldados estaban ya formados delante de la casa; había también muchos enemigos de Jesús y mucha gentuza. El Sumo Sacerdote y una parte de los miembros del Sanedrín iban delante, seguidos por el pobre Salvador rodeado de los esbirros y los soldados. La muchedumbre cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se di­rigieron al palacio de Pilatos. Una parte de los sacerdotes que habían asistido al último juicio se dirigieron al Templo, donde todavía tenían mucho que hacer.

 

LA DESESPERACIÓN DE JUDAS

Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, Judas, el traidor, oyó lo que se decía en el pueblo; escuchó palabras como éstas: «Lo llevan ante Pilatos, el Sanedrín lo ha condenado a muerte; el descreído va a ser crucificado; ha sido muy mal tratado; sólo dice que es el Mesías; lo matarán por eso; el descreído que lo ha vendido era uno de sus discípulos», etc. Entonces, la angustia, el arrepentimiento y la desesperación lucharon en el alma de Judas. Echó a correr, pero el peso de las treinta monedas colgadas de su cintura, era para él como una espuela del infierno; sujetó la bolsa con la mano a fin de que al correr no le molestasen. Corría tan rápido como podía. No para ir a echarse a los pies de Jesús y pedirle perdón; no para morir con Él; no para confesar su crimen, sino para expiar lejos de Él y de los hombres su crimen y el precio de su traición.

Corrió como un insensato hasta el Templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa burlona lanzaron una mirada altiva sobre Judas, quien fuera de sí arrancó de su cintura la bolsa con las treinta monedas y, entregándosela con la mano derecha, dijo desesperado: «Tomad vuestro dinero, con el cual me habéis hecho entregaros a un hombre justo; tomad vuestro dinero y soltad a Jesús. Rompo nuestro pacto; he pecado gravemente vendiendo sangre inocente.» Los sacerdotes lo miraron con desprecio, apartaron sus manos del dinero que les entregaba para no manchárselas tocando la recompensa del traidor y le dijeron: «¿Qué nos importa a nosotros que hayas pecado? Si crees haber vendido sangre inocente, no es asunto nuestro. Nosotros sabemos lo que hemos comprado y lo hallamos digno de la muerte. El dinero es tuyo, no queremos saber más de ti.» Estas palabras dichas en tan duro tono, provocaron en Judas tal rabia y desesperación que se puso frenético; los cabellos se le erizaron sobre la cabeza, rasgó la bolsa que contenía las monedas, las arrojó al suelo del Templo y corrió fuera de la ciudad.

De nuevo lo vi correr como un insensato por el valle de Hinón. Satanás estaba a su lado y, para llevarlo a la desesperación, iba recitándole al oído todas las maldiciones de los profetas sobre esta tierra, donde los judíos habían sacrificado sus hijos a los ídolos. Cuando estaban llegando al torrente de Cedrón y tenían a la vista el monte de los Olivos, el diablo le dijo: «Caín, ¿qué has hecho con tu hermano?» Judas empezó a temblar, volvió los ojos y oyó entonces estas otras palabras: «Amigo, ¿a qué vienes? Judas, ¿vas a entregar al Hijo del Hombre con un beso?» Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, comenzó a perder la razón y, entregado a horribles pensamientos, llegó al pie de la montaña. Un lugar desolado, lleno de escombros e inmundicias; el discordante sonido de la ciudad resonaba en sus oídos y Satanás le decía: «Quien vende a alguien y recibe el precio de su traición, merece la muerte. Pon fin a tu desgracia, acaba de una vez, miserable, acaba con la desgracia!» Entonces, Judas, desesperado, cogió su cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un hoyo y que tenía muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó y sus entrañas se esparcieron por el suelo.

 

JESÚS ES CONDUCIDO ANTE PILATOS

La inhumana turba que conducía a Jesús desde Caifás hasta Pilatos, lo llevaron por la parte más frecuentada de la ciudad. Bajaron la montaña de Sión por el lado del norte, atravesaron una calle estrecha situada en su parte baja y se dirigieron por el valle de Acra a lo largo de la parte occidental del Templo, hacia el palacio y el Tribunal de Pilatos, situado al nordeste del Templo, enfrente del gran fortín o de la gran plaza. Caifás, Anás y muchos miembros del Gran Consejo iban delante, con sus vestidos de fiesta, les seguían un gran número de escribas y judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los fariseos que se habían destacado en la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de una tropa de soldados y de seis esbirros, los que habían asistido a su arresto. La muchedumbre afluía de todos lados y se unía a ellos con gritos e imprecaciones; los grupos se atropellaban por el camino. Jesús iba cubierto sólo con su túnica interior, toda llena de inmundicias; de su cuello colgaba la larga cadena, que le golpeaba y hería las rodillas cuando andaba; sus manos estaban atadas como la víspera; los esbirros sostenían los cabos de las cuerdas que le habían atado a la cintura y con ellas lo conducían. Estaba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, con la cara ensangrentada; las injurias y los malos tratos proseguían sin cesar. Habían reunido mucha gente con objeto de hacer una desgraciada parodia de su entrada triunfal el Domingo de Ramos. Se burlaban llamándole rey, y echaban en el suelo palos y trapos, le cantaban canciones que hacían alusión a su entrada triunfal entre ramos de palma.

En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, esperaba la Madre de Jesús, junto con Juan y Magdalena esperando verlo. El alma de la Santísima Virgen estaba siempre unida a la de Jesús, pero impulsada por su amor, quería acercarse a Él personalmente. Tras su visita nocturna al Tribunal de Caifás había estado en el cenáculo, sumida en un silencioso dolor; cuando Jesús era sacado de nuevo de la prisión para ser presentado a los jueces, ella se levantó, se puso su velo y su capa y dijo a Juan y a Magdalena: «Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos; tengo que verlo con mis propios ojos.» Se colocaron en un sitio por donde la comitiva debía pasar y esperaron. La Madre de Jesús sabía bien lo horriblemente que estaba su­friendo su Hijo, pero su vista interior nunca habría podido concebir que la crueldad de los hombres lo hubiera dejado tan desfigurado y golpeado; porque, en su figuración, sus grandes dolores aparecían calmados por la santidad, el amor y la paciencia. Pero entonces, se presentó ante su vista la terrible realidad. Primero pasaron los orgullosos enemigos de Jesús, los sacerdotes del Dios verdadero con sus trajes de fiesta, revestidos con sus decisiones tomadas y su alma llena de mentira y maldad. Los sacerdotes de Dios se habían vuelto sacerdotes de Satanás. A continuación, venían los falsos testigos, los acusadores sin fe, y el pueblo con sus clamores. Al final de todos llegó Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, su Hijo, desfigurado, maltratado, atado, empujado, arrastrado, cubierto de una lluvia de injurias y de maldiciones. Él hubiera sido perfectamente irreconocible incluso para su Madre, sí ella no hubiera visto al instante el contraste entre su comportamiento y el de aquellos viles atormentadores Él solo en medio de la persecución sufriendo con resignación. Alzando sus manos sólo para suplicar al Padre Eterno el perdón de sus enemigos.

Cuando Él se acercaba, ella no pudo contenerse y exclamó: «¡Ay! ¿Es éste mi Hijo? Sí, lo es. Es mi amado Hijo. ¡Oh, Jesús, mi Jesús!» Al pasar delante de ellos, Jesús la miró con una expresión de gran amor y ternura y ella cayó totalmente inconsciente. Juan y Magdalena se la llevaron. Pero apenas volvió en sí, se hizo acompañar por Juan al palacio de Pilatos.

Jesús debió de experimentar en este camino la aguda pena de ver cómo hay amigos que nos abandonan en la desgracia. Los habitantes de Ofel, que tanto querían y debían a Jesús, estaban a la orilla del camino y cuando le vieron en aquel estado de abatimiento, su fe se tambaleó, y ya no pudieron seguir creyendo que era un rey, un profeta, el Mesías, el Hijo de Dios. Y los fariseos utilizaban contra ellos el amor que habían sentido por Jesús. Así se enfriaron sus corazones, debido al terrible ejemplo que les daban las personas más respetadas del país, el Sumo Sacerdote y el Sane­drín o Gran Consejo. Los mejores se retiraron dudando, los peores se unieron a la turba en cuanto les fue posible, pues los fariseos habían puesto guardias para mantener el orden.

 

EL PALACIO DE PILATOS Y SUS ALREDEDORES

Al pie del ángulo nordeste de la montaña del Templo está situado el palacio del gobernador romano Pilatos. Queda bastante elevado, pues se accede a él por una gran escalera de mármol, y domina una plaza espaciosa rodeada de columnas bajo cuyos porches se colocan los mercaderes. Un puesto de guardia y cuatro entradas interrumpen esta plaza que los romanos llaman foro. Éste queda más elevado que las calles que salen de ella, y está separada del palacio de Pilatos por un patio espacioso. A este patio se entra por un claustro que hay en su parte oriental, y que da sobre una calle que conduce a la puerta de las Ovejas y al monte de los Olivos; hacia poniente hay otro claustro por donde se va a Sión por el barrio de Acra. Desde la escalera del palacio se ve, hacia el norte, el foro, a cuya entrada hay columnas y bancos, encarados hacia palacio. Los sacerdotes judíos no iban más allá de estos bancos, para no contaminarse. Cerca de la puerta occidental del patio, hay un puesto de guardia que linda al norte con la plaza y al mediodía con el pretorio de Pilatos. Se llamaba pretorio a la parte del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El puesto de guardia estaba rodeado de columnas, en cuyo centro había un espacio descubierto que debajo tenía las prisiones, en las que en aquellos momentos permanecían cautivos los dos ladrones. Había muchos soldados romanos. No lejos de este puesto de guardia se elevaba sobre la plaza misma la columna donde Jesús sería atado. Enfrente del puesto de guardia, en la propia plaza., hay una elevación con algunos bancos de piedra; es como un Tribunal. Desde este sitio, llamado Gábbata, Pilatos pronuncia sus juicios. La escalera que da al palacio conduce a una terraza descubierta, desde donde Pilatos se dirige a los acusadores, sentados en los bancos de piedra a la entrada de la plaza.

 

JESÚS ANTE PILATOS

Eran poco más o menos las seis de la mañana según nuestra cuenta del tiempo, cuando la tropa que conducía al maltratado Salvador llegó a la plaza frente al palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Sanedrín se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del Tribunal. Jesús fue arrastrado más allá, hasta la escalera de Pilatos. Éste se hallaba en la terraza, recostado sobre una especie de sofá y delante tenía una mesa de tres pies. Junto a él, a ambos lados, había oficiales y soldados; próximas al grupo se exhibían las insignias del poder romano. Cuando Pilatos vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con tono despreciativo: «¿Qué venís a hacer aquí a esta hora? ¿Por qué habéis maltratado al prisionero de esta manera? ¿Empezáis a ejecutar a vuestros criminales antes de que sean juzgados?» Ellos no respondieron, pero dijeron a los guardias: «Adelante, conducidlo al tribunal»; y a Pilatos: «Escucha nuestras acusaciones contra este malhechor. Nosotros no podemos entrar en el Tribunal para no volvernos impuros.» En cuanto hubieron pronunciado estas palabras, un hombre de gran estatura y de aspecto venerable gritó con voz potente: «Así es, no debéis entrar en el pretorio, pues está santificado con sangre inocente. Sólo Él puede entrar ahí, pues sólo Él es tan puro como los inocentes que aquí fueron masacrados.» Quien así había hablado y que a continuación desapareció entre la multitud, se llamaba Sadoch, era un hombre rico, primo de Obed, el marido de Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos estaban entre los inocentes degollados por orden de Herodes en el patio de aquel Tribunal cuando nació el Salvador.

Tras aquella horrible vivencia él se había retirado del mundo y, junto a su mujer, se había unido a los esenios. Había conocido a Jesús en casa de Lázaro y había escuchado sus enseñanzas, y sus palabras le habían dado consuelo por primera vez tras el espantoso asesinato de sus hijos; él estaba dispuesto a testimoniar públicamente a favor de Jesús.

Los acusadores de Nuestro Señor estaban irritados por la altivez de Pilatos y por la humilde actitud que tenían que guardar en su presencia. Los brutales guardianes hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y le condujeron así al fondo de la terraza, desde donde Pilatos se dirigía a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verlo tan horriblemente desfigurado por los malos tratos recibidos y conservando sin embargo una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los miembros del Consejo se redobló; les dijo que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les preguntó en tono imperioso: «¿De qué acusáis a este hombre?» Ellos respondieron: «Si no fuese un malhechor no habríamos acudido ante ti.» Pilatos replicó: «Lleváoslo y juzgadlo según vuestra Ley.» Los judíos le contestaron: «Tú sabes que nosotros no podemos condenar a muerte.» Los enemigos de Jesús estaban furiosos; querían que el juicio hubiese acabado y su víctima ejecutada antes de la fiesta, para poder sacrificar luego el cordero pascual.

Cuando Pilatos finalmente les pidió que presentasen sus acusaciones, alegaron tres principales, apoyada cada una por diez testigos; esforzándose sobre todo en mostrarle a Pilatos que Jesús era el cabecilla de una conspiración contra Roma. Lo acusaron primero de engañar al pueblo, de perturbar la paz pública y excitar a la sedición. Dijeron después que faltaba al sábado curando incluso en ese día. Aquí Pilatos los interrumpió diciendo: «Evidentemente, vosotros no estáis enfermos, porque si no no estaríais tan encolerizados contra la sanación en sábado.» Añadieron que inculcaba al pueblo horribles doctrinas; decía que si no comían su carne y bebían su sangre no alcanzarían la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dijo a los judíos: «Al parecer también vosotros queréis alcanzar la vida eterna; pues parecéis muy deseosos de comer su carne y beber su sangre.»

La segunda acusación contra Jesús era que animaba al pueblo a no pagar el tributo al Emperador. Estas palabras indignaron a Pilatos, que les dijo con un tono autoritario: «¡Eso es un gran embuste! Lo sé mucho mejor que vosotros.» Entonces los judíos profirieron gritando la tercera acusación: «Aunque este hombre es de baja extracción, se ha convertido en cabecilla de muchos y pretende proclamarse rey; estos días pasados hizo una entrada tumultuosa en Jerusalén y se ha hecho dar los honores reales. Ha predicado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el rey prometido a los judíos.» Esto también fue apoyado por diez testigos.

Esta última acusación de que Jesús se hacía llamar el Cristo, el rey de los judíos, dejó a Pilatos pensativo. Fue desde la terraza al Tribunal, que estaba al lado, echó al pasar una atenta mirada sobre Jesús y mandó a los guardias que lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de espíritu ligero y fácil de perturbar. Había oído hablar de los hijos de sus dioses que habían vivido sobre la tierra; tampoco ignoraba que los profetas de los judíos habían anunciado desde hacía mucho tiempo un Ungido del Señor, un Rey Libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Había oído también de los Reyes del Oriente, que habían visitado al rey Herodes en busca del rey de los judíos. Pero le parecía ridículo que acusaran precisamente a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, de haberse creído ese Mesías y ese rey. Sin embargo, como los enemigos de Jesús habían presentado eso como traición al Emperador, mandó llevar a Jesús a su presencia para interrogarle.

Pilatos miró a Jesús sin poder disimular la impresión que le causaba su porte sereno, y le dijo: «¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?» Jesús respondió: «¿Lo preguntas porque tú lo crees posible, o porque otros te lo han dicho?» Pilatos, ofendido porque Jesús pudiera creer que él pudiera hacerse semejante pregunta, le dijo: «¿Soy acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque, según dicen, mereces morir. Dime lo que has hecho.» Jesús le contestó con majestad: «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuese, tendría servidores que lucharían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo.» Pilatos se sintió perturbado con estas solemnes palabras, y le dijo: «Entonces, ¿me estás diciendo que en verdad eres un rey?» Jesús respondió: «Tú lo has dicho, soy un rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que pertenece a la verdad escucha mi voz.» Pilatos lo miró y, levantándose, dijo: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?» Luego le dijo a Jesús algunas otras cosas que no recuerdo y volvió a la terraza.

Las palabras de Jesús estaban más allá de la comprensión de Pilatos. Pero lo que sí veía éste claro era que no era un rey que pudiera perjudicar al Emperador, puesto que no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco de los reinos del otro mundo. Y así dijo a los sacerdotes desde la terraza: «No encuentro ningún crimen en este hombre.» Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes se vertió un torrente de acusaciones contra Jesús. Pero Nuestro Señor permanecía silencioso, y oraba por los pobres hombres, y cuando Pilatos se volvió hacia Él diciéndole: «¿No respondes nada a estas acusaciones?», Jesús no pronunció ni una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: «Veo claramente que las acusaciones son falsas.» Pero la furia de los acusadores aumentaba cada vez más, y dijeron: «¡Cómo! ¿No hallas crimen en él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina por todo el país, desde Galilea hasta aquí?» Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un momento, y preguntó: «¿Este hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí —respondieron ellos—, sus padres han vivido en Nazaret y actualmente está empadronado en Cafarnaum.» «Pues, si es súbdito de Herodes —replicó Pilatos—, llevádselo a él. Él puede juzgarlo.» Entonces mandó conducir a Jesús fuera y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a llevar a Jesús de Nazaret, súbdito suyo, para que lo juzgara. Pilatos tenía dos motivos para sentirse satisfecho. Por un lado, se libraba de juzgar a Jesús, pues aquel asunto no le gustaba. Por otro, aprovechaba esta ocasión para complacer a Herodes, quien, según le había dicho, tenía curiosidad por conocer a Jesús.

Los enemigos de Nuestro Señor, furiosos al ver que Pilatos los trataba así en presencia del pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y arrastrándolo y llenándolo de insultos y golpes, en medio de la multitud que llenaba la plaza, lo llevaron hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy distante. Algunos soldados romanos se habían unido a la escolta.

Claudia Procla, mujer de Pilatos, que tenía grandes deseos de hablar con Jesús, mientras conducían a éste a casa de Herodes, subió a escondidas a una galería elevada y desde allí miró con preocupación y angustia cómo se lo llevaban a través del foro.

 

ORIGEN DE LA DEVOCIÓN DEL VIA CRUCIS

Mientras duró la comparecencia ante Pilatos, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando, sumidos en un profundo dolor. Cuando Jesús era conducido a Pilatos, Juan, junto con la Santísima Virgen y Magdalena recorrieron todos los lugares en los que Jesús había estado desde que lo prendieron. Así, volvieron a casa de Caifás, de Anás, por Ofel a Getsemaní, al huerto de los Olivos, y en todos los sitios donde Nuestro Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían por Él. La Virgen se prosternó más de una vez y besó la tierra allí donde su Hijo se había caído. Magdalena se retorcía las manos y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, las conducía más lejos. Éste fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a los misterios de la Pasión de Jesús aun antes de que ésta se cumpliera.

 

PILATOS Y SU MUJER

Mientras Jesús era conducido a casa de Herodes, yo vi a Pilatos ir con su esposa Claudia Procla. Ella corrió a encontrarse con él y juntos fueron a una casita situada sobre una elevación del jardín, detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy asustada. Era una mujer alta y hermosa, aunque extremadamente pálida. Tenía un velo echado por la cabeza, pero aun así se veían los cabellos colocados alrededor de la cabeza con algunos adornos; llevaba pendientes, un collar y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su largo vestido. Habló durante mucho rato con Pilatos, le rogó que, por todo lo que para él fuera más sagrado, que no le hiciese ningún mal a Jesús, el profeta, el Santo de los Santos, y le relató los extraordinarios sueños y visiones que había tenido sobre Jesús la noche anterior. Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de estas visiones; pero tengo más confuso cómo seguían. En primer lugar, ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, el Nacimiento de Jesús, la Adoración de los pastores y de los reyes, la huida a Egipto, la tentación en el desierto, etc. Jesús siempre se le apareció rodeado por un halo de luz, y vio también la maldad y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, así como la angustia de su Madre. Estas visiones le causaron gran inquietud y tristeza. Había sufrido toda la noche y había visto cosas unas veces muy claras y otras muy confusas y, cuando aquella mañana la había despertado el ruido de la tropa que conducía a Jesús, miró hacia ellos. Y entonces, vio a Nuestro Señor, reconoció a aquel de quien tantas cosas aquella noche le habían sido reveladas; ahora desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se había trastornado ante lo que vio, y por eso había ido a buscar a Pilatos, y le había contado con vehemencia y emoción todo lo que le acababa de suceder. Ella no lo comprendía por completo y no podía expresarlo bien, pero rogaba, instaba, suplicaba encarecidamente a su marido en los más afectuosos términos que escuchara su súplica.

Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que decía su mujer con lo que había ido oyendo aquí y allí sobre Jesús, se acordaba de la furia de los judíos, del silencio de Jesús, de sus misteriosas respuestas a sus preguntas. Dudó durante algún rato pero finalmente cedió a los ruegos de su mujer y le dijo que no lo condenaría, porque había visto que todas las acusaciones eran maquinaciones de los judíos. Le contó también las propias palabras que había oído de Jesús y prometió a su mujer no condenarlo; como prenda de su promesa le dio un anillo.

Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, ambicioso y al mismo tiempo extremadamente orgulloso; no retrocedía ante las acciones más vergonzosas si éstas podían beneficiarlo, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba en una situación difícil. En esa circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en un lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos sagrados. Pero todas estas cosas me parecían tan ignominiosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente, después temía que sus dioses se vengaran de él, porque tenía a Jesús por una especie de semidios, que podía perjudicar a sus dioses, con lo que su muerte sería un triunfo de éstos. Luego, se acordaba de las visiones de su mujer y tenían un gran peso en la balanza en favor de la libertad de Jesús. Acabó por decidirse por esta última opinión. Quería ser justo, pero tenía que anteponer sus objetivos, por la misma razón por la que había preguntado a Jesús: «¿Qué es la verdad?» La mayor confusión reinaba en sus ideas e influía en sus actos, y su único deseo era no arriesgarse.

Cada vez era mayor el número de gente que se agolpaba en la plaza y en la calle por donde debían conducir a Jesús. Los grupos se formaban según unas ciertas pautas, dependiendo de la población, de donde cada uno había subido a la fiesta. Los fariseos, los más rencorosos de todos, estaban con sus correligionarios, trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los soldados romanos eran numerosos en el puesto de guardia de Pilatos, y muchos de ellos se habían mezclado con la muchedumbre.

 

JESÚS ANTE HERODES

El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad. No estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Italia y Suiza, se habían unido a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadones que formaban una especie de trono. Estaba rodeado por cortesanos y guerreros. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo entraron y se acercaron a él. Jesús se quedó en la puerta. Herodes se sentía muy halagado al ver que Pilatos reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, su derecho a juzgar a un galileo. También se alegraba de ver ante él, en un estado de humillación y degradación, a aquel Jesús que nunca se había dignado presentarse. Juan el Bautista había hablado de Jesús en términos tan magníficos, y había oído tantos relatos sobre él contados por los herodianos y todos sus espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Tenía la maravillosa oportunidad de someterlo a interrogatorio delante de los cortesanos y de los miembros del Sanedrín y así poder mostrar su erudición. Pilatos le había mandado decir que él no había hallado ningún crimen en aquel hombre, y él creyó que aquello era un aviso para que tratase con desprecio a los acusadores. Lo hizo así, con lo que aumentó la furia de éstos de manera indescriptible.

En cuanto estuvieron en presencia de Herodes empezaron a vociferar sin orden las acusaciones, pero Herodes miró a Jesús con curiosidad. Sin embargo, cuando lo vio tan desfigurado, lleno de golpes, con el cabello en desorden, la cara ensangrentada y la túnica manchada, aquel príncipe voluptuoso y afeminado sintió una mezcla de asco y compasión, pronunció el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia y dijo a los sacerdotes: «Lleváoslo y lavadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan sucio y tan lleno de heridas?» Los esbirros llevaron a Jesús al patio, cogieron agua en un cubo y lo limpiaron sin dejar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad, queriendo imitar la conducta de Pilatos, y les dijo: «Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes del tiempo.» Los sacerdotes repetían con empeño sus quejas y sus acusaciones. Cuando volvieron a traer a Jesús ante él, Herodes, fingiendo compasión, mandó que le dieran al prisionero un vaso de vino para reparar sus fuerzas, pero Jesús negó con la cabeza y no quiso beber. Herodes habló con énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que obrara un prodigio. Jesús no respondía una palabra y se mantenía ante él con los ojos bajos, lo que irritó y desconcertó a Herodes. Sin embargo, no quiso exteriorizarlo y prosiguió con sus preguntas. Primero manifestó sorpresa y quiso ser persuasivo: «¿Cómo es posible que te traigan ante mí como a un criminal? He oído hablar mucho de ti. Sabes que me has ofendido en Tirza, cuando has libertado, sin mi permiso, a los presos que yo tenía allí. Pero seguro que lo hiciste con buena intención. Ahora que el gobernador romano te envía a mí para juzgarte, ¿qué tienes que responder a las cosas de que se te acusa? ¿Guardas silencio? Me han hablado mucho de la sabiduría de tus doctrinas. Quisiera oírte responder a tus acusaciones. ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el rey de los judíos? ¿Eres tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros, haz alguno delante de mí. Tu libertad depende de mí. ¿Es verdad que has dado la vista a los ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos, dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Hazme caso, obra uno de tus prodigios, eso te será útil.» Como Jesús continuaba callando, Herodes siguió hablando con más insistencia: «¿Quién eres tú? ¿Quién te dio ese poder? ¿Por qué lo has perdido ya? ¿Eres tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa? Unos reyes del Oriente vinieron a ver a mi padre para saber dónde podían encontrar al rey de los judíos recién nacido, ¿es verdad, como dicen, que ese niño eres tú? ¿Cómo pudiste escapar de la muerte que sufrieron tantos niños? ¿Cómo pudo ser eso? ¿Por qué han pasado tantos años sin que supiéramos de ti? ¡Responde! ¿Qué especie de rey eres tú? En verdad que no veo nada regio en ti. Dicen que hace poco te han conducido en triunfo hasta el Templo, ¿qué significa eso? Habla, pues, ¡respóndeme!» Toda esa retahila de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús.

Luego me fue mostrado, y yo en realidad lo sabía, que Jesús no le habló porque estaba excomulgado a causa de su casamiento adúltero con Herodías y por haber ordenado la muerte de Juan el Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús y comenzaron otra vez sus acusaciones. Le dijeron que Jesús había tachado al propio Herodes de manera que durante años había trabajado mucho para derrocar a su familia; que había querido establecer una nueva religión y que había celebrado la Pascua la víspera. Herodes, aunque irritado contra Jesús, no perdía nunca de vista sus proyectos políticos. No quería condenar a Jesús porque sentía ante él un terror secreto y tenía con frecuencia remordimientos por la muerte de Juan el Bautista; además, detestaba a los sacerdotes, que no habían querido excusar su adulterio y lo habían excluido de los sacrificios a causa de este pecado. Y sobre todo, no quería condenar a alguien a quien Pilatos había declarado inocente, y él quería devolverle la cortesía y mostrar deferencia hacia la decisión del gobernador romano en presencia del Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo. Pero llenó a Jesús de improperios y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Coged a ese insensato y rendid a ese rey burlesco los honores que merece; es más bien un loco que un criminal.»

Condujeron al Salvador a un gran patio donde lo hicieron objeto de burla y escarnio. Este patio estaba entre las dos alas del palacio, y Herodes los miró algún tiempo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo instaron de nuevo a condenar a Jesús, pero Herodes les dijo de modo que lo oyesen los soldados romanos: «Sería un error condenarlo.» Quería decir sin duda que sería un error condenar a quien Pilatos había hallado inocente.

Cuando los miembros del Sanedrín y los demás enemigos de Jesús, vieron que Herodes no quería atender a sus deseos, enviaron algunos de los suyos al barrio de Acra, para decir a muchos fariseos que había en él, que se juntaran con sus partidarios en los alrededores del palacio de Pilatos. Distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús. Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrilego. Debían añadir que si Jesús no moría, se uniría a los romanos para exterminar a los judíos y que ése era el reino al que siempre se refería. Además, debían hacer correr la voz de que Herodes lo había condenado, pero que era necesario que el pueblo se pronunciara; que se temía que, si se ponía en libertad a Jesús, sus partidarios turbarían la fiesta y los romanos llevarían a cabo una cruel venganza contra los judíos. Extendieron también los rumores más contradictorios y los más adecuados para inquietar al pueblo, a fin de irritarlos y sublevarlos. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de Herodes, para que maltratasen a Jesús hasta la muerte, pues deseaban que perdiese la vida antes de que Pilatos le concediese la libertad.

Mientras los fariseos estaban ocupados en estos asuntos, Nuestro Salvador sufría los suplicios para los que los soldados de Herodes habían sido comprados. Éstos lo empujaron en el patio, y uno de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero y que había contenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada y entre grandes risotadas se lo echaron a Jesús sobre la cabeza. Otro soldado trajo un pedazo de tela colorada y se la pusieron al cuello; entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban porque no había querido responder a su rey; le dedicaban mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como para hacerlo danzar; habiéndole tirado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio de modo que su sagrada cabeza daba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron y comenzaron otra vez los insultos. Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes y cada uno se quería distinguir inventando algún nuevo ultraje para Jesús. Algunos estaban pagados por los enemigos de Nuestro Señor específicamente para darle golpes en la cabeza. Jesús los miraba con un sentimiento de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero éstos eran utilizados por ellos para burlarse más y nadie tenía piedad de él, de su cabeza ensangrentada. Tres veces lo vi caer bajo los golpes, pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo los golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron al pobre ciego Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y menos crueles que aquellos hombres. El tiempo apremiaba; los sacerdotes tenían que ir al Templo, y cuando supieron que allí todo estaba dispuesto, como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, sordo a sus peticiones, seguía fiel a sus ideas relativas a Pilatos, y le devolvió a Nuestro Señor cubierto de su vestido de escarnio.

 

JESÚS ES LLEVADO DE HERODES A PILATOS

Los enemigos de Jesús que lo habían llevado de Pilatos a Herodes estaban avergonzados de tener que volver al sitio en donde ya había sido declarado inocente; por eso tomaron otros caminos mucho más largos, para que en otra parte de la ciudad pudieran verlo también en medio de su humillación y asimismo para dar tiempo a sus agentes para que agitaran a las masas según sus proyectos. El camino que siguieron esta vez era más duro y más desigual y en todo el trayecto no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le dificultaba andar, por lo que se cayó muchas veces en el lodo y ellos lo levantaban a patadas y dándole golpes en la cabeza. Recibió ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como de la gente que se iba añadiendo por el camino. Jesús pedía a Dios que no le dejara morir bajo los golpes para poder cumplir su Pasión y nuestra redención. Alrededor de las ocho y cuarto la comitiva llegó al palacio de Pilatos. La multitud era muy numerosa, los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban y enfurecían. Pilatos, acordándose de la sedición de los celadores galileos de la última Pascua, había reunido a mil hombres, apostados en los alrededores del pretorio, en foro y ante su palacio. La Santísima Virgen, su hermana mayor María, la hija de Helí, María la hija de Cleofás, Magdalena y alrededor de veinte santas mujeres se habían colocado en un sitio desde donde podían verlo todo. Al principio, Juan estaba también con ellas. Jesús, cubierto de sus vestiduras de loco, era conducido por los fariseos entre los insultos de la muchedumbre, pues éstos habían conseguido juntar a la chusma más insolente y perversa de toda la ciudad. Un criado enviado por Herodes había ido ya a decir a Pilatos que su amo le estaba muy reconocido por su deferencia y que no habiendo hallado en el célebre galileo más que a un pobre loco, lo había ataviado como tal y como tal se lo devolvía. Pilatos quedó muy complacido al ver que Herodes había llegado a su misma conclusión y le mandó de vuelta un cumplido mensaje.

Jesús había llegado pues de nuevo a la casa de Pilatos. Los esbirros lo hicieron subir la escalera con su acostumbrada brutalidad; la túnica se le enredó entre los pies y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron de la sangre de su sagrada cabeza. Los enemigos de Jesús que se habían ido colocando a la entrada de la plaza, se rieron de su caída y los esbirros, en lugar de ayudarlo a levantarse, la emprendieron con su inocente víctima. Pilatos estaba reclinado en su especie de diván, con su mesita delante y estaba rodeado de oficiales y de escribas. Se echó un poco hacia adelante y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como un agitador del pueblo y yo no lo he hallado culpable de lo que le imputáis. Herodes tampoco encuentra crimen en él; por consiguiente, lo voy a mandar azotar y a dejarlo libre.»

Al oír esto, violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y más dinero fue repartido entre la chusma. Pilatos recibió con gran desprecio estas agitaciones y respondió con sarcasmo. Era el tiempo precisamente en que el pueblo se presentaba cada año ante él para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un preso. Los fariseos habían enviado a sus agentes para excitar la multitud a no pedir este año la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos confiaba en poder librar en cambio a Nuestro Señor, por lo que tuvo la idea de dar a escoger entre él y un famoso criminal llamado Barrabás. Era convicto de un asesinato durante una sedición y de otros muchos crímenes, y todo el mundo le aborrecía. Se produjo un considerable revuelo entre la multitud, un grupo, llevando a su cabeza sus oradores, gritaban a Pilatos: «Haced lo que siempre habéis hecho en esta fiesta.» Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que deje libre, a Barrabás o al rey de los judíos, Jesús, que es el Ungido del Señor?»

Aunque Pilatos no creía que Jesús fuera el rey de los judíos, lo llamaba así porque ese orgulloso romano se complacía en mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan pobre; pero, en parte, le daba también ese nombre porque tenía cierta supersticiosa creencia en que Jesús era en efecto un rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos. Ante su pregunta hubo alguna duda en la multitud y sólo unas pocas voces gritaron: «¡Barrabás!» Pilatos, avisado por el criado de su mujer, salió de la terraza un instante, y el criado le presentó el anillo que él le había dado a su esposa, y le dijo: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana.» Mientras tanto, los fariseos trabajaban afanosamente, para ganarse la gente, lo que no les costaba mucho trabajo.

María, María Magdalena, Juan y las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, temblando y llorando, y aunque la Madre de Jesús sabía que no había salvación para los hombres sino mediante la muerte de Jesús, ella estaba muy afligida y deseaba apartarlo del suplicio que iba a sufrir. Y cuanto más grande era el amor de esta Madre por su Santísimo Hijo, tanto mayores eran los tormentos que ella sufría viendo lo mucho que Él padecía en cuerpo y alma. Tenía alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos quería libertar a Jesús. No lejos de ella había grupos de gente de Cafarnaum que Jesús había curado y a quienes había predicado; hacían como si no las conociesen y, si sus miradas se cruzaban, las apartaban rápidamente. Pero María y todos pensaban que éstos a lo menos rechazarían a Barrabás, y salvarían la vida de su bienhechor y Redentor. Pero no fue así.

Pilatos había devuelto el anillo a su mujer, asegurándole que su intención era cumplir su promesa. Se sentó de nuevo junto a la mesita. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo habían tomado a su vez asiento y Pilatos volvió a preguntar en voz alta: «¿A cuál de los dos queréis que liberte?» Entonces en la plaza se elevó un clamor general: «A Barrabás.» Y Pilatos dijo entonces: «¿Qué queréis que haga entonces con Jesús, el que se llama el Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» Pilatos dijo por tercera vez: «Pero ¿qué mal os ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y a libertarlo.» Pero el grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo» se elevó por todas partes como una tempestad infernal. Los miembros del Sa­nedrín y los fariseos se agitaban con rabia y gritaban furiosos. Entonces el débil Pilatos dejó libre al perverso Barrabás y condenó a Jesús a la flagelación.

 

LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Pilatos, el más voluble e irresoluto de los jueces, había pronunciadovarias veces estas palabras ignominiosas: «No encuentro crimen en Él; lo mandaré azotar y lo dejaré libre.» Pero los judíos continuaban gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!» Sin embargo, Pilatos estaba decidido a que su voluntad prevaleciera y no tuviera que condenar a muerte a Jesús, por lo que lo mandó azotar a la manera de los romanos. Entonces, los esbirros, a empellones, llevaron a Jesús a la plaza, en medio del tumulto de un pueblo rabioso. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del puesto de guardia, había una columna de azotes. Los verdugos llegaron con látigos y cuerdas que depositaron al pie de la columna. Eran seis hombres de piel oscura y más bajos que Jesús; llevaban un cinto alrededor del cuerpo y el pecho cubierto de una especie de piel, los brazos desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de ellos ejercían de verdugos en el pretorio.

Estos hombres habían ya atado a esta misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Parecían bestias o demonios y estaban medio borrachos. Golpearon a Nuestro Señor con sus puños, y lo arrastraron con las cuerdas a pesar de que El se dejaba conducir sin resistencia; una vez en la columna, lo ataron brutalmente a ella. Esta columna estaba aislada y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto extendiendo el brazo hubiera podido tocar su parte superior. A media altura había insertados anillos y ganchos. No se puede describir la crueldad con que esos perros furiosos se comportaron con Jesús. Le arrancaron los vestidos burlescos con que lo había hecho ataviar Herodes y casi lo tiraron al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la columna. Se acabó de quitar Él mismo las vestiduras con sus manos hinchadas y ensangrentadas. Mientras lo trataban de aquella manera, Él no dejó de rezar, y volvió un instante la cabeza hacia su Madre, que estaba rota de dolor en una esquina cercana a la plaza y que cayó sin conocimiento en los brazos de las santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le ataron las manos levantadas en alto, a una de las anillas de arriba y extendieron tanto sus brazos hacia arriba, que sus pies, atados fuertemente a la parte inferior de la columna apenas tocaban el suelo. El Santo de los Santos fue sujetado con violencia a la columna de los malhechores y dos de éstos, furiosos, comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Los látigos o varas que usaron primero parecían de madera blanca y flexible, o puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro o blando.

Nuestro amado Señor, el Hijo de Dios, el Dios verdadero hecho Hombre, temblaba y se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos suaves y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos llegaban como una ruidosa tempestad y cubrían sus quejidos llenos de dolor y de plegarias. Gritaban: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pues Pilatos seguía parlamentando con el pueblo. Y, antes de que él hablara, una trompeta sonaba en medio del tumulto para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos, y el balido de los corderos pascuales que eran lavados en la piscina de las ovejas. Ese balido era un sonido conmovedor; en esos momentos eran las únicas voces que se unían a los quejidos de Jesús.

El pueblo judío se mantenía a cierta distancia de la columna; los soldados romanos ocupaban diferentes puntos, muchas personas iban y venían, silenciosas o profiriendo insultos; unas pocas parecían conmovidas, y parecía como si rayos de luz surgidos de Jesús llegaran hasta sus corazones. Yo vi jóvenes infames, casi desnudos, que preparaban varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino. Algunos agentes del Sumo Sacerdote y el Consejo daban dinero a los verdugos. Les trajeron también un cántaro de una bebida espesa y roja, de la que bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los dos verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros. El cuerpo del Salvador estaba cubierto de manchas negras, azules y coloradas y su sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas a la inocente víctima.

La noche había sido extremadamente fría y la mañana oscura y nublada, incluso con algo de lluvia. Por eso sorprendió a todo el mundo que, en un momento determinado, el día se abriera y el sol brillara con fuerza.

La segunda pareja de verdugos empezó a azotar a Jesús con redoblada violencia. Usaban otro tipo de vara. Eran de espino, con nudos y puntas. Sus golpes rasgaron toda la piel de Jesús, su sangre salpicó a cierta distancia y ellos se mancharon los brazos con ella. Jesús gemía y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza montados sobre camellos, se paraban un momento y quedaban inundados de horror y pena cuando la gente les explicaba lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan o que habían oído los sermones de Jesús en la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos.

Dos nuevos verdugos sustituyeron a los últimos mencionados. Éstos pegaron a Jesús con correas que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah!, ¿con qué palabras podría describirse este terrible y sobrecogedor espectáculo? Sin embargo, su rabia aún no estaba satisfecha; desataron a Jesús y lo ataron de nuevo a la columna, esta vez con la espalda vuelta hacia ella. No pudiéndose sostener, le pasaron cuerdas sobre el pecho, debajo de los brazos y por debajo de las rodillas, y le ataron las manos por detrás de la columna. Su mucha sangre y la piel destrozada cubrían su desnudez. Entonces se echaron sobre Él como perros furiosos. Uno de ellos le pegaba en la cara con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era una sola llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos arrasados de sangre y parecía que les suplicara misericordia, pero la rabia de ellos se redoblaba y los gemidos de Jesús eran cada vez más débiles.

La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora sin interrupción, cuando un extranjero de la clase inferior, un pariente del ciego Ctesifón, curado por Jesús, surgió de la multitud y se precipitó sobre la columna con una hoz en la mano, y gritó indignado: «¡Basta! Deteneos! No podéis azotar a este inocente hasta matarlo.» Los verdugos, borrachos, se detuvieron sorprendidos; él cortó rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna y se escondió en la multitud. Jesús cayó casi sin conocimiento al pie de la columna, sobre el suelo empapado en sangre. Los verdugos lo dejaron allí y se fueron a beber, tras haber pedido vino a los criados, y se reunieron con sus compañeros, que estaban en el cuerpo de guardia, tejiendo la corona de espinas. Nuestro Señor seguía caído al pie de la columna, bañado en su propia sangre; vi entonces a dos o tres mujeres públicas de aire desvergonzado acercarse a Jesús con curiosidad, cogidas de la mano. Se detuvieron un instante, mirando con disgusto. En este momento, el dolor de las heridas fue tan intenso, que alzó la cabeza y las miró con sus ojos ensangrentados. Entonces ellas se apartaron mientras los soldados les decían palabras groseras. Con gran esfuerzo, Jesús tomó el lienzo y se cubrió con él.

Durante la flagelación, vi muchas veces a ángeles llorando en torno a Jesús, y oí su oración por nuestros pecados subiendo sin cesar hacia su Padre en medio de los golpes que le daban. Mientras estaba tendido al pie de la columna, vi a un ángel ofrecerle de beber de una vasija un brebaje luminoso que le dio fuerzas. Los soldados volvieron y le pegaron patadas y palos, obligándolo a levantarse. En cuanto estuvo en pie, no le dieron tiempo para ponerse la túnica, sino que se la echaron sobre los hombros y con ella se limpió la sangre que le corría por la cara. Lo condujeron al sitio donde estaba sentado el Consejo de los sacerdotes, que gritaron: «¡Mátalo! ¡Crucifícale!», y volvieron la cara con repugnancia. Después, Jesús fue conducido al patio interior del cuerpo de guardia, donde no había soldados, sino esclavos, esbirros y malhechores, en fin, la hez de la población.

Como la muchedumbre estaba muy agitada, Pilatos mandó venir un refuerzo de la guarnición romana de la torre Antonia. Esta tropa, en buen orden, rodeó el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de Jesús, pero les estaba prohibido abandonar sus puestos. Pilatos quería mantener así controlado al pueblo. Los soldados sumaban mil hombres.

 

MARÍA DURANTE LA FLAGELACIÓN DE JESÚS

Vi a la Santísima Virgen en trance continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban anegados en lágrimas. Estaba cubierta de un velo y tendida en los brazos de María de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja y se parecía mucho a Ana, su madre; María de Cleofás, hija de María de Helí, estaba también con ella. Las amigas de María y de Jesús estaba temblando de dolor y de inquietud, rodeando a la Virgen y llorando a la espera de la sentencia de muerte. María llevaba un vestido largo azul parcialmente cubierto por una capa de lana blanca y un velo de un blanco amarillento. Magdalena estaba pálida y abatida por el dolor. Tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela. No sé si creía que Jesús sería libertado y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esta pagana compasiva sabía qué uso iba a darle la Santísima Virgen a su regalo. Habiendo vuelto en sí, María vio a su Hijo, tododesgarrado, conducido por los soldados; Él se limpió los ojos llenos de sangre para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia Él, y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado la muchedumbre, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado. Escondidas por las otras santas mujeres y por otras personas bien intencionadas que las rodeaban, se agacharon cerca de la columna y limpiaron por todas partes la Sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Juan estaba entonces con las santas mujeres, que eran veinte. Los hijos de Simeón y de Obed, el de Verónica, así como Aram y Temni, sobrinos de José de Arimatea, estaban ocupados en el Templo. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.

 

JESÚS VEJADO Y CORONADO DE ESPINAS

Durante la flagelación de Jesús, Pilatos se dirigió muchas veces a la multitud, que una vez le gritó: «Debe morir, aunque debamos morir también nosotros.» Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron de nuevo: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Después de esto hubo un rato de silencio. Pilatos dio órdenes diversas a sus soldados y los miembros del Sanedrín mandaron a sus criados a que les trajesen de comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos instantes para consultar a sus dioses, y ofrecerles incienso.

La Santísima Virgen y las santas mujeres se retiraron de la plaza. Después de haber recogido la sangre de Jesús, vi que entraban con sus lienzos ensangrentados, en una casita cercana. No sé de quién era. La coronación de espinas se llevó a cabo en el patio interior del cuerpo de guardia. Había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, esbirros y esclavos, y otros de la misma calaña. La muchedumbre permanecía alrededor del edificio. Pero pronto fueron apartados de allí por los mil soldados romanos. Aunque mantenían el orden, estos soldados reían y se burlaban de Jesús, y animaban a los torturadores de Nuestro Señor a redoblar sus insultos, como los aplausos del público excitan a los cómicos. En medio del patio había un fragmento de pilar; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras puntiagudas. Le quitaron a Jesús nuevamente la ropa y le colocaron una capa vieja, colorada, de un soldado, que no llegaba a sus rodillas. Lo arrastraron al asiento que le habían preparado y lo sentaron brutalmente en él; entonces le ciñeron la corona de espinas a la cabeza y se la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas vueltas a propósito hacia dentro. En cuanto se la ataron, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad bufa, como si realmente lo coronasen rey. Le cogieron la caña de las manos y le pegaron con tanta violencia sobre la corona de espinas que los ojos del Salvador se llenaron de sangre. Se arrodillaron ante él y le hicieron burla, le escupieron la cara, y lo abofetearon gritándole: «¡Salve, rey de los judíos!» Después lo levantaron de su asiento, y luego volvieron a sentarlo en él con violencia. Es absolutamente imposible describir los ultrajes que perpetraron esos monstruos con forma humana. Jesús sufría una sed horrible a causa de la fiebre provocada por sus heridas; temblaba. Su carne estaba abierta hasta los huesos, su lengua contraída, sólo la sangre sagrada que caía de su cabeza refrescaba sus labios ardientes y entreabiertos. Esta espantosa escena duró media hora, mientras los soldados formados alrededor del pretorio seguían riendo e incitando a la perpetración de todavía mayores ultrajes.

 

ECCE HOMO

Jesús, cubierto con la capa colorada, con la corona de espinas sobre la cabeza y el cetro de caña entre las manos atadas, fue conducido de nuevo al palacio de Pilatos. Resultaba irreconocible a causa de la sangre que le cubría los ojos, la boca y la barba. Su cuerpo era pura llaga; andaba encorvado y temblando. Cuando Nuestro Señor llegó ante Pilatos, este hombre débil y cruel se echó a temblar de horror y compasión, mientras el populacho y los sacerdotes, en cambio, seguían insultándole y burlándose de Él. Cuando Jesús subió los escalones, Pilatos se asomó a la terraza y sonó la trompeta anunciando que el gobernador quería hablar. Se dirigió al Sumo Sacerdote, a los miembros del Consejo y a todos los presentes y les dijo: «Os lo mostraré de nuevo y os vuelvo a decir que no hallo en él ningún crimen.» Jesús fue conducido junto a Pilatos, para que todo el mundo pudiera ver con sus crueles ojos, el estado en que Jesús se encontraba. Era un espectáculo terrible y lastimoso y una exclamación de horror recorrió la multitud, seguida de un profundo silencio cuando Él levantó su herida cabeza coronada de espinas y paseó su exhausta mirada sobre la excitada muchedumbre. Señalándolo con el dedo, Pilatos exclamó: «¡Ecce Homo!» («He aquí el Hombre.») Los sacerdotes y sus adeptos, gritaron llenos de furia: «¡ Mátalo! ¡ Crucifícalo!» «¿Todavía no os basta? —dijo Pilatos—. El castigo que ha recibido le habrá quitado las ganas de ser rey.» Pero ellos, furiosos, seguían gritando y cada vez más gente se añadía a la exigencia: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Pilatos mandó tocar otra vez la trompeta y pidiendo silencio dijo: «Entonces, tomadlo y crucificadlo vosotros, pues yo no hallo en Él ninguna culpa.» Algunos de los sacerdotes exclamaron: «Según nuestra ley debe morir, pues se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios.» Estas palabras: «se ha llamado a sí mismo Hijo de Dios», despertaron los temores supersticiosos de Pilatos. Hizo conducir a Jesús a otra estancia y a solas le preguntó qué pretendía. Jesús no respondió y Pilatos le dijo: «¿No me respondes? ¿No sabes que está en mi mano crucificarte o ponerte en libertad?», y Jesús le contestó: «Tú no tienes más poder sobre mí que el que has recibido de arriba: por eso, el que me ha entregado a ti ha cometido el mayor pecado.» La indecisión de su marido llenaba a Claudia Procla de inquietud, por lo que, en ese momento, ella le mandó de nuevo el anillo para recordarle su promesa, pero él le dio una respuesta vaga y supersticiosa, cuyo sentido era que dejaba el caso en manos de los dioses. Los enemigos de Jesús, habiendo sabido de los esfuerzos llevados a cabo por Claudia para salvarlo, hicieron correr el rumor de que los partidarios de Jesús habían seducido a la mujer de Pilatos; y que, si lo ponían en libertad, se uniría a los romanos para destruir Jerusalén y exterminar a todos los judíos.

Pilatos, en medio de sus vacilaciones, era como un hombre borracho; su razón no sabía dónde agarrarse. Se dirigió una vez más a los enemigos de Jesús, y, viendo que seguían pidiendo su muerte, si cabe con más violencia que nunca, agitado, incierto, quiso obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado; volvió al pretorio y se quedó de nuevo a solas con él: «¿Será posible que sea un Dios?», se decía, mirando a Jesús desfigurado y ensangrentado; después le suplicó que le dijera si era Dios, si era el rey prometido a los judíos, y hasta dónde se extendía su imperio y de qué tipo era su divinidad. No puedo repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús, pero sus palabras fueron solemnes y severas. Le repitió que su reino no era de este mundo, después le reveló todos los crímenes secretos que Pilatos había cometido, le avisó de la suerte miserable que le esperaba, el destierro y un fin abominable, y predijo que Él, Jesús, vendría un día a pronunciar contra él un juicio justo. Pilatos, medio aterrorizado y medio enfadado por las palabras de Jesús, salió otra vez a la terraza y declaró que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: «Si lo sueltas, no eres amigo del César, porque el que se nombra a sí mismo rey es enemigo del César.» Otros le decían que lo denunciarían al Emperador, porque les impedía celebrar la fiesta; que acabase pronto porque a las diez tenían que estar en el Templo. Otra vez se oían por todas partes gritos: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!», desde las azoteas y la plaza, desde las calles cercanas al foro, donde muchas personas se habían juntado. Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles, que el tumulto se hacía cada vez más ensordecedor, y la agitación era tanta que él empezaba a temer una subleva­ción. Entonces, Pilatos mandó que le trajesen agua, un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo y él gritó desde lo alto de la terraza: «Soy inocente de la sangre de este justo, vosotros responderéis de ella.» Entonces se levantó un grito horrible y unánime de toda la gente reunida allí desde todos los pueblos de Palestina, quienes exclamaron: «Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos.»

Muchas veces, durante mis meditaciones sobre la Pasión de Nuestro Señor, recuerdo y veo el momento mismo de esta solemne declaración. Veo un cielo negro, cubierto de nubes ensangrentadas, de las cuales salen varas y espadas de fuego atravesando como maldiciones a la muchedumbre entera. Todos ellos me parecen sumidos en tinieblas, su grito sale de su boca como una llama que recae sobre ellos, penetra en algunos y sólo vuela sobre otros. Éstos son los que se han convertido después de la muerte de Jesús. El número de éstos es considerable; pues Jesús y María no cesaron de rezar por sus enemigos.

 

JESÚS CONDENADO A MORIR EN LA CRUZ

Pilatos dudaba más que nunca, su conciencia le decía «Jesús es inocente»; su mujer decía: «Jesús es sagrado»; su superstición decía que era enemigo de sus dioses; su cobardía decía que era un Dios y se vengaría de él. Irritado y asustado por las últimas palabras que le había dicho Jesús, hizo el último esfuerzo para salvarlo; pero los judíos metieron en él un nuevo temor amenazándolo con quejarse al Emperador. El miedo al Emperador le determinó a cumplir la voluntad de ellos en contra de la justicia de su propia convicción y de la palabra que había dado a su mujer.

Dio la sangre de Jesús a los judíos y, para lavar su conciencia, no tuvo más que el agua que hizo echar sobre sus manos.

Cuando los judíos, habiendo aceptado la maldición sobre ellos y sobre sus hijos, pedían que esta sangre redentora que pide misericordia para nosotros recayera sobre ellos, Pilatos empezó a hacer los preparativos para pronunciar la sentencia.

Mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado en el que brillaba una piedra preciosa y otra capa; pusieron también un bastón ante él. Estaba rodeado de soldados, precedidos de oficiales del tribunal, y detrás iban los escribas con rollos y tablas donde registrar la sentencia. Delante de él marchaba un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta el foro, donde, frente a la columna de la flagelación había un asiento elevado desde donde se pronunciaban las sentencias. Este Tribunal se llamaba Gábbata. Era una especie de terraza redonda a la que se accedía por unos escalones. Arriba del todo había un asiento para Pilatos, y detrás un banco para empleados subalternos. Alrededor montaban guardia un gran número de soldados, algunos sobre los escalones. Muchos de los fariseos se habían ido ya al Templo. No quedaban más que Anás, Caifás y otros veintiocho que se dirigieron al Tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones habían sido ya conducidos al Tribunal cuando Jesús fue mostrado al pueblo con las palabras «Ecce Homo».

El Salvador, con su capa roja y su corona de espinas, fue conducido delante del Tribunal y colocado entre los malhechores. Cuando Pilatos se sentó en su asiento, dijo a los judíos: «¡Ved aquí a vuestro rey», y ellos respondieron: «¡Crucifícalo!» «¿Queréis que crucifique a vuestro rey?», volvió a preguntar Pilatos. «No tenemos más rey que el César», gritaron los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más y comenzó a pronunciar la sentencia. Los dos ladrones habían sido condenados anteriormente ya al suplicio de la cruz, pero el Sanedrín había retrasado su ejecución, porque querían reservarse una afrenta más para Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la peor calaña. Las cruces de los dos ladrones estaban junto a ellos, la de Nuestro Señor aún no, porque todavía no se había pronunciado su sentencia de muerte.

La Santísima Virgen se había retirado después de la flagelación. Se mezcló de nuevo entre la multitud para oír la sentencia de muerte de su Hijo y de su Dios. Jesús estaba de pie en medio de los esbirros, al pie de los escalones del tribunal. La trompeta sonó para imponer silencio y Pilatos pronunció su sentencia sobre Jesucristo con el enfado de un cobarde. Me irrité de tanta bajeza y de tanta doblez. La vista de ese miserable, convencido de su importancia, el triunfo y la sed de sangre de los príncipes de los sacerdotes, el abatimiento y el dolor profundo del Salvador, las indecibles angustias de María y de las santas mujeres, y el ansia atroz con que los judíos esperaban su víctima, la actitud indiferente de los soldados, y finalmente la multitud de horribles demonios corriendo de acá para allá, todo eso me tenía aterrada. Sentía que debía yo haber estado en el lugar de Jesús, mi amado Esposo, pues entonces la sentencia hubiera sido justa. Pero estaba superada por la angustia y mis sufrimientos eran intensos y no recuerdo todo lo que vi.

Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual pronunció los más exagerados elogios del emperador Tiberio; después expuso las acusaciones que contra Jesús había intentado presentar el Sanedrín; dijo que lo habían condenado a muerte por haber perturbado la paz pública y violado su ley, llamándose a sí mismo Hijo de Dios y rey de los judíos, y que el pueblo había pedido unánimemente cargar con la responsabilidad de su muerte. El miserable repitió que no encontraba esa sentencia conforme a la justicia; y que él no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús; y al acabar pronunció la sentencia con estas palabras: «Condeno a Jesús de Nazaret, rey de los judíos, a ser crucificado»; y ordenó a los verdugos que trajeran la cruz. Me parece recordar que rompió un palo largo y que tiró los pedazos a los pies de Jesús.

Al oír las palabras de Pilatos la Madre de Jesús cayó al suelo sin conocimiento: ya no había duda, la muerte de su querido Hijo era cierta, la muerte más cruel y más ignominiosa. Juan y las santas mujeres se la llevaron, para que los hombres obnubilados que la rodeaban no añadieran crimen sobre crimen insultándola en su sufrimiento; mas, apenas volvió en sí, tuvieron que conducirla a todos los sitios donde su Hijo había sufrido, y en los cuales ella quería ofrecer el sacrificio de sus lágrimas; así, la Madre del Salvador tomó posesión en nombre de la Iglesia de estos lugares santificados.

Pilatos escribió la sentencia, y los que estaban detrás de él la copiaron tres veces. Lo que escribió era diferente de lo que había dicho, yo vi que mientras tanto, su espíritu estaba agitado y parecía que el ángel de la cólera conducía su pluma. El sentido de la escritura era éste: «Forzado por el Sumo Sacerdote, los miembros del Sanedrín y el pueblo a punto de sublevarse, que pedían la muerte de Jesús de Nazaret como culpable de haber agitado la paz pública, blasfemado y violado su ley, se lo he entregado para ser crucificado, aunque sus inculpaciones no me parecían claras, por no ser acusado delante del Emperador de haber favorecido la insurrección de los judíos.» Después escribió la inscripción de la cruz sobre una tablita de color oscuro. La sentencia se transcribió muchas veces y se envió a diferentes puntos. Los miembros del Sanedrín se quejaron de que la sentencia estaba escrita en términos poco favorables para ellos; se quejaron también de la inscripción y pidieron que no pusiera «rey de los judíos» sino «que se ha llamado a sí mismo rey de los judíos». Pilatos, impaciente, les respondió lleno de cólera: «Lo escrito, escrito está.» Querían también que la cruz de Jesús no fuera más alta que las de los dos ladrones; sin embargo, era menester hacerla más alta, porque, por culpa de los obreros, no había sino espacio donde poner la inscripción de Pilatos. Los sacerdotes pretendían utilizar esa circunstancia para suprimir la inscripción, que les parecía injuriosa para ellos, pero Pilatos no consintió y tuvieron que hacer la cruz más alta, añadiéndole un nuevo trozo de madera. Toda esta serie de cosas contribuyeron a que la cruz tuviera su forma definitiva: sus brazos se elevaban como las ramas de un árbol, separándose del tronco, y se parecía a una Y, con la parte inferior prolongada entre las otras dos; los brazos eran más estrechos que el tronco, y cada uno de ellos había sido añadido por separado. También habían clavado un tarugo a los pies para sostener los pies del condenado.

Mientras Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer, Claudia Procla, le mandaba el anillo devuelto y, por la tarde de ese mismo día, abandonaba secretamente el palacio para unirse a los amigos de Jesús, y la tuvieron escondida en un subterráneo de casa de Lázaro, en Jerusalén. Más tarde, ese mismo día, vi un amigo de Nuestro Señor grabar, sobre una piedra verdosa detrás del Gábbata, dos palabras que decían: «Judex injustus» y el nombre de Claudia Procla; esta piedra se encuentra todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia de Jerusalén, en el sitio donde estaba el Gábbata. Claudia Procla se hizo cristiana. Siguió a san Pablo y fue amiga personal de él.

Una vez pronunciada la sentencia, Jesús fue entregado a los verdugos como una presa; le trajeron sus vestiduras, que le habían quitado en casa de Caifás; alguien las había guardado, y personas sin duda compasivas las habían lavado, pues estaban limpias. Los perversos hombres que rodeaban a Jesús le desataron las manos para poderlo vestir; arrancaron de su cuerpo, cubierto de llagas, la capa de lana roja que le habían puesto por burla y al hacerlo le abrieron muchas de las heridas; Él mismo, temblando, se puso su túnica interior, ellos le echaron el escapulario sobre los hombros. Como la corona de espinas era muy ancha e impedía que le cupiese la túnica oscura sin costura que le había hecho su Madre, se la arrancaron de la cabeza, y todas sus heridas sangraron de nuevo con indecibles dolores. Le pusieron también su sobrevesta de lana blanca, su cinturón y su capa; después le volvieron a ceñir por en medio del cuerpo la correa de puntas de hierro de la cual salían los cordeles con los que tiraban de Él; todo esto lo hicieron con su brutalidad y su crueldad acostumbradas.

Los dos ladrones estaban a la derecha y a la izquierda de Jesús, tenían las manos atadas y llevaban una cadena al cuello; estaban cubiertos de lívidas cicatrices que provenían de la flagelación de la víspera; el que se convirtió después, estaba desde entonces tranquilo y pensativo. El otro, grosero e insolente, se unía a los verdugos para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros con amor y ofrecía sus tormentos por su salvación. Los verdugos reunieron todos los instrumentos del suplicio y lo dispusieron todo para aquella terrible y dolorosa marcha. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos, y llevándose dos rollos de pergamino con la copia de la sentencia, se marcharon dirigiéndose de prisa al Templo, temiendo llegar tarde al sacrificio pascual. Los sacerdotes estaban alejándose del Cordero Pascual para ir al Templo a sacrificar y a comer su símbolo, dejando que infames verdugos condujeran al altar del sacrificio al verdadero Cordero de Dios. Esos hombres habían puesto gran cuidado en no contaminarse con ninguna impureza exterior, en tanto su alma estaba completamente manchada de maldad, envidia y odio. Aquí se separaron los dos caminos que conducían al altar de la ley y al altar de la gracia; Pilatos, pagano e indeciso, no tomó ninguno de los dos, y se volvió a su palacio.

La inicua sentencia fue pronunciada a las diez de la mañana de nuestro tiempo.

 

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