El vínculo entre la renuncia al mundo y la perfección evangélica –tan ignorado hoy entre los cristianos, y tantas veces negado–, está expresado en el mismo rito del bautismo, ya en sus formulaciones más antiguas. Y es una convicción de fe generalizada durante el milenio de Cristiandad. Aquellas palabras de Cristo, «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,21), están entonces muy vivas en la conciencia del pueblo cristiano. Y aunque el mundo medieval, al menos en comparación con los siglos precedentes, es ya un mundo en buena medida cristianizado, sin embargo, siguen los cristianos estimando que el abandono del mundo facilita en gran medida la perfección cristiana. Eso explica que son muchos los cristianos que dejan el mundo para seguir más libremente a Cristo. Van formándose miles y miles de monasterios por toda Europa. Y muchos otros cristianos laicos, a su modo, también dejan el mundo, procurando «no conformarse a este siglo» (Rm 12,2), y ayudándose para ello en hermandades y órdenes terceras. Y también dejan el mundo, aunque sea temporalmente, por medio de peregrinaciones o cumpliendo un voto de Cruzada.
Los maestros medievales de la espiritualidad, al enseñar los caminos de la perfección cristiana, hablan con frecuencia del contemptus mundi (menosprecio del mundo), de la fuga mundi, en el sentido que veremos, hoy tan ignorado, incomprendido y rechazado.
San Pedro Damián (1007-1072) escribe el Apologeticum de contemptu mundi y la carta De fuga mundi gloria et sæculi despectione. San Anselmo (1033-1109) es autor de la Exhortatio ad contemptum temporalium et desiderium æternorum, así como del Carmen de contemptu mundi. Muy importante es la obra de Hugo de San Victor (+1141) De vanitate mundi et rerum transeuntium usu. San Bernardo de Claraval (1091-1153) exhorta a liberarse de la cautividad del mundo en numerosas predicaciones y cartas, y concretamente en el sermón De conversione ad clericos, para buscar más fácilmente la perfección, libres de impedimentos. Inocencio III (+1216), en los años en que nacen las Ordenes mendicantes, trata del mismo tema en De miseria humanæ conditionis.
La bondad de la creación y la pobreza evangélica, en la espiritualidad medieval, son dos hermanas que caminan de la mano. Recordemos, por ejemplo, a San Francisco de Asís. Sujeto ya el mundo en buena parte a Cristo, la Edad Media capta en la fe la bondad del mundo creado con una lucidez renovada. Cuando Santo Tomás de Aquino afirma, por ejemplo, que «lo más natural al hombre es amar el bien» (STh II-II, 34,5) o defiende la capacidad que la razón tiene para conocer la verdad, lo hace con un tono sereno, medieval, que no hallamos igualmente en el Crisóstomo o en Agustín.
Pues bien, la renuncia medieval al mundo es la pobreza evangélica aconsejada por Cristo. La fuga mundi, sobre todo en los siglos XI, XII y XIII, sigue siendo un apartamiento del mundo-pecador; pero es también, una renuncia al mundo-criatura para más libremente amar al Creador. Esto significa que se considera la pobreza evangélica como la puerta que abre al camino de toda perfección. Y en esa dirección avanzan tanto los muy numerosos movimientos laicales de la época, como las nuevas Ordenes religiosas: Camáldula (1012), Cartuja (1084), Císter (1098), Franciscanos (1209), Dominicos (1216). .
La teología de la pobreza llega a su plena madurez en el siglo XIII, con las controversias ocasionadas por el nacimiento de las Órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos. En efecto,la vida religiosa mendicante e itinerante, como forma de vida de perfección, tan diferente de la vida monástica, estable y quieta, separada del mundo y apoyada en propiedades de tierras, suscita impugnaciones muy duras, semejantes a las surgidas cuando nace el monacato primitivo. Algunos clérigos protestan al ver que las ciudades se van llenando de nuevos religiosos, muy bien acogidos por el pueblo, que tienen cura animarum y más aún licentia docendi.
La posición adversa de los clérigos seculares vendrá defendida por hombres como Guillermo del Santo Amor (+1272) y Gerardo de Abbeville (+1272). Mientras que la legitimidad de la vida pobre, incluso mendicante, estará sostenida por San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura y otros autores prestigiosos, como Tomás de York y Juan Pecham. Son muy valiosos sobre el tema los escritos de San Buenaventura De perfectione evangelica y la Apologia pauperum, escrito éste contra Gerardo de Abbeville (BAC, Madrid 1949).
Un texto admirable de Santo Tomás sintetiza la doctrina cristiana sobre la pobreza. En él se recoge de modo perfecto la enseñanza de la tradición patrística:
«El estado religioso es un ejercicio y aprendizaje para alcanzar la perfección de la caridad. Para llegar a ella es necesario destruir totalmente el apego a las cosas del mundo», según enseñan, entre otros, el Crisóstomo y Agustín. En efecto, «de la posesión de las cosas mundanas nace el apego [desordenado] del alma a ellas; pues los bienes de la tierra se aman más cuando se poseen que cuando se desean… Por eso la pobreza voluntaria es el primer fundamento para adquirir la perfección de la caridad, de modo que se viva sin poseer nada, según dice el Señor: “Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, ven y sígueme”… En cambio, la posesión de las riquezas de suyo dificulta la perfección de la caridad, principalmente porque arrastran el afecto y lo distraen. Es lo que se lee en San Mateo: “los cuidados del siglo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra de Dios”. Así pues, es difícil conservar la caridad en medio de las riquezas; por eso dijo el Señor “qué difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos”. Y estas palabras, ciertamente, han de entenderse de aquel que simplemente posee riquezas, pues de aquel que pone su afecto en las riquezas, dice el Señor que es imposible, cuando añade: “más fácil es a un camello entrar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos”» (STh II-II, 186,3 in c y ad 4m).
El aprecio cristiano medieval por la vida monástica y religiosa es máximo. Los predicadores populares, sobre todo en los siglos XI-XIII, llaman con energía a dejar el mundo o a tenerlo como si no se tuviera (1Cor 7,31). Así, renunciando al mundo en efecto o al menos en afecto, todos los cristianos, religiosos o laicos, podrán seguir a Cristo plenamente y llegar a la santidad. Este espíritu evangélico hace que durante el milenio de Cristiandad prácticamente todas las familias cristianas tienen una parte de sus miembros en monasterios o en conventos.
Recordemos aquí que en la Cristiandad medieval tanto la sociedad civil como la eclesial se entienden como un conjunto orgánico y unitario. La sociedad se compone de órdenes, y la Iglesia, de estados de vida más o menos perfectos (Santo Tomás, STh II-II, 183-189). Según esto, no sólo es lícito, sino altamente meritorio, animar a un laico a que ingrese en la vida religiosa, o en ciertos casos a un religioso para que pase a otra Orden cuya vida es más perfecta (189,8-9). Esta visión es general en el pueblo cristiano, como podemos apreciar con algunos ejemplos.
La familia de Teodoro Studita, en Constantinopla. Su padre, Fotinos, es funcionario del Tesoro imperial, y su madre, Teoctista, hermana del abad Platón. Por influjo de éste, en 781 toda la familia ingresa en el monacato: Teoctista y su hija en un monasterio de la capital; Fotino y sus hijos, Teodoro, José y Eutimio, en el monasterio de Sakudion. Teodoro será más tarde abad de Studios y famoso escritor. Casos como el de esta familia, por supuesto, aunque son excepcionales, se producen con relativa frecuencia. Es también el caso de los santos hermanos Leandro, Isidoro, Fulgencio y Florentina. Y cuando en el siglo X los monasterios benedictinos cluniacenses crean un estado de vida más perfecto que el de otros de la época, el papa Juan XI, en una Bula de 931 –cuando todavía en la Iglesia era costumbre designar las cosas por sus nombres–, escribe a Odón, abad de Cluny:
«Puesto que, como es sabido [¡!], casi todos los monasterios han abandonado su Propósito [es decir, su Regla], concedemos que si algún monje procedente de cualquier monasterio quiere pasar a vuestra comunidad con el único deseo de mejorar su vida… que podáis vos acogerlo, mientras no se enmiende la vida de su monasterio». El Papa, por tanto, hablando y actuando con una gran claridad, autoriza el paso de lo menos perfecto a lo más perfecto. Con el favor de Dios, he de tratar en su momento de la reforma cluniacense.
Las vocaciones monásticas y religiosas son innumerables en la Edad Media. Y ellas, con la Jerarquía apostólica, vienen a ser el fundamento y modelo de la vida cristiana. La gran valoración de la renuncia al mundo y de la pobreza evangélica, suscitada habitualmente por la predicación, hacen que en esta época sean innumerables los que, dejando el mundo, siguen a Cristo, bien sea en la vida monástica o en las nuevas órdenes religiosas. Para los católicos de hoy ésa situación de Iglesia, que es sana y normal, resulta prácticamente inimaginable, y para algunos incluso inadmisible. Por eso me permito insistir en la magnitud de su realidad histórica con algunos ejemplos.
–La Orden Benedictina es un árbol de una frondosidad impresionante, plantado por San Benito en el monasterio de Montecassino (529). Thomas E. Woods Jr., en su libro Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental (Ciudadela, Madrid 2007, 276 pgs.), muestra la fecundidad espiritual, social y cultural de la Orden de San Benito en toda Europa.
«En los inicios del siglo XIV la congregación había proporcionado a la Iglesia 24 papas, 200 cardenales, 7.000 arzobispos, 15.000 obispos y 1.500 santos canonizados. La orden benedictina llegó a tener en su mayor momento de gloria 37.000 monasterios. Sin embargo, las estadísticas no se limitan a señalar su influencia en el seno de la Iglesia; tal era la exaltación que el ideal monástico producía en la sociedad que en torno al siglo XIV más de veinte emperadores, diez emperatrices, cuarenta y siete reyes y cincuenta reinas ya se habían adherido a ella. Muchos de entre los más poderosos de Europa llegaron así a cultivar la vida humilde y la disciplina espiritual que la Orden propugnaba. Aun los diversos grupos bárbaros se sintieron atraídos por la vida monástica. Y personajes tan destacados como Carlomagno de los francos y Rochis de los lombardos adoptaron finalmente este estilo de vida» (pg. 50).
–La Orden Cisterciense tuvo también un desarrollo fulgurante. A la muerte de San Bernardo (1090-1153), el recién nacido Císter (1098) contaba con 343 monasterios, 168 de los cuales pertenecían a la línea de Claraval, y de ellos 68 fundados por el mismo Bernardo.
San Bernardo hace propaganda arrolladora de la vocación monástica, y concretamente cisterciense. Ya a los veintiún años forma en su casa paterna de Chatillon una comunidad de más de treinta jóvenes, entre familiares y amigos, varios de ellos casados, y no pocos pertenecientes a las primeras familias de Borgoña. En 1115, después de una predicación en Chalons, una multitud de nobles y eruditos, clérigos y laicos, le acompañan en su regreso a Clairvaux. En 1119, bajo su estímulo, el príncipe Amadeus, sobrino del emperador alemán Enrique V, con dieciséis amigos, ingresa en el monasterio cisterciense de Bonnevaux (Ailbe J. Luddy, San Bernardo, RIALP, Madrid 1963, pgs. 48, 59 y 108).
–La Orden Franciscana experimentó de modo semejante una expansión enorme. San Francisco de Asís (1182-1226) la inició con siete compañeros, y a los diez o doce años, en el Capítulo general de las esteras (1219?), reúne ¡más de cinco mil frailes! (Florecillas 18;Leyenda mayor 4,10; Espejo de perfección 68).
No es demasiado sorprendente, si recordamos los temas de predicación que predominan en Francisco de Asís. La Leyenda mayor dice que cuando inició su apostolado, comenzó a predicar «acerca del reino de Dios, del desprecio del mundo, de la abnegación de la propia voluntad y de la mortificación del cuerpo» (3,7; cf. 1 Celano 29). Muestra Francisco a los hombres de su tiempo el esplendor del Reino de Cristo en todo su atractivo, denuncia abiertamente la vanidad y el pecado del mundo en todo su horror, y señala el camino de la santidad, encareciendo la necesidad de la abnegación propia y de la mortificación. Y ciertamente es el Espíritu Santo quien, causando en Francisco por la gracia su predicación y su ejemplo, suscita por su medio innumerables vocaciones. Perfectamente normal y previsible.
La Iglesia medieval venera la vocación monástica y religiosa, y así crece en todo el pueblo cristiano como un árbol frondoso, porque mantiene siempre viva la palabra de Cristo: «si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme». Y también la de San Pablo: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3,1-2). Nunca el pueblo cristiano ha desfallecido tanto como cuando ha casi ignorado esas palabras: es la situación actual. Y nunca ha manifestado la Iglesia tanta fuerza para configurar efectivamente el mundo secular como cuando ha predicado y vivido esas palabras de vida. Lo comprobaremos en seguida.
Fuentes: P. José María Iraburu, (179) De Cristo o del mundo -XXI. La Cristiandad. 2. Renuncia al mundo y pobreza