-SU VIDA EN EL HOGAR,

-TRABAJOS DE JESÚS EN EL OFICIO CON SU PADRE.

-ENFERMEDAD DE JOSÉ.

 

Imposible e inútil sería querer arrancar del misterio los años transcurridos para la Santa Familia desde el hecho del Templo hasta la predicación de Jesús: esos diez y ocho años pasan, como hemos dicho, en un misterio no fácil de desvanecer, y en el que fuera temerario escribir una historia que ignoramos. Un solo hecho llena verdaderamente este total espacio, y es el silencio. El Evangelio no debía hablarnos más de la Sagrada Familia, porque todo su objeto se encierra en la vida y en la misión de Jesucristo, y ya por esto no había tampoco de María, por más que fuese su verdadera Madre, después de mencionar las relaciones que era necesario consignar.

Mucho más fácil es imaginar que explicar, dicen los Santos Padres, las eminentes virtudes que la Santísima Virgen practicó en aquel período de los citados diez y ocho años, escondida con su Hijo y en la sosegada y laboriosa vida del artesano con la que tenían que vivir; pero esta pobreza y esta existencia ignota no envilecía, como no envilece nunca el trabajo sino que ennoblece, obscurecía en parte el lustre y esplendor de la Santa Familia.

La Virgen Santísima pasó este tiempo de que nos estamos ocupando en profunda y tranquila soledad, la cual se la hacía tan deliciosa con la presencia visible de Jesucristo, como es la que gozan los espíritus bienaventurados en el cielo. José con su trabajo procuraba proveer las necesidades de la familia, haciendo más dulce, como resulta siempre, el pan amasado con el trabajo, fuente de toda virtud, auxiliado de su Hijo Jesús, que con él compartía los trabajos del taller. Por otro lado María, modelo de la mujer hacendosa y cuidadosa de su casa, cuidaba de aquel pobre y feliz hogar y del modesto ajuar, y sin perder de vista a su querido Hijo, era la representación más perfecta de la familia cristiana, y jamás se vio familia más santa, dichosa ni más digna de los homenajes y admiración de los humanos, en medio de aquella hermosa obscuridad.

De la Santa Familia debemos aprender, y en este silencio de ella hemos de hallar, que la verdadera grandeza de nuestra vida consiste en creer virtuosamente en la presencia de Dios que debe ser el término de todas nuestras acciones, ya que aquí en la tierra todo es como sombra sin duración ni consistencia, y sólo en Dios y a Dios debemos la vida terrenal, cuyo complemento será el día en que ajusten nuestras acciones por la práctica de la virtud.

Por ello vemos que María fue la primera y única discípula de su Hijo amado, y escogida entre todas las criaturas para imagen y espejo en que se representasen y reflejasen la nueva ley del Evangelio y de su Autor, y sirviese como de luminoso faro en su Iglesia, a cuya imitación se formasen los Santos y debiéramos imitar en los efectos de la redención humana. Es muy cierto que la virtud y beatitud los Santos fue y es obra del amor de Cristo y de sus merecimientos y obra perfecta de sus manos, pero comparadas con la grandeza María Santísima, pequeñas parecen al parangonarlas, y pobres, pues todos los Santos tuvieron sus imperfecciones si se les compara con Ella. Solo María, imagen viva del Unigénito, no tuvo ninguna de aquéllas, pues fue creada perfecta. Y por el modo como el Padre formó a María en su excelsa santidad, se vio aunque lejanamente su sabiduría al formarla, pues que había de ser el fundamento de su Iglesia, llamar a los Apóstoles, predicar a su pueblo y establecer la ley del Evangelio, bastando para ello la predicación de tres años en que super abundantemente cumplió esta grandiosa obra que le encomendó su Eterno Padre, justificó y santificó con su amor todos los creyentes, para estampar en su beatísima Madre la imagen de toda su santidad echando en Ella incesantemente la fuerza de su amor.

Fijémonos en la vida de la Santa Familia como modelo provechoso de enseñanza de las familias cristianas en el modo y manera de emplear bien el tiempo; veremos el trascurso del día en el santo hogar de Nazareth, y al mismo tiempo que aprendemos, meditemos sobre vida tan retirada, laboriosa y ejemplar y ésta enseña a las familias cristianas cómo se consagra a Dios la mañana. Pasemos con la imaginación un día entero entre aquellos modelos de trabajo y de virtud, examinemos todos los instantes de las horas del día para deducir de ellas provechosa enseñanza para nuestra felicidad terrena, tomando el ejemplo de una morada en la que no había momento ocioso, de la ociosidad, nuestra enemiga del espíritu tan combatida por la Santa Familia.

De la misma suerte que al abrirse las puertas al día, a la luz se abren nuestros ojos, y libres de la pesadez del sueño que repone nuestras fuerzas físicas, se despierta también nuestro entendimiento, de la misma suerte debe abrirse nuestra inteligencia y nuestro corazón en acción de gracias a Dios nuestro Señor, y en verdad ¡cuán claros y luminosos deben ser nuestros pensamientos al elevarlos al cielo, a la Divinidad, en aquellos momentos en que la pura luz del alba parece también purificar nuestros labios! Elevaban su oración de la mañana, pronunciábase el obligado schema y sólo pensaban en el cotidiano trabajo, sustento que nos da el pan nuestro de cada día, y Jesús con José dirigíanse al taller para labrar la madera, la madera que había de ser el lecho de muerte de aquel hermoso joven, que con sus miradas intensas, profundas cual las aguas del mar, animaban con su luz a su venerable padre, haciéndole más llevadera la fatiga del trabajo, la santificación de la actividad humana. María en el telar, con el huso y las ocupaciones domésticas, no daba descanso a la mañana hasta que la llegada del inmediato taller reunía la Familia para la reposición de las fuerzas corporales.

La Sagrada Familia nos da ejemplo vivo y permanente de cómo se ha de consagrar a Dios: es la hora de suspender la fatiga del trabajo para reanimar los cansados miembros de la rudeza del violento ejercicio. Reunida la Familia, dan gracias a Dios por el beneficio de aquel alimento que van a tomar, consagrado y santificado por el cumplimiento de la ley del trabajo. Jesús ora y bendice la comida como bendijo todos los elementos en los días de la creación: con aquella bendición de Jesús, los alimentos ¡cuán gratos y sanos no han de ser para quien con fe y devoción los recibe para restaurar sus fuerzas!

Después de la comida, ¡qué dulces coloquios no pasarían entre la Santa Familia, cómo se comentarían los trabajos realizados y los que pendientes quedaban en el taller, como en toda familia cristiana ese coloquio de sobremesa representa el amor y el afecto reunido ante el modesto altar de la refacción, y con la consideración de los esfuerzos de la mañana el adelanto de los trabajos realizados y anima el espíritu, para los trabajos que esperan para la tarde!

Y ésta se comenzaba con la continuación de las obras emprendidas, y llenos de fe, como todo cristiano debe hacer, las continuaban hasta que la dulce luz de un día que se despide para hundirse en el insondable del pasado, en la eternidad, les hacía suspender los trabajos y cerrar el taller, aquel templo de la laboriosidad, que nosotros tomamos por martirizador calabozo en que consumimos las horas del día y consideramos, no como templo de nuestra purificación por el cumplimiento de la ley divina, sino presidio a que nos condena nuestra pobreza y al que deseamos olvidar, relegar y maldecir el día en que la suerte nos proporciona la dicha de la holganza, la esclavitud del pecado de la ociosidad, que es el ideal de los humanos, huir del trabajo, separarse de lo que se estima como una maldición, ¡tener que trabajar! humillación que consideramos como depresivo estado para la dignidad del orgullo humano. ¡Y nos llamamos católicos, hijos de la doctrina de Jesús, que ennobleció y santificó el trabajo, no sólo el intelectual, sino que ensalzó y honró al trabajo manual, al más mísero de los trabajos, sirviéndole y ocupando sus divinas manos en los más vulgares y sencillos artefactos de la carpintería! Y no obstante, ¡nos avergonzamos de ser trabajadores los que nos llamamos sus discípulos, los que en Él comulgamos, creemos y adoramos, con el humilde Hijo del carpintero y oficial laborioso de su padre!

Llegaba la noche, y… ¿por qué no decirlo así, cuando nada nos lo contraría ni con ello ofendemos a la Santa Familia? Entonces José y Jesús tornaban a su casa, y hallándola sola bajarían los dos hacia la fuente que hemos dicho se denomina de la Virgen, y única en el pueblo de Nazareth, a donde María había ido con el grato fresco la tarde a recoger el agua necesaria para la familia, y que allí, a esa poética fuente que es necesario contemplar animada con el grupo de nazarenas que a ella acuden al crepúsculo de la tarde, cuando la naturaleza parece adormecerse con el encanto de la dudosa luz y el perfume de las flores y de los campos con su penetrante aroma, allí reunidos los tres felices y dichosos seres, ayudarían a María a llenar el pesado cántaro, cuya forma aún hoy conservan las nazarenas, y juntos y en dulce coloquio subirían la cuesta del pueblo para regresar a su modesta y pobre casita.

Nuevamente se reunían en torno de la pobre mesa, preparada por María, y la noche, esa hora tan grata para las familias cristianas en que terminada la labor del día se reúnen, y la santa velada se consagra a los afectos de la familia, de la oración y de la comunicación de los afectos, cuán gratas, cuán dulces son esas horas para los corazones amantes de los placeres honestos en el santo hogar cristiano, alumbrado por esa lámpara, que no sólo da luz, sino calor a los corazones allí reunidos y consagrados por el afecto y el amor.

Allí, alumbrados por la clara luna de Palestina, contemplando aquella naturaleza tan poética como soñadora, obra de sus manos, vemos en nuestra imaginación a la Santa Familia sentada, bendiciendo a Dios nuestro Señor y disfrutando con las noches de primavera y de verano, del fresco y perfume de las inmediatas huertas y jardines, menos gratos y dulces que el aroma de beatitud y felicidad que se desprendía de aquella santa casa y bendita Familia.

La oración de la noche, el schema y la decoración de los Mandamientos como precepto que debían cumplir los israelitas, la consagración de los últimos pensamientos del día a Dios nuestro Señor, buscar el descanso del cuerpo para reponer las fatigas del día, esos serían los últimos momentos de la velada de aquella Familia, modelo y ejemplo de las cristianas. Todavía en el mundo existen familias semejantes en la imitación de aquel modelo, todavía entre nosotros se advierte en el interior de las casas y se ve resplandecer a través de los cristales de los balcones la luz de la lámpara santa del hogar que representa una familia congregada a su calor, ora en el trabajo, ora en la lectura, en tanto que la deslumbrante de los cafés y otros centros atraen como a la mariposa a quemarse en su espléndida brillantez. ¡Ah! ¡y cómo consuela durante las noches frías y lluviosas del invierno, cuando al hogar se retira el padre que en aquel momento termina sus ocupaciones del día, ver arder con modesto reflejo la lámpara que con su luz modesta irradia un bienestar y dicha que aquella habitación se respira, y cuán grato es su calor, cuando mojados y ateridos por el frío se penetra en aquellas modestas habitaciones en que al par de sanas lecturas, de labores y estudio, de conversación y del rosario familiar, dan un calor al corazón que no comunican ni las más encendidas chimeneas, ni alumbran el corazón espléndidos lucernarios, porque allí existe el calor de la familia, el calor del amor de padres e hijos, de ese calor que sólo comunica el santo temor de Dios!

Así suponemos, como hemos dicho, viviría la Santa Familia, modelo de las familias cristianas, modelo que hemos de tener presente para nuestra enseñanza y esperanza de felicidad, cumpliendo con los preceptos del Evangelio, única fuente de dicha que hemos de conseguir durante nuestra marcha en la existencia terrenal.

Pero aquella dicha, aquella tranquila felicidad que gozaba la Santa Familia después de su regreso de Egipto, felicidad y dicha que había de ser tanto mayor cuanto era el disfrute de la tierra, de la patria perdida durante siete años; y si no compárese lo que en nuestro pecho ocurre, cuando volvemos al hogar perdido, qué dulce tranquilidad, sosiego y bienestar al tornar a vivir entre los pasados que nos son familiares, dentro de aquellos muros en que se han desenvuelto días de dicha, de penas y de dolores, y en donde se conserva el santo recuerdo de los padres, de los que nos precedieron y dieron vida y educación cristiana.

Así transcurrieron felices los días para la Sagrada Familia, viendo crecer a Jesús, cada día más hermoso, y llegando a los límites de la juventud, ayudando y siendo el sostén de José, de su padre terrenal, quebrantado más que por los años por las fatigas de una vida accidentada de viajes y sobresaltos, penas y temores por la preciosa existencia de aquel tesoro confiado a su cuidado.

José se hallaba enfermizo, no por la edad, y cuando la Virgen había cumplido los treinta y tres años, las enfermedades y dolores le impedían en muchas ocasiones dedicarse a sus habituales trabajos, teniendo no solo que interrumpirlos, sino en muchas ocasiones suspenderlos por algunos días.

Desde esta hora en adelante José tuvo que ceder a las instancias de María, que le rogaba dejase ya aquel trabajo con el que no podía por el estado de su salud, teniendo al fin que ceder a los ruegos de María, y convencido de su imposibilidad física, abandonó el trabajo del que Jesús no podía aún encargarse por sus pocos años y falta de experiencia para sustituirle en aquel oficio.

He aquí cómo expresa Casabó en su obra citada, el nuevo estado de la Sagrada Familia después que José tuvo que dejar el trabajo de la carpintería, con el cual cubría las escasas necesidades de aquélla:

«Desde esta hora en adelante, cediendo a las instancias de la Virgen, cesó en el trabajo corporal de sus manos, aunque ganaba la comida para todos tres, y dieron de limosna los instrumentos de su oficio de carpintero, para que nada estuviese ocioso y superfluo en aquella casa y familia. Desde entonces tomó María por su cuenta sustentar con su trabajo a su Hijo y a su Esposo, hilando y tejiendo hilo y lana, más de lo que hasta entonces había hecho. A pesar de su mucho trabajo, guardaba siempre la Virgen la soledad y retiro, y por esto la acudía aquella dichosísima mujer, su vecina, y llevaba las labores que hacía y le traía lo necesario. Ni la Virgen ni su Hijo comían carne; su sustento era sólo de pescados, frutas y yerbas y aún con admirable templanza y abstinencia. Para José aderezaba comida de carne, y aunque en todo resplandecía necesidad y pobreza, suplíalo todo el aliño y sazón que le daba María y agrado con que lo suministraba. Dormía poco la diligente Virgen y gastaba algunas veces en el trabajo mucha parte de la noche. Sucedía a veces que no alcanzaba el trabajo y la labor para conmutarla en todo lo necesario, porque José necesitaba más regalo que en lo restante de su vida y vestido, entonces entraba el poder de Jesús, quien multiplicaba las cosas que tenían en casa…

»Puesta de rodillas servía la Virgen la comida a su Esposo, y cuando estaba más impedido y trabajado, le descalzaba en la misma postura, y en su flaqueza le ayudaba llevándole del brazo. En los últimos tres años de la vida de José, cuando se agravaron más sus enfermedades, asistíale la Virgen de día y de noche, y sólo faltaba en lo que se ocupaba sirviendo y administrando a su Hijo, aunque también el mismo Jesús la acompañaba y ayudaba a servir al Santo Esposo».

Fuente: Capítulo XX: Vida de la Virgen María de Joaquín Casañ