Los horrores de la Guerra y la asistencia de Dios.
Testimonio de un colaborador que siendo jovencito fue reclutado para luchar en la Segunda Guerra Mundial junto con un futuro Papa.
A principios del año 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, las tropas del “Tercer Reich Alemán” habían conquistado casi toda Europa, Noruega, Finlandia, gran parte de Rusia, Los Balcanes, Grecia,, y hasta gran parte de la costa del Norte de África.
Este frente de miles de kilómetros de largo y la vigilancia de los extensos territorios ocupados, demandó una multitud de militares.
En Alemania ya no había reservas de hombres aptos para servir en el Ejército. Las mujeres aplazaban a los varones en puestos especiales dentro de las tropas, manejaban las máquinas de las fábricas, sirvieron en los puestos públicos y en los hospitales.
A los prisioneros de guerra se les obligó trabajar para mantener la maquinaria de la guerra. Cientos de miles prisioneros “socialistas” rusos fueron convencidos de pelear juntos conjuntamente con los National-“Socialistas” alemanes contra el enemigo común: Los “Capitalistas”.
Alemania necesitaba con urgencia más “carne para los cañones”.
Fue entonces que en los inicios del año 1943 el Reich reclutó a los muchachos de 15 y 16 años a las armas. Primero a los que estudiaban en internados, porque estos jóvenes ya estaban acostumbrados a vivir alejados del delantal de la madre.
Fue entonces que llegó a nuestro internado la orden de servir a la patria como “Luftwaffenhelfer”(Ayudantes de las Fuerzas Aéreas, en las baterías antiaéreas).
Una mañana, en un día de nieve y muy helada, nos vino a buscar un camión abierto para llevarnos, uniformados con el uniforme de la “Hitlerjugend”, a la ciudad de Bühl, donde se encontraba el hospital. Teníamos que desvestirnos para el rutinario chequeo de salud y el cumplimiento de las normas para entrar al Ejército. Las dependencias del hospital eran muy calefaccionadas. Con mucha alegría, todo el curso fue declarado apto. Salimos transpirando y subimos de nuevo al camión para llevarnos de vuelta al Internado en la Selva Negra.
A la vuelta nos esperó satisfecho el Director en su uniforme de la N.S.D.A.P. En el patio central flameaba la bandera con la cruz suástica. Todos los alumnos cantábamos:”Wir werden weiter maschieren bis alles in Scherben fällt”….“(Seguiremos marchando hasta que todo se caiga en pedazos, porque hoy nos pertenece Alemania y mañana el mundo entero)”…
Después de algunas palabras de aliento y de felicidad, el Director nos dijo que teníamos que hacer nuestras maletas y el día después viajar a nuestras casas para despedirnos de nuestros padres y hermanos.
Para muchos esta frase era ridícula, como en el caso mío. Mi madre se había quedado sola en la casa, porque a mi padre (55 años) lo mandaron a trabajar a Francia, mi hermana mayor, con un bebé de 3 años, vivía lejos de mi casa y su marido estaba en el frente. Mi hermano mayor estaba en el “Afrikakorps”, mi otro hermano murió en 1941, a 50 km. de Moscú, mi hermana soltera era enfermera en alguna parte y mi hermano menor, de 11 años, estaba en un internado. Mi mamá quedaba sola en casa.
Yo siempre sufrí de amigdalitis. El cambio brusco entre el caluroso hospital, donde transpirábamos, y después el viento helado sobre el camión, inflamaron bruscamente mis amígdalas. Después de un día de viaje en tren, llegué muy enfermo a mi casa. Mi madre, muy preocupada, llenó con bolsas de agua caliente mi cama y, con mucho cariño me ayudó acostarme. Me costaba tragar y mi voz era ronca. Ella quedó conmigo, rezando el rosario.
El día siguiente mi mamá llamó a la monja-enfermera del pueblo. Ella trató con paños y líquidos calientes bajar la fiebre y el avance del mal de la garganta. “Hay que rezar”, nos dijo la monja. Con mamá constantemente al lado de mi cama rezábamos rosarios y rosarios.
Al otro día yo ya no podía tragar, ni hablar. Los dolores eran insoportables. Volvió la cariñosa monja para ver mi estado. Después del examen, viendo que la fiebre había subida y las amígdalas más hinchadas, dijo despacio a mi madre: “No hay remedio, se va a morir, pero sigamos rezando, porque solo el Cielo lo podría mejorar”. Ambas rezaron en voz alta un rosario y después ella se fue con lágrimas en los ojos.
Yo estaba tranquilo, una extraña paz me invadió. Voy a morir, ojala pronto, para no seguir sufriendo. Señor, estoy listo. Mi madre, sin cesar siguió rezando.
A la mañana siguiente llegó apresuradamente la monja con una bolsa de hielo picado. Contó que durante la noche pensó como sanarme. “Hagamos la última prueba. Para él va a ser muy dolorosa. Le vamos a poner paños con hielo, después paños con agua hirviendo y así sucesivamente, quizás así las amígdalas se suelten.”
No podía gritar, el dolor era realmente insoportable, prefería morir…..de repente vomité un chorro de sangre y pus sobre la cama, sentí que mi garganta se había despejada.
“Gracias Jesús.”
Después de unos días fui al hospital para ver al Otorrinolaringólogo. Después de examinarme me dijo: “Le voy a tener que operar para sacarle las amígdalas. Desgraciadamente lo tengo que hacer sin anestesia, porque no hay, estamos en guerra. Le va e doler mucho. Tengo que amarrarle sus brazos a la silla para que no me molesten durante la operación que va a durar su tiempo.”
“Doctor, por favor, no me amarre, le promete que no levantaré mis brazos, he sufrido tanto que ya estoy acostumbrado a sufrir dolores.”
No me amarró.
Empezó a raspar con su bisturí en mi garganta. “¡Por Dios que son duros!” Sentí como sus instrumentos se resbalaban sobre mi lengua y mucosas. Una enfermera recogió la sangre con un algodón. Sentí que ya no podía resistir más, las lágrimas y la sangre corrían. ”Ya estoy terminando” era lo último que escuché. Después desperté, aún muy adolorido, en una cama del hospital…”Gracias Señor”
Mis compañeros del curso me recibieron con mucha alegría en la batería antiaérea, estacionada cerca de Karlsruhe. Ellos ya eran expertos en el manejo de los cañones.
“Anda a buscar tu uniforme y tu casco, porque ésta es guerra, harto tiempo que te quedaste con tu mamita”. El curso estaba repartido en grupos que atendieron los cañones calibre 8.8 y otros estaban instalados en los cañones livianos en las terrazas de los edificios altos. Aprendí rápidamente el relativamente fácil manejo de los instrumentos que se manejaban con un volante para dar con las direcciones del cañón.
Durante el día, en los momentos que no teníamos que estar en nuestros puestos en los cañones, un profesor de nuestro internado, viviendo con nosotros, nos enseñó las materias correspondientes a nuestro curso de secundarias.
Cuando sonaban las sirenas la clase se interrumpía y corríamos a los cañones. Fue así que una noche, como en tantas, sonaron las sirenas. “Aviones acercándose a Karlsruhe”.
Los haces de los proyectores bailaron sobre el cielo negro, buscando a los aviones enemigos. Disparamos y disparamos. De repente explosiones por todos lados. Como el área donde se encuentra el cañón es protegido por un terraplén, donde se guardan las granadas, nosotros estábamos bastante protegidos. Para hacernos daño, el proyectil o la bomba debería explotar dentro de este recinto.
KARLSRUHE EN LLAMAS
Los aviones se alejaron – Silencio – Sirenas de bomberos.
En la mañana supimos que nuestros camaradas, estacionados en los edificios se quemaron vivos.
Orden de cambiar a estos jóvenes a otro lugar para olvidarse del desastre. Fuimos repartidos por varias ciudades. A mí me trasladaron a Dachau, cerca de Munich donde deberíamos instalar una “Grossbatterie” (18 cañones pesados de calibre 10.5, manejados eléctricamente). Un metro de nieve. Levantamos rápidamente las barracas para alojarnos. Como aun no teníamos agua potable, un camión nos llevaba todas las mañanas al Campo de Concentración, donde podíamos lavarnos.
Sacar la nieve e iniciar la instalación de los cañones sobre la tierra. Dejamos los cañones instalados, listos para disparar. Lo único que faltaba era la colocación del camuflaje para que los bombarderos no nos pudieran ubicar fácilmente.
Sonaron las sirenas. 450 bombarderos se dirigían hacia la zona de Munich. En el horizonte vimos como el cielo se fue llenando de aviones. Su dirección no era Munich, que quedaba más al Norte.
Los 1800 motores de los cargados bombarderos hicieron vibrar al aire y batahola era insoportable. El límite exterior del enorme escuadrón quedaba algo más al Sur de nuestra posición, pero al alcance de nuestros cañones. Disparábamos y disparábamos. ¡Alegría, Alegría! “Van cayendo, otro más, otro más, otro más, les estamos dando duro, otro más…”
Por un segundo miré hacia arriba y vi que 16 aviones se separaron del gigantesco escuadrón y se dirigían hacia nosotros.
Mis oraciones ya no eran pacíficas, eran un desesperado grito al Cielo: “¡Señor, sálvame, te lo exijo, salva…..”
Desperté debajo de las enormes ruedas de los tráiler…Silencio…¿qué pasó?…Estaba vivo…Silencio…Toqué al Rusky (prisionero ruso) que estaba al lado mío. No se movió, de la boca un hilo de sangre…muerto…Silencio.
Me asomé sobre el borde de la nieve…todo en ruinas, enormes cráteres por doquier. Nadie, ni nada se movía. Nuestras barracas estaban en el suelo, igual que las casas de una población cercana. “Gracias Señor, te amo, otra vez me salvaste, Gracias, Gracias, Gracias”.
Después de un largo rato alguien gritó por un megáfono: “Los sobrevivientes, vengan aquí, los…..”
Me encaminé al lugar del vocero. Solo un puñado sobrevivió el terrible bombardeo, entre ellos los Luftwaffenhelfer de 16 años de edad, Josef Ratzinger y Josef Michaeli.