Categories
Beata Ana Catalina Emmerich Breaking News María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES Movil NOTICIAS Noticias 2019 - enero - junio Religion e ideologías Vidente

Impresionantes Visiones de la vida de San Juan el Bautista

Juan el Bautista fue el profeta más importante.

Fue el encargado de señalar a Jesús como el mesías.

La Biblia nos habla poco de Juan.

Lo hace especialmente referido a la visitación de María a Su madre, a su bautismo de Jesús y a su decapitación.

Pero algunos místicos y videntes manifiestan que han recibido visiones, del propio Jesús, que les ha mostrado a Juan y sus bautismos.

La Iglesia celebra sólo tres cumpleaños durante el año litúrgico el de Jesucristo, el de la Virgen María y el de San Juan Bautista.

Por lo tanto debemos considerar a San Juan Bautista como un actor de primera línea en el plan de Dios.

Se celebra su fiesta 6 meses antes del nacimiento de Jesús; recordemos que la Virgen María era prima de Isabel pero era mayor edad, posiblemente fuera una tía o tía abuela.

La función de Juan Bautista fue muy importante en la historia de la salvación, porque fue el puente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Podemos considerarlo el último profeta el Antiguo Testamento y el profeta del Nuevo Testamento.

Él hablo sobre la venida del mesías como los profetas del Antiguo Testamento.

Pero a diferencia de ellos, lo pudo conocer y tuvo la misión de señalarlo al pueblo judío.

Y no sólo tuvo el privilegio de ver cumplidas las profecías antiguas de los judíos, sino que además tuvo el privilegio de bautizar al Mesías en el río Jordán.

Y de esta forma dar comienzo a la era mesiánica, siendo el punto de arranque del Ministerio Público de Jesús

San Juan Bautista identifica a Jesús como el cordero de Dios que quitará los pecados del mundo.

Que luego será corroborada por el Espíritu Santo y la voz del Padre que llama a la obediencia hacia su hijo

Juan fue apartado y preparado desde niño para esta misión.

Recordemos que su nacimiento fue anunciado por el Ángel Gabriel.

Y su nombre fue dado a su padre Zacarías también por el ángel.

Esto es similar a lo que sucedió con su primo Jesús.

Su padre Zacarías era un alto sacerdote del templo y por lo tanto lo instruyó debidamente en las tradiciones religiosas del pueblo judío; sabía perfectamente que en algún momento surgiría el mesías.

San Lucas precisa el momento en que comenzó el ministerio de Juan, que fue el décimo quinto año de Tiberio César; y en general se entiende que es una referencia al año 29 después de Cristo.

Y se sitúa entonces el bautismo de Jesús en el año 29 o principios del año 30.

Juan además no fue un profeta oculto sino que creó movimiento, que incluso tuvo seguidores fuera del pueblo judío mencionado por historiadores desde fuera del Nuevo Testamento.

Como por ejemplo el historiador judío Josefo, quién menciona que la destrucción de uno de los ejércitos de Herodes fue castigo por a haber decapitado a Juan Bautista.

El Nuevo Testamento dice que la decapitación de Juan Bautista se produjo porque Juan criticaba a Herodes Antipas por haber robado su esposa a su hermano Herodes Felipe; todo esto está contado en Marcos 6.

Pero también hay un relato político de Josefo, que dice que Herodes Antipas estaba cauteloso respecto a la gran influencia que tenía Juan sobre la gente y que esto podía aumentar la rebelión del pueblo.

Uno de sus seguidores de Juan fue Apolo, que luego se convirtió al cristianismo.

Sus seguidores fueron encontrados por San Pablo en Éfeso, a quienes convirtió al cristianismo.

Acá traemos un resumen de Ana Catalina Emmerich y María Valtorta sobre la vida publica de Juan.

   

LAS VISIONES DE ANA CATALINA EMMERICH

   

ESCONDEN A JUAN EN EL DESIERTO

Zacarías e Isabel conocían el peligro que amenazaba a los niños.

He visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a unas dos leguas de Hebrón.

Zacarías los acompañó hasta un lugar donde atravesaron un arroyuelo. Allí se separó de ellos.

He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía corres y saltar.

Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como juegan los niños.

Isabel llevó al niño Juan hasta una gruta.

No sé cuánto tiempo estuvo allí oculta Isabel con el niño; probablemente quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de Herodes.

Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo cual tuvo lugar un año más tarde.

   

JUAN DA DE BEBER A JESÚS

Vi a la Sagrada Familia huyendo.

Más allá de Hebrón entraron en el desierto donde se encontraba entonces el pequeño Juan, pasando a un tiro de flecha de la gruta donde estaba refugiado.

El recipiente de agua y el cantarillo de bálsamo estaban vacíos.

María estaba sedienta y triste, y el Niño también tenía sed.

Pude ver al niño Juan lleno de inquietud y como si esperara algo.

De la misma manera que se había estremecido en el seno de su madre, como queriendo ir al encuentro de su Señor, esta vez se halla excitado por la vecindad de su redentor, que está sediento.

Tenía en la mano un bastoncito, en cuya alta punta flotaba una banderola de corteza.

Corrió impulsado por el Espíritu hasta el costado de una roca, y golpeó el suelo con su vara, brotando de inmediato agua abundante.

Juan corrió hacia el sitio donde caía, y allí se detuvo y vio a lo lejos a la Sagrada Familia.

María alzó al Niño en los brazos y, señalando hacia el lugar, dijo: ‘Mira a Juan en el desierto’.

Vi a Juan estremecerse de alegría junto al agua que caía; hizo una señal con su banderola y luego huyó a la soledad…

José cavó una pequeña hondura, que pronto se llenó del agua, y cuando estuvo limpia todos bebieron.

   

EL PEQUEÑO JUAN SE QUEDA SOLO

Santa Isabel, avisada por un ángel antes de la matanza de los inocentes, se había refugiado con el pequeño Juan nuevamente en el desierto.

Permaneció allí con el niño durante unos 40 días.

Más tarde volvió a su hogar, y un esenio del monte Horeb fue al desierto para llevar alimentos al niño y ayudarle en sus necesidades.

Este hombre, cuyo nombre he olvidado, era pariente de la profetisa Ana.

Al principio iba cada semana y después cada quince días, mientras Juan necesitó ayuda.

No tardó en llegar el momento en que al niño Juan le gustaba más estar en el desierto que entre los hombres.

Estaba destinado por Dios para crecer allí en toda inocencia, sin contacto con los hombres y sus maldades.

Juan, como Jesús, no fue a la escuela, y era instruido por el Espíritu Santo.

   

JUAN Y LOS ANIMALES

Tenía extraordinaria familiaridad con los animales, especialmente con los pájaros, que venían volando para posarse sobre sus hombros.

Y mientras él les hablaba parecía que le comprendieran.

Los animales lo querían tanto que le servían en muchas cosas.

Lo llevaban a sus refugios o a sus nidos, y cuando los hombres se acercaban él podía huir a los escondites sin peligro.

Se alimentaba de frutas silvestres y de raíces.

No le costaba mucho encontrarlas pues los animales mismos lo conducían donde estaban y se las mostraban.

   

ZACARÍAS ES ASESINADO POR HERODES

Una vez que Zacarías fue al templo a llevar víctimas para el sacrificio, Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su hijo al desierto.

Juan tendría unos seis años entonces.

Zacarías no había ido a ver al niño nunca, de modo que si Herodes le preguntaba por el niño podía, sin mentir, responder que lo ignoraba.

Se había hablado mucho del niño desde los primeros días de su vida.

Era conocido su nacimiento maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de resplandor.

Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo.

Repetidas veces Herodes había preguntado a Zacarías dónde se escondía el niño.

Pero ahora, yendo Zacarías al templo, fue asaltado y maltratado por los soldados encargados de vigilarlo.

Lo llevaron a una prisión en el flanco de la montaña Sión.

El anciano fue torturado para que descubriese dónde se ocultaba su hijo, y como no pudieron obtener lo que deseaban terminaron por matarlo por orden de Herodes.

   

LA MUERTE DE ISABEL

Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad de Juta para esperar la llegada de su marido.

Al entrar en su casa conoció la triste noticia de la muerte de su esposo.

Su dolor fue muy grande y parecía inconsolable.

Retornó al desierto, quedándose allí con el niño, hasta su muerte, que aconteció poco tiempo antes que la Sagrada Familia volviera de Egipto.

Después de esto, Juan se internó más en el desierto y se estableció junto a un pequeño lago.

Allí vivió mucho tiempo porque lo vi fabricarse una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para pasar la noche.

Era pequeña y baja, de modo que apenas podía acostarse para dormir.

Vi también que tenía una varilla atravesada en su bastoncito, de modo que formaba una cruz.

   

SE INICIA EL MINISTERIO DE JESÚS Y JUAN

Cuando Jesús se acercaba a los treinta años, José se iba debilitando cada vez más.

Después de la muerte de José se trasladaron Jesús y María a un pueblito de pocas casas entre Cafarnaum y Betsaida.

Luego Jesús partió de Cafarnaum, a través de Nazaret, hacia Hebrón, y comenzó a predicar.

Juan recibió una revelación sobre el bautismo y, debido a ella, al salir del desierto cavó un pozo en las cercanías de la Tierra Prometida.

En relación con el pozo que estaba haciendo Juan, tuve una visión sobre Elías.

Lo vi en el desierto, desanimado y soñoliento.

En ese momento fue cuando el ángel lo despertó y le dio de beber.

Esto sucedió en el mismo lugar donde Juan iba a hacer la fuente y el pozo.

Juan en medio de la fuente plantó un árbol especial, con brotes y espinas.

El árbol, que parecía reseco y marchito, reverdeció.

He visto después que Juan entró en el agua hasta medio cuerpo.

Abrazaba con una mano al árbol y con la otra sostenía su bastoncito con el cual pegaba en el agua haciéndola saltar sobre su cabeza.

Cuando hacía esto vi que descendía una luz sobre él y se derramaba sobre él el Espíritu Santo, mientras dos ángeles aparecían en el borde de su fuente y le hablaban.

Después de esta obra salió Juan del desierto y fue hacia donde le esperaba la gente.

Su presencia era imponente: alto de estatura, aunque delgado por los ayunos; de fuerte musculatura; de porte noble, atrayente, puro, sencillo y compasivo.

El color del rostro bronceado, la cara demacrada y el continente serio y enérgico.

Los cabellos castaño oscuros y crespos y la barba corta.

   

SU PREDICACIÓN

Juan no se dejaba impresionar por nada de lo que lo rodeaba y sólo hablaba de un asunto: hacer penitencia, pues se acercaba el Mesías.

Todos le admiraban permaneciendo absortos en su presencia.

Su voz era penetrante como una espada, potente y severa, pero con todo bondadosa.

Se asociaba con toda clase de gentes y con los niños.

En todas partes iba directamente a su objetivo: no le importaba nada más, no pedía ni necesitaba cosa de nadie.

   

¡PREPARAD LOS CAMINOS DEL SEÑOR!

En ninguna parte se paraba mucho.

Anduvo por los caminos de Galilea, alrededor del lago, sobre Tarichea y el Jordán, por Salem, en el desierto hacia Betel.

Y cerca de Jerusalén, que no quiso tocar en toda su vida ya que sus quejas y lamentos estaban dirigidos muchas veces contra la ciudad depravada.

Aparecía siempre clamando: ‘¡Penitencia! ¡Preparad los caminos del Señor! ¡El Salvador viene!’.

Tres meses antes de empezar a bautizar recorrió Juan el país, por dos veces, anunciando al que habría de venir después de él.

Su andar era acelerado, con pasos ligeros, sin descanso, pero sin agitación.

No se asemejaba al caminar tranquilo del Salvador.

Las palabras ‘preparad los caminos del Señor’ no eran sólo figuras retóricas.

He visto que Juan recorría todos los caminos que Jesús y los apóstoles hicieron después, removiendo los obstáculos y allanando las dificultades.

Limpiaba de matorrales y piedras los caminos y hacía sendas nuevas.

Colocaba piedras en ciertos lugares de vado, limpiaba los canales, cavaba pozos, arreglaba fuentes obstruidas.

Hacía asientos y comodidades, que después el Señor usó en sus viajes.

Levantó techados donde Jesús más tarde reunió a sus oyentes o donde descansó de sus fatigas.

   

PREDICACIÓN DE JUAN EL BAUTISTA Y EL BAUTISMO DE JESÚS: VISIÓN DE MARÍA VALTORTA

   

EL ENTORNO DONDE BAUTIZA EL BAUTISTA

Veo una llanura despoblada de vegetación y de casas.

No hay campos cultivados, y muy pocas y raras plantas reunidas aquí o allá en matas — vegetales familias — en los sitios en que el suelo está por debajo menos quemado.

Imagine que este terreno quemado y baldío está a mi derecha — teniendo yo el norte a mis espaldas — y se prolonga hacia el Sur respecto a mí.

A la izquierda veo un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur.

Por el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión.

El movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un pantano.

El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no más de un metro, como mucho uno y medio.

Tiene la anchura del Arno hacia S. Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para calcular con exactitud.

Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas, donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende delante.

Esa voz íntima que le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que estoy viendo el valle del Jordán.

Lo llamo valle porque se emplea esta palabra para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos.

Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi derecha es el desierto de Judá.

Si es correcto llamarlo desierto en el sentido de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto que nosotros tenemos de desierto.

Aquí no se ven esas arenas onduladas que nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus esparcidos.

Es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la lejanía, colinas.

Además, junto al Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se nota en las orillas del Trasimeno.

Es un lugar que parece guardar memoria de vuelos de ángeles y voces celestes.

No sé bien decir lo que experimento, pero me siento en un lugar que habla al espíritu.

Mientras observo estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla derecha — respecto a mí — del Jordán.

Hay muchos hombres, vestidos de diversas formas.

Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos.

No faltan algunos que parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.

Lugar del bautismo de Jesús actualmente

   

EL RECONOCIMIENTO A JUAN EL BAUTISTA

Entre todos ellos, en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que lo veo, lo reconozco enseguida como el Bautista.

Habla a la multitud, y le aseguro que no son palabras dulces.

Jesús llamó a Santiago y a Juan “los hijos del trueno”… ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador?

Juan Bautista merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto…

¡Gran ímpetu y severidad, manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!

Habla anunciando al Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos.

Es un hablar vertiginoso y rudo.

El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los corazones.

Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.

   

LLEGA JESÚS AL LUGAR DEL BAUTISMO

Mientras lo escucho veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso del Jordán.

Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por las caravanas y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río es fácil vadearlo.

El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la hierba de la orilla opuesta.

Jesús está solo. Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan.

Se aproxima sin que se note y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto.

Como si fuera uno de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar limpios para la venida del Mesías.

Nada le distingue a Jesús de los demás.

Parece un hombre común por su vestir.

Un señor en el porte y la hermosura, más ningún signo divino lo distingue de la multitud.

Pero diríase que Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial.

Se vuelve y detecta inmediatamente su fuente.

Baja impetuosamente de la roca que le servía de púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo apoyándose en el tronco de un árbol.

Jesús y Juan se miran fijamente un momento.

Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo severo, negrísimo, lleno de relámpagos.

Los dos, vistos juntos, son antitéticos.

Altos los dos — es el único parecido —, son muy distintos en todo lo demás.

Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso.

Juan, hirsuto, negro: negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en largura).

Negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno.

Negros ojos febriles. Oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie. Oscuro por el tupido vello que lo cubre.

Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello (sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo apenas bajo los costados delgados.

Y dejando descubiertas las costillas en la parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es la piel curtida por el aire.

Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.

     

EL BAUTISMO DE JESÚS POR JUAN BAUTISTA

Juan, después de escudriñarlo con su ojo penetrante, exclama:

– He aquí el Cordero de Dios. ¿Cómo es que viene a mí mi Señor?

Jesús responde lleno de paz:

– Para cumplir el rito de penitencia.

Jamás, mi Señor. Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?

Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde:

– Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está en el mundo.

Juan lo mira con los ojos dulcificados por una lágrima y le precede hacia la orilla.

Allí Jesús se quita el manto, la túnica y la prenda interior quedándose con una especie de pantalón corto.

Luego baja al agua, donde ya está Juan, que lo bautiza vertiendo sobre su cabeza agua del río.

La cual tomada con una especie de taza que lleva colgada del cinturón y que a mí me parece como una concha o una media calabaza secada y vaciada.

Jesús es exactamente el Cordero.

Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la mansedumbre de la mirada.

Mientras Jesús remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración.

Juan lo señala ante las turbas y testifica que lo ha reconocido por el signo que el Espíritu de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor.

Pero yo estoy polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.

   

JESÚS EXPLICA A LA VIDENTE EL SENTIDO DEL BAUTISMO

Dice Jesús:

– Juan no tenía necesidad del signo para sí mismo.

Su espíritu, pre-santificado desde el vientre de su madre, poseía esa vista de inteligencia sobrenatural que habrían poseído todos los hombres sin la culpa de Adán.

Si el hombre hubiera permanecido en gracia, en inocencia, en fidelidad para con su Creador, habría visto a Dios a través de las apariencias externas.

En el Génesis se lee que el Señor Dios hablaba familiarmente con el hombre inocente y que éste no desfallecía ante aquella voz y no se equivocaba al discernirla.

Era destino del hombre ver y entender a Dios, justamente como un hijo con su padre.

Después vino la culpa, y el hombre ya no se ha atrevido a mirar a Dios, ya no ha sabido ni ver ni comprender a Dios.

Y cada vez lo sabe menos.

Pero Juan, mi primo Juan, quedó limpio de la culpa cuando la Llena de Gracia se inclinó amorosa a abrazar a Isabel, un tiempo estéril, entonces fecunda.

El pequeñuelo saltó de júbilo en su seno, sintiendo caérsele de su alma la escama de la culpa, como costra que cae de una llaga que sana.

El Espíritu Santo, que había hecho de María la Madre del Salvador, comenzó su obra de salvación, a través de María, vivo Sagrario de la Salvación encarnada, sobre este niño que había de nacer destinado a unirse a mí.

No tanto por la sangre, cuanto por la misión que hizo de nosotros como los labios que forman la palabra.

Juan los labios, Yo la Palabra.

Él el Precursor en el Evangelio y en la suerte del martirio; Yo, quien perfeccionaba, con mi divina perfección, el Evangelio comenzado por Juan y el martirio por la defensa de la Ley de Dios.

Juan no tenía necesidad de ningún signo.

Pero la cerrazón de los demás lo requería.

¿En qué habría fundado Juan su aserción, sino sobre una prueba innegable que los ojos y oídos de los tardos hubieran percibido?

Tampoco Yo tenía necesidad de bautismo.

Pero la sabiduría del Señor había juzgado que ése era el momento y el modo del encuentro.

E induciendo a Juan a salir de su cueva del desierto y a mí a salir de mi casa, nos unió en esa hora para abrir sobre mí los Cielos.

De donde habría de descender Él mismo, Paloma Divina, sobre aquel que bautizaría a los hombres con tal Paloma, y el anuncio, más potente que el angélico, porque provenía del Padre mío: “Éste es mi Hijo muy amado con quien me he complacido”.

Para que los hombres no tuvieran disculpas o dudas en seguirme o en no seguirme.

Fuentes:

¿Te gustó este artículo? Entra tu email para recibir nuestra Newsletter, es un servicio gratis:

Categories
FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES Movil

Visión del Nacimiento de Juan Bautista por María Valtorta

En “El Evangelio según como me lo han contado”, María Valtorta relata el viaje de María para ver a su prima Isabel, encinta de Juan el Bautista.

Allí cuenta sus visiones sobre el nacimiento de Juan, su circuncisión y su presentación en el Templo.

 

21 – LA LLEGADA DE MARÍA A HEBRÓN Y SU ENCUENTRO CON ISABEL

Me encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco¬umbrianos. La vegetación es tupida y bonita. Abunda el agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así como del hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.

María sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice:

-Este lugar es Hebrón». Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será «Hebrón» toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.

María está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado, que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres. No lo distingo bien porque — no sé si usted lo tiene presente — tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse. En la parte delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos. En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.

María se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.

María tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un muerto.

-Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además de sordo, está mudo. Los dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a Zacarías? ¿Es usted…?.

Aparece un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero… ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!

Nada más entrar, dice:
-Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores.

El viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz:
-¡Sara! ¡Sara!.

Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice:

-¡Ah… gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora, en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: «¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María… ! Si hubiera seguido hasta ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad. En el Templo todos la echan de menos y están tristes. La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras: «Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes». ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo».

En vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso — pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las cejas y por el color moreno de su cara —. Contrasta en modo extraño, con su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta que lleva. Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién llegada. Y María — cuyos movimientos son siempre moderados — esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.

Permanecen abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.

Pero Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con venerac
ión como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo:

-¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien separadas) ¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón. ¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente! ¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este tiempo! ¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob! ¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!.

María, con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama:

-El alma mía magnifica a su Señor – y continúa el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: «Ha socorrido a Israel, su siervo etc», recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

-Zacarías está llegando -dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando absorta -Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído. Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú; tú, llena de Gracia.

María se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.

Zacarías, con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada — todavía tiene la espuma — y unas pequeñas tortas.

Isabel da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también al sirviente — al que oigo llamar Samuel — para que lleve el baulillo de María a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con su huésped.

Entretanto, María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia, le dice:

-María también es madre. Regocíjate por su felicidad -Y no dice nada más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda silencio.

¡Dulce, dulcísima visión que me cancela el horror que me quedó al ver el suicidio de Judas!

Ayer por la tarde, antes del sopor, vi el llanto de María, inclinada hacia la piedra de la unción, sobre el cuerpo sin vida del Redentor. Estaba a su lado derecho, dando la espalda a la boca de la gruta sepulcral. La luz de las antorchas iluminaba su cara y me hacía ver su pobre rostro devastado por el dolor, lavado por el llanto. Cogía la mano de Jesús, la acariciaba, se la calentaba en sus mejillas, la besaba, extendía los dedos… besaba uno a uno estos dedos ya inmóviles. Luego acariciaba el rostro de Jesús, se inclinaba a besar la boca abierta, los ojos semicerrados, la frente herida. La luz rojiza de las antorchas daba un aspecto más vivo aún a las llagas de todo ese cuerpo torturado y hacía más verídica la crudeza del suplicio padecido y la realidad de su estar muerto.

Y así me quedé contemplando mientras permaneció lúcida mi inteligencia. Luego, despertada del sopor, he orado y me tranquilicé para dormir verdaderamente. Entonces me comenzó la visión que he descrito. Pero la Madre me dijo: «No te muevas. Únicamente mira. Mañana escribirás». Durante el sueño he vuelto a soñar todo. Me he despertado a las 6’30 y he vuelto a ver cuanto ya había visto despierta y en sueño. He escrito mientras veía. Luego ha venido usted (el sacerdote con quien ella consultaba y a quien daba los escritos) y le he podido preguntar si tenía que meter lo que sigue. Son pequeños cuadros separados que tratan del tiempo de permanencia de María en casa de Zacarías.

22 – LAS JORNADAS EN HEBRÓN. LOS FRUTOS DE LA CARIDAD DE MARÍA HACIA ISABEL

Veo a María cosiendo sentada en la sala de la planta baja. Parece que es por la mañana. Isabel va y viene, ocupándose de la casa. Cada vez que entra, se acerca a depositar una caricia en la rubia cabeza de María, más rubia aún ahora por el contraste con las paredes; más bien oscuras, y bajo el rayo del luminoso sol que entra por la puerta abierta que da al jardín.

Isabel se inclina a mirar el trabajo de María — es el bordado que tenía en Nazaret — y alaba su belleza.

-Tengo también lino para hilar -dice María.
-¿Para tu Niño?
-No. Lo tenía ya cuando todavía no pensaba que… -María no acaba la frase, pero yo entiendo: «… cuando todavía no pensaba que iba a ser Madre de Dios.
-Pero ahora tendrás que usarlo para Él. ¿Es bonito? ¿Es fino? Ya sabes que los niños necesitan una tela suavísima.
-Sí, lo sé.
-Yo había empezado… Tarde, porque quería estar segura de que no era un engaño del Maligno; a pesar de que… sentía en mí una alegría, tal, que, no, no podía provenir de Satanás. Luego… he sufrido mucho. Soy vieja, María, para encontrarme en este estado. «He sufrido mucho. Tú no sufres…
-Yo no. Nunca me he sentido tan bien.
-¡Ya! ¡Claro! En ti no hay mancha, si Dios te ha elegido para ser Madre suya. Por tanto, no estás sujeta a los sufrimientos de Eva. El Fruto concebido en ti es santo.
-Es como si tuviera un ala en el corazón y no un peso; es como llevar dentro todas las flores y todas las avecillas que cantan en primavera, y toda la miel y todo el sol… ¡Oh, me siento dichosa!.

-¡Bendita eres! Yo también, desde que te he visto, he dejado de sentir peso, cansancio y dolor. Me siento nueva, joven, liberada de las miserias de mi carne de mujer. Mi hijo saltó primero dichoso ante el sonido de tu voz, luego se tranquilizó gozoso. Y me parece como si lo llevase dentro en una cuna viva, y como si le viera dormir completamente satisfecho y dichoso, y respirar como un pajarito feliz bajo el ala de su madre… Ahora me voy a poner manos a la obra. No sentiré ya el peso. Veo poco, pero…
-¡Deja, Isabel! Me encargo yo de hilar y tejer para ti y para tu niño. Yo soy rápida y veo bien.
-Pero tendrás que ocuparte del tuyo….
-¡Bueno, hay tiempo de sobra!… Primero me ocuparé de ti, que ya vas a tener pronto al pequeñuelo; luego de mi Jesús.

Decirle lo dulce de la expresión y voz de María, decirle
cómo se adornaran sus ojos de un suave, dichoso llanto, cómo Ella sonríe al pronunciar este Nombre, mirando al cielo luminoso y azul, es superior a las posibilidades humanas. Parece como si el éxtasis la arrobara por el solo hecho de pronunciar «Jesús».

Isabel dice:
-¡Qué nombre más hermoso! ¡El Nombre del Hijo de Dios, Salvador nuestro!.
-¡Oh…, Isabel! -María revela una expresión tristísima y ha aferrado las manos que su parienta tenía cruzadas sobre el vientre abultado -Dime, tú que, cuando yo llegué, fuiste investida del Espíritu del Señor y que profetizaste lo que el mundo ignora. Dime, ¿qué tendrá que hacer para salvar al mundo mi Criatura? Los Profetas… ¡Oh!… ¡Los Profetas que hablan del Salvador!… Isaías… ¿recuerdas Isaías! «Él es el Varón de los dolores. Por sus moretones recibimos la salud. Él ha sido traspasado y está llagado por nuestras iniquidades… Plugo al Señor quebrantarlo con dolores… Tras la condena fue levantado…» ¿De qué elevación habla? Le llaman Cordero, y yo pienso… yo pienso en el cordero pascual, el cordero mosaico, y concateno esto con la serpiente que Moisés levantó en una cruz. ¡Isabel!… ¡Isabel! ¿Qué le harán a mi Criatura? ¿Qué tendrá que sufrir para salvar al mundo? -María se echa a llorar.

Isabel la quiere consolar diciendo:
-María, no llores. Es tu Hijo, pero también es Hijo de Dios. Dios se preocupará de su Hijo y de ti, que eres su Madre. Si bien es cierto que muchos lo tratarán cruelmente, también lo es que otros muchos lo amarán. ¡Muchos!… Por los siglos de los siglos. El mundo dirigirá su mirada al que de ti nacerá y, junto con El, te bendecirá a ti, que eres Manantial de redención. ¡La suerte de tu Hijo! Proclamado Rey de toda la creación. Piensa en esto, María. Rey, por haber rescatado toda la creación; como tal, será su Rey universal. Y también en la tierra, en el tiempo, será amado. El que nacerá de mí precederá al tuyo y lo amará. Se lo dijo el ángel a Zacarías. Él me lo escribió… ¡Qué dolor ver mudo a mi Zacarías! De todas formas, espero que cuando nazca el niño el padre sea liberado de este castigo. Pide tú por ello, tú que eres la Sede de la Potencia de Dios y la Causa de la alegría del mundo. Yo, para obtener esto, como puedo hago ofrenda de mi criatura al Señor, porque es suya, pues Él se la ha prestado a su sierva para proporcionarle la alegría de ser llamada «madre». Es el testimonio de cuanto Dios me ha hecho. Quiero que se llame Juan. ¿No es él, mi niño, acaso, una gracia? Y ¿no es Dios quien me la ha dado?.

-Y Dios — yo también estoy convencida de ello — te concederá esa gracia. Yo oraré… contigo.
-¡Siento tanto dolor viéndolo mudo!… -Isabel llora -Cuando escribe, pues ya no puede hablarme, es como si montes y mares estuvieran entre mí y mi Zacarías. Después de tantos años de dulces palabras, ahora sólo silencio de su boca… sobre todo ahora, que sería verdaderamente hermoso hablar del que ha de venir. Incluso yo misma evito hablar para no verlo cómo se fatiga respondiéndome con gestos. ¡He llorado tanto… ! ¡Cuánto te he echado de menos! El pueblo mira, chismorrea y critica. El mundo es así. Cuando se padece una pena o se tiene una alegría, tenemos necesidad de alguien capaz de comprender, no de criticar. Ahora es como si toda la vida fuera mejor. Estoy alegre desde que llegaste; siento que mi prueba pronto quedará superada y que pronto mi dicha será completa. Será así, ¿no es verdad? Yo me resigno a todo, pero… ¡si Dios perdonara a mi marido! ¡Oh, poder oírle orar de nuevo!…

María la acaricia y la anima, y le propone, para distraerla, salir un poco al soleado jardín.

Caminan bajo una pérgola bien cuidada, hasta una torrecilla rural, en cuyos agujeros hacen sus nidos las palomas.

María les echa comida sonriendo, pues se le han echado encima arrullando intensamente. Su revoloteo dibuja en torno a Ella círculos iridiscentes. Se le posan sobre la cabeza, sobre los hombros, en los brazos y en las manos, alargando los picos rosados para arrebatarle los granitos de la concavidad de las manos, picoteando con gracia los róseos labios de la Virgen, y los dientes, que le brillan con el sol. María saca de un saquito el blondo trigo, y ríe en medio de ese carrusel de avidez impetuosa.
-¡Cuánto te quieren! -dice Isabel -Pocos días llevas con nosotros y ya te quieren más que a mí, que las he cuidado siempre.

El paseo continúa hasta llegar a un recinto cerrado en el fondo del huerto. Hay unas veinte cabritas con sus cabritillos.
-¿Has vuelto del pasto? -pregunta María a un pastorcillo acariciándolo.
-Sí, porque mi padre me ha dicho: «Vete a casa, que dentro de poco va a llover y hay ovejas que pronto van a parir. Preocúpate de que tengan hierba seca y cama de paja preparada». Viene por allí -Y señala hacia más allá del bosque, de donde llega un trémulo balitar.

María acaricia a un cabritillo que se restriega en ella, rubio como un niño. Y ella e Isabel beben la leche recién ordeñada que el pastorcillo les ofrece.

Llegan las ovejas con un pastor hirsuto como un oso. Debe ser, no obstante, un buen hombre porque lleva sobre sus hombros una oveja quejumbrosa. La deja en el suelo despacio; explica que está para dar a luz un cordero, que no podía caminar sino con dificultad, que se la ha puesto sobre los hombros y que se ha dado una buena carrera para llegar a tiempo. Y el niño conduce al redil a la oveja, que va cojeando a causa de los dolores.

María se ha sentado en una piedra y juega con los cabritillos y los corderos, ofreciendo a sus rosados morritos flores de trébol. Un cabritillo blanco y negro le pone las patitas sobre un hombro y le olisquea los cabellos. «No es pan» dice María riendo. «Mañana te traigo una corteza. Ahora tranquilo».

También Isabel, ya sosegada, ríe.
«Veo a María hilando premurosamente bajo la pérgola en que la uva aumenta de volumen. Debe haber pasado ya un poco de tiempo, pues las manzanas comienzan a tomar color rojo en los árboles, y las abejas zumban cerca de las flores de la higuera ya formadas.

Isabel está verdaderamente gruesa y camina pesadamente. María la mira con atención y amor. También a María, que se ha levantado para recoger el huso, que se le ha caído lejos, se la ve más llena a la altura de los costados, y su expresión ha cambiado. Ahora es más madura. Antes era niña, ahora es mujer.

Está anocheciendo y las mujeres entran en casa; en la habitación se encienden las lámparas. En espera de la cena, María teje.
-¿No te cansa nunca? -pregunta Isabel señalando el telar.
-No, tenlo por seguro.
-A mí este calor me deja sin fuerzas. No he vuelto a tener dolores, pero ahora el peso es grande para mis riñones, que ya son viejos».
-¡Ánimo! Pronto serás liberada de ese peso. ¡Qué feliz te sentirás entonces! Yo ardo en deseos de ser madre. ¡Mi Niño, mi Jesús! ¿Cómo será?
-Tan guapo como tú, María.
-¡Oh, no! ¡Más guapo! Él es Dios, yo soy su sierva. Me refería a si será rubio o moreno, si tendrá los ojos como el cielo sereno o como los de los ciervos de las montañas. Yo me le imagino más hermoso que un querubín, de cabellos rizados y color oro; los ojos del color de nuestro mar de Galilea cuando las estrellas empiezan a asomarse al confín del cielo; una boquita pequeñina y roja como el corte de una granada apenas abierta por el sol que la madura; sus mejillas, un rosáceo como éste de esta pálida rosa; dos manitas que, de lo pequeñitas y lindas que serán, podrán estar dentro de la corola de una azucena; dos piececitos que podrían caberme en el hueco de la mano, más delicados y lisos que un pétalo de flor. Mira, yo pongo en la idea que me he hecho de El todo lo que de hermoso me sugiere la tierra. Ya oigo su voz. Cuando llore — un poco llorará por hambre
o por sueño mi Niño, y ello causará siempre un gran dolor a
su Mamá, que no podrá, no, no podrá oírle llorar sin sentirse traspasar el corazón cuando llore, su voz será como ese balido que ahora oímos, de corderito de pocas horas que está buscando la mama y el calor de la lana materna para dormir. En la risa, en esa risa que llenará de cielo mi corazón, enamorado de mi Criatura — puedo estar enamorada de Él porque es mi Dios, y amarle con amor de enamorada no es contravenir a mi consagrada virginidad —, en la risa, su voz será como el zurear jubiloso de este pichoncito, contento porque ha comido, satisfecho en el nido calentito. Pienso en Él dando sus primeros pasos… un pajarillo saltando en un prado florido. El prado será el corazón de su Mamá, que estará bajo sus piececitos de rosa con todo su amor para que no encuentre nada que le produzca dolor. ¡Cuánto le voy a querer a mi Niño, a mi Hijo! ¡Y también José lo amará!

-Sí, pero tendrás que decírselo también a José.
Se le nubla el rostro a María, que suspira.
-Tendré que decírselo… Yo habría querido que se lo dijera el Cielo, porque es muy difícil de decir.
-¿Quieres que se lo diga yo? Lo llamamos para la circuncisión de Juan…
-No. Mira, he dejado en manos de Dios la tarea de instruirle, y lo hará, acerca del feliz destino de nutricio del Hijo de Dios. El Espíritu me dijo aquella tarde: «Guarda silencio. Déjame a mí la tarea de justificarte». Y lo hará. Dios no miente nunca. Es una gran prueba, pero con la ayuda del Eterno será superada. De mi boca, ninguno, aparte de ti, a quien el Espíritu se lo ha revelado, debe saber lo que la benevolencia del Señor ha hecho a su sierva.
-He guardado silencio siempre, incluso con Zacarías, que hubiera exultado de gozo si lo hubiera sabido. Él cree que eres madre según la naturaleza.
-Sí, lo sé. Así lo he querido por prudencia. Los secretos de Dios son santos. El ángel del Señor no le ha revelado a Zacarías mi maternidad divina. Habría podido hacerlo, si Dios hubiese querido, porque Dios sabía que ya era inminente el momento de la Encarnación de su Verbo en mí. Pero Dios le ha tenido escondida esta luz de gozo a Zacarías, que no aceptaba, por considerarlo imposible, vuestra paternidad y maternidad tardías. Me he puesto en sintonía con la voluntad de Dios, y, ya ves, tú has sentido el secreto que vive en mí, y él no ha advertido nada. Hasta que no se desprenda el diafragma de su incredulidad ante la potencia de Dios, se verá separado de las luces sobrenaturales.
Isabel suspira y guarda silencio.

Entra Zacarías. Ofrece unos rollos a María. Es la hora de la oración de la cena. María reza en voz alta en vez de Zacarías. Luego se sientan a la mesa.
-Cuando te marches, ¡cómo echaremos de menos el no tener quien ore en lugar de nosotros! -dice Isabel mirando a su mudo.
-Tú rezarás para ese entonces, Zacarías -dice María.
Él menea la cabeza y escribe: «No podré volver a orar en representación de otros. Me he hecho indigno de ello desde que dudé de Dios». -Zacarías, tú rezarás. Dios perdona. El anciano se enjuga una lágrima y suspira. Terminada la cena, María vuelve al telar. -¡Vale ya! -dice Isabel -Es demasiado cansancio. -Está próxima la hora, Isabel. Quiero hacerle a tu niño un equipo digno del predecesor del Rey de la estirpe de David. Zacarías escribe: « ¿De quién nacerá Él, y dónde?». María responde: -Donde han dicho los Profetas, y de quien elija el Eterno. Todo lo que nuestro Señor altísimo hace está bien hecho.

Zacarías escribe: « ¡Entonces, en Belén! En Judea. Mujer, iremos a venerarlo. Tú también vendrás con José a Belén».
Y María, inclinando hacia su telar la cabeza, dice:
-Iré.
La visión cesa así.

Dice María:
-El primer acto de caridad para con el prójimo ha de ejercitarse con el prójimo. No veas en esto un juego de palabras. La caridad se tiene hacia Dios y hacia el prójimo. En la caridad hacia el prójimo está comprendida también la que tiene por objeto nosotros mismos. Pero, si nos amamos más que a los demás, ya no somos caritativos, somos egoístas. Incluso en las cosas lícitas debemos ser tan santos, que demos siempre prioridad a las necesidades de nuestro prójimo. Estad seguros, hijos, de que Dios completa la deficiencia de los generosos con medios de su potencia y bondad.

Esta certeza me impulsó a ir a Hebrón para ayudar en su estado a mi parienta. Pues bien, a este detalle mío de ayuda humana, Dios, dando sin medida como El hace, añadió un inesperado don de ayuda sobrenatural. Yo había ido para aportar ayuda material; Dios santificó mi recta intención haciendo, de la misma, santificación del fruto del vientre de Isabel y anulando, a través de esta santificación, por la cual el Bautista fue presantificado, el sufrimiento físico de esta madura hija de Eva que había concebido a una edad inusitada.

Isabel, mujer de fe intrépida y de confiado abandono a la voluntad de Dios, mereció comprender el misterio encerrado en mí. El Espíritu le habló a través de ese vuelco de su vientre. El Bautista pronunció su primer discurso de Anunciador del Verbo a través de los velos y los diafragmas de venas y de carne que lo separaban de su santa madre, y que a la vez la unían a ella.

No oculté mi condición de Madre del Señor a esta mujer que merecía saberlo, a quien además la Luz se había manifestado. Ocultarla habría sido negarle a Dios la alabanza que era justo darle, el sentimiento de alabanza que yo llevaba en mí y que, no pudiéndolo manifestar a nadie, lo manifestaba a la hierba, a las flores, a las estrellas, al sol, a los canoros pájaros, a las pacientes ovejas, a las aguas cantarinas y a la luz de oro que me besaba descendiendo del cielo. Pero, orar dos juntos es más dulce que decir uno solo su oración. Yo hubiera querido que el mundo entero hubiera conocido mi destino; no por mí, sino porque todos se hubiesen unido a mí para alabar a mi Señor.

La prudencia me prohibió revelarle a Zacarías la verdad. Habría significado ir más allá de la obra de Dios, y, si bien era cierto que yo era su Esposa y Madre, seguía siendo su Sierva y no debía — porque Él me había amado sin medida — permitirme colocarme en su lugar y sobrepasar un decreto suyo.

Isabel, en su santidad, comprendió y guardó silencio, porque el que es santo es siempre sumiso y humilde.

El don de Dios debe hacernos cada vez mejores. Cuanto más recibimos de Él, más debemos dar, porque cuanto más recibimos, más es signo de que Él está en nosotros y con nosotros, y cuanto más está en nosotros y con nosotros, más debemos esforzarnos en alcanzar su perfección.

Ello explica por qué yo, posponiendo mi labor, trabajé para Isabel. No me dejé llevar del miedo de la falta de tiempo. Dios es dueño del tiempo, y provee a las necesidades de quien en El espera, incluso en las cosas ordinarias. El egoísmo no acelera, retarda; la caridad no retarda, acelera: tenedlo siempre en cuenta.

¡Cuánta paz en la casa de Isabel! Si no hubiera tenido la preocupación de José y esa, esa, esa preocupación de que mi Niño era el Redentor del mundo, me habría sentido feliz. Pero ya la Cruz extendía su sombra sobre mi vida, ya me era sonido fúnebre la voz de los Profetas…

Yo me llamaba María. La amargura siempre se mezclaba con las dulzuras que Dios vertía en mi corazón, amargura que fue cada vez más en aumento, hasta la muerte de mi Hijo. Y, no obstante, cuando Dios nos destina a ser víctimas por su honor, ¡oh, qué dulce es ser trituradas en el molino, como el trigo, para hacer de nuestro dolor el pan que consolide a los débiles y los haga capaces de obtener el Cielo!

 

23 – NACIMIENTO DE JUAN EL BAUTISTA. TODO SUFRIMIENTO SE APLACA SOBRE EL SENO DE MARÍA

En medio de las cosas repugnantes que nos ofrece el mundo de ahora, baja del Cielo, y no sé cómo puede hacerlo,
dado que yo soy como una ramita seca a merced del viento en estos continuos choques contra la maldad humana, tan discordante con lo que vive en mí, baja del Cielo, digo, esta visión de paz.

Continúa la casa de Isabel. Es una hermosa tarde de verano, aún clara con un último sol, y de todas formas ya adornada en el cielo por un arco falcado de luna, que parece una coma de plata en una vasta tela azul intenso de fina seda.

Los rosales huelen fuertemente, y las abejas, gotas de oro zumbadoras, dan sus últimos vuelos en el aire quieto y caliente de la tarde. De los prados viene un gran olor de heno secado al sol, un olor casi de pan, de pan caliente, recién hecho. Quizás viene también de los muchos lienzos que están tendidos por todas partes para secarse y que ahora Sara está plegando.

María pasea dándole el brazo a su prima. Muy despacito van y vienen, bajo el emparrado semioscuro.

María está pendiente de todo y, a pesar de estar dedicada a Isabel, se da cuenta de que Sara está atareada en doblar un largo lienzo que ha quitado de un seto.

-Espérame aquí, sentada -le dice a su parienta; y va a ayudar a la anciana sirvienta, estirando la tela para alisarla, y doblándola con cuidado.
-Se siente todavía el sol, están calientes -dice sonriendo; y, para que se sienta contenta la mujer, añade:
-Esta tela después de tu blanqueo ha quedado más bonita que nunca. Nadie tiene tanta maña como tú -Sara se marcha toda contenta con su carga de fragantes telas.
María vuelve con Isabel y dice:
-Otros poquitos pasos. Te vendrán bien -Y, dado que Isabel está cansada y no le apetece moverse, le dice:
-Vamos sólo a ver si todas tus palomas están en sus nidos y si el agua de su pilón está limpia. Luego nos volvemos a casa.

Las palomas deben ser las predilectas de Isabel. Llegadas ante la rústica torrecilla donde ya se han recogido todas las palomas (las hembras están en los nidos; los machos, delante de éstos y no se mueven, pero en viendo a las dos mujeres las saludan con su arrullo), Isabel se emociona. La debilidad de su estado la vence y le produce temores que le hacen llorar. Se los manifiesta a su prima:

-Si yo muriese… ¡pobres palomitas mías! Tú no permanecerás aquí. Si te quedaras en mi casa, no me importaría morirme. He gozado de la máxima alegría que una mujer puede recibir, una alegría que ya me había resignado a no conocer nunca. Ni de la misma muerte puedo presentarle quejas al Señor, porque Él, ¡bendito sea!, me ha colmado de su benevolencia. Pero, está Zacarías… y estará el niño: uno, viejo, que se encontraría como perdido en un desierto sin su mujer; el otro, tan pequeñito, que sería como una flor destinada a morir helada, por no tener a su mamá. ¡Pobre niño, sin las caricias de su madre!…

-Pero, ¿por qué estás tan triste? Dios te ha dado la alegría de ser madre, y no te la va a quitar cuando llega a su plenitud. El pequeño Juan tendrá todos los besos de su mamá y Zacarías gozará de todos los cuidados de su fiel esposa hasta la más avanzada ancianidad. Sois dos ramas de un mismo árbol. No morirá uno dejando al otro solo.
-Tú eres buena y quieres consolarme, pero yo soy muy anciana para tener un hijo, y ahora que estoy para darlo a luz tengo miedo!
-¡Oh, no! ¡Está aquí Jesús! Donde está Jesús no se debe tener miedo. Mi Niño te quitó el dolor cuando era como un capullo recién formado; tú lo dijiste. Ahora, que cada vez va desarrollándose más y que vive ya como criatura mía; ahora, que siento palpitar su corazón en mi garganta y es como si tuviera posado en ella un pajarito de nido con un corazoncito de suave palpitar, alejará de ti todo peligro. Debes tener fe.
-La tengo. Pero, si yo muriese… no dejes a Zacarías inmediatamente. Sé que piensas en tu casa, pero, quédate un poco, para ayudarle a mi marido en el momento del primer dolor.
-Me quedaré, para complacerme en la alegría de ambos, y sólo te dejaré cuando estés fuerte y te sientas aliviada. Estate tranquila, Isabel; todo irá bien. En tu casa no faltará nada mientras dure tu dolor. Zacarías será servido por la más amorosa de las siervas, y tus flores y tus palomas estarán cuidadas y a unas y a otras las encontrarás avivadas y bonitas para recibir cálidamente a la dueña cuando vuelva. Regresemos a casa ahora, te estás poniendo pálida…
-Sí, me parece que tengo otra vez dolores. Quizás haya llegado la hora. María, ora por mí.
-Te sostendré con la oración hasta que tus dolores se transformen en gozo.

Y las dos mujeres entran despacio en la casa. Isabel se retira a sus habitaciones. María, hábil y previsora, da órdenes y prepara todo lo que puede necesitarse, y trata de confortar a Zacarías, que está preocupado.

En la casa que vela esta noche, con voces nuevas, de mujeres llamadas para ayudar, María está en pie, vigilante como un faro en una noche de tormenta. Toda la casa gravita sobre Ella, que, dulce y sonriente, provee a todo; y ora. Cuando no se le llama para esto o aquello, se recoge en oración. Está en la habitación en que se reunían siempre para las comidas y el trabajo.

Con Ella está Zacarías, paseando turbado. Ya han orado juntos. María luego ha seguido orando; incluso ahora, que el anciano, cansado, se ha sentado en su sillón junto a la mesa y se ha quedado en silencio, soñoliento. Cuando ve que está dormido del todo — la cabeza sobre los brazos cruzados apoyados en la mesa —, Ella se desata las sandalias para hacer menos ruido, y camina descalza; luego, con menos rumor del que puede hacer una mariposa volando por una habitación, coge el manto de Zacarías y se lo extiende encima al anciano con una suavidad tal, que éste continúa durmiendo bajo el calorcito de la lana protectora del fresco nocturno, que entra a ondas por la puerta, frecuentemente abierta. Luego sigue orando; cada vez con más intensidad; de rodillas, con los brazos levantados, cuando el quejido de Isabel, que sufre, se agudiza.

Sara entra y la llama con señas. María sale con sus pies descalzos al jardín.
-La señora la llama -dice.
-Voy.
María va por el lado externo de la casa, sube la escalera… Parece un ángel blanco moviéndose en la noche quieta llena de astros. Entra en la habitación de Isabel.
-¡Oh! ¡María! ¡María! ¡Cuánto dolor! ¡No puedo más, María! ¡Cuánto dolor hay que padecer para ser madre!.
María la acaricia con amor y la besa.
-¡María! ¡María! ¡Deja que ponga mis manos sobre tu vientre!.

María coge esas dos manos rugosas e hinchadas, las pone sobre su abdomen ya algo abultado y las mantiene apretadas con sus manitas lisas y gráciles. Y ahora, que están las dos solas, habla en tono suave y dice:
-Jesús está aquí, oyéndote y viéndote. Ten confianza, Isabel. Su corazón santo late con más fuerza, porque está actuando para bien tuyo. Lo siento latir como si lo tuviera entre una mano y otra. Yo entiendo las palabras de mi Niño hechas de latidos. Ahora me está diciendo: «Dile a la mujer que no tema. Todavía un poco de dolor. Luego, con el primer sol, entre las tantas rosas que esperan ese rayo matutino para abrir sus pétalos sobre su tallo, su casa tendrá la rosa más bonita, Juan, mi Precursor».

Isabel apoya también la cara en el vientre de María y llora silenciosamente. María está un tiempo así, pues parece que el dolor va pasando a una fase de relajación reparadora. Luego indica a todos que estén tranquilos. Ella permanece en pie, blanca y hermosa bajo el tenue claror de una lámpara de aceite, como un ángel al lado de quien sufre.
Ora. La veo mover los labios. De todas formas, aun cuando no se los viese mover, comprendería que está orando por la expresión arrobada del rostro.

El tiempo pasa. Le vuelve el dolor a Isabel. María la besa de nuevo y se retira. Baja rápida a la luz de la luna y corre a ver si el anciano duerme todavía. Duerme, gimiendo en el sue?
?o. María hace un gesto de piedad. Se pone de nuevo a orar.

Pasa el tiempo. El anciano sale bruscamente de su sueño y levanta su rostro, confuso, como de quien no recordase bien por qué estaba ahí. Luego recuerda, hace un gesto y profiere una exclamación gutural, y escribe: «¿No ha nacido todavía?». María indica que no, y Zacarías: «¡Cuánto dolor! ¡Pobre esposa mía! ¿Lo logrará sin morir a cambio?».

María coge la mano del anciano tratando de infundirle ánimo:
-Para el alba, dentro de poco, el niño ya habrá nacido. Todo irá bien. Isabel es fuerte. ¡Qué bonito va a ser este día — pues está cercana la aurora — en que tu niño va a ver la luz! ¡El más bello de tu vida! Grandes gracias te tiene reservadas el Señor, y tu hijo es su anunciador.
Zacarías menea tristemente la cabeza y señala a su boca muda. Quisiera decir muchas cosas, pero no puede.

María se da cuenta de ello y responde:
-El Señor hará completa tu alegría. Cree en Él completamente, espera infinitamente, ama totalmente. El Altísimo te escuchará más de lo que pudieras esperar. Él quiere esta fe tuya total como purificación de tu pasada desconfianza. Di en tu corazón conmigo: «Creo». Dilo a cada uno de los latidos de tu corazón. Los tesoros de Dios se abren para quien cree en Él y en su poderosa bondad.

La puerta está entornada y la luz comienza a penetrar por ella. María la abre. El alba ha puesto toda blanca la tierra aljofarada de rocío. Se percibe un fuerte olor de tierra húmeda y hierba, y los primeros silbos de pájaros se llaman de rama a rama.

El anciano y María salen a la puerta. Están pálidos por la noche pasada en vela; la luz del alba los pone aún más pálidos. María calza de nuevo sus sandalias y va al pie de la escalera, atenta a ver si se oye algo. Una mujer se asoma, María hace unos gestos y vuelve. Todavía nada.

Luego va a una habitación y regresa con leche caliente. Se la da a beber al anciano. Después va donde las palomas, y desaparece de nuevo en esa habitación; quizás es la cocina. Se mueve aquí y allá, está atenta a todo. Se la ve tan ágil y tan serena, que parece como si hubiera dormido el mejor de los sueños.

Zacarías pasea arriba y abajo nerviosamente por el jardín. María lo mira con piedad. Luego entra otra vez en la misma habitación y, arrodillada junto a su telar, ora intensamente, pues la queja de la sufriente se hace más aguda. Se curva hasta el suelo para suplicarle al Eterno. Zacarías vuelve, entra y la ve postrada en ese modo; el pobre anciano llora. María se alza y le coge de la mano. Es mucho más joven que él, pero parece Ella la madre de esa vejez desolada sobre la que extiende sus consuelos.

Permanecen así, el uno al lado del otro, bajo este sol que pone rosáceo el aire de la mañana. Estando así, llega a sus oídos el jubiloso anuncio:
-¡Ha nacido! ¡Ha nacido! ¡Un niño! ¡Oh, padre dichoso! ¡Un niño lozano como una rosa, bonito como el Sol, fuerte y bueno como la madre! ¡Alégrate, padre bendecido por el Señor, que te ha dado un hijo para que lo ofrezcas a su Templo! ¡Gloria a Dios, que ha concedido posteridad a esta casa! ¡Benditos seáis tú y el hijo que te ha nacido! ¡Que su linaje perpetúe tu nombre por los siglos de los siglos, generación tras generación, y permanezca siempre en alianza con el Señor eterno!

María, llorando de alegría, bendice al Señor. Luego, los dos acogen al pequeñuelo, que le ha sido traído al padre para que lo bendiga. Zacarías no va con Isabel; coge al niño, que grita como un desesperado. Pero no va donde su esposa.

María sí que va, llevando amorosa al pequeñuelo, el cual se ha quedado callado nada más que María lo ha cogido en brazos. La comadre, que va tras Ella, se percata de este hecho.
-Mujer — dice a Isabel — tu hijo se ha callado enseguida, cuando ella lo ha cogido en sus brazos. ¡Mira qué tranquilo duerme; y bien sabe el Cielo lo inquieto y fuerte que es! ¡Mira, ahora parece un pichoncito!

María deposita a la criatura junto a la madre y acaricia a Isabel, poniendo en orden su pelo gris.
-La rosa ha nacido — le dice con voz suave — y tú vives. Zacarías está dichoso. -¿Habla?
-Todavía no. Pero, espera en el Señor. Ahora descansa. Yo estoy contigo.
Dice María:
-Mi presencia había santificado al Bautista, pero no había cancelado a Isabel la condena proveniente de Eva. «Darás a luz con dolor» había dicho el Eterno.

Sólo yo, sin mancha y sin haber tenido unión matrimonial humana, quedé exenta de engendrar con dolor. La tristeza y el dolor son los frutos de la culpa. Yo, que era la Inculpable, tuve que conocer también el dolor y la tristeza, porque era la Corredentora. Pero no conocí el tormento del generar; no, este tormento no lo conocí.

Y, no obstante, créeme, hija, no hubo, ni habrá jamás tormento puerperal semejante al mío de Mártir de una Maternidad espiritual cumplida en el más duro lecho, el de mi cruz, al pie del patíbulo del Hijo que se me moría. ¿Qué madre se verá obligada a generar de esa manera? ¿Qué madre se verá obligada a amalgamar el suplicio del desgarro de sus entrañas por los estertores de su Hijo moribundo, con el suplicio de sentírsele retorcer las entrañas al tener que superar el horror de deber decir: «Os amo; venid a mí, que soy Madre vuestra» a los que estaban matando a ese Hijo nacido del más sublime amor que jamás haya visto el Cielo, del amor de un Dios con una virgen, del beso de Fuego, del abrazo de Luz, que se hicieron Carne, y que del vientre de una mujer hicieron el Tabernáculo de Dios?

-¡Cuánto dolor para ser madre! -dice Isabel. -¡Mucho! Sí, pero insignificante, comparado con el mío.
-Déjame poner las manos en tu vientre». ¡Ah, si cuando sufrís me pidierais siempre esto!

Yo soy la eterna Portadora de Jesús. Él está dentro de mi pecho, como tú lo viste el año pasado, cual Hostia en el ostensorio. Quien a mí viene, a Él lo encuentra; quien en mí se apoya, a Él lo toca; quien a mi se dirige, con Él habla. Yo soy su vestidura. Él es el alma mía. Mi Hijo está ahora más unido a mí que durante los nueve meses de gestación. A quien a mí viene y apoya su cabeza en mi regazo, todo dolor se le adormece, toda esperanza le florece, toda gracia le fluye.

Yo oro por vosotros. Recordadlo. La beatitud de estar en el Cielo, viviendo en el esplendor de Dios, no me distrae de mis hijos que padecen en la tierra. Yo oro. Todo el Cielo ora porque el Cielo ama. El Cielo es caridad que vive, y la Caridad tiene piedad de vosotros. Pero, aunque sólo estuviera yo, habría suficiente oración para cubrir las necesidades de quien espera en Dios. Porque no ceso de orar por todos vosotros, santos y malvados, para dar: a los santos, la alegría; a los malvados, el salvífico arrepentimiento.
Venid, venid, hijos de mi dolor. Os espero al pie de la Cruz para distribuir gracias.

 

24 – LA CIRCUNCISIÓN DE JUAN EL BAUTISTA. MARÍA ES FUENTE DE GRACIA PARA QUIEN ACOGE LA LUZ

Veo ambiente de fiesta en la casa. Es el día de la circuncisión.
María se ha preocupado de que todo esté lindo y en orden. Las habitaciones resplandecen de luz. Lucen por todas partes los más bellos paños, los más bellos atavíos. Hay mucha gente. María se mueve ágil entre los grupos, toda hermosa con su más bonito vestido blanco.
Isabel, reverenciada como una matrona, goza feliz su fiesta. El niño está en su regazo, saciado ya de leche.

Llega la hora de la circuncisión.
-Zacarías le llamaremos. Tú eres anciano. Justo sería ponerle tu nombre al niño -dicen unos hombres.
-¡De ninguna manera! -exclama la madre -Su nombre es Juan. Su nombre debe dar testimonio de la potencia de Dios.
-¿Pero se puede saber cuándo ha habido un Juan en nuestra parentela?.
-No importa. Tiene que llamarse Jua
n.
-¿Tú qué dices, Zacarías? ¿Quieres tu nombre, no es verdad?.

Zacarías dice que no, con gestos. Coge una tablilla y escribe: «Su nombre es Juan», y, nada más terminar de escribir, añade, ya su liberada lengua: «porque Dios nos ha hecho objeto de una gran gracia, a mí, su padre, y a su madre, como también a este nuevo siervo suyo, el cual consumirá su vida en aras de la gloria del Señor y será llamado grande por los siglos y ante los ojos de Dios, porque pasará convirtiendo a los corazones al Señor altísimo. Lo dijo el ángel y yo no lo creí. Mas ahora creo y entra la Luz en mí. La Luz está entre nosotros y vosotros no la veis. Su destino es el de no ser vista, pues el espíritu de los hombres está lleno de estorbos, y además es perezoso. Pero mi hijo sí que la verá y hablará de Ella y hará que a Ella se vuelvan los corazones de los justos de Israel. ¡Bienaventurados los que crean en Ella y crean siempre en la Palabra del Señor! Y bendito seas Tú, Señor eterno, Dios de Israel, porque has visitado y redimido a tu pueblo, suscitando en él un poderoso Salvador en la casa de su siervo David. Como prometiste por boca de los santos Profetas, ya desde los tiempos antiguos: librarnos de nuestros enemigos y de las manos de los que nos odian, para ejercitar tu misericordia hacia nuestros padres y mostrar que te acuerdas de tu santa alianza. Este es el juramento que hiciste a Abraham, nuestro padre: concedernos que, sin temor, de las manos de nuestros enemigos libres, te sirviéramos con santidad y justicia en presencia tuya toda la vida»

Los presentes se quedan estupefactos, tanto del nombre como del milagro, como de las palabras de Zacarías.

Isabel, que al oír la primera palabra de Zacarías ha gritado de alegría, ahora está llorando abrazada a María, que la acaricia contenta.

No veo la circuncisión. Veo sólo que traen a Juan y que chilla desesperado. No le calma ni siquiera la leche de su mamá. Tira patadas como un potrillo. Pero María le toma en sus brazos y le acuna, y él se calla y se queda tranquilo.
-¡Fijáos!-dice Sara -¡sólo se calla cuando le coge en brazo ella!.
La gente se va marchando lentamente. En la habitación se quedan únicamente María, con el pequeñín en sus brazos, e Isabel, dichosa.

Entra Zacarías y cierra la puerta. Mira a María con lágrimas en los ojos. Hace ademán de hablar. Guarda silencio. Continúa adelante. Se arrodilla ante María y le dice:
-Bendice al mísero siervo del Señor. Bendícelo. Tú puedes hacerlo, tú que lo llevas en tu seno. La palabra de Dios me ha hablado cuando he reconocido mi error, cuando he creído en todo cuanto me había sido dicho. Yo te veo a ti y veo tu destino feliz. Adoro en ti al Dios de Jacob. Tú, mi primer Templo, donde el sacerdote, regresado, puede de nuevo orar al Eterno. Bendita tú, que has obtenido gracia para el mundo y le traes el Salvador. Perdona a tu siervo si no ha visto antes tu majestad. Con tu venida nos has traído todas las gracias. En efecto, doquiera que vas, ¡oh Llena de Gracia!, Dios obra sus prodigios; santas son las paredes en que tú entras, santos se hacen los oídos que oyen tu voz y la carne que tú tocas, santos los corazones, porque tú confieres Gracia, Madre del Altísimo, Virgen profetizada y esperada para darle al pueblo de Dios el Salvador.

María sonríe, encendida de humildad, y habla:
-Gloria al Señor, a Él sólo. De Él y no de mí viene toda gracia, y Él te la dona para que lo ames y sirvas con perfección en los años que te quedan, para merecer su Reino, que será abierto por mi Hijo a los Patriarcas, a los Profetas, a los justos del Señor. Y tú, ahora que puedes orar ante el Santo, ora por la sierva del Altísimo; que, si ser Madre del Hijo de Dios es destino dichoso, ser Madre del Redentor debe ser destino de atroz sufrimiento. Ora por mí, que hora a hora siento crecer mi peso de dolor, y durante toda una vida tendré que llevarlo; no lo veo en sus detalles particulares, pero sí siento que será un peso mayor que si sobre estos hombros míos de mujer se posase el mundo y tuviera que ofrecérsele al Cielo. ¡Yo, yo sola, una pobre mujer!
¡Mi Niño! ¡El Hijo mío! El tuyo no llora si yo le acuno; pero, ¿voy a poder acunar yo al mío para calmarle el dolor?… Ora por mí, sacerdote de Dios. Mi corazón tiembla como una flor en medio de un temporal. Miro a los hombres y los amo, pero detrás de sus rostros veo aparecer al Enemigo, y veo cómo los hace enemigos de Dios, de Jesús, de mi Hijo…
Y la visión cesa con la palidez de María y esas lágrimas suyas que hacen luciente su mirada.

Dice María:
-A quien reconoce su error arrepintiéndose y acusándose con humildad y corazón sincero, Dios lo perdona; no sólo lo perdona, sino que lo recompensa. ¡Oh, qué bueno es mi Señor con los humildes y sinceros, con los que creen en Él y en Él se abandonan!

Arrojad de vuestro espíritu todo lo que lo traba y lo hace perezoso. Disponedlo para que acoja la Luz, que es, cual faro en las tinieblas, guía y santo conforto.

¡Amistad con Dios, beatitud de sus fieles, riqueza no igualada por nada, quien te posee nunca está solo ni siente la amargura de la desesperación! No anulas el dolor, santa amistad, porque el dolor fue destino de un Dios encarnado y puede ser destino del hombre; eso sí, lo haces dulce en su amargura, y añades una luz y una caricia que, cuales celestes toques, alivian la cruz.

Y, cuando la Bondad divina os dé una gracia, usad el bien recibido para dar gloria a Dios. No seáis como esos insensatos que de un objeto bueno se hacen un arma dañosa, o como los derrochadores que de la abundancia acaban haciendo miseria.

Me causáis demasiado dolor, hijos tras cuyos rostros veo aparecer al Enemigo, a aquel que arremete contra mi Jesús. ¡Demasiado dolor! Yo quisiera ser para todos el Manantial de la Gracia, pero hay demasiados entre vosotros que no quieren la Gracia. Pedís «gracias», pero con el alma privada de Gracia. ¿Cómo podrá la Gracia socorreros si sois enemigos suyos?

El gran misterio del Viernes Santo se aproxima. Todo en los templos lo recuerda y lo celebra. Pero es necesario que lo celebréis y lo recordéis en vuestros corazones, y que os deis golpes de pecho, como los que bajaban del Gólgota, y que digáis: «Este es realmente el Hijo de Dios, el Salvador», y que digáis: ‘Jesús, por tu Nombre, sálvanos», y que digáis: «Padre, perdónanos», y, en fin, es necesario decir: «Señor, yo no soy digno; pero, si Tú me perdonas y vienes a mí, mi alma quedará curada. Yo no quiero, no, no quiero pecar ya más, para no volver a enfermarme y para no ser de nuevo detestado por ti».

Orad, hijos, con las palabras de mi Hijo. Decidle al Padre por vuestros enemigos: «Padre, perdónalos». Invocad al Padre, que se ha apartado indignado por vuestros errores: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado? Yo soy pecador, pero, si me abandonas, moriré. Vuelve, Padre santo, que yo me salve». Poned vuestro eterno bien, vuestro espíritu, en manos del Único que lo puede conservar ileso del demonio: «Padre, en tus manos dejo mi espíritu». Si humilde y amorosamente cedéis vuestro espíritu a Dios, El ciertamente le guiará como hace un padre con su pequeñuelo; no permitirá que nada dañe vuestro espíritu.

Jesús, en sus agonías, oró para enseñaros a orar. Os lo recuerdo en estos días de Pasión.
Y tú, María, (se dirige la Virgen a María Valtorta) tú que ves mi gozo de Madre y te extasías con ello, piensa y recuerda que he poseído a Dios a través de un dolor progresivamente más intenso, que bajó a mí con la Semilla de Dios y, cual árbol gigante, fue creciendo hasta tocar el Cielo con su copa y el Infierno con sus raíces, cuando recibí en mi regazo el despojo exánime de la Carne de mi carne, y vi y conté sus laceraciones, y toqué su Corazón desgarrado, para apurar aquél hasta su última gota.

 

25 – PRESENTACIÓN DE JUAN EL BAUTISTA EN EL TEMPLO. Y PARTIDA DE MARÍA. LA PASIÓN DE JOSÉ

Zacarías, Isabel, María (ésta con el pequeño Juan en brazos) y Samuel (con un cordero y una cesta con la paloma) están bajando de un cómodo carro, al que viene atado el burrito de María. Se apean delante de la caballeriza de costumbre — que debe ser la etapa de todos los peregrinos que vienen al Templo — para dejar sus cabalgaduras.

María llama a un hombre de baja estatura, el dueño de la caballeriza, y le pregunta si durante el día precedente o en las primeras horas de la mañana ha llegado algún nazareno.
-Ninguno, mujer -contesta el viejecillo.
María se queda extrañada, pero no dice nada más.
Le encarga a Samuel que le busque un puesto al burro. Luego alcanza a los dos ancianos padres y refiere el retardo de José:
-Algo le habrá entretenido, pero seguro que viene hoy.
Vuelve a coger al niño — se lo había dejado a Isabel — y se encaminan hacia el Templo.

Los hombres que están de guardia le reciben a Zacarías con honor, y los otros sacerdotes lo saludan y felicitan. Zacarías, hoy, con sus vestiduras sacerdotales y la alegría del padre que se siente feliz, está guapísimo. Parece un patriarca. Creo que Abraham debía asemejarse a él cuando jubilaba por ofrecer a Isaac al Señor.

Veo la ceremonia de la presentación del nuevo israelita y la purificación de la madre. Es todavía más pomposa que la de María, porque por el hijo de un sacerdote los sacerdotes hacen mucha fiesta. Acuden en masa y se ponen manos a la obra diligentes en torno al grupito de las mujeres y del recién nacido.

También otras personas se han acercado curiosas. Oigo los comentarios. Dado que María lleva en brazos al pequeñuelo mientras se dirigen al lugar establecido, la gente cree que es la madre.

Pero una mujer dice:
-No puede ser. ¿No veis que está encinta? El niño no tiene más de unos pocos días y Ella está ya abultada.
-Ya… pero-dice otro -sólo puede ser Ella la madre. La otra es vieja. Será una parienta. No puede ser madre a esa edad.
-Vamos detrás de ellos y así vemos quién tiene razón.
Bien grande viene a ser el asombro cuando se ve que la que cumple el rito de la purificación es Isabel, que ofrece su corderillo balante para el holocausto y su paloma por el pecado.
-La madre es aquélla. ¿Has visto?
-¡No!.
-Sí.

La gente, incrédula, sigue cuchicheando. Cuchichean tanto, que el grupo sacerdotal que está presente en el rito se ve obligado a emitir un « ¡Chsss!» imperativo. La gente se calla un momento, pero musita aún más fuerte cuando Isabel, radiante de santo orgullo, toma al niño y se adentra en el Templo para presentarlo al Señor.
-Es ella realmente.
-Es siempre la madre quien lo ofrece.
-Y entonces, ¿qué milagro es éste?».
-¿Qué será ese niño concedido en edad tan tardía a esa mujer?
-¿Qué signo es éste?
-¿No sabéis — dice uno que en ese momento llega jadeante — que es hijo del sacerdote Zacarías, de la estirpe de Aarón, aquel que quedó mudo estando ofreciendo el incienso en el Santuario?
-¡Misterio! ¡Misterio! ¡Y ahora ya puede hablar otra vez! El nacimiento del hijo le ha soltado la lengua.
-¿Qué espíritu será el que le habló y le incapacitó la lengua para acostumbrarlo al silencio sobre los secretos de Dios?
-¡Misterio! ¿Qué verdad será la que conoce Zacarías?
-¿No será que su hijo es el Mesías esperado por Israel?
-Ha nacido en Judea, no en Belén, ni de una virgen. No puede ser Mesías.
-¿Y entonces quién?

Mas la respuesta queda en los silencios de Dios y la gente se queda con su curiosidad.
Cumplido el ceremonial, los sacerdotes ahora también agasajan a la madre y al pequeñuelo; la única que pasa poco observada es María; es más, incluso la evitan casi con repulsión cuando se dan cuenta del estado suyo.

Terminadas todas las felicitaciones, la mayor parte vuelve a la calle. María quiere pasar de nuevo por la caballeriza para ver si ya ha llegado José… No ha llegado. Y se queda desilusionada y pensativa.
Isabel se preocupa por Ella.
-Hasta la hora sexta podemos estar aquí, pero luego tenemos que irnos para llegar a casa antes de la primera vigilia… es todavía demasiado pequeño para estar más tiempo de noche.
Y María, tranquila y triste, dice:
-Me quedaré en un patio del Templo, iré donde mis maestras… No sé. Algo haré.
Zacarías interviene con una propuesta que enseguida aceptan como una buena resolución.
-Vamos a casa de los familiares de Zebedeo. José, sin duda, te buscará allí, y, si él no fuera allí, te será fácil encontrar a alguien que te acompañe hacia Galilea, porque en esa casa hay un continuo ir y venir de pescadores de Genesaret.

Toman el borriquillo y van a donde estos parientes de Zebedeo, los cuales son los mismos de la casa en que se detuvieron José y María cuatro meses antes.
Las horas pasan deprisa y José no aparece. María domina su contrariedad acunando al niño; pero se la ve pensativa. Como para esconder su estado, no se ha quitado nunca el manto, a pesar de que el intenso calor les hace sudar a todos.
Por fin se oye llamar fuerte a la puerta. Es el anuncio de la llegada de José. El rostro de María resplandece sosegado.

José la saluda, porque Ella se ha presentado antes y le ha saludado con reverencia:
-¡La bendición de Dios sea contigo, María!
-Y contigo, José. ¡Alabado sea el Señor porque has venido! Zacarías e Isabel iban a marcharse ya para estar en casa antes de que fuera de noche.
-Tu mensajero llegó a Nazaret estando yo en Cana para unos trabajos. Lo supe anteayer por la tarde. Me puse en marcha enseguida. Pero, por mucho que haya venido sin detenerme, he llegado tarde, porque había perdido una herradura el burro. ¡Perdona!.
-¡Perdona tú, por haber estado tanto tiempo lejos de Nazaret! La verdad es que se sentían tan felices de tenerme con ellos, que pensé darles hasta ahora esta satisfacción.
-Has hecho bien, Mujer. ¿Dónde está el niño?

Entran en la habitación donde Isabel está dando de mamar a Juan, antes de marcharse. José felicita a los padres por la fortaleza del niño, que ha sido separado del pecho para mostrárselo a José, y que chilla y patalea como si le estuvieran despellejando. Ante esta protesta, todos se echan a reír. También ríen los parientes de Zebedeo, y se unen a la conversación. Habían venido trayendo fruta fresca, leche y pan para todos, y una gran bandeja de pescado.

María habla muy poco. Está tranquila y silenciosa, sentada en su rinconcito, con las manos bajo su manto sobre el regazo. Habla poco y se mueve poco, incluso cuando bebe una taza de leche, y al comer un racimo de uvas doradas con un poco de pan. Mira a José apenada y escrutadora al mismo tiempo.

También él la mira. Pasado un rato, inclinándose hacia su hombro, le pregunta:
-¿Estás cansada? ¿Te duele algo? Estás pálida y triste.
-Me duele separarme de Juanín. Lo quiero. Le he tenido sobre mi corazón desde pocos momentos después de nacer…
José no pregunta nada más.

Ha llegado la hora de la partida de Zacarías. El carro se para delante de la puerta. Todos se acercan. Las dos primas se abrazan con amor. María besa una y otra vez al pequeñuelo antes de depositarlo sobre el regazo de su madre, que ya está sentada en el carro. Luego saluda a Zacarías y le pide su bendición. Al arrodillarse delante del sacerdote, el manto se le desliza de los hombros y las formas le aparecen en la luz intensa de la tarde estival. No sé si José las percibe en este momento en que está ocupado en saludar a Isabel. El carro se pone en movimiento.

José con María entran de nuevo en casa. Ella vuelve a su sitio del rincón semioscuro.
-Si no te importa viajar de noche, yo propondría
salir con la puesta del Sol. El calor, durante el día, es fuerte; la noche, en cambio, estará fresca y serena. Lo digo por ti, para que no cojas demasiado sol. Para mí no es nada el estar bajo el sol intenso, pero tú…
-Como quieras, José. Yo también veo conveniente caminar de noche.
-La casa — dice José — está toda en orden, como también el huertecillo. ¡Vas a ver qué flores más bonitas! Vas a llegar a tiempo de verlas florecer todas. El manzano, la higuera y la vid están repletos de frutos como nunca lo han estado; y he tenido que apuntalar el granado, pues sus ramas están cargadísimas de frutos, maduros ya como jamás se vio en esta época. Y el olivo… Dispondrás de aceite en abundancia. Ha tenido una florescencia milagrosa y no se ha perdido ni una flor. Todas son ya pequeñas aceitunas. Cuando estén maduras, el árbol parecerá lleno de oscuras perlas. Tan bonito como tu huerto no hay ningún otro en Nazaret. La familia está asombrada. Alfeo dice que se trata de un prodigio.
-Obra de tus cuidados».
-¡Oh, no! ¡Yo soy sólo un pobre hombre! ¿Qué he hecho yo realmente? Cuidar un poco los árboles, echar un poco de agua a las flores… Mira, te he hecho una fuente donde acaba el huerto, al lado de la gruta, y he dispuesto allí un pilón. Así no tendrás que salir para coger agua. La he traído de ese manantial que está encima del olivar de Matías. Es pura y abundante. Te he hecho llegar un pequeño regato. He construido un canalillo bien tapado, y ahora llega y canta como un arpa. Me dolía el que tuvieras que ir a la fuente del pueblo y volver cargada con las ánforas llenas de agua.
-Gracias José. ¡Tú eres bueno!

Los dos esposos guardan silencio ahora, como cansados. José incluso se queda transpuesto. María ora. Cae la tarde.
Los huéspedes insisten en que antes de ponerse en camino coman otra vez. José come pan y pescado; María, sólo fruta y leche.

Luego se inicia la marcha. Montan sus burritos. José ha atado sobre su asno, como cuando venían, el baulillo de María, y, antes de que Ella monte en el borriquillo, comprueba que la albardilla esté bien segura. Veo que José observa a María cuando se monta, pero no dice nada.

Bajo las primeras estrellas que empiezan a latir en el cielo, comienza el viaje. Se apresuran, quizás para llegar a las puertas ante de que las cierren. Al salir de Jerusalén y coger la vía de Galilea, ya el cielo sereno está repleto de estrellas y hay un gran silencio en el campo. Sólo se oye el canto de algún ruiseñor y el choque de las pezuñas de los dos borriquillos contra el terreno duro de la vía abrasada por el verano.

-Dice María:
-Es la víspera de Jueves Santo. A algunos les parecerá que la visión está fuera de lugar. Y, sin embargo, tu dolor de amante de mi Jesús Crucificado está en tu corazón, y permanece aunque se presente una dulce visión. Ésta es como el calorcillo producido por una llama: por una parte, fuego todavía; por otra, ya no. El fuego es la llama, no su calor, que no es sino una derivación de ella. Ninguna visión beatífica o pacífica podrá quitar de tu corazón ese dolor. Considéralo más valioso que tu misma vida, porque es el don mayor que Dios puede conceder a quien cree en su Hijo. Además, mi visión, dentro de su paz, no desentona con las solemnidades de esta semana.

Mi José sufrió también su Pasión, que comenzó en Jerusalén cuando notó mi estado; y duró algunos días, como en el caso de Jesús y mío. No fue, espiritualmente, poco dolorosa. Sólo fue la santidad de mi justo esposo lo que la contuvo, y en tal modo, tan digno y secreto, que ha pasado los siglos siendo poco notada.

¡Oh, nuestra primera Pasión! ¿Quién podrá referir su íntima y silenciosa intensidad, y mi dolor al constatar que aún no me había llegado del Cielo la ayuda que esperaba, de revelarle a José el Misterio?

Comprendí que lo ignoraba al verlo conmigo con la misma actitud respetuosa que de costumbre. Si él hubiera sabido que llevaba en mí al Verbo de Dios, habría adorado a ese Verbo cerrado en mi seno con actos de veneración propios de Dios. Sí, José habría realizado esos actos, y yo no habría rehusado recibirlos, no por mí, sino por Aquel que estaba en mí y que yo llevaba, de la misma forma que el Arca de la alianza llevaba el código de piedra y los vasos de maná.

¿Quién podrá describir mi batalla contra el desánimo que pretendía subyugarme para persuadirme de que había esperado en vano en el Señor? ¡Oh, creo que fue la rabia de Satanás! Sentí surgirme la duda a las espaldas, y sentí cómo alargaba ésta sus gélidas zarpas para aprisionarme el alma y detener su oración. La duda… tan peligrosa, letal para el espíritu. Letal, porque es el primer elemento agente de la enfermedad mortal que tiene por nombre «desesperación»; contra él se debe reaccionar con todas las fuerzas, para no perecer en el alma y perder a Dios.

¿Quién podrá exponer con exacta verdad el dolor de José, sus pensamientos, la turbación de sus sentimientos? Él se encontraba, cual barquichuela en medio de una gran tempestad, en un remolino de ideas contrapuestas, en un torbellino de reflexiones a cuál más mordiente y penosa. Era un hombre aparentemente traicionado por su mujer. Veía que se derrumbaban juntos su buen nombre y la estima del mundo; por causa de Ella se veía ya señalado con el dedo y compadecido por el pueblo. Ante la evidencia de un hecho, veía caer muertos el afecto y la estima puestos en mí.

Su santidad aquí resplandece aún más alta que la mía. De ello doy testimonio con afecto de esposa, porque quiero que améis a mi José, a este hombre sabio y prudente, a este hombre paciente y bueno, el cual no está desligado del misterio de la Redención, antes bien, está íntimamente relacionado con él, porque por este misterio apuró el dolor y se consumió, salvándoos al Salvador con su sacrificio y santidad.

Si hubiera sido menos santo, hubiera actuado humanamente, denunciándome como adúltera para que me hubieran lapidado y pereciera conmigo el hijo de mi pecado. Si hubiera sido menos santo, Dios no le habría concedido la guía de su luz en tan ardua prueba. Pero José era santo. Su espíritu puro vivía en Dios, y tenía una caridad encendida y fuerte, y por la caridad os salvó al Salvador, tanto cuando no me acusó ante los ancianos, como cuando, dejándolo todo con diligente obediencia, salvó a Jesús en Egipto.

Aunque breves numéricamente, los tres días de la Pasión de José fueron de tremenda intensidad; como también la mía, esta primera pasión mía. En efecto, yo comprendía su sufrimiento, y no podía aliviarlo en modo alguno, por obediencia al decreto de Dios que me había dicho: «¡Guarda silencio!».

¡Ay, y, llegados a Nazaret, cuando lo vi marcharse, tras un lacónico saludo, cabizbajo y como envejecido en poco tiempo, y no volver por la tarde como solía hacer, os digo, hijos, que mi corazón lloró con grandísima aflicción! Sola, cerrada en mi casa, en la casa en que todo me recordaba el Anuncio y la Encarnación, y donde todo me recordaba a José, desposado conmigo en intachable virginidad, tuve que resistir contra el abatimiento y las insinuaciones de Satanás, y esperar, esperar, tener esperanza, y orar, orar, orar, y perdonar, perdonar, perdonar la sospecha de José, su movimiento interior de justa indignación.

Hijos, es necesario esperar, orar, perdonar, para obtener que Dios intervenga en favor nuestro. Vivid también vosotros vuestra pasión, merecida por vuestras culpas. Yo os enseño a superarla y convertirla en gozo. Esperad sin medida, orad con confianza, perdonad para ser perdonados; el perdón de Dios será, hijos, la paz que deseáis.

Por ahora no os digo nada más. Hasta pasado el triunfo pascual, silencio. Es la Pasión (esta revelación se la dio Dios a María Valtorta en Semana Santa). Sed compasivos para con vuestro Redentor. Oíd sus quejidos, contad sus heridas
y sus lágrimas, cada una de las cuales fue vertida por vosotros, fue padecida por vosotros. Desaparezca cualquier otra visión ante esta que os recuerda la Redención que por vosotros se ha cumplido.

¿Te gustó este artículo? Entra tu email para recibir nuestra Newsletter, es un servicio gratis:

Categories
+ Menú Breaking News Catolicismo Liturgia y Devociones María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES Movil NOTICIAS Noticias 2017 - julio - diciembre Oración

VISIONES de María Valtorta sobre cada Misterio del Santo Rosario

Presentamos las visiones místicas que tuvo María Valtorta sobre la escena de cada uno de los misterios del Santo Rosario.

rosario

Estas son especialmente fructíferas para meditar cada misterio porque sitúa la escena en el momento histórico y en el lugar geográfico.

María Valtorta (1897-1961) fue una extraordinaria laica italiana y mística a quien se le dio una serie de visiones de la vida de nuestro Señor.

Comenzando antes de su nacimiento, y terminando con la asunción de la Santísima Virgen María al cielo.

Se trata de revelaciones privadas no de escritos que sean avalados en su sobrenaturalidad por la Iglesia, como sucede con los escritos incluso de los santos.

El último comentario sobre la obra de Valtorta por el Vaticano fue en 1993, en que, dada la popularidad de uno de sus libros, “El Poema del Hombre Dios”, la Congregación de la Doctrina de la Fe declaró que “no consta su sobrenaturalidad” de lo que narra en ese libro en específico.

Posteriormente, el cardenal Ratzinger hizo comentarios personales refiriéndose a que para él se trataba de una interesante obra piadosa.

Muchos cardenales y obispos insisten en los buenos frutos de la obra.

maria valtorta

Mira aquí las Visiones de cada Misterio del Santo Rosario revelados a María Valtorta, haciendo click en cada uno de los 4 enlaces

Los Misterios Gozosos del Rosario

Los Misterios Dolorosos del Rosario

Los Misterios Gloriosos del Rosario

Los Misterios Luminosos del Rosario

 rosario de las familias 2016 buceo

 

COSAS A TOMAR EN CUENTA PARA ORAR EL ROSARIO

El Padre Gabriele Amorth, exorcista de Roma escribió que un día, un colega suyo escuchó decir al diablo durante un exorcismo:

«Cada Ave María es como un golpe en la cabeza.
.
Si los cristianos supieran lo poderoso que es El Rosario, sería mi final».

El secreto que hace que esta oración tan eficaz es que el Rosario es tanto una oración como una meditación.

Y se dirige al Padre, a la Santísima Virgen, a la Santísima Trinidad, y es una meditación centrada en Cristo.

De modo que cuando reces el Rosario Comunitariamente:

Por favor pronuncia cada palabra del Rosario clara y distintamente.

Ve al ritmo de la comunidad, no te apresures ni te atrases.

No pises las palabras de alguien con tus palabras.

No hables sobre las palabras del guía del Rosario o sobre las del pueblo si estas guiando tú.

Recuerda que todos estamos teniendo una conversación con María Nuestra Madre y no es de buena educación hablar cuando alguien está hablando.

En el caso de Rosario Público sólo hay dos personas que hablan: el guía y la comunidad o pueblo.

Cada uno está hablando a la Mater y escuchando cuidadosamente su respuesta dentro de sus corazones, y meditando cada escena.

Delante de ellos pasa tanto la historia evocada por el misterio y la interpretación y traducción que cada uno hace para sus vidas.

La oración del Padre Nuestro, la oración perfecta, es rezada en conjunto 5 veces de los misterios del rosario y la poderosa oración a Nuestra Madre se reza 50 veces.

Cuando oras Santa María Madre de Dios ruega por nosotros pecadores, ahora…, la Mater viene al instante a tu lado para orar contigo.

Y ella no viene sola. Ella trae ángeles con ella. Y no sólo uno o dos, porque recuerda que ella es la Reina de los Ángeles. Los coros de los ángeles vienen con ella.

Y ella y Jesús están unidos en su corazón, porque no se pueden separar; Jesús la trae a ella y viceversa.

Y Jesús no se puede separar de la Trinidad, por lo que Él trae el Padre y el Espíritu Espíritu con él.

Y donde la Santa Trinidad está, se nos representa toda la creación, de modo que cada uno está rodeado de una tal belleza y luz como no se puede imaginar en esta vida.

La madre viene como Nuestra Señora de Gracia con sus manos extendidas.

Los rayos de luz emiten de sus manos perforan tu cuerpo, te sanan y te llenan de gracia.

Esta es la herencia que fue derramada por el corazón de Jesús en la cruz, cuando el centurión le atravesó el corazón con la lanza.

Y quien estaba a sus pies lista para recibir tales gracias en ese momento era su madre.

Mientras oras el Rosario, o incluso sólo recitas un Ave María, recibes una gran porción de gracias.

También se ha dicho que cualquiera que vaya a María y rece el Rosario no puede ser tocado por satanás.

Sin embargo esta es una promesa para quien reza el Rosario desde el corazón.

Y las gracias recibidas por las personas que recen contigo se te trasmiten a ti.

 

Entra tu email para recibir nuestra Newsletter, es un servicio gratis:
Categories
FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Dictado de Jesús sobre la Gracia, visión de María Valtorta

6 de junio de 1943 

Dice Jesús:

“Hoy quiero hablarte de la “gracia”. Verás que tiene relación con los otros temas aunque a primera vista no te parece. Estás un poco cansada, pobre María, pero escribe de todas formas. Estas lecciones te servirán para los días de ayuno en los cuales Yo, tu Maestro, no te hablaré.

¿Qué es la gracia? Lo has estudiado y explicado muchas veces. Pero Yo te lo quiero explicar a mi modo en su naturaleza y en sus efectos.

La gracia es poseer en vosotros la luz, la fuerza, la sabiduría de Dios. Esto es poseer la semejanza intelectual con Dios, el signo inconfundible de vuestra filiación con Dios.

Sin la gracia seríais simplemente criaturas animales, llegadas a tal punto de evolución de estar provistas de razón, con un alma, pero un alma a nivel de tierra, capaz de guiarse en las contingencias de la vida terrena pero incapaz de elevarse a las regiones en las que se vive la vida del espíritu; por ello poco más que las bestias que se regulan solamente por el instinto y, en verdad, a menudo os superan con su modo de comportarse.

La gracia es por lo tanto un don sublime, el mayor don que Dios, mi Padre, os podía dar. Y os lo da gratuitamente porque su amor de Padre, por vosotros, es infinito como infinito es Él mismo. Querer decir todos los atributos de la gracia significaría escribir una larga lista de adjetivos y sustantivos, y aún no explicaría todavía perfectamente qué es este don.

Recuerda solamente esto: la gracia es poseer al Padre, vivir en el Padre; la gracia es poseer al Hijo, gozar de los méritos infinitos del Hijo; la gracia es poseer al Espíritu Santo, disfrutar de sus siete dones. La gracia, en fin, es poseernos a Nosotros, Dios Uno y Trino, y tener alrededor de vuestra persona mortal las legiones de ángeles que nos adoran en vosotros.

Un alma que pierde la gracia lo pierde todo. Inútilmente para ella el Padre la ha creado, inútilmente para ella el Hijo la ha redimido, inútilmente para ella el Espíritu Santo le ha infundido sus dones, inútilmente para ella están los Sacramentos. Está muerta. Rama podrido que bajo la acción corrosiva del pecado se separa y cae del árbol vital y termina de corromperse en el barro. Si un alma supiera conservarse como es después del Bautismo y después de la Confirmación, esto es cuando ella está embebida literalmente de la gracia, aquella alma sería poco inferior a Dios. Y que esto te lo diga todo.

Cuando leéis los prodigios de mis santos os sorprendéis. Pero, querida mía, no hay nada de asombroso. Mis santos eran criaturas que poseían la gracia, eran dioses, por esto, porque la gracia os deifica. ¿Acaso no lo he dicho Yo en mi Evangelio que los míos harán los mismos prodigios que Yo hago? Pero para ser míos es necesario vivir de mi Vida, esto es de la vida de la gracia.

Si quisierais, todos podríais ser capaces de prodigios, esto es de santidad. Mejor dicho, Yo quisiera que lo fuerais porque entonces querría decir que mi Sacrificio ha sido coronado por la victoria y que realmente Yo os he arrancado del imperio del Maligno, desterrándole a su Infierno, remachando su boca con una piedra inamovible y poniendo sobre ella el trono de mi Madre, que fue la Única que tuvo su calcañal sobre el dragón, impotente para dañarle.

No todas las almas en gracia poseen la gracia en la misma medida. No porque nosotros se la infundamos en medida distinta, sino porque de distinta manera la sabéis conservar en vosotros. El pecado mortal destruye la gracia, el pecado venial la resquebraja, las imperfecciones la debilitan. Hay almas, no del todo malas, que languidecen en una tisis espiritual porque, con su inercia, que las empuja a cometer continuas imperfecciones, enflaquecen cada vez más la gracia, haciéndola un hilo debilísimo, una llamita languidecerte. Mientras debería ser un fuego, un incendio vivo, bello, purificador. El mundo se derrumba porque se derrumba la gracia en casi la totalidad de las almas y en las demás languidece.

La gracia da frutos distintos según esté más o menos viva en vuestro corazón. Una tierra es más fértil cuanto más rica es de elementos y beneficiada por el sol, por el agua, por las corrientes aéreas. Hay tierras estériles, secas, que inútilmente vienen regadas por el agua, calentadas por el sol, agitadas por los vientos. Lo mismo es en las almas. Hay almas que con cada estudio se cargan  de elementos vitales y por ello logran disfrutar el cien por cien de los efectos de la gracia.

Los elementos vitales son: vivir según mi Ley, castos, misericordiosos, humildes, amorosos de Dios y del prójimo; es vivir de oración “viva”. Entonces la gracia crece, florece, echa raíces profundas y se eleva en árbol de vida eterna. Entonces el Espíritu Santo, como un sol, inunda con sus siete rayos, de sus siete dones; entonces Yo, Hijo, os penetro con la lluvia divina de mi Sangre; entonces el Padre os mira con complacencia viendo en vosotros su semejanza; entonces María os acaricia estrechándoos contra su seno en el que me ha llevado a Mí como a sus hijitos menores pero queridos, queridos por su Corazón; entonces los nueve coros angélicos hacen corona a vuestra alma templo de Dios y cantan el “Gloria” sublime; entonces vuestra muerte es Vida y vuestra Vida es bienaventuranza en mi Reino”.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Coronación de María Santísima como Reina y Señora de Todo lo Creado – visión de María Valtorta

Sobre el tránsito, la asunción y la realeza de María Santísima.

Dice María:

-¿Yo morí? Sí, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte.

¿Cómo morí, o, mejor, cómo pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.

En ese anochecer -ya había empezado el descanso sabático- hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores de humanas obras. Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita solitaria.

Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición sino perfeccionamiento de vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.

Aquel atardecer, al ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto, avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores.

Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.

Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan – como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.

Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada Concepción, mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.

Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé.

Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.

Dice Jesús:

-Llegada su última hora, como una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una última, serena contemplación de Dios.

Velando reverente su reposo, el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo descendía el dulce e invitante imperativo de Dios.

Inclinado también Juan, ángel terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba para dejarlo.

Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá de la muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía. Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron sólo flores. Pura leyenda. Ningún sepulcro engulló el cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida.

Ella se había separado, por decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu, después de la larga permanencia en el lecho fúnebre.

Todo es posible para Dios. Yo salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios, al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez. Es uno de los más fúlgidos milagros de Dios. No único, en verdad, si se recuerda a Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14 (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9 para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la Tierra sin conocer la muerte, y fueron transportados a otro lugar, a un lugar que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y, de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo a Dios.

Por eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo.

Dice María:

-Un éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento.

La casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní, cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. Durante la destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos.

De la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi impropiamente llamada «muerte» fue un rapto en Dios.

Confiando en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que siempre ardía en mí; y no me equivoqué.

Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba al Cielo: «¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno Amor!».

La Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir en mí a mi divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies, como la había llevado en mi carne virginal. Todo mi ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él –en el centro del Cielo- era, es y será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía, con infinita ternura, llamándome «¡Mamá!», y yo lo sentía ansioso de tenerme consigo.

Yo no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede cuando se le posee.

Alcanzad, oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo, luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. Nunca somos tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.

E1 acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.

Suele decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.

Luego, en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por mi Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina, después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino del júbilo sin límite.

Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del último juicio.

Mi humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana, santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios es Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte.

Yo no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con mis ojos su rostro… esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo anhelaba. Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo.

Pero, como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial, en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en alma y cuerpo… inmediatamente después del fin de mi vida terrena.

Yo soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre: una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. Perfección que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues que de Dios viene; de Dios, Sol eterno que ilumina el Cielo.

Delante de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires, Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo:

-Esta es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo ser, a lo divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente, libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de la Creación están obligados a inclinarse.

Aquí tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino.

Aquí tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos.

Ésta es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los perdones.

Para su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve, Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia, con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para que sea vuestra Reina.

En el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva bienaventurada para toda la eternidad.

Dice Jesús:

-Hay diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un éxtasis o rapto contemplativo.

El que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación.

Todos los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de Dios alcanzan la contemplación verdadera.

Esto demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los justos es fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado- a Dios y sus eternas verdades. Cuanto más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de penetrar las eternas verdades.

El hombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María, siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los siglos, y por los siglos de los siglos- de Dios, de sus gracias, de su caridad, de su misericordia.

El Tránsito de María se produjo sumergida Ella por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los hombres.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Transfiguración de Jesús, visión de María Valtorta

LA TRANSFIGURACIÓN Y EL EPILÉPTICO CURADO

¿Qué hombre hay que no haya visto, por lo menos una vez en su vida, un amanecer sereno de marzo? y si lo hubiere, es muy infeliz, porque no conoce una de las bellezas más grandes de la naturaleza a la que la primavera ha despertado, la hecho cual una doncella, como debía haberlo sido en el primer día.

En medio de esta belleza, que es límpida en todos aspectos y cosas desde las hierbas nuevas y llenas de rocío, hasta las florecitas que se abren, como niños que acabaran de nacer, desde la primera sonrisa que la luz dibuja en el día, hasta los pajarillos que se despiertan con un batir de alas y lanzan su primer «pío» interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos que lanzarán durante el día, hasta el aroma mismo del aire que ha perdido en la noche, con el baño del rocío y la ausencia del hombre, toda mota de polvo, humo, olor de cuerpo humano, van caminando Jesús, los apóstoles y discípulos. Con ellos viene también Simón de Alfeo. Van en dirección del sudeste, pasando las colinas que coronan Nazaret, atraviesan un arroyo, una llanura encogida entre las colinas nazaretanas y un grupo de montes en dirección hacia el este. El cono semitrunco del Tabor precede a estos montes. El cono semitrunco me recuerda, no sé por qué, en su cima a la lámpara de nuestra ronda vista de perfil.

Llegan al Tabor. Jesús se detiene y dice: «Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo, venid conmigo arriba al monte. Los demás desparramaos por las faldas, yendo por los caminos que lo rodean, y predicad al Señor. Quiero estar de regreso en Nazaret al atardecer. No os alejéis, pues, mucho. La paz esté con vosotros.» Y volviéndose a los tres, dice: «Vamos», y empieza a subir sin volver su mirada atrás y con un paso tan rápido que Pedro que le sigue, apenas si puede.

En un momento en que se detienen, Pedro colorado y sudado, le pregunta jadeando: «¿A dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima está aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allá?»

«Hubiera tomado el otro camino. Estás viendo que le he volteado las espaldas. No iremos a la fortaleza, y quien estuviere en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre, y os he querido conmigo porque os amo. ¡Ea, ligeros!»

«Oh, Señor mío, ¿no podríamos ir un poco más despacio, y así hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos dio para pasar halando toda la noche?»

«A las citas con Dios hay que ir rápidos. ¡Fuerzas, Simón Pedro! ¡Allá arriba descansaréis!» Y continúa subiendo…

Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes. es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encorvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allá donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casa, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

Debe ser primavera, tal vez marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penacho de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al sur, y otra al norte.

Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla.

«¡Descansad, amigos! Voy allí a orar.» Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta.

Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los apóstoles.

Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están

Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la cruz, pero la majestad de su rostro, de su cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el cielo. Su rostro es un sol expendidísimo, en que resplanden sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de El o si sobre la suya propia está mezclada la luz que hay en el universo y en los cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre El y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que El esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonría a lo que tiene ante Sí.

Los apóstoles se sienten presa de miedo. lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. «¡Maestro, Maestro!» lo llaman con ansia.

El no oye.

«Está en éxtasis» dice Pedro tembloroso. «¿Qué estará viendo?»

Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de larga partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías, es solar, de llama viva.

Los dos profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

Los tres apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: «¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!» Jesús vuelve su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: «¡Es bello estar aquí contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!…»

Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

Los apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como si estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa,  armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.

«Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!»

Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: «¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la gloria de Dios que desciende.» Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: «¡El Señor ha hablado!»

Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

«Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo» dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

«¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!» repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

«¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!» exclama Pedro. «¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la voz de Dios?»

«Debéis vivir a mi lado, ver mi gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en mi completa gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en mi reino.»

¿No debe acaso venir Elías a preparar tu reino?

«Elías ya vino y ha preparado los camino del Señor. Todo sucede como se ha revelado, pero lo que enseña la revelación no la conocen y no la comprenden. No ven y no reconocen las señales de los tiempos, y a los que Dios ha enviado. Elías ha vuelto una vez. La segunda será cuando lleguen los últimos tiempos para preparar los hombres a Dios. Ahora ha venido a preparar los primeros al Mesías, y los hombres no lo han querido reconocer y lo han atormentado y matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien.»

Los tres bajan pensativos y tristes la cabeza. Descienden por el camino que los trajo a la cima.

… A mitad del camino, Pedro en voz baja dice: «¡Ah, Señor» Repito lo que dijo ayer tu Madre: «¿Por qué nos has hecho esto?» Tus últimas palabras borraron la alegría de la gloriosa vista que tenían ante sí nuestros corazones. Es un día que no se olvidará. Primero nos llenó de miedo la gran luz que nos despertó, más fuerte que si el monte estuviera en llamas, o que si la luna hubiera bajado sobre el prado, bajo nuestro ojos. Luego tu mirada, tu aspecto, tu elevación sobre el suelo, como si estuvieses pronto a volar. Tuve miedo de que, disgustado de la maldad de Israel, regresases al cielo, tal vez por orden del Altísimo. Luego tuve miedo de ver aparecer a Moisés, a quien sus contemporáneos no podían ver sin velo, por que brillaba sobre su cara el reflejo de Dios, y no era más que hombre, mientras ahora es un espíritu bienaventurado, y Elías… ¡Misericordia divina! Creí que había llegado mi último momento. Todos los pecados de mi vida, desde cuando me robaba la fruta, allá cuando era pequeñín, hasta el último de haberte mal aconsejado hace algunos días, vinieron a mi memoria. ¡Con qué temor me arrepentí! Luego me pareció que me amaban los dos justos… y porque no merezco el amor de semejantes espíritus. Y ¡luego»… ¡luego» ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!… ¡Yeové habló! ¡A nosotros! Ordenó: «¡Escuchadlo!» Te proclamó «su hijo amado en quien encuentra sus complacencias» ¡Qué miedo! ¡Yeové! ¡A nosotros!… ¡No cabe duda que tu fuerza nos ha mantenido la vida!… Cuando nos tocaste, y tus dedos ardían como puntas de fuego, sufrí el último miedo. Creí que había llegado la hora de ser juzgado y que el ángel me tocaba para tomar mi alma y llevarla ante el Altísimo… ¿Pero cómo hizo tu Madre para ver… para oír… para vivir, en una palabra, esos momentos de los que ayer hablaste, sin morir, Ella que estaba sola, que era una jovencilla, y sin Ti?»

«María, que no tiene culpa, no podía temer a Dios. Eva tampoco lo temió mientras fue inocente y Yo estaba. Yo, el Padre y el Espíritu. Nosotros que estamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, que teníamos y tenemos nuestro tabernáculo en el corazón de María.» explica dulcemente Jesús.

«¡Qué cosas!… ¡Qué cosas! Pero luego hablaste de muerte… Y toda nuestra alegría se acabó… Pero ¿por qué a nosotros tres? ¿No hubiera sido mejor que todos hubiesen visto tu gloria?»

«Exactamente porque muerto de miedo como estáis al oír hablar de la muerte, y muerte por suplicio del Hijo del Hombre, del Hombre-Dios, El ha querido fortificaros para aquella hora y para siempre con un conocimiento anterior de lo que seré después de la muerte. Acordaos de ello, para que lo digáis a su tiempo ¿Comprendido?»

«Sí, Señor. No es posible olvidarlo. Sería inútil contarlo. Dirían que estábamos «ebrios».»

Vuelven en dirección del valle. En un determinado punto Jesús toma por un áspero atajo en dirección de Endor, esto es, por el lado opuesto en que dejó a los discípulos.

«No los encontraremos» dice Santiago. «El sol empieza a declinar. Estarán juntándose para esperarte donde los dejamos.»

«Ven y no te formes pensamientos necios.»

De hecho al salir del bosque y entrar en un llano que levemente baja hasta encontrarse con el camino principal, ven al grupo de discípulos, a los que se han agregado viajeros curiosos, escribas que han llegado de no sé dónde, y que dan señales de excitación.

«¡Ay de mí! ¡Escribas!… ¡Y ya están disputando!» exclama Pedro señalándolos. Y baja los últimos metro de mala gana.

Los que están abajo, los han visto y los señalan, luego a la carrera vienen a Jesús, gritando: «¿Como es posible, Maestro, que hayas venido por esta parte? Estábamos a punto de irnos al lugar indicado. Pero los escribas nos han entretenido con sus disputas, y las súplicas de un padre adolorido.»

«¿De qué disputabais entre vosotros?»

«A causa de un endemoniado. Los escribas se han burlado de nosotros, porque no hemos podido curarlo. Judas de Keriot se ha puesto al frente, pero ha sido inútil. Entonces dijimos: «Hacedlo vosotros». Contestaron: «No somos exorcistas». Por casualidad han pasado algunos que venían de Caslot-Tabor, entre los que había dos exorcistas, pero tampoco ellos pudieron hacerlo algo. Aquí está el padre que ha venido a suplicártelo. ¡Escúchalo!»

Se adelanta en actitud suplicante, se arrodilla ante Jesús que no ha bajado del suave declive, de modo que está más alto, unos tres metros, y todos lo pueden ver.

«¡Maestro!» dice, «iba a Cafarnaum a llevarte a mi hijo. Te lo llevaba para que lo librases, Tú que arrojas a demonios y curas cualquier enfermedad. Es presa de un espíritu mudo. Cuando se apodera de él no emite más que gritos roncos, como una bestia a la que se degüella. El espíritu lo echa por tierra. El se revuelca rechinando los dientes, espumando como un caballo que moridera el freno, se hiere, y se expone a morir ahogado o quemado, o bien, hecho pedazos, porque el espíritu más de una vez lo ha arrojado al agua, al fuego, o de las escaleras abajo. Tus discípulos hicieron la prueba, pero no lo lograron. ¡Oh, Señor bueno, piedad de mí y de mi hijo!»

El rostro de Jesús relampaguea. Grita: «¡Oh generación perversa! ¡oh turba satánica! ¡legión rebelde! ¡pueblo del infierno incrédulo y cruel! ¿hasta cuándo deberé estar en contacto contigo? ¿Hasta cuándo deberé soportarte?» Tan imponente es que invade un silencio absoluto y cesan las indirectas de los escribas.

Jesús dice al padre: «Levántate y tráeme aquí a tu hijo.»

Va y regresa con otros, en cuyo centro viene un muchacho como de doce a catorce años. Un buen mozo pero de mirada un poco tonta. En su frente se ve una larga herida, y más abajo una antigua cicatriz. Apenas ve a Jesús, que lo mira con sus ojos magnéticos, emite un grito ronco, contuerce todo el cuerpo, se echa por tierra espumando y girando los ojos, de modo que se ve el bulbo blanco. Es la característica de la convulsión epiléptica.

Jesús da unos cuantos pasos. Se acerca, dice: «¿Desde cuándo le sucede esto? Habla fuerte, para que todos oigan.»

El hombre habla en voz alta, mientras el círculo de la gente se estrecha, y los escribas suben más arriba de Jesús para dominar la escena. Dice: «Desde pequeño. Ya te lo he dicho. Frecuentemente cae en el fuego, en el agua, o de las escaleras, de los árboles, porque el espíritu lo asalta de improviso y le hace el mal posible para matarlo. Está lleno de cicatrices y quemaduras. Es mucho que el fuego no lo haya cegado.  Ningún médico, ni exorcista, ni siquiera tus discípulos pudieron curarlo. Pero Tú, si como creo firmemente, puedes algo, ten piedad de nosotros y socórrenos.»

«Si puedes creer de este modo, todo me es posible, porque todo se concede a quien cree.»

«¡Oh, Señor, sí creo! Pero si no fuere suficiente, auméntame la fe, para que sea perfecta y obtenga el milagro» dice el hombre, de rodillas, entre lágrimas, cerca de su hijo presa más que nunca de las convulsiones.

Jesús se yergue, retrocede unos pasos, mientras la multitud cierra más el círculo. En voz alta dice: «¡Espíritu maldito que haces sordo y mudo al niño y lo atormentas, Yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar!»

El niño, aunque echado por tierra, da tremendos brincos que no son de un ser humano. Después del último brinco, en que se revuelca pegando la frente y al boca contra una piedra saliente de la hierba, que se tiñe de sangre, se queda inmóvil.

«¡Ha muerto!» gritan muchos.

«¡Pobre muchacho!» «¡Pobre padre!» compadecen otros.

Los escribas guiñando el ojo: «¡Que si te ha ayudado el nazareno!» o bien: «Maestro ¿qué pasa? ¡Esta vez Belzebú te ha hecho pasar un mal rato!…» y se ríen venenosamente.

Jesús no responde a nadie, ni siquiera al padre que ha volteado a su hijo y le seca la sangre de la frente y de los labios, gimiendo, invocando a Jesús, el cual se inclina y toma de la mano al jovenzuelo. Este abre los ojos con un largo suspiro, como si despertase de un sueño, se sienta, sonríe. Jesús lo tira hacia Sí, lo pone en pie, lo entrega a su padre, mientras que la gente grita de entusiasmo, y los escribas huyen, perseguidos por las risotadas y burlas de ella.

«Vámonos» dice Jesús a sus discípulos. Despedido que hubo a la multitud, da vuelta al monte y toma el camino por el que había venido en la mañana.

 

LECCIÓN A LOS DISCÍPULOS DESPUÉS DE LA TRANSFIGURACIÓN

Nuevamente están en la casa de Nazaret. O para ser más precisos, están entre los olivos, esperando la hora de descansar. Han prendido una pequeña antorcha para ver, porque es noche, y la luna sale tarde. No hace frío. Más bien el tiempo es «demasiado» tibio, dicen los expertos pescadores, previendo próximas lluvias. ¡Qué hermoso es estar aquí todos reunidos! Las mujeres en el huerto con María, los hombres aquí, sobre el lomo de esa subida con Jesús, el cual responde a las preguntas de todos. La voz del lunático curado al pie del monte ha corrido entre todos y todos hacen comentarios.

«¡Eras Tú el que hacías falta!» exclama su primo Simón.

«¡Pero ni siquiera viendo que sus mismos exorcistas no podrían nada, y eso que empleaban las fórmulas más duras, se persuadieron aquellos tercos!» comenta, moviendo la cabeza, Salomón el barquero

«¡Ni aun cuando se diga a los escribas sus conclusiones, se persuadirán!»

«¿Bueno! Me parecía que hablaban bien ¿no es verdad?» pregunta uno a quien no conozco.

«Muy bien. Han descartado toda clase de sortilegio diabólico del poder de Jesús al decir que se sintieron invadidos de una paz profunda cuando el Maestro obró el milagro, mientras, afirmaban, cuando sale de un poder malo, lo sienten como algo que les turba» responde Hermas.

«Pero ¿eh? ¡qué espíritu tan terco! ¡No se quería ir! ¡Pero cómo! ¿no lo tenía siempre consigo? ¿Era un espíritu arrojado, perdido, o bien el niño era tan santo que por sí mismo lo arrojaba?» pregunta un discípulo cuyo nombre tampoco sé.

Jesús responde espontáneamente: «Muchas veces he explicado que cualquier enfermedad, que es una molestia y un desorden, puede ocultar a Satanás y este emplearla, crearla para atormentar y hacer blasfemar contra Dios. El niño estaba enfermo, no era un poseído. Un alma pura. Por esto con gusto la libré del astutísimo demonio que quería dominarla para hacerla impura.»

«¿Y por qué si era una sencilla enfermedad, no pudimos nosotros nada?» pregunta Judas de Keriot.

«¡Cierto! ¡Se comprende que los exorcistas no pudiesen nada, tratándose de una enfermedad! ¡Pero nosotros…!» observa Tomás.

Y Judas de Keriot, quien probó muchas veces, y no obtuvo más que el jovenzuelo repitiese sus locuras y hasta convulsiones, agrega: «Hasta parece que nosotros le causábamos mayor mal. ¿Recuerdas, Felipe? Tú que me ayudabas, oíste y viste los gestos burlones que me hacía. Hasta me gritó: «¡Lárgate, lárgate! ¡Entre mí y ti tú eres más demonio!» Lo que hizo reír a los escribas a mis espaldas.

«¿Te desagradó?» pregunta Jesús como si nada fuera.

«¡Claro! A nadie le gusta que se burlen de uno. Y no es bueno cuando se trata de tus apóstoles. Se pierde la autoridad.»

«Cuando se tiene a Dios consigo, tiene uno autoridad, aun cuando el mundo se burle, Judas de Simón.»

«¡Está bien! Pero aumenta, al menos en tus apóstoles, el poder. para que no nos sucedan más ciertas cosas.»

«Que aumente el poder no es justo, ni útil. Lo debéis hacer por vosotros mismos. Se debió a vuestra insuficiencia que no pudisteis, y también por haber disminuido con elementos no santos, cuanto os había dado, esperando de este modo conseguir triunfos mayores.»

«¿Lo dices por mí, Señor?» pregunta Iscariote.

«Tú lo sabrás. Hablo a todos.»

 

LA ORACIÓN Y EL AYUNO

Bartolomé pregunta: «¿Entonces qué cosa es necesaria para vencer a esta clase de demonios?»

«La oración y el ayuno. No más. Orad y ayunad. No sólo con el cuerpo. Es útil que vuestro orgullo ayune de satisfacciones. El orgullo satisfecho hace apática la inteligencia y el corazón y la oración se hace tibia, inerte, así como cuando se ha comido demasiado el cuerpo se hace pesado, soñoliento. Vamos ahora a descansar lo justo. Mañana al amanecer todos, menos Mannaén y los discípulos pastores, estén en camino de Caná. Idos. La paz sea con vosotros.»

Después detiene a Isaac y a Mannaén y les da instrucciones especiales para el día siguiente, en que partirán las discípulas y María, que junto con Simón de Alfeo y Alfeo de Sara emprenden la peregrinación pascual.

«Pasaréis por Esdrelón para que Marziam vea a su abuelo. Daréis a los campesinos la bolsa que ordené a Judas de Keriot os entregara. En el viaje socorred a cuantos pobres encontraréis con la otra que os di. Llegados a Jerusalén id a Betania, y decid que me esperen para la nueva luna de Nisán. Podré llegar un poco tarde ese día. Os confío a la persona más amada, y a las discípulas. Estoy tranquilo porque nada les pasará. Idos. Nos volveremos a ver en Betania y estaremos juntos por un tiempo.»

Los bendice y mientras ellos se alejan en medio de la oscuridad, El salta, hacia el huerto, y entra en casa donde están las discípulas, María y Marziam que están amarrando las alforjas, y arreglan todo para el tiempo en que estarán ausentes.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La venida del Espíritu Santo y primera celebración de la Eucaristía, visión de María Valtorta

Razones por las Jesús dio estas visiones a María Valtorta son: Conocer exactamente la complejidad y duración de mi larga pasión (que culmina en la Pasión cruenta, verificada en pocas horas), que me había consumido en un tormento cotidiano que duró lustros y que había ido aumentando cada vez más; y con mi pasión la de mi Madre, cuyo corazón fue traspasado, durante el mismo tiempo, por la espada del dolor; y, por este conocimiento, moveros a amarnos más.

…VER VIDEOS… 

Los apóstoles y Judas. Éstos son los dos ejemplos opuestos. Los primeros, imperfectísimos, rudos, no instruidos, violentos… pero con buena voluntad.

Judas, más instruido que la mayoría de los apóstoles, refinado por la vida en la capital y en el Templo… pero de mala voluntad.

Observad la evolución de los primeros en el Bien, observad su progreso; observad la evolución del segundo en el Mal y su descenso.

Y que observen esta evolución en la perfección en los once buenos, sobre todo, los que por un defecto visual de su mente acostumbran a desnaturalizar la realidad de los santos, haciendo del hombre que alcanza la santidad con dura, durísima lucha contra las fuerzas recias y oscuras un ser innatural sin solicitaciones ni emociones y, por tanto, sin méritos. Porque el mérito viene justamente de la victoria sobre las pasiones desordenadas y las tentaciones, alcanzada por amor a Dios y por conseguir el fin último: gozar de Dios eternamente.

Que lo observen los que pretenden que el milagro de la conversión deba venir sólo de Dios. Dios da los medios para que uno se convierta, pero no fuerza la voluntad del hombre, y, si ese hombre no quiere convertirse, inútilmente tiene lo que a otro le sirve para la conversión.

Y los que examinan consideren los múltiples efectos de mi Palabra, no sólo en el hombre humano, sino también en el hombre espiritual; no sólo en el hombre espiritual, sino también en el hombre humano: mi Palabra, acogida con buena voluntad, transforma al uno y al otro, conduciendo hacia la perfección externa e interna.

Los apóstoles, que por su ignorancia y por mi humildad trataban con excesiva llaneza al Hijo del Hombre (un buen maestro entre ellos, nada más, un maestro humilde y paciente con el que era lícito tomarse una serie de libertades, a veces excesivas, aunque sin irreverencia, porque lo suyo no era irreverencia, sino ignorancia, una ignorancia que debe ser excusada), los apóstoles, polémicos entre sí, egoístas, celosos en su amor y celosos de mi amor, impacientes con la gente, un poco orgullosos de ser «los Apóstoles», deseosos de las cosas asombrosas que les señalara ante los ojos de la gente como personas dotadas de un poder extraordinario, lentamente, pero continuamente, se van transformando en hombres nuevos, dominando primero sus pasiones por imitarme a mí y porque Yo estuviera contento, y luego -conociendo cada vez más mi verdadero Yo-cambiando los modos y el amor, hasta verme, amarme y tratarme como a Señor divino. ¿Son, acaso, al final de mi vida en la Tierra, todavía los compañeros superficiales y alegres de los primeros tiempos? ¿Son, sobre todo después de la Resurrección, los amigos que tratan al Hijo del Hombre como a un Amigo? No. Son los ministros del Rey, antes; los sacerdotes de Dios, después: completamente distintos, transformados completamente.

Consideren esto los que encuentren ruda, y juzguen no natural la forma de ser de los apóstoles, que era como se describe. Yo no era ni un doctor difícil ni un rey soberbio, no era un maestro que juzgase indignos de Él a los otros hombres. Supe ser indulgente. Quise formar a partir de materia no desbastada, llenar de todo tipo de perfecciones vasos vacíos, demostrar que Dios todo lo puede, y puede de una piedra sacar un hijo de Abraham, un hijo de Dios, y de donde nada hay sacar un maestro, para confundir a los maestros que se jactan de su ciencia, que muy frecuentemente ha perdido el perfume de la mía.

En fin: haceros conocer el misterio de Judas, ese misterio que es la caída de un espíritu al que Dios había favorecido en modo extraordinario. Un misterio que, en verdad, se repite demasiado frecuentemente, y que es la herida que duele en el Corazón de vuestro Jesús.

Daros a conocer cómo se cae transformándose de siervos e hijos de Dios en demonios y deicidas que matan a Dios en ellos matando la Gracia; daros a conocer esto para impediros que pongáis los pies en los senderos por los que uno cae al Abismo, y para enseñaros cómo comportarse para tratar de detener a los corderos imprudentes que avanzan hacia el abismo. Aplicar vuestro intelecto en el estudio de la horrenda -y, no obstante, común-figura de Judas, complejo en que se agitan serpentinos todos los vicios capitales que encontráis y debéis de combatir en las personas. Es la lección que preferentemente debéis aprender, porque será la que más os sirva en vuestro ministerio de maestros de espíritu y directores de almas. ¡Cuántos, en todos los estados de la vida, imitan a Judas entregándose a Satanás y encontrando la muerte eterna!

 

LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO. FIN DEL CICLO MESIÁNICO

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística…

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.

Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.
Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo… Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…

Los apóstoles vuelven en sí… María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a todo… Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:
-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor…
-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos -dice Pedro con sobrenatural impulsividad.
-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí -dice Santiago de Alfeo.
-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes.
Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta):
-Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino. Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto-es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las «visiones» ni los «dictados» fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente «dictado», será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia -o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos-puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos «hijos de Dios» según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: «No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado». Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.

 

PEDRO CELEBRA LA EUCARISTÍA EN UNA REUNIÓN DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS

Es una de las primeras reuniones de los cristianos, en los días inmediatamente posteriores a Pentecostés.

Los doce apóstoles son de nuevo doce, porque Matías, que ya ha sido elegido en lugar del traidor, está entre ellos. Y el hecho de que estén los doce demuestra que no se habían separado todavía para ir a evangelizar, según la orden del Maestro. Por tanto, Pentecostés debe haber tenido lugar poco antes, y todavía no deben haber empezado las persecuciones del Sanedrín contra los siervos de Jesucristo. En efecto, si así fuera, no tendrían esta celebración con tanta tranquilidad, y sin ninguna medida de precaución, en una casa conocida, demasiado conocida, por los del Templo, o sea, en la casa del Cenáculo, y precisamente en la habitación donde se verificó la última Cena, donde fue instituida la Eucaristía, donde empezó la verdadera y total traición, y la Redención.

Pero la vasta habitación ha sufrido un cambio, necesario para su nueva función como iglesia, e impuesto por el número de los fieles. La gran mesa ya no está en la pared de la escalera, sino en la frontal, y paralela a la pared. De forma que incluso los que no pueden entrar en el Cenáculo -primera iglesia del mundo cristiano-, ya repleto de personas, pueden ver lo que sucede dentro, apiñándose, apretujándose, en el pasillo de entrada (donde está, abierta completamente, la puertecita por la que se entra en la habitación).

En la sala hay hombres y mujeres de todas las edades. En un grupo de mujeres, junto a la mesa, aunque en uno de los ángulos, está María, la Madre, rodeada de Marta y María de Lázaro, Nique. Elisa, María de Alfeo, Salomé, Juana de Cusa… en fin, de muchas de las mujeres discípulas, hebreas y no hebreas, a las que Jesús había curado, había consolado, había evangelizado, había hecho ovejas de su rebaño. Entre los hombres, están Nicodemo, Lázaro, José de Arimatea, muchísimos discípulos, entre los cuales Esteban, Hermas, los pastores, Eliseo el hijo del arquisinagogo de Engadí, y muchísimos otros. Y está también Longinos, no vestido de militar, sino como si fuera un ciudadano cualquiera, con una larga y sencilla túnica cenizosa. Luego otros, que claramente han entrado en la grey de Cristo después de Pentecostés y las primeras evangelizaciones de los Doce.

Pedro habla también ahora. Evangeliza e instruye a los presentes. Habla una vez más de la última Cena. Una vez más. Y es que, por sus palabras, se comprende que ya ha hablado otras veces de ella.

Dice:
-Os hablo unavez más -y remarca mucho estas palabras -de la Cena en que, antes de ser inmolado por los hombres, Jesús Nazareno, como le llamaban, Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador nuestro, como ha de ser afirmado y creído con todo nuestro corazón y nuestra mente, porque en este creer está nuestra salvación, se inmoló por espontánea voluntad y por exceso de amor, dándose como Alimento y Bebida para los hombres, y diciéndonos a nosotros, siervos y continuadores suyos: «Haced esto en memoria mía». Y esto es lo que hacemos. Pero, oh hombres, de la misma manera que nosotros, sus testigos, creemos que en el Pan y en el Vino, ofrecidos y bendecidos, como Él hizo, en memoria suya y por obediencia a su divino mandato, están ese Cuerpo Santísimo y esa Sangre Santísima que lo son de un Dios, Hijo del Dios altísimo, y que fueron crucificado y derramada por amor y para vida de los hombres, también vosotros, todos vosotros, que habéis entrado a formar parte de la verdadera, nueva, inmortal Iglesia, anunciada por los profetas y fundada por el Cristo, debéis creerlo. Creed y bendecid al Señor, que a nosotros, sus -si no materialmente, sí moral y espiritualmente-crucifixores por nuestra debilidad en servirle, por nuestra cerrazón en comprenderlo, por nuestra cobardía en abandonarlo huyendo en la hora suprema, por nuestra cobardía en nuestro… no, en mi personal traición de hombre temeroso y cobarde hasta el punto de renegar de Él, y negarlo, y negarme como discípulo suyo, es más: como el primero de entre sus siervos (y gruesas lágrimas ruedan y surcan el rostro de Pedro), poco antes de la hora primera, allí, en el patio del Templo; creed, decía, y bendecid al Señor, que a nosotros nos deja este eterno signo de perdón; creed y bendecid al Señor, que a aquellos que no lo conocieron cuando era el Nazareno les permite conocerlo ahora que es el Verbo Encarnado vuelto al Padre. Venid y tomad. Él lo dijo: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre tendrá la Vida eterna». En aquel momento no comprendimos (y Pedro llora de nuevo). No comprendimos porque éramos obtusos de intelecto. Pero ahora el Espíritu Santo ha encendido nuestra inteligencia, fortalecido nuestra fe, infundido la caridad, y comprendemos. Y en el Nombre del Dios altísimo, del Dios de Abraham, de Jacob, de Moisés, en el Nombre altísimo del Dios que habló a Isaías, a Jeremías, a Ezequiel, a Daniel y a los otros profetas, os juramos que esto es verdad y os conjuramos que creáis para poder tener la Vida eterna.

Pedro habla lleno de majestad. Ya nada queda en él del pescador no poco rudo de poco antes. Ha subido a un escabel para hablar y ser visto y oído mejor, porque, siendo bajo como es, si sus pies hubieran permanecido sobre el suelo de la habitación, los más lejanos no lo habrían podido ver, y él lo que quiere es alcanzar a todos con su vista. Habla equilibradamente, con voz apropiada y gestos de verdadero orador. Sus ojos, siempre expresivos, ahora hablan más que nunca: amor, fe, mando, contrición… todo sale a través de esta mirada suya, y anticipa y refuerza sus palabras.

Ya ha terminado de hablar. Baja del escabel y se coloca detrás de la mesa, en el espacio que hay entre la pared y la mesa, y espera. Santiago y Judas, o sea, los dos hijos de Alfeo y primos de Cristo, extienden ahora sobre la mesa un mantel blanquísimo. Para hacer esto levantan el arca ancha y baja que está puesta en el centro de la mesa. También extienden sobre la tapa del arca un paño de finísimo lino.

El apóstol Juan va ahora donde María y le pide algo. María se quita del cuello una especie de llavecita y se la da a Juan. Juan la toma, vuelve al arca, la abre y vuelve la parte que está delante, la cual queda apoyada en el mantel, y cubierta con un tercer paño de lino.

Dentro del arca hay una sección horizontal que la divide en dos secciones: en la de abajo hay una copa y un plato, de metal; en la de arriba, en el centro, la copa usada por Jesús en la última Cena y para la primera Eucaristía, los restos del pan partido por Él, colocados en un platito, de material precioso como la copa. A los lados de la copa y del platito que están en el plano superior, a un lado, están la corona de espinas, los clavos y la esponja; al otro lado, uno de los lienzos, enrollado, el velo con que Nique enjugó el Rostro de Jesús, y el que María dio a su Hijo para que se cubriera con él las caderas. En el fondo del arca hay otras cosas, pero, dado que quedan más bien ocultas y que ninguno habla de ellas ni las muestra, no se sabe lo que son. Sin embargo, respecto a las otras, respecto a las visibles, Juan y Judas de Alfeo las muestran a los presentes, que se arrodillan ante ellas. Pero ni se muestran ni se tocan la copa y el platito del pan. Tampoco se extiende toda la sábana; sólo se muestra enrollada, mientras sé dice lo que es. Quizás Juan y Judas no la desenrollan para no despertar en María el recuerdo doloroso de las atroces vejaciones sufridas por su Hijo.

Terminada esta parte de la ceremonia, los apóstoles, en coro, entonan unas oraciones. Yo diría que son salmos porque los cantan como acostumbraban a hacer los hebreos en sus sinagogas o en sus peregrinaciones a Jerusalén para las solemnidades prescritas por la Ley. La gente se une al coro de los apóstoles, que, de esa manera, cada vez se hace más solemne.

En fin, traen panes y los colocan en el platito de metal que había en la parte inferior del arca, y traen unas pequeñas ánforas, también de metal.

Pedro recibe de Juan, que está arrodillado al otro lado de la mesa (mientras que Pedro sigue entre la mesa y la pared, aunque vuelto hacia la gente), la bandeja con los panes; la alza y la ofrece; luego la bendice y la pone sobre el arca.

Judas de Alfeo, también arrodillado, al lado de Juan, da a su vez a Pedro la copa de la parte de abajo y las dos ánforas que antes estaban junto al platito de los panes. Pedro vierte el contenido de ellas en la copa; alza ésta y la ofrece, como había hecho con el pan. Bendice también la copa y la pone sobre el arca, al lado de los panes.

Oran de nuevo. Pedro fracciona los panes en muchos trozos mientras los presentes se postran más aún, y dice:
-Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía.
Sale de detrás de la mesa llevando consigo la bandeja llena de los trozos de los panes, y lo primero, va donde María y le da un trozo. Luego pasa a la parte delantera de la mesa y distribuye el Pan consagrado a todos los que se acercan para recibirlo. Sobran pocos trozos, los cuales, en su bandeja, son colocados sobre el arca.

Ahora toma la copa y la ofrece -empezando esta vez también por María-a los presentes. Juan y Judas le siguen con las pequeñas ánforas y añaden los líquidos cuando el cáliz está vacío, mientras Pedro repite la elevación, el ofrecimiento y la bendición para consagrar el líquido.
Cuando todos los que pedían nutrirse de la Eucaristía han sido complacidos, los apóstoles consumen el Pan y Vino que han quedado. Luego cantan otro salmo o himno, y después de esto Pedro bendice a los presentes, quienes, después de su bendición, se marchan lentamente.

María, la Madre, que ha estado de rodillas durante toda la ceremonia de la consagración y de la distribución de las especies del Pan y del Vino, se alza y va hasta el arca. Hace una inclinación por encima de la mesa y toca con la frente la superficie del arca donde están puestos la copa y el plato usados por Jesús en la última Cena, y pone un beso en el borde de ambos; un beso que es también para las otras reliquias recogidas ahí.

Luego Juan cierra el arca y devuelve la llave a María, que vuelve a ponérsela en el cuello.

VIDEO

Espíritu Santo y Pentecostés

 
 

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:

 
 

Categories
FOROS DE LA VIRGEN MARÍA Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Las despedidas de Jesús a María y a los Discípulos y su Ascensión, visión de María Valtorta

VISIÓN DE MARIA VALTORTA

Como nosotros debían ser los hijos del Hombre, si el Progenitor y la Progenitora no hubieran mancillado su perfecta humanidad -en el sentido de ser humano, o sea, de criatura en que existe la doble naturaleza espiritual, a imagen y semejanza de Dios, y la naturaleza material-, como sabéis que hicieron.

Sentidos perfectos, o sea, sometidos a la razón, aun siendo sentidos de gran agudeza. Entre los sentidos incluyo los morales junto a los corporales. Amor completo y perfecto, por tanto; tanto hacia el esposo, con quien no tiene vínculo de sensualidad, sino sólo de espiritual amor, como hacia el Hijo. Amadísimo. Amado con toda la perfección de una perfecta mujer hacia la criatura de ella nacida. Así debería haber amado Eva: como María: o sea, no por lo que de gozo carnal representaba el hijo, sino porque ese hijo era hijo del Creador, y era obediencia cabal al imperativo del Creador de multiplicar la especia humana. Y amado con todo el ardor de una perfecta creyente que sabe que su Hijo, no figuradamente sino realmente, es Hijo de Dios.

A los que juzgan demasiado amoroso el amor de María hacia Jesús, les digo que consideren quién era María: la Mujer sin pecado y, por tanto, sin taras en su caridad hacia Dios, hacia los padres, hacia su esposo, hacia su Hijo, hacia el prójimo; que consideren lo que veía la Madre en mí, además de ver al Hijo de sus entrañas; y, en fin, que consideren la nacionalidad de María: raza hebrea, raza oriental, y tiempos muy lejanos de los actuales. Por ello, de estos elementos surge la explicación de ciertas amplificaciones verbales de amor que a vosotros os pueden parecer exageradas. Estilo florido y pomposo, incluso en el habla común, el estilo oriental y hebreo; todos los escritos de aquel tiempo y de aquella raza son documento de esto… y el paso de los siglos no ha modificado mucho el estilo de oriente.

¿Tendríais la pretensión de que -por el hecho de que, veinte siglos después, y cuando la perversidad de la vida ha matado tanto amor, debáis examinar estas páginas-Yo os diera a una María de Nazaret como la mujer árida y superficial de vuestro tiempo? María es lo que es. No se transforma a la dulce, pura, amorosa Doncella de Israel, Esposa de Dios, Madre virginal de Dios, en una excesiva, enfermizamente exaltada, o glacialmente egoísta, mujer de vuestro siglo.

A los que juzgan demasiado amoroso el amor de Jesús a María, les digo que consideren que en Jesús estaba Dios y que el Dios uno y trino hallaba confortación en amar a María, a aquella que le compensaba el dolor de toda la raza humana, el medio por el que Dios podía volver a gloriarse de su Creación que da ciudadanos a su Cielo. Y consideren, en fin, que los amores se hacen culpables cuando, y sólo cuando, desordenan, o sea, cuando van contra la voluntad de Dios y el deber que hay que cumplir.

Y ahora considerad si el amor de María hizo esto, si mi amor hizo esto. ¿Me estorbó Ella, por amor egoísta, el cumplir toda la voluntad de Dios? ¿Por un desordenado amor hacia mi Madre renegué, acaso, de mi misión? No. Ambos amores tuvieron un solo deseo: que se cumpliera la voluntad de Dios para la salvación del mundo. Y la Madre dijo adiós a su Hijo todas las veces, entregando a su Hijo a la cruz del magisterio público y a la cruz del Calvario, y el Hijo dijo adiós a su Madre todas las veces, entregando a la Madre a la soledad y a la congoja, para que fuera la Corredentora, sin pararse a mirar nuestra humanidad, que se sentía desgarrar, ni nuestro corazón, que se partía con el dolor. ¿Es esto debilidad?, ¿sentimentalismo? ¡Es amor perfecto, oh hombres que no sabéis amar y no comprendéis ya el amor ni sus voces!

Y también esta Obra tiene la finalidad de iluminar algunos puntos que un conjunto de circunstancias ha cubierto de tinieblas, de manera que forman zonas oscuras en la luminosidad del cuadro evangélico; y puntos que parecen de fractura, y no son sino puntos entenebrecidos, entre uno y otro episodio evangélico, puntos indescifrables y que en poder descifrarlos está la clave para comprender exactamente ciertas situaciones que se habían creado y ciertos modos fuertes que tuve que poner, tan contrastantes con mis continuas exhortaciones al perdón, a la mansedumbre y humildad, ciertas actitudes de inflexibilidad hacia los tenaces, inconvertibles adversarios.

Recordad todos que, después de haber usado toda la misericordia, Dios, por el honor de sí mismo, sabe también decir «basta» a aquellos que, porque es bueno, creen que es lícito abusar de su longanimidad y tentarlo. De Dios nadie se burla. Son palabras antiguas y sabias.

 

 

EL ADIÓS A LA MADRE ANTES DE SUBIR AL PADRE. TODO LO TENEMOS POR MARÍA

Veo otra vez la habitación habitada por María. Las señales de la Pasión han desaparecido.

La Virgen está sentada y lee. Deben ser libros sagrados. No, ciertamente no está leyendo otra cosa en ese rollo que tiene entre sus manos. Ya no se la ve torturada. Su rostro resulta ahora más grave que antes de la Pasión. Sin ser aquel rostro trágico, aparece más maduro. Ahora tiene aspecto majestuoso, aunque sereno.

La hora parece matutina. Efectivamente, ya luce un bonito sol, que, por la ventana abierta, entra en la tranquila habitación, pero se ve que el jardín (un jardín cercado por altas tapias, al cual da la ventana) está todavía lleno del frescor del rocío.

Entra Jesús, todavía con su espléndida vestidura de la mañana de la Resurrección. Su Rostro emana fulgor. Sus heridas son pequeños soles.

María se arrodilla sonriendo. Luego se alza y lo besa en la Mano derecha. Jesús la estrecha contra su Corazón y la besa en la frente, sonriendo, y le pide un beso, que María da, también en la Frente.

-Mamá. Mi tiempo de permanencia en la Tierra ha terminado. Subo al Padre. He venido para una especial despedida de ti, y para mostrarme a ti, una vez más, con el aspecto que tendré en el Cielo. No he podido mostrarme a los hombres con esta figura de esplendor: no habrían podido soportar la belleza de mi Cuerpo glorificado, una belleza que supera demasiado sus posibilidades. Pero a ti, Mamá, sí. Y vengo a inundarte de alegría otra vez con ella.

Besa mis Heridas. Que Yo sienta en el Cielo el perfume de tus labios y que a ti te quede en los labios la dulzura de mi Sangre.

Pero estáte segura, Mamá, de que nunca te dejaré. Saldré de tu corazón durante esos pocos instantes requeridos por la consagración del Pan y del Vino, para volver luego, después de esa fatigosa separación de ti, con un ansia de amor pareja a la tuya, ¡oh Cielo mío vivo cuyo Cielo soy Yo!

No habremos estado nunca tan unidos como de ahora en adelante. Al principio, mi incapacidad embrional; luego, mi infancia; luego, la lucha de la vida y del trabajo; luego, la misión; en fin, la Cruz y el Sepulcro: estas cosas me interponían distancia, y obstáculo para decirte cuánto te amo. Pero ahora estaré en ti no ya como una criatura en formación; estaré a tu lado no ya en medio de los obstáculos del mundo que veda la fusión de dos que se aman: ahora estaré en ti como Dios; y nada, nada, ni en la Tierra ni en el Cielo, podrá separarnos a mí de ti ni a ti de mí, Madre Santa. Te diré palabras de inefable amor, te haré caricias de indescriptible dulzura. Y tú me amarás por quien no me ama.

¡Oh, tú colmas la medida del amor, que el mundo no dará a Cristo, con tu amor perfecto, Mamá! Por eso, más que un adiós, mi despedida es como la de uno que saliera un momento a este jardín florido a coger rosas y azucenas. Pero Yo te traeré del Cielo otras rosas y otras azucenas más hermosas que éstas que aquí han florecido. Te llenaré de ellas el corazón, Mamá, para hacerte olvidar el hedor de la Tierra, que no quiere ser santa, y anticiparte la brisa del bienaventurado Paraíso donde con tanto amor se te espera.

Y el Amor, que no sabe esperar, vendrá a ti dentro de diez días. Adórnate con tu más hermosa alegría, oh Madre Virgen, que tu Esposo viene. El invierno ha pasado… Las viñas florecidas emanan su perfume, y Él canta: «¡Álzate, oh llena de hermosura! ¡Ven, Esposa mía, que serás coronada!». (Cantar de los cantares 2, 11-13) Con su Fuego te coronará, ¡oh Santa!, y te hará feliz con su Espíritu, que se infundirá en ti con todos sus esplendores, ¡oh Reina de la Sabiduría!, Reina suya, que has sabido comprenderlo desde la aurora de tu vida y amarlo como ninguna criatura en el mundo jamás amó.
Madre, subo al Padre nuestro. A ti, Bendita, la bendición de tu Hijo.

María resplandece en su éxtasis, en esta habitación resplandeciente por la luz de Cristo.

Dice Jesús:
-No hagáis, hombres, objeto de polémica el hecho de si era o no posible que Yo cambiara de figura. Ya no era el Hombre vinculado a las necesidades del hombre. Tenía al Universo como escabel de mis pies, y todas las potencias como siervas obedientes. Y si, mientras era el Evangelizador, había podido transfigurarme en el Tabor, ¿no iba a poder transfigurarme para mi Madre siendo ya el Cristo glorioso? O mejor: ¿no iba a poder cambiar de figura para los hombres y aparecerme a Ella como ya era: divino, glorioso, transfigurado en Aquel que en realidad era, en vez de con esa figura de Hombre con que me mostraba a todos? Ella, además, me había visto -¡pobre Mamá!-transfigurado por los padecimientos; era justo que me viera transfigurado por la Gloria.

No hagáis objeto de polémica el si Yo podía estar realmente en María. Si decís que Dios está en el Cielo y en la Tierra y en todas partes, ¿por qué sois capaces de dudar el que Yo pudiera estar contemporáneamente en el Cielo y en el Corazón de María, que era un vivo Cielo? Si creéis que estoy en el Sacramento y cerrado dentro de vuestros ciborios, ¿por qué podéis dudar que Yo estuviera en este purísimo y ardentísimo Ciborio que era el Corazón de mi Madre?

¿Qué es la Eucaristía? Es mi Cuerpo y mi Sangre unidos a mi Alma y a mi Divinidad. Pues bien, cuando Ella me concibió, ¿acaso tenía algo distinto en su seno? ¿No tenía al Hijo de Dios, al Verbo del Padre con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad? Si vosotros me tenéis, ¿no es, acaso, porque María me tuvo y me dio a vosotros, después de haberme llevado nueve meses? Pues bien, de la misma manera que dejé el Cielo para morar en el seno de María, ahora, que dejaba la Tierra, elegía el seno de María como Ciborio para mí. ¿Y qué ciborio, en qué catedral, es más hermoso y santo que éste?

La Comunión es un milagro de amor que hice por vosotros, hombres. Pero en la cima de mi pensamiento de amor resplandecía el pensamiento de infinito amor de poder vivir con mi Madre y hacer que viviera Ella conmigo hasta que nos reuniéramos en el Cielo.

El primer milagro lo hice para alegría de María, en Caná de Galilea. El último milagro -es más: los últimos milagros-, para el consuelo de María, en Jerusalén. La Eucaristía y el velo de la Verónica: éste, para poner una gota de miel en la amargura de la Desolada; aquél, para que no sintiera que Jesús ya no estuviera en la Tierra.

¡Todo, todo, todo -comprendedlo de una vez por todas-lo tenéis por María! Deberíais amarla y bendecirla cada vez que respirarais. El velo de la Verónica es también un aguijón para vuestra alma escéptica. Comparad -vosotros, racionalistas, tibios, inseguros en la fe, vosotros que os conducís por secos exámenes-el Rostro del Sudario y el de la Sábana: uno es el Rostro de un vivo, el otro es el de un muerto; pero la altura, la anchura, los caracteres somáticos, la forma, las características son iguales. Superponed las imágenes. Veréis que corresponden la una a la otra. Soy Yo. Yo que quise recordaros cómo era y en qué me convertí por amor a vosotros. Si no estuvierais definitivamente extraviados, si no fuerais ciegos, deberían bastar esos dos Rostros para llevaros al amor, al arrepentimiento, a Dios.

El Hijo de Dios os deja, bendiciéndoos con el Padre y con el Espíritu Santo.

 

 

ÚLTIMAS ENSEÑANZAS EN EL GETSEMANÍ, DESPEDIDA Y ASCENSIÓN AL PADRE

Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo. Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.
Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida. «¡Señor, no soy digna!» exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta llamarla «el pequeño Juan», o también «la violeta de la Cruz»).

Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan, porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo, y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que satisface a Jesús, porque es el «todo» de mi nada-, en medida infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas, siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre…

Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz, sí. Y su Sangre ha llenado mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el suelo…

¡Oh, mi Amado, que, antes, de tu Sangre me has colmado, dándome a contemplar tus pies heridos, clavados al madero «… y al pie de la cruz era yo una plantita de violetas ya abiertas, y caían las gotas de la Sangre divina sobre esa plantita de violetas florecidas…»! ¡Recuerdo lejano, y siempre tan cercano y presente! Preparación para lo que después fui: ese portavoz tuyo que ahora está del todo rociado de tu Sangre, de tus sudores y lágrimas, del llanto de María tu Madre pero que también conoce tus palabras, tus sonrisas, todo, todo acerca de ti; y que ya no emana perfume de violetas, sino el perfume de ti, Amor mío único y solo, ese perfume divino que acunó ayer noche mi dolor y que desciende a mí, delicado como un beso, consolador como el propio Cielo, y me hace olvidar todo para vivir sólo de ti…

Tengo tu promesa. Sé que no te perderé. Me lo has prometido y tu promesa es sincera: es de Dios. Te seguiré teniendo. Siempre. Sólo si pecara de soberbia, mentira, desobediencia, te perdería; Tú lo has dicho, pero sabes que, sosteniendo tu Gracia mi voluntad, no quiero pecar, y espero no pecar porque Tú me sostendrás. Sé que no soy una encina. Soy una violeta. Un tallito frágil, que se puede plegar bajo la patita de un pajarillo o por el peso de un escarabajo. Pero Tú eres mi fuerza, Señor. Y el amor por ti es mi ala.

No te perderé. Me lo has prometido. Vendrás del todo para mí para traer alegría a tu agonizante violeta. Pero no soy egoísta, Señor. Tú lo sabes. Tú sabes que quisiera dejar de verte yo, con tal de que te vieran muchos otros, y creyeran en ti. A mí ya mucho me has dado, y no soy digna de ello. Verdaderamente me has amado como Tú sólo sabes amar a tus hijos especialmente amados.

Pienso en lo dulce que era verte «vivir» como Hombre entre los hombres. Y pienso que dejaré de verte así. Todo ha sido visto y dicho. Sé también que no se borrarán de mi pensamiento tus acciones de Hombre entre los hombres, y que no necesitaré libros para recordarte como realmente fuiste: bastará con que mire dentro de mí, donde toda tu vida está imprimida con caracteres indelebles. Pero era dulce, era dulce…

Ahora asciendes… La Tierra te pierde. María de la Cruz (María Valtorta) te pierde, Maestro Salvador. Te tendrá como Dios dulcísimo, y ya no verterás Sangre, sino celestial miel, en el cáliz violáceo de tu violeta… Lloro… He sido discípula tuya junto a las otras por los caminos montanos, frondosos, o áridos, polvorientos de la llanura, en el lago y en las orillas del bello río, de tu Patria. Ahora te marchas, y sólo en el recuerdo veré Belén y Nazaret sobre sus colinas, verdes por los olivos; y Jericó ardiente de sol, susurradora con sus palmeras; y Betania amiga; y Engadí, perla perdida en medio de los desiertos; y la Samaria hermosa; y las óptimas llanuras de Sarón y Esdrelón; y la caprichosa llanura elevada de Transjordania; y la pesadilla del mar Muerto; y las ciudades llenas de sol de la costa mediterránea; y Jerusalén, la ciudad de tu dolor, con sus subidas y bajadas, sus espacios abovedados, sus plazas, sus barrios, pozos y cisternas, colinas y… incluso el triste valle de los leprosos donde tanta misericordia tuya ha sido prodigada… Y la casa del Cenáculo… la fuente que cerca de ella llora… el puentecito sobre el Cedrón, el lugar de tu sudor sanguíneo… el patio del Pretorio…

¡Ah, no! Lo que fue tu dolor está aquí, y aquí permanecerá siempre… Deberé buscar todos los recuerdos para encontrarlos, pero tu oración en el Getsemaní, tu flagelación, tu subida al Gólgota, tu agonía y muerte, y el dolor de tu Madre, no, no habré de buscarlos: están presentes siempre. Quizás los olvide en el Paraíso… y me parece imposible el poder olvidarlos incluso allí… Recuerdo todo lo de esas atroces horas. Recuerdo hasta la forma de la piedra sobre la que caíste, y hasta el capullo de rosa roja que chocaba -y parecía una gota de sangre-contra el granito, contra el cierre de tu sepulcro…

Amor mío divinísimo, tu Pasión vive en mi pensamiento… y a mí se me parte el corazón…
La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos, palabras de recíproca bendición… ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre-a su Hijo, la Prenda del Amor a la Purísima!… ¡Dios besando a la Madre de Dios!…
En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan juveniles todavía!)…

Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!… En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está para separarse de su Amado-los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde…

-¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy ¬dice Pedro.
-Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.

Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once.

En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse.

Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús… Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.

La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y dice:
-Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.

No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios-me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.

Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí. Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad, la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada. Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.

Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho. Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.

Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla.

Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de vosotros individualmente-os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.

Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros. Pero, cuando llegue la hora señalada por Dios, la matriz madrastra expelerá a la criatura que se habrá formado en su seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se propagarán por todo su gran Cuerpo. Los latidos del corazón de la Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos de ídolos detienen su voluntad…

Pero esto vendrá después, y cuando llegue sabréis cómo actuar. E1 Espíritu de Dios os guiará. No temáis. Por ahora congregad en Jerusalén la primera asamblea de los fieles. Luego otras asambleas, a medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas echadas en óptima tierra. Mi pueblo se propagará por toda la Tierra. El Señor dice al Señor: «Por haber hecho esto y no haber eludido tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar. Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la Tierra»(Génesis 22,15¬18). Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como soberanos.

Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.

Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines. Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.

No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.

Vosotros debéis ser santos. No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta. Nosotros llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio. Pero, en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus órdenes-sino que mora en ellos, para darles sus amores.

¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.

-¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? -le preguntan interrumpiéndole.

-Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco. Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…

-Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos…

-Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: «Hágase lo que Tú quieres». Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal -dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a Pedro.

-Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.

No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.

Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo.

Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones ¬voluntarias o impuestas-de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.

Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: «¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios», responded: «El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios». Responded: «Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús».

Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): «La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas».

Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron». Pero decidles también: «¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros».

Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. «Yo seré vuestra desmesurada recompensa» promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.

Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros… Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad.
Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.

Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo el deseo de todos:
-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!
-¡Así sea! -le responde Jesús.

Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
-Haced esto en memoria mía -añadiendo:
-De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.

Los bendice y dice:
-Y ahora vamos.
Salen de la habitación, de la casa…
Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
-La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado -dice Jesús bendiciéndolos al pasar.
Marcos se alza y dice:
-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.
-Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
-Entonces, han venido todos -dicen entre sí los apóstoles.

Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
-Ven, Madre, y también tú, María… -invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que, afablemente, pregunta a María de Alfeo:
-¿Estás sola?

-Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… -llora, y, tanto la ahoga el llanto, que jadea.

-María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos). ¿No es esto, acaso, lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y decirte: «Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos»? ¿No te dejo mi amor? ¡Te doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta, más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre. Juan será para ella hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi Madre no llora. Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión, y sabe también que esta-separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: «Ya no tengo Hijo». Ése fue el grito de dolor del día del dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: «Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores». Créelo así también tú, y todos… Ahí están los otros y las otras. Ahí están mis pastores.

Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo… Caras, caras, caras…

Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
-Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.

A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz más que a la vista. A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.

Y a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío: «Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado», último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.

A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.

Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre.

Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.

Benditas seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición -dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación)

¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!
¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.

Yo digo que constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:
-Detened a la gente donde está. Luego seguidme.

Sigue subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a Jerusalén-desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.

Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.

Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:
-¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.

Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…

En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.

 
 

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:

 
 

Categories
Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Una hora de preparación para la muerte, dictada a María Valtorta

Wooden statues in the Church of the Purgatory. "Chiesa delle Anime del Porgatorio". Ibla, Ragusa. Val di Noto, Unesco World Heritage.(de los Cuadernos de 1945-50)

14 de julio de 1946 Jesús nos enseña a morir.

Dice Jesús: “Dicté una Hora Santa para quienes lo deseaban. Desvelé mi Hora de Agonía del Getsemaní para otorgarte un gran premio; porque no hay acto de confianza mayor entre amigos que el de desvelar al amigo el propio dolor. Ni la risa ni el beso son la prueba suprema del amor, sino el llanto y el dolor comunicados al amigo. Tú, amiga mía, lo has conocido. Porque estuviste en el Getsemaní. Ahora estás en la Cruz y pruebas penas de muerte. Apóyate en tu Señor mientras que Él te da una Hora de preparación para la muerte”.

UNO

“Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz”.

No es una de las siete Palabras de la Cruz, pero es ya palabra de pasión. Es el primer acto de la Pasión que se inicia. Es la preparación necesaria para las demás fases del holocausto. Es invocación al Dador de la vida, resignación, humildad y oración en la que se trenzan, ennobleciéndose la carne y perfeccionándose el alma, la voluntad del espíritu y la flaqueza de la criatura a la que repugna la muerte.

“¡Padre…!”. ¡Oh!, es la hora en la que el mundo desaparece para los sentidos y para la mente, mientras que se acerca a la velocidad de un meteoro el pensamiento sobre la otra vida, sobre lo desconocido, sobre el juicio. El hombre, siempre un infante aunque sea centenario, es como un niño asustado que se ha quedado solo y busca el seno de Dios.

Marido, mujer, hermanos, hijos, padres, amigos… Lo eran todo mientras que la vida estaba lejos de la muerte, mientras que la muerte era tan sólo un pensamiento oculto entre tinieblas lejanas. Pero ahora que la muerte sale de entre los velos y avanza, se invierte la situación, y son los padres, los hijos, los amigos, los hermanos, el marido y la mujer quienes pierden sus rasgos definidos, su valor afectivo, empañándose ante el avance de la muerte. Como voces que se van debilitando con la distancia, las cosas de la tierra van perdiendo vigor a la vez que lo adquiere lo del más allá, aquello que hasta ayer parecía tan lejano… Y un movimiento de miedo se apodera de la criatura.

Si no fuese penosa y temerosa, la muerte no sería el extremo castigo y el medio extremo de expiación concedido al hombre. Hasta que no existió la Culpa, la muerte no fue tal sino dormición. Y donde no hubo culpa tampoco hubo muerte, como ocurrió con María Santísima.

Yo morí porque sobre Mí gravitaba todo el Pecado, y conocí el horror de morir.

“¡Padre!”. ¡Oh!, este Dios tantas veces no amado o amado en último lugar, después de que el corazón amó a parientes y amigos, de que tuvo otros amores indignos con criaturas viciosas o amó las cosas como a dioses, este Dios tan frecuentemente olvidado, que permitió que se le olvidase, que nos dejó libres de olvidarle, que dejó hacer, que a veces fue escarnecido, otras maldecido, otras negado, he aquí que vuelve a surgir en la mente del hombre recobrando sus derechos. Brama: “¡Yo soy!” y para no hacernos morir de espanto con la revelación de su poder, mitiga ese potente “Yo soy” con una palabra suave: “Padre”.

“Yo soy tu Padre”. Y ya no es terror, sino abandono en Él, el sentimiento que despierta esta palabra.

Yo, Yo que debía morir y comprendía lo que es morir después de haber enseñado a los hombres a vivir llamando “Padre” al Altísimo Yahveh, os enseñé a morir sin terror llamando “Padre” al Dios que vuelve a surgir entre los espasmos de la agonía o se hace más presente al espíritu del moribundo.

“¡Padre!”. ¡No temáis! ¡Vosotros que morís, no temáis a este Dios que es Padre! No se presenta justiciero, provisto de registros y de hachas, ni cínico arrancándoos de la vida y de los afectos, sino que viene con los brazos abiertos diciendo: “Torna a tu morada. Ven al descanso. Yo te compensaré con abundancia por cuanto dejas aquí. Y, te lo juro, en mi seno harás mucho más a favor de los que dejas aquí que no permaneciendo aquí abajo en lucha afanosa y no siempre remunerada”.

Pero la muerte siempre es dolor. Dolor por el sufrimiento físico, dolor por el sufrimiento moral, dolor por el sufrimiento espiritual. Debe ser dolor, lo repito, si ha de ser el medio para la última expiación en el tiempo. Y en un fluctuar de nieblas, que ocultan y descubren, alternándose, lo que en la vida se amó, y lo que nos hace temer el más allá, el alma, la mente, el corazón, como nave atrapada en una gran tempestad, pasan –de zonas tranquilas que gozan ya de la paz del inminente puerto, ya cercano, visible y tan sereno que comunica una quietud beatífica y una sensación de reposo semejante al de quien, a punto de dar por concluido un esfuerzo, pregusta el gozo del próximo descanso– pasan a zonas en las que la tempestad les sacude, les azota y les hace sufrir; aterrarse y gemir. Es de nuevo el mundo, el afanoso mundo con todos sus tentáculos: familia, negocios; es la angustia de la agonía, es el pavor del último paso… ¿Y después? ¿Y después…? La tiniebla asalta, sofoca la luz, silba sus terrores… ¿Dónde está ya el Cielo? ¿Por qué morir? ¿Por qué tener que morir? Y el grito borbotea ya en la garganta: “¡No quiero morir!”.

No, hermanos míos que morís porque justo, santo es el morir al ser la voluntad de Dios. No. ¡No gritéis así! Ese grito no viene de vuestra alma. Es el Adversario que sugestiona vuestra debilidad haciéndooslo proferir. Transformad el grito rebelde y vil en un grito de amor y de confianza: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”. Como el arco iris tras el temporal, es entonces cuando ese grito hace tornar la luz, la calma. De nuevo veis el Cielo, las razones santas del morir y su premio que es retornar al Padre, y entonces comprendéis que también el espíritu, o mejor dicho, que el espíritu tiene derechos superiores a los de la carne porque él es eterno y de naturaleza sobrenatural y, por eso, goza de preeminencia sobre la carne, y entonces pronunciáis la palabra que os absuelve de todos vuestros pecados de rebeliòn: “pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Aquí está la paz, aquí la victoria. El ángel de Dios os ciñe y os conforta porque ganasteis la batalla preparatoria para hacer de la muerte un triunfo.

DOS

“¡Padre, perdónales!”.

Es el momento de despojarse de todo cuanto supone peso para volar con mayor seguridad a Dios. No podéis llevar con vosotros afectos ni riquezas que no sean espirituales y buenas. Y no hay hombre que muera sin tener algo que perdonar a alguno o a muchos de sus semejantes en muchas cosas y por múltiples motivos.

¿Qué hombre hay que llegue a morir sin haber sufrido el amargor de una traición, de un desamor, de un engaño, de un abuso o de otro daño cualquiera de parte de parientes, consortes o amigos? Pues bien, es la hora de perdonar para ser perdonados. Perdonar completamente, dejando a un lado, no sólo el rencor y el recuerdo sino hasta la persuasión de que el motivo de nuestro rencor era justo. Es la hora de la muerte. El tiempo, el mundo, los negocios y los afectos terminan quedando reducidos a “nada”. Ya sòlo existe una “verdad”: Dios. ¿Para qué, pues, llevar más allá de los umbrales lo que es de la parte de acá de los mismos?

Perdonar. Y, dado que llegar a la perfección del amor y del perdón –que consiste en no decir siquiera: “con todo yo tenía razòn”– es muy difícil, demasiado difícil para el hombre, debe traspasar al Padre el encargo de perdonar por nosotros. Entregarle nuestro perdón a Él que no es hombre, que es perfecto, que es bueno, que es Padre, para que Él lo depure con su Fuego y se lo dé, una vez perfeccionado, a quien merezca el perdón.

Perdonar, a los vivos y a los muertos. Sí. También a los muertos que nos causaron dolor. La muerte limó muchas aristas al disgusto de los ofendidos, a veces las quitó todas. Pero, aún perdura el recuerdo. Hicieron sufrir y se recuerda que hicieron sufrir. Este recuerdo pone siempre un límite a nuestro perdón. No. Ya no más. Ahora la muerte está a punto de quitar todo límite al espíritu. Se penetra en el infinito. Hay que eliminar, por tanto, hasta este recuerdo que pone límites al perdón. Perdonar, perdonar para que el alma no tenga sobre sí el peso y el tormento de los recuerdos y pueda estar en paz con todos los hermanos vivos o penantes, antes de encontrarse con el Pacífico.

“¡Padre, perdònales!”. Santa humildad, dulce amor del perdòn otorgado, que sobreentiende el perdón que se pide a Dios por las ofensas para con Él y para con el prójimo, que tiene todo aquel que pide perdón para los hermanos. Acto de amor. Morir en un acto de amor es ganar la indulgencia del amor. Bienaventurados los que saben perdonar en expiación de todas sus durezas de corazón y de las culpas de la ira.

TRES

“He aquí a tu hijo”.

¡He aquí a tu hijo! Hacer cesión de lo que nos es querido con previsor y santo pensamiento; abandonar los afectos y abandonarse a Dios sin resistencia. No envidiar al que posee lo que dejamos. Con esa frase podéis confiar a Dios todo lo que más os interesa y que abandonáis, y todo lo que os angustia, y hasta vuestro propio espíritu.

Recordar al Padre que es Padre. Ponerle en las manos el espíritu que torna a su Fuente. Decirle: “Heme aquí. Aquí estoy. Tòmame contigo porque me dono a Ti. No cedo forzado por las circunstancias. Me dono porque te amo como hijo que torna a su padre”.

Y decirle: “He aquí. Éstos son mis seres queridos; te los entrego. Éstos son mis negocios que alguna vez me hicieron ser injusto, envidioso del prójimo, y que hicieron que me olvidase de Ti porque me parecían –lo eran ciertamente, si bien yo los tenía por más de lo que eran– me parecían de capital importancia para el bienestar de los míos, para mi honor y por el aprecio que me proporcionaban. Creí también que sólo yo fuese capaz de administrarlos. Me creí necesario para llevarlos a cabo. Ahora veo… que eran tan sólo una pieza insignificante en el perfecto engranaje de tu Providencia, y muchas veces, un mecanismo imperfecto que descomponía el trabajo del organismo perfecto. Ahora que las luces y las voces del mundo cesan y todo se va alejando, veo… siento… ¡qué insuficientes, deterioradas e incompletas eran mis obras! ¡cómo desentonaban con el Bien! Presumí de ser „alguien?. Tú eras quien –previsor, providente y santo– corregías mis trabajos y los hacías útiles. Presumí. Alguna vez incluso dije que no me amabas porque no me acompañaba el éxito en lo que emprendía, como a aquellos a los que yo envidiaba. Ahora lo veo. ÀTen compasiòn de mí!”.

Humilde abandono, pensamiento agradecido de la Providencia como reparación de vuestras presunciones, avideces, envidias y sustituciones de Dios con pobres cosas humanas y con gula de toda suerte de riqueza.

CUATRO

“Acuérdate de mí”.

Habéis aceptado el cáliz de la muerte, habéis perdonado y cedido lo que era vuestro, incluso hasta a vosotros mismos. Habéis mortificado mucho el yo humano y liberado al alma de lo que desagrada a Dios: del espíritu de rebeldía, del espíritu de rencor y de codicia. Habéis cedido al Señor la vida, la justicia, la propiedad, la pobre vida, la más pobre justicia y las tres veces pobres propiedades humanas. Nuevos Jobs, os encontráis desfallecidos y despojados ante Dios. Entonces podéis decir: “Acuérdate de mí”.

Ya no sois nada. Ni salud, ni arrogancia, ni riqueza. No sois dueños ni de vosotros mismos. Sois oruga con posibilidad de convertiros en mariposa o de pudriros en la cárcel del cuerpo causando una postrer herida a vuestro espíritu. Sois fango que torna al fango o fango que se transforma en estrella según prefiráis descender en la cloaca del Adversario o ascender en el vórtice de Dios. La última hora decide la vida eterna.

Recordáoslo. Y gritad: “¡Acuérdate de mí!”

Dios aguarda aquel grito del pobre Job para colmarle de bienes en su Reino. Para un Padre es dulce perdonar, intervenir y consolar. En cuanto que escucha este grito, os dice:

“Hijo, estoy contigo. No temas”. Pronunciad esta palabra a fin de reparar las veces que os olvidásseis del Padre o fuisteis soberbios.

CINCO

“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”

A veces parece que Dios abandona. Pero sólo se ha escondido para que aumente la expiación y conceder así mayor perdón. ¿Puede el hombre lamentarse de ello con ira cuando él abandonó infinitas veces a Dios? Y ¿debe desesperarse porque Dios le pruebe?

¡Cuántas cosas pusisteis en vuestro corazón que no eran Dios! ¡Cuántas veces fuisteis indolentes con Él! Con cuántas cosas le rechazasteis y echasteis de vosotros! Llenasteis vuestro corazón de todo y después lo cerrasteis echándole el cerrojo porque temíais que Dios, si entraba, pudiera turbar vuestro quietismo indolente y purificar su templo echando de él a los usurpadores. ¿Qué os importaba de Dios mientras fuisteis felices?

Os decíais: “Tengo ya de todo porque me lo he ganado”. Y cuando no fuisteis felices ¿acaso no huisteis de Dios culpándole de vuestro mal?

¡Oh! hijos injustos que bebéis el veneno, que os introducís en los laberintos, que os arrojáis a los precipicios, a las guaridas de las serpientes y otras fieras y después decís:

“Dios tiene la culpa”. Si Dios no fuese Padre y Padre santo, ¿qué habría de responder a

vuestro lamento de las horas dolorosas cuando en las horas felices os olvidasteis de Él? ¡Oh! hijos injustos que, llenos de culpas como estáis, pretendéis ser tratados como no lo fue el Hijo de Dios en la hora del holocausto. Decid, ¿quién estuvo más abandonado? ¿No fue acaso Cristo, el Inocente, quien para salvar aceptó el abandono total de Dios tras haberle amado activamente siempre? ¿No lleváis acaso vosotros el nombre de “cristianos”? Y ¿no tenéis el deber de salvaros siquiera a vosotros mismos? En la turbia desidia, que se complace en sí misma y teme las molestias de acoger al Activo, no hay salvación.

Imitad pues a Cristo, lanzando este grito en el momento de mayor angustia. Pero haced que la nota del grito sea nota de mansedumbre y de humildad, no un tono de blasfemia ni de reproche. “¿Por qué me has abandonado Tú que sabes que sin Ti nada puedo? Ven Padre, ven a salvarme, a infundirme fortaleza para salvarme a mí mismo, porque son horribles las apreturas de la muerte y el Adversario acrecienta ingeniosamente su poder susurrándome que Tú ya no me amas. Déjate oír, Padre, no por mis méritos, sino precisamente porque soy una nada sin valor alguno que no sabe vencer si está sólo, y que ahora comprende que la vida era trabajo para ir al Cielo”.

Está dicho: ¡Ay de los que se encuentran solos! ¡Ay de quien está sólo en la hora de la muerte, solo consigo mismo contra Satanás y contra la carne! Pero no temáis. Si llamáis al Padre, Él acudirá. Y este humilde invocarlo expiará vuestras culpables torpezas para con Dios, vuestra falsa piedad y los desordenados amores del yo que os hacen indolentes.

SEIS

“Tengo sed”.

Sí, verdaderamente, cuando se ha entendido el verdadero valor de la vida eterna respecto del falso metal de la vida terrena, cuando se ha aceptado como santa obediencia la purificación del dolor y de la muerte, cuando en pocas horas, o en pocos minutos tal vez, se ha crecido en sabiduría y en gracia ante Dios más de cuanto se hubiera crecido en muchos años de vida, viene una sed profunda de aguas celestiales, de cosas celestiales. Están vencidas las lujurias de toda la sed humana, pero viene la sed sobrenatural de poseer a Dios. La sed del amor. El alma aspira a beber el amor y a ser absorbida por él. Como el agua de lluvia que cae al suelo y no quiere convertirse en fango sino tornar a ser nube, así ahora el alma tiene sed de subir al lugar del que descendió. A punto de quedar rotos los muros carnales, la prisionera percibe ya las auras del Lugar de origen y lo anhela con todo su ser.

¿Cuál es el peregrino exhausto que, viendo ya próximo, tras largos años, el lugar nativo, no concentra todas sus fuerzas y prosigue veloz, tenaz, despreocupado de todo lo que no sea llegar al sitio del que un día partió dejando en él su verdadero bien que ahora está seguro de recobrar y de gustar mucho más, dada la experiencia que tiene del pobre bien que no sacia y que encontró en el lugar del exilio?

“Tengo sed”. Sed de Ti, mi Dios. Sed de tenerte. Sed de poseerte. Sed de darte. Porque en los umbrales entre la Tierra y el Cielo se sabe ya entender, como se debe, el amor al prójimo, y viene un deseo de actuar para dar a Dios al prójimo que dejamos. Es la santa laboriosidad de los santos que, cual granos muertos convertidos en espiga, se desbordan en amor para proporcionar amor y hacer que ame a Dios aquel que aún está debatiéndose en las luchas de la Tierra.

“Tengo sed”. Una vez llegada el alma a los umbrales de la Vida, no hay más que un agua que sacie: el Agua viva, Dios mismo. El Amor verdadero: Dios mismo. Amor contrapuesto al egoísmo.

El egoísmo murió en los justos antes que la carne y el que reina en ellos es el amor que grita: “Tengo sed de Ti y de almas. Salvar. Amar. Morir para gozar de la libertad de amar y de salvar. Morir para nacer. Dejar para poseer. Rechazar toda dulzura, todo consuelo, porque todo lo de aquí abajo es vanidad y lo que el alma tan sólo quiere es anegarse en el río, en el océano de la Divinidad, beber de Ella, estar en Ella sin tener más sed, al acogerle la Fuente del Agua de la Vida”. Hay que tener esta sed en reparación del desamor y de la lujuria.

SIETE

“Todo está cumplido”.

Todas las renuncias, todos los sufrimientos, todas las pruebas, las luchas, las victorias, las ofrendas: todo. Ya sólo resta presentarse ante Dios. Concluyó el tiempo concedido a la criatura para llegar a ser un dios, lo mismo que el concedido a Satanás para tentarla. Cesa el dolor, cesa la prueba, cesa la lucha. Quedan únicamente el juicio y la amorosa purificación, o llega de inmediato la bienaventurada morada del Cielo. Cuanto es Tierra y voluntad humana llegó a su fin. ¡Todo está cumplido! Ésta es la palabra de la completa resignación o del gozoso reconocimiento de haber terminado la prueba y consumado el holocausto.

No me refiero aquí a los que mueren en pecado mortal, quienes no dicen: “todo está cumplido”, sino que, con un grito de victoria y un llanto de dolor, lo dicen por ellos el ángel de las tinieblas, victorioso y el ángel de la guarda, vencido.

Me refiero a los pecadores arrepentidos, a los buenos cristianos o a los héroes de la virtud. Éstos, cada vez más vivos en su espíritu al tiempo que la muerte se apodera de la carne, murmuran o gritan, resignados o gozosos: “Todo está consumado. El sacrificio ha terminado. ¡Tòmalo como expiaciòn mía! ¡Tòmalo como mi ofrenda de amor!” Así dicen los espíritus con la penúltima palabra, según sea que sufran la muerte por ley común o, como almas víctimas, la ofrezcan en voluntario sacrificio.

Pero tanto unas como otras, una vez llegadas a la liberación de la materia, reclinan su espíritu en el seno de Dios diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

“María, ¿sabes lo que supone expirar con esta elevación hecha viva en el corazón? Es expirar en el beso de Dios. Hay muchas preparaciones para la muerte. Mas, créeme, ésta, basada en mis palabras, es, dentro de su sencillez, la más santa de todas”.

Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:


Categories
Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Resurrección de Jesús y la aparición a María, visión de María Valtorta

Esta es un extracto del último capítulo del libro de María Valtorta que habla sobre la Glorificación de Jesús y María y que los suscriptores a la Newsletter pueden leerlo completo en la Zona de Descarga.

Dice Jesús:
-Las razones que me han movido a iluminar y a dictar episodios y palabras míos al pequeño Juan (como así llamaba Jesús a María Valtorta) son -además de la alegría de comunicar una exacta cognición acerca de mí, el deseo de ayudar a las almas en su ascensión hacia la perfección. El conocimiento de mí es ayuda en esta ascensión. Mi Palabra es Vida…

Nombro las principales:

I. La razón más profunda del don de esta obra es que en estos tiempos en que el modernismo, condenado por mi Santo Vicario Pío X, se corrompe cayendo en doctrinas cada vez más dañinas, la Santa Iglesia, representada por mi Vicario, tenga más materia para combatir a los que niegan:
-La sobrenaturalidad de los dogmas; la divinidad de Cristo.
-La verdad del Cristo Dios y Hombre, real y perfecto, tanto en la fe como en la historia que acerca de Él ha sido transmitida (Evangelio, Hechos de los Apóstoles, Epístolas apostólicas, tradición).
-La doctrina de Pablo y Juan y de los concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia, y otros más recientes, como verdadera doctrina mía por mí enseñada oralmente o inspirada.
-Mi sabiduría ilimitada por ser divina y perfecta.
-El origen divino de los dogmas, de los Sacramentos, de la Iglesia una, santa, católica, apostólica.
-La universalidad y continuidad, hasta el final de los siglos, del Evangelio dado por mí y para todos los hombres
-La naturaleza perfecta, desde el comienzo, de mi doctrina, que no se ha formado como es a través de sucesivas transformaciones, sino que como es ha sido dada: doctrina del Cristo, del tiempo de Gracia, del Reino de los Cielos y del Reino de Dios en vosotros; divina, perfecta, inmutable; Buena Nueva para todos los sedientos de Dios.
Al dragón rojo de las siete cabezas, diez cuernos y siete diademas en la cabeza (Daniel 7; Apocalipsis 12-20), que con la cola arrastra tras sí a la tercera parte de las estrellas del cielo y las hace caer y en verdad os digo que caen más abajo de la tierra¬, y que persigue a la Mujer, oponed, como también a las bestias del mar y de la tierra que muchos, demasiados, al estar seducidos por sus aspectos y prodigios, adoran, oponed, digo, mi Ángel volador que surca el cielo llevando el Evangelio eterno bien abierto, incluso por las páginas cerradas hasta ahora, para que los hombres puedan salvarse, por su luz, de las roscas de la gran serpiente de las siete fauces, que quiere ahogarlos en sus tinieblas… y a mi regreso encuentre todavía la fe y la caridad en el corazón de los perseverantes, y sean éstos más numerosos que lo que, por la obra de Satanás y de los hombres, cabría esperar.

 

LA RESURRECCIÓN

En el huerto todo es silencio y titileo del rocío. Encima, un cielo que va adquiriendo color zafiro cada vez más claro, habiéndose despojado ya de su negroazul recamo de estrellas, que durante toda la noche había estado velando al mundo. El alba rechaza, de oriente a occidente, estas zonas todavía oscuras, como hace la ola durante la marea alta, cuando ésta va avanzando y cubriendo el oscuro litoral y sustituyendo el gris negro de la húmeda arena y del arrecife por el azul del agua marina.

Algunas estrellitas se resisten todavía a morir, y parpadean, cada vez más débilmente bajo la onda de luz blanco-verdosa del alba, láctea con tonalidades cenizosas, como las frondas de los olivos soñolientos que hacen de corona a aquel montículo poco lejano. Y naufragan luego, sumergidas por la ola del alba, como tierra sobrepujada por el agua. Y ya hay una menos… y luego otra menos… y otra, y otra: el cielo va perdiendo sus rebaños de estrellas… Ya sólo, en el extremo occidente, hay tres; luego, dos; luego una, que sigue contemplando ese prodigio cotidiano que es el surgimiento de la aurora.

Y cuando un hilo rosicler dibuja una línea sobre la seda turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento acaricia las frondas y las hierbas, diciendo: «Despertaos. El día resucita». Pero sólo despierta a frondas y hierbas, que, bajo sus diamantes de rocío, se estremecen, con un leve susurro acompañado de arpegios de gotas que caen; los pájaros todavía no se despiertan entre las tupidas ramas de un altísimo ciprés que parece dominar como un señor en su reino; ni en la enredada maraña de un seto de laurel que protege de la tramontana.

Los soldados que están de guardia, aburridos, enfriados, en varias posturas, vigilan el Sepulcro, cuya puerta ha sido reforzada, en los bordes, con una gruesa capa de argamasa, como si fuera un contrafuerte. Sobre el fondo blanco opaco de la argamasa resaltan las anchas rosetas de cera roja del sello del Templo, estampadas junte a otros sellos directamente en la argamasa fresca.

Los soldados deben haber encendido un pequeño fuego durante la noche, porque hay en el suelo ceniza y tizones mal quemados; y deben haber jugado y comido, porque hay todavía restos de comida diseminados, y pequeños huesos limpios, usados, sin duda, para algún juego semejante a nuestro dominó o a nuestro infantil juego con canicas, jugados sobre un rudimentario trazado dibujado en el sendero. Luego se han cansado y han abandonado todo para buscar posturas más o menos cómodas, según fuera para dormir o para velar.

En el cielo, que ahora presenta en el Oriente un área enteramente rosada que se va extendiendo cada vez más por el cielo sereno -donde todavía no hay rayos de sol-, aparece, procedente de profundidades desconocidas, un meteoro lleno de resplandor. Y el meteoro baja -bola de fuego de irresistible resplandor-seguido de una estela rutilante, que quizás no es más que el recuerdo de su fulgor en nuestra retina. Baja velocísimo hacía la Tierra, esparciendo una luz tan intensa, fantasmagórica, aterradora dentro de su belleza, que la rosada de la aurora queda anulada, superada por esta incandescencia blanca.

Los soldados alzan, estupefactos, la cabeza (incluso porque con la luz llega un estampido potente, armónico, solemne, que llena con su sonido toda la Creación). Viene de profundidades paradisíacas. Es el aleluya, el gloria angélico, que sigue al Espíritu del Cristo en su regreso a su Carne gloriosa.

El meteoro se abate contra la piedra que inútilmente cierra el Sepulcro. La arranca de cuajo, la echa al suelo. Paraliza, por el terror y el fragor, a los soldados puestos como carceleros del Dueño del Universo. Y, a su regreso a la Tierra, al igual que había producido un terremoto cuando huyó de la Tierra, el Espíritu del Señor produce un nuevo terremoto. Entra en el oscuro Sepulcro, el cual, con esta indescriptible luz, se llena de claridad; y mientras la luz permanece suspendida en el aire inmóvil, el Espíritu se reinfunde en el inmóvil Cuerpo bajo la mortaja.

Todo esto (la aparición, el descenso, la entrada, la desaparición la Luz de Dios) ha sido rapidísimo: no en un momento, sino en una fracción de momento.

El «Quiero» del divino Espíritu a su fría Carne no tiene sonido. Lo dice la Esencia a la Materia inmóvil. Pero ningún oído humano percibe esa palabra. La Carne recibe ese imperativo y obedece con profundo respiro… Durante unos momentos, nada más.

Debajo del sudario y de la sábana, la Carne gloriosa se recompone vestida de eterna belleza, se despierta del sueño de la muerte, regresa de la «nada» en que estaba, vive después de haber estado muerta. Ciertamente el corazón se despierta y da su primer latido, impulsa en las venas la helada sangre que quedaba y, inmediatamente, crea la medida total de sangre en las arterias vaciadas, en los pulmones inmóviles, en el cerebro entenebrecido, y aporta nuevo calor, salud, fuerza, pensamiento.

Otro instante, y se produce un repentino movimiento bajo la pesada sábana. Tan repentino, que, desde el instante en que El mueve las manos cruzadas, hasta el momento en que aparece, majestuoso, en pie, lleno de resplandor con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente bello y majestuoso, con una gravedad que lo transforma y eleva sin anularle su identidad, la vista casi no tiene tiempo de captar los momentos sucesivos. Y ahora la vista lo admira. ¡Qué distinto de como la mente recuerda! Pulcro, sin heridas ni sangre; sólo resplandeciente, con el resplandor de la luz que mana a chorros de las cinco llagas y rezuma por todos los poros de su epidermis.

Cuando da el primer paso y, al moverse, los rayos que irradian las Manos y los Pies lo aureolan de haces de luz: desde la Cabeza, nimbada con un halo constituido por las innumerables pequeñas heridas de 1a corona, que ya no manan sangre sino sólo fulgor, hasta el borde del vestido-, cuando, abriendo los brazos que tenía juntos en el pecho, descubre la zona de luminosidad vivísima que pasa a través del vestido encendiéndolo con un sol a la altura del Corazón, entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo.

No la pobre luz de la Tierra, no la pobre luz de los astros, no la pobre luz del Sol. Es la Luz de Dios: todo el fulgor paradisíaco reunido en un solo Ser, un fulgor que le da sus inconcebibles azules como pupilas, sus fuegos de oro como cabellos, sus candores angélicos como vestido y colorido, y todo lo que constituye -y no es descriptible con palabra humana -el supraeminente ardor de la Stma. Trinidad- que anula con su potencia ardiente todo fuego del Paraíso absorbiéndolo en sí para generarlo nuevamente en cada instante del Tiempo eterno, Corazón del Cielo que atrae y difunde su sangre, las innumerables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo lo que constituye el Paraíso: el amor de Dios, el amor a Dios; todo esto es la Luz que es el Cristo Resucitado, que constituye el Cristo Resucitado.

Cuando se mueve, viniendo hacia la salida, y la vista puede ver más allá del fulgor, entonces aparecen ante mi vista dos luminosidades hermosísimas (sólo como estrellas comparadas con el Sol): una hacia dentro y otra hacia afuera de la puerta, postradas en acto de adoración a su Dios que pasa envuelto en su luz, espirando beatitud con su sonrisa; y sale. Abandona la fúnebre gruta y vuelve a pisar la tierra, la cual se despierta de alegría y resplandece toda en su rocío, en los colores de las hierbas y los rosales, en las infinitas corolas de los manzanos que se abren por un prodigio al recibir los primeros rayos del Sol, que las besan, y ante la presencia del Sol eterno que bajo ellas camina.

Los soldados se han quedado paralizados donde estaban… Las fuerzas corrompidas del hombre no ven a Dios, mientras que las fuerzas puras del universo -las flores, las hierbas, los pájaros-admiran y veneran al Poderoso, que pasa nimbado con su propia Luz y rodeado de un nimbo de luz solar.

Su sonrisa, la mirada que deposita en las flores, en las frondas, o que se alza al cielo sereno, hace aumentar la belleza de todo: y más suaves, y teñidos de un esfumado, sedoso colorido rosáceo, aparecen los millones de pétalos que forman una espuma florecida sobre la cabeza del Vencedor; y más vivos aparecen los diamantes del rocío; y más azul el cielo, que refleja sus Ojos refulgentes; y más festivo el Sol, que pone pinceladas de alegría en una nubecita movida por una brisa ligera que viene a besar a su Rey con fragancias arrebatadas a los jardines y caricias de pétalos sedosos.

Jesús alza la Mano y bendice. Luego, mientras cantan más fuerte los pájaros y más intensamente el viento perfuma, desaparece de mi vista, dejándome en un gozo que borra hasta los más leves recuerdos de tristezas y sufrimientos y las más leves vacilaciones sobre el mañana…

 

JESÚS RESUCITADO SE APARECE A SU MADRE

María ahora está postrada rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed.

La ventana cerrada se abre con un impetuoso golpeo de las recias hojas, y, bajo el primer rayo del Sol, entra Jesús.

María, que se ha estremecido con el ruido y que alza la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido; sonriente, vivo, más luminoso que el Sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y lo ve avanzar hacia Ella.

María se endereza sobre sus rodillas y, uniendo las manos sobre el pecho, dice con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, mi Dios». Y se queda arrobada, contemplándolo con su rostro lavado todo en lágrimas, pero sereno ahora, sosegado por la sonrisa y el éxtasis.

Pero El no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, cuyas heridas emanan rayos que hacen aún más luminosa su Carne gloriosa: « ¡Mamá!». Y no es esa palabra afligida de los coloquios y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de la agonía. Es un grito de triunfo, de alegría, de liberación, de fiesta, de amor, de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no osa tocarlo, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone en pie, la aprieta contra su Corazón y la besa.

¡Oh, entonces María comprende que no es una visión, sino que es su Hijo realmente resucitado; que es su Jesús, el Hijo que sigue amándola como Hijo! Y, con un grito, se le arroja al cuello y lo abraza y lo besa, riendo y llorando. Lo besa en la Frente, donde ya no hay heridas; en la Cabeza, que ya no está despeinada ni sangra; en los Ojos fúlgidos; en las Mejillas ahora sanas; en la Boca que ya no está hinchada. Y luego toma sus Manos y besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa.

Luego se levanta, lo mira, no se atreve…

Pero Él comprende y sonríe. Retira levemente su vestido en la parte del pecho y dice:

-¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; esta que tanto te ha hecho sufrir y que sólo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Mamá. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta a mi Gozo de Resucitado.

Y toma entre sus manos la cara de su Madre y apoya los labios de Ella en los labios de la herida del Costado, de donde manan chorros de luz vivísima. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz.

Ella besa, besa, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que ha pegado su boca a la fuente y de la fuente esté bebiendo esa vida que se le escapaba.

Ahora Jesús habla.
-Todo ha terminado, Mamá. Ya no tienes que llorar por tu Hijo. La prueba está consumada. La Redención se ha producido.

Mamá, gracias por haberme concebido, criado, ayudado en 1a vida y en la muerte.

He sentido llegar a mí tus oraciones, que han sido mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por este mundo y más allá de este mundo; tus oraciones han estado conmigo en la Cruz y en el Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que iba a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos guiados por el Redentor, para que los ángeles estuvieran preparados para saludar al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu Santo las han oído y visto, y han sonreído como a 1a flor más hermosa y al más dulce canto nacidos en e1 Paraíso. Las han conocido los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén. Y Yo te traigo el «gracias» de ellos, Mamá, junto con el beso de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José.

¡Todo el Cielo entona su hosanna para ti, Madre mía, Mamá santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace unos días la gente entonó para mí.

Ahora voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al vencedor en esa figura de Hombre con que ha vencido al Pecado del Hombre. Pero luego regresaré. Tengo que confirmar en la Fe a quien no cree todavía y necesita creer para llevar a otros a creer; debo fortalecer a los pequeños, que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir al mundo.

Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Mamá, ¿ves ese velo? Aun dentro de mi abatimiento, he irradiado poder milagroso para ti, para darte ese consuelo. Y para ti cumplo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas dentro de ti.

Nunca estarás sola. En estos días lo has estado. Pero mi Redención requería también este dolor tuyo. Mucho ha de añadirse continuamente a la Redención, porque mucho será creado continuamente en el orden del Pecado. Llamaré a todos mis siervos a esta coparticipación redentora. Y tú eres aquella que, por si sola, hará más que todos los santos juntos. Por eso, se requería también este largo abandono.

A partir de ahora, ya no. Ya no estoy escindido del Padre. Tú ya no estarás escindida del Hijo. Y, teniendo al Hijo, tienes a la Trinidad nuestra. Tú, Cielo viviente, serás portadora de la Trinidad en la Tierra, en medio de los hombres, y santificarás a la Iglesia, tú, Reina del Sacerdocio y Madre de los Cristianos.

Luego Yo vendré a recogerte. Y ya no seré Yo en ti, sino que serás tú en mí, quien, en mi Reino, haga más hermoso el Paraíso.

Ahora me marcho, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María. Luego subo al Padre. Luego vendré a quien no cree.

Mamá, tu beso por bendición, y mi Paz a ti por compañía. Adiós.

Y Jesús desaparece en el sol, que desciende a chorros del cielo matutino y sereno.

 

CONSIDERACIONES SOBRE LA RESURRECCIÓN

Dice Jesús (a María Valtorta):

-Las oraciones ardientes de María anticiparon algo mi Resurrección.

Yo había dicho: «Al Hijo del hombre lo matarán, pero al tercer día resucitará». Había muerto a las tres de la tarde del viernes. Tanto si calculáis los días por su nombre como si calculáis las horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. En cuanto a horas, mi Cuerpo había estado sin vida treinta y ocho, en vez de setenta y dos; en cuanto a días, habría debido, al menos, llegar la tarde de este tercer día para decir que había estado tres días en la tumba.

Pero María anticipó el milagro. Como cuando con su oración abrió los Cielos algunos años antes respecto a la época fijada para dar al mundo su Salvación, así ahora Ella obtiene la anticipación de algunas horas para dar consuelo a su corazón agonizante.

Y Yo, al rayar el alba del tercer día, bajé como sol que desciende, y con mi fulgor derretí los sellos humanos, tan inútiles ante el poder de un Dios; con mi fuerza hice palanca para volcar la piedra inútilmente vigilada; con mi aparición creé un fulgor que echó por tierra a los tres veces inútiles soldados que habían sido puestos de guardia para custodia de una muerte que era Vida y que ninguna fuerza humana podía impedir que lo fuera.

Mucho más potente que vuestra corriente eléctrica, mi Espíritu entró como espada de Fuego divino a dar calor a los fríos restos mortales de mi Cadáver, y al nuevo Adán el Espíritu de Dios le sopló la vida, diciéndose a sí mismo: «Vive. Lo quiero».

Yo, que había resucitado a los muertos cuando no era sino el Hijo del hombre, la Víctima designada para cargar con las culpas del mundo, ¿no iba a poder resucitarme a mí mismo, ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el último, el Viviente eterno, Aquel que tiene en sus manos las llaves de la Vida y la Muerte? Y mi Cadáver sintió que la Vida volvía a Él.

Mira: respiro profundamente, como un hombre que se despierte después del sueño producido por una enorme fatiga. Y todavía no abro mis ojos. La sangre vuelve a circular, todavía poco rápida, en las venas, y devuelve el pensamiento a la mente. ¡Y venía de tan lejos! Mira: como en un hombre herido y sanado por una fuerza milagrosa, la sangre vuelve a las venas vacías, llena el Corazón, da calor a los miembros del Cuerpo, y las heridas se cierran, desaparecen cardenales y llagas, la fuerza vuelve. ¡Y estaba tan herido! Interviene la Fuerza y Yo quedo curado, me despierto, vuelvo a la Vida. Estuve muerto. ¡Ahora vivo! ¡Ahora me pongo en pie!

Me quito la mortaja, aparto de mí la capa de ungüentos. No los necesito para aparecer como Belleza eterna, como eterna Integridad. Me visto con vestiduras que no son de esta Tierra, sino que las ha tejido quien es mi Padre, Él, que teje la seda de las virginales azucenas. Estoy vestido de esplendor. Mi adorno son las llagas, que ya no -rezuman sangre sino que irradian luz, esa luz que será el gozo de mi Madre y de los bienaventurados, y el terror, la visión insoportable de los malditos y de los demonios en la Tierra y en el último día.

El ángel de mi vida de hombre y el ángel de mi dolor están postrados delante de mí y adoran mi Gloria. Están mis dos ángeles. Uno, para gozarse en la visión de su Custodiado, que ahora ya no tiene necesidad de la angélica defensa. El otro, que ha visto mis lágrimas, para ver mi sonrisa; que ha visto mi batalla, para ver mi victoria; que ha visto mi dolor, para ver mi dicha.

Y salgo al huerto lleno de capullos de flores y rocío. Y los manzanos abren sus corolas para formar un arco florecido sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas hacen de alfombra de gemas y de corolas a mi pie, que vuelve a pisar la Tierra redimida después de haber sido alzado sobre ella para redimirla. Me saluda el primer sol, y el viento dulce de Abril, y la leve nube que pasa, rosácea como mejilla infantil, y los pájaros entre las frondas. Soy su Dios. Me adoran.

Paso entre los soldados desvanecidos, símbolo de las almas en pecado mortal, que no oyen el paso de Dios.

¡Es Pascua, María! ¡Esto sí que es el «Paso del Ángel de Dios»! Su Paso de la muerte a la vida. Su Paso para dar Vida a los que creen en su Nombre. ¡Es Pascua! Es la Paz que pasa por el mundo. La Paz ya sin el velo de la condición de hombre; libre, completa en su restablecida eficiencia de Dios.

Y voy donde mi Madre. Muy justo es que vaya. Lo fue para mis ángeles, mucho más lo es para aquella que, además de custodiadora mía y consuelo mío, fue la que me dio la vida. Antes incluso de volver al Padre con mi figura humana glorificada, voy a mi Madre. Voy con el fulgor de mi figura paradisíaca y de mis Gemas vivas. Ella me puede tocar, Ella puede besarlas, porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios.

El nuevo Adán va donde la nueva Eva. El mal entró en el mundo a través de la mujer, y la Mujer lo ha vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres de la baba de Lucifer. Ahora, si ellos quieren, pueden salvarse. Ha salvado a la mujer que tan frágil quedó después de la mortal herida.

Y después de a la Pura -a la que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya el Hijo-Dios-me presento a la mujer redimida, a la que es cabeza, representante de todas las femeniles criaturas a que he venido a liberar de la presa de la lujuria. Para que les diga a ellas que se acerquen a mí para curarse; que tengan fe en mí: que crean en mi Misericordia que comprende y perdona; que para vencer a Satanás, que atormenta su carne, miren a mi Carne adornada con las cinco heridas.

No dejo que ella me toque. Ella no es la Pura, que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Mucho debe purificar todavía con la penitencia. Pero su amor merece este premio. Ella ha sabido resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio; estrangular a Satanás, que la tenía apresada; desafiar al mundo por amor a su Salvador; ha sabido despojarse de todo lo que no fuera amor; ha sabido ser sólo amor que se consume por su Dios. Y Dios la llama: «María». Oye cómo responde: «¡Rabbuní!». En ese grito está su corazón.

A ella, que lo ha merecido, le doy el encargo de ser la mensajera de la Resurrección. Y una vez más sufrirá el escarnio, leve escarnio, como si delirara. Pero no le importa nada a María de Magdala, a María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y ello le produce una alegría que calma todo otro sentimiento.

¿Ves cómo amo a quien fue culpable, pero quiso salir de la culpa? Ni siquiera es a Juan al primero que me aparezco. Me aparezco a la Magdalena. Juan había recibido ya de mí el grado de hijo. Podía recibirlo, porque era puro y podía ser hijo no sólo espiritual, sino también dador y receptor -a la Pura y de la Pura de Dios-de los cui-dados o necesidades que están ligados a la carne.

Magdalena, la resucitada a la Gracia, tiene la primera visión de la Gracia Resucitada.

Cuando me amáis hasta el punto de vencer todo por mí, Yo tomo vuestra cabeza y vuestro corazón enfermos entre mis manos traspasadas y espiro en vuestro rostro mi Poder. Y os salvo, os salvo, amados hijos. Y de nuevo aparecéis hermosos, sanos, libres, felices; volvéis a ser los amados hijos del Señor; hago de vosotros los portadores de mi Bondad en medio de los indigentes seres humanos, aquellos que les dais a ellos testimonio de mi Bondad, para convencerlos de ella y de mí.

Tened, tened, tened fe en Mí. Tened amor. No temáis. Que os infunda seguridad en el Corazón de vuestro Dios todo lo que ese Corazón ha padecido para salvaros.

Y tú, pequeño Juan (María Valtorta), sonríe después de haber llorado. Tu Jesús ya no sufre. Ya no hay ni Sangre ni heridas, sino que hay luz, luz, luz y alegría y gloria. Que mi luz y mi alegría estén en ti hasta que llegue la hora del Cielo.

IR ARRIBA



Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:



Categories
Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

Algunas apariciones de Jesús luego de su Resurrección, visión de María Valtorta

Viendo las razones por las cuales Jesús dictó a María Valtorta estos hechos, El continúa diciendo:

II. Despertar en los sacerdotes y en los laicos un vivo amor al Evangelio y a todo lo que a Cristo se refiere. Lo primero de todo, una renovada caridad hacia mi Madre, en cuyas oraciones está el secreto de la salvación del mundo. Ella, mi Madre, es la Vencedora del Dragón maldito. Ayudad a su poder con vuestro renovado amor a Ella y con renovada fe y renovado conocimiento respecto a lo que a Ella se refiere. María ha dado al mundo al Salvador. El mundo aún recibirá de Ella la salvación.

III. Dar a los maestros de espíritu y directores de almas una ayuda para su ministerio: estudiando el mundo de los espíritus distintos que se movieron en torno a mí y los distintos modos que Yo usé para salvarlos. Porque de necios sería querer tener un método único para todas las almas. Distinto es el modo de atraer hacia la Perfección a un justo que espontáneamente a ella tiende, del modo que hay que usar con un gentil. Muchos gentiles tenéis entre vosotros, si llegáis a ver –como vuestro Maestro-como a gentiles a esos pobres seres que han sustituido al Dios verdadero por el ídolo del poder y la prepotencia, o del oro, o de la lujuria, o de la soberbia de su saber. Y distinto es el modo que ha de usarse para salvar a los modernos prosélitos, o sea, a los que han aceptado la idea cristiana pero no la ciudadanía cristiana, perteneciendo a las Iglesias separadas. Que ninguno sea despreciado, y estas ovejas perdidas menos que ninguno. Amadlas y tratad de llevarlas de nuevo al único Redil, para que se cumpla el deseo del Pastor Jesús.

Algunos, leyendo esta Obra, objetarán: «No consta en el Evangelio que Jesús tuviera contactos con romanos o griegos; por tanto, rechazamos estas páginas». ¡Cuántas cosas no constan en el Evangelio, o apenas se vislumbran, tras densas cortinas de silencio, aludidas por los Evangelistas acerca de episodios que por su inquebrantable mentalidad de hebreos ellos no aprobaban! ¿Creéis que conocéis todo lo que hice?

En verdad os digo que ni siquiera después de la lectura y aceptación de esta ilustración de mi vida pública conocéis todo acerca de mí. Habría matado -con la fatiga de ser el cronista de todos los días de mi ministerio, y de cada uno de los actos llevados a cabo en cada uno de los días-, habría matado a mi pequeño Juan, si le hubiera dado a conocer todo para que os transmitiera todo. «Y otras cosas hizo Jesús, las cuales, si fueran escritas una a una, creo que el mundo no podría contener los libros que se deberían escribir», dice Juan. Aparte de la hipérbole, en verdad os digo que si se hubieran escrito cada una de mis acciones, todas mis particulares lecciones, mis penitencias y oraciones para salvar a un alma, se habrían necesitado las salas de una de vuestras bibliotecas -y una de las mayores-para contener los libros que de mí hablaran. Y también os digo, en verdad, que sería mucho más útil para vosotros echar al fuego tanta inútil ciencia cargada de polvo y de veneno, para hacer lugar para mis libros, que no adorar tanto esas publicaciones casi siempre sucias de libídine o de herejía y luego saber tan poco de mí.

 

APARICIÓN A LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Por un camino montano dos hombres, de mediana edad, van andando rápido. A sus espaldas, Jerusalén, cuyas alturas van desapareciendo cada vez más, detrás de las otras que, con continuas ondulaciones de cimas y valles, se subsiguen.

Van hablando. El más anciano dice al otro (tendrá, como mucho, treinta y cinco años):
-Créelo, ha sido mejor hacer esto. Yo tengo familia y tú también. El Templo no bromea. Está decidido realmente a poner fin a estas cosas. ¿Tendrá razón? ¿No la tendrá? Yo no lo sé. Sé que tienen la idea clara de acabar para siempre con todo esto.
-Con este delito, Simón. Dale el nombre apropiado. Porque, al menos, delito es.
-Según. En nosotros el amor es levadura contra el Sanedrín. Pero quizás… ¡no sé!».
-Nada. El amor ilumina. No lleva al error.
-También el Sanedrín, también los sacerdotes y los jefes aman. Ellos aman a Yeohveh, a Aquel al que todo Israel ha amado desde que fue estrechado el pacto entre Dios y los Patriarcas. ¡Entonces también para ellos el amor es luz y no lleva al error!
-Lo suyo no es amor al Señor. Sí. Israel desde hace siglos está en esa Fe. Pero, dime: ¿puedes afirmar que sigue siendo una Fe lo que os dan los jefes del Templo, los fariseos, los escribas, los sacerdotes? Ya ves tú mismo que con el oro sagrado destinado al Señor ya se sabía o, al menos, se sospechaba que esto sucediera-con ese oro han pagado al Traidor y ahora pagan a los soldados que estaban de guardia. A1 primero, para que traicionara al Cristo; a los segundos, para que mientan. ¡Oh, lo que yo no sé es cómo la Potencia eterna se haya limitado a remover los muros y a rasgar el Velo! Te digo que hubiera querido que bajo los escombros hubiera sepultado a los nuevos filisteos. ¡A todos!
-¡Cleofás! Te abandonas a la venganza.
-A la venganza. Porque, supongamos que Él fuera sólo un profeta, ¿es lícito matar a un inocente? ¡Porque era inocente! ¿Le has visto alguna vez cometer tan siquiera uno de los delitos de que lo acusaron para matarlo?
-No. Ninguno. Pero sí cometió un error.
-¿Cuál, Simón?
-El de no irradiar poder desde lo alto de su Cruz. Para confirmar nuestra fe y para castigo de los incrédulos sacrílegos. Hubiera debido aceptar el desafío y bajar de la Cruz.
-Ha hecho más todavía, ha resucitado.
-¿Será verdad? ¿Resucitado, cómo? ¿Con el Espíritu solamente o con el Espíritu y la Carne?
-¡El espíritu es eterno! ¡No necesita resucitar! -exclama Cleofás
-Eso también lo sé yo. Lo que quería decir es que si ha resucitado sólo con su naturaleza de Dios, superior a cualquier asechanza humana. Porque en estos días el hombre ha atentado contra su Espíritu con el terror. ¿Has oído lo que ha dicho Marcos? Cómo, en el Getsemaní, donde Jesús iba a orar apoyado en una piedra, está todo lleno de sangre. Y Juan, que ha hablado con Marcos, le ha dicho: «No dejes que pisen este lugar, porque es sangre sudada por el Hombre Dios». ¡Si sudó sangre antes de la tortura, sin duda debió sentir terror ante ella!
-¡Pobre Maestro nuestro!…
Guardan silencio afligidos.

Jesús se llega a ellos, y pregunta:
-¿De qué hablabais? En el silencio, oía a intervalos vuestras palabras. ¿A quién han matado?
Es un Jesús celado tras la apariencia modesta de un pobre viandante apremiado por la prisa. Ellos no lo reconocen.
-¿Eres de otros lugares? ¿No te has detenido en Jerusalén? Tu túnica empolvada y las sandalias tan deterioradas nos parecen las de un incansable peregrino.
-Lo soy. Vengo de muy lejos…
-Entonces estarás cansado. ¿Y vas lejos?
-Muy lejos, aún más lejos que de donde vengo.
-¿Tienes negocios? ¿Eres comerciante?
-Debo adquirir un sinnúmero de rebaños para el mayor de los señores. Debo ir por todo el mundo para elegir ovejas y corderos; descender incluso a los rebaños agrestes, los cuales, una vez domesticados, serán incluso mejores que los que ahora no son salvajes.
-Difícil traba
jo. ¿Y has proseguido sin detenerte en Jerusalén?
-¿Por qué lo preguntáis?
-Porque pareces el único que ignora lo que en ella ha sucedido en estos días.

-¿Qué ha sucedido?
-Vienes de lejos y por eso quizás no lo sabes. Sin embargo, tu acento es galileo. Por tanto, aunque estés a las órdenes de un rey extranjero o seas hijo de galileos expatriados, sabrás, si eres circunciso, que hacía tres años que en nuestra patria había surgido un gran profeta de nombre Jesús de Nazaret, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante los hombres, que predicaba por toda la nación. Y decía que era el Mesías. Las suyas eran realmente palabras y obras de Hijo de Dios, que es lo que decía ser. Pero sólo de Hijo de Dios. Todo Cielo… Ahora sabes por qué… Pero… ¿eres circunciso?
-Soy primogénito y estoy consagrado al Señor.
-¿Entonces conoces nuestra Religión?
-Ni una sílaba de ella ignoro. Conozco los preceptos y los usos. La Halasia, el Midrás y la Haggada me son conocidos como los elementos del aire, el agua, el fuego y la luz, que son los primeros a que tienden la inteligencia, el instinto, la necesidad del hombre, ya al poco de nacer del seno materno.
-Pues entonces sabes que Israel recibió la promesa del Mesías, pero de un Mesías como rey poderoso que habría de reunir a Israel. Él, sin embargo, no era así…
-¿Y cómo era?
-No aspiraba a un poder terreno, sino que se decía rey de un reino eterno y espiritual. No ha reunido a Israel. Al contrario, lo ha escindido, porque ahora Israel está dividido entre los que creen en Él y los que lo consideran un malhechor. En realidad no tenía aptitud para rey porque quería sólo mansedumbre y perdón. ¿Cómo subyugar y vencer con estas armas?…
-¿Y entonces?
-Pues entonces los Jefes de los Sacerdotes y los Ancianos de Israel lo han apresado y lo han juzgado reo de muerte… acusándolo, esto es verdad, de culpas no verdaderas. Su culpa era ser demasiado bueno y demasiado severo…
-¿Cómo podía ser las dos cosas al mismo tiempo?
-Podía porque era demasiado severo en decir las verdades a los jefes de Israel, y demasiado bueno en no obrar contra ellos milagros muerte, fulminando a esos injustos enemigos suyos.
-¿Severo como el Bautista era?
-Bueno… no sabría decirte. Reprendía duramente a escribas y fariseos, especialmente al final, y amenazaba a los del Templo como personas signadas por la ira de Dios. Pero luego, si uno era pecador y se arrepentía y Él veía en su corazón verdadero arrepentimiento, -porque el Nazareno leía en los corazones mejor que un escriba en el texto-entonces era más dulce que una madre.
-¿Y Roma ha permitido que fuera ejecutado un inocente?
-Lo condenó Pilatos… Pero no quería, y lo llamaba justo. Pero le amenazaron con denunciarlo ante César, y tuvo miedo. En definitiva, fue condenado a la cruz y en ella murió. Y esto, junto con el temor a los miembros del Sanedrín, nos ha deprimido mucho. Porque yo soy Clofé, hijo de Clofé, y éste es Simón, ambos de Emaús y parientes, porque yo soy el marido de su primera hija, y éramos discípulos del Profeta.
-¿Y ahora ya no lo sois?
-Esperábamos que fuera Él el que liberaría a Israel, y también que con un prodigio confirmara sus palabras. ¡Pero!…

-¿Qué palabras había dicho?
-Te lo hemos dicho: «He venido al Reino de David. Soy el Rey pacífico» y así otras cosas. Decía: «Venid al Reino», pero luego no nos dio el reino. Decía: “A1 tercer día resucitaré”. Hoy es el tercer día después de su muerte; es más, ya se ha cumplido, porque ya ha pasado la hora novena, y no ha resucitado. Algunas mujeres y algunos soldados que estaban de guardia dicen que sí, que ha resucitado. Pero nosotros no lo hemos visto. Ahora los soldados dicen que han dicho eso para justificar el robo del cadáver llevado a cabo por los discípulos del Nazareno. Pero… ¡los discípulos!… Todos nosotros lo hemos abandonado por miedo mientras vivía… Está claro que ahora que ha muerto no hemos robado su Cuerpo. Y las mujeres… ¿quién cree en ellas? Nosotros íbamos hablando de esto. Y queríamos saber si Él se refería a resucitar sólo con el Espíritu de nuevo divino, o si también con la Carne. Las mujeres dicen que los ángeles -porque dicen que han visto ángeles después del terremoto, y puede ser, porque ya el viernes aparecieron los justos fuera de los sepulcros-, dicen que los ángeles dijeron que Él estaba como uno que no hubiera muerto nunca. Y, en efecto, así les pareció verlo a las mujeres. Pero dos de nosotros, dos jefes, fueron al Sepulcro, y, si bien lo han visto vacío, como las mujeres han dicho, a Él no lo han visto, ni allí ni en otro lugar. Y sentimos una gran desolación porque ya no sabemos qué pensar.

-¡Qué necios y duros sois para comprender! ¡Qué lentos para creer en las palabras de los profetas! ¿Acaso no estaba dicho esto? El error de Israel está en haber interpretado mal la realeza de Cristo. Por esto no han creído en Él, por esto le temieron, por esto ahora vosotros dudáis. Arriba, abajo, en el Templo y en las aldeas, en todas partes, se pensaba en un rey según la humana naturaleza. La reconstrucción del reino de Israel, en el pensamiento de Dios, no estaba limitada ni en el tiempo ni en el espacio ni en cuanto al medio, como lo estaba en vosotros.

No en el tiempo: ninguna realeza, ni siquiera la más poderosa, es eterna. Tened presente a los poderosos Faraones que oprimieron a los hebreos en tiempos de Moisés. ¡Cuántas dinastías acabadas… y de ellas no quedan sino momias sin alma en el fondo de hipogeos ocultos! Y queda un recuerdo, si es que queda, de su poder de un hora (menos de una hora, si medimos sus siglos en relación al Tiempo eterno. Este Reino es eterno.

En el espacio. Estaba escrito: reino de Israel. Porque de Israel ha venido el tronco de la raza humana; porque en Israel está -voy a decirlo así-la semilla de Dios; y, por tanto, diciendo Israel, se quería decir: el reino de los creados por Dios. Pero la realeza del Rey Mesías no está limitada al pequeño espacio de Palestina, sino que se extiende de Septentrión a Meridión, de Oriente a Occidente, allá donde haya un ser que en la carne tenga un espíritu, o sea, allá donde haya un hombre. ¿Cómo habría podido uno sólo centrar en sí a todos los pueblos enemigos entre sí y hacer de todos ellos un único reino sin hacer correr a ríos la sangre y sin tener a todos subyugados con crueles opresiones de soldados? ¿Cómo, entonces, hubiera podido ser el rey pacífico de que hablan los profetas?

En cuanto al medio: el medio humano, lo he dicho, es la opresión. El medio sobrehumano es el amor. El primero es siempre limitado, porque los pueblos verdaderamente se alzan contra el opresor. El segundo es ilimitado porque el amor es amado, o vejado si no es amado; pero, siendo una cosa espiritual, no puede nunca ser agredido directamente. Y Dios, el Infinito, quiere medios que sean como Él. Quiere aquello que no es finito porque es eterno: el espíritu; lo que es del espíritu; lo que lleva al Espíritu. El error ha sido el haber concebido en la mente una idea mesiánica equivocada en cuanto a los medios y en cuanto a la forma.
¿Cuál es la realeza más alta? La de Dios. ¿No es verdad? Ahora bien -así es llamado y esto es el Mesías-, el Admirable, el Emmanuel, el Santo, el Germen sublime, el Fuerte, el Padre del siglo futuro, el Príncipe de la paz, el que es Dios como Aquel de quien viene ¿no tendrá una realeza semejante a la de Aquel que lo engendró? Sí, la tendrá. Una realeza del todo espiritual y del todo eterna, invulnerable a robos y a sangre, una realeza que no conoce traiciones ni vejaciones: su Regiedumbre; esa que la Bondad eterna concede también a los pobres seres humanos, para dar honor y gozo a su Verbo.

¿Pero no dijo, acaso, David que este Rey poderoso tiene bajo sus pies todo como escabel? ¿No narra Isaías toda su Pasión? ¿No numera David -se podría decir-inc
luso las torturas? ¿Y no está escrito que Él es el Salvador y Redentor, que con su holocausto salvará al hombre pecador?
¿Y no está precisado -y Jonás es signo de ello-que durante tres días iba a ser deglutido por el vientre insaciable de la Tierra, y que luego sería expelido como el profeta por la ballena? ¿Y no dijo Él: «El Templo mío, o sea, mi Cuerpo, al tercer día después de haber sido destruido, será reconstruido por mí (o sea, por Dios)»? ¿Y qué pensabais, que por magia Él iba a poner de nuevo en pie los muros del Templo? No. No los muros. Él mismo. Y sólo Dios podía resucitarse a sí mismo. Él ha reedificado el Templo verdadero: su Cuerpo de Cordero. Inmolado, como fue la orden y la profecía que recibió Moisés para preparar el «paso» de la muerte a la Vida, de la esclavitud a la libertad, de los hombres hijos de Dios y esclavos de Satanás.
“¿Cómo ha resucitado?”, os preguntáis. Respondo: ha resucitado con su verdadera Carne, con su divino Espíritu dentro de ella (de la misma forma que en toda carne mortal está el alma morando regiamente en el corazón). Así ha resucitado, después de haber padecido todo para expiar todo y hacer reparación de la Ofensa primigenia y de las infinitas que cada día lleva a cabo la Humanidad. Ha resucitado como estaba dicho bajo el velo de las profecías. Venido en su tiempo -os recuerdo a Daniel-, en su tiempo fue inmolado. Y, oíd y recordad, en el tiempo predicho después de su muerte, la ciudad deicida será destruida.

Os aconsejo que leáis con el alma, no con la mente soberbia, a los profetas, desde el principio del Libro hasta las palabras del Verbo inmolado. Recordad al Precursor que lo señalaba como Cordero. Traed a vuestra memoria cuál fue el destino del simbólico cordero mosaico. Por esa sangre fueron salvados los primogénitos de Israel. Por esta Sangre serán salvados los primogénitos de Dios, o sea, aquellos que con la buena voluntad se hayan consagrado al Señor. Recordad y comprended el mesiánico salmo de David y al mesiánico profeta Isaías. Recordad a Daniel, traed a vuestra memoria, pero alzando ésta del fango hacia el azul celeste, todas las palabras sobre la realeza del Santo de Dios, y comprended que otra señal más exacta no se os podía dar; más fuerte que esta victoria sobre la Muerte, que esta Resurrección obrada por sí mismo.
Recordad que castigar desde lo alto de la Cruz a quienes en ella lo habían puesto hubiera sido disconforme a su misericordia y a su misión. ¡Todavía Él era el Salvador, a pesar de ser el Crucificado escarnecido y clavado a un patíbulo! Crucificados los miembros, pero libre la voluntad y el espíritu; y con la voluntad y el espíritu quiso seguir esperando, para dar a los pecadores tiempo para creer y para invocar -no con grito blasfemo, sino con gemido de contrición-su Sangre.

Ahora ha resucitado. Todo ha cumplido. Glorioso era antes de su encarnación. Tres veces glorioso lo es ahora, que, después de haberse anonadado durante tantos años en una carne, se ha inmolado a sí mismo, llevando la Obediencia hasta la perfección de saber morir en la cruz para cumplir la Voluntad de Dios. Gloriosísimo, en unidad con la Carne glorificada, ahora que sube al Cielo y entra en la Gloria eterna, dando comienzo al Reino que Israel no ha comprendido.
A ese Reino Él, con más instancia que nunca, con el amor y la autoridad de que está lleno, llama a las tribus del mundo. Todos, como vieron y previeron los justos de Israel y los profetas, todos los pueblos verán al Salvador. Y no habrá ya Judíos o Romanos, Escitas o Africanos, Iberos o Celtas, Egipcios o Frigios. El territorio del otro lado del Eufrates se unirá a las fuentes del Río perenne. Los habitantes de las regiones hiperbóreas al lado de los númidas irán a su Reino, y caerán razas e idiomas. No tendrán ya cabida ni las costumbres ni el color de la piel o los cabellos. Antes bien, habrá un pueblo inmenso, fúlgido y cándido, y un solo lenguaje y un solo amor. Será el Reino de Dios. El Reino de los Cielos. Monarca eterno: el Inmolado Resucitado. Súbditos eternos: los creyentes en su Fe. Aceptad creer, ara pertenecer a él.

-Ahí está Emaús, amigos. Yo voy más lejos. No se le concede un Alto en el camino al Viandante que tanto camino ha de recorrer.
-Señor. Tienes más instrucción que un rabí. Si Él no hubiera muerto, diríamos que nos ha hablado. Quisiéramos seguir oyéndote hablar de otras y más extensas verdades. Porque ahora, nosotros, que somos ovejas sin pastor, desconcertadas con la tempestad del odio de Israel, ya no sabemos comprender las palabras del Libro. ¿Quieres que vayamos contigo? Fíjate, nos seguirías instruyendo, cumpliendo así la obra del Maestro que nos ha sido arrebatado.
-¿Tanto tiempo lo habéis tenido y no os ha podido hacer completos? ¿No es ésta una sinagoga?
-Sí. Yo soy Cleofás, hijo de Cleofás el arquisinagogo, muerto en su alegría de haber conocido al Mesías.
-¿Y todavía no has alcanzado una fe sin ofuscaciones? Pero no es culpa vuestra. Todavía, después de la Sangre, falta el Fuego. Y luego creeréis, porque comprenderéis. Adiós.
-¡Oh, Señor, ya se viene la tarde y el sol se comba hacia su ocaso. Estás cansado y sediento. Entra. Quédate con nosotros. Y nos hablas de Dios mientras compartimos el pan y la sal.
Jesús entra y con la habitual hospitalidad hebraica le sirven bebidas y agua para los pies cansados.

Luego se sientan a la mesa y los dos le ruegan que ofrezca por ellos el alimento.
Jesús se levanta, teniendo el pan en las palmas. Alzando los ojos al cielo rojo del atardecer, da gracias por el alimento. Se sienta. Parte el pan y pasa un trozo a cada uno de sus dos huéspedes. Y, al hacerlo, se manifiesta en lo que Él es: el Resucitado. No es el fúlgido Resucitado que se ha aparecido a los otros predilectos suyos. Pero es un Jesús lleno de majestad, con las llagas bien visibles en sus largas Manos: rosas rojas en el color marfil de la piel. Un Jesús bien vivo con su Carne recompuesta, pero también bien divino en la majestuosidad de sus miradas y de todo su aspecto.
Los dos lo reconocen y caen de rodillas… Pero, cuando se atreven a levantar la cara, de Él no queda más que el pan partido. Lo toman y lo besan. Cada uno toma su trozo y se lo mete, como reliquia, envuelto en un palio de lino, en el pecho.
Lloran, diciendo:
-¡Era Él! Y no lo hemos conocido. ¡Pero no sentías tú que te ardía el corazón en el pecho mientras nos hablaba y nos hacía mención de las Escrituras?
-Sí. Y ahora me parece verlo de nuevo, a la luz que del Cielo proviene, la luz de Dios; y veo que Él es el Salvador.
-Vamos. Ya no siento ni cansancio ni hambre. Vamos a decírselo a los de Jesús que están en Jerusalén.
-Vamos. ¡Oh, si el anciano padre mío hubiera podido gozar de esta hora!
-¡No digas eso, hombre! Más que nosotros la ha gozado. Sin el velo que por piedad hacia nuestra debilidad carnal ha sido usado, él, el justo Clofé, ha visto con su espíritu al Hijo de Dios volver al Cielo ¡Vamos! ¡Vamos! Llegaremos ya en plena noche. Pero, si Él lo quiere, nos proporcionará la manera de pasar. ¡Si ha abierto las puertas de la muerte, podrá abrir las puertas de las murallas! Vamos.
Y, en el ocaso del todo purpúreo, caminan con paso veloz hacia Jerusalén.

 

APARICIÓN A LOS APÓSTOLES, ESTA VEZ CON TOMÁS. JESÚS HABLA SOBRE EL SACERDOCIO Y LOS FUTUROS SACERDOTES

Los apóstoles están recogidos en el Cenáculo. Alrededor de la mesa en que fue celebrada la Pascua. Pero, por respeto, el sitio del centro, el de Jesús, está desocupado.
También los apóstoles, faltando quien los polarice y distribuya por voluntad propia y por elección de amor, se han colocado de forma distinta. Pedro está todavía en su sitio. Pero en el sitio de Juan está ahora Judas Tadeo. Luego viene el más anciano de los apóstoles, que no sé todavía quién es (“no sé todavía quién es”, considerada la fecha de la presente «visión», que precede a casi todas las de la vida pública de Jesús); luego Santiago, hermano de Juan, casi en la esquina de la mesa por la parte derecha, respecto a mí, que miro. Al lado de Santiago, pero en el lado corto de la mesa, está sentado Juan. Y después de Pedro viene Mateo, y después de Mateo Tomás, luego uno cuyo nombre no sé, luego Andrés, luego Santiago, hermano de Judas Tadeo, y otro cuyo nombre no sé, en los otros lados. El lado largo que está enfrente de Pedro aparece vacío, pues los apóstoles están más arrimados en los asientos de lo que lo estaban en la Pascua.
Las ventanas están bien trancadas, y también las puertas. La lámpara, de la que están encendidos sólo dos mecheros, esparce luz, tenue, sólo sobre la mesa. El resto de la amplia estancia está en la penumbra.
Juan, a cuyas espaldas hay un aparador, tiene el encargo de pasar a sus compañeros lo que desean de la parca comida (compuesta de pescado, que está en la mesa, pan, miel y pequeños quesos frescos). Y es en el acto de volverse hacia la mesa, para dar a su hermano el queso que le ha pedido, cuando Juan ve al Señor.

Jesús se ha aparecido de forma muy curiosa. La pared que está a espaldas de los comensales -una pared continua excepto en el ángulo donde está la pequeña puerta-, en su centro, se ha iluminado, a una altura de un metro del suelo aproximadamente, con una luz tenue y fosforescente, como la que emanan ciertos cuadraditos que son luminosos sólo en la oscuridad de la noche. La luz, de una altura de casi dos metros, tiene forma oval, como si fuera un nicho. En la luminosidad, como si avanzara desde detrás de velos de niebla luminosa, va emergiendo cada vez más netamente Jesús.
No sé si logro explicarme bien. Parece como si su Cuerpo fluyera a través del espesor de la pared, que no se abre, sino que permanece compacta; pero el Cuerpo pasa igual. La luz parece la primera emanación de su Cuerpo, el anuncio de estarse acercando. El Cuerpo, primero, está formado por leves líneas de luz (como veo en el Cielo al Padre y a los ángeles santos): es inmaterial. Luego se va materializando cada vez más, hasta tomar, en todo, el aspecto de un cuerpo real, de su divino Cuerpo glorificado.
Mi descripción ha sido larga, pero la cosa se ha producido en pocos segundos.
Jesús está vestido de blanco, como cuando resucitó y se apareció a su Madre. Hermosísimo, amoroso, sonriente. Tiene los brazos extendidos a lo largo de los lados del Cuerpo, un poco separados de éste, con las Manos hacia abajo y con la palma vuelta hacia los apóstoles. Las dos Llagas de las Manos parecen dos estrellas de diamantes, de las que salen dos rayos vivísimos. No veo los Pies, pues están cubiertos por la túnica, tampoco veo el Costado. Pero a través de la tela de su vestido no terreno se filtra luz en los lugares en que aquélla oculta las divinas Heridas. A1 principio parece que Jesús es sólo Cuerpo de candor lunar; ahora, después de haberse concretado apareciendo fuera del halo de luz, tiene los colores naturales de sus cabellos, ojos y piel: es Jesús, en fin, Jesús-Hombre-Dios; pero, ahora que ha resucitado, ha adquirido mayor solemnidad.
Juan lo ve cuando Él está ya así. Ningún otro se había percatado de la aparición. Juan se pone bruscamente de pie, dejando caer sobre la mesa el plato de los pequeños quesos redondos. Apoyando las manos en el borde de la mesa, se inclina un poco, oblicuamente, hacia ésta, como si un imán lo atrajera, y exhala un « ¡Oh!» quedo pero intenso.
Los otros, que habían alzado los ojos de sus platos al caer, ruidoso, el plato de los quesos y al ver la repentina reacción de Juan, y que lo habían mirado asombrados al ver su postura extática, ahora siguen su mirada. Vuelven la cabeza o se vuelven ellos, según la posición en que se encontraran respecto al Maestro, y ven a Jesús. Se ponen todos en pie, emocionados y dichosos, y se apresuran a ir donde Él, que, acentuando su sonrisa se está acercando, caminando ahora sobre el suelo, como todos los mortales.

Jesús, que antes miraba, fijamente, sólo a Juan -y yo creo que Juan se ha vuelto atraído por esa mirada que lo acariciaba-mira a todos y dice:
-Paz a vosotros.
Ahora todos están a su alrededor, quién de rodillas a sus pies (entre éstos, Pedro y Juan -es más, Juan besa un borde de la túnica y se la pone en la cara como buscando su caricia-), quién más atrás de pie, pero muy inclinado en actitud de reverencia.
Pedro, para llegar antes, ha dado un verdadero brinco por encima del asiento, saltándolo, sin esperar a que Mateo, saliendo antes, dejara libre el sitio (hay que recordar que los asientos servían para dos personas simultáneamente).

El único que se queda un poco lejos, con gesto de embarazo, es Tomás. Se ha arrodillado al lado de la mesa, pero no se atreve a ir más adelante, es más, parece como si intentara esconderse tras 1a esquina de la mesa.
Jesús, dando a besar sus Manos -con ardor santo y amoroso buscan estas Manos los apóstoles-, pasa su mirada sobre las cabezas agachadas, como buscando al undécimo. Pero desde el primer momento lo ha visto (su gesto tiene sólo la finalidad de dar tiempo a Tomás de recobrarse y acercarse).
Viendo que el incrédulo, avergonzado por su falta de fe, no se atreve a hacerlo, lo llama:
-Tomás, ven aquí.
Tomás alza la cabeza, confundido, casi llorando, pero no se atreve a ir. Baja de nuevo la cabeza.
Jesús da algunos pasos hacia él y vuelve a decir:
-Ven aquí, Tomás.
La voz de Jesús es más imperiosa que la primera vez.
Tomás se alza, retraído y confuso, y va hacia Jesús.
-¡Aquí está el que no cree si no ve! -exclama Jesús. Pero en su voz hay una sonrisa de perdón.
Tomás lo percibe, se decide a mirar a Jesús, y ve que verdaderamente sonríe; entonces gana coraje y se acerca más deprisa.
-Ven aquí, bien cerca. Mira. Mete un dedo, si no te basta mirar, en las heridas de tu Maestro.
Jesús ha extendido las Manos y luego ha abierto la túnica en la parte del pecho, descubriendo el desgarro del Costado. La luz no nace ya de las Heridas. No surge ya desde que, saliendo de su halo de luz lunar, ha empezado a caminar como un Hombre mortal. Las Heridas se muestran en su cruenta realidad: dos agujeros irregulares, izquierdo hasta el pulgar, que atraviesan, respectivamente, una muñeca y la base de una palma, y un largo corte, que en el lado superior tiene ligera forma de acento circunflejo, en el Costado.
Tomás tiembla, mira, y no toca. Mueve los labios, pero no logra hablar claramente.
-Dame tu mano, Tomás -dice Jesús con mucha dulzura. Y toma con su derecha la mano derecha del apóstol, agarra el índice y lo lleva al desgarrón de su Mano izquierda y lo introduce bien dentro para que sienta que la palma está traspasada, y luego de la Mano lo pasa al Costado. Es más, ahora agarra los cuatro dedos de Tomás, por su base, por el metacarpo y pone estos cuatro gruesos dedos en el desgarrón del Pecho, y los introduce -no se limita a apoyarlos en el borde-y los tiene ahí dentro mientras mira fijamente a Tomás. Es una mirada severa, pero también dulce… mientras continúa:
-…Mete aquí tu dedo, pon los dedos, y la mano, si quieres, en mi Costado, no seas incrédulo, sino fiel.
Dice esto mientras hace lo que he dicho antes.
Tomás -parece que la proximidad del Corazón divino, al que casi toca, le ha infundido valor-logra por fin articular las palabras y hablar; dice, cayendo de rodillas, con los brazos alzados y un estallido de llanto de arrepentimiento:
-¡Señor mío y Dios mío!
No sabe decir otra cosa.
Jesús lo perdona. Le pone la derecha sobre la cabeza y responde:
-¡Tomás, Tomás! Ahora crees porque has visto… ¡Bienaventurados los que crean en mí sin haber visto! Si os he de premiar a vosotros y vuestra fe ha recibido la ayuda de la fuerza de la visión, ¿qué premio habré de darles a ellos?…
Lu
ego Jesús pone el brazo en el hombro de Juan, mientras toma la mano de Pedro, y se acerca a la mesa. Se sienta en su sitio. Ahora están sentados como en la noche pascual. Pero Jesús quiere que Tomás se siente después de Juan.

-Comed, amigos -dice Jesús.
Pero ya ninguno tiene hambre. La alegría los sacia, la alegría de la contemplación.
Entonces Jesús coge los quesitos que están esparcidos y los reúne en el plato; los corta, los distribuye, y el primer trozo se lo da precisamente a Tomás, poniéndolo encima de un pedazo de pan y pasándolo por detrás de Juan. Vierte el vino de las ánforas en la copa, y se lo pasa a sus amigos; esta vez el primero en ser servido es Pedro. Luego pide que le den panales; los parte y da un trozo a Juan –esta vez a Juan el primero-con una sonrisa que es más dulce que la filamentosa y dorada miel que escurre. Y esto, para animarlos, lo come también El: sólo prueba la miel.
Juan -es su gesto habitual-reclina su cabeza sobre el hombro de Jesús, quien lo arrima a su Corazón y habla teniéndolo así.
-No debéis turbaros, amigos, cuando me aparezco a vosotros. Sigo siendo vuestro Maestro, que ha compartido con vosotros alimento y sueño y que os ha elegido porque os ha amado. También ahora os quiero.
Jesús resalta mucho estas últimas palabras.
-Vosotros – prosigue -habéis estado conmigo en las pruebas… estaréis conmigo también en la gloria. No bajéis la cabeza. En el anochecer del domingo, cuando vine a vosotros por primera vez después de mi Resurrección, os infundí el Espíritu Santo… también sobre ti, que no estabas presente, descienda el Espíritu… ¿No sabéis que 1a infusión del Espíritu es como un bautismo de fuego, porque el Espíritu es Amor, y e1 amor cancela las culpas? Vuestro pecado, por tanto, de deserción mientras Yo moría, os queda condonado.
A1 decir esto, Jesús besa a Juan en la cabeza, a Juan, que no desertó. Y Juan llora de alegría.
-Os he dado la potestad de condonar los pecados. Pero no se puede dar lo que no se posee. Vosotros debéis, pues, estar seguros de que esta potestad Yo la poseo perfecta y la uso por medio de vosotros, que debéis estar limpios en máximo grado para poder limpiar a quien se acerque a vosotros manchado de pecado. ¿Cómo podría uno juzgar y limpiar, si fuera merecedor de condena y estuviera él mismo sucio? ¿Cómo podría uno juzgar a otro, si tuviera vigas en su ojo y pesos infernales en su corazón? ¿Cómo podría decir: «Yo te absuelvo en nombre de Dios» si, por sus pecados, no tuviese consigo a Dios?

Amigos, pensad en vuestra dignidad de sacerdotes.
Antes Yo estaba en medio de los hombres para juzgar y perdonar. Ahora me marcho con mi Padre. Vuelvo a mi Reino. No soy despojado de la facultad de juicio; antes bien, toda ella está en mis manos, porque el Padre a mí me la ha confiado. Pero tremendo juicio. Porque se producirá cuando ya no le será posible al hombre atraerse el perdón con años de expiación sobre la Tierra. Todas las criaturas vendrán a mí con su espíritu cuando éste deje, por muerte material, la carne como despojo inútil. Y Yo las juzgaré, una primera vez. Luego, la Humanidad volverá con su vestido de carne, que habrá tomado de nuevo por imperativo celeste; volverá para ser separada en dos partes: los corderos con el Pastor; los cabros agrestes con su Torturador. Pero ¿cuántos serían los hombres que estarían con su Pastor, si después del lavacro del Bautismo no tuvieran ya a nadie que los perdonara en Nombre mío?
Por eso creo a los sacerdotes. Para salvar a los salvados por mi Sangre. Mi Sangre salva. Pero los hombres siguen cayendo en la muerte, siguen volviendo a caer en la Muerte. Es necesario que quien tenga la potestad los lave continuamente en mi Sangre, setenta y setenta veces siete, para que no caigan en manos de la Muerte. Vosotros y vuestros sucesores lo haréis. Por ello os absuelvo de todos vuestros pecados. Porque tenéis necesidad de ver, y la culpa, al quitarle al espíritu la Luz que es Dios, ciega. Porque tenéis necesidad de comprender, y la culpa, al quitarle al espíritu la Inteligencia que es Dios, embrutece. Porque tenéis un ministerio de purificación, y la culpa, al quitarle al espíritu la Pureza que es Dios, ensucia.
¡Gran ministerio este vuestro de juzgar y absolver en nombre mío!
Cuando vosotros consagréis para beneficio vuestro el Pan y el Vino y hagáis de ellos mi Cuerpo y mi Sangre, haréis una grande, sobrenaturalmente grande y sublime cosa. Para cumplirla dignamente deberéis ser puros, porque tocaréis a Aquel que es el Puro y os nutriréis de la Carne de un Dios. Puros de corazón, de mente, de miembros y de lengua deberéis ser, porque con el corazón deberéis amar la Eucaristía, y no deberán ser mezclados con este amor celeste profanos amores que serían sacrilegio. Puros de mente, porque deberéis creer y comprender este misterio de amor, y la impureza del pensamiento mata la Fe y el Intelecto. Queda la ciencia del mundo, pero muere en vosotros la Sabiduría de Dios. Puros de miembros deberéis ser, porque a vuestro interior descenderá el Verbo como descendió al seno de María por obra del Amor.

Tenéis el ejemplo vivo de cómo debe ser un seno que acoge al Verbo que se hace Carne. El ejemplo es la Mujer que me llevó, la Mujer sin pecado original y sin pecado individual.
Observad cuán pura es la cima del Hermón, envuelta todavía en el velo de la nieve invernal. Desde el Monte de los Olivos, parece un cúmulo de azucenas deshojadas o de espuma marina, elevándose como una ofrenda sobre el fondo del otro candor, el de las nubes transportadas por el viento de Abril por los campos azules del cielo. Observad, si no, una azucena que abra la boca de su corola para una sonrisa de fragancia. Pues bien, ambas purezas son menos vivas que la del seno que me fue materno. Polvo transportado por los vientos ha caído sobre la nieve del monte y sobre la seda de la flor. El ojo humano no lo percibe, de tan ligero como es; pero está, y deteriora el candor.
Y más aún: observad la perla más pura arrancada al mar, arrancada de su concha nativa, para adornar el cetro de un rey. Es perfecta en su apretada textura iridiscente, que ignora el contacto profanador de carne alguna, pues que se ha formado en el cuenco de la madreperla de la ostra, aislada en el fluido zafiro de las profundidades marinas. Y, a pesar de todo, es menos pura que el seno que me tuvo. En su centro está el granito arenoso: un corpúsculo diminutísimo, pero terrestre. En Aquella que es la Perla del Mar no existe partícula de pecado, ni siquiera el fomes del pecado. Perla nacida en el Océano de la Trinidad para traer a la Tierra a la Segunda Persona, Ella es compacta en torno a su centro, que no es semilla de terrena concupiscencia, sino centella del Amor eterno. Centella que, encontrando en Ella respuesta, ha generado los vórtices de la divina Exhalación que ahora a sí llama y atrae a los hijos de Dios: Yo, el Cristo, Estrella de la Mañana.
Esta Pureza inviolada es la que os doy como ejemplo.
Y cuando, como vendimiadores en un tino, hundís las manos en el mar de mi Sangre y de él sacáis para limpiar las vestiduras de los desdichados que pecaron, sed, además de puros, perfectos, para no mancharos con un pecado mayor, es más: con pecados mayores, derramando y tocando con sacrilegio la Sangre de un Dios o faltando a la caridad y a la justicia negándola, o dándola con un rigor que no es de Cristo -que fue bueno con los malos, para atraerlos a su Corazón, y tres veces bueno con los débiles, para animarlos a la confianza-, usando de este rigor tres veces indignamente, al ir contra mi Voluntad, contra mi Doctrina y contra la Justicia. ¿Cómo puede ser riguroso con los corderos un pastor ídolo?

¡Oh, muy amados míos, amigos a los que envío por los caminos del mundo para continuar la obra que Yo he empezado y que será proseguida mientras dure el Tiempo, recordad estas palabras mías! Os las digo para que se las digáis a los que consagréis para el ministerio en que Yo os he consagrado.
Veo… Miro el paso de los siglos… el tiempo y las turbas infinitas de los hombres que estarán -todos-ante mí… Veo… matanzas y guerras, paces falaces y horrendas carnicerías, odio y latrocinio, sensualidad y orgullo. De tanto en tanto un oasis verde: un período de retorno a la Cruz. Como obelisco que señala una onda pura entre 1as áridas arenas del desierto, mi Cruz ¬después de que el veneno del mal haya infectado de rabia a los hombres-será alzada con amor, y alrededor de ella, plantadas en los bordes de las aguas salubres, florecerán las palmeras de un período de paz y bien en el mundo. Los espíritus, como ciervos y gacelas, como golondrinas y palomas, se acercarán a ese reposado, fresco, nutricio refugio para curarse de sus dolores y recuperar la esperanza. Refugio que apretará sus ramas cual cúpula protectora de las tormentas y el fuerte sol, y mantendrá alejados a serpientes y fieras con el Signo que le hace huir al Mal. Así mientras los hombres quieran.
Veo… Muchos hombres… mujeres, viejos, niños, guerreros, hombres de estudio, doctores, campesinos… Todos vienen y pasan con su peso de esperanzas y dolores. Y veo que muchos vacilan porque el dolor es demasiado y la esperanza ha sido la primera en caer de la carga, de la carga demasiado pesada, para hacerse añicos en el suelo… Y veo a muchos que caen en los bordes del camino porque otros más fuertes los empujan, más fuertes o más afortunados respecto a su carga, leve. Y veo a muchos que, sintiéndose abandonados por los que pasan, pisoteados incluso, sintiéndose morir, llegan incluso a odiar y a maldecir.
¡Pobres hijos! En medio de todos éstos, maltratados por la vida, de estos que pasan o caen, mi Amor, intencionadamente, ha diseminado a los samaritanos compasivos, a los médicos buenos, luces en la noche, voces en el silencio, para que los débiles que caen encuentren una ayuda, vuelvan a ver la Luz, vuelvan a oír la Voz que dice: «Ten esperanza. No estás solo. Sobre ti está Dios. Contigo está Jesús». He puesto, intencionadamente, a estas caridades operantes para que mis pobres hijos no se me murieran en el espíritu y perdieran la morada paterna, y para que siguieran creyendo en mí-Caridad viendo en mis ministros mi reflejo.
Pero, ¡oh dolor que me haces sangrar la Herida del Corazón como cuando fue abierta en el Gólgota! ¿Qué ven mis Ojos divinos? ¿Acaso no hay sacerdotes entre las turbas infinitas que pasan? ¿Por esto sangra mi Corazón? ¿Están vacíos los seminarios? ¿Mi divina propuesta no suena ya en los corazones? ¿El corazón del hombre ya no es capaz de oírla? No. En los siglos habrá seminarios, y en ellos levitas. De ellos saldrán sacerdotes porque en la hora de su adolescencia mi propuesta habrá sonado con voz celeste en muchos corazones y ellos la habrán seguido. Pero otras, otras, otras voces habrán venido después, con la juventud y la madurez, y mi Voz habrá quedado achicada en esos corazones, mi Voz que habla durante los siglos a sus ministros para que sean siempre lo que vosotros ahora sois: los apóstoles formados en la escuela de Cristo. La vestidura ha quedado, pero el sacerdote ha muerto. En demasiados, durante los siglos, sucederá este hecho. Sombras inútiles y oscuras, no serán una palanca que eleva, una cuerda que tira, una fuente que calma la sed, trigo que sacia el hambre, corazón que sirva de almohada, una luz en las tinieblas, una voz que repita lo que el Maestro le dice; sino que serán para la pobre Humanidad un peso de escándalo, un peso de muerte, parásitos, una putrefacción… ¡Qué horror! ¡Los Judas más grandes del futuro Yo los tendré, de nuevo y siempre, en mis sacerdotes!

Amigos, Yo me hallo en la gloria y a pesar de ello, lloro. Siento compasión de estas turbas infinitas, rebaños sin pastores
o con demasiado escasos pastores. ¡Una compasión infinita! Pues bien, juro por mi Divinidad que les daré el pan, el agua, la luz, la voz que los elegidos para estas obras no quieren dar. Repetiré a lo largo de los siglos el milagro de los panes y los peces. Con pocos, despreciables pececillos y con escasos mendrugos de pan -almas humildes y laicas-daré de comer a muchos, y quedarán saciados, y sobrará para los que vengan después, porque «tengo compasión de este puebloy no quiero que perezca.
Benditos los que merezcan ser eso. No benditos porque son eso, sino porque lo habrán merecido con su amor y sacrificio. Y benditísimos aquellos sacerdotes que sepan mantenerse en su condición de apóstoles: pan, agua, luz, voz, descanso y medicina para mis pobres hijos. Con una luz especial resplandecerán en el Cielo. Yo os lo juro, Yo que soy la Verdad.
Vamos a levantarnos, amigos. Venid conmigo para enseñaros todavía a orar. La oración es la que alimenta las fuerzas del apóstol, porque lo funde con Dios.
Y aquí Jesús se levanta y va hacia la pequeña escalera.
Pero, cuando está al pie de la escalera, se vuelve y me mira (a María Valtorta). ¡Me mira! ¡Piensa en mí! Busca a su pequeña «voz». ¡La alegría de estar con sus amigos no le hace olvidarse de mí! Me mira por encima de las cabezas de los discípulos, y me sonríe. Alza la mano bendiciéndome y dice:
-La paz sea contigo.
Y la visión termina.

 

LECCIÓN SOBRE LOS SACRAMENTOS Y PREDICCIONES SOBRE LA IGLESIA

Estoy en otro monte, más poblado aún de bosques, no lejos de Nazaret (a la que lleva un camino que bordea la base del monte). Jesús los invita a sentarse en círculo: más cerca, los apóstoles; detrás de éstos, los discípulos (los que, de los setenta y dos, no se habían desperdigado yendo a distintos lugares), más Zacarías y José. Margziam está a sus pies, en una posición de privilegio.

Jesús, en cuanto se sientan y se callan y están todos atentos a sus palabras, empieza a hablar. Dice:
-Prestadme toda vuestra atención porque os voy a decir cosas de suma importancia. Todavía no las comprenderéis todas, ni todas bien. Pero Aquel que vendrá después de mí os las hará comprender. Escuchadme, pues.
Nadie está más convencido que vosotros de que sin la ayuda de Dios el hombre peca fácilmente, pues es debilísima su constitución, debilitada por el Pecado. Sería, entonces, un Redentor imprudente si, después de haberos dado tanto para redimiros, no diera también los medios para conservaros en los frutos de mi Sacrificio.
Sabéis que toda la facilidad para pecar viene de la Culpa, que, privando de la Gracia a los hombres, los despoja de su fortaleza, que está en la unión con la Gracia. Habéis dicho: «Pero Tú has devuelto la Gracia». No. Ha sido devuelta a los justos hasta mi Muerte. Para devolvérsela a los próximos se requiere un medio. Un medio que no será solamente una figura ritual, sino que imprimirá verdaderamente en quien lo reciba el carácter real de hijo de Dios, cuales eran Adán y Eva, cuya alma, vivificada por la Gracia, poseía dones excelsos que Dios había dado a su amada criatura.
Vosotros sabéis lo que tenía el Hombre y lo que perdió el hombre. Ahora, por mi Sacrificio, las puertas de la Gracia están de nuevo abiertas, y el río de la Gracia puede descender hacia todos los que la piden por amor a mí. Por eso, los hombres tendrán el carácter de hijos de Dios por los méritos del primogénito de los hombres, por los méritos de quien os habla, vuestro Redentor, vuestro Pontífice eterno, vuestro Hermano en el Padre, vuestro Maestro. Desde Jesucristo y por Jesucristo, los hombres presentes y futuros podrán poseer el Cielo y gozar de Dios, fin último del hombre.

Hasta ahora, ni los justos más justos, aunque estuvieran circuncidados como hijos del pueblo elegido, podían alcanzar este fin. Dios consideraba sus virtudes, sus lugares estaban preparados en el Cielo, pero éste les estaba vedado, y negado les era el gozar de Dios porque en sus almas, jardines benditos florecidos con toda suerte de virtudes, estaba también el árbol maldito de la Culpa original, y ninguna obra, por santa que fuera, podía destruirlo, y no es posible entrar en el Cielo con raíces y frondas de tan maléfico árbol. El día de la Parasceve, el suspiro de los patriarcas y profetas y de todos los justos de Israel se aplacó en el gozo de la Redención cumplida, y 1as almas, más blancas que nieve montana hasta donde alcanzaba su virtud, se vieron libres incluso de la única Mancha que las mantenía apartadas del Cielo.
Pero el mundo continúa. Generaciones y más generaciones surgen y surgirán. Pueblos y más pueblos vendrán a Cristo. ¿Puede Cristo morir para cada nueva generación, para salvarla, o para cada pueblo que a Él venga? No. Cristo ha muerto una vez y no volverá a morir jamás, en, toda la eternidad. ¿Habrá de suceder, pues, que estas generaciones, estos pueblos, se hagan sabios por mi Palabra pero no posean el Cielo ni gocen de Dios, por estar heridos por la Mancha original? Tampoco. No sería justo, ni para ellos, pues vano sería su amor a mí, ni para mí, pues por demasiado pocos habría muerto. ¿Y entonces? ¿Cómo conciliar estas cosas distintas? ¿Qué nuevo milagro hará Cristo -que ya ha hecho muchos-antes de dejar el mundo para ir al Cielo, después de haber amado a los hombres hasta querer morir por ellos?
Ya ha hecho uno, dejándoos su Cuerpo y su Sangre para alimento fortalecedor y santificador y para recuerdo de su amor; y os ha mandado que hagáis lo que Él hizo para recuerdo suyo y como medio santificador para los discípulos, y para los discípulos de los discípulos, hasta el final de los tiempos.

Pero, aquella noche, purificados ya vosotros externamente, ¿os acordáis lo que hice? Me ceñí una toalla y os lavé los pies. Y, a uno de vosotros, que se escandalizaba de aquel gesto demasiado humillante, 1e dije: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo».
No entendisteis lo que quería decir, ni de qué parte hablaba, ni qué símbolo estaba poniendo. Pues bien, os lo digo. Además de haberos enseñado la humildad y la necesidad de ser puros para entrar a formar parte del Reino mío, además de haberos hecho observar benignamente que Dios, de uno que es justo, y por tanto puro en su espíritu y en su intelecto, exige únicamente una última purificación -de aquella parte que, necesariamente, más fácilmente se contamina incluso en los justos, quizás sólo polvo que la necesaria convivencia con los hombres deposita en los miembros limpios, en la carne-, además de estas cosas, enseñé otra. Os lavé los pies, la parte inferior del cuerpo, la que va entre barro y polvo, a veces incluso entre inmundicias, para significar la carne, la parte material del hombre, la cual tiene siempre -excepto en los sin Mancha original, o por obra de Dios o por naturaleza divina (María Stma. por obra de Dios y Jesús por naturaleza divina) -imperfecciones, a veces tan mínimas que sólo Dios las ve, pero que verdaderamente deben ser vigiladas, para que no cobren fuerza y se transformen en hábito natural, y deben ser agredidas para ser extirpadas.
Os lavé los pies, pues. ¿Cuándo? Antes de la fracción del pan y el vino transubstanciados en mi Cuerpo y en mi Sangre. Porque Yo soy el Cordero de Dios y no puedo descender a donde Satanás tiene puesta su huella. Así pues, primero os lavé; luego me di a vosotros. También vosotros lavaréis con el Bautismo a los que vengan a mí, para que no reciban indignamente mi Cuerpo y no se transforme en tremenda condena de muerte.
Os estremecéis. Os miráis. Con las miradas os preguntáis: «¿Y Judas, entonces?». Os digo: “Judas comió su muerte”. El supremo acto de amor no le tocó el corazón. El extremo intento de su Maestro chocó contra la piedra de su corazón, y esa piedra, en lugar de la Tau, llevaba grabada la horrenda sigla de Satanás., la señal de la Bestia.
Así pues, os lavé antes de admitiros al banquete eucarístico, antes de escuchar la confesión de vuestros pecados, antes de infundiros el Espíritu Santo y, por tanto, el carácter de verdaderos cristianos reconfirmados en Gracia, y de Sacerdotes míos. Hágase, pues, así con aquellos a quienes debéis preparar para la vida cristiana.

Bautizad con agua en el Nombre del Dios uno y trino y en mi Nombre y por mis méritos infinitos, para que sea borrada de los corazones la Culpa original, sean perdonados los pecados, sean infundidas la Gracia y las santas Virtudes, y el Espíritu Santo pueda descender a morar en los templos consagrados que serán los cuerpos de los hombres que viven en la gracia del Señor.
¿Era necesaria el agua para borrar el Pecado? El agua no toca al alma, no. Pero tampoco el signo inmaterial toca la vista del hombre, tan material en todas sus acciones. Bien podía Yo infundir la Vida sin el medio visible. Pero ¿quién lo habría creído? ¿Cuántos son los hombres que saben creer firmemente si no ven? Tomad, pues, de la antigua Ley mosaica el agua lustral (Números 19, 17-22), usada para purificar a los impuros y admitirlos de nuevo, cuando se habían contaminado con un cadáver, en los campamentos. Es verdad, todo hombre que nace está contaminado al tener contacto con un alma muerta a la Gracia. Sea, pues, ésta, con el agua lustral, purificada del contacto impuro y hágasela digna de entrar en el Templo eterno.
Y tened estima por el agua… Después de haber expiado y redimido con treinta y tres años de vida fatigosa culminada en la Pasión, y después de haber dado mi Sangre por los pecados de los hombres fueron extraídas del Cuerpo desangrado e inmolado del Mártir las aguas saludables para lavar la Culpa original. Con el Sacrificio consumado, Yo os he redimido de aquella mancha. Si en el umbral de la muerte un milagro mío divino me hubiera hecho descender de 1a cruz, en verdad os digo que, por la sangre derramada habría purificado las culpas, pero no la Culpa. Para ésta ha sido necesaria la consumación total. En verdad, las aguas saludables de que habla Ezequiel (Ezequiel 47, 1-12) han salido de este Costado mío. Sumergid en él a las almas. Que salgan de él inmaculadas para recibir al Espíritu Santo que, en memoria de aquel soplo que el Creador espiró en Adán para darle el espíritu y, por tanto, la imagen y semejanza con Él, volverá a soplar y a morar en los corazones de los hombres redimidos.

Bautizad con mi Bautismo, pero en el Nombre del Dios trino. Porque, en verdad, si el Padre no hubiera querido y el Espíritu no hubiera actuado, el Verbo no se habría encarnado y vosotros no habríais recibido Redención. Por lo cual, es cuestión de justicia y de deber el que todo hombre reciba la Vida por Aquellos que se han unido en querérsela dar, nombrándose al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en el acto del Bautismo, que de mí tomará el nombre de cristiano para diferenciarlo de los otros, pasados o futuros, los cuales serán rito: pero no signos indelebles en la parte inmortal.

Y tomad el Pan y el Vino como Yo hice, y, en mi Nombre, bendecid, fraccionad y distribuid; y se nutran de mí los cristianos. Y haced del Pan y del Vino una ofrenda al Padre de los Cielos, inmolándola después en memoria del Sacrificio que Yo ofrecí y llevé a cabo en 1a Cruz por vuestra salvación. Yo, Sacerdote y Víctima, por mí mismo me ofrecí y sacrifiqué, no pudiendo ninguno, si Yo no hubiera querido, hacer esto de mí. Vosotros, mis Sacerdotes, haced esto en memoria mía y para que los tesoros infinitos de mi Sacrificio suban impetradores a Dios y desciendan propicios sobre todos aquellos que lo invocan con fe segura.
Fe segura, he dicho. No se exige ciencia para gozar del eucarístico Alimento y del eucarístico Sacrificio, sino fe. Fe en que en ese pan y en ese vino que uno, autorizado por mí y por los que después de mí vendrán -vosotros: tú, Pedro, Pontífice nuevo de la nueva Iglesia; tú, Santiago de Alfeo; tú, Juan; tú, Andrés; tú, Simón; tú, Felipe; tú, Bartolomé; tú, Tomás; tú, Judas Tadeo; tú, Mateo; tú, Santiago de Zebedeo-, consagre en mi Nombre es mi verdadero Cuerpo, mi verdadera Sangre; y fe en que quien se nutre de ellos me recibe en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad; y fe en que quien me ofrece, ofrece realmente a Jesucristo como Él se ofreció por los pecados del mundo. Un niño o un ignorante me pueden recibir al igual que pueden hacerlo un adulto y una persona docta. Y el Sacrificio ofrecido aportará a un niño o a un ignorante los mismos beneficios que a cualquiera de vosotros. Basta con que en ellos haya fe y gracia del Señor.

Pero vosotros vais a recibir un nuevo Bautismo, el del Espíritu Santo. Os lo he prometido y se os dará. El propio Espíritu Santo descenderá sobre vosotros. Ya os diré cuándo. Y quedaréis repletos de Él, con la plenitud de los dones sacerdotales. Podréis, por tanto, como he hecho Yo con vosotros, infundir el Espíritu Santo de que estaréis repletos, para confirmar en gracia a los cristianos e infundir en ellos los dones del Paráclito. Sacramento regio poco inferior al Sacerdocio Éxodo 29, 1-35; Levítico 8) .Que tenga la solemnidad, pues, de las consagraciones mosaicas con la imposición de las manos y la unción con óleo perfumado, en el pasado usado para consagrar a los Sacerdotes.
¡No, no os miréis tan asustados! ¡No estoy diciendo palabras sacrílegas! ¡No os estoy enseñando un acto sacrílego! La dignidad del cristiano es tal, que, lo repito, en poco es inferior a un sacerdocio. ¿Dónde viven los sacerdotes? En el Templo. Y un cristiano será un templo vivo. ¿Qué hacen los sacerdotes? Sirven a Dios con oraciones, con sacrificios y cuidando de los fieles. Esto hubieran debido hacer… Y el cristiano servirá a Dios con la oración y el sacrificio y con la caridad fraterna.

Y escucharéis la confesión de los pecados, así como Yo he escuchado los vuestros y los de muchos, y he perdonado donde he visto verdadero arrepentimiento.
¿Os inquietáis? ¿Por qué? ¿Tenéis miedo de no saber distinguir? He hablado otras veces sobre el pecado y sobre el juicio acerca del pecado. Y, al juzgar, acordaos de meditar en las siete condiciones por las que una acción puede ser o no pecado, y de distinta gravedad. Resumo. ¿Cuándo se ha pecado y cuántas veces?, ¿quién ha pecado?, ¿con quién?, ¿con qué?, ¿cuál es la materia del pecado?, ¿cuál la causa?, ¿por qué se ha pecado? Pero no temáis. El Espíritu Santo os ayudará.

Eso sí, con todo mi corazón os conjuro que observéis una vida santa, la cual aumentará de tal manera en vosotros las luces sobrenaturales, que llegaréis a leer sin error el corazón de los hombres y podréis, con amor y autoridad, declarar a los pecadores, temerosos de revelar su pecado o rebeldes para confesarlo, el estado de su corazón, ayudando a los tímidos y humillando a los impenitentes. Recordad que la Tierra pierde al Absolvedor y que vosotros debéis ser lo que Yo era: justo, paciente, misericordioso, pero no débil. Os he dicho: lo que desatéis en la Tierra quedará desatado en el Cielo y lo que aquí atéis quedará atado en el Cielo. Por tanto, con sopesada reflexión juzgad a cada uno de los hombres sin dejaros corromper por simpatías o antipatías, por regalos o amenazas; imparciales en todo y para todos como es Dios, teniendo presentes la debilidad del hombre y las insidias de los enemigos.
Os recuerdo que algunas veces Dios permite también las caídas de sus elegidos; no porque le guste verlos caer, sino porque de una caída puede resultar un bien futuro mayor. Tended, pues, la mano a quien cae, porque no sabéis si esa caída puede ser la crisis que remedia una enfermedad que para siempre termina, dejando en la sangre una purificación que produce salud, en nuestro caso: que produce santidad.

Sed, por el contrario, severos con los que no tengan respeto hacia mi Sangre y acabada de lavar su alma por el lavacro divino, se arrojen al cieno una y cien veces. No los maldigáis, pero sed severos. Exhortadlos. Reciban vuestro llamamiento setenta veces siete. Recurriréis al extremo castigo de separarlos del pueblo elegido sólo cuando su pertinacia en un pecado que escandalice a los hermanos os obligue a actuar para no haceros cómplices de sus acciones. Recordad lo que dije: «Si tu hermano ha pecado, corrígelo a solas. Si no te escucha, corrígelo ante dos o tres testigos. Si esto no basta, ponlo en conocimiento de la Iglesia. Si no escucha ni siquiera a la Iglesia, considéralo como un gentil y un publicano».

En la religión mosaica el matrimonio es un contrato (Tobías 7, 14). Que en la nueva religión cristiana sea un acto sagrado e indisoluble, sobre el cual descienda la gracia del Señor para hacer de los cónyuges dos ministros suyos en la propagación de la especie humana.
Tratad desde los primeros momentos de aconsejar al cónyuge procedente de la nueva religión que induzca al cónyuge que aún se halla fuera del número de los fieles a entrar a formar parte de este número, para evitar esas dolorosas divisiones de pensamiento, y consiguientemente de paz, que hemos observado incluso entre nosotros. Pero, cuando se trate de fieles en el Señor, que por ninguna razón se desuna aquello que Dios ha unido. Y en el caso de una parte que se encuentre, siendo cristiana, unida a otra parte gentil, aconsejo que aquélla lleve su cruz con paciencia y mansedumbre, y también con fortaleza, hasta el punto de saber morir por defender su fe, pero sin abandonar al cónyuge al que se ha unido con su pleno consenso. Éste es mi consejo para una vida más perfecta en el estado matrimonial, mientras no sea posible -lo será con la difusión del cristianismo-tener matrimonios de fieles. Entonces sagrado e indisoluble ha de ser el vínculo, y santo el amor.
Malo sería el que, por la dureza de los corazones, se diera en la nueva fe lo que se dio en la antigua: la permisión del repudio y de la separación para evitar escándalos creados por la libídine del hombre (Deuteronomio 24, 1-4). En verdad os digo que todos deben llevar su cruz en todos los estados, y también en el matrimonial. Y también os digo en verdad que ninguna presión debe doblegar vuestra autoridad que afirme: «No es lícito» a aquel que quiera pasar a nuevo desposorio antes de que uno de los cónyuges haya muerto. Os digo que es mejor que una parte corrompida se separe -ella sola o seguida por otros-antes que concederle, por retenerla en el Cuerpo de la Iglesia, algo que sea contrario a la santidad del matrimonio, escandalizando a los humildes y poniéndolos en la tesitura de hacer consideraciones desfavorables a la integridad sacerdotal y sobre el valor de la riqueza o el poder.
Acto serio y santo son las nupcias. Y para mostrar esto estuve en una boda, y allí realicé el primer milagro. Pero, ¡ay si degeneran en libídine y capricho! El matrimonio, contrato natural entre el hombre y la mujer; que se eleve de ahora en adelante a contrato espiritual por el cual las almas de dos que se amen juren servir al Señor en un amor recíproco ofrecido a Él en obediencia a su imperativo de procreación para dar hijos al Señor.

Otra cosa… Santiago, ¿recuerdas lo que hablamos en el Carmelo? Desde entonces te he venido hablando. Pero los otros ignoran esto… Visteis a María de Lázaro ungir mis miembros en la cena del sábado en Betania. En esa ocasión os dije: «Ella me ha preparado para la sepultura». En verdad lo hizo. No para la sepultura -ella creía que ese dolor estaba aún lejano-, pero sí para purificar mis miembros de todas las impurezas del camino, para ungirlos y así subiera perfumado con óleo balsámico al trono.
La vida del hombre es un camino. La entrada del hombre en la otra vida debería ser la entrada en el Reino. A todo rey se le unge y perfuma antes de subir a su trono y mostrarse a su pueblo. También el cristiano es un hijo de rey, que recorre su camino en dirección al reino a donde el Padre lo llama. La muerte del cristiano no es sino la entrada en el Reino para subir al trono que el Padre le ha preparado. La muerte -para aquel que, sabiendo que está en su gracia, no teme a Dios-no infunde espanto. Ahora bien, purifíquese de todo residuo el cuerpo de aquel que deba subir al trono, para que se conserve hermoso para la resurrección; y purifíquesele el espíritu, para que resplandezca en el trono que el Padre le ha preparado para que aparezca con la dignidad que corresponde al hijo de tan gran rey. Aumento de la Gracia, cancelación de los pecados de que el hombre tenga pleno arrepentimiento, suscitación de ardoroso deseo del Bien, comunicación de fuerza para el combate supremo: esto ha de ser la unción que se dé a los moribundos cristianos; o, dicho más propiamente, a los cristianos que estén para nacer, porque en verdad os digo que el que muere en el Señor nace a la vida eterna.
Repetid el gesto de María en los miembros de los elegidos. Y que ninguno lo considere indigno de él. Yo acepté de manos de una mujer aquel óleo balsámico. Que todo cristiano se sienta honrado considerándolo una gracia suprema que le viene de la Iglesia de la que es hijo, y que lo acepte del sacerdote para quedar limpio de sus últimas manchas. Y que todo sacerdote gustosamente repita en el cuerpo de su hermano moribundo el acto de amor de María para con el Cristo penante. En verdad os digo que aquello que en aquella ocasión no hicisteis conmigo, dejando que una mujer os llevara la delantera -y ahora pensáis en ello con mucho dolor-podéis hacerlo en el futuro, y tantas veces cuantas sean las que os inclinéis con amor hacia un moribundo para prepararlo para su encuentro con Dios. Yo estoy en los mendigos y en los moribundos, en los peregrinos, en los huérfanos, en las viudas, en los prisioneros, en los que tienen hambre, sed o frío, en los que están afligidos o cansados. Yo estoy en todos los miembros de mi místico Cuerpo, que es la unión de mis fieles. Amadme en ellos y ofreceréis reparación por vuestro desamor de tantas veces, y me daréis gran alegría a mí, y a vosotros os daréis mucha gloria.

Y considerad que contra vosotros conspiran el mundo, la edad, las enfermedades, el tiempo, las persecuciones. Evitad, pues, el ser avaros de lo que habéis recibido, y evitad la imprudencia. Transmitid, por esto, en mi Nombre, el Sacerdocio a los mejores de entre los discípulos, para que la Tierra no se quede sin sacerdotes. Y que sea un carácter sagrado concedido después de un profundo examen, no verbal sino de las acciones de aquel que pide ser sacerdote, o de aquel a quien juzguéis apto para serlo.
Pensad en lo que es el Sacerdote; en el bien que puede hacer y en el mal que puede hacer. Habéis visto una muestra de lo que puede hacer un sacerdote venido a menos en su carácter sagrado. En verdad os digo que por las culpas del Templo esta nación será dispersada. Pero también os digo, en verdad, que igualmente será destruida la Tierra cuando el abominio de la desolación entre en el nuevo sacerdocio, conduciendo a los hombres a la apostasía para abrazar las doctrinas infernales. Entonces surgirá el hijo de Satanás, y los pueblos, tremendamente horrorizados, gemirán, y pocos permanecerán fieles al Señor; entonces, entre convulsiones de horror, vendrá el final, tras la victoria de Dios y de sus pocos elegidos, y descenderá la ira de Dios sobre todos los malditos. ¡Desventura, tres veces desventura si para esos pocos ya no hay santos, los últimos pabellones del Templo de Cristo! ¡Desventura, tres veces desventura si para confortar a los últimos cristianos no hay verdaderos Sacerdotes como los habrá para los primeros!

En verdad, la última persecución, no siendo persecución de hombres sino del hijo de Satanás y de sus seguidores, será horrenda. ¿Sacerdotes? Tan feroz será la persecución de las hordas del Anticristo, que los de la última hora deberán ser más que sacerdotes. Semejantes al hombre vestido de lino (tan santo, que está al lado del Señor; el hombre de la visión de Ezequiel) (Ezequiel 9, 2.3.11; 10, 2.6.7), deberán, infatigablemente, con su perfección, marcar una Tau en los espíritus de esos pocos fieles para que llamas de infierno no la cancelen. ¿Sacerdotes? Ángeles. Ángeles que agiten el turíbulo cargado de los inciensos de sus virtudes para purificar el aire de los miasmas de Satanás. ¿Ángeles? Más que ángeles: otros Cristos, para que los fieles del último tiempo puedan perseverar hasta el final. Esto es lo que deberán ser.

Pero el bien y el mal futuros tienen raíz en el presente. Los aludes empiezan con un copo de nieve. Un sacerdote indigno, impuro, hereje, infiel, incrédulo, tibio o frío, apagado, insípido, lujurioso, hace un daño diez veces superior al que provoca un fiel culpable de los mismos pecados; y arrastra a muchos otros al pecado. La relajación en el Sacerdocio, el acoger doctrinas impuras, el egoísmo, la codicia, la concupiscencia en el Sacerdocio, ya sabéis en donde desemboca: en el deicidio. Y en los siglos futuros ya no se podrá matar al Hijo de Dios, pero sí se podrá matar la fe en Dios, la idea de Dios. Por lo cual se llevará a cabo un deicidio aún más irreparable, porque carecerá de resurrección. Sí, se podrá llevar a cabo; lo veo… Podrá ser llevado a cabo por los demasiados Judas de Keriot de los siglos futuros. ¡Un horror!…

¡Mi Iglesia removida de sus quicios por sus propios ministros! ¡Y Yo sosteniéndola con la ayuda de las víctimas! ¡Y ellos, esos Sacerdotes que tendrán únicamente las vestiduras del Sacerdote, pero no su alma, ayudando a intensificar las olas agitadas por la Serpiente infernal contra tu barca, Pedro! ¡En pie! ¡Yérguete! Transmite esta orden a tus sucesores: «Mano al timón, mano dura con los náufragos que han querido naufragar y tratan de hacer naufragar a la barca de Dios. Descarga tu mano, pero salva y sigue adelante. Sé severo, porque justo es el castigo contra los hombres rapaces. Defiende el tesoro de la fe. Mantén alta la luz, como un faro por encima de las olas desatadas, para que los que siguen a tu barca vean y no perezcan. Pastor y nauta para los tiempos tremendos, recoge, guía, levanta alto mi Evangelio, porque en él y no en otra ciencia se halla la salvación.
Lo mismo que nos ha sucedido a los de Israel, y aún más profundamente, llegarán tiempos en que el Sacerdocio creerá ¬por saber sólo lo superfluo, desconociendo lo indispensable, o conociendo sólo su forma muerta, esa forma con que ahora conocen los sacerdotes la Ley, o sea, no el espíritu sino el revestimiento, y exageradamente recargado de adornos-creerá, digo, ser una clase superior. Vendrán tiempos en que el Libro quedará sustituido por todos los demás libros, y aquél será usado sólo como lo usaría uno que debiera utilizar forzadamente un objeto, o sea, mecánicamente; como un agricultor ara, siembra, recoge, sin meditar en la maravillosa providencia que hay en esa nueva multiplicación de semillas que sucede todos los años: una semilla arrojada a la tierra removida, que se hace tallo y espiga, luego harina y luego pan por paterno amor de Dios. ¿Quién al llevarse a la boca un trozo de pan alza el espíritu hacia Aquel que creó la primera semilla y desde siglos la hace renacer y crecer, distribuyendo con medida las lluvias y el calor para que germine y se alce y madure sin que se ponga lacia o se queme? Así, llegará el tiempo en que será enseñado el Evangelio científicamente bien, pero espiritualmente mal.

Ahora bien, ¿qué es la ciencia si falta la sabiduría? Es paja. Paja que se hincha y no nutre. Y en verdad os digo que llegará un tiempo en que demasiados de entre los Sacerdotes serán semejantes a pajares llenos, soberbios pajares, que se mostrarán arrogantes con su orgullo de estar muy llenos, como si a sí mismos se hubieran proporcionado esas espigas que coronaron las cañas, como si todavía las espigas estuvieran en la cima de las cañas; y creerán ser todo por tener toda esa paja, en vez del puñado de mies, del verdadero alimento que es el espíritu del Evangelio. ¡Un montón! ¡Un montón de paja! Pero ¿puede bastar la paja? Ni siquiera para el vientre del jumento basta, y, si el amo del jumento no vigoriza al animal con cereales y forraje fresco, el jumento nutrido sólo con paja se debilita e incluso muere.
Pues bien, os digo que llegará el momento en que los Sacerdotes, olvidando que con pocas espigas instruí a los espíritus en orden a la verdad, y olvidando cuánto le costó a su Señor ese verdadero pan del espíritu (sacado por entero y solamente de la Sabiduría divina, expresado por la divina Palabra, noble en su forma doctrinal, incansable en repetirse, para que no se pierdan las verdades dichas, humilde en su forma, sin atavíos de ciencias humanas, sin complementos históricos y geográficos), no se preocuparán del alma de ese pan del espíritu, sino sólo del revestimiento con que presentarlo, para hacer ver a las multitudes cuántas cosas saben, y el espíritu del Evangelio quedará difuminado en ellos bajo avalanchas de ciencia humana. Pero, si no lo poseen, ¿cómo pueden transmitirlo? ¿Qué darán a los fieles estos pajares hinchados? Paja. ¿Qué alimento recibirán de ellos los espíritus de los fieles? Pues lo que no da para más que para arrastrar una mortecina vida. ¿Qué fruto producirán de esta enseñanza y de este conocimiento imperfecto del Evangelio? Pues el enfriamiento de los corazones, el que entren doctrinas heréticas, doctrinas e ideas más que heréticas incluso, en vez de la única, verdadera Doctrina; y la preparación del terreno para la Bestia, para su fugaz reino de hielo, tinieblas y horror.

En verdad os digo que, de la misma manera que el Padre y Creador multiplica las estrellas para que no se despueble el cielo por las que, terminada su vida, perecen, así, igualmente, Yo tendré que evangelizar muchísimas veces a discípulos a los que distribuiré entre los hombres y a lo largo de los siglos. Y también en verdad os digo que el destino de éstos será como el mío; es decir, la sinagoga y los soberbios los perseguirán como me han perseguido a mí. Pero tanto Yo como ellos tenemos nuestra recompensa: la de hacer la Voluntad de Dios, y la de servirle hasta la muerte de cruz para que su gloria resplandezca y el conocimiento de Él no se apague.
Pero tú, Pontífice, y vosotros, Pastores, en vosotros y en vuestros sucesores, velad para que no se pierda el espíritu del Evangelio y, incansablemente, orad al Espíritu Santo para que en vosotros se renueve un continuo Pentecostés -no sabéis lo qué quiero decir, pero pronto lo sabréis-, de forma que podáis comprender todos los idiomas y discernir mis voces de las del Simio de Dios: Satán, y elegir aquéllas. Y no dejéis caer en el vacío mis voces futuras. Cada una de ellas es un acto de misericordia mía para ayudaros; y esas voces, cuanto más vea Yo, por razones divinas, que el Cristianismo las necesita para superar las borrascas de los tiempos, más numerosas serán

¡Pastor y nauta, Pedro! Pastor y nauta. Llegará el día en que no te bastará con ser pastor, si no eres nauta; ni con ser nauta, si no eres pastor. Ambas cosas deberás ser: para mantener congregados a los corderos (esos corderos que tentáculos y garras feroces tratarán de arrebatarte, o falaces músicas de promesas imposibles te seducirán), y para llevar adelante la barca (esa barca que será embestida por todos los vientos, de Septentrión y Meridión, de Oriente y Occidente; azotada y sacudida por las fuerzas del abismo; asaeteada por los arqueros de la Bestia; lamida por el aliento de fuego del dragón, que barrerá sus bordes con su cola, de forma que los imprudentes sufrirán el fuego y perecerán cayendo a las enfurecidas olas).
Pastor y nauta en los tiempos tremendos… Tu brújula, el Evangelio. En él están la Vida y la Salvación. Y todo está dicho en él. Todos los artículos del Código santo, todas las respuestas para los múltiples casos de las almas están en él. Y haz que de él no se separen ni los Sacerdotes ni los fieles. Haz que no vengan dudas sobre él, ni alteraciones a él, ni sustituciones ni sofisticaciones.

El Evangelio… soy Yo mismo el Evangelio. Desde el nacimiento hasta la muerte. En el Evangelio está Dios. Porque en él aparecen manifiestas las obras del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. El Evangelio es amor. Yo he dicho: «Mi Palabra es Vida». He dicho «Dios es caridad». Que conozcan, pues, los pueblos mi Palabra y tengan en ellos el amor, o sea, a Dios. Para tener el Reino de Dios. Porque el que no está en Dios no tiene en sí la Vida. Porque los que no reciban la Palabra del Padre no podrán ser una sola cosa con el Padre, conmigo y con el Espíritu Santo en el Cielo, y no podrán pertenecer a ese único Redil que es santo como Yo quiero que lo sea. No serán sarmientos unidos a la Vid, porque quien rechaza en su totalidad o parcialmente mi Palabra es un miembro por el que ya no circula la savia de la Vid. Mi Palabra es savia que nutre y hace crecer y fructificar.
Todo esto lo haréis en recuerdo de mí, que os lo he enseñado. Mucho más podría deciros sobre estas cosas. Pero me he limitado a echar la semilla. El Espíritu Santo la hará germinar. He querido daros Yo la semilla, porque conozco vuestros corazones y sé cómo titubearíais, a causa del miedo, por indicaciones espirituales, inmateriales. El miedo a caer en engaño paralizaría vuestra voluntad. Por eso os he hablado -Yo primero-de todas las cosas. Luego el Paráclito os recordará mis palabras y os las ampliará detalladamente. Y no temeréis porque recordaréis que la primera semilla os la di Yo.

Dejaos guiar por el Espíritu Santo. Si mi Mano os ha guiado con dulzura, su Luz es dulcísima. Él es el Amor de Dios. Así Yo me marcho contento, porque sé que Él ocupará mi lugar y os guiará al conocimiento de Dios. Todavía no lo conocéis, a pesar de que os haya hablado mucho de Él. Pero no es culpa vuestra. Vosotros habéis hecho de todo por comprenderme y por eso estáis justificados, a pesar de que hayáis comprendido poco en tres años. La falta de la Gracia ofuscaba vuestro espíritu. Ahora también comprendéis poco, aunque la Gracia de Dios haya descendido de mi cruz sobre vosotros. Tenéis necesidad del Fuego. Un día hablé de esto a uno de vosotros, yendo por los caminos de las orillas del Jordán.

La hora ha llegado. Vuelvo a mi Padre, pero no os dejo solos, porque os dejo la Eucaristía, o sea, a vuestro Jesús hecho alimento para los hombres. Y os dejo al Amigo: al Paráclito. Él os guiará. Paso vuestras almas de mi Luz a su Luz y Él llevará a cabo vuestra formación.
-¿Nos dejas ahora? ¿Aquí? ¿En este monte?
Están todos desolados.
-No. Todavía no. Pero el tiempo vuela y pronto llegará ese momento.
-¡No me dejes en la Tierra sin ti, Señor! Te he querido desde tu Nacimiento hasta tu Muerte, desde tu Muerte hasta tu Resurrección, y siempre. Pero, ¡demasiado triste sería saber que no estuvieras ya entre nosotros! Escuchaste la oración del padre de Eliseo. Has acogido las peticiones de muchos. ¡Acoge la mía, Señor! -suplica Isaac, de rodillas, tendidas sus manos hacia adelante.
-La vida que todavía podrías tener sería predicación de mí, quizás gloria, de martirio. Supiste ser mártir por amor a mí cuando era niño, ¿temes ahora serlo por amor a mí glorioso?
-Mi gloria consistiría en seguirte, Señor. Soy pobre e ignorante. Todo lo que podría dar lo he dado con buena voluntad. Ahora lo que querría sería seguirte. Pero hágase como Tú quieres, ahora y siempre.
Jesús pone sobre la cabeza de Isaac la mano, y la mantiene haciendo una larga caricia mientras dice a todos los presentes:

-¿No tenéis preguntas que hacerme? Son las últimas lecciones. Hablad a vuestro Maestro… ¿Veis como los pequeños tienen confianza conmigo?
En efecto, también hoy Margziam apoya la cabeza en el cuerpo de Jesús, pegándose fuertemente a Él; e Isaac tampoco ha mostrado reticencia en exponer su deseo.
-La verdad… Sí… Tenemos preguntas que hacerte… -dice Pedro.
-Pues preguntad.
-Sí… Ayer, al declinar del día, cuando nos dejaste, estuvimos hablando entre nosotros sobre lo que habías dicho. Ahora otras palabras se acumulan en nosotros por lo que acabas de decir. Ayer, y también hoy, si lo pensamos bien, has hablado como si fueran a surgir herejías y divisiones, y pronto además. Esto nos hace pensar que tendremos que ser muy prudentes con los que quieran incorporarse a nosotros. Porque está claro que en ellos estará la semilla de la herejía y de la división.
-¿Lo crees? ¿Y no está dividido ya Israel respecto a venir a mí? Tú quieres decir que el Israel que me ha querido nunca será hereje y nunca estará dividido. ¿No? Pero, ¿acaso ha estado unido alguna vez desde hace siglos?, ¿acaso estuvo unido, incluso, en los momentos de su antigua formación? ¿Y ha estado unido en seguirme? En verdad os digo que está en él la raíz de la herejía.
-Pero…
-Pero es idólatra y vive en la herejía, desde hace siglos, bajo apariencia externa de fidelidad. Ya conocéis sus ídolos y sus herejías Los gentiles serán mejores. Por eso, Yo no los he excluido, y os digo que hagáis lo que Yo he hecho.
Esta será para vosotros una de las cosas más difíciles. Lo sé. Pero, traed a vuestra memoria a los profetas. Profetizan la vocación de los gentiles y la dureza de los judíos (Isaías 45, 14-17; 49, 5-6; 55, 5; 60: Jeremías 16, 19-21; Miqueas 4, 1-2; Sofonías 3, 9-10; Zacarías 8, 20-23. Y profetizan le dureza de los judíos; por ejemplo, en: Éxodo 32, 7-10; 33, 5; 34, 8; Deuteronomio 9, 1¬14; 31, 24-27; 2 Crónicas 30, 7-8; 36, 14-16; Jeremías 3, 6-25; 4, 1-4; 7, 21-28; Ezequiel 2, 3-8; 3, 4-9; 6, 11-14; 7, 15-27; 8,-11, 2¬12; 20; 22). ¿Qué razón tendríais para cerrar las puertas del Reino a los que me aman y se acercan a la Luz que su alma buscaba? ¿Los creéis más pecadores que vosotros porque hasta el momento no han conocido a Dios; porque han seguido su religión y la seguirán hasta que no se vean atraídos por la nuestra? No debéis hacerlo. Yo os digo que muchas veces son mejores que vosotros porque, teniendo una religión no santa, saben ser justos.

No faltan los justos en ninguna nación ni religión. Dios observa las obras de los hombres, no sus palabras. Y si ve que un gentil, por justicia de corazón, hace naturalmente lo que la Ley del Sinaí manda, ¿por qué debería considerarlo abyecto? ¿No es aún más meritorio el que un hombre que no conoce el mandato de Dios de no hacer esto o aquello porque está mal se imponga por sí mismo un imperativo de no hacer lo que su razón le dice que no es bueno y lo siga fielmente?… ¿no es esto mayor respecto al mérito relativo de aquel que, conociendo a Dios, fin del hombre, y conociendo la Ley, que permite conseguir este fin, haga continuos compromisos y cálculos para adecuar el imperativo perfecto a la voluntad corrompida? ¿Qué os parece? ¿Creéis que Dios aprecia las escapatorias que Israel ha puesto a la obediencia para no tener que sacrificar mucho su concupiscencia? ¿Qué os parece? ¿Creéis que cuando salga de este mundo un gentil, justo ante Dios por haber seguido la recta ley que su conciencia se impuso, Dios lo va a juzgar como demonio? Os digo que Dios juzgará las acciones de los hombres, y el Cristo, Juez de todas las gentes, premiará a aquellos en quienes el deseo del alma tuvo voz de íntima ley para llegar al fin último del hombre, que es unirse de nuevo con su Creador, con el Dios desconocido para los paganos pero sentido como verdadero y santo más allá del escenario pintado de los falsos Olimpos.
Es más, tened mucho cuidado de no ser vosotros escándalo para los gentiles. Ya demasiadas veces ha sido mancillado el nombre de Dios entre los gentiles por las obras de los hijos del pueblo de Dios. No intentéis creeros tesoreros absolutos de mis dones y méritos. Yo he muerto por judíos y gentiles. Mi Reino será de todas las gentes. No abuséis de la paciencia con que Dios os ha tratado hasta este momento diciéndoos a vosotros mismos: “A nosotros todo nos está permitido». No. Os lo digo. Ya no existe éste o aquel pueblo. Existe mi Pueblo. Y en él tienen el mismo valor los vasos que se han gastado en el servicio del Templo y los que ahora se colocan en las mesas de Dios. Es más, muchos vasos gastados en el servicio del Templo, pero no de Dios, serán arrinconados y, en vez de ellos, sobre el altar, serán colocados los que ahora no conocen ni incienso ni aceite ni vino ni bálsamo, pero están deseosos de llenarse de esto y de ser usados para la gloria de Dios.
No exijáis mucho a los gentiles. Basta con que tengan la fe y con que obedezcan a mi Palabra. Una nueva circuncisión toma el lugar de la antigua. De ahora en adelante, la circuncisión del hombre es la del corazón; la del espíritu, mejor aún que la del corazón; porque la sangre de los circuncisos, que significa purificación de aquella concupiscencia que excluyó a Adán de la filiación divina, ha quedado sustituida por mi Sangre purísima, la cual es válida en el circunciso y en el incircunciso en cuanto al cuerpo, con tal de que tenga mi Bautismo y de que renuncie a Satanás, al mundo y a la carne por amor a Mí. No despreciéis a los incircuncisos. Dios no despreció a Abraham, a quien, por su justicia y antes de que la circuncisión mordiera su carne, eligió como jefe de su Pueblo. Si Dios estableció contacto con Abraham (Génesis 12, 1-3.7) para transmitirle sus preceptos cuando era incircunciso vosotros podréis establecer contacto con los incircuncisos para instruirlos en la Ley del Señor. Considerad cuántos pecados han cometido y a qué pecado han llegado los circuncisos. No seáis, pues, intransigentes con los gentiles.
-¿Pero tenemos que decirles a ellos lo que Tú nos has enseñado? No comprenderán nada, porque no conocen la Ley.
-Vosotros lo decís. Pero, ¿acaso ha comprendido Israel, que conocía la Ley y los Profetas?
-Es verdad.
-De todas formas, estad atentos. Diréis lo que el Espíritu os sugiera que digáis, con toda exactitud, sin miedos, sin querer obrar por propia iniciativa. Y cuando de entre los fieles, surjan falsos profetas, los cuales manifestarán sus ideas como si fueran ideas inspiradas, y serán los herejes, pues combatid con medios más estables que la palabra sus doctrinas heréticas. Pero no os preocupéis. El Espíritu Santo os guiará. Yo nunca digo nada que no se cumpla.

¿Y qué vamos a hacer con los herejes?
-Combatid con todas las fuerzas la herejía en sí misma, pero tratad, con todos los medios, de convertir para el Señor a los herejes. No os canséis de buscar las ovejas descarriadas para conducirlas de nuevo al Redil. Orad, sufrid, incitad a orar y a sufrir, id pidiendo sacrificios y sufrimientos a los puros, a los buenos, a los generosos, porque con estas cosas se convierten los hermanos. La Pasión de Cristo continúa en los cristianos. No os he excluido de esta gran obra que es la Redención del mundo. Sois todos miembros de un único cuerpo. Ayudaos entre vosotros, y quien esté sano y sea fuerte que trabaje para los más débiles, y quien esté unido que extienda las manos y llame a los hermanos que están lejos.
-¿Pero los habrá, después de haber sido hermanos bajo un mismo techo?
-Los habrá.
-Y por qué?
-Por muchas razones. Llevarán todavía mi Nombre. Es más, se gloriarán de él. Trabajarán por extender el conocimiento de mi Nombre. Contribuirán a que Yo sea conocido hasta en los últimos confines de la Tierra. No se lo impidáis, porque os recuerdo que el que no está contra mí está de mi parte. Pero… ¡pobres hijos! Su trabajo será siempre parcial; sus méritos, siempre imperfectos. No podrán estar en mí si están separados de la Vid. Sus obras serán siempre incompletas. Vosotros -digo «vosotros» y hablo a los que os sucederán-id a donde estén ellos; no digáis farisaicamente: «No voy para no contaminarme», o perezosamente: «No voy porque ya hay quien predica al Señor», o temerosamente: «No voy para no ser repelido por ellos». Id. Id, os digo. A todas las gentes. Hasta los confines del mundo. Para que sea conocida toda mi Doctrina y mi única Iglesia, y las almas tengan la manera de entrar a formar parte de ella.

-¿Y diremos o escribiremos todas tus acciones?
-Os he dicho que el Espíritu Santo os aconsejará sobre lo que conviene decir o callar según los tiempos. Ya veis que todo lo que he realizado es creído o negado, y que algunas veces, blandido por manos que me odian, se toma como arma contra mí. Me han llamada Belcebú cuando, como Maestro y en presencia de todos, obraba milagros. ¿Qué dirán ahora, cuando sepan que tan sobrenaturalmente he obrado? Seré blasfemado más aún. Y vosotros seríais perseguidos antes de su momento. Por tanto, callad hasta que llegue la hora de hablar.
-¿Pero y si esa hora llegara cuando ya nosotros, testigos, hubiéramos muerto?
-En mi Iglesia habrá siempre sacerdotes, doctores, profetas, exorcistas, confesores, obradores de milagros, inspirados: todo lo que ella requiere para que las gentes reciban de ella lo necesario. El Cielo, la Iglesia triunfante, no dejará sola a la Iglesia docente, y ésta socorrerá a la Iglesia militante. No son tres cuerpos. Son un solo Cuerpo. No hay división entre ellas, sino comunión de amor y de fin: amar la Caridad; gozar de la Caridad en el Cielo, su Reino. Por eso, también la Iglesia militante deberá, con amor, aportar sufragios a la parte suya que, destinada ya a la triunfante, todavía se encuentra excluida de ésta por razón de la satisfactoria reparación de las faltas absueltas pero no expiadas enteramente ante la perfecta divina Justicia. En el Cuerpo místico todo debe hacerse en el amor y por amor, porque el amor es la sangre que por él circula. Socorred a los hermanos que purgan. De la misma manera que he dicho que las obras de misericordia corporales os conquistan un premio en el Cielo, también he dicho que os lo conquistan las espirituales. Y en verdad os digo que el sufragio para los difuntos, para que entren en la paz, es una gran obra de misericordia, por la cual Dios os bendecirá y os estarán agradecidos los beneficiarios del sufragio. Os digo que cuando, en el día de la resurrección de la carne, estéis todos congregados ante Cristo Juez, entre aquellos a quienes bendeciré estarán los que tuvieron amor por los hermanos purgantes ofreciendo y orando por su paz. Ninguna buena acción quedará sin fruto, y muchos resplandecerán vivamente en el Cielo sin haber predicado ni administrado ni realizado viajes apostólicos, sin haber abrazado especiales estados, sino solamente por haber orado y sufrido por dar paz a los purgantes, por llevar a la conversión a los mortales. También estas personas, sacerdotes a quienes el mundo desconoce, apóstoles desconocidos, víctimas que sólo Dios ve, recibirán el premio de los jornaleros del Señor, pues habrán hecho de su vida un perpetuo sacrificio de amor por los hermanos y por la gloria de Dios. En verdad os digo que a la vida eterna se llega por muchos caminos, y uno de ellos es éste, y muy apreciado por mi Corazón. ¿Tenéis alguna otra cosa que preguntar? Hablad.

-Señor, ayer, y no sólo ayer, pensábamos que habías dicho: «Os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel». Pero ahora somos once…
-Elegid al duodécimo. Es tarea tuya, Pedro.
-¿Mía? ¡Mía no, Señor! Indícalo Tú.
-Yo elegí a mis Doce una vez, y los formé. Luego elegí a su cabeza. Luego les di la Gracia e infundí en ellos el Espíritu Santo. Ahora es tarea suya andar, porque ya no son lactantes incapaces de caminar.
-Pero dinos, al menos, dónde debemos poner nuestros ojos…
-Mirad, ésta es la parte selecta del rebaño -dice Jesús, señalando en círculo a los que, de los setenta y dos, están presentes.
-Nosotros no, Señor. Nosotros no. El puesto del traidor nos da miedo -suplican éstos.
-Tomamos a Lázaro. ¿Quieres, Señor?
Jesús calla.
-¿José de Arimatea? ¿Nicodemo?…
Jesús calla.
-¡Claro, Lázaro!
-¿Y al amigo perfecto queréis darle el lugar que vosotros no queréis? -dice Jesús.
-Señor, quisiera decir algo -dice el Zelote.
-Habla.
-Lázaro, por amor a ti, estoy seguro de ello, tomaría incluso ese lugar, y lo ocuparía de una manera tan perfecta, que haría olvidar de quién fue ese puesto. Pero, por otros motivos, no me parece conveniente hacerlo. Las virtudes espirituales de Lázaro están en muchos de entre los humildes de tu rebaño. Y creo que sería mejor dar a éstos la prioridad, para que los fieles no digan que se buscó sólo el poder y las riquezas –cosa de fariseos-, en vez de la virtud a secas.
-Bien has hablado, Simón; y más aún considerando que has hablado con justicia sin que la amistad con Lázaro te pusiera cortapisas.
-Pues hacemos a Margziam el apóstol duodécimo. Es ya un jovencito.
-Yo, para borrar ese vacío horrendo, aceptaría; pero no soy digno. ¿Cómo podría hablar yo, siendo sólo un jovencito, a un adulto? Señor, di si no tengo razón.
-Tienes razón. De todas formas, no tengáis prisa. Llegará el momento, y os asombraréis entonces de tener todos un pensamiento común. Orad, mientras tanto. Yo me marcho. Retiraos en oración. Me despido de vosotros por ahora. Y esmeraos en estar todos, para el decimocuarto de Ziv en Betania.
Se levanta. Y todos se arrodillan, se postran, rostro en tierra, entre la hierba. Los bendice. Entonces la luz -servidora suya que lo anuncia y precede cuando viene y lo envuelve cuando se marcha lo abraza y oculta, absorbiéndolo una vez más.

IR ARRIBA



Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis:



Categories
Foros de la Virgen María María Valtorta: Italia MENSAJES Y VISIONES

La Via Dolorosa del Pretorio al Calvario, visiones de Maria Valtorta

Jesús, tras su condena a muerte, permanece en el atrio, custodiado por los soldados, esperando la cruz. Pasa un poco de tiempo así. No más de media hora incluso menos. Luego, Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes.

 -Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo.
Pero Jesús responde:
-Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello.
-Yo estoy sano y fuerte… Tú… No me privo… Y además… aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte… Un sorbo… para que yo vea que no aborreces a los paganos.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, que lo ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo-róseo claro)…

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.
-Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed… Me produces compasión … sí… compasión… No eres Tú hebreo al que habría que matar… ¡En fin!… Yo no te odio… y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable.

Pero Jesús no bebe otra vez… Verdaderamente tiene sed… Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre… Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo -por luz interna, como lo que acabo de decir-que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

-Que Dios te bendiga por este alivio -dice. Y sonríe. Todavía sonríe… una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación). Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longinos da las últimas órdenes. Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longinos sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.
Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí -cuando leía… o sea, hace años-que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción «Jesús Nazareno Rey de los Judíos». Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longinos da la orden de marcha:
-Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados.

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndolo tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados:
-¡Empujadlo, para que se caiga! ¡Que muerda el polvo el blasfemo!
Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longinos aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longinos quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa -y llamarlos «gentuza» es incluso honroso-no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longinos trata de tomar la de las murallas.
-¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!

Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.
Intentando calmar los ánimos, Longinos tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo «decurión» porque es el suboficial, pero quizás es –diríamos nosotros-su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longinos para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longinos.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarlo, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol… Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, lo defienden. Pero incluso al querer defenderlo lo golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo -introduciéndose en los ojos y en las gargantas- que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado -contra el que Jesús casi se derrumba-impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita:
-¡Déjalo! Decía a todos: «Levántate». Pues que ahora se levante Él…

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir…

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.
Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así… Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: «¡Poca cosa!». Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha… Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco… y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal… y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz -que siendo tan larga debe pesar mucho-, sufre agudamente.
Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento… Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril…

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verlo caer tan mal…

Longinos incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.
Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra.

La gente ve esto y grita:
-¡Se le ha subido a la cabeza su doctrina! ¡Mira, mira como se tambalea!
Y otros -que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas-dicen burlonamente: -No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida… -y otras frases parecidas.

Longinos, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma lo insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve… los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe… Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír… Sus consuelos… Diez caras… un alto bajo el sol de fuego…

Y enseguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarlo. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

-¡Atentos a que muera en la cruz! -grita la muchedumbre.
-Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio -dicen los jefes de los escribas a los soldados.
Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longinos tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longinos parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.
El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres -en verdad, muy exiguos-que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.
Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra.
Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verlo caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que lo guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su oscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras É1 se detiene jadeante… Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no lo dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano un ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer -a su lado tiene una joven sirviente-abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla:
-Gracias, Juana. Gracias, Nique,… Sara,… Marcela,… Elisa,… Lidia,… Ana,… Valeria,… y a ti… Pero… no lloréis… por mí… hijas de… Jerusalén… sino por los pecados… vuestros y… de vuestra ciudad… Da gracias… Juana… por no tener… ya hijos… Mira… es compasión de Dios… el no… no tener hijos… para que… sufran por… esto. Y también… tú, Isabel… Mejor… como sucedió… que entre los deicidas… Y vosotras… madres… llorad por… vuestros hijos, porque… esta hora no pasará… sin castigo… ¡Y qué castigo, si esto es así para… el Inocente!… Lloraréis entonces… el haber concebido… amamantado y el… tener todavía… a los hijos… Las madres… en aquella hora… llorarán porque… en verdad os digo… que será dichoso… el que en aquella hora… caiga primero… bajo los escombros… Os bendigo… Marchaos… a casa… orad… por mí. Adiós, Jonatán… llévatelas…

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.
Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes… y horrorizarse… Pero no emite un solo quejido. Eso sí -a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran-, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para avisarle. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen:

-¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!

Longinos se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longinos ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longinos lo mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena:
-Hombre, ven aquí.
El Cireneo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.
-¿Ves a ese hombre? -pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita:
-¡Dejad pasar a la Mujer!
Luego vuelve a hablarle al Cireneo:
-No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima.
-No puedo… Tengo el burro… es rebelde… Los chicos no saben dominarlo…
Pero Longinos dice:
-Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo.
El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos:
-Id a casa. Pronto. Decid que llego enseguida -luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego-, y grita:
-¡Mamá!
Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas… y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla… Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte…
María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita:
-¡Hijo!
Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos -y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices…-hay un impulso de piedad. Y es que la palabra «¡Mamá!» y la palabra «¡Hijo!» conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que -lo repito-no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad…
El Cireneo siente esta piedad… Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo -y se limita a mirarlo, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre-, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).
Pero María no puede besar a su Criatura… Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además… los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas de todo un pueblo-contra la pared del monte…
Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración… Pero puede andar mejor.
María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.
Longinos se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

El Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por un lado tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. A1 lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús iba durante la vendimia del primer año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos -no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo-no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado… vacío… silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre:
-¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! ¡Muerte al blasfemo galileo! ¡Clavad en la cruz también al vientre que lo llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!…

Longinos, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre… Ordena que se haga cesar ese barullo… La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de una ladera del monte.
El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, lo para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.
El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.

IR ARRIBA



Entre su email para recibir nuestra Newsletter Semanal en modo seguro, es un servicio gratis: