Hay gente que no sabe el mal que hace pecando.
Hay gente que sabiéndolo, no quiere dejar de pecar.
Y otros que no pueden dejar de hacerlo.
Dios nos observa varias veces en la Biblia que hay miembros de la familia humana que son duros de cerviz.
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Tercos, orgullosos y difícilmente corregibles.
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Y aun cuando los trata de corregir, ellos se resienten cada vez más y sus corazones se endurecen más y más.
(Ver Ex. 32: 9; 33: 3; Deut 9: 3; 10:16; 2 Crónicas 30: 8; 2 Reyes 17:14; Jeremías 7:26, y muchos otros textos).
Esto pasa a nivel humano como a nivel de pueblos enteros.
Pero Dios que es misericordioso en extremo también es justo y no puede permitir que se pierdan totalmente generaciones.
En el Antiguo Testamento esto parece claro en el relato de Ezequiel.
Donde se ve claro que la ausencia de reforma de Israel, reclamada una y otra vez por Dios, de todas las formas posibles, termina en que Dios permite la invasión de los Babilonios, la destrucción del templo y el destierro y esclavitud de los judíos.
EL ÚLTIMO EPISODIO DE LA REBELDÍA PECADORA: LA PÉRDIDA TOTAL
Ezequiel escribió en el período justo antes de la destrucción babilónica de Jerusalén.
Ezequiel experimentó el desastre venidero sobre Israel muy personalmente como una última advertencia para el pueblo.
“Así vino a mí la palabra de Jehová: Hijo de hombre, por un súbito golpe os quito el deleite de vuestros ojos… Esa noche mi esposa murió” (Ez 24:15, 18).
La pérdida de su esposa fue un presagio del próximo desastre.
Dios instruyó a Ezequiel a no a llorar, sino a volverse al pueblo y decir:
“Así vino la palabra del Señor a mí, di a la casa de Israel, así ha dicho Yahveh el Señor:
Ahora profanaré mi santuario, la fortaleza de tu soberbia, el gozo de tus ojos, el deseo de tu alma.
Los hijos e hijas que dejaste caerán por la espada.
En cuanto a ti, hijo de hombre (Ezequiel), en verdad, el día que les quitaré su baluarte, su gloriosa alegría, el deleite de sus ojos, el deseo de su alma y el orgullo de sus corazones, sus hijos e hijas…
Así seréis para ellos una señal, y sabrán que yo soy el Señor” (Ezequiel 24, versos seleccionados).
El terrible y trágico momento para Judá llegó en el año 587 aC.
Los babilonios destruyeron completamente Jerusalén.
El Templo fue quemado y el Arca de la Alianza se perdió, nunca más se encontró.
No se podía imaginar una destrucción más completa.
¿Por qué permitiría Dios que Su glorioso Templo caiga a manos de una nación incrédula?
Pero Dios no es egocéntrico.
No necesita edificios ni ciudades santas para mostrar su poder.
Su trabajo más central es formar un pueblo santo y atraer a cada uno de nosotros a la santidad.
El terrible estado de cosas del antiguo Israel y Judá está bien documentado por los profetas.
El propio pueblo de Dios se había vuelto depravado de muchas maneras.
Había idolatría, injusticia, promiscuidad y una tendencia a imitar a las naciones que los rodeaban.
Además, se habían vuelto incorregibles.
Dios los describió a menudo con cuellos de hierro y frentes de bronce.
Los llamó una casa rebelde.
Además de todo esto, tenían la presunción de que Dios nunca destruiría Su propio templo o permitiría que Jerusalén cayera.
De la misma manera que los católicos contemporáneos están persuadidos que Dios es tan misericordioso, que nunca dejaría que nada malo nos pasara globalmente.
Pero llega un momento en que las advertencias y los castigos menores ya no son eficaces.
Sólo las pérdidas más severas y generalizadas purgarán el mal.
Seguramente esto es evidente en las ruinas humeantes de Jerusalén en 587 aC.
Los que sobrevivieron fueron llevados a vivir en el exilio.
“»A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión; en los álamos de la orilla teníamos colgadas nuestras cítaras”. (Sal 137: 1-2).
No debemos engañarnos pensando que un acontecimiento tan terrible sólo podría ocurrir en el mundo antiguo.
Debemos considerar que nuestra condición puede llegar a ser tan degradada, tan corrompida, que la única solución es el más severo de los castigos.
Uno tan oneroso que no podamos volver a nuestros caminos anteriores.
Hoy en día, matamos un número escandaloso de niños en el vientre.
Ninguna cantidad de predicación o enseñanza de la verdad médica parece capaz de poner fin a este derramamiento de sangre inocente.
Nuestras familias están colapsando.
Estamos sufriendo los estragos de nuestros pecados sexuales.
En nuestra codicia no podemos controlar nuestros gastos o decirnos que no a nosotros mismos.
Estamos condenando a las generaciones futuras con una deuda insuperable.
No importa las advertencias, no podemos o no queremos parar.
Hay confusión desesperada y silencio incluso en la Iglesia, donde uno esperaría claridad y palabras de cordura.
Corruptio optimi pessima: la corrupción de lo mejor es lo peor.
Los creyentes están silenciosos, débiles y divididos, mientras que los impíos y laicos son feroces, comprometidos y enfocados.
Mientras tanto, en nuestra soberbia, no podemos imaginar que pueda llegar un final aplastante.
Sin embargo, Dios dijo a la antigua y opulenta ciudad de Laodicea,
“Tú dices: ‘Soy rico; me he enriquecido; nada me falta’.
Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo.
Te aconsejo que me compres oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista” (Apocalipsis 3: 17-18).
Se hace difícil ver cómo Dios podría llevarnos a la conversión sin los golpes más severos.
Sin embargo, no desees esto.
¡Sigue orando por la conversión!
La alternativa es demasiado horrible para imaginar.
La mayoría de nosotros estamos demasiado cómodos para soportar lo que podría venir.
Los santos, los pecadores, y todos los demás sufrirán.
Ezequiel fue el primero en sufrir el colapso de su época, a pesar de que era uno que trató de escuchar y advertir.
Ora, ora, ora. Sé sobrio porque Dios no vacila en infligir golpes severos si es necesario, para que al menos pueda salvar a algunos, a un remanente.
DIOS TRATA POR TODOS LOS MEDIOS QUE DEJEMOS DE PECAR Y SER MALA INFLUENCIA
Para muchos humanos esta tendencia al pecado se ablanda con el correr del tiempo, con la gracia los sacramentos, la palabra de Dios y humildad que ellos transmiten.
Pero para otros la terquedad no disminuye y se hace más fuerte por el aumento del orgullo, que aumenta la dureza del corazón.
De modo que cada vez la verdad les parece más desagradable y se hace más difícil la conversión.
Porque no sólo se hacen resistentes a la verdad sino parecería que se instalan en un punto de no retorno.
Esto es lo que San Pablo llama el misterio de la iniquidad (2 Tesalonicenses 2: 7).
La palabra griega se puede traducir como maldad, un profundo desprecio por la ley de Dios.
Es un misterio por qué algunos son más duros que otros, por qué endurecen su corazón mientras que otros se encuentran abiertos al camino de la humildad.
Ser testarudos, tercos, no arrepentirse, ser duros de corazón es en última instancia mortal.
Es un camino que conduce a la destrucción, al infierno, porque al no someterse a Dios no van a ser Salvados.
En Proverbios 29: 1 hay una clave que dice
“El hombre que se obstina ante la corrección será destruido pronto y sin remedio”.
Así podemos ver un proceso en tres etapas, que vale tanto para las personas como para los pueblos.
Una es que Dios nos habla para que cambiemos.
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La segunda etapa es que algunos persisten en la desobediencia.
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Y la tercera es la repentina destrucción.
DIOS HABLA PARA QUE CAMBIEMOS
Dios permanente envía mensajes para incitarlos al arrepentimiento, para aprender la obediencia y la salvación que ofrece.
Llama permanentemente, porque nadie que fue al infierno, quedó alguna vez sin ser llamado y reprendido anteriormente.
Es así como envía al Espíritu Santo para suplicar a nuestro espíritu.
La voz de Dios hace un eco en nuestra conciencia en Isaías 30: 21 dice “este es el camino andad por él”.
Y en Isaías 48: 17 dice “yo soy Yahveh tu Dios que te enseña lo que es mejor para ti, que te guía en el camino que debes seguir”.
Pero también les envía a sus profetas: sacerdotes, hombres y mujeres laicos santos, para dar testimonio de la verdad y llamar a la santidad y que abracen la verdad.
Y no sólo, eso sino que de muchas maneras en la vida Dios les pone en situaciones de dificultades para que se enderecen.
Como dice el salmo 119: 67 “antes que fuera humillado andaba descarriado, pero ahora guardo tu palabra”.
Y también Dios habla a través de la escritura mediante las enseñanzas de la iglesia.
En 2 Timoteo 3:16 dice “toda la escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia”.
De modo que es claro que Dios está permanentemente llamando a los pecadores.
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No hay nadie en la faz de la tierra de acuerdo con el proverbio 29: 1 que no sea reprendido y tratado de re encauzar.
ALGUNOS PERSISTEN EN LA DESOBEDIENCIA
Pero lamentablemente hay algunos que se obstinan en la desobediencia de varias formas, a través de la dilación.
Proverbios 27: 1 dice “no cuentes con el día de mañana porque no sabes lo que el día traerá”.
Sin embargo muchos retrasan la conversión para mañana.
Y cuánto más abajo en la iniquidad viajan, más difícil es el camino de vuelta y más grande es el esfuerzo.
A medida que nos ajustamos a la oscuridad la luz comienza a ser más difícil de tolerar y como Dios es luz, quienes se habitúan a la oscuridad difícilmente soportan su luz.
Cuanto más esperan más se hunden.
Las conversiones en el lecho de muerte se dan, pero no es tan común como se podría pensar.
Otra fuente de refracción es el orgullo, la negativa a reconocer que hay alguien más grande que nosotros a quién le debemos respeto y obediencia.
Esto es lo que hizo Adán cuando pensó que él va a hacer y decidir lo que es correcto o no, y es lo que el hombre moderno está haciendo en este momento.
Implica que ellos no ven que hay una realidad objetiva fuera de sí mismos y que los nos constriñe y deben ajustarse a ella.
En la medida que el hombre moderno se aleja de la ley natural comienza a pensar que la realidad es lo que dice él.
Lo que importa no es lo eterno sino lo que él piensa y siente.
De modo que se produce una ruptura de la relación con Dios y con la realidad externa.
Estas personas que endurecen su pensamiento y se encierran en sí mismas debatirán solamente con aquellos que razonan de la misma forma.
Y por lo que vemos es difícil que una persona rompa este muro de orgullo.
Romanos 1: 22-23 dice “pues habiendo conocido a Dios no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias sino que se envanecieron en sus razonamientos y se les oscureció su insensato corazón; pretendiendo ser sabios se hicieron necios”.
También los placeres de la vida y las riquezas tienen efectos perniciosos y la escritura hace la advertencia sobre ello.
Así como los placeres del mundo se consideran preferibles a Dios, estas personas se vuelven amantes de sus deleites más que de Dios.
Los límites que Dios pone y las exigencias que podría hacer se consideran desagradables y costosas.
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Llegando a considerar que todo lo que viene de Dios es poco razonable.
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No en vano Jesús alertó lo difícil que era entrar en el reino de Dios para un rico.
En 1 Timoteo 6: 9-10 San Pablo dice “porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y en muchas codicias necias y dañosas que hunden a los hombres en la ruina y la destrucción, por el amor al dinero y la raíz de todos los males es esta codicia por la que algunos extraviaron la fe y fueron traspasados por muchos dolores”.
De modo que el efecto negativo de la riqueza y los placeres de este mundo endurece la cerviz y los corazones contra Dios
ASÍ ES COMO VIENE LA DESTRUCCIÓN REPENTINA
Llega un momento en que el endurecimiento de corazón y la dureza de cerviz se convierten en permanentes, sin posibilidad de marcha atrás
Siempre hay posibilidad de conversión, pero sin embargo llega un punto en que ya es muy difícil y su destrucción es sin remedio.
Cuando hablamos de destrucción estamos hablando de la muerte o de caer en pozos qué significan la muerte en vida.
Dios nos advierte que esta muerte puede venir de repente.
Con mayor rapidez de lo que pensamos, cuándo el descenso del pecado es profundo y la dureza en el corazón se hace pronunciada.
Dios nos ama y quiere salvarnos pero también respeta nuestra libertad y nos advierte permanentemente los efectos acumulativos de nuestros pecados.
Con este razonamiento que hemos realizado no pretendemos dar un mensaje de desesperación.
Sino poner un manto de realidad sobre el hecho de que algunos seres humanos no están propensos a salvarse.
Porque han caído muy bajo en el pecado y muy adentro del pecado, y han llegado un punto sin retorno.
Por más que Dios los siga llamando ellos cada vez están menos propensos a oír la voz de Dios.
Veamos un caso que contó el exorcista Vincent Lampert.
UN CASO DE COMPROMISO TOTAL CON EL MAL
El P. Lampert hace hincapié en que un exorcismo puede llevarse a cabo sólo si una persona afectada lo quiere.
Y él cuenta un caso de “posesión perfecta” en el que no podía ofrecer a la familia de la persona afectada ninguna esperanza.
“Había un señor cuya familia puso en contacto conmigo.
Ellos estaban preocupados por él y yo fui a visitarlo.
Me dijo que a lo largo de su vida había cultivado relaciones con los demonios y con satanás.
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Y que cuando muriera, era su deseo pasar la eternidad con estos demonios.
Me dijo: ‘Sé que mi familia está preocupada por mí, pero ésta es la libre elección que hago’.
Así que en ese caso, tú no puedes realmente forzar a alguien a un exorcismo en contra de su voluntad.
Todos tenemos libre albedrío.
Podemos rezar para que alguien pudiera tener un cambio de corazón (cambio en su manera de pensar).
Pero esta persona es alguien que estaba muy involucrado en el culto a los demonios.
Este hombre estaba perfectamente poseído.
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Él había establecido una relación armónica con el mal en su vida.
Y él no estaba dispuesto a tener una larga conversación conmigo al respecto”.
¿TE HAS PUESTO A PENSAR…?
¿Sería posible para nosotros rechazar el amor? ¿Puede el ser humano vivir sin amor?
La respuesta lógica, la que inmediatamente nos viene a la mente, sería no.
Hemos sido creados por y para el Amor y lo necesitamos para vivir, como al aire que respiramos.
Eso lo podemos asegurar, porque hasta las personas que menos aman, viven del amor de los que les rodean.
Dicho de otra forma, un egoísta vive de la generosidad de los demás sin notarla, de la belleza y la abundancia de la Naturaleza sin darse cuenta.
Él parece creer que todo fue creado por él y para él, sin que deba mover un dedo para agradecerlo y sobre todo, para merecerlo.
Y es que todo lo que vemos, todo lo que nos rodea, todo aquello de lo que está compuesta nuestra vida, es don gratuito de Dios.
Por mucho que nos duela comprobarlo, ninguna de las bondades con que Dios nos ha rodeado es fruto de nuestros merecimientos.
En eso, el egoísta tiene razón.
En lo que se equivoca y mucho, es en pensar que él es el centro del universo.
Porque no es así. Cada uno de nosotros forma parte del entorno de los otros, de aquellos que nos rodean.
Y cada uno de nosotros está llamado a brindar aquello que recibió.
Ser espejo que refleje para los demás el amor, de lo que todo está compuesto.
Tal como Jesús es Espejo del Resplandor del Padre y María es Espejo de Justicia, como bien lo rezamos en las Letanías.
Espejo de Justicia porque ella refleja a Su Hijo, que será el justo Juez al que tendremos que rendir cuentas de cuanto amor dimos a los demás.
Porque, para que esta vida pasajera nos sea un poco más llevadera, el Señor nos rodeó de otros seres como nosotros, para que Su Amor se manifieste, fluya entre todas Sus criaturas de forma palpable.
Y es en la medida en que reflejemos ese Su Amor, que nosotros haremos de la Tierra un lugar digno para todos. Porque Él quiso que este mundo fuera una morada compartida.
Sin embargo, no todos lo entienden así.
Esto, que es tan fácil de entender para nosotros, los creyentes, es lo que no puede entender el que elige no creer, el que se burla, el que escoge ser malvado.
El malvado, como el egoísta vive de lo que lo rodea. Y eso que lo rodea, aunque él, en su soberbia lo desestime, generalmente es amor.
Pero ni lo nota. El malvado reparte maldad pero no la recibe.
¿Por qué?
Pues porque los que lo rodean no son como él.
Él tuvo una madre, un padre, algún amigo. Conoció el amor, un afecto. Y los rechazó.
Por lo que él no conoce, no sabe, lo que es vivir rodeado de maldad.
Es en el momento en que otro tan malo como él se le enfrenta, cuando quizás pueda tomar conciencia de lo terrible, lo espantosa que es la maldad.
Y ese enfrentamiento está destinado a terminar mal, porque el odio y la rabia que ambos exhalan los llevará inexorablemente a atacarse mutuamente, buscando eliminar al otro, ese ser maligno en el que ninguno de los dos se reconoce.
Y esa pertinacia en el mal, puede ser lo que lo lleve, sin darse cuenta, a perder su salvación.
María de los Ángeles Pizzorno de Uruguay, Escritora, Catequista, Ex Secretaria retirada
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