San Benito de Nursia es el padre de Europa. Muchas personas e instituciones colaboraron en la formación de la Europa cristiana, pero nadie tanto como San Benito y los miles de monasterios que de él se derivaron. Con toda razón, pues, Pablo VI lo proclamó patrono de Europa (cta. apost.Pacis nuntius 24-X-1964), y también Benedicto XVI reconoció la razón profunda de ese título en una audiencia general (9-IV-2008).
Conocemos bien la vida de San Benito (480-547) por la obra Los Diálogos, escrita por el benedictino San Gregorio Magno (540-604), el primer monje que llegó a ser Papa. Nace Benito en Nursia después de la invasión de los bárbaros y de la ruina del Imperio romano. En este tiempo, en los siglos V y VI, el mundo occidental se ve profundamente alterado, y son frecuentes las guerras, saqueos y devastaciones. La Providencia divina, en este marco oscuro y doloroso, suscita a San Benito y a la Orden benedictina, que, como dice Benedicto XVI,
«cambió con el paso de los siglos, mucho más allá de los confines de su patria y de su época, el rostro de Europa, suscitando tras la caída de la unidad política creada por el Imperio Romano, una nueva unidad espiritual y cultural, la de la fe cristiana compartida por los pueblos del continente. De este modo nació la realidad que nosotros llamamos “Europa”» (aud. cit.).
A los veinticinco años, abandona Benito sus estudios en Roma y se retira a la soledad, para distanciarse de la vida degradante de sus compañeros, queriendo solamente agradar a Dios (soli Deo placere desiderans, II Diálogo, prólogo 1). Permanece tres años en soledad, como ermitaño en una gruta de Subiaco. Más tarde, cuando se acercan a él discípulos, funda con ellos en esa región doce monasterios. Y en 529 parte a Montecasino, donde establece el monasterio que será centro de toda la Orden benedictina, difundida a lo largo de los siglos por toda Europa.
La Regla de San Benito organiza el monasterio como «una escuela del servicio del Señor» (Pról.45), en la que «nada debe anteponerse a la Obra de Dios [Opus Dei]», es decir, la Liturgia de las Horas (43,3). La oración, con la lectio divina, es el corazón de la vida monástica, y ha de unirse armoniosamente a los trabajos manuales (47-48): ora et labora. Si la humanidad se perdió por la desobediencia, será el camino de la obediencia el que lleve a la perfecta humildad, en la que se encuentra la puerta abierta a todas las gracias de Dios (5-7). La Regula sancta de San Benito, elaborada a partir de su personal experiencia eremítica y cenobítica, y ordenando antiguas tradiciones de la vida monástica, difiere no poco de las heroicas prácticas de la Tebaida, y se caracteriza por su moderación humilde y realista. Termina con estas palabras:
«Tú, quien quiera que seas, que te apresuras por llegar a la patria celestial, cumple, con la ayuda de Cristo, esta mínima regla de iniciación que hemos bosquejado, y así llegarás finalmente, con la protección de Dios, a las más altas cumbres de doctrina y virtudes que acabamos de recordar. Amén» (73,8).
Son los hijos de San Benitos los principales constructores de Europa. El Papa León III corona como Imperator romanorum en el año 800 a Carlomagno, muy vinculado a Roma y a Montecasino. Por estos años la Regla benedictina rige ya casi todos los innumerables monasterios de Europa. Es en este tiempo, en el renacimiento carolingio, cuando llega Europa a una relativa madurez en su unidad religiosa y política, cultural y social. La Providencia divina dispone que la Iglesia reconstruya Europa, logrando, sobre el fundamento de la fe católica, una síntesis duradera de elementos romanos, griegos y germánicos. Y los monasterios benedictinos tienen en todo este proceso histórico el influjo más importante. Carlomagno entiende que su imperio ha de alcanzar y mantener su unidad en una cultura cristiana común a muchos pueblos diversos, y encomienda especialmente esta empresa a los benedictinos. Monjes como Alcuino, fundando la Escuela Palatina (781), ponen las bases de las futuras escuelas y universidades europeas. Consciente de ello, Alcuuino lo expresa así en una carta a Carlomagno:
«Si son muchos los que se contagian de vuestros propósitos, crearemos en Francia [y en todo el Sacro Imperio romano germánico] una nueva Atenas, una Atenas más grande que la antigua, pues ennoblecida por las enseñanzas de Cristo, la nuestra excederá en sabiduría a la Academia. No teniendo ellos más disciplinas que las de su maestro Platón, bien que inspirados por las siete artes liberales, su esplendor fue radiante. Pero el nuestro recibirá además la séptupla plenitud del Espíritu Santo e irradiará toda la dignidad de la sabiduría secular» (Th. E. Woods, jr., Cómo la Iglesia construyó la civilización occidental, Ciudadela, Madrid 2007, 39-40).
Toda la ciencia –filosófica y teológica, literaria y musical, agrícola y artística, técnica y arquitectónica– se concentra prácticamente en los monjes o al menos se desarrolla bajo su guía y ejemplo. La cultura religiosa y civil se irradia principalmente de los monasterios al mundo de los laicos. Las personalidades más notables de la época cristalizan casi siempre en el marco de la vida monástica. Pondré dos ejemplos que serían prácticamente imposibles en el mundo civil de la época.
El monje Gerberto de Aurillac (945-1003), uno de los hombres más sabios de su tiempo en todos los campos, también en las matemáticas, fue rector en la década de 970 de la Escuela episcopal de Reims y en los últimos años de su vida fue Papa, con el nombre de Silvestre II. El rey-emperador germano Otón III le escribe humildemente en el 997: «Soy ignorante y mi educación es muy escasa. Venid a ayudarme. Corregid lo que he hecho mal y aconsejadme sobre el buen gobierno del Imperio. Libradme de mi zafiedad sajona» (Id., ib. 43).
La monja Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179), abadesa benedictina, mística, escritora, médica y compositora de música, puede también ser considerada como un ejemplo que nos muestra cómo entre las mujeres de su tiempo las más cultivadas en todos los campos del saber eran precisamente las monjas. Y cómo de ellas irradiaba hacia las demás mujeres del pueblo cristiano la religiosidad, la cultura, la música, los oficios y las artes. Es un tiempo en el que frecuentemente los nobles dejaban sus hijos y sus hijas por unos años en los monasterios para que en ellos fueran educados integralmente.
La clave de la construcción de la Europa medieval está en el ora et labora de San Benito.
–Ora. Miles de monasterios masculinos y femeninos son el alma orante de los pueblos de Europa. En torno a ellos se congregan normalmente muchas familias de colonos, «populus abbatiæ», que asociándose como laicos a la vida de los monjes, la difunden también por las aldeas y poblaciones. De este modo, la vida orante y laboriosa de los monjes es la Escuela medieval más importante en la formación de los fieles cristianos, que aprenden a vivir y a trabajar en este mundo (medio) con el corazón siempre levantado a Dios y a los bienes celestiales eternos (fin). La noble y sagrada arquitectura de las iglesias monásticas, la grandeza de su liturgia y del canto gregoriano, el ejemplo de oración y de trabajo que los mismos monjes dan con sus vidas, son para el pueblo cristiano una catequesis permanente.
El mundo de los monjes eleva al mundo medieval de los laicos, diciéndole continuamente de palabra y de obra: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (1Cor 10,31). «Ut in omnibus glorificetur Deus» (Regla 57,9). «Puesto que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Estáis muertos, y vuestra vida está escondida en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él» (Col 3,1-4).
–Et labora. Muchas regiones de Europa recibieron de los monasterios su alma laboriosa, porque fueron los monjes quienes, con ímprobos trabajos y nuevas técnicas, llevaron la iniciativa en la transformación de inmensas extensiones de tierras selváticas o pantanosas en terrenos idóneos para la agricultura y la ganadería. Durante muchos siglos los monjes fueron la vanguardia de la agricultura europea. Y lo que todavía es más importante: con su ejemplo devolvieron al trabajo manual su inmensa dignidad originaria, la que procede del mismo Dios creador –«dominad la tierra» (Gén 1)–, una dignidad antes en buena parte olvidada por la cultura caballeresca medieval.
El trabajo de los monjes marca la historia de casi todos los oficios y trabajos seculares de la Europa medieval. Los monasterios son verdaderas Escuelas agrícolas en el cultivo de los campos, la cría del ganado, la apicultura, los regadíos, el cuidado de las viñas. Los monjes estuvieron siempre en primera línea en la crianza de vinos y licores, en la elaboración de la cerveza, del whisky, en el descubrimiento del champán. Progresos industriales, que la Antigüedad había desconocido, se dieron especialmente en el mundo monástico. Los monjes estuvieron en la vanguardia de la extracción y la elaboración de la sal, del plomo y de otros minerales, del yeso, del mármol, del vidrio, de herramientas y cuchillería, de los trabajos de forja y de orfebrería. Fueron también los monjes buenos relojeros. El primer reloj que se conoce fue construido por el ya citado Gerberto de Aurillac, futuro Papa Silvestre II, en el año 996, para la ciudad de Magdeburgo.
Los monasterios perfeccionan notablemente el aprovechamiento técnico de la fuerza hidráulica. Gracias precisamente a la energía hidráulica, en el siglo XII era normal que el monasterio, realizando el ideal de San Benito, lograra una casi total autonomía de subsistencia. Además de los trabajos agropecuarios realizados en los campos, dentro del monasterio la fuerza de un arroyo mueve un molino, que tritura el grano, sube y baja palas y morteros, con los que se preparan tejidos, fieltros y cueros, ayuda en la forja de minerales, lava la ropa, limpia los utensilios de cocina y de labranza, llena las cubas en las que se producen las bebidas, y arrastra lejos los excrementos y residuos, dejando finalmente impoluto el monasterio. Todos estos progresos técnicos se difundían en miles de monasterios y eran utilizados cada vez más por los agricultores y artesanos populares.
El influjo de los monasterios en la configuración religiosa y cultural de Europa desborda completamente las posibilidades expositivas de un artículo. Fue la Iglesia, y especialmente su vanguardia monástica, la que organizó y creó en Europa escuelas y universidades, la que formó grandes bibliotecas y constituyó en losescritorios monásticos las grandes editoriales medievales. En ellos se cuidó la edición de la Biblia, de los Padres, de los libros litúrgicos, teológicos y espirituales. Pero también en ellos se recuperó el gran corpus literario del mundo antiguo griego y romano, que de otro modo se hubiera perdido completamente. La Iglesia, en monasterios, en escuelas y universidades, grabó en el corazón de la civilización occidental el amor a la palabra escrita, es decir, a las elaboraciones del espíritu.
La pedagogía, le medicina, la química, el estudio de las lenguas antiguas y nuevas, los estilos diversos de la escritura manual, la fijación de las notaciones musicales, la pintura, la arquitectura, la orfebrería, el canto gregoriano, todas las artes y oficios, toda la historia de la filosofía, la teología y la literatura, fue elaborada en la Edad Media por la Iglesia y por su vanguardia monástica. Las mismas Reglas de los monjes, a un tiempo monárquicas y democráticas, fueron modelo para la organización de Reinos, municipios y ciudades.
La Iglesia medieval unió siempre la evangelización y la civilización. Lo que habían hecho, por ejemplo, Hilario de Poitiers (+367) y Martín de Tours (+397) en las Galias, Patricio (+461) en Irlanda, Casiodoro (+580) en Italia, lo llevaron adelante Agustín (+604) en Inglaterra, Isidoro de Sevilla (+636) en Hispania, Bonifacio (+754) en Germania, Alcuino (+804) en el imperio de Carlomagno, y algo semejante sucedió en el oriente de la Iglesia con los santos hermanos Cirilo (827-869) y Metodio (815-885), evangelizadores y civilizadores de los pueblos eslavos. Todas las naciones iluminadas por la luz del Evangelio, no solamente recibieron nuevos y sobrenaturales impulsos hacia los bienes transcendentes de la otra vida, sino que experimentaron también formidables desarrollos sociales y económicos, estéticos y culturales, que dieron forma a sus identidades históricas hasta el día de hoy.
Los males que hoy sufre el Occidente apóstata son mayores que los que siguieron a la caída del Imperio romano. Y solamente la Iglesia, Cristo, puede salvar el mundo de nuestro tiempo. Ésta es la enseñanza firme de la historia de Europa, siendo por cierto este continente el que más influjo ha tenido en la configuración de todo el resto de la humanidad. Y es también la enseñanza de Benedicto XVI en la alocución citada:
«Hoy Europa, que acaba de salir de un siglo profundamente herido por dos guerras mundiales y por el derrumbe de las grandes ideologías que se han revelado como trágicas utopías, se encuentra en búsqueda de la propia identidad. Para crear una unidad nueva y duradera, ciertamente son importantes los instrumentos políticos, económicos y jurídicos, pero es necesario también suscitar una renovación ética y espiritual, que se inspire en las raíces cristianas del continente. De lo contrario no se puede reconstruir Europa».
Fuentes: P. José María Iraburu, (180) De Cristo o del mundo -XXII. La Cristiandad. 3. Benedictinos