La Cristiandad y la Iglesia medieval

Publicamos una secuencia de artículos del Padre José María Iraburu sj, sobre la cristiandad, porque fue el gran milenio cristiano, que generalmente se menosprecia y lo tachan de oscurantismo. Iraburu incluye estos capítulos dedicados a la Cristiandad en su serie “De Cristo o del mundo”.

Del Edicto constantiniano de Milán hasta la muerte de San Benito (313-557), se produce una primera cristianización del mundo greco-romano, y al mismo tiempo una erradicación progresiva del antiguo paganismo –mentalidad, costumbres, instituciones–, acelerada por la caída del Imperio romano en el siglo V.

A principios del siglo VI comienza un milenio cristiano, cuyo final podría verse hacia el 1500, en torno a la caída de Constantinopla, el descubrimiento de América, el comienzo de los Es­tados nacionales modernos, el Renacimiento y la crisis protestante. Es más o menos lo que suele llamarse Edad Media, en un sentido que para algunos es peyorativo: los siglos oscuros y semi bárbaros, que dejando atrás las luces de la antigüedad, no han llegado todavía a la luminosidad del Renacimiento y del Siglo de las luces. La cultura católica ve, por el contrario, ese período de la historia humana como un milenio de Cristiandad. En estos siglos, la Iglesia pierde el norte de Africa, pero extiende y profundiza la evangelización de Europa y del Asia próxima. Y muchos miles de monasterios vienen a ser el alma de la Cristiandad medieval.

Jesu­cristo es el Señor de todo (Panto-crator), pues le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Y esa verdad luminosa y potente es reconocida por la sociedad, es decir, por el mundo, como se expresa en el pór­tico de tantas catedrales. Es entonces con­vicción común que Cristo Salvador debe reinar sobre todas las cosas de la Iglesia y del mundo. Lo que no significa, por supuesto que reine plenamente de hecho sobre el mundo. El mundo, hasta la Parusía, siempre seguirá siendo mundo. Hay sin duda en estos siglos multitud de pecados personales y colectivos; pero 1.-no son tantos como los existentes en un mundo que niega a Dios y reniega de Cristo; y 2.-los pecados son tenidos como pecados, de tal modo que la sociedad no los justifica, ni menos aún los considera un derecho. Y es que está generalmente vigente el discernimiento del bien y del mal. Es un tiempo en el que ninguna doctrina, ley o costumbre puede afirmarse socialmente si va en contra de Jesucristo, el Hijo divino-humano, el Maestro, el Señor de todo.

La condición unitaria de la Cristiandad procede evidentemente del señorío de Jesucristo sobre las naciones. Y es una de las características más notables de este pe­ríodo de la historia de Occidente: unidad de religión y de lengua, unidad entre alma y cuerpo, naturaleza y gracia, orden natural y sobrenatural, profano y sagrado, Estado e Iglesia, filosofía y teología, vida temporal y vida eterna, laicos y monjes, «ora et labora», contemplación y acción.

Y la relativa paz entre los príncipes cristianos se debe igualmente a esa primacía de nuestro Señor Jesucristo. La Edad Media cristiana no tiene reyes invasores bélicos, como Alejandro Magno, Julio César, Mahoma o Gengis Kan. Ignora guerras terribles como las posteriores al nacimiento del protestan­tismo, que parte en trozos la antigua Cristiandad. Y aún está más lejos de sufrir las aterradoras mortandades, cientos de millones de muertos, de las guerras innumerables del siglo XX.

La belleza medieval es el esplendor de la Cristiandad. La Edad Media es un tiempo en que las Sumas teológicas elevan el pensamiento humano a las mayores alturas filosóficas, teológicas y espirituales. Y también alza a unas alturas increíbles, llenas de fuerza y armonía, las milagrosas Catedrales, que hoy, curiosamente, son los edificios más admirados y visitados en las ciudades modernas, a pesar de que fueron construidas hace mil años por pueblos «oscuros, pobres y semibárbaros», según estiman hoy algunos.

La belleza indecible de Cristo, aunque en forma mínima, se expresa en el mundo y causa la armonía del arte, a un tiempo grandioso en la arquitectura, extremadamente refinado en las demás artes, orfebrería, escultura, pintura, literatura, y muy especialmente en la música grego­riana.

Es un milenio en el que se reducen mucho los grandes ma­les del paganismo antiguo, como el aborto o el suicidio, el concubinato o el divorcio, las guerras de conquista o los espectáculos sangrientos y degradantes. Por primera vez en la historia de los pueblos, desaparece progresivamente la esclavitud, que sólo reaparecerá tímida­mente en el Renacimiento, y se multiplicará ya sin vergüenza alguna en los tiempos de la Ilustración, cuando los Reinos cristianos tienen ministros masónicos. Cuatro quintos, por ejemplo, del total de esclavos africanos llegados al Nuevo Mundo, fueron transportados en siglo y medio, entre 1700 y mediados del siglo XIX (J. M. Iraburu, Hechos de los apóstoles de América, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 3ª ed., 416-429). Evidentemente, en el milenio de la Cristiandad sigue habiendo males, y muchos, pero generalmente en la sociedad el bien tiene más prestigio que el mal. Y el bien se ve favorecido, mientras que el mal encuentra resistencias generales o, al menos, no es positivamente fomentado.

Europa llegó a ser una Cristiandad. La gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona. Este principio tomista, que es netamente bíblico, viene a ser en la Cristiandad medieval una convicción generalizada en todos los campos: arte o ciencia, filosofía, leyes o política. No siempre, claro está, obran los hombres según la gracia divina, pero sí se da una convicción común de que cuanto mayor sea el influjo del Evangelio, es decir, de la fe, todas las realidades del mundo visible se verán acrecentadas en verdad y belleza, en paz, justicia y prosperidad. Por eso, a pesar de todas sus miserias, en esta época Europa puede llamarse Cristiandad: por la universal primacía del principio cristiano. Pueden ustedes comprobarlo en la magnífica obra del P. Alfredo Sáenz, S. J., La Cristiandad. Una realidad histórica (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2005, 219 pgs.)

La Cristiandad medieval es un mundo joven y creativo. A medida que es conocido en su genuina realidad, causa una particular fascinación y sorpresa. Se halla entonces normalmente en los pueblos cristianos, por una parte, un ímpetu juvenil, no siempre moderado, lleno de audaz creatividad; y por otra parte, un sentido tradicional, que asegura a los distintos desarrollos una construcción ordenada y armoniosa. Confluyen, pues, en ella, de un modo poco frecuente en la historia, tendencias de un utopismo entusiasta, que rebrota una y otra vez en formas populares, a veces desaforadas, y otras fuerzas ordenadas, llenas de sereno equilibrio, las propias de las Sumas y de las catedrales (N. Cohn, En pos del milenio; re­volucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barral, Barcelona 1973).

El idealismo de la caballería cristiana es, por ejemplo, una muestra del ímpetu entusiasta medieval, y sus ideales no afectan solamente a los caballeros nobles, sino también al pue­blo, como se comprueba por el éxito popular de los libros de caballería. El pueblo no se inspira, como lo hace hoy, en modelos muchas veces degradantes –ciertas estrellas del cine, de la música popular, de la televisión–, sino en el heroísmo de famosos caballeros cristianos.

Por otra parte, todavía no se han formado las nacionalidades, cerradas en sí mismas, ni se han alzado aún los monarcas absolutos, ni los ministros poderosísimos, uniformizadores de la vida social. De hecho, en la Edad Media, los príncipes cristianos no pueden nada sin los nobles, ni éstos sin el consentimiento de sus vasallos. Y es que todavía tiene gran vigencia el principio de subsidiariedad, el tejido social orgánico, los grupos naturales intermedios, la familia y el gremio, el municipio y la región. Y todavía cuentan mucho las relaciones personales, la costumbre, el compromiso verbal, los impuestos pactados, lo mismo que el vínculo que une al vasallo con el señor local.

La Edad Media da forma sensible a todas las realidades espirituales. Éste es otro rasgo muy característico. Por eso el mundo medieval resulta colorido, variado y elocuente, porque produce siempre formas expresivas, comunitariamente entendidas, de todo un conjunto de valores espirituales de inspiración cristiana. Y aunque hay un fondo común entre todos los pueblos de la Cristiandad, hay en cada región, configuradas en formas tradicionales, distintas costumbres e instituciones, gremios, precedencias y ceremonias, órdenes y estados, fiestas, juegos y danzas, liturgias, torres del homenaje y juramentos, torneos y concursos, variedad de vestidos y de formas, colores significativos, estandartes, escudos y emblemas, saludos y formas de cortesía, bodas y funerales, torres desmochadas o puertas tapiadas, adornos, mu­chos adornos en objetos y armas, herramientas y edificios, etc. El milenio cristiano forma, pues, un mundo elocuente, en el que las cosas y actividades, el bien y el mal, el premio y el castigo, hablan al pueblo de un modo inteligible y con muchas voces coincidentes. Dentro de unas coordenadas culturales tan claras, son muy raras las enfermedades psíquicas: depresiones, neurosis, adicciones, suicidios.

La Edad Media es una época acentuadamente estética, y es la inspiración del arte medieval, creativa y diversa, heterogénea y sorprendente, la que conduce hacia las maravillas del Renacimiento. Sólo más tarde, en los tiempos modernos del neo clasicismo, es cuando se en durecen los cánones estéticos, según las normas del arte clásico grecorromano. Y será entonces cuando venga a considerarse bárbaro el arte de las catedrales medievales románicas o góticas, que a veces son derruídas o sustituídas por «correctos» diseños neoclásicos, es decir, por imitaciones serviles –no geniales, como en el Renacimiento– del arte antiguo. Y es que la uniformidad de los modernos no entiende ni valora las variaciones del arte medieval.

La Edad Media es una época muy especialmente falsificada en la consi­deración general moderna, comenzando por su nombre. El milenio de Cristiandad en su totalidad, por su teocentrismo y, más aún, por su abierta confesionalidad cristiana, es despreciado por el Occidente apóstata. El signo más decisivo de la modernidad, precisamente, es la construcción de un mundo no fundamentado en Dios, y menos aún en Cristo, sino en el hombre; todo lo cual impugna directamente el régimen de Cristiandad. La opción moderna, por tanto, exige que el milenio cristiano sea ignorado, o mejor aún, caricaturizado y falseado. Y esto se comprende perfectamente. Lo que no se comprende tan bien es que los mismos cristianos se hagan cómplices de ese intento, como hoy sucede tantas veces en creyentes verdaderamente fieles. Pero, en fin, obras como la de Régine Pernoud, ¿Qué es la Edad Media?, o la clásica de Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, con tantas otras, ayudan a recuperar la verdad del milenio cristiano. Y en la exploración histórica que estamos haciendo de los caminos de perfección evangélica en el mundo no será ésta, ciertamente, una tarea superflua.

Fuentes: P. José María Iraburu, (178) De Cristo o del mundo -XX. La Cristiandad. 1. La Iglesia medieval


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