Como nosotros debían ser los hijos del Hombre, si el Progenitor y la Progenitora no hubieran mancillado su perfecta humanidad -en el sentido de ser humano, o sea, de criatura en que existe la doble naturaleza espiritual, a imagen y semejanza de Dios, y la naturaleza material-, como sabéis que hicieron.
Sentidos perfectos, o sea, sometidos a la razón, aun siendo sentidos de gran agudeza. Entre los sentidos incluyo los morales junto a los corporales. Amor completo y perfecto, por tanto; tanto hacia el esposo, con quien no tiene vínculo de sensualidad, sino sólo de espiritual amor, como hacia el Hijo. Amadísimo. Amado con toda la perfección de una perfecta mujer hacia la criatura de ella nacida. Así debería haber amado Eva: como María: o sea, no por lo que de gozo carnal representaba el hijo, sino porque ese hijo era hijo del Creador, y era obediencia cabal al imperativo del Creador de multiplicar la especia humana. Y amado con todo el ardor de una perfecta creyente que sabe que su Hijo, no figuradamente sino realmente, es Hijo de Dios.
A los que juzgan demasiado amoroso el amor de María hacia Jesús, les digo que consideren quién era María: la Mujer sin pecado y, por tanto, sin taras en su caridad hacia Dios, hacia los padres, hacia su esposo, hacia su Hijo, hacia el prójimo; que consideren lo que veía la Madre en mí, además de ver al Hijo de sus entrañas; y, en fin, que consideren la nacionalidad de María: raza hebrea, raza oriental, y tiempos muy lejanos de los actuales. Por ello, de estos elementos surge la explicación de ciertas amplificaciones verbales de amor que a vosotros os pueden parecer exageradas. Estilo florido y pomposo, incluso en el habla común, el estilo oriental y hebreo; todos los escritos de aquel tiempo y de aquella raza son documento de esto… y el paso de los siglos no ha modificado mucho el estilo de oriente.
¿Tendríais la pretensión de que -por el hecho de que, veinte siglos después, y cuando la perversidad de la vida ha matado tanto amor, debáis examinar estas páginas-Yo os diera a una María de Nazaret como la mujer árida y superficial de vuestro tiempo? María es lo que es. No se transforma a la dulce, pura, amorosa Doncella de Israel, Esposa de Dios, Madre virginal de Dios, en una excesiva, enfermizamente exaltada, o glacialmente egoísta, mujer de vuestro siglo.
A los que juzgan demasiado amoroso el amor de Jesús a María, les digo que consideren que en Jesús estaba Dios y que el Dios uno y trino hallaba confortación en amar a María, a aquella que le compensaba el dolor de toda la raza humana, el medio por el que Dios podía volver a gloriarse de su Creación que da ciudadanos a su Cielo. Y consideren, en fin, que los amores se hacen culpables cuando, y sólo cuando, desordenan, o sea, cuando van contra la voluntad de Dios y el deber que hay que cumplir.
Y ahora considerad si el amor de María hizo esto, si mi amor hizo esto. ¿Me estorbó Ella, por amor egoísta, el cumplir toda la voluntad de Dios? ¿Por un desordenado amor hacia mi Madre renegué, acaso, de mi misión? No. Ambos amores tuvieron un solo deseo: que se cumpliera la voluntad de Dios para la salvación del mundo. Y la Madre dijo adiós a su Hijo todas las veces, entregando a su Hijo a la cruz del magisterio público y a la cruz del Calvario, y el Hijo dijo adiós a su Madre todas las veces, entregando a la Madre a la soledad y a la congoja, para que fuera la Corredentora, sin pararse a mirar nuestra humanidad, que se sentía desgarrar, ni nuestro corazón, que se partía con el dolor. ¿Es esto debilidad?, ¿sentimentalismo? ¡Es amor perfecto, oh hombres que no sabéis amar y no comprendéis ya el amor ni sus voces!
Y también esta Obra tiene la finalidad de iluminar algunos puntos que un conjunto de circunstancias ha cubierto de tinieblas, de manera que forman zonas oscuras en la luminosidad del cuadro evangélico; y puntos que parecen de fractura, y no son sino puntos entenebrecidos, entre uno y otro episodio evangélico, puntos indescifrables y que en poder descifrarlos está la clave para comprender exactamente ciertas situaciones que se habían creado y ciertos modos fuertes que tuve que poner, tan contrastantes con mis continuas exhortaciones al perdón, a la mansedumbre y humildad, ciertas actitudes de inflexibilidad hacia los tenaces, inconvertibles adversarios.
Recordad todos que, después de haber usado toda la misericordia, Dios, por el honor de sí mismo, sabe también decir «basta» a aquellos que, porque es bueno, creen que es lícito abusar de su longanimidad y tentarlo. De Dios nadie se burla. Son palabras antiguas y sabias.
EL ADIÓS A LA MADRE ANTES DE SUBIR AL PADRE. TODO LO TENEMOS POR MARÍA
Veo otra vez la habitación habitada por María. Las señales de la Pasión han desaparecido.
La Virgen está sentada y lee. Deben ser libros sagrados. No, ciertamente no está leyendo otra cosa en ese rollo que tiene entre sus manos. Ya no se la ve torturada. Su rostro resulta ahora más grave que antes de la Pasión. Sin ser aquel rostro trágico, aparece más maduro. Ahora tiene aspecto majestuoso, aunque sereno.
La hora parece matutina. Efectivamente, ya luce un bonito sol, que, por la ventana abierta, entra en la tranquila habitación, pero se ve que el jardín (un jardín cercado por altas tapias, al cual da la ventana) está todavía lleno del frescor del rocío.
Entra Jesús, todavía con su espléndida vestidura de la mañana de la Resurrección. Su Rostro emana fulgor. Sus heridas son pequeños soles.
María se arrodilla sonriendo. Luego se alza y lo besa en la Mano derecha. Jesús la estrecha contra su Corazón y la besa en la frente, sonriendo, y le pide un beso, que María da, también en la Frente.
-Mamá. Mi tiempo de permanencia en la Tierra ha terminado. Subo al Padre. He venido para una especial despedida de ti, y para mostrarme a ti, una vez más, con el aspecto que tendré en el Cielo. No he podido mostrarme a los hombres con esta figura de esplendor: no habrían podido soportar la belleza de mi Cuerpo glorificado, una belleza que supera demasiado sus posibilidades. Pero a ti, Mamá, sí. Y vengo a inundarte de alegría otra vez con ella.
Besa mis Heridas. Que Yo sienta en el Cielo el perfume de tus labios y que a ti te quede en los labios la dulzura de mi Sangre.
Pero estáte segura, Mamá, de que nunca te dejaré. Saldré de tu corazón durante esos pocos instantes requeridos por la consagración del Pan y del Vino, para volver luego, después de esa fatigosa separación de ti, con un ansia de amor pareja a la tuya, ¡oh Cielo mío vivo cuyo Cielo soy Yo!
No habremos estado nunca tan unidos como de ahora en adelante. Al principio, mi incapacidad embrional; luego, mi infancia; luego, la lucha de la vida y del trabajo; luego, la misión; en fin, la Cruz y el Sepulcro: estas cosas me interponían distancia, y obstáculo para decirte cuánto te amo. Pero ahora estaré en ti no ya como una criatura en formación; estaré a tu lado no ya en medio de los obstáculos del mundo que veda la fusión de dos que se aman: ahora estaré en ti como Dios; y nada, nada, ni en la Tierra ni en el Cielo, podrá separarnos a mí de ti ni a ti de mí, Madre Santa. Te diré palabras de inefable amor, te haré caricias de indescriptible dulzura. Y tú me amarás por quien no me ama.
¡Oh, tú colmas la medida del amor, que el mundo no dará a Cristo, con tu amor perfecto, Mamá! Por eso, más que un adiós, mi despedida es como la de uno que saliera un momento a este jardín florido a coger rosas y azucenas. Pero Yo te traeré del Cielo otras rosas y otras azucenas más hermosas que éstas que aquí han florecido. Te llenaré de ellas el corazón, Mamá, para hacerte olvidar el hedor de la Tierra, que no quiere ser santa, y anticiparte la brisa del bienaventurado Paraíso donde con tanto amor se te espera.
Y el Amor, que no sabe esperar, vendrá a ti dentro de diez días. Adórnate con tu más hermosa alegría, oh Madre Virgen, que tu Esposo viene. El invierno ha pasado… Las viñas florecidas emanan su perfume, y Él canta: «¡Álzate, oh llena de hermosura! ¡Ven, Esposa mía, que serás coronada!». (Cantar de los cantares 2, 11-13) Con su Fuego te coronará, ¡oh Santa!, y te hará feliz con su Espíritu, que se infundirá en ti con todos sus esplendores, ¡oh Reina de la Sabiduría!, Reina suya, que has sabido comprenderlo desde la aurora de tu vida y amarlo como ninguna criatura en el mundo jamás amó.
Madre, subo al Padre nuestro. A ti, Bendita, la bendición de tu Hijo.
María resplandece en su éxtasis, en esta habitación resplandeciente por la luz de Cristo.
Dice Jesús:
-No hagáis, hombres, objeto de polémica el hecho de si era o no posible que Yo cambiara de figura. Ya no era el Hombre vinculado a las necesidades del hombre. Tenía al Universo como escabel de mis pies, y todas las potencias como siervas obedientes. Y si, mientras era el Evangelizador, había podido transfigurarme en el Tabor, ¿no iba a poder transfigurarme para mi Madre siendo ya el Cristo glorioso? O mejor: ¿no iba a poder cambiar de figura para los hombres y aparecerme a Ella como ya era: divino, glorioso, transfigurado en Aquel que en realidad era, en vez de con esa figura de Hombre con que me mostraba a todos? Ella, además, me había visto -¡pobre Mamá!-transfigurado por los padecimientos; era justo que me viera transfigurado por la Gloria.
No hagáis objeto de polémica el si Yo podía estar realmente en María. Si decís que Dios está en el Cielo y en la Tierra y en todas partes, ¿por qué sois capaces de dudar el que Yo pudiera estar contemporáneamente en el Cielo y en el Corazón de María, que era un vivo Cielo? Si creéis que estoy en el Sacramento y cerrado dentro de vuestros ciborios, ¿por qué podéis dudar que Yo estuviera en este purísimo y ardentísimo Ciborio que era el Corazón de mi Madre?
¿Qué es la Eucaristía? Es mi Cuerpo y mi Sangre unidos a mi Alma y a mi Divinidad. Pues bien, cuando Ella me concibió, ¿acaso tenía algo distinto en su seno? ¿No tenía al Hijo de Dios, al Verbo del Padre con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad? Si vosotros me tenéis, ¿no es, acaso, porque María me tuvo y me dio a vosotros, después de haberme llevado nueve meses? Pues bien, de la misma manera que dejé el Cielo para morar en el seno de María, ahora, que dejaba la Tierra, elegía el seno de María como Ciborio para mí. ¿Y qué ciborio, en qué catedral, es más hermoso y santo que éste?
La Comunión es un milagro de amor que hice por vosotros, hombres. Pero en la cima de mi pensamiento de amor resplandecía el pensamiento de infinito amor de poder vivir con mi Madre y hacer que viviera Ella conmigo hasta que nos reuniéramos en el Cielo.
El primer milagro lo hice para alegría de María, en Caná de Galilea. El último milagro -es más: los últimos milagros-, para el consuelo de María, en Jerusalén. La Eucaristía y el velo de la Verónica: éste, para poner una gota de miel en la amargura de la Desolada; aquél, para que no sintiera que Jesús ya no estuviera en la Tierra.
¡Todo, todo, todo -comprendedlo de una vez por todas-lo tenéis por María! Deberíais amarla y bendecirla cada vez que respirarais. El velo de la Verónica es también un aguijón para vuestra alma escéptica. Comparad -vosotros, racionalistas, tibios, inseguros en la fe, vosotros que os conducís por secos exámenes-el Rostro del Sudario y el de la Sábana: uno es el Rostro de un vivo, el otro es el de un muerto; pero la altura, la anchura, los caracteres somáticos, la forma, las características son iguales. Superponed las imágenes. Veréis que corresponden la una a la otra. Soy Yo. Yo que quise recordaros cómo era y en qué me convertí por amor a vosotros. Si no estuvierais definitivamente extraviados, si no fuerais ciegos, deberían bastar esos dos Rostros para llevaros al amor, al arrepentimiento, a Dios.
El Hijo de Dios os deja, bendiciéndoos con el Padre y con el Espíritu Santo.
ÚLTIMAS ENSEÑANZAS EN EL GETSEMANÍ, DESPEDIDA Y ASCENSIÓN AL PADRE
Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo. Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.
Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida. «¡Señor, no soy digna!» exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta llamarla «el pequeño Juan», o también «la violeta de la Cruz»).
Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan, porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo, y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que satisface a Jesús, porque es el «todo» de mi nada-, en medida infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas, siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre…
Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz, sí. Y su Sangre ha llenado mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el suelo…
¡Oh, mi Amado, que, antes, de tu Sangre me has colmado, dándome a contemplar tus pies heridos, clavados al madero «… y al pie de la cruz era yo una plantita de violetas ya abiertas, y caían las gotas de la Sangre divina sobre esa plantita de violetas florecidas…»! ¡Recuerdo lejano, y siempre tan cercano y presente! Preparación para lo que después fui: ese portavoz tuyo que ahora está del todo rociado de tu Sangre, de tus sudores y lágrimas, del llanto de María tu Madre pero que también conoce tus palabras, tus sonrisas, todo, todo acerca de ti; y que ya no emana perfume de violetas, sino el perfume de ti, Amor mío único y solo, ese perfume divino que acunó ayer noche mi dolor y que desciende a mí, delicado como un beso, consolador como el propio Cielo, y me hace olvidar todo para vivir sólo de ti…
Tengo tu promesa. Sé que no te perderé. Me lo has prometido y tu promesa es sincera: es de Dios. Te seguiré teniendo. Siempre. Sólo si pecara de soberbia, mentira, desobediencia, te perdería; Tú lo has dicho, pero sabes que, sosteniendo tu Gracia mi voluntad, no quiero pecar, y espero no pecar porque Tú me sostendrás. Sé que no soy una encina. Soy una violeta. Un tallito frágil, que se puede plegar bajo la patita de un pajarillo o por el peso de un escarabajo. Pero Tú eres mi fuerza, Señor. Y el amor por ti es mi ala.
No te perderé. Me lo has prometido. Vendrás del todo para mí para traer alegría a tu agonizante violeta. Pero no soy egoísta, Señor. Tú lo sabes. Tú sabes que quisiera dejar de verte yo, con tal de que te vieran muchos otros, y creyeran en ti. A mí ya mucho me has dado, y no soy digna de ello. Verdaderamente me has amado como Tú sólo sabes amar a tus hijos especialmente amados.
Pienso en lo dulce que era verte «vivir» como Hombre entre los hombres. Y pienso que dejaré de verte así. Todo ha sido visto y dicho. Sé también que no se borrarán de mi pensamiento tus acciones de Hombre entre los hombres, y que no necesitaré libros para recordarte como realmente fuiste: bastará con que mire dentro de mí, donde toda tu vida está imprimida con caracteres indelebles. Pero era dulce, era dulce…
Ahora asciendes… La Tierra te pierde. María de la Cruz (María Valtorta) te pierde, Maestro Salvador. Te tendrá como Dios dulcísimo, y ya no verterás Sangre, sino celestial miel, en el cáliz violáceo de tu violeta… Lloro… He sido discípula tuya junto a las otras por los caminos montanos, frondosos, o áridos, polvorientos de la llanura, en el lago y en las orillas del bello río, de tu Patria. Ahora te marchas, y sólo en el recuerdo veré Belén y Nazaret sobre sus colinas, verdes por los olivos; y Jericó ardiente de sol, susurradora con sus palmeras; y Betania amiga; y Engadí, perla perdida en medio de los desiertos; y la Samaria hermosa; y las óptimas llanuras de Sarón y Esdrelón; y la caprichosa llanura elevada de Transjordania; y la pesadilla del mar Muerto; y las ciudades llenas de sol de la costa mediterránea; y Jerusalén, la ciudad de tu dolor, con sus subidas y bajadas, sus espacios abovedados, sus plazas, sus barrios, pozos y cisternas, colinas y… incluso el triste valle de los leprosos donde tanta misericordia tuya ha sido prodigada… Y la casa del Cenáculo… la fuente que cerca de ella llora… el puentecito sobre el Cedrón, el lugar de tu sudor sanguíneo… el patio del Pretorio…
¡Ah, no! Lo que fue tu dolor está aquí, y aquí permanecerá siempre… Deberé buscar todos los recuerdos para encontrarlos, pero tu oración en el Getsemaní, tu flagelación, tu subida al Gólgota, tu agonía y muerte, y el dolor de tu Madre, no, no habré de buscarlos: están presentes siempre. Quizás los olvide en el Paraíso… y me parece imposible el poder olvidarlos incluso allí… Recuerdo todo lo de esas atroces horas. Recuerdo hasta la forma de la piedra sobre la que caíste, y hasta el capullo de rosa roja que chocaba -y parecía una gota de sangre-contra el granito, contra el cierre de tu sepulcro…
Amor mío divinísimo, tu Pasión vive en mi pensamiento… y a mí se me parte el corazón…
La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre… ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos, palabras de recíproca bendición… ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre-a su Hijo, la Prenda del Amor a la Purísima!… ¡Dios besando a la Madre de Dios!…
En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan juveniles todavía!)…
Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!… En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está para separarse de su Amado-los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde…
-¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy ¬dice Pedro.
-Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.
Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once.
En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse.
Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús… Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.
La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y dice:
-Bien… Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.
No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios-me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.
Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí. Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad, la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada. Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.
Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho. Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.
Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla.
Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de vosotros individualmente-os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.
Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros. Pero, cuando llegue la hora señalada por Dios, la matriz madrastra expelerá a la criatura que se habrá formado en su seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se propagarán por todo su gran Cuerpo. Los latidos del corazón de la Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos de ídolos detienen su voluntad…
Pero esto vendrá después, y cuando llegue sabréis cómo actuar. E1 Espíritu de Dios os guiará. No temáis. Por ahora congregad en Jerusalén la primera asamblea de los fieles. Luego otras asambleas, a medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas echadas en óptima tierra. Mi pueblo se propagará por toda la Tierra. El Señor dice al Señor: «Por haber hecho esto y no haber eludido tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar. Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la Tierra»(Génesis 22,15¬18). Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como soberanos.
Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.
Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines. Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.
No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.
Vosotros debéis ser santos. No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta. Nosotros llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio. Pero, en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus órdenes-sino que mora en ellos, para darles sus amores.
¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.
-¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? -le preguntan interrumpiéndole.
-Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco. Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro… tú estás destinado a otros honores…
-Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos…
-Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: «Hágase lo que Tú quieres». Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal -dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a Pedro.
-Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.
No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.
Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo.
Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones ¬voluntarias o impuestas-de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.
Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: «¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios», responded: «El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios». Responded: «Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús».
Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): «La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas».
Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron». Pero decidles también: «¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros».
Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. «Yo seré vuestra desmesurada recompensa» promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.
Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros… Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad.
Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.
Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo el deseo de todos:
-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!
-¡Así sea! -le responde Jesús.
Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
-Haced esto en memoria mía -añadiendo:
-De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.
Los bendice y dice:
-Y ahora vamos.
Salen de la habitación, de la casa…
Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
-La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado -dice Jesús bendiciéndolos al pasar.
Marcos se alza y dice:
-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.
-Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
-Entonces, han venido todos -dicen entre sí los apóstoles.
Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
-Ven, Madre, y también tú, María… -invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que, afablemente, pregunta a María de Alfeo:
-¿Estás sola?
-Las otras… las otras están adelante… con los pastores y… con Lázaro y toda su familia… Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque… ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!… ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza… yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?… ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!… ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!… ¡Estando Tú, teníamos todo!… Aquella tarde creí conocer todo el dolor… Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y… sí, era menos fuerte que ahora… Y además… estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora… -llora, y, tanto la ahoga el llanto, que jadea.
-María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos). ¿No es esto, acaso, lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y decirte: «Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos»? ¿No te dejo mi amor? ¡Te doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta, más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre. Juan será para ella hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi Madre no llora. Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión, y sabe también que esta-separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: «Ya no tengo Hijo». Ése fue el grito de dolor del día del dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: «Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores». Créelo así también tú, y todos… Ahí están los otros y las otras. Ahí están mis pastores.
Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo… Caras, caras, caras…
Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
-Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.
A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz más que a la vista. A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.
Y a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío: «Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado», último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el Cielo.
A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.
Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.
Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre.
Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.
Benditas seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición -dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación)
¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!
¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.
Yo digo que constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:
-Detened a la gente donde está. Luego seguidme.
Sigue subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a Jerusalén-desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.
Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.
Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.
Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:
-¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.
Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar… Es su último adiós a su Madre.
Sube, sube… El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la Luz que asciende… Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores…
En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.