La Cristiandad y los Laicos medievales

Religiosos y laicos medievales. Hemos explorado la espiritualidad de los religiosos en la Edad Media –benedictinos, franciscanos y dominicos–, poniendo como siempre especial atención a su relación con el mundo secular. En esta misma perspectiva estudio ahora la espiritualidad de los laicos medievales, en los que hay igualmente una clara conciencia de que la gracia de Cristo ha de hacer hombres realmente nuevos, vencedores del mundo, del demonio y de la carne, y por tanto distintos de los hombres viejos, no sólo en su vida personal, sino también en su vida comunitaria y social. Los movimientos laicales siguen, pues, las enseñanzas de la Biblia y de la Tradición católica. Y por eso mismo guardan en su espiritualidad una sana homogeneidad substancial con la de los religiosos, de tal modo que sus diferencias son accidentales y afectan sólo a los modos.

Los santos fundadores establecieron sus Órdenes religiosas no sólo para la santificación de sus miembros, sino para ejemplo de todo el pueblo cristiano. Esta segunda finalidad es muy clara, por ejemplo, en San Francisco de Asís, que solía decir: «Hay un contrato entre el mundo y los hermanos: éstos deben al mundo el buen ejemplo; el mundo debe a los herma­nos la provisión necesaria». Si los hermanos cum­plen con su deber, el mundo cumplirá con el suyo (2 Celano 70; cfConsid. sobre las lla­gas II). Francisco y sus frailes son ejemplo para todos los cristianos, pues su Regla es simplemente el Evangelio. «Ésta es la vida del Evangelio», dice en el prólogo de su Regla, «ésta es la regla y vida de los hermanos… seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo». El ejemplo que los frailes dan de pobreza y caridad, de oración y penitencia, de libertad del mundo y de alegría, es válido para todo el pueblo cris­tiano, que encuentra en Francisco «enseñanzas claras de doctrina salvífica, y espléndidos ejemplos de obras de santidad» (1 Celano 90).

Por eso «mucha gente del pueblo, no­bles y plebeyos, clérigos y laicos, tocados de divina inspiración, se llegan a San Francisco, deseosos de militar siempre bajo su dirección y magisterio… Asícontribuye a que la Iglesia de Cristo se renueve en los fieles de uno y otro sexo… A todos da él una norma de vida y señala con acierto el camino de salvación según el estado de cada uno» (1 Celano 37).

Santa Clara de Asís, igualmente, entiende que la luz de su vida y la de sus hermanas ha sido encen­dida por Dios para iluminar a todos los cristianos que viven en el mundo. Sabe, pues, que los laicos deben imitarles, de modo que, «teniendo las cosas de este mundo como si no las tuvieran», ellos también lle­guen a la perfección evangélica, igual que los que ya no tie­nen, porque lo han «dejado todo».

Y así escribe: «¡Con cuánto esmero y empeño de cuerpo y alma debemos guardar los mandamientos del Dios y Padre nuestro, a fin de que, ayudando el Señor, le devolvamos multiplicado el talento reci­bido! Pues el mismo Señor nos ha puesto como mo­delo para los demás, como un ejemplo y espejo; y no sólo ante los del mundo, sino también ante nuestras hermanas, llamadas por el Señor a nuestra misma vo­cación, para que tam­bién ellas sean espejo y ejemplo ante quienes viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor a gran­des cosas,… si vivimos según esta norma de nuestra vocación, les dejaremos a ellos un noble ejemplo, y no­sotras ganaremos con un tra­bajo cortísimo el precio de la vida eterna» (Testamento 3).

En torno al 1200 hay en los laicos una gran efervescencia evangélica. Durante la baja Edad Media va pasando el centro de la vida social del campo a la ciudad. En los siglos XII y XIII se consolidan los municipios burgueses, y comienzan a alzarse ca­tedrales y universidades.Pues bien, partiendo del pontificado reformista de San Gregorio VII (1073-1085), concretamente entre los concilios III y IV de Letrán (1179-1215), se pro­duce una gran crecimiento idealista de muchos movimientos laicales. Todos pretenden la perfección en el mundo por el camino de la pobreza y de la penitencia: órdenes terceras, órdenes militares, beguinas, devotio moderna, Hermanos de la vida común, oblatos, penitentes…

La idea prima­ria, mejor o peor entendida y realizada, es siempre la misma: todo el pueblo cristiano está lla­mado a la perfección evangélica, y ésta exige «dejarlo todo y seguir a Cristo»según las normas del santo Evangelio e imitando así la vita apostolica de las prime­ras comunidades cristia­nas. Las palabras claves son por entonces «vivir según el Evangelio», «vivir en po­breza», seguir «vida de penitencia», etc..

Los Canónigos regulares de los siglos XI-XII dan lugar a asociaciones de laicos, que F. Petit describe así:

«El movimiento de los ca­nónigos coincide con el movimiento apostólico que lleva a los laicos, hombres y mujeres de toda condi­ción, a agruparse en torno a los sacerdotes como la multitud de los creyentes lo hizo en torno de los Apóstoles en Jerusalén. Bernold de Constance des­cribe este fenómeno que marca curiosamente el siglo XII: “En esta época [hacia 1091] en el Imperio de Alemania, la vida común se desarrollaba en muchos lugares, no sólo entre los clérigos y los monjes vi­viendo fervorosamente, sino entre los laicos que se ofrecían con sus bienes, con gran entrega, para llevar esta vida común. Aunque no llevaban el hábito de clérigos ni de monjes, no les quedaban atrás en nada de lo que se refiere a la santidad… Renunciaban al siglo y se donaban con todas sus posesiones a los monasterios de monjes y de canónigos más religio­sos, con gran devoción, para vivir en común bajo su obediencia y servirles. Pero la envidia del demonio sus­citó malquerencia contra la ma­nera de vivir de estos hermanos, manera tan digna de elogio, pues sólo buscaban vivir en común a la manera de la primitiva Iglesia”. El papa Urbano II (1088-1099) escribió sobre el tema: “Hemos sabido que personas se unen a la costumbre de vuestros monasterios, y que aceptáis laicos que renuncian al siglo y se entregan a vo­sotros para llevar la vida común y vivir bajo vuestra obe­diencia. Pues bien, hallamos esta forma de vida y esta costumbre absolutamente digna de alabanza. Y tanto más merece ser continuada puesto que lleva la marca de la Iglesia primitiva. Nos la aprobamos, pues, la llamamos santa y católica y Nos la confir­mamos por nuestras presentes letras apostólicas” (ML 148,1402-1403)».

«Y no eran sólamente hombres, sino una multitud de mujeres que, en esta época, abrazaron este género de vida para permanecer bajo la obediencia de cléri­gos y monjes, y servirles en sus necesidades cotidia­nas. En los pueblos, innumerables muchachas hijas de aldeanos renunciaban al matrimonio y al siglo para vivir bajo la obediencia de un sacerdote. Incluso per­sonas casadas querían vivir en religión y obedecer a los religiosos» (La réforme des prêtres au moyen-âge; pauvreté et vie commune, Cerf, París 1968, 93-94).

Hay luces y sombras en los comienzos de ese idealismo evangélico de los laicos. No siempre es con­ducido por la prudencia, y ocasiona a veces en las familias y en los pueblos problemas bastante graves. El mismo Gregorio VII parece haber desaconsejado a lai­cos principales asociarse a la vida monástica, señalando ciertos inconve­nientes obvios. En cambio Urbano II, en una Bula de 1091, toma la de­fensa de los laicos que adoptan la vita communis, siguiendo la «dignissimam… primitivæ Ecclesiæ formam» (ML 151,336). El ideal de la primera comunidad de Jerusalén, la vita apostolica, que implica la koinonía, la comunidad de bienes, según ya vimos (86), tiene un gran atractivo en todos los movimientos laicales de la Edad Media.

Gerhoch de Reichers­berg, en 1131, afirma sencillamente que los laicos, ya por su bautismo, han profe­sado vivir según «la regla apostólica», con todas las exigencias de fidelidad y renun­ciamiento. Por tanto, todo cristiano «encuentra en la fe católica y la doctrina de los apóstoles una regla adaptada a su condi­ción, bajo la cual, combatiendo como con­viene, podrá llegar a la corona» (Liber de ædificio Dei 43).

A comienzos del siglo XIII, con el auge de los municipios y de los bur­gueses laicos, y la escasa calidad del clero parroquial, esta efervescencia evangélica laical, en la que tanto de bueno y de malo se mezclan, exige una poda enérgica, que en buena parte es re­alizada durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216). Y la misma autoridad civil se ve obligada a intervenir, por ejemplo, con un decreto (1238) del emperador Federico II contra los grupos laicos más radicales: «patarenos, speronistas, lenistas [pobres de Lyon], arnaldistas, circumcisos, passaginos, joseppinos, garraten­ses, alba­nenses, franciscos, bagnarolos, comistos, waldenses, runcarolos, communellos, wari­nos y ortolenos “cum illis de Aqua Nigra”»…

Franciscanos y dominicos nacen providencialmente a comienzos del siglo XIII, y ellos encauzan por el camino ortodoxo de la Iglesia muchos entusiasmos evangelistas, a veces salvajes, negativos y antisacerdotales en su origen. Pierre Mandonet hace observar que en esa época «sólo los Predicadores [los dominicos] se constituyeron con elementos clericales, es decir, letrados, aptos para los di­versos mi­nisterios… Todas las otras órdenes del siglo XIII, sin excepción, proceden de simples fraternidades laicales, que han debido evo­lucionar, parcial y lentamente, hacia formas de vida eclesiástica, antes de poder tomar un parte significativa al servicio de la so­ciedad cristiana» (Saint Dominique, Gaud, Veritas 1921, 15). De estos interesantes impulsos de los laicos hacia la perfección en el mundo describiré solamente uno, los umiliati.

Los umiliati nacen hacia 1175, al parecer relacionados con patari­nos milaneses, arnaldistas, penitentes y cáta­ros, aunque estas relaciones son aún discuti­das. Condenados por Lucio III en 1184, son recuperados para la comunión católica por Inocencio III, que en 1201 aprueba elPro­positum o regla por el que han de vivir. Son grupos laicales de gran entusiasmo evangé­lico, extendidos sobre todo en la Lombar­día, y especialmente en Milán, que muestran un gran celo ortodoxo frente a otros grupos he­réticos. ElChronicon Laudunense (1178) nos describe la fisonomía de estas comunida­des, y comienza diciendo cómo «había en las ciudades de Lombardía ciudadanos que, conti­nuando en sus hogares y con su fami­lia, habían elegido una cierta manera reli­giosa de vida» (MGH 26,449; cf. J. Ti­raboschi, Vetera humiliatorum monumenta, Milán 1766-1768, I-III; L. Zanoni, Gli umiliati nei loro rapporti con l’eresia, l’industria della lana ed i comuni nei secolo XII e XIII, Milán 1911).

También Jacques de Vitry, a principios del XIII, nos da una información completa acerca de los humillados. «Viven en común, generalmente del trabajo de sus manos», y aunque algunos tienen rentas o pose­siones, no las tienen como propias. «De día y de noche, rezan todas las Horas canónicas, tanto los laicos como los clérigos», y los que no pueden hacerlo, lo suplen con un cierto número de Padrenuestros [En 1483 se im­prime en Milán un Humilliatorum Breviarium: Tiraboschi I,92].. Procuran dedicarse con asiduidad a la lec­tura, la oración y los trabajos manuales, para no caer en las tentaciones del ocio. «Los hermanos, tanto los clé­rigos como los laicos con letras, tienen licencia recibida del sumo Pontífice, que confirmó su Regla de vida, para predicar no sólo en su congregación, sino en plazas y ciudades, y también en las iglesias seculares, siem­pre que tengan permiso de quienes las presiden. Y de ello se ha seguido que muchos nobles e importantes ciu­dadanos, señoras y vírgenes, se han convertido al Señor por su predicación». Algunos de ellos, renunciando completamente al siglo, han ingresado en su modo religioso de vida; y otros, siguen en el mundo, pero dedi­cados a las buenas obras, y «usando de las cosas seculares como si no usaran de ellas». Muchos herejes, como los patarinos, de tal modo temen su predicación, siempre basada en la Escritura, que «nunca osan comparecer ante ellos», y no pocos se han convertido (Historia occidentalis, Duai 1597, 335).

El Propositum de los humillados, es decir, su regla de vida co­munitaria, viene a ser tam­bién, como otras Reglas religiosas de la época, una simple colec­ción de normas del Nuevo Testamento (Tiraboschi II, 128-134). Por ella vemos que la crónica de Jacques de Vitry es bastante exacta. ElPropositum manda también que los hermanos obedezcan siempre a los pastores de la Iglesia; no quieran acumular tesoros en la tierra; no codicien el mundo y lo que hay en el mundo; acudan en auxilio de los hermanos que se vieran en enfermedad o en necesidades materiales, y no les nieguen su ayuda; etc.

La Primera orden de los humillados con­grega en conventos dobles a canónigos y herma­nas. LaSegunda orden tiene también casas dobles, en las que viven continentes laicos (Regla de las dos primeras órdenes: Zanoni 352-370). La Tercera orden –que cronológi­camente es la primera–, es la que hemos visto descrita: reúne familias piado­sas, muchas de ellas del gremio textil, de vida austera y laboriosa, que tratan de reproducir la comunidad pri­mera de Jerusalén. A diferencia de otros movimientos pareci­dos, como beguardos o beguinas, los umiliati apenas dejaron una literatura espiritual considerable. Pero el árbol de los humillados produjo una hermosa flora­ción de santos y beatos, unos quince o veinte, de cuyos nombres y biografías da Tiraboschi breve reseña (I,193-257).

Después de varios siglos, a mediados del XVI, se habían desviado no poco, al parecer hacia posiciones calvinistas, y San Carlos Borromeo, Arzobispo de Milán, intentó reformarlos. Un día, mientras el santo oraba de rodillas en su capilla privada, un miembro de los humillados atentó contra su vida, disparándole un balazo. La bala atravesó los ornamentos de su espalda, pero milagrosamente cayó en tierra, dejando ileso al Arzobispo. Poco después el papa San Pío V suprimióla Ordenen una bula de 1571.

SAN LUIS DE FRANCIA

San Luis de Francia nació en 1214, en el tiempo en que surgieron los franciscanos y dominicos. Luis IX fue rey de Francia desde 1226, año en que muere su pa­dre. Blanca de Castilla, su madre, llevó la regen­cia un tiempo. El rey Luis casó con Mar­garita de Provenza, a la que amó siem­pre mucho, y con la que tuvo once hijos. Mu­rió junto a las murallas de Túnez en 1270, a los cincuenta y seis años de edad.

Tenemos sobre la vida de San Luis información abundante y exacta, pues procede de varios íntimos su­yos. En efecto, los Bolandistas recogen en lasActa Sanctorum (Venecia 1754, Augusti V, 275-758) las Vidas escritas por Gofredo de Beaulieu, domi­nico, confesor del rey durante veinte años; por Guillermo de Chartres, también dominico y familiar del rey; por el franciscano Guillermo de Saint-Pathus, confesor de la reina Margarita, viuda del santo rey; así como la preciosa historia escrita por Juan de Joinville, un noble de Cham­pagne, íntimo amigo y compañero del soberano. A estas obras se añaden una relación de Mila­gros y algunos restos del Proceso de ca­nonización.

San Juan Crisóstomo o San Francisco de Asís habrían aprobado en todo su género de vida, pero no precisamente por ser tan semejante a la de los monjes o frailes, que lo era, sino por ser tan fiel al Evangelio, a Jesús, a San Pablo, a los primeros cristianos. De San Luis nos dicen sus biógrafos que fue un verdadero prud’homme: cortés y afa­ble, elegante y «gratiosissimus in loquendo». Cuando venían a él personas agitadas o turba­das por una gran conmoción, tenía la gracia especial de volverlos en seguida a la quietud y sere­nidad.

Un gran Rey. Siempre tuvo San Luis gran cuidado para no dañar a nadie con su go­bierno, y así dis­puso una gran encuesta en su Reino, en­viando personas de su confianza que descu­brieran abusos, impuestos excesivos, inde­bidas confiscaciones, etc. Impuso la justicia real sobre las jurisdicciones seño­riales, y de su tiempo viene la organización del Parla­mento, cuyas actas (llamadas Olim), en doce mil volúmenes, llegaron hasta la Revolución francesa.

Bajo su gobierno, la autoridad real se hizo efectiva en toda Fran­cia, y todos los reyes posteriores fue­ron descendientes suyos en línea masculina directa. San Luis consiguió guardar largos años su reino en la paz. Y Gofredo de Beaulieu da de ello esta genuina razón: «como eran gratos a Dios sus cami­nos, convertía a la paz a sus mismos enemigos, si es que pudiera tenerlos» (549). Por eso mismo fue llamado en su tiempo como ár­bitro para mediar entre reyes o señores en conflicto.

Un Rey sacerdotal. Siempre procuró el rey San Luis la gloria de Dios en su reino, y cuidó en su pueblo no sólo la salud de los cuer­pos, sino también la de las almas. Su vida y sus obras demuestran que conocía muy bien la condición sacerdotal de todos los cristianos –quizá sin conocerla de modo verbal consciente–, la que es propia también de los laicos y especialmente del rey, y que supo seguir así el ideal de sus ante­cesores carolingios.

Fundó varios mo­nasterios y conventos, como el cister de Ro­yaumont, y otros para franciscanos y domi­nicos –el de la rue Saint-Jacques era fre­cuentado por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino–. Hizo cons­truir la Sainte-Chapelle, una casa en París para cua­renta beguinas, etc. Y también sus familia­res participaron de su generosidad y piedad. Su hermana, la beata Isabel, fundó en Longchamp la primera casa de las clarisas. Blanca de Castilla, su madre, fundó las aba­días femeninas cistercienses de Maubuisson y de Lysd.

Un cristiano orante y penitente. La oración ocupaba una buena parte de los ocupadí­simos días de San Luis. Rezaba con los clérigos y frailes de su Capilla real las Horas litúr­gicas, el oficio de la Virgen y, en pri­vado, el de Difuntos. A estas plegarias li­túrgicas aña­día largas oraciones privadas, sobre todo por la noche. En la igle­sia, arrodillado directa­mente sobre las losas del suelo, y con la cabeza profundamente inclinada, después de Maiti­nes, «el santo Rey (beatus Rex) rezaba a solas ante el al­tar». También solía rezar dia­riamente un rosario incipiente, costumbre sobre todo de irlandeses, en el que hacía cin­cuenta genuflexiones, diciendo cada vez un Ave María –entonces, la primera parte del actual Ave María– (586).

Se confesaba cada viernes, y recibía con esa ocasión una buena disciplina de mano de su confesor. Normal­mente participaba cada día en dos Misas, y comul­gaba seis veces al año. Entonces, cuando iba a acercarse a la comunión del Cuerpo de Cristo, guardaba continencia varios días con su esposa, se lavaba ma­nos y boca, y vestido humildemente, se acercaba al altar avanzando de ro­dillas, las manos juntas, y en los días siguientes guardaba continencia conyugal por respeto al Sacramento (581). Esta misma continencia la guardaba los viernes de todo el año, en Adviento y en Cuaresma.

Le gustaba leer cosas santas, y reunió una buena biblioteca personal, pero no sobre sutilezas de teólo­gos, «sino de santos libros auténticos y probados» (551). Era muy devoto de oír predicaciones, y a veces en los viajes visitaba una abadía y solicitaba que se reuniera el capítulo y se expusiera un tema re­ligioso (581). Tam­bién era muy dado a los ayunos: ayunaba todos los viernes del año, Adviento, Cua­resma, los díez días entre Ascensión y Pentecostés, vigilias de fiestas y Cuatro Témporas, y en sus comi­das normales era de gran sobriedadEra austero también en el vestir, y nunca quiso usar adornos de oro (544), lo que venía a ser muy raro entre los nobles de la época.

Un hogar cristiano según el Evangelio. Con su esposa y sus once hijos supo crear una Casa real que siempre tuvo la espiritual elegancia de un monasterio benedictino o de un con­vento franciscano o dominico. Había, pues, en esa iglesia-doméstica espacio y tiempo para todo lo bueno, pero no para lo malo o para las vanidades perjudiciales. No permitía en su casa ni histriones, ni cuentos o cantos groseros, ni la turba acostumbrada de músicos, «en lo que suelen deleitarse muchos nobles» (559). Esta firmeza para vivir el Evangelio no podía menos de resultar chocante a los cortesanos y amigos, pero ello no le preocupaba en absoluto, como se aprecia en una anécdota muy significativa.

Cuenta su confesor, el dominico Gofredo de Beau­lieu, que habiendo oído el Rey que «algunos nobles mur­muraban contra él porque escuchaba tantas misas y sermones, respondió que si él empleara el doble de tiempo en jugar o en correr por los bosques, cazando animales y pájaros, nadie encontraría en ello motivos para hablar» (550). También se nos refiere que a ve­ces, en las comidas demasiado gustosas, echaba agua, y que cuando al­gún servidor se lo reprochaba, él de­cía: «Esto a ti no te importa, y a mí me conviene» (605).

Un perfecto caballero medieval. No era San Luis un místico alejado físicamente del mundo, sino un laico evangélico secular –seglar–, cuya vida reali­zaba los ideales caballerescos en forma puri­ficada y perfecta. Este ideal incluía la acción valerosa para frenar el escándalo, al ejemplo de Cristo, que expulsa violentamente a los mercaderes del Tem­plo.

Una anécdota contada por su compañero el caba­llero de Joinville muestra este aspecto. En cierta oca­sión hay en una abadía cluniacense una gran discu­sión con un judío que niega la virginidad de María, y al que casi des­calabran por ello. Al saberlo San Luis comentó: «Verdaderamente, un hombre laico (homo laicus), cuando ve insultar la fe cristiana, debe impedirlo no sólo con las palabras, sino con una es­pada bien afilada» (678). Re­cuerda esto a San Ignacio de Loyola, en aquella ocasión, camino de Montserrat, cuando «le venían deseos de ir a buscar el moro y darle de puñaladas por lo que había dicho» poco antes contra la Virgen (Autobiografía 15).

La profundidad religiosa de su vida de laico se expresa conmove­doramente en las ense­ñanzasque deja es­critas a sus hijos como testamento espiritual (546, 756-757). Son las mismas enseñanzas y exhortaciones que solía darles por la noche, cuando les iba a ver des­pués del rezo de Completas (545).

Un cristiano caritativo con pobres y enfermos. Siempre manifestó San Luis una gran ca­ridad hacia los enfer­mos y pobres, fundando para ellos muchas obras de asistencia. Cada día su Casa ali­mentaba 120 pobres, y cada sábado lavaba los pies de tres de ellos, arrodi­llado, besándoles la mano al final. Tres pobres –trece en Cuaresma– se sentaban cada día a su mesa. Juan de Jeanville da también testimonio de su caridad con los difuntos, concre­tamente en tiempos de guerra o peste, cuando él ayudaba a enterrarlos con sus propias ma­nos (742-744). Hizo muchas fundaciones de asistencia para ciegos, para pobres, y tam­bién para aquellas mujeres que corrían espe­ciales peligros morales.

Una vida sagrada. La vida de San Luis, como la de otros santos hogares de la época de Cristiandad, está enmarcada en un continuo cuadro de sacralidades. El bautismo, el agua bendita, el rezo de las Ho­ras, la Misa diaria, el sacramento del matrimonio, la penitencia y la comunión sacramental, las lecturas de la Biblia y de los autores santos, y en su día las impresionantes cere­monias «ad benedicendum regem vel regi­nam, imperatorem vel impera­tricem coro­nandos» (M. Andrieu, Le Pontifical Romain au Moyen-Age, 427-435), todos estos elementos guardan siempre la vida de San Luis en la belleza santificante de un ambiente sagrado.

Tanto apreciaba, por ejemplo, el hecho de haber sido bautizado que le gustaba firmar Ludovicum de Pois­siaco, Luis de Poyssy, pues aquél era el lugar donde había nacido por el bau­tismo a la vida en Cristo (554). Y si, como enseña el Vaticano II, los sa­cramentales «disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y santifican las diversas circunstancias de la vida» (SC 60), puede decirse que toda la vida de San Luis fue sa­grada, es decir, todo lo contrario de profana.

Una santa muerte. Al final de su vida, piensa San Luis, como otros no­bles piadosos de la época, en ingresar en una de las dos Ordenes mendicantes (ipse ad culmen omnimodæ perfectionis adspirans). Su buena esposa Mar­garita hubiera consentido en ello. Pero la Pro­videncia dispuso las cosas de otro modo, «y con acrecentada humildad y cautela permaneció en el mundo» (545).

Llegada la hora de su muerte, frente a Tú­nez, repite en francés una vez más el lema de los cruzados, «Nous irons en Jerusalem!»; pero en esta ocasión pensando ya en la Jeru­salén celestial. Al final, ya casi sin habla, «mira a los familiares que le acompañaban, con una sonrisa muy dulce, y suspirando» (565). Y aún añadió: «introibo in domum tuam, adorabo ad tem­plum sanctum tuum, et confitebor Nomini tuo» (566).

San Luis de Francia es patrono de los terciarios franciscanos, ya que él también perteneció a la Orden Tercera de San Francisco. Por lo que hemos visto, él tenía une certaine idée de lo que debía ser la secularidad, o si se quiere la laicidad de un fiel discípulo de Cristo en el mundo. Él sabía bien que para vivir fielmente su cristiana vocación laical debía atenerse siempre a la suprema originalidad del Evangelio, a las enseñanzas de los Apóstoles y de los Padres, al ejemplo de los religiosos y de los santos, y no a los pensamientos y modas del mundo secular. Por eso, en perfecta docilidad al Espíritu Santo, él iba haciendo en su vida lo que Dios hacía en él, y no le importaba pare­cer raro a sus familiares o a sus compañeros de corte o de armas. Y así en sus palabras y costumbres, «nada había que supiera a mundana vanidad» (559). Su vida toda se configuraba, en perfecta libertad del mundo, según el Evangelio (Rm 12,2).

Hoy conviene elogiar las Órdenes Terciarias medievales. En mi artículo anterior (182) un comentarista alegaba en contra de ellas –aun reconociendo su ortodoxia y buena intención– que «lo que les inspiraba no era una espiritualidad laical, sino un intento de copiar a los religiosos sin entrar en el convento […] incluso en el celibato» [aunque casi todos, por cierto, eran laicos casados]. Eran, por tanto, «disfuncionales en su mismo origen», pues formar «“órdenes religiosas en el mundo”… crea una tensión interna que acaba por descarriar. Lo que se descubre [sic] en los tiempos del Vaticano II es que los laicos no se santifiquen “imitando a los monjes” sino a Jesucristo y a los primeros cristianos: no vivir el mundo con nostalgia de las celdas, sino sabiendo que Dios los quiere en el mundo».

Una respuesta más amplia a estas objeciones, hoy generalmente profesadas, la daré, con el favor de Dios, cuando llegue en este blog, por el orden cronológico que llevo, al análisis de la espiritualidad laical en nuestro tiempo. De momento me remito solamente al modelo de santidad que hemos contemplado en el rey San Luis de Francia. Todos los rasgos que he destacado de su vida, todos y cada uno, son perfectamente fieles al Evangelio y a su vocación laical secular. Realizan en forma plena y coherente la vocación de un cristiano laico, puesto por Dios en el mundo para que en él viva y se santifique, santificándolo al mismo tiempo.

La espiritualidad laical floreció en la Edad Media en innumerables santos, pertenecientes a todas las clases sociales, y no siempre, por supuesto, afiliados a Cofradías, Órdenes Terceras, Hermandades, etc. Unos treinta santos o beatos pertenecieron a Casas reales o a la nobleza, como ya lo documenté en otro artículo de este blog (105). Y esto tuvo la mayor importancia, si pensa­mos en el influjo que en aquel tiempo tenían los príncipes sobre su pueblo. Puede decirse que en cada siglo de la Edad Media hubo varios gobernantes cristianos realmente santos, puestos por la Iglesia como ejemplos para el pueblo y para los demás príncipes.

En la Edad Media, entre todos los fieles canonizados por la Iglesia, la proporción de los laicos fue muy grande. Y eso que «no se conocía todavía» la vocación laical, «descubierta» (¡-!) en el Vaticano II. En efecto, fueron laicos un 25 % de los santos canonizados por la Iglesia en los años 1198-1304, y un 27% en 1303-1431 (A. Vauchez, La sainteté en Occident aux derniers siècles du moyen âge, Paris 1981). El dato es convincente: «por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20). Estos hombres y mujeres realizaron la espiritualidad laical en el mundo secular con tal perfección evangélica, que muchos de ellos llegaron a la santidad. Y tengamos muy en cuenta, dejándonos de ideologías teológicas, que la espiritualidad laical más auténticamente cristiana es aquella que más florece en santos.

Fuentes: P. José María Iraburu, (182) De Cristo o del mundo -XXIV. La Cristiandad. 5. Laicos medievales-I, (183) De Cristo o del mundo -XXV. La Cristiandad. 6. Laicos medievales-II


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