La vida de Jesús en Nazareth: visión de María Valtorta

PRIMERA LECCIÓN DE TRABAJO A JESÚS, QUE SE SUJETÓ A LA REGLA DE LA EDAD

21 de Marzo de 1944.

Veo aparecer, dulce como un rayo de sol en día lluvioso, a mi Jesús, pequeñuelo de unos cinco años aproximadamente, todo rubio y todo lindo con un sencillo vestidito azul celeste que le llega hasta la mitad de sus bien contorneados muslos.

Está jugando con la tierra en el pequeño huerto. Está haciendo montoncillos de tierra, y plantando encima ramitas, como si fueran bosques en miniatura; con piedrecitas marca los senderos. Luego intenta hacer un pequeño lago en la base de sus minúsculas colinas. Para ello coge un fondo de alguna pieza vieja de loza y lo entierra, hasta el borde; luego lo llena de agua con una botija que zambulle en un pilón usado como lavadero o para regar el huerto. Pero lo único que consigue es mojarse el vestido, sobre todo las mangas. El agua se sale del plato desportillado, y, tal vez, rajado, y… el lago se seca.

José ha salido a la puerta y, silencioso, se queda un tiempo mirando todo ese trabajo que está haciendo el Niño, y sonríe. En efecto, es un espectáculo que hace sonreír de alegría. Luego, para impedir que Jesús se moje más, le llama. Jesús se vuelve sonriendo, y, viendo a José, corre hacia él con sus bracitos tendidos hacia adelante. José, con el borde de su indumento corto de trabajo, le seca las manitas llenas de tierra y se las besa. Y comienza un dulce diálogo entre los dos.

Jesús explica su trabajo y su juego, así como las dificultades que había encontrado para llevarlo a cabo. Quería hacer un lago como el de Genesaret (por ello supongo que le habían hablado de él o que lo habían llevado a verlo). Quería hacerlo en pequeño, como entretenimiento. Aquí estaba Tiberíades, allí Magdala, allí Cafarnaúm. Esta era la vía que llevaba, pasando por Caná, a Nazaret. Quería botar al lago unas barquitas — estas hojas son barcas — e ir a la otra orilla. Pero, el agua se sale…

José observa y se interesa tomándolo todo con seriedad. Luego propone hacer él «mañana» un pequeño lago, no con el plato desportillado, sino con un pequeño recipiente de madera, bien estucado y empecinado, en el que Jesús podrá botar verdaderas barquitas de madera que José le va a enseñar a hacer. Precisamente en este momento le iba a traer unas pequeñas herramientas de trabajo, adecuadas para Él; para que pudiera aprender, sin mayor esfuerzo, a usarlas.

-¡Así te podré ayudar! -dice Jesús con una sonrisa.
-Así me podrás ayudar, y te harás un hábil carpintero. Ven a verlas.

Y entran en el taller. Y José le muestra un pequeño martillo, una sierra pequeña, unos minúsculos destornilladores, una garlopa como de juguete; todo ello puesto encima de un banco de carpintero recién hecho: un banco adecuado a la estatura del pequeño Jesús.

-¿Ves cómo se sierra? Se apoya este pedazo de madera así. Se coge la sierra así, y, con cuidado de no ir a los dedos, se sierra. Prueba tú…

Y empieza la lección. Y Jesús, rojo del esfuerzo y apretando los labios, sierra con cuidado, y luego alisa la tablita con la garlopa, y, a pesar de que esté no poco torcida, le parece bonita, y José le alaba y le enseña a trabajar, con paciencia y amor.

María regresa — estaba fuera de casa —, se asoma a la puerta y mira. Ninguno de los dos la ve porque están vueltos de espaldas. La Madre sonríe al ver el interés con que Jesús usa la garlopa, y el afecto con que José le enseña.

Pero Jesús debe sentir esa sonrisa. Se vuelve. Ve a su Mamá y corre hacia Ella con su tablita medio cepillada y se la enseña. María observa con admiración y se inclina hacia Jesús para darle un beso. Le pone en orden los ricitos despeinados, le seca el sudor de su cara acalorada, y, afectuosa, le escucha cuando Jesús le promete que le va a hacer una banquetita para que trabaje más cómoda.

José, erguido junto al minúsculo banco, apoyada su mano en uno de los lados, mira y sonríe.

He presenciado la primera lección de trabajo a mi Jesús. Y toda la paz de esta Familia santa está en mí.
Dice Jesús:
-Te he confortado, alma mía, con una visión de mi niñez, feliz dentro de su pobreza por haber estado rodeada del afecto de dos santos mayores cuales el mundo no tiene ninguno.

Se dice que José fue el padre nutricio mío. ¡Cierto es que, si bien no pudo, como hombre, darme la leche con que me nutrió María, sí se quebrantó a sí mismo trabajando para darme pan y confortación, y tuvo una dulzura de sentimientos de verdadera madre! De él aprendí — y jamás alumno alguno tuvo un maestro mejor — todo aquello que hace del niño un hombre; un hombre, además, que ha de ganarse el pan.

Si bien mi inteligencia de Hijo de Dios era perfecta, hay que reflexionar y creer que Yo no quise saltarme sin más la regla de la edad. Por eso, humillando mi perfección intelectiva de Dios hasta el nivel de una perfección intelectiva humana, me sujeté a tener como maestro a un hombre, a tener necesidad de un maestro. Y el hecho de haber aprendido con rapidez y buena voluntad no me quita el mérito de haberme sujetado a un hombre, como tampoco le quita a este hombre justo el de haber sido él quien nutrió mi pequeña mente con las nociones necesarias para la vida.

Esas gratas horas pasadas al lado de José (quien, como a través de un juego, me puso en condiciones de ser capaz de trabajar), esas horas, no las olvido ni siquiera ahora que estoy en el Cielo. Y cuando miro a mi padre putativo, veo nuevamente el huertecito y el humoso taller, y me parece ver a mi Madre asomándose con esa sonrisa suya que hacía de oro el lugar y dichosos a nosotros.

¡Cuánto deberían las familias aprender de estos esposos perfectos, que se amaron como ningunos otros lo hicieran!

José era la cabeza. Clara e indiscutible era su autoridad familiar; ante ella se plegaba reverente la de la Esposa y Madre de Dios; a ella se sujetaba el Hijo de Dios. Todo lo que José decidía, bien hecho estaba; sin discusiones, sin obstinaciones, sin resistencia alguna. Su palabra era nuestra pequeña ley. ¡Y, a pesar de ello, cuánta humildad tuvo! Jamás abusó de su poder, jamás dictaminó cosa alguna contra todo canon, simplemente por ser el jefe. La Esposa era su dulce consejera, y aunque Ella, en su profunda humildad, se considerase la sierva de su consorte, éste extraía, de su sabiduría de Llena de Gracia, la luz para conducirse en todo lo que acaecía.

Y Yo así fui creciendo, cual flor protegida por dos vigorosos árboles, entre estos dos amores que se entrelazaban por encima de mí para protegerme y amarme.

No. Mientras la edad me hizo ignorar el mundo, Yo no sentí nostalgia del Paraíso. Presentes estaban Dios Padre y el Divino Espíritu, pues María estaba llena de Ellos. Y los ángeles allí moraban, porque nada les hacía alejarse de esa casa. Y hasta podría decir que uno de ellos se había revestido de carne y era José, alma angélica liberada del peso de la carne, dedicada sólo a servir a Dios y a su causa y a amarlo como le aman los serafines. ¡Oh, la mirada de José!: pacífica y pura como la de una estrella ajena a toda concupiscencia terrena. Era nuestro descanso y nuestra fuerza.

Hay muchos que piensan que Yo no sufrí humanamente cuando la muerte apagó esa mirada de santo, esa mirada celadora presente en nuestra casa. Si bien, siendo Dios — y, como tal, conociendo la feliz ventura de José — no me apenó su partida (que tras breve estancia en el Limbo le había de abrir el Cielo), como Hombre sí lloré en esa casa privada de su amorosa presencia. Lloré por el amigo desaparecido. ¿Y es que, acaso, no debía haber llorado por este santo mío, en cuyo pecho, de pequeño, yo había dormido, y del cual había recibido amor durante tantos años?

Finalmente, pongo ante la consideración de los padres cómo sin contar con una erudición pedagógica José supo hacer de mí un hábil artesano. Apenas llegado Yo a la edad que me permitía manejar las herramientas, no dejándome saborear la ociosidad, me encaminó al trabajo, y se sirvió sobre todo de mi amor por María para estimularme a trabajar: hacer aquellos objetos que le fueran útiles a Mamá. Y así se inculcaba el debido respeto que todo hijo debería tener hacia su madre, y sobre este respetuoso y amoroso fulcro apoyaba la formación del futuro carpintero.

¿Dónde están ahora las familias en que a los pequeños se les haga amar el trabajo como medio para realizar algo grato a los padres? Los hijos, actualmente, son los déspotas de la casa. Se desarrollan indiferentes, duros, mezquinos para con sus padres, a quienes consideran a su servicio, como si fueran sus esclavos; no los aman, y de ellos reciben a su vez poco amor. En efecto, al mismo tiempo que hacéis de vuestros hijos unos déspotas caprichosos, os separáis de ellos desentendiéndoos vergonzosamente.

Padres del siglo veinte (ya veintiuno), vuestros hijos son de todos menos vuestros: son de la nodriza, de la institutriz, del colegio, si sois ricos; de los compañeros, de la calle, de las escuelas, si sois pobres. No son vuestros. Vosotras, madres, los generáis, nada más; vosotros, padres hacéis lo mismo. Y, sin embargo, un hijo no es sólo carne; es mente, es corazón, es espíritu. Creed, pues, que nadie tiene más deber y derecho que un padre y una madre de formar esta mente, este corazón, este espíritu.

La familia existe, debe existir. No hay teoría o progreso alguno que pueda válidamente demoler esta verdad sin provocar un desastre. Una institución familiar desmoronada sólo puede dar futuros hombres y mujeres cada vez más depravados, causa a su vez de calamidades crecientes. En verdad os digo que sería preferible que no os casarais más, que no engendrarais más sobre esta tierra, en lugar de tener estas familias menos unidas que un clan de monos, estas familias que no son escuela de virtud, de trabajo, de amor, de religión, sino un caos en que todos viven autónomamente, como engranajes desengranados que al final terminan por romperse.

Seguid, seguid destruyendo. Ya estáis viendo y sufriendo los frutos de vuestra acción quebrantadora de la forma más santa de la vida social. Seguid, seguid, si queréis. Pero luego no os quejéis de que este mundo sea cada vez más infernal, morada de monstruos devoradores de familias y naciones. ¿Así lo queréis? Pues sea así…»

Esto lo decía Jesús en 1944… ¿Qué diría ahora, en 2005, con tantísima corrupción, con tantísimos devaneos y divorcios en los matrimonios, que ya ni siquiera se casan sino que se juntan como los animales, y encima en uniones brutales de hombres con hombres y de mujeres con mujeres, queriendo incluso adoptar hijos, en estas uniones abominables (ante los ojos de Dios) para que éstos vivan la corrupción desde pequeños?…

 

MARÍA, MAESTRA DE JESÚS, JUDAS Y SANTIAGO.

Veo la habitación (ya en Nazaret) que habitualmente usan como comedor, la misma en que María teje o cose. Es la habitación contigua al taller de José, cuyo diligente trabajar se siente; aquí hay, por el contrario, silencio. María está cosiendo unas piezas de lana alargadas, ciertamente tejidas por Ella, que tienen aproximadamente medio metro de anchas y un poco más del doble de largas; creo entender que están destinadas a ser un manto para José.

Por la puerta abierta de la parte del huerto-jardín se ve el seto formado por unas matas de enredado ramaje de esas margaritas pequeñas de color azul-violeta que comúnmente se llaman «Marías» o «Cielo estrellado». Desconozco su exacto nombre botánico. Están florecidas. Por tanto, debe ser otoño. De todas formas, los árboles tienen todavía un follaje verde tupido y hermoso, y las abejas, desde dos colmenas adosadas a una pared soleada, vuelan zumbando, danzando y brillando al sol, de una higuera a la vid, de ésta a un granado lleno de redondos frutos, algunos de los cuales han estallado ya por exceso de vigor y muestran sus collares de jugosos rubíes, alineados en el interior de su verde-rojo cofre, de compartimentos amarillos.

Bajo los árboles. Jesús está jugando con otros dos niños de más o menos su misma edad. Son de pelo rizado, no rubios. Es más, uno de ellos es intensamente moreno: una cabecita de corderito negro que hace resaltar aún más la blancura de la piel de su carita redonda en que se abren dos ojazos de un azul tendente al violáceo; bellísimos. El otro es menos rizado y de un color castaño oscuro, tiene ojos castaños y coloración más morena, aunque con una tonalidad rosácea en los carrillos. Jesús, con su cabecita rubia, entre los otros dos, oscuros, parece ya aureolado de fulgor. Están jugando en concordia con unos pequeños carritos en los que hay… distintas mercancías:: piedrecitas, virutas, pedacitos de madera. Eran mercaderes, sin duda, y Jesús era el que compraba para su Mamá, a la que le lleva ora una cosa, ora otra; María, sonriendo, acepta los objetos comprados.

Pero después de un poco el juego cambia. Uno de los dos niños propone:
-¿Por qué no hacemos el Éxodo a través de Egipto? Jesús es Moisés; yo, Aarón; tú… María.
-¡Pero si yo soy chico!
-¡No importa! ¿Qué más da? Tú eres María y bailas ante el becerro de oro, que será aquella colmena.
-Yo no bailo. Soy un hombre y no quiero ser una mujer; soy un fiel, y no quiero bailar ante el ídolo.

Jesús interviene diciendo:
-Pues no hacemos este pasaje. Podemos hacer ese otro de cuando le eligen a Josué sucesor de Moisés. Así no está ese feo pecado de idolatría y Judas estará contento de ser hombre y sucesor mío. ¿Verdad que estás contento?
-Sí, Jesús. Pero entonces Tú tienes que morir, porque Moisés muere después. No quiero que Tú mueras; Tú, que siempre me quieres tanto».
-Todos morimos… Pero Yo antes de morir bendeciré a Israel, y, dado que aquí sólo estáis vosotros, en vosotros bendeciré a todo Israel.

Es aceptada la propuesta. Pero luego surge una cuestión: si el pueblo de Israel, después de tanto caminar; llevaba o no los carros que tenía al salir de Egipto. Hay disparidad de ideas.
Se recurre a María.
-Mamá, Yo digo que los israelitas tenían todavía los carros. Santiago dice que no. Judas no sabe a quién de los dos dar la razón. ¿Tú sabes si los tenían?
-Sí, Hijo. El pueblo nómada tenía todavía sus carros. En los descansos los reparaban. Montaban en ellos los más débiles. Se cargaba en ellos aquellos víveres o cosas que un pueblo tan numeroso necesitaba. Todas las demás cosas iban en los carros, menos el Arca, que la llevaban a mano.
La cuestión está resuelta.

Los niños van al final del huerto y, desde allí, entonando salmos, vienen hacia la casa. Jesús viene delante cantando salmos con su vocecita de plata. Detrás de Él vienen Judas y Santiago portando un pequeño carrito elevado al rango de Tabernáculo. Pero, dado que además de a Aarón y a Josué tienen que representar también al pueblo, se han quitado los cinturones y se han atado al pie los otros carros en miniatura, y así caminan, serios como si fueran verdaderos actores.

Hacen el recorrido de la pérgola, pasan por delante de la puerta de la habitación donde está María, y Jesús dice:
-Mamá, pasa el Arca, salúdala.
María se levanta sonriendo y se inclina ante su Hijo que, radiante, pasa, aureolado de sol.

Acto seguido Jesús trepa un poco por el lado del monte que limita la casa, o mejor, el huerto. Arriba de la gruta, erguido, dirige unas palabras a… Israel. Manifiesta los preceptos y las promesas de Dios, señala a Josué como caudillo, le llama a sí — Judas también sube arriba de la peña —, le anima y le bendice. Luego pide una… tabla (es la hoja ancha de una higuera) y escribe el cántico, y lo lee; no todo, pero sí una buena parte de él, y al hacerlo da la impresión de que realmente lo estuviera leyendo en la hoja. A continuación se despide de Josué, el cual le abraza llorando, y sube más arriba, justo hasta el borde de la peña. Allí bendice a todo Israel, es decir, a los dos niños que están prosternados en tierra, y luego se acuesta sobre la corta hierbecilla, cierra los ojos y… muere.

María se había quedado, sonriente, a la puerta, y, cuando lo ve echado en el suelo, rígido, grita:
-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Levántate! ¡No estés así! ¡Mamá no quiere verte muerto!.
Jesús se levanta del suelo, sonríe, y va hacia Ella corriendo, y la besa. Se acercan lo mismo Santiago y Judas, y María los acaricia también.

-¿Cómo puede acordarse Jesús de ese cántico tan largo y difícil y de todas esas bendiciones? – pregunta Santiago.
María sonríe y responde sencillamente:
-Tiene una memoria muy buena y está muy atento cuando yo leo.
-Yo, en la escuela, estoy atento, pero con tanta lamentación me viene el sueño… Entonces, ¿no voy a aprender nunca?.
-Aprenderás. Tranquilo.

Llaman a la puerta. José atraviesa con paso rápido huerto y habitación, y abre.
-¡La paz sea con vosotros, Alfeo y María!
-Y con vosotros. Paz y bendición.

Es el hermano de José con su mujer. Un rústico carro tirado por un robusto burro está parado en la calle.
-¿Habéis tenido buen viaje?
-Sí, bueno. ¿Y los niños?
-Están en el huerto con María.

Ya los niños venían corriendo a saludar a su mamá. También María está viniendo, trayendo a Jesús de la mano. Las dos cuñadas se besan.
-¿Se han portado bien?
-Sí, muy bien, y han sido muy cariñosos. ¿La familia está toda bien?
-Todos están bien. Nos han dado recuerdos para vosotros. De Caná os mandan muchos regalos: uvas, manzanas, queso, huevos, miel. Y… José, he encontrado exactamente lo que tú querías para Jesús. Está en el carro, en aquella cesta redonda.

La mujer de Alfeo, sonriendo, se curva hacia Jesús, que la está mirando con unos ojos maravillados, abiertísimos; y le besa en esos dos pedacitos de azul y dice:
-¿Sabes lo que he traído para ti? Adivina.
Jesús piensa, pero no adivina. Probablemente lo hace a propósito, para que José tenga la alegría de dar una sorpresa. En efecto, José entra trayendo consigo una cesta redonda. La deposita en el suelo a los pies de Jesús, desata la cuerda que está sujetando la tapadera, la levanta… y una ovejita toda blanca, un verdadero copo de espuma, aparece, dormida sobre un heno muy limpio.
-¡Oh! -exclama Jesús con estupor y beatitud, mientras hace ademán de echarse hacia el animalito, pero… no, se vuelve y corre a donde José, que aún está agachado, y lo abraza y lo besa dándole las gracias.

Los primitos miran con admiración al animalito, que ahora está despierto y alza su rosado morrito y bala buscando a su mamá. Sacan de la cesta a la ovejita y le ofrecen un manojo de tréboles. Ella come, mirando a su alrededor con sus mansos ojos.
Jesús repite una y otra vez: -¡Para mí! ¡Para mí! ¡Padre, gracias!.
-¿Te gusta mucho?
-¡Oh, mucho! Blanca, limpia… una cordera… ¡oh! -y le echa sus bracitos al cuello a la ovejita, pone su cabeza rubia sobre la cabecita, y se queda así, satisfecho.
-También os he traído a vosotros otras dos -dice Alfeo a sus hijos -Pero son de color oscuro. Vosotros no sois ordenados como lo es Jesús y, si hubieran sido blancas, las tendríais mal. Serán vuestro rebaño, las tendréis juntas, y así vosotros dos, golfos, no estaréis ya más por ahí por las calles tirando piedras.

Los dos niños van corriendo al carro para ver a estas otras dos ovejas, más negras que blancas.
Jesús por su parte se ha quedado con la suya. La lleva al huerto, le da de beber, y el animalito le sigue como si lo conociera desde siempre. Jesús la llama. Le pone por nombre «Nieve». Ella responde balando jubilosa.

Los llegados ya están sentados a la mesa. María les sirve pan, aceitunas y queso. Trae también un ánfora de sidra o de agua de manzanas, no lo sé; veo que es de un color dorado muy claro.

Los niños juegan con los tres animales y ellos se ponen a conversar. Jesús quiere que estén las tres ovejas, para darles a las otras también agua y un nombre:
-La tuya, Judas, se llamará «Estrella», por el signo ese que tiene en la frente; y la tuya «Llama», porque tiene un color como el de ciertas llamas de brezo lánguido.
-De acuerdo.
-Espero haber resuelto así la historia de las peleas entre muchachos – dice Alfeo -Tu idea, José, ha sido la que me ha iluminado. Dije: «Mi hermano quiere una cordera para Jesús, para que juegue un poco. Yo me llevo dos para esos golfos, para que estén un poco tranquilos y no tener siempre problemas con otros padres por cabezas o rodillas rotas. Un poco la escuela y un poco las ovejas, lograré tenerlos quietos. Por cierto, este año tendrás que mandar tú también a Jesús a la escuela. Ya es tiempo.
-Yo no voy a mandarlo jamás a Jesús a la escuela -dice María con tono resoluto. Resulta insólito oírla hablar así, y además antes que José (!).
-¿Por qué? El Niño tiene que aprender, para que a su debido tiempo sea capaz de afrontar el examen de la mayoría de edad…».
-El Niño sabrá; pero no irá a la escuela. Está decidido.
-Pues serías la única que actuara así en Israel.
-Pues seré la única, pero actuaré así. ¿No es verdad, José?
-Así es; Jesús no tiene necesidad de ir a la escuela. María se ha formado en el Templo y es una verdadera doctora en el conocimiento de la Ley. Será su Maestra. Es también mi deseo.
-Le estáis mimando demasiado al muchacho.
-Eso no puedes decirlo. Es el mejor de Nazaret. ¿Lo has visto alguna vez llorar o cogerse alguna pataleta o negarse a obedecer o faltar al respeto?
-No. Pero un día será así si lo seguís mimando.
-Tener al lado a los hijos no es mimarlos; es quererlos, con mente cabal y buen corazón. Nosotros amamos así a nuestro Jesús, y, dado que María es una mujer más instruida que el maestro, será Ella la Maestra de Jesús.

-Y cuando sea hombre, tu Jesús será una mujercita temerosa hasta de las moscas.
-No lo será. María es una mujer fuerte y sabe educarle virilmente; y yo no soy ningún mezquino, y sé dar ejemplos viriles. Jesús es un niño sin defectos físicos ni morales. Por tanto se desarrollará recto y fuerte en el cuerpo y en el espíritu. Estate seguro de esto, Alfeo. No dejará mal a la familia. Y, además, ya lo he decidido y es suficiente.
-Lo habrá decidido María. Tú sólo….
-¿Y si así fuera? ¿No es acaso bonito que dos personas que se aman estén en la disposición de tener el mismo pensamiento y la misma voluntad, porque mutuamente abrazan el deseo del otro y lo hacen propio? Si María desease estupideces, yo le diría que no, pero lo que pide son cosas llenas de sabiduría, y yo las apruebo y hago mías. Nosotros nos amamos como el primer día… y lo seguiremos haciendo mientras vivamos, ¿verdad, María?
-Sí, José. Y aún en el caso — y ojalá no suceda jamás — de que uno de los dos muriese y el otro no, nos seguiríamos amando.
José le acaricia a María la cabeza, como si fuera una hija pequeña, y Ella a su vez lo mira con ojos serenos y amorosos.

La cuñada interviene diciendo:
-Tenéis realmente razón. ¡Si yo fuera capaz de enseñar!… En la escuela nuestros hijos aprenden el bien y el mal; en casa, sólo el bien. Pero yo no sé hacerlo… Si María…
-¿Qué quieres, cuñada? Habla libremente. Tú sabes que te quiero y que me siento contenta cada vez que puedo satisfacerte en algo.
-No, yo lo que pensaba… era… Santiago y Judas son sólo un poco mayores que Jesús. Ya van a la escuela… ¡pero, para lo que saben!… Por el contrario, Jesús ya sabe muy bien la Ley… Yo quisiera… bueno, ¿si te pidiera que los tuvieras también a ellos cuando enseñas a Jesús? Creo que ganarían en bondad y en conocimientos. Al fin y al cabo son primos y sería justo que se quisieran como hermanos.., ¡Qué feliz me sentiría!.
-Si José y tu marido quieren, yo por mí estoy dispuesta. Hablar para uno o para tres es igual. Repasar la Escritura es motivo de gozo. Que vengan.
Los tres niños, que habían entrado despacito, han oído estas palabras y están a la espera del veredicto.
-Te harán desesperar, María -dice Alfeo.
-¡No! Conmigo siempre se portan bien. ¿Verdad que os vais a portar bien si yo os enseño?
Los dos niños acuden a su lado corriendo, uno a la derecha, el otro a la izquierda. Le ponen los brazos en torno a los hombros apoyando en ellos sus cabecitas, y hacen promesas de todo el bien posible.
-Déjalos que prueben, Alfeo, y déjame probar también a mí. Yo creo que no quedarás descontento de la prueba. Que vengan todos los días desde la hora sexta hasta la tarde. Será suficiente, créelo. Conozco el arte de enseñar sin cansar. A los niños hay que tenerlos cautivados y distraídos al mismo tiempo. Hay que comprenderlos, amarlos y ser amados para conseguir de ellos. Y vosotros me queréis, ¿no?

La respuesta es dos fuertes besos.
-¿Lo ves?
-Ya lo veo. Sólo me queda decirte: «Gracias». Y Jesús ¿qué va a decir cuando vea a su mamá entretenida en otros? ¿Tú qué dices, Jesús?
-Yo digo: «Bienaventurados los que le prestan atención y levantan su morada junto a la de Ella». Como con la Sabiduría, dichoso aquel que es amigo de mi Madre. Me gozo viendo que aquéllos a quienes amo son sus amigos.
-¿Quién pone tales palabras en labios de este Niño? – pregunta Alfeo asombrado.
-Nadie, hermano, nadie de este mundo.
La visión cesa en este momento.
Dice Jesús:
-Y María fue Maestra mía, de Santiago y de Judas. Y éste es el motivo por el cual hubo entre nosotros amor fraternal, además de por el parentesco; por la ciencia y por haber crecido juntos, como tres sarmientos con un único palo como soporte: la Madre mía. Que en verdad mi dulce Madre era doctora como nadie en Israel. Sede de la Sabiduría, de la verdadera Sabiduría, Ella nos instruyó para el mundo y para el Cielo. Digo que «nos instruyó», porque yo fui alumno suyo no en modo distinto de mis primos. Y el «sello» colocado sobre el misterio de Dios fue mantenido contra las pesquisas de Satanás, mantenido bajo la apariencia de una vida común.

 

PREPARATIVOS PARA LA MAYORÍA DE EDAD DE JESÚS Y SALIDA DE NAZARET

Veo a María encorvada hacia una batea, o, mejor, un barreño de barro, mezclando algo que despide vapor en el aire frío y sereno que llena el huerto de Nazaret.
Debe ser pleno invierno. Lo deduzco del hecho de que, menos olivos, todos los árboles están deshojados y exhaustos. Arriba, un cielo tersísimo y un sol que aun siendo radiante no logra templar la tramontana que hay, que sopla y hace chocar unas con otras las desnudas ramas u ondular las ramitas entre grises y verdes de los olivos.

La Virgen María lleva un vestido tupido de color marrón casi negro, que la cubre enteramente. Se ha colocado delante una tela basta, a manera de mandil, para protegerlo. Saca de la tina el palo conque estaba removiendo el contenido. Veo que del palo caen gotas de un bonito color bermejo. María observa, se moja un dedo con las gotas que caen, y prueba el color en el mandil. Parece satisfecha.
Entra en la casa y vuelve a salir con muchas madejas de blanquísima lana, y las echa, una a una, en la tina, con paciencia y cautela.

Mientras está haciendo esto, entra su cuñada — que viene del taller de José — María de Alfeo. Se saludan. Se hablan.
-¿Queda bien? -pregunta María de Alfeo.
-Espero que sí.
-Me aseguró esa gentil que se trata de la misma tinta y del mismo sistema de teñir que utilizan en Roma. Si me lo dio es porque se trataba de ti y por haber hecho aquellas labores. Ella dice que no hay quien borde como tú, ni siquiera en Roma. Debes haber perdido la vista haciéndolas…
María sonríe y hace un movimiento de cabeza como diciendo:
-¡Son cosas sin importancia!.
La cuñada mira las últimas madejas de lana antes de pasárselas a María, y exclama:
-¡Qué bien las has hilado! Son hilos tan finos y uniformes que parecen cabellos. Tú todo lo haces bien… y ¡qué rápida! ¿Estas últimas serán más claras?.
-Sí, para la túnica; el manto es más oscuro.
Las dos mujeres se ponen a trabajar juntas: primero, en la tina; luego sacan las madejas, ya de un lindo color purpúreo, y corren veloces a sumergirlas en el agua helada que llena el pilón, colocado bajo la fina vena que mana y cae produciendo notas de risitas apenas perceptibles. Aclaran una y otra vez y luego extienden las madejas sobre unas cañas aseguradas a los árboles de unas ramas a otras.
-Con este viento se secarán bien y rápido -dice la cuñada.
-Vamos donde José. Hay lumbre. Debes estar helada -dice María Stma. -Has sido buena conmigo ayudándome. He acabado pronto y con menos esfuerzo. Gracias.
-¡Oh! ¡María! ¿Qué no haría yo por ti! Estar a tu lado es motivo siempre de gozo. Además… todo este trabajo es por Jesús. Y, ¡es tan encantador tu Hijo!… Ayudándote a ti para la celebración de su mayoría de edad, me parecerá sentirme yo también madre suya.
Y las dos mujeres entran en el taller, lleno de ese olor a madera cepillada que es típico de los talleres de carpintero.

Y la visión sufre una interrupción… para continuar después, en el momento de la partida de Jesús para Jerusalén a los doce años.
Su figura es bellísima. Está tan desarrollado, que parece un hermano menor de su joven Madre (ya le llega a María a los hombros); su cabeza, rubia y ensortijada, de melena hasta más abajo de las orejas — ya no tiene el pelo corto, como en los primeros años de su vida — parece un casco de oro repleto de relucientes bucles laborados.
Va vestido de rojo, un bonito rojo de rubí claro: una túnica que le llega hasta los tobillos dejando ver sólo los pies, calzados con sandalias; es una túnica suelta, de mangas largas y amplias. En el cuello, en los bordes de las mangas y en la base, grecas tejidas con colores sobrepuestos, muy bonitas…

Veo el momento en que Jesús entra, acompañado de su Madre, en el — digámoslo así — comedor de la casa de Nazaret.
Jesús tiene doce años. Es un muchacho alto, bien formado, fuerte, aunque no gordo; parece, por su complexión, más adulto de lo que realmente es; le llega ya a su Madre a la altura de los hombros. Su rostro es todavía redondeado y rosado, es todavía el rostro de Jesús niño, rostro que, con el paso del tiempo, con la edad juvenil y viril, se habrá de alargar, y tomará un cromatismo indefinido, una tonalidad como la de ciertos alabastros delicados que tienden apenas al amarillo-rosa.
Sus ojos — también sus ojos — son todavía ojos de niño. Son grandes y miran bien abiertos, con una chispa de alegría perdida en la seriedad de la mirada. Pasado el tiempo, ya no estarán tan abiertos… Los párpados descenderán hasta medio cerrar los ojos, para velarle al Puro y Santo el exceso de mal que hay en el mundo. Solamente en los momentos de los milagros, o cuando ponga en fuga a los demonios o a la muerte, o para curar las enfermedades y los pecados; solamente entonces los abrirá, y centellearán, aún más que ahora. Pero, ni siquiera entonces tendrán esta chispa de alegría mezclada con la seriedad… La muerte y el pecado estarán cada vez más cerca y más presentes, y, con ambos, el conocimiento — con su faceta humana — de la inutilidad del sacrificio a causa de la voluntad contraria del hombre. Sólo en rarísimos momentos de alegría, por estar con los redimidos, y especialmente con los puros — generalmente niños — brillarán de júbilo estos ojos santos y buenos.

Ahora, estando con su Madre, en su casa, y con San José frente a Él, sonriéndole con amor, y con esos primitos suyos que le admiran, y con su tía, María de Alfeo, que le está acariciando, se siente feliz. Mi Jesús tiene necesidad de amor para sentirse feliz, y en este momento lo tiene.
Está vestido con una túnica suelta, de lana, de color rojo rubí claro, suave, perfectamente tejida, fina y compacta al mismo tiempo. En el cuello, por la parte de delante, en la base de las mangas largas y amplias, y en la base de la túnica, que llega hasta abajo dejando apenas ver los pies calzados con sandalias nuevas y bien hechas — no las usuales suelas sujetas al pie con unas correas —, tiene una greca, no bordada, sino tejida en un color más oscuro sobre el color rubí de la túnica. Deduzco que debe ser obra de su Madre, porque la cuñada la admira y alaba.

Su bonito pelo rubio tiene ya una tonalidad más cargada que cuando era un niño pequeño, con reflejos cobrizos en los aros de los bucles que terminan bajo las orejas; ya no son esos ricitos cortos y vaporosos de la infancia, pero tampoco es la melena de la edad adulta, ondulada, que termina a la altura de los hombros en delicada forma tubular; de todas maneras ya tiende a ésta, en color y forma.
-He aquí a nuestro Hijo -dice María levantando con su mano derecha la izquierda de Jesús. Parece como si se lo quisiera presentar a todos y confirmar la paternidad del Justo, que sonríe. Y añade: -Bendícelo, José, antes de partir para Jerusalén. No fue necesaria la bendición para su inicio en la escuela, primer paso en la vida; hazlo ahora que Él va al Templo para ser declarado mayor de edad. Y bendíceme también a mí. Tu bendición… (María contiene el llanto) lo fortalecerá a Él y me dará fuerza a mí para separarme de Él un poco más…
-María, Jesús será siempre tuyo. La fórmula no lesionará nuestras mutuas relaciones. Yo no te voy a disputar a este Hijo, amado nuestro. Ninguno merece como tú el guiarlo en la vida, ¡oh Santa mía!
María se inclina, toma la mano de José y la besa: es la esposa, y ¡qué respetuosa y amante de su consorte!

José acoge este signo de respeto y de amor con dignidad, mas luego alza esa misma mano y la deposita sobre la cabeza de su Esposa diciéndole:
-Sí. Te bendigo, Bendita, y a Jesús contigo. Venid, mis únicos tesoros, honor y finalidad míos -José se muestra solemne: con los brazos extendidos y las palmas vueltas hacia abajo sobre las dos cabezas inclinadas, igualmente rubias y santas, pronuncia la bendición: «El Señor os guarde y os bendiga, tenga misericordia de vosotros y os dé paz. El Señor os dé su bendición». Y luego dice: -En marcha. La hora es propicia para el viaje.

María coge un manto, amplio, de color granate oscuro, y en elegantes pliegues lo dispone sobre el cuerpo de su Hijo. ¡Y cómo lo acaricia al hacerlo!
Salen. Cierran. Se ponen en marcha. Otros peregrinos van en la misma dirección. Fuera del pueblo, las mujeres se separan de los hombres. Los niños van con quien quieren. Jesús se queda con su Madre.
Los peregrinos caminan — la mayoría entonando salmos — por las campiñas llenas de hermosura en el más jubiloso tiempo de primavera. Frescos prados, tiernos cereales, frescos follajes en los árboles poco ha florecidos; hombres cantando por los campos y por los caminos, cantos de pájaros en celo entre las frondas; límpidos arroyos, espejo de las flores de las orillas; corderitos saltarines al lado de sus madres… Paz y alegría bajo el más hermoso cielo de abril.
La visión cesa así.

 

JESÚS EXAMINADO EN SU MAYORÍA DE EDAD EN EL TEMPLO

El Templo en días de fiesta. Muchedumbre de gente entrando o saliendo por las puertas de la muralla, o cruzando los patios o los pórticos; gente que entra en esta o en aquella construcción sita en uno u otro de los distintos niveles en que está distribuido el conjunto del Templo.
Y también entra, cantando quedo salmos, la comitiva de la familia de Jesús; todos los hombres primero, luego las mujeres. Se han unido a ellos otras personas, quizás de Nazaret, quizás amigos de Jerusalén, no lo sé.

José, después de haber adorado con todos al Altísimo desde el punto en que se ve que los hombres podían hacerlo — las mujeres se han quedado en un piso inferior —, se separa, y, con su Hijo, cruza de nuevo, en sentido inverso, unos patios; luego tuerce hacia una parte y entra en una vasta habitación que tiene el aspecto de una sinagoga (!) — ¿Es que había sinagogas en el Templo? —; habla con un levita, y éste desaparece tras una cortina de rayas para volver después con algunos sacerdotes ancianos. Creo que son sacerdotes; son, eso sí, no cabe duda, maestros en cuanto al conocimiento de la Ley y tienen por eso como misión examinar a los fieles.

José presenta a Jesús. Antes ambos se habían inclinado con gran reverencia ante los diez doctores, los cuales se habían sentado con majestuosidad en unas banquetas bajas de madera. José dice:
-Éste es mi hijo. Desde hace tres lunas y doce días ha entrado en el tiempo que la Ley destina para la mayoría de edad. Mas yo quiero que sea mayor de edad según los preceptos de Israel. Os ruego que observéis que por su complexión muestra que ha dejado la infancia y la edad menor; os ruego que lo examinéis con benignidad y justicia para juzgar que cuanto aquí yo, su padre, afirmo, es verdad. Yo lo he preparado para este momento y para que tenga esta dignidad de hijo de la Ley. Él sabe los preceptos, las tradiciones, las decisiones, conoce las costumbres de las fimbrias y de las filacterias, sabe recitar las oraciones y las bendiciones cotidianas. Puede, por tanto, conociendo la Ley en sí y en sus tres ramas, Halasia, Midrás y Haggadá, guiarse como hombre. Por ello, deseo ser liberado de la responsabilidad de sus acciones y de sus pecados. Que de ahora en adelante quede sujeto a los preceptos y pague en sí las penas por las faltas respecto a ellos. Examinadlo.
-Lo haremos. Acércate, niño. ¿Tu nombre?
-Jesús de José, de Nazaret.
-Nazareno… Entonces, ¿sabes leer?
-Sí, rabí. Sé leer las palabras escritas y las que están encerradas en las palabras mismas.
-¿Qué quieres decir con ello?
-Quiero decir que comprendo el significado de la alegoría o del símbolo celado bajo la apariencia; de la misma forma que no se ve la perla pero está dentro de la concha fea y cerrada.
-Respuesta no común, y muy sabia. Raramente se oye esto en boca de adultos, ¡así que fíjate tú, oírselo a un niño, y además, por si fuera poco, nazareno!….
Se ha despertado la atención de los doctores y sus ojos no pierden de vista un instante al hermoso Niño rubio que los está mirando seguro; sin petulancia, sí, pero también sin miedo.
-Eres honra de tu maestro, el cual, ciertamente, era muy docto.
-La Sabiduría de Dios estaba recogida en su corazón justo.
-¿Estáis oyendo? ¡Dichoso tú, padre de un hijo así!.
José, que está en el fondo de la sala, sonríe y hace una reverencia.
Le dan a Jesús tres rollos distintos y le dicen:
-Lee el que está cerrado con una cinta de oro.
Jesús lo desenrolla y lee. Es el Decálogo. Pero, leídas las primeras palabras, un juez le quita el rollo y dice:
-Sigue de memoria.
Jesús sigue, tan seguro que parece como si estuviera leyendo. Y cada vez que nombra al Señor hace una profunda reverencia.
-¿Quién te ha enseñado a hacer eso? ¿Por qué lo haces?
-Porque es un Nombre santo y hay que pronunciarlo con signo interno y externo de respeto. Ante el rey, que lo es por breve tiempo, se inclinan los súbditos, y es sólo polvo, ¿ante el Rey de los reyes, ante el altísimo Señor de Israel, presente, aunque sólo visible al espíritu, no habrá de inclinarse toda criatura, que de Él depende con sujeción eterna?
-¡Muy bien! Hombre, nuestro consejo es que pongas a tu Hijo bajo la guía de Hil.lel o de Gamaliel. Es nazareno… pero
sus respuestas permiten esperar de Él un nuevo gran doctor.
-Mi hijo es mayor de edad. Hará lo que Él quiera. Yo, si su voluntad es honesta, no me opondré.
-Niño, escucha. Has dicho: «Acuérdate de santificar las fiestas, teniendo en cuenta que el precepto de no trabajar en día de sábado fue dicho no sólo para ti, sino también para tu hijo y tu hija, para tu siervo y tu sierva, e incluso para el jumento». Entonces, dime: si una gallina pone un huevo en día de sábado, o si una oveja pare, ¿será lícito hacer uso de ese fruto de su vientre, o habrá que considerarlo como cosa oprobiosa?
-Sé que muchos rabíes — el último de los cuales, en vida aún, es Siammai — dicen que el huevo puesto en día de sábado va contra el precepto. Pero Yo pienso que hay que distinguir entre el hombre y el animal, o quien cumple un acto animal como dar a luz. Si le obligo al jumento a trabajar, yo, al imponerme con el azote a que trabaje, cumplo también su pecado. Pero, si una gallina pone un huevo que ha ido madurando en su ovario, o si una oveja pare en día de sábado — porque ya está en condiciones de nacer su cría —, entonces no. Tal obra, en efecto, no es pecado, como tampoco lo son, a los ojos de Dios, ni el huevo puesto ni el cordero parido en sábado.
-¿Y cómo puede ser eso, si todo trabajo, cualquiera que fuere, en día de sábado, es pecado?
-Porque el concebir y generar corresponde a la voluntad del Creador y están regulados por leyes dadas por Él a todas las criaturas. Pues bien, la gallina no hace sino obedecer a esa ley que dice que después de tantas horas de formación el huevo está completo y ha de ponerse; y la oveja lo mismo, no hace sino que obedecer a esas leyes puestas por Aquel que todo hizo, el cual estableció que dos veces al año, cuando ríe la primavera por los campos floridos y cuando el bosque se despoja de su follaje y el frío intenso oprime el pecho del hombre, las ovejas se emparejasen para dar luego leche, carne y sustanciosos quesos en las estaciones opuestas, en los meses de más arduo trabajo por las mieses, o de más dolorosa escasez a causa de los hielos. Pues entonces, si una oveja, llegado su tiempo, da a luz a su criatura, ¡oh, ésta bien puede ser sagrada incluso para el altar, porque es fruto de obediencia al Creador!.
-Yo no seguiría examinándole. Su sabiduría es asombrosa y supera a la de los adultos.
-No. Se ha declarado capaz de comprender incluso los símbolos. Oigámoslo.
-Que antes diga un salmo, las bendiciones y las oraciones.
-También los preceptos.
-Sí. Di los midrasiots.
Jesús dice sin vacilar una letanía de «no hagas esto… no hagas aquello… ». Si nosotros debiéramos tener todavía todas estas limitaciones, siendo rebeldes como somos, le aseguro que no se salvaría ninguno…
-Vale. Abre el rollo de la cinta verde.
Jesús abre y hace ademán de leer.
-Más adelante, más.

Jesús obedece.
-Basta. Lee y explica, si es que te parece que haya algún símbolo.
-En la Palabra santa raramente faltan. Somos nosotros quienes no sabemos ver ni aplicar. Leo: cuarto libro de los Reyes, capítulo veintidós, versículo diez: «Safan, escriba, siguiendo informando al rey, dijo: ‘El Sumo Sacerdote Jilquías me ha dado un libro’. Habiéndolo leído Safan en presencia del rey, éste, oídas las palabras de la Ley del Señor, se rasgó las vestiduras y dio…».
-Sigue hasta después de los nombres.
-«…esta orden: ‘Id a consultarle al Señor por mí, por el pueblo, por todo Judá, respecto a las palabras de este libro que ha sido encontrado; pues la gran ira de Dios se ha encendido contra nosotros porque nuestros padres no escucharon, siguiendo sus prescripciones, las palabras de este libro’…».
-Basta. Este hecho sucedió hace muchos siglos. ¿Qué símbolo encuentras en un hecho de crónica antigua?
-Lo que encuentro es que no hay tiempo para lo eterno. Y Dios es eterno, y nuestra alma, como eternas son también las relaciones entre Dios y el alma. Por tanto, lo que había provocado entonces el castigo es lo mismo que provoca los castigos ahora, e iguales son los efectos de la culpa.
-¿Cuáles?
-Israel ya no conoce la Sabiduría, que viene de Dios; y es a Él, y no a los pobres seres humanos, a quien hay que pedirle luz; pero la luz no se recibe sin justicia y fidelidad a Dios. Por eso se peca, y Dios, en su ira, castiga.
-¿Nosotros ya no sabemos? ¿Qué dices, niño? ¿Y los seiscientos trece preceptos?
-Los preceptos existen, pero son palabras. Los sabemos, pero no los ponemos en práctica. Por tanto, no sabemos. El símbolo es éste: todo hombre, en todo tiempo, tiene necesidad de consultar al Señor para conocer su voluntad, y debe atenerse a ella para no atraer su ira.
-El niño es perfecto. Ni siquiera la celada de la pregunta insidiosa ha confundido su respuesta. Que sea conducido a la verdadera sinagoga.
Pasan a una habitación de mayores dimensiones y más pomposa. Aquí lo primero que hacen es rebajarle el pelo. José recoge los rizos. Luego le aprietan la túnica roja con un largo cinturón dando varias vueltas en torno a la cintura; le ciñen la frente y un brazo con unas cintas, y le fijan con una especie de bullones unas cintas al manto. Luego cantan salmos, y José alaba al Señor con una larga oración, e invoca toda suerte de bienes para su Hijo.
Termina la ceremonia. Jesús sale acompañado de José. Vuelven al lugar de donde habían venido, se unen de nuevo con los varones de la familia, compran y ofrecen un cordero, y luego, con la víctima degollada, van a donde las mujeres.
María besa a su Jesús. Es como si hiciera años que no lo viera. Lo mira — ahora tiene indumento y pelo más de hombre
— lo acaricia… Salen y todo termina.