La Transfiguración de Jesús, visión de María Valtorta

LA TRANSFIGURACIÓN Y EL EPILÉPTICO CURADO

¿Qué hombre hay que no haya visto, por lo menos una vez en su vida, un amanecer sereno de marzo? y si lo hubiere, es muy infeliz, porque no conoce una de las bellezas más grandes de la naturaleza a la que la primavera ha despertado, la hecho cual una doncella, como debía haberlo sido en el primer día.

En medio de esta belleza, que es límpida en todos aspectos y cosas desde las hierbas nuevas y llenas de rocío, hasta las florecitas que se abren, como niños que acabaran de nacer, desde la primera sonrisa que la luz dibuja en el día, hasta los pajarillos que se despiertan con un batir de alas y lanzan su primer «pío» interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos que lanzarán durante el día, hasta el aroma mismo del aire que ha perdido en la noche, con el baño del rocío y la ausencia del hombre, toda mota de polvo, humo, olor de cuerpo humano, van caminando Jesús, los apóstoles y discípulos. Con ellos viene también Simón de Alfeo. Van en dirección del sudeste, pasando las colinas que coronan Nazaret, atraviesan un arroyo, una llanura encogida entre las colinas nazaretanas y un grupo de montes en dirección hacia el este. El cono semitrunco del Tabor precede a estos montes. El cono semitrunco me recuerda, no sé por qué, en su cima a la lámpara de nuestra ronda vista de perfil.

Llegan al Tabor. Jesús se detiene y dice: «Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo, venid conmigo arriba al monte. Los demás desparramaos por las faldas, yendo por los caminos que lo rodean, y predicad al Señor. Quiero estar de regreso en Nazaret al atardecer. No os alejéis, pues, mucho. La paz esté con vosotros.» Y volviéndose a los tres, dice: «Vamos», y empieza a subir sin volver su mirada atrás y con un paso tan rápido que Pedro que le sigue, apenas si puede.

En un momento en que se detienen, Pedro colorado y sudado, le pregunta jadeando: «¿A dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima está aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allá?»

«Hubiera tomado el otro camino. Estás viendo que le he volteado las espaldas. No iremos a la fortaleza, y quien estuviere en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre, y os he querido conmigo porque os amo. ¡Ea, ligeros!»

«Oh, Señor mío, ¿no podríamos ir un poco más despacio, y así hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos dio para pasar halando toda la noche?»

«A las citas con Dios hay que ir rápidos. ¡Fuerzas, Simón Pedro! ¡Allá arriba descansaréis!» Y continúa subiendo…

Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes. es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encorvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allá donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casa, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

Debe ser primavera, tal vez marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penacho de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al sur, y otra al norte.

Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla.

«¡Descansad, amigos! Voy allí a orar.» Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta.

Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los apóstoles.

Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están

Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la cruz, pero la majestad de su rostro, de su cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el cielo. Su rostro es un sol expendidísimo, en que resplanden sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de El o si sobre la suya propia está mezclada la luz que hay en el universo y en los cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre El y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que El esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonría a lo que tiene ante Sí.

Los apóstoles se sienten presa de miedo. lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. «¡Maestro, Maestro!» lo llaman con ansia.

El no oye.

«Está en éxtasis» dice Pedro tembloroso. «¿Qué estará viendo?»

Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de larga partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías, es solar, de llama viva.

Los dos profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

Los tres apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: «¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!» Jesús vuelve su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: «¡Es bello estar aquí contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!…»

Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

Los apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como si estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa,  armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.

«Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!»

Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: «¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la gloria de Dios que desciende.» Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: «¡El Señor ha hablado!»

Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

«Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo» dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

«¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!» repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

«¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!» exclama Pedro. «¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la voz de Dios?»

«Debéis vivir a mi lado, ver mi gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en mi completa gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en mi reino.»

¿No debe acaso venir Elías a preparar tu reino?

«Elías ya vino y ha preparado los camino del Señor. Todo sucede como se ha revelado, pero lo que enseña la revelación no la conocen y no la comprenden. No ven y no reconocen las señales de los tiempos, y a los que Dios ha enviado. Elías ha vuelto una vez. La segunda será cuando lleguen los últimos tiempos para preparar los hombres a Dios. Ahora ha venido a preparar los primeros al Mesías, y los hombres no lo han querido reconocer y lo han atormentado y matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien.»

Los tres bajan pensativos y tristes la cabeza. Descienden por el camino que los trajo a la cima.

… A mitad del camino, Pedro en voz baja dice: «¡Ah, Señor» Repito lo que dijo ayer tu Madre: «¿Por qué nos has hecho esto?» Tus últimas palabras borraron la alegría de la gloriosa vista que tenían ante sí nuestros corazones. Es un día que no se olvidará. Primero nos llenó de miedo la gran luz que nos despertó, más fuerte que si el monte estuviera en llamas, o que si la luna hubiera bajado sobre el prado, bajo nuestro ojos. Luego tu mirada, tu aspecto, tu elevación sobre el suelo, como si estuvieses pronto a volar. Tuve miedo de que, disgustado de la maldad de Israel, regresases al cielo, tal vez por orden del Altísimo. Luego tuve miedo de ver aparecer a Moisés, a quien sus contemporáneos no podían ver sin velo, por que brillaba sobre su cara el reflejo de Dios, y no era más que hombre, mientras ahora es un espíritu bienaventurado, y Elías… ¡Misericordia divina! Creí que había llegado mi último momento. Todos los pecados de mi vida, desde cuando me robaba la fruta, allá cuando era pequeñín, hasta el último de haberte mal aconsejado hace algunos días, vinieron a mi memoria. ¡Con qué temor me arrepentí! Luego me pareció que me amaban los dos justos… y porque no merezco el amor de semejantes espíritus. Y ¡luego»… ¡luego» ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!… ¡Yeové habló! ¡A nosotros! Ordenó: «¡Escuchadlo!» Te proclamó «su hijo amado en quien encuentra sus complacencias» ¡Qué miedo! ¡Yeové! ¡A nosotros!… ¡No cabe duda que tu fuerza nos ha mantenido la vida!… Cuando nos tocaste, y tus dedos ardían como puntas de fuego, sufrí el último miedo. Creí que había llegado la hora de ser juzgado y que el ángel me tocaba para tomar mi alma y llevarla ante el Altísimo… ¿Pero cómo hizo tu Madre para ver… para oír… para vivir, en una palabra, esos momentos de los que ayer hablaste, sin morir, Ella que estaba sola, que era una jovencilla, y sin Ti?»

«María, que no tiene culpa, no podía temer a Dios. Eva tampoco lo temió mientras fue inocente y Yo estaba. Yo, el Padre y el Espíritu. Nosotros que estamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, que teníamos y tenemos nuestro tabernáculo en el corazón de María.» explica dulcemente Jesús.

«¡Qué cosas!… ¡Qué cosas! Pero luego hablaste de muerte… Y toda nuestra alegría se acabó… Pero ¿por qué a nosotros tres? ¿No hubiera sido mejor que todos hubiesen visto tu gloria?»

«Exactamente porque muerto de miedo como estáis al oír hablar de la muerte, y muerte por suplicio del Hijo del Hombre, del Hombre-Dios, El ha querido fortificaros para aquella hora y para siempre con un conocimiento anterior de lo que seré después de la muerte. Acordaos de ello, para que lo digáis a su tiempo ¿Comprendido?»

«Sí, Señor. No es posible olvidarlo. Sería inútil contarlo. Dirían que estábamos «ebrios».»

Vuelven en dirección del valle. En un determinado punto Jesús toma por un áspero atajo en dirección de Endor, esto es, por el lado opuesto en que dejó a los discípulos.

«No los encontraremos» dice Santiago. «El sol empieza a declinar. Estarán juntándose para esperarte donde los dejamos.»

«Ven y no te formes pensamientos necios.»

De hecho al salir del bosque y entrar en un llano que levemente baja hasta encontrarse con el camino principal, ven al grupo de discípulos, a los que se han agregado viajeros curiosos, escribas que han llegado de no sé dónde, y que dan señales de excitación.

«¡Ay de mí! ¡Escribas!… ¡Y ya están disputando!» exclama Pedro señalándolos. Y baja los últimos metro de mala gana.

Los que están abajo, los han visto y los señalan, luego a la carrera vienen a Jesús, gritando: «¿Como es posible, Maestro, que hayas venido por esta parte? Estábamos a punto de irnos al lugar indicado. Pero los escribas nos han entretenido con sus disputas, y las súplicas de un padre adolorido.»

«¿De qué disputabais entre vosotros?»

«A causa de un endemoniado. Los escribas se han burlado de nosotros, porque no hemos podido curarlo. Judas de Keriot se ha puesto al frente, pero ha sido inútil. Entonces dijimos: «Hacedlo vosotros». Contestaron: «No somos exorcistas». Por casualidad han pasado algunos que venían de Caslot-Tabor, entre los que había dos exorcistas, pero tampoco ellos pudieron hacerlo algo. Aquí está el padre que ha venido a suplicártelo. ¡Escúchalo!»

Se adelanta en actitud suplicante, se arrodilla ante Jesús que no ha bajado del suave declive, de modo que está más alto, unos tres metros, y todos lo pueden ver.

«¡Maestro!» dice, «iba a Cafarnaum a llevarte a mi hijo. Te lo llevaba para que lo librases, Tú que arrojas a demonios y curas cualquier enfermedad. Es presa de un espíritu mudo. Cuando se apodera de él no emite más que gritos roncos, como una bestia a la que se degüella. El espíritu lo echa por tierra. El se revuelca rechinando los dientes, espumando como un caballo que moridera el freno, se hiere, y se expone a morir ahogado o quemado, o bien, hecho pedazos, porque el espíritu más de una vez lo ha arrojado al agua, al fuego, o de las escaleras abajo. Tus discípulos hicieron la prueba, pero no lo lograron. ¡Oh, Señor bueno, piedad de mí y de mi hijo!»

El rostro de Jesús relampaguea. Grita: «¡Oh generación perversa! ¡oh turba satánica! ¡legión rebelde! ¡pueblo del infierno incrédulo y cruel! ¿hasta cuándo deberé estar en contacto contigo? ¿Hasta cuándo deberé soportarte?» Tan imponente es que invade un silencio absoluto y cesan las indirectas de los escribas.

Jesús dice al padre: «Levántate y tráeme aquí a tu hijo.»

Va y regresa con otros, en cuyo centro viene un muchacho como de doce a catorce años. Un buen mozo pero de mirada un poco tonta. En su frente se ve una larga herida, y más abajo una antigua cicatriz. Apenas ve a Jesús, que lo mira con sus ojos magnéticos, emite un grito ronco, contuerce todo el cuerpo, se echa por tierra espumando y girando los ojos, de modo que se ve el bulbo blanco. Es la característica de la convulsión epiléptica.

Jesús da unos cuantos pasos. Se acerca, dice: «¿Desde cuándo le sucede esto? Habla fuerte, para que todos oigan.»

El hombre habla en voz alta, mientras el círculo de la gente se estrecha, y los escribas suben más arriba de Jesús para dominar la escena. Dice: «Desde pequeño. Ya te lo he dicho. Frecuentemente cae en el fuego, en el agua, o de las escaleras, de los árboles, porque el espíritu lo asalta de improviso y le hace el mal posible para matarlo. Está lleno de cicatrices y quemaduras. Es mucho que el fuego no lo haya cegado.  Ningún médico, ni exorcista, ni siquiera tus discípulos pudieron curarlo. Pero Tú, si como creo firmemente, puedes algo, ten piedad de nosotros y socórrenos.»

«Si puedes creer de este modo, todo me es posible, porque todo se concede a quien cree.»

«¡Oh, Señor, sí creo! Pero si no fuere suficiente, auméntame la fe, para que sea perfecta y obtenga el milagro» dice el hombre, de rodillas, entre lágrimas, cerca de su hijo presa más que nunca de las convulsiones.

Jesús se yergue, retrocede unos pasos, mientras la multitud cierra más el círculo. En voz alta dice: «¡Espíritu maldito que haces sordo y mudo al niño y lo atormentas, Yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar!»

El niño, aunque echado por tierra, da tremendos brincos que no son de un ser humano. Después del último brinco, en que se revuelca pegando la frente y al boca contra una piedra saliente de la hierba, que se tiñe de sangre, se queda inmóvil.

«¡Ha muerto!» gritan muchos.

«¡Pobre muchacho!» «¡Pobre padre!» compadecen otros.

Los escribas guiñando el ojo: «¡Que si te ha ayudado el nazareno!» o bien: «Maestro ¿qué pasa? ¡Esta vez Belzebú te ha hecho pasar un mal rato!…» y se ríen venenosamente.

Jesús no responde a nadie, ni siquiera al padre que ha volteado a su hijo y le seca la sangre de la frente y de los labios, gimiendo, invocando a Jesús, el cual se inclina y toma de la mano al jovenzuelo. Este abre los ojos con un largo suspiro, como si despertase de un sueño, se sienta, sonríe. Jesús lo tira hacia Sí, lo pone en pie, lo entrega a su padre, mientras que la gente grita de entusiasmo, y los escribas huyen, perseguidos por las risotadas y burlas de ella.

«Vámonos» dice Jesús a sus discípulos. Despedido que hubo a la multitud, da vuelta al monte y toma el camino por el que había venido en la mañana.

 

LECCIÓN A LOS DISCÍPULOS DESPUÉS DE LA TRANSFIGURACIÓN

Nuevamente están en la casa de Nazaret. O para ser más precisos, están entre los olivos, esperando la hora de descansar. Han prendido una pequeña antorcha para ver, porque es noche, y la luna sale tarde. No hace frío. Más bien el tiempo es «demasiado» tibio, dicen los expertos pescadores, previendo próximas lluvias. ¡Qué hermoso es estar aquí todos reunidos! Las mujeres en el huerto con María, los hombres aquí, sobre el lomo de esa subida con Jesús, el cual responde a las preguntas de todos. La voz del lunático curado al pie del monte ha corrido entre todos y todos hacen comentarios.

«¡Eras Tú el que hacías falta!» exclama su primo Simón.

«¡Pero ni siquiera viendo que sus mismos exorcistas no podrían nada, y eso que empleaban las fórmulas más duras, se persuadieron aquellos tercos!» comenta, moviendo la cabeza, Salomón el barquero

«¡Ni aun cuando se diga a los escribas sus conclusiones, se persuadirán!»

«¿Bueno! Me parecía que hablaban bien ¿no es verdad?» pregunta uno a quien no conozco.

«Muy bien. Han descartado toda clase de sortilegio diabólico del poder de Jesús al decir que se sintieron invadidos de una paz profunda cuando el Maestro obró el milagro, mientras, afirmaban, cuando sale de un poder malo, lo sienten como algo que les turba» responde Hermas.

«Pero ¿eh? ¡qué espíritu tan terco! ¡No se quería ir! ¡Pero cómo! ¿no lo tenía siempre consigo? ¿Era un espíritu arrojado, perdido, o bien el niño era tan santo que por sí mismo lo arrojaba?» pregunta un discípulo cuyo nombre tampoco sé.

Jesús responde espontáneamente: «Muchas veces he explicado que cualquier enfermedad, que es una molestia y un desorden, puede ocultar a Satanás y este emplearla, crearla para atormentar y hacer blasfemar contra Dios. El niño estaba enfermo, no era un poseído. Un alma pura. Por esto con gusto la libré del astutísimo demonio que quería dominarla para hacerla impura.»

«¿Y por qué si era una sencilla enfermedad, no pudimos nosotros nada?» pregunta Judas de Keriot.

«¡Cierto! ¡Se comprende que los exorcistas no pudiesen nada, tratándose de una enfermedad! ¡Pero nosotros…!» observa Tomás.

Y Judas de Keriot, quien probó muchas veces, y no obtuvo más que el jovenzuelo repitiese sus locuras y hasta convulsiones, agrega: «Hasta parece que nosotros le causábamos mayor mal. ¿Recuerdas, Felipe? Tú que me ayudabas, oíste y viste los gestos burlones que me hacía. Hasta me gritó: «¡Lárgate, lárgate! ¡Entre mí y ti tú eres más demonio!» Lo que hizo reír a los escribas a mis espaldas.

«¿Te desagradó?» pregunta Jesús como si nada fuera.

«¡Claro! A nadie le gusta que se burlen de uno. Y no es bueno cuando se trata de tus apóstoles. Se pierde la autoridad.»

«Cuando se tiene a Dios consigo, tiene uno autoridad, aun cuando el mundo se burle, Judas de Simón.»

«¡Está bien! Pero aumenta, al menos en tus apóstoles, el poder. para que no nos sucedan más ciertas cosas.»

«Que aumente el poder no es justo, ni útil. Lo debéis hacer por vosotros mismos. Se debió a vuestra insuficiencia que no pudisteis, y también por haber disminuido con elementos no santos, cuanto os había dado, esperando de este modo conseguir triunfos mayores.»

«¿Lo dices por mí, Señor?» pregunta Iscariote.

«Tú lo sabrás. Hablo a todos.»

 

LA ORACIÓN Y EL AYUNO

Bartolomé pregunta: «¿Entonces qué cosa es necesaria para vencer a esta clase de demonios?»

«La oración y el ayuno. No más. Orad y ayunad. No sólo con el cuerpo. Es útil que vuestro orgullo ayune de satisfacciones. El orgullo satisfecho hace apática la inteligencia y el corazón y la oración se hace tibia, inerte, así como cuando se ha comido demasiado el cuerpo se hace pesado, soñoliento. Vamos ahora a descansar lo justo. Mañana al amanecer todos, menos Mannaén y los discípulos pastores, estén en camino de Caná. Idos. La paz sea con vosotros.»

Después detiene a Isaac y a Mannaén y les da instrucciones especiales para el día siguiente, en que partirán las discípulas y María, que junto con Simón de Alfeo y Alfeo de Sara emprenden la peregrinación pascual.

«Pasaréis por Esdrelón para que Marziam vea a su abuelo. Daréis a los campesinos la bolsa que ordené a Judas de Keriot os entregara. En el viaje socorred a cuantos pobres encontraréis con la otra que os di. Llegados a Jerusalén id a Betania, y decid que me esperen para la nueva luna de Nisán. Podré llegar un poco tarde ese día. Os confío a la persona más amada, y a las discípulas. Estoy tranquilo porque nada les pasará. Idos. Nos volveremos a ver en Betania y estaremos juntos por un tiempo.»

Los bendice y mientras ellos se alejan en medio de la oscuridad, El salta, hacia el huerto, y entra en casa donde están las discípulas, María y Marziam que están amarrando las alforjas, y arreglan todo para el tiempo en que estarán ausentes.

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