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Pocos enfoques sobre la crisis de la familia.
Luego de una semana de comenzado el Sínodo, el tema de la comunión para divorciados vueltos a casar – una cuestión marginal, de acuerdo incluso con el cardenal Kasper que puso el tema sobre la mesa – se ha convertido en el tema principal, perdiendo de vista un punto muy importante en el proceso, la crisis de la familia.

 

cardenales y opispos del sinodo de la familia

 

El punto es que la crisis de la familia está ligada a la crisis del catolicismo. Pablo VI pronosticó esta crisis, y trató de detenerla con la encíclica «Humanae Vitae», no por casualidad la última encíclica de su pontificado – a pesar de que el pontificado se prolongó durante otros 10 años. Juan Pablo II comprendió y luchó con todas sus fuerzas esta crisis, dedicando a la familia de un sínodo en 1980, una exhortación apostólica y numerosas intervenciones. Benedicto XVI analizó con lucidez esta crisis, y se refirió ella en las esferas internacionales. Esta misma crisis que el Papa Francisco identificó correctamente como una cuestión central.

La crisis de la familia fue de la mano con la secularización de los países. La ley natural se vio socavada por el individualismo, y este individualismo ha impregnado a la sociedad.

Tal vez la profecía del Papa Francisco está en su entendimiento de que la familia se debe poner en el centro del debate de nuevo.

Sin embargo, hasta ahora, el sínodo parece haberse centrado en cuestiones prácticas, más que en los principios universales.

Después de una semana de sínodo, el verdadero centro de la discusión es la admisión o no del divorcio en el matrimonio católico.

En el sínodo, la palabra divorcio es tabú. Nadie dice que quiere llegar a eso y todos proclaman en voz alta que la doctrina de la indisolubilidad debe permanecer intacta.

Sin embargo, cuando se quiere dar la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar es como si de hecho, en su caso, ya no subsistiera el sagrado vínculo conyugal originario. Como en el caso de las Iglesias ortodoxas, también la Iglesia católica admitiría, de facto, las segundas nupcias.

Precisamente, este es el camino emprendido por los fautores de la innovación: no una campaña no realista sobre el divorcio católico, que sólo algunos teólogos como Andrea Grillo o Hermann Häring reclaman de manera explícita, sino la propuesta de un auxilio misericordioso hacia quien ve negada la comunión porque se ha vuelto a casar civilmente después de la anulación civil del propio matrimonio sacramental.

La propuesta es atrayente: se presenta como medicina en los casos de sufrimiento por un «derecho» sacramental negado. No importa que dichos casos sean numéricamente muy escasos; bastan para hacer de palanca a un cambio cuyos efectos se prevén muchísimo más graves.

La sociología religiosa tendría mucho que decir en propósito. Hasta mediados del siglo XX, en las parroquias italianas, la prohibición de la comunión a quien estaba en una posición matrimonial irregular no causaba problemas porque era prácticamente invisible.  También donde la participación en la misa era alta, eran pocos los que comulgaban cada domingo. La comunión frecuente la hacía sólo quien se confesaba también frecuentemente. La prueba de ello era el doble precepto que la Iglesia dirigía a la gran masa de fieles; confesarse «una vez al año» y comulgar «por lo menos en Pascua».

No acceder a la comunión no era, por consiguiente, un estigma visible de castigo o de marginación. El motivo principal que impedía a la gran parte de fieles comulgar con frecuencia era el grandísimo respeto por la eucaristía, a la que se tenía que acceder sólo después de una preparación adecuada y siempre con temor y temblor.

Todo cambia en los años del Concilio Vaticano II y del postconcilio. En pocos años la confesión baja en picado, mientras la comunión se convierte en un fenómeno de masas. Todos, o casi todos, acceden a ella. Siempre. Esto es debido al cambio que sufre en el ínterin la idea corriente del sacramento eucarístico. La presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en el pan y en el vino consagrados se reduce a mera presencia simbólica. La comunión pasa a ser como el beso de la paz, un signo de amistad, de compartición, de fraternidad, «del tipo: todos van, voy yo también», como dijo el Papa Benedicto XVI, que intentó restablecer el sentido auténtico de la eucaristía haciendo, entre otras cosas, que los fieles a los que daba la hostia en la boca se arrodillaran.

En un contexto similar, era inevitable que los divorciados vueltos a casar asumieran la prohibición de comulgar como la negación pública de un «derecho» de todos al sacramento. La reivindicación era, y es, de unos pocos, porque la gran parte de los divorciados vueltos a casar está alejada de la práctica religiosa; en cambio, entre los practicantes no faltan los que entienden y respetan la disciplina de la Iglesia. Pero sobre esta tipología limitadísima de casos se ha planteado, a partir de los años Noventa y, sobre todo, en algunas diócesis de lengua alemana, una campaña para el cambio de la disciplina de la Iglesia católica en materia de matrimonio, que ha alcanzado su apogeo con el pontificado del Papa Francisco, con su claro consentimiento.

Que el sínodo se concentre sobre la cuestión de los divorciados vueltos a casar corre el riesgo, además, de hacer perder de vista situaciones mucho más evidentes de crisis del matrimonio católico.

Poco antes del sínodo, por ejemplo, ha salido en las librerías italianas un reportaje sobre la acción pastoral planteada por el entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio en las periferias de Buenos Aires: P. De Robertis, «Le pecore di Bergoglio. Le periferie di Buenos Aires svelano chi è Francesco».

Por éste sabemos que una gran parte de las parejas, un 80-85 por ciento, no está casada sino que simplemente convive en las «villas miseria», mientras que entre los casados «la mayor parte de los matrimonios no son válidos porque la gente se casa inmadura» y  ni siquiera intenta obtener la nulidad por parte de los tribunales diocesanos.

Quien proporciona estos datos son los «curas villeros», los sacerdotes enviados por Bergoglio a las periferias, los cuales especifican con orgullo que se da la comunión a todos, «sin alzar barricadas».

Las periferias de Buenos Aires no son un caso aislado en América Latina. Y demuestran no un éxito, sino en todo caso una ausencia o un fracaso de la pastoral matrimonial. En otros continentes el matrimonio cristiano se enfrenta a desafíos no menos graves, desde la poligamia a los matrimonios forzados, desde las teorías de género a los «matrimonios» homosexuales.

Frente a tal desafío, este sínodo y el sucesivo decidirán si la respuesta adecuada será abrir el camino al divorcio o devolver al matrimonio católico indisoluble toda su fuerza y belleza alternativa, revolucionaria.

Fuentes: Monday Vatican, Sandro Magister, Signos de estos Tiempos

 

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