Cómo la Iglesia se está desviando de su misión original y de la enseñanza para la que fue creada.

Hemos insistido que la intervención de Dios para purificar el mundo ya está en marcha y comenzó con la poda de la Iglesia, en un proceso de separar lo bueno de lo malo, el trigo de la cizaña.

Y en este proceso, nuestra Iglesia, nuestra identidad, nuestros credos, serán partidos en dos, hasta que no quede piedra sobre piedra.

Hasta que quede una sola cosa para aferrarse a la fe, y eso es Cristo.

Aquí hablaremos sobre cómo las fuerzas de demolición internas están demoliendo la misión que dio Jesús originalmente a la Iglesia Católica, de la que nacerá luego una nueva Iglesia, y en qué se puede ver esta demolición si estamos atentos.

Dios ha permitido que las fuerzas de demolición actúen más libremente dentro de la Iglesia, para que lo vean los que lo puedan ver y decidan si les importa o no.

Esta demolición comienza por la revolución que supone el cambio de la misión que debe cumplir la Iglesia. 

Para los demoledores, la Iglesia docente ya no se concibe como depositaria de una Revelación que viene de Dios y de la que es custodia.

Sino como un grupo de obispos asociados al Papa, que está a la escucha de los fieles, y en particular a la escucha a los de las periferias.

Ya no hay espacio real para la misión que Cristo mismo dio a sus apóstoles, de proclamar su Evangelio hasta los confines de la Tierra, cuando les instruyó “haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo lo que les he mandado, Mateo 28.

La revolución que prevalece hoy en la Iglesia, es considerar que Dios no se revela a través de los canales tradicionales, que son la Sagrada Escritura y la Tradición, y que son custodiados y enseñados por la jerarquía, sino a través de la experiencia del pueblo de Dios.

Y abogan por una Iglesia sin doctrina, sin dogmas, en la que ya no habría necesidad de autoridad para enseñar nada, porque la enseñanza saldría del Pueblo. 

Donde todo se resumiría a un espíritu de amor y de servicio, sin preguntarse demasiado sobre el pecado, la redención y la vida eterna.

Sin el anclaje en la Sagrada Escritura y la Tradición, la fe se reduce a una experiencia, primero individual y luego compartida en comunidad, que se abre a todo tipo de posibilidades. 

Y se convierte en un consenso de las preocupaciones del hombre en su vida diaria, donde no queda mucho de lo eterno, lo trascendente y lo inmutable.

Para que esta modificación de la misión de la Iglesia sea efectiva, necesita rechazar la división entre creyentes y no creyentes, para hacer el pasaje de una Iglesia mirando a Dios, a una Iglesia mirando a los hombres.

Porque ya la fe no se refiere a una realidad auténticamente sobrenatural, que la Iglesia debe custodiar y predicar, sino a una misión de servicio respecto a las preocupaciones de los hombres.

Y por eso, en lugar de tratar de comprender por qué el hombre moderno se aleja de la Iglesia, la ambición actual es transformar la Iglesia para servir al mundo. 

Un mundo moderno que, por otra parte, fue construido contra Dios y que literalmente está muriendo.

Y también es por esta razón, que se pide que la Iglesia sea más acogedora y atenta a las necesidades emocionales de todas las personas, con tanta insistencia.

No está mal que la Iglesia sea acogedora con los pecadores, siempre y cuando se conciba a la Iglesia como una institución creada por Jesucristo para proclamar la Buena Nueva de la redención y el alejamiento del pecado.

Pero lo que está sucediendo es que la Iglesia acogedora está virando, en los hechos, a una iglesia que da la bienvenida a los pecadores sin juzgar el pecado de ellos. 

Acoger a los pecadores sin juzgarlos es distinto de acoger el pecado sin juzgarlo. 

Y la iglesia actualmente está como impotente para realizar su misión de juzgar el pecado, para ofrecer la redención.

Y con esto se está olvidando que el primer mandato de Jesús al comienzo de su ministerio público es “arrepentíos”, que significa “cambien la forma de pensar”.

Incluso la primera bienvenida de Jesús a los dos discípulos «¡Vengan y vean!», no puede abstraerse de ese llamado al arrepentimiento.

La iglesia no es simplemente otro grupo que busca contener espiritual y emocionalmente a la gente.

Las personas que se acercan a una iglesia generalmente no desconocen el mensaje cristiano sobre el pecado y la redención, a grandes rasgos. 

Sin embargo, la nota de este tiempo es que muchos pecadores reclaman que la Iglesia les afirme en su pecado.

Y no son pocos los sacerdotes y obispos que lo hacen, mientras muchos otros dudan o no se mantienen firmes en condenar el pecado.

Los católicos ciertamente deben “dar la bienvenida” a aquellos que no son de su fe inicialmente.

Sin embargo, esta “bienvenida” no se puede extender a aquellos que no tienen intención de vivir las enseñanzas y los principios fundamentales de la organización, sin correr el riesgo de demoler las bases fundamentales de la organización.

Ningún estilo de vida perpetuamente pecaminoso puede ser “bienvenido” en una organización católica.

Y no por una decisión doctrinal de la jerarquía en el pasado, sino por cumplimiento del mandato eterno de Jesucristo. 

Un ejemplo ilustrativo es una familia que invita a personas a cenar. 

Una vez que llegan los invitados, la familia les da una cálida “bienvenida”.

Pero resulta que los invitados luego se involucran en un comportamiento inapropiado, destructivo y pecaminoso, y todavía obligan a la familia a aceptarlo.

¿Debieran seguir siendo “bienvenidos” estos invitados en la casa de la familia?

Del mismo modo, el hecho de que la Iglesia Católica espera que se sigan sus leyes, preceptos y mandamientos, ¿significa que es “poco acogedora” para aquellos que viven fuera de ellos?

La Iglesia fue enviada por Cristo en misión a todo el género humano. ¿No sugiere esto que todos están invitados y se les da la oportunidad de seguir los pasos de Cristo, y que se arrepientan y experimenten una conversión?

La tolerancia se aplica sólo a las personas, pero nunca a los principios. 

Debemos ser tolerantes con los que yerran, porque la ignorancia puede haberlos descarriado, pero debemos ser intolerantes con el error, porque la Verdad no es obra nuestra, sino de Dios.

Pero para que esta demolición de la práctica católica suceda, ha sido necesario disminuir la importancia del pecado y dejar de recordar que es una ofensa a Dios.

Y sustituirlo por el término «fragilidad», que baja la temperatura moral respecto al «pecado». 

De hecho, este lema se refiere más al ser, “él es una persona frágil”, que a la acción, «él cometió un pecado». 

El concepto de fragilidad excluye a Dios del horizonte, porque la fragilidad no ofende a nadie, y menos al Creador, quien entrará en juego, si acaso, para reflexionar con los frágiles en la confesión.

La fragilidad presenta al pecador sólo como una persona herida sin culpa. 

Y es por eso que escuchamos en las homilías hablar más de la fragilidad que del pecado.

Y esa fragilidad no pocas veces se toma como una excusa para que las personas no hagan verdaderos esfuerzos para dejar de pecar.

Bueno, hasta aquí cómo Dios está permitiendo que se demuela la pastoral de la Iglesia y se escinda de su misión original, para podarla y despertar a los dormidos. 

Y me gustaría preguntarte si en la iglesia a la que tu concurres ves que se están aflojando las exigencias doctrinales del catolicismo o no.

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